EL FINAL DE LA MÚSICA
FERNANDO BAYÓN
El que mi reloj de mesa esté parado
tiene un efecto devastador sobre el cuarto.
Desde hace catorce años estaba
acostumbrado a su marcha.
THOMAS MANN, DIARIOS, 6 DE ENERO DE 1919
Consideraciones biográficas
El lector tiene entre sus manos un gran libro enfermo. Los más
cinéfilos entre Vds. sabrán que esta es una expresión —grand film
malade— robada a Françoise Truffaut, que la empleó para calificar a
una película de Alfred Hitchcock que, con todo, él admiraba: Marnie.
Sirve, por extensión, para caracterizar obras muy especiales, cuya
imperfección y falta de redondez, cuyo carácter difícil, contradictorio
y no del todo logrado, acaba por hacerlas misteriosamente
apasionantes, llegando a convertir sus síntomas en ocasiones para
el disfrute y sus errores en acontecimiento estético. Obras artísticas
cuyos padecimientos internos adquieren el rango de revelación.
No es malicia por mi parte si escojo este giro francés para
calificar un libro —un grand livre malade— en el que precisamente
Francia desempeña el papel del antagonista, quizás al modo de lo
que suponía el impostor alazôn para el desmitificador eirôn en la
antigua comedia griega. La idea de que Thomas Mann concibió este
volumen durante la etapa más irregular y peliaguda de su vida, en
circunstancias de abatimiento e irritabilidad íntimos que ni siquiera el
posterior exilio pudo igualar, está sostenida por abrumadoras
pruebas biográficas, que son las más extendidas cada vez que se
trata la génesis de Consideraciones de un apolítico.
Comenzada en octubre de 1915, su redacción se extendió con
una lentitud dolorosa hasta marzo de 1918 —el punto y final
coincidió con la última ofensiva de Ludendorff en el río Somme—, en
medio de condiciones materiales de una dificultad inédita para la
boyante familia, que convirtieron a la esposa del autor, Katia Mann,
nacida Pringsheim (y qué belleza el salón de música del palacio de
la Arcisstrasse en que nació), en toda una especialista en el
mercado negro muniqués. Es un libro de guerra. Mann comienza la
redacción de sus Consideraciones como súbdito de un Imperio de
impronta prusiana que quiere vencer militar e industrialmente sobre
las potencias occidentales, organizándose como una dictadura in
tempore belli, y las ve publicadas por su fiel editor Fischer como
ciudadano de una nación humillada tras el desastre de la Segunda
Batalla del Marne, definitivamente expuesta, después del armisticio
del 11 de noviembre, a un giro republicano así como al impositivo
Diktat de los Clemenceau y el cuáquero Wilson. Expuesta, por lo
que respecta más particularmente a la Baviera en que residía el
autor, a un expediente revolucionario y comunista, cuyos
documentos inolvidables fueron el fin de la monarquía en la persona
del último Wittelsbach, Luis III, la proclamación de la República por
vez primera en los dominios del Reich por el malogrado Kurt Eisner
—adelantándose algunas horas a los hechos que precipitaron en
Berlín la abdicación del káiser Guillermo II—, y el gobierno
bolchevique de los Consejos de trabajadores y soldados à la russe.
Claro que Thomas Mann —que despreciaba a Liebnecht, a Rosa
Luxemburg y a Eisner, los tres a las puertas de la muerte, porque su
socialismo salvaje los convirtió en nada más que «políticos», esto
es, furibundos que querían imponer la felicidad a la humanidad (sic)
—, en anotación de 24 de marzo de 1919 entiende la sublevación
espartaquista como un levantamiento ¡contra el imperialismo de los
Aliados! Pero después de haber sido triturados hasta la médula de
los huesos por las frases hipócritas de esa «gentuza» aliada, «estoy
a punto de salir corriendo a la calle y gritar: ¡Muera la falaz
democracia occidental! ¡Hurra por Alemania y Rusia! ¡Viva el
comunismo!»[1].
¿Qué fue lo que movilizó inicialmente a Thomas Mann a hacer a
un lado su novela en curso —se trataba de La montaña mágica, una
novela cuya profundidad y equilibrio habrían de quedar muy
agradecidos a la interrupción que supuso las Consideraciones—,
para dedicarse de una manera tan implacable a este volumen, del
que se cuidaba muchísimo de aclararles a sus hijos, especialmente
a los dos mayores, Erika y Klaus, que «esta vez no era una
historia», sino sencillamente un libro, que él mismo veía como algo
«monstruoso» y, sin embargo, no podía dejar de atender con
extravagante fiebre? Katia incluyó un escorado resumen de los
hechos en Meine ungeschriebenen Memoiren (Mis memorias no
escritas), el volumen de recuerdos que Elisabeth Plessen y su
propio hijo Michael, mediante una serie de entrevistas y abusando
de su paciencia, consiguieron extraerle a la viuda de Mann, quien
siempre se había dicho a sí misma: «en esta familia debe haber
alguien que no escriba».
En él se refiere al «desdichado» ensayo de Heinrich Mann, el
hermano mayor de Thomas, publicado en noviembre de 1915 bajo
el título de Zola, como detonante del polémico libro de su marido. Se
trataba de un extenso ensayo, aparecido en la revista de inspiración
expresionista Weissen Blätter (Hojas Blancas), editada en Zúrich
durante los años de la guerra por el escritor alsaciano René
Schickele, en el que Heinrich Mann homenajea a la figura de Émile
Zola, ese «genio consciente de la democracia», empleándola como
timbre del europeísmo, y a su «J’accuse» como documento
imborrable de la prevalencia de la verdad y la justicia sobre las
leyendas chauvinistas del militarismo. Cierto es que si a Heinrich le
interesaba volver sobre aquel célebre artículo de L’Aurore que
conmocionara en 1898 a la República francesa del presidente
Faure, destapando el manto de falsificaciones racistas que cubría su
gloria nacional, era porque veía hasta qué punto este Guillermo II,
con todas las exaltaciones belicistas de su imperio en decadencia,
necesitaba urgentemente su propio Zola alemán.
Aunque es más que probable que Thomas Mann conociera
previamente el ensayo de su hermano, el ejemplar de Hojas Blancas
con el Zola de Heinrich no llegó a su poder hasta enero de 1916. Es
decir, cuando ya llevaba semanas trabajando en sus
Consideraciones. No cabe duda de que la lectura exacerbó la
distancia ideológica entre los hermanos, que a nadie se le escapaba
que venía siendo muy notable desde mucho tiempo atrás. El propio
Thomas Mann, en una carta a su hermano con fecha de 8 de
noviembre de 1913, acaso la más angustiosa de las miles que
escribió, había expuesto hasta qué punto sentía posarse sobre sus
hombros toda la miseria de su hora y de su patria, y cómo veía en
Heinrich a alguien mucho más rematado moralmente de lo que él
mismo estaba, confesándole su impericia para orientarse
políticamente «como tú sí has hecho». Declaraba que todo su
interés lo ocupaba la decadencia, algo que le impedía preocuparse
como Heinrich por el progreso: y, sin necesitar enemigos, tachaba a
LosBuddenbrook de libro bourgeois y sin significación para el siglo
veinte, a Tonio Kröger de lacrimoso, a Alteza real de pieza de
vanidad, a Muerte en Venecia de consentido y perversamente
equivocado…
Después de todo, ¿cuáles habían sido sus últimas obras?
Heinrich acababa de finalizar una novela titulada El súbdito, cuyos
primeros apuntes databan de 1906, que terminó en vísperas de la
guerra y fue un éxito después de ella. Relato premonitorio, editado
por entregas en una revista ilustrada a lo largo de 1914, parodiaba
por medio de su protagonista, Diederich Hessling, la tipología
masculina del ciudadano del imperio, ese que había aprendido antes
a cuadrarse que a dejar de llamar bárbaro a todo lo espiritual que no
comprendía, mientras compensaba de paso su complejo de
inferioridad mediante arrebatos de despotismo. Una parodia de la
vacuidad del orgullo nacionalista alemán, incapaz de creer en nada
que no pudiera ser derribado por un cañón y que, en cambio, se
allanaba religiosamente ante las máscaras con que el poder se
extendía amenazadoramente sobre la política y los negocios.
¿Y Thomas? Tras ese personalísimo remake del Fedro que es la
Muerte en Venecia, se comprometió con proyectos de gran aliento y
recorrido en los que quedaría retratada una madurez genial, tales
como Confesiones del estafador Félix Krull, cuya primera —y única
— parte no habría de aparecer hasta 1954, y muy especialmente La
montaña mágica, cuyas palabras iniciales fueron redactadas el 9 de
septiembre de 1913, suponemos que a las nueve de la mañana,
como era habitual, y no vería la luz hasta el otoño de 1924. Lo que
sí vio la luz de momento, en 1915, fue una colección «de escritos de
historia contemporánea» (Sammlung von Schriften zur
Zeitgeschichte), entre los que descollaban las entregas de
Pensamientos en guerra (Gedanken im Kriege) y su elocuente
ensayo Federico y la Gran Coalición, que dio título al volumen,
trabajos en los que seguía creyendo con inflamada retórica en el
Reich alemán como síntesis de Poder y Espíritu y en la guerra como
algo popular, grande, solemne incluso, respetable hasta la médula,
una suerte de purificación y una esperanza inmensa; pero que, al
mismo tiempo, podría reportarle a Alemania un calvario moral y
cultural. En fin, mientras Heinrich volvía empáticamente la mirada al
caso Dreyfus, Thomas tornaba los ojos al siglo dieciocho, al
veraniego inquilino de Sanssouci, aquel rey filósofo, sobre cuya
homosexualidad se maliciara a escondidas su protegido Voltaire,
que maniobró contra la casa de Austria para anexionarse la Silesia
polaca —uno de los factores desencadenantes, en 1756, de la
Guerra de los Siete Años, la ocasión en que la pequeña Prusia
adquirió los galones de temible potencia mundial al enfrentarse
militarmente a una gran coalición de enemigos formada, además de
Austria, por Sajonia, Rusia y… Francia, que había dado un giro
diplomático impresionante hasta converger con los Habsburgo y con
el Zar—.
Hay una breve frase del ensayo de Heinrich, la segunda para ser
más exactos, que Thomas Mann leyó como si se tratara de una
alusión, de un puyazo, de una afrenta inequívocamente dirigida
contra su persona: «Es típico de quienes habrán de secarse
prematuramente el presentarse ante los demás con aires de
consciencia y universal rectitud cuando solo están al comienzo de
sus veinte años». Frase que, por cierto, Heinrich eliminaría
posteriormente en la reedición del Zola dentro del volumen
recopilatorio Geist und Tat. Franzosen 1780-1930. A continuación, el
mayor de los Mann arremetía contra los intelectuales arribistas, que
se convierten en poetas nacionales al desempeñar el papel de
compañeros de viaje de la falsificación, «siempre alentando,
siempre enloquecidos por el entusiasmo, sin sentir responsabilidad
alguna ante la inminente catástrofe, ¡que por cierto ignoran como
cualquier hijo de vecino!». Falsos intelectuales, más culpables que
los hombres del poder, pues con sus retóricas nacionalistas
convierten en justo lo injusto, sin desgajarse críticamente del pueblo
cuya conciencia deberían formar, tal y como hizo Zola al separarse,
con dolor y rabia, de los que consideraba, pese a todo, sus
semejantes.
Cualquier conocedor de la peripecia política y vital de Thomas
Mann puede pensar, ¿pero es que hay palabras más exactas para
describir lo que el autor de José y sus hermanos precisamente no
fue? Bastaría con leer sus vibrantes discursos contra Hitler en forma
de alocuciones a los radioescuchas alemanes a través de la BBC,
donde se duele del abismo abierto entre el país de sus padres y el
mundo civilizado por toda esa demoníaca basura del Nuevo Orden,
bastaría con recordar que este paisano de Lübeck se encontró
inopinadamente en el exilio en 1933 y jamás volvería a residir en su
patria, jamás, tardando dieciséis años en pisar otra vez suelo
alemán en unas contadas —polémicas y emocionantes— visitas.
Sí, Thomas Mann acabó siendo el alemán separado, crítica,
traumáticamente, de sus semejantes corrompidos por una camarilla
de asesinos, el que se negó a ser compañero de viaje de la
mitificación nacionalista y por ello tuvo que escuchar todavía los
cínicos rapapolvos de tantas personalidades culturales que se
quedaron en Alemania, cuidando con prudencia de no quemarse
con las brasas del fascismo, sin dejar de calentarse con ellas, y
recurrieron después de la derrota a esa ficción titulada «exilio
interior» como argumento exculpatorio y timbre de su resistencia,
que reputaban más heroica que la de la premiada y propagandística
élite que vio la guerra desde sus palcos del destierro… y cuyo
príncipe habría de ser Thomas Mann. Personalidades a cuyos
currículos de la época nazi sacan ahora lustre sus panegiristas,
contabilizando como mérito lo único que se les puede contabilizar,
no la ferocidad de sus opiniones contra Hitler, sino las
despreciativas opiniones de Hitler contra ellos. Mann acabó
padeciendo mil insidias. Pero esa es otra (y la misma) historia que
comienza a partir de 1922…
Por lo que hace al clima en que Thomas Mann se desempeña en
sus Consideraciones, la ruptura con Heinrich fue total, adquiriendo
incluso una dimensión pública cuando, en 1917, los hermanos son
invitados por el Berliner Tageblatt a verter sus opiniones acerca de
la paz mundial. Cuestión de temperamento, Heinrich tituló su
artículo con un desiderátum: «Vida, no destrucción»; Thomas, con
una interrogación: «¿Paz mundial?». Este último deslizaba en su
escrito argumentos ad hominem, en un tono entre duro y patético,
en que recordaba a Heinrich cómo el amor retórico-político por la
humanidad, con el que tanto se llenba los labios, era una forma
bastante periférica de amor y «suele ser pregonado con tanta más
dulzura cuanto más falla su núcleo». Los filántropos, antes de
proclamar la democratización del mundo, deberían preocuparse
ellos mismos de ser un poco menos ergotistas, arrogantes y
fariseos, igual que los que disfrutan del éxito afirmando el amor a
Dios con preciosas palabras convierten dicho amor en «bella
literatura y fuegos fatuos» si entretanto odian a su hermano. A los
lectores menos avisados les extrañará el tono con que Thomas
Mann se emplea, alejado de ese tópico que pretende hacerlo pasar
por un intelectual apolíneo y ultrasereno: el mismo tono de
empecinamiento fatal con que el 3 de enero de 1918 rechaza la
oferta de reconciliación que Heinrich, tras el boxeo en los medios
periodísticos, le hace llegar privadamente por carta. «Deja concluir
la tragedia de nuestra fraternidad —le espeta—. ¿Dolor? Ni mucho
ni poco. Uno se vuelve duro e insensible. Desde el suicidio de Carla
(la cuarta hermana, actriz frustrada, se suicidó en 1910) y tu ruptura
definitiva con Lula (Julia Mann, la tercera hermana, una burguesa
fina, melindrosa y morfinómana, en decadencia social tras enviudar
—según su sobrino Klaus—, se ahorcaría en 1927), la separación
definitiva no es nada nuevo en nuestra comunidad. No he hecho
esta vida. La detesto. Hay que vivir hasta el final lo mejor posible.
Adiós».
La noche del 29 al 30 de septiembre de 1918, Thomas sueña
que estaba con Heinrich, «que éramos muy amigos» y que, por
cariño, le dejaba comer una gran cantidad de pasteles, de esos
pequeños a la crême, y dos trozos de tarta, renunciando él a su
parte. Le embarga un sentimiento de perplejidad. ¿Cómo
compaginar este gesto generoso con la inminente publicación de las
Consideraciones? Era una sensación absurda. Pero despertó. Y le
alivió comprobar que solo había sido un sueño. ¿Cuánto se
prolongó aquel adiós? Hasta 1922, año capital en la vida[2] de
Thomas Mann. Heinrich enfermó. Y Thomas acudió a su lecho de
enfermo.
Consideraciones políticas
Consideraciones de un apolítico podría parecer la pieza del catálogo
manniano que ha disfrutado de una recepción más controvertida y
embarazosa, tanto entre sus lectores como entre los responsables
de cuidar su legado, empezando por su hija Erika, que ejerció
regularmente de asistente del mago. Sin embargo, cuando el libro
se reeditó en 1922, es decir, después de que «Saulo Mann», como
algunos dieron en llamarlo, leyera su célebre conferencia De la
República Alemana, con ocasión de la celebración del sexagésimo
aniversario del poeta Gerhart Hauptmann, ocasión recurrentemente
interpretada como su profesión de fe democrática, el texto
presentaba algunos signos de haber sido expurgado. La depuración,
contrariamente a lo que supusieron sus enemigos, no obedecía a
una operación de lavado de cara para quitarle al mamotreto las
legañas nacionalistas, ni afectó por tanto a nada que pudiera
resultarle inconveniente a su recién estrenado perfil de campeón de
la república en peligro —perfil que al poco se consolidaría
mundialmente como el de uno de los intelectuales más significados
en la lucha antifascista—, sino tan solo a aquellos aspectos muy
personales en que se dirigía de manera harto ofensiva contra un
hermano con quien, para esas fechas, ya se había reconciliado. En
fin, Thomas Mann acabó sabiendo demasiado de abismos como
para creer que la vida se resuelve en una cadena de simples caídas
de caballo. Los que más cerca estuvieron del autor quisieron
proteger este libro de las malas lecturas, las de todos aquellos que
querrían ver en él la enésima biblia del decadentismo. Él, por su
parte, sabía que habían de leerlo, si no mal, sí en su mal.
Theodor W. Adorno lo detectó claramente en su retrato del
escritor: lo que se reprocha a Mann como decadencia era
exactamente lo contrario de esta, la fuerza de la naturaleza para ser
consciente de sí misma como algo frágil. Es decir, con ser
importantes, las controversias entre los hermanos no bastan para
armar al lector frente a la ventolera de personajes, citas y
argumentos de un libro que interesa, mucho más que por las
razones biográficas que en parte lo convirtieron en un fratricidio in
efigie, por el modo como Thomas Mann disecciona el universo
cultural en que cultivó su imaginación como pensador y poeta
alemán, a la luz de sucesos que lo amenazan con algo peor que la
descomposición, con la acusación de ser un universo culpable.
¿Cómo leer hoy las Consideraciones de un apolítico? Si el libro
se queja de manera tan inflamada del sentido antihumanista
escondido en la virtuosa lógica del democratismo, en una época en
que la vida pública estaba sobredeterminada por la política, ¿cómo
encajarlo en un tiempo, el nuestro, caracterizado al contrario por una
claudicante despolitización de la esfera comunitaria que, en tantas
ocasiones, convierte al parlamentarismo en una criada muda de,
pongo por caso, los sistemas financieros y de consumo? Thomas
Mann nos da una pista en algún lugar del prólogo, que fue lo último
que redactó: propone al lector que Consideraciones sea leído como
una «novela experimental», con el «literato de civilización» a la
cabeza de su dramatis personae, un elenco poblado de personajes
que adquieren el espesor de «tipos» muy al modo de Nietzsche —el
fariseo, el jacobino, el hombre gótico, el radical, etc.—, todos ellos
heterónimos de la destinataria de sus dardos, aquella humanidad
política celosamente impregnada de espiritualidad oficial, que piensa
que la aventura del hombre solo se resuelve en la medida en que
este pasa a ser un órgano del Estado.
Por lo tanto, hay que empezar a leer este libro evitando
contabilizarlo como un ítem más en el inventario del reaccionarismo
antiliberal de una Europa pródiga en memorias de ultratumba. Y,
desde luego, no es necesario —con ser desde luego muy
recomendable— leer a Adorno o a Roger Griffin para percibir qué
erróneo sería incluirlo entre las pruebas incriminatorias contra la
tradición filosófica tardorromántica por sus implicaciones en el
ascenso del fascismo europeo, gesto típico de intérpretes en exceso
proclives a ver en la historia intelectual alemana un eslabón gigante
del irracionalismo del que todos y cada uno de sus pensadores
serían un paso obligado. Ni romántico ni idealista ni culpable, pero
con la firmeza del enfermo, este ensayo presenta mayores
afinidades con obras como las de Max Weber, Ernst Troelscht y
Werner Sombart[3] que con las de germanistas como Ernst Bertram,
que, por esas fechas, frecuentaba la casa de los Mann con sus
mistificaciones nietzscheanas y sus severidades durerianas bajo el
brazo. Por si Los Buddenbrook no fuera prueba suficiente, este libro
demuestra hasta qué punto estaba equivocada la acusación de
Heinrich, según la cual a su hermano le habría pillado dormido la
transformación del viejo burgués alemán, de cuño espiritual y
luterano, en unbourgeois embrutecido e inmoral, pues Thomas
Mann consagra páginas a la comprensión del burguesismo
capitalista en su modernidad, sin callarse los efectos más terribles
de la desactivación social de su pasado «heroísmo».
Esta es una prosa irritada. Le irrita el virtuosismo de todos
aquellos esclarecidos y satisfaits que, en unas fechas tan críticas, se
arrogaban el derecho a definir urbi et orbi —o demasiado pronto—
qué era la libertad y qué era la barbarie, y creían que en su alma,
dice Mann, disponían de un patrón con el que medir de modo
infalible el bien y el mal, cuando en realidad era la fugacidad y el
confusionismo de los hechos los que los estaban midiendo a todos
ellos. El autor de La ley (1943) habría de clamar en el futuro contra
la intelligentsia que se resistía a aparcar sus poses y bizantinismos
cuando, bajo Hitler, el mundo asistió a una ruptura de la civilización
que exigía una defensa de la dignidad humana desprovista de
ambigüedades y complejos. Pero aquí tacha de fariseos a todos los
intelectuales de respetabilidad acorazada a fuerza de adosarse
opiniones políticas, y no deja resquicio a la duda o al escepticismo,
que son, como parece creer Mann, las formas más «religiosas» de
productividad del hombre en medio del caos.
Desde este punto de vista, las Consideraciones de un apolítico
no cargan contra la política sino contra cierta ilustración política que
emplea la virginiana retórica de las libertades y la felicidad para
dejar de ver que la vida social es y será una esfera de antinomias
insolubles. Por utilizar su lenguaje, en muchas ocasiones pasado de
vueltas, incluso para los estándares nietzscheanos: este conjunto de
escritos acaba siendo tanto o máspolítico cuanto más afila su crítica
contra esa untuosa credulidad del pacifista rumiante al que, lleno de
unción humanitaria, le atemoriza comprobar que la raíz y el principio
de lo político es el conflicto y la inestabilidad, y no suerte alguna de
anestesia democrática.
Si este libro tiene una tesis, y no solo dirigida contra el «célticoromano
» Heinrich, es esta: el apolítico es el opositor a cualquier
política de la neutralización de la política. Y así se podrá entender
por qué muchos lectores postmodernos de Betrachtungen eines
unpolitischen, al menos los más expuestos al léxico de Roberto
Esposito, se ven tentados de verter esta última palabra por
«impolítico».
Thomas Mann, ese erudito de la enfermedad, sabía que eran
preferibles los libros que aciertan cuando parecen fallar que los
libros que fallan cuando están convencidísimos de acertar. ¿Es hoy
acaso presentable un ataque a la interpenetración de la literatura y
la política? Tal hace Thomas Mann, quien cree que dicho cruce es
puro «jacobinismo». Con todo, una consideración tan poco
presentable como esta puede que resulte más necesaria que nunca
si comprobamos que lo que pretende, en realidad, es denunciar
ciertos procesos que siguen coleando. A saber, cómo conceptos que
habrían de movilizar el espíritu, por ejemplo «libertad», «igualdad» y
«justicia», pierden cada vez más su espesor problemático, su
condición de principios reguladores de la moral capaces de alterar y
dinamizar todas nuestras filosofías, para petrificarse en
significaciones sociales al servicio de la fraseología del
humanitarismo más chabacano, huero y conservador. Y, a contrario
sensu, cómo la democracia se literaturiza (hoy diríamos que se ha
vuelto «massmediática»), adoptando la retórica enaltecedora del
género humano al servicio de la gran estética del voto universal. O,
si se me permite, siguiendo al coetáneo Benjamin, al servicio de la
estetización carismática de la política.
Consideraciones artísticas
Podré intentar comprender, buscar el entendimiento, pero
difícilmente arrancar mis raíces e hincarlas en otra parte, confiesa —
más que considera— Mann. A la hora de elegir los nombres en que
se apoya para demoler el descaro arrogante del literato de
civilización el escritor no busca entre espesuras mitológicas. Es el
literato de civilización quien, según apreciaciones algo miopes de
Thomas Mann, ha educado su fanatismo con el Nietzsche más
tardío y «grotesco». Él es quien tiene por referente a ese «político»
por excelencia que es el Tolstói-ya-no-artista, moralista de la dicha y
filósofo de la beneficiencia. No son el musculado Siegfried ni el
santo Parsifal los escogidos para caracterizar al hombre alemán,
sino las criaturas de poetas como Joseph von Eichendorff (sí, un
cantor popular cuyos poemas, base literaria de tantos Lieder,
amaba, como casi cualquier joven de inclinaciones artísticas en
Alemania, Adolf Hitler). Y, de entre todas las suyas, especialmente la
que da nombre a una de sus novelitas más célebres, Aus dem
Leben eines Taugenichts (De la vida de alguien que no sirve para
nada, de 1826)[4].
Un inútil, un inválido, un Oblómov echado a andar, un Gaspar
Hauser sin misterio que lo circunde, un ser sin nombre que no sirve
para nada, ni más ni menos que un hombre, este hijo de molinero
cuyo ánimo está continuamente de domingo, a quien su desgana
laboral lo empuja a un viaje sin fin, a perseguir como un vagabundo
una fortuna, entre cómica y lírica, que, visto está, a él no lo hallará,
como a los demás trabajadores de su tierra, arando el campo, sino
de peregrino por diversos países, violín en ristre, primero de
jardinero de palacio, luego de aduanero y criado, por fin de amante
de una dama que mantiene a esta alma simple y bella en un estado
de eterno tránsito y perpetua bendición de la vida, este artista que
nadie lo diría, es una de las encarnaciones del hombre alemán en
las Consideraciones.
«Pero no solo es él inútil, sino que desea ver inútil al mundo»,
aprecia Mann. El hombre inútil es como un erizo enrollado. Llega
demasiado tarde a todas partes, y una vez allí siente que nadie lo
espera o todos lo toman por lo que no es (hasta por una muchacha).
Cada cual disfruta de su lugar en la tierra; pero el reino de este
violinista no es de este mundo. Thomas Mann se complace,
curiosamente, en destacar la ausencia de excentricidad, de
demonismo, de morbosidad, en un personaje que carece al mismo
tiempo de centro, trabajo y posición. Es decir, este poeta que es el
hombre inútil no participa de un romanticismo histérico, «ni tísico, ni
voluptuoso, ni católico, ni intelectual», y su amor tampoco es de una
«palidez cadavérica», más bien muy humano, melancólico, íntimo y
humorístico, rasgos que lo acreditan como símbolo de una
humanidad (alemana) contrapuesta a la del literato de civilización.
De hecho, la vida del «hombre inútil» es solo un ejemplo,
escogido si no al azar, sí entre decenas de ellos (de Schiller a
Dostoyevski, de Goethe a Flaubert) que el lector podrá conocer de
primera mano en esta incursión en la educación de una mente que
pone a circular todos sus fantasmas culturales. A los pocos años de
esta remembranza manniana del hombre que no sirve
románticamente para nada, Europa habría de quedar mucho mejor
retratada por el musiliano hombre que carece de atributos para
actuar por convicción en un carrusel de oportunidades estériles.
También por entonces, el canon manniano de lo alemán sufrirá un
cambio radical, al ritmo de otras circunstancias, y su Adrián
Leverkühn, el nuevo doctor Fausto musical, será la encarnación de
una identidad sumamente dañada, excéntrica, daimónica, morbosa
y superintelectualizada, muy lejos del beatífico holgazán de
Eichendorff…
En realidad, las Consideraciones suponen la polémica
culminación de una idea que Thomas Mann elaboró de forma muy
explícita en una de sus obras menos atendidas por los lectores, me
refiero a su pieza teatral Fiorenza (1905), ampliamente citada por el
autor en estas páginas. La obsesión del escritor por dar forma a la
incesante antítesis del espíritu contra la vida ya le había llevado a
ocuparse críticamente, una década antes de este libro de guerra, de
los representantes de las «sacrae litterae». El tan maltratado
«literato de civilización» de las Consideraciones no es Heinrich, se
trata en realidad de una figura que ha conocido multitud de
encarnaciones en la producción manniana, que está en su mismo
nervio, la figura del rétor radicalizado de la más moderna
observancia, el neo-político que quiere someter a la ciudad con la
palabra hinchada de verdad.
En Fiorenza ya aparecía todo esto: sus dos principales
personajes son precisamente Jerónimo Savonarola, prior de San
Marcos, y Lorenzo de Médici, el Magnífico. Thomas Mann los trata
como dos césares que se disputan la posesión erótica de la ciudad
que mejor simboliza las tensiones del pacto entre poder y belleza,
Florencia. Sin embargo, el que le merece al dramaturgo el título de
político no es el príncipe, sino el furibundo predicador dominico,
mientras que el estadista desempeña el papel de esteta. El primero
quiere servir al espíritu, y a él consagra sus hogueras de las
vanidades, para purificar Florencia como político cristiano o, por
emplear la tipología nietzscheana del tercer tratado de la
Genealogía de la moral, como sacerdote ascético y héctico de
espíritu. El segundo pertenece a los que rinden cuentas a Dyonisos,
y engalana la ciudad como mecenas de las artes, organizador de
sensuales fiestas y cultos a la belleza. La vieja diatriba de la política
de la palabra versus la erótica de la imagen.
Del siglo quince para el siglo veinte, de Fiorenza a Doktor
Faustus: lo que observa Mann, y en esto tuvo un ojo
desoladoramente certero, es que el porvenir de Alemania
pertenecería al fundamentalismo del profeta. Que lo nuevo era
Savonarola. Que lo que tenía de verdad futuro era la demagogia
teocrática. Que su retórica de la dominación era lo que iba a
ponerse de moda de allí a diez años… Mientras que la
magnificencia de Lorenzo era algo que caminaba derecho a la
tumba. Quien no estuviera avisado de esas sombras dominadoras
de las «sacrae litterae» era, como diría Weber, éticamente un niño.
Claro que tampoco podemos engañarnos acerca de que, en las
Consideraciones, tales sombras, purificaciones y fundamentalismos,
Mann los toma por adaptaciones en suelo alemán del espíritu
profético del democratismo francés…
LORENZO.— […] ¿Según lo que dice, durante toda mi vida, habría
actuado contra el espíritu?
EL PRIOR.— […] ¡Ha divinizado el placer visual, lo ha hecho brotar
por todos los muros de Florencia y le ha dado el nombre de
Belleza! ¡Ha corrompido al pueblo incitándolo a creer en la infame
mentira que paraliza el deseo de salvación, ha instituido fiestas
lúbricas para glorificar la brillante superficie del mundo, y a esto lo
ha llamado arte…! […] Mis ojos han penetrado hasta el corazón de
nuestra época y he visto su frente de prostituta. […] Entonces
comprendí. Me correspondía a mí, solamente a mí, hacerme
grande, levantarme contra el mundo, porque era el portavoz y el
elegido. ¡El Espíritu había resucitado en mi persona!
LORENZO.— […] ¿Usted dice que el espíritu y la belleza se
oponen?
EL PRIOR.— Son opuestos, sostengo la verdad que he padecido.
¿Quiere usted una prueba que le demuestre que estos dos mundos
son irreconciliables y extraños uno al otro? El deseo. ¿Lo conoce?
Donde se abren abismos, los une con su arco iris; y, donde existe,
abre abismos[5].
Recuerdo que son palabras escritas en 1905, que producen cierto
escalofrío (político) al leerlas después de los tiempos de Hitler. Pero,
por suerte o por desgracia, no es Hitler el que pronostican Fiorenza
y las Consideraciones, sino el demócrata como «hombre gótico».
¿Quién nace de las cenizas del burguesismo moderno? ¿Quién
sustituye, según Mann, a esa humanidad goethiana, laxa, tolerante,
benéficamente dubitativa? El hombre gótico. El fanático
postburgués. El nuevo intolerante: el hombre de la creencia en la
creencia. Que ya no tiene la pinta de un monje aullante o un
Savonarola florentino sino la de cualquier colaborador periodístico
con falta de ética y gafitas de carey.
Con todo, Consideraciones de un apolítico tiene un corazón
musical, como las mejores obras de Thomas Mann. Quizá algunas
de las zonas más expresivas y sentidas de este libro sean aquellas
en que el escritor se mira, como casi siempre, en el espejo de un
músico. En este caso, se trata de Palestrina, al que Hans Pfitzner
dedicó una ópera homónima, obra maestra del postwagnerianismo,
terminada en 1915 y estrenada en Múnich en 1917 bajo la batuta de
Bruno Walter (quien la defendió hasta su muerte, por más que el
empresario judío Sir Rudolf Bing, gerente del Metropolitan de Nueva
York, dijera de ella cuando fue anunciada en su casa de la ópera:
«ya saben, es como Parsifal, solo que no tan divertida»).
Palestrina nos lleva a Roma y a Trento, en 1563, es decir, el
último año del Concilio. Mediante una interesante manipulación de
las fechas históricas, Giovanni Pierluigi da Palestrina es en esta
leyenda musical un hombre viejo, cansado y aislado del mundanal
ruido. Desde que murió su amada Lukrezia no ha vuelto, además, a
componer una nota. Tan solo le acompaña un hijo adolescente,
Ighino, y un precoz discípulo, Silla, inclinado hacia concepciones
más innovadoras e individualistas de la estética musical. En dicho
estado, recibe la visita de un príncipe de la Iglesia, el imponente
cardenal Borromeo, quien le pone sobre aviso de una circunstancia
crítica, el papa Pío IV ha decidido relegar la polifonía del uso
litúrgico y restaurar el canto llano, en aras de una mayor
inteligibilidad del texto sagrado. El cardenal (piense el lector en el
defensor más insigne del papel, Hans Hotter) exhorta al melancólico
Palestrina a que se aplique a la composición de un modelo de misa
que, sin traicionar las regulaciones eclesiásticas contrarreformistas,
demuestre que es posible sintetizar la textura polifónica con la
claridad textual. Palestrina rehúsa inicialmente el encargo; pero
pronto se ve obligado a responder ante la vocación del arte, tiene
una visión en que el espíritu de grandes maestros muertos (Josquin
des Prez, Heinrich Isaac, etc.) intenta persuadirlo de que él es el
elegido, para a continuación ser arrebatado por una visión pacífica y
extática de su amada Lukrezia. Después de borrascosas
disquisiciones en el capítulo general del Concilio, Palestrina termina
recibiendo el homenaje del papa, que le ofrece un cargo a
perpetuidad en la Capilla Sixtina, del cardenal, que le besa los pies,
del pueblo, que lo corona como salvador de la música… pero él
prefiere quedarse a solas con el retrato de su mujer a la vista.
Para Mann, devoto espectador en Múnich de la leyenda musical
de Pfitzner, por aquellos tiempos un amigo excelente, Palestrina es
el triunfo de la ironía sobre el radicalismo. El radical es un nihilista,
el ironista es conservador. Es más, ironía es erotismo. Palestrina es
un ser entremundos, salva la vida de la música siendo visitado por
los maestros muertos. Pues no le empuja el fanatismo del futuro,
como al utópico; igual que no le detiene la obediencia al pasado,
como al reaccionario.
Pero así y no de otro modo son las cosas cuando la culminación
y la mutación de la propia vida coincide con una mutación de los
tiempos, y cuando uno se torna lento, apegado, y ya un tanto
cansado. No es cosa pequeña haber madurado en la atmósfera de
una era, y luego, súbitamente, ver iniciarse una nueva, a la cual se
pertenece asimismo con una parte de su propio ser…
Son palabras de Mann sobre Palestrina… o de Palestrina sobre
Mann. El lector está a punto de leer un libro enfermo. Quizás su
estado mejore un poco en manos del siglo veintiuno, o no. Lo que es
seguro es que su recuperación —editorial— es un acierto completo.
Porque este texto, impolítico por ser político de principio a fin, no
incurre en babosas nostalgias de ninguna clase, abomina del
decadentismo belicista y de todos los estilos unilaterales, rebosando
sin embargo de esa irónica magnanimidad del que está a punto de
trasponer un límite, y sabe que sus posiciones se han hecho
inexorablemente difíciles hasta lo insostenible, y acaso queriendo
problematizarles la fiesta a todos los hombres del futuro, sanos
demócratas, lanza una campaña contra los fanatismos de la pureza,
contra el fariseísmo de la salud.
FERNANDO BAYÓN, DICIEMBRE DE 2010
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