jueves, 12 de mayo de 2022

Thomas Mann Ensayos sobre música, teatro y literatura. 24 de mayo Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro...

 


 24 de mayo

 

 

Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro, no por casualidad, porque he descubierto ciertas relaciones entre Don Quijote y esa novela de la Antigüedad tardía, de las que mi ignorancia desconoce si también les han llamado la atención a otros. En efecto, llaman la atención determinados pasajes y episodios por su novedad, por la singularidad de sus motivos, que sugieren un origen lejano; y es característico que aparezcan en la segunda parte de la obra, la más digna espiritualmente.

Ahí tenemos para empezar en el libro noveno el relato de las bodas de Camacho «con otros gustosos sucesos». ¿Gustosos? Lo que sucede en estas bodas es horrible, pero el «gustoso» nos anticipa en el título que en esos horrores se trata de broma, chanza, engaño, de un mimo que ríe a escondidas, una burla del lector y de los que participan de la historia, que por fin se resuelve en sorprendida hilaridad. Se describe con el «más gustoso» derroche la rústica fiesta de esponsales de la hermosísima Quiteria con el rico Camacho, que es el rival afortunado del forzosamente rechazado y muy honesto joven Basilio que ama a Quiteria, su vecina, desde siempre y al que ella ama a su vez, de modo que, en el fondo, se pertenecen el uno al otro ante Dios y los hombres, y la unión entre la bella y el rico Camacho sólo se produce bajo la férrea y ambiciosa presión del padre de la novia. Los festejos ya han llegado hasta el momento del casamiento cuando con roncos gritos aparece el infortunado Basilio en escena, «vestido, al parecer, de un sayo negro jironado de carmesí a llamas» y con voz temblorosa inicia un discurso en el que declara que él, cuya persona es el obstáculo moral para la felicidad plena y sin traba de aquellos dos, se quitará él mismo de en medio: «¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas a su dicha y le puso en la sepultura!». Y con estas palabras extrae de su bastón, que ha clavado en la tierra, como de una vaina un estoque y se arroja sobre él, de tal manera que la mitad de la cuchilla aparece manchada de sangre por su espalda y él mismo queda tendido en el suelo bañado en su sangre.

No se puede imaginar una interrupción más espantosa de una fiesta tan alegre y espléndida. Todos se arremolinan a su alrededor. Don Quijote mismo deja a Rocinante para socorrer al desventurado, el cura se afana y no consiente que se extraiga el estoque de la herida antes de que Basilio haya confesado; porque el sacárselo y el expirar sería una misma cosa. El desdichado aún vuelve un poco en sí y con voz desmayada expresa el deseo de que Quiteria le dé su mano de esposa en su último trance, porque así su muerte culpable estaría justificada. ¿Cómo se lo imagina? ¿Pretende que el rico Camacho renuncie a favor de la muerte? El cura exhorta al moribundo para que piense en su alma y confiese; pero Basilio con los ojos en blanco y visiblemente en las últimas asegura que nunca jamás confesará si Quiteria no le da su mano, lo que por fin, ya que se trata del alma de un cristiano, sucede efectivamente con la conformidad del buen Camacho. Apenas recibida la bendición Basilio se levanta de un salto, se saca el estoque del cuerpo que le había servido de vaina y replica desenvuelto a los que ya gritan: «¡Milagro! ¡Milagro!». —«No “milagro, milagro”, sino “¡industria, industria!”». —Resumiendo, resulta que el estoque no traspasó las costillas de Basilio sino un tubo de hierro lleno de sangre y que todo era una travesura tramada por los amantes que luego, gracias a la generosidad de Camacho, gracias también a las buenas y sabias palabras de Don Quijote, conduce a que Basilio se queda con su Quiteria y la fiesta se reanuda en honor de esta pareja.

¿Está permitida una cosa parecida? La escena del suicidio está pintada con toda seriedad y con acentos trágicos; indudablemente provoca alarma y conmoción, no sólo en todos los que la presencian sino también en el lector —para que al final todo se disuelva en ridículo humo y demuestre ser una cómica patraña. Levemente molesto uno se pregunta si estas prácticas mistificadoras le están permitidas al arte —al arte como nosotros lo entendemos. Pero yo sé, gracias a Erwin Rohde y al excelente libro que ha escrito el mitólogo e historiador de las religiones Karl Kerényi de Budapest, que los fabuladores de la Antigüedad tardía amaban sobremanera este tipo de escenas. El novelista alejandrino Aquileo Tatios cuenta en su Historia de Leukippa y Cleitofón cómo la heroína es degollada por ladrones de los pantanos egipcios de una manera horrible, descrita con todos los detalles más bárbaros, y además ante los ojos de su amado, separado de ella por una ancha zanja, amado que a renglón seguido intenta desesperado matarse sobre la tumba de la heroína. Pero entonces acuden presurosos los compañeros, a los que él creía también muertos, sacan a la víctima fresca y lozana de la tumba y explican a Cleitofón que apresados, a su vez, por los Bucolos se habían dejado encargar por ellos el sacrificio y habían llevado aparentemente a cabo la escalofriante tarea ron la ayuda de un puñal de teatro con cuchilla plegable y una vejiga llena de sangre que habían atado a la muchacha. —¿Me equivoco o la vejiga llena de sangre y toda esa burda impostura ha repercutido en Don Quijote?

El segundo caso es un recuerdo de Apuleyo mismo. Me refiero a la curiosísima aventura del rebuzno del burro que se relata en los capítulos 8 y 10 del libro IX; de cómo los dos regidores de un pueblo, a uno de los cuales se le había escapado un burro salen juntos al monte donde suponen que se halla el animal y, como no lo encuentran, intentan atraerlo imitando su rebuzno, arte en el que ambos son maestros hasta un punto asombroso. El uno plantado aquí, el otro allá, rebuznan alternándose, y siempre que el uno se ha hecho oír acude el otro corriendo, convencido de que ha aparecido el burro porque sólo él mismo podría haber rebuznado con tanta naturalidad, y ambos se cubren mutuamente de cumplidos por su precioso don. Que el burro no quiera acudir se debe a que yace entre los arbustos devorado por los lobos. Allí lo encuentran los regidores, y tristes y roncos regresan a casa. La historia de su competición de rebuznos se propaga por toda la región, con la consecuencia de que las gentes de ese pueblo se convierten en objeto de chanza de los pueblos vecinos y han de soportar que se burlen de ellos con rebuznos por todas partes, de lo que se producen enconadas disputas, incluso verdaderas batallas entre pueblo y pueblo; y en los preparativos de una de ellas se cruzan Don Quijote y Sancho. Porque como suele suceder, los habitantes del pueblo del rebuzno han convertido la burla en una cuestión de honor y un paladio; salen a pelear con un estandarte sobre cuyo raso blanco está pintado un burro rebuznando, y bajo este emblema marchan armados de lanzas, ballestas, partesanas y alabardas contra los antiburro para presentarles batalla, momento en que Don Quijote se interpone en su camino. Les da un noble discurso en el que les exhorta en nombre de la razón a desistir de su empeño y a no permitir derramamiento de sangre por tales nimiedades. Ellos, por su parte, parecen escucharle de buena gana. Pero entonces Sancho, para contribuir lo suyo, mete baza y lo estropea todo diciéndoles que es una necedad enfadarse cuando se oye rebuznar a alguien, y añadiendo que él en su juventud sabía rebuznar con tanta gracia y naturalidad que todos los burros del pueblo le contestaban; y para demostrar que es una ciencia, que como la natación nunca se olvida cuando se ha aprendido, se tapa la nariz y rebuzna hasta que retumban los valles cercanos —para su mayor daño. Pues los del pueblo que no pueden soportar oír rebuznar le zurran deplorablemente, y también Don Quijote por su lado ha de ver, muy en contra de su costumbre, cómo poner pies en polvorosa ante sus ballestas y partesanas. Busca la lejanía a donde le sigue descalabrado Sancho al que han puesto «sobre su jumento» aún medio aturdido. Los del escuadrón, por cierto, regresan contentos y orgullosos a su pueblo tras esperar en vano toda la noche al enemigo que no sale a luchar, y, añade el docto autor, «si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo».

¡Extraña historia! Tiene algo de evocador y alusivo, sobre lo que no creo equivocarme. El burro tiene en el mundo imaginativo religioso grecooriental un papel especial. Es el animal de Tifón-Set, el hermano malo de Osiris, el «rojo», y el odio mítico hacia él llega hasta tan adelantado el medievo que los comentarios de la Biblia rabínicos llaman al hermano rojo de Jacob «un asno salvaje». La idea de la paliza estaba unida estrecha y sagradamente con este ser fálico. La frase «zurrar al burro» tiene connotación ritual. Manadas enteras de asnos eran conducidas en ceremonia alrededor de las murallas de las ciudades bajo una lluvia de palos. También existía la costumbre religiosa de despeñar al animal tifónico desde una roca —precisamente la manera de morir a la que apenas escapa Lucio, convertido en burro en la novela de Apuleyo: los bandidos le amenazan con «katakremnizeshtai». Por cierto, que recibe una paliza por rebuznar, igual que Sancho, y mientras es un asno recibe constantemente palos: si contamos los casos, son catorce. Añadiré que según Plutarco la voz del burro era tan aborrecida por los habitantes de ciertos lugares que rechazaban incluso las trompetas que parecían sonar igual que ella. ¿Los pueblos en Don Quijote no son acaso una reminiscencia de estos susceptibles asentamientos? Da una extraña sensación ver asomar en este autor español del Renacimiento un patrimonio tan ancestralmente mítico disfrazado con candidez. ¿Lo conocía por trato directo con la literatura novelesca de la Antigüedad? ¿Llegaron a él estos temas a través de Italia y Boccaccio? Los sabios dirán.

Aclaración a lo largo del día y cielo azul. El mar es de color violeta —¿no lo describe así Homero? Hacia mediodía vimos fantásticos bancos de niebla flotar sobre el agua en el fulgor del sol, unos tras otros, fondos de blancura lechosa, como creados para pies angelicales, una fantasmagoría delicada y diáfana.

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