miércoles, 1 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi Aquella noche. FRAGMENTO.

 


            Hubo una noche en la que pudimos amar mejor, ser más fieles, más hermosos, más libres. Hubo una noche en la que se representó nuestro destino en el fondo de un vaso, en una raya de coca o en la cerilla que danzó una danza del fuego. Esa noche fue «aquella noche», la del título del libro. Con una ironía fina que se mezcla con nostalgia y humor, Cristina Peri Rossi repasa la experiencia de una vida, en la madurez, para desmitificar los paraísos perdidos de la juventud, la revolución o el amor, desde una conciencia lúcida de que vivir es perder y ganar, en un juego ilusorio pero emocionante.

Libro de poemas contemporáneo: urbano, tierno y cruel, como la película que vivimos. Y que podemos volver a ver, gracias a la poesía, que supera lo cotidiano por su poder de transfiguración.

 



 

Cristina Peri Rossi

  Aquella noche

 

 

 


 

 Aquella noche

La noche en que nos conocimos yo empecé a perder

La cerilla explotó

y me quemó los dedos manché mi blusa con el vino Olvidé por completo el nombre del mes y del día.

Tanta turbación sólo podía ser la prueba de un deseo muy grande tan grande que ni tú misma

podías satisfacer.


 Instinto

Los animales no piensan qué tienen que hacer.

Cuando cae la tormenta miles de hormigas construyen una balsa para pasar al otro lado y el león en celo

mata a sus cachorros para volver a fornicar ¿por qué, entonces, antes de tocarte he de averiguar tu abolengo tu religión

tus genes

las ideas políticas y los gustos literarios?


 Mujer de principios

He sido fiel al blues

a Sara Vaughan,

al mar,

a la aspirina,

a Caspar David Friedrich,

a los nocturnos de Chopin

y a los diurnos de Van Gogh,

al cigarrillo,

a la máquina de escribir

y a la lectura del periódico.

Al mar

—no a la montaña—

a la noche

antes que al día,

al invierno

antes que al verano,

al agua,

no al fuego,

a la química,

no a la geografía,

a la solidaridad

más que al sexo,

a la belleza,

siempre a la belleza.

He sido fiel a los perros,

a los osos,

a los dinosaurios

(nunca a las aves),

a los barcos,

no a los aviones.

Si no he sido fiel en el amor

sólo ha sido

por fidelidad a los fantasmas.


 Género

En la ciudad

donde nací

fantasma

es de género femenino.

De modo

que cuando me despierto

puedo decirte:

Buenos días,

doña fantasma.


 Humildad I

Nunca he pretendido que una sola idea explicara la diversidad del mundo ni un Dios

fuera más cierto que numerosos dioses Nunca he pretendido que la psicología excluyera a la biología, ni que tener un sexo excluyera al otro.

Nunca he pretendido que una sola persona colmara todos mis deseos ni satisfacer todos los deseos de una sola persona.

Nunca he pretendido vidas anteriores ni vidas futuras: no creo haber sido nada más que lo que soy y eso, a veces,

con grandes dificultades.


 Día gris I

Deja que el gris difumine los contornos y con tinieblas envuelva todas las cosas: en los vapores de humedad flotan los rostros las casas

los recibos de la luz y, de vez en cuando, se deslizan —sin ser vistos— los fantasmas

de las cosas que deseamos sin osar decir su nombre.


 El deseo de las mujeres

La mujer que viene a visitarme ¿quiere un prólogo o un orgasmo?

«Es confuso el deseo de las mujeres»

dice mi amigo Ticas Está sola

es verdad que la amaron algunos hombres (que no usaron, en la cama, el verbo amar, considerado cursi: sólo aman las mujeres y ellos eran machos, muy machos) A veces, en su soledad de gata ella escribe poemas no muy buenos, todo sea dicho, pero le gustaría publicarlos por qué no

tiene derecho: los machos escribieron fornicaron muchos malos poemas muchos malos amores por qué ella no

al final sólo

quiere publicar un libro un orgasmo

algo suyo

no alienado

«Es confuso el deseo de las mujeres»

dice Ticas

Él quiso publicar un libro él quiso muchos orgasmos Pero no sabe qué desea esta mujer.


 Venerabilidad

Es posible que me haya convertido —sin darme cuenta— en una persona venerable Ahora me proponen que escriba prólogos para libros de otros Me siento como un pontífice (sin contar con que las iglesias no permiten pontífices mujeres: ninguna iglesia permite pontífices mujeres, ni el Vaticano

ni los partidos)

Debería tener, quizás, como los pontífices, un sillón preferido un gato persa

algunos anillos en las manos una teoría acerca de algo (de la literatura del amor de la mujer del éxito o del fracaso) En mitad de la conversación se me ocurre que mejor quizás a lo mejor

sería preferible una noche de amor a un prólogo pero no me atrevo a sugerirlo (¿los pontífices serán verdaderamente castos?) No tengo gato

no tengo sillón

confundo los ruidos de la Noche de San Juan con truenos de tormenta y, además,

dad a la poesía lo que es de la poesía y al amor

lo que es del amor.

Al final, he pontificado.


M


 Mis contemporáneos

He compartido mesa congresos conferencias con muchos escritores Los he oído recitar pontificar

exhibirse como machos en celo apostrofar

sentenciar

juzgar

Los he visto firmar autógrafos los he contemplado ligar emborracharse

subir a la habitación con la admiradora arrobada.

Todos ellos sabían algo que las lectoras no saben: la literatura no es de verdad.


 Teoría literaria

Escriben porque tienen el pene corto o la nariz torcida porque un amigo les robó la amante y otro le ganaba al poker Escriben porque quieren ser jefes de la tribu y tener muchas mujeres un cargo político

un tribunal

una tarima

(muchas mujeres).

No se leen entre ellos no se lo toman en serio: nadie está dispuesto a morir por unas cuantas palabras colocadas en fila

(de izquierda a derecha, no al estilo árabe) ni por unas cuantas mujeres: después de los cuarenta, todos son posmodernos.


 Oda al pene

Querido Ticas:

No es posible tener muy buena opinión de un órgano membranoso que se pliega y se despliega sin tener en cuenta

la voluntad de su dueño.

Que no responde a la razón que hace el ridículo cuando menos lo esperas o se pone soberbio

cuando habías decidido mostrarte tímido.

No es posible tener muy buena opinión de los misiles

ni de los obeliscos de las ciudades ni de las bombas testiculares.

No se puede estar muy orgulloso de un órgano de requerimientos tan imperiosos que obliga a ocultas manipulaciones a solitarios manoseos

o a rápidas penetraciones en turbios cuchitriles pagando lo menos posible.

Sublímalo, Ticas, pinta cuadros

escribe libros

preséntate a diputado

escribe letras de rock compra acciones de la Banca: todo, para olvidar

esa oprobiosa sumisión a un órgano que no puedes gobernar, que no controlas.


 Semiótica

La polivalencia de la conjunción

permite que la interrogación

¿la literatura o la vida?

se transforme, por ventura,

en: la literatura o la vida misma.


 Bibliografía

Oh viejo, antiquísimo Freud:

(no eres mi padre, ni mi hermano,

ni mi amante: simplemente, un antepasado):

cuánto le debe faltar a la vida

para que yo siga escribiendo.

(Y para que todavía,

haya gente que lee).


 El cementerio de los sueños

Sólo en nuestros sueños

una vez hubo una vida mejor.

Algunos sueños los cortaron a cuchillo (manos y miembros desgonzados en tortura) o los arrojaron desde los aviones desnudos y sedados

(qué delicadeza: un somnífero antes de lanzarlos).

Otros sueños murieron por falta de publicidad

de financiación, como se dice ahora.

Y los pocos sueños que consiguieron sobrevivir nos encargamos de matarlos diariamente

con pequeñas envidias y miserias: los sueños parecen tan tristes tan ridículos

como los inválidos de Vietnam.

lunes, 29 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi Los museos abandonados. Prólogo: Mario Benedetti.

 


Los museos abandonados obtiene el Premio de Narrativa de la editorial Arca, Montevideo, Uruguay, en 1968. Un año decisivo en la historia de América Latina. La muerte está en las calles; la obcecación en el poder; el poder pierde sus máscaras. Evidentemente, es hora de abandonar los museos, con sus estatuas que perdieron vigencia, sus momias acalambradas en gesto hipócrita, y también con sus irreparables deterioros y su olor a podrido. Es hora de salir al aire libre. No piense el lector que Cristina Peri Rossi dice este mensaje con la exactitud y la puntualidad de un teorema o de un panfleto. De ningún modo; la narradora (que conoce bien su oficio y maneja hábilmente su instrumento) instala su convicción en una alegoría, pero luego ésta funciona de acuerdo a leyes alegóricas y no a pasamanería política. Para decir lo que quiere decir o lo que intuye, revisa el anaquel mitológico y extrae Ariadnas y Eurídices, pero de inmediato ajusta los tornillos a los presupuestos míticos, y al poner al día sus símbolos, los hace rendir significados nuevos. Ahora sí hay presencias definitivamente fantasmales: son las viejas maneras de concebir arte y vida, muerte y justicia. A veces llega a pensarse que el mundo total es un gran museo destinado a quedarse solo, y esta imagen está precisamente refrendada por el primer relato, el único que transcurre fuera de los vacantes repositorios culturales.

MARIO BENEDETTI

sábado, 27 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi El libro de mis primos. Prólogo.

 



Cristina Peri Rossi

 

  El libro de mis primos

 

 

 


 

 En casa me esperaba la familia: un pasado remoto.

JUAN JOSÉ ARREÓLA


 Prólogo a la edición de 1989

Publiqué por primera vez El libro de mis primos en Montevideo, Uruguay, en 1969. La novela había ganado el premio Biblioteca de Marcha, el más importante del país, concedido por un jurado tan exigente como insobornable: Ángel Rama, Juan Carlos Onetti, Jorge Ruffinelli. Entonces yo tenía veintisiete años y era mi primera novela, aunque antes había publicado dos libros de relatos: Viviendo (1963) y Los museos abandonados (1968).

Todo pasado es mítico: envuelto en el vaho del tiempo y en la flotación del espacio, se impregna de la sustancia de la evocación y de la nostalgia, sin las cuales no hay poesía. Poder publicar esta novela otra vez, veinte años después, es recuperar parte del pasado, sin el cual difícilmente hay presente. Vivimos una época de gran aceleración, donde todo es efímero: lo que consumimos, los amores, los deseos; en cierto sentido, también los escritores han caído en la tentación de la actualidad, y la pretensión de servir a la posteridad es ruborizante. Un extraño pudor nos hace pensar sólo en el presente; escribimos para nuestros contemporáneos, no para quienes vendrán, aunque es posible que algún libro sobreviva al desgaste devorador de los cambios. Si esta novela consigue atraer hoy al lector, veinte años después de publicada por primera vez, yo me sentiré satisfecha.

Los jóvenes son audaces y seguros de sí mismos: yo escribí esta novela al borde mismo de los géneros, mezclando deliberadamente prosa y poesía. No era un invento personal: los escritores románticos lo habían practicado, mucho antes, proponiendo una literatura de fragmentos y fronteriza, donde la poesía y la prosa se confundían para ampliar cada registro. Benedetto Croce, por lo demás, ya había pronosticado la ruptura de los géneros como expresión de la modernidad: el hombre contemporáneo es un ser disociado, sólo puede recomponer su imagen a través de la ambigüedad y la confusión. Seguir el ritmo del pensamiento, de las asociaciones, me impulsó a escribir ora en verso, ora en prosa. El propósito no era tanto la ruptura formal como unir aquello que frecuentemente el lector encuentra por separado: la narración y el lirismo, la prosa y la poesía. Todo se funde en la redoma del tiempo, ¿por qué no en el texto? Borges dice que un autor puede sentirse satisfecho si ha conseguido plasmar una metáfora memorable. Quizá el lector encuentre alguna.

CRISTINA PERI ROSSI

Barcelona, junio de 1989

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Título original: Fantasías eróticas Cristina Peri Rossi, 1991. (Fragmento).

 

            Cristina Peri Rossi

 

              

 

 Fantasías eróticas

 

 

 


             

 


            Título original: Fantasías eróticas

 

            Cristina Peri Rossi, 1991

 

           

 


 Preámbulo
 Nochevieja en el Daniel’s

 

 

 

            La noche de Fin de Año de 1989 (detesto llamarla Nochevieja, me pone triste), decidí pasar a tomar una copa en el Daniel’s. El Daniel’s es uno de los locales de «ambiente» más antiguos de Barcelona, y uno de los pocos para mujeres solas. Para mujeres que aman a mujeres. Es inútil que lo busque en los periódicos o en las guías exclusivas: Daniela, la dueña, se precia de no anunciar su club en ninguna parte. Cree que, de ese modo, selecciona mejor la concurrencia. Porque el Daniel’s es un bar de exiguas dimensiones, con una pequeña pista de baile y una mesa de billar, en la segunda planta, que casi nadie usa. Quizás por eso tiene una atmósfera íntima y cálida, acogedora. La dueña conoce a la mayoría de las mujeres que van allí, solas, o con otra mujer. Es más: conoce sus historias personales, sus amores, sus duelos, sus alegrías y frustraciones, los problemas con padres, maridos o hijos. A veces aconseja a alguna que se lo pide, pero, en general, se mantiene reservada: ama la discreción más que cualquier cosa en este mundo. Parte de esa discreción es no anunciar el club en los periódicos o revistas. De este modo asegura a las clientas el anonimato, si es necesario.

            El Daniel’s nunca tiene la puerta abierta. Para entrar hay que llamar al timbre (al lado de una placa de metal que dice: «Se reserva el derecho de admisión») y esperar que Daniela, o alguna de las chicas, observe por la mirilla, y luego, si la clienta es aceptada, por fin se abre la puerta. Siempre hay un par de chicas que ayudan a Daniela a atender la barra, servir las copas o pinchar los discos. Son muy jóvenes y tienen ese aspecto deliberadamente ambiguo que ha marcado el estilo de una época y de una alternativa sexual. En efecto: cualquiera podría confundirlas con un adolescente del sexo masculino. Usan los cabellos muy cortos y peinados hacia atrás, a veces con un toque de gomina; son muy delgadas, no tienen pechos y nunca se maquillan. Pero algo en sus gestos suaves, en sus movimientos de gacela, revela, en definitiva, que son chicas: adolescentes rebeldes que viven solas o comparten piso, emigrantes de oscuros pueblos alejados de la gran ciudad que un día huyeron del provincianismo y la rigidez de las costumbres. Daniela vela por ellas, como un padre o una madre protector/a.

            Creo que el Daniel’s es el club privado de mujeres para mujeres más antiguo de Barcelona. Yo lo conocí en 1976, y desde entonces ha cambiado muy poco. Ahora tiene luces psicodélicas y billar americano, pero nada más.

            He ido pocas veces al Daniel’s: tres o cuatro, a lo sumo, pese a lo cual, la última noche de 1989, cuando llamé a la puerta, Daniela me reconoció y se alegró de verme. Yo fui precisamente esa noche porque pensé que sería una noche muy especial. En efecto: Daniela me dijo, no bien entré: «Quédate hasta las tres de la mañana. A esa hora, apagaremos las luces, encenderemos velas y brindaremos con cava, gentileza de la casa».

            Siento mucha simpatía por la gente que se refiere a su negocio como «la casa»: una prolongación del hogar materno, un útero protector que nos libera de la hostilidad exterior. Y me parece que Daniela es tan hogareña que el local se asemeja a una casa colectiva, para mujeres solas, sin hombres. (Daniela es rigurosa en eso: ni los gays son admitidos. «También son hombres —dice— y, a veces, de los peores»).

            Esa noche, el local estaba muy concurrido. Ya habíamos entrado en el nuevo año, y a medida que las mujeres conseguían desprenderse de sus compromisos afluían al Daniel’s como a un territorio liberado: liberado de las formas sociales ortodoxas, de las obligaciones familiares, de los vínculos convencionales, sin fantasía ni pasión. Me pareció notar que una vez llegadas al Daniel’s, esas mujeres lanzaban un «¡ah!» de alivio y de satisfacción.

            Por ser una noche muy especial, el Daniel’s, que normalmente cierra a las tres, iba a cerrar al alba o bien entrada la mañana.

            Nunca vi tanta gente junta en un lugar tan pequeño. Las mujeres llegaban solas, en pareja o en grupo, se despojaban de sus abrigos, se saludaban (muchas parecían conocerse), empezaban a hablar o se echaban a la pista, a bailar. Yo no conocía a ninguna, y si alguna me conocía a mí (cosa muy probable) la discreción le impedía demostrármelo, con lo cual me sentía tranquila: me gusta observar sin que me observen.

            En el local hacía mucho calor y el humo creaba una especie de velo evanescente, donde se diluían los rostros y las formas. Me pareció que todas aquellas mujeres estaban contentas, y eso me reconfortó, porque no soporto a la gente que se pone lúgubre con el Año Nuevo. Para observar mejor, me fui hacia un ángulo del salón, donde estaba la gente que no bailaba. Las parejas danzantes (dos rostros de mujeres, dos pares de senos, cuatro piernas bajo las curvas) se asemejaban a un tiovivo de Janos (el dios de la mitología griega provisto de dos cabezas; pero, en este caso, eran dos cabezas femeninas).

            De pronto, en el local repleto de humo y de cuerpos agitados apareció una pareja extravagante. Eran el hombre y la mujer más bellos que había visto en muchos años, y su aparición inesperada elevó una serie de murmullos. Miré a Daniela y vi que los recibía con un saludo, por lo cual pensé que no se trataba de una pareja despistada, que había accedido por error al bar de ambiente. El aspecto y la vestimenta revelaban que no eran de la ciudad, ni posiblemente del Estado. Quiero decir: podían salir directamente de un fotograma de Visconti o de Bertolucci, pero jamás de una película de Buñuel o de Almodóvar. Eran italianas, seguramente, con esa belleza renacentista que sólo se da en Roma o en Milán, en Génova o en Venecia. No eran muy jóvenes: quizás rozaban los cuarenta años, la edad de esplendor de la mujer. Ella (me refiero a la que vestía como mujer) era tan hermosa como Iva Zanicchi, Mina o Monica Vitti: esa belleza sensual y apasionada que se desprende de rasgos perfectamente clásicos; una combinación que no se da en otra parte. No podía decir exactamente que fuera elegante, a pesar de la ropa sofisticada, porque las grandes bellezas italianas (como Silvana Mangano) casi siempre tienen un ligero toque de vulgaridad que las hace más terrenales, más carnales, más accesibles. Pueden estar una noche en el palco de la Scala de Milán escuchando Un bailo in maschera y, al otro día, discutiendo apasionadamente con la verdulera del mercado, sin olvidar los tacos.

            Pensé que muchas de las jovencitas que estaban en el Daniel’s y que reaccionaban con extrañeza ante esta aparición (ellas, que explotaban con tanta convicción el modelo lesbiano de la ambigüedad, de la incertidumbre o duplicidad sexual) no tenían, quizás, los mismos puntos de referencia que yo. No debían saber quién era Iva Zanicchi, ni Mina ni Silvana Mangano. Posiblemente tampoco estaban muy seguras de la estética romántica, del juego del blanco y del negro —como George Sand—, de la palidez de los amantes de Margarita Gautier. Pero yo, sí.

            Me puse a mirar fijamente a la pareja, como una espectadora entendida: esa función merecía un público adicto, de connaisseurs, no de principiantes. Ella iba vestida con una amplia y larga falda negra, muy abundante, una blusa de seda blanca de volantes en el pecho y botas de cuero negro, muy ajustadas.

            Tenía larguísimos pendientes (negros y blancos, haciendo juego) y, en el brazo, una ancha pulsera de oro, de la cual colgaban, como lágrimas, abalorios esmeraldas. Estaba muy maquillada, pero de una manera tan particular que la pintura y la piel parecían inseparables. El cuerpo era maduro, sensual: hombros bien torneados, boca ancha, ojos negros, profundos, senos casi opulentos y un buen par de caderas.

            En cuanto a su acompañante (no estaba dispuesta a desnudarla para comprobar que efectivamente tenía un par de senos diminutos y una vagina oculta entre la mata de pelos), parecía un hombre alto, apuesto, pálido, perfectamente impasible y distante, pero atento con su dama. Vestía un traje ceñido de cuero negro, con una camisa muy blanca discretamente bordada en hilo y cerrada con gemelos de oro. Era un poco más alto que ella, y su figura, admirablemente estrecha, sin curvas ni ondulaciones, había limado esas protuberancias que delatan siempre a la mujer. El cabello, abundante, estaba muy bien cortado, hacia atrás, y era oscuro, contrastando con la enorme palidez del rostro.

            Evidentemente, habían trabajado mucho sus papeles, para conseguir una pareja tan contrastada, tan nítidamente perfilada, tan compensada: eran dos actores (o actrices) excelentes. Nada escapaba a su control, a la cuidadosa construcción de los personajes. El único reproche era lo excesivo: estaban algo sobreactuadas; demasiado perfectas para ser ciertas: la boca roja de ella y los pálidos labios de él, el negro del traje y de la falda, la blusa y la camisa blancas. Un contraste tan bien conjuntado que, reuniéndolas, se llegaba a la unidad perfecta. (La naturaleza es más barroca; siempre le sobra o le falta algo, como al elefante o a la jirafa). Habían construido la pareja ideal, simuladamente heterosexual.

            Pero algo, en la perfección, denunciaba el simulacro. Sin embargo, de no haber sabido que en el Daniel’s no pueden entrar hombres, me lo hubiera creído. Habían llegado a la dimensión del arte, es decir, allí donde la naturaleza cede ante el artificio.

            Soy escritora, amo la belleza por encima de todas las cosas y sé que casi nunca es espontánea, que hay que ganársela y merecérsela; por eso, estaba dispuesta a ser el público que esa representación necesitaba: un público amante, comprensivo, generoso. Me vuelvo completamente humilde ante la belleza: la reverencio, la aplaudo, la canto, la lleno de loas: es escasa, como los bienes mayores.

            Aunque no miraban a las presentes, instaladas, quizás, en el vano de la puerta que conducía directamente al paraíso (estoy convencida de que la belleza conduce por lo menos al limbo, y todo lo demás, al infierno), no se permitían un gesto espontáneo, no estudiado, un movimiento de cejas o de manos que el guión no hubiera previsto; sé, sin embargo, que se sentían miradas (por lo menos por mí), posiblemente envidiadas, rechazadas y amadas al mismo tiempo.

            No hablaron con nadie: instaladas en un ángulo de la sala (el opuesto al mío), se limitaban a posar, estáticas, inmóviles, como si ya hubieran pasado a la página del libro, a la cámara oscura, al celuloide; como dos estatuas del parque, Venus y Apolo. Posaban de una manera ostensible, como si entre la concurrencia del Daniel’s hubiera un director de cine dispuesto a contratarlas, o un Rafael o un Leonardo, a inmortalizarlas.

            Tampoco hablaban entre sí, aunque a veces se miraban de una manera acariciadora que me hacía delirar, por más estudiado que fuera (jamás le reprocharía la artificialidad a nadie: arte y artificio tienen la misma raíz).

            Me imaginé sus noches de amor: la ficción de que en la cama había un hombre y una mujer; la representación de un coito primitivo, imposible, para ellas, y por tanto, imaginario. Otra vez, el triunfo de la fantasía sobre la realidad.

            Sólo los tontos o los excesivamente racionales (a veces son la misma cosa) se preguntarían por qué una mujer hermosa, y en plena posesión de todos sus encantos, elige a una mujer disfrazada de hombre para hacer el amor, cuando hay tantos hombres reales libres por el mundo, y bien dispuestos. He ahí el verdadero motivo: ella no quiere hombres reales, sino imaginarios. Mujeres que juegan a ser hombres, porque no lo son. La realidad carece de fantasía y de misterio. A ella le gusta la representación, el simulacro, la ficción. Ama la fascinación de lo imaginario, por encima de la vulgaridad de lo real. Ese hombre falso que, a pesar de su perfecto disfraz, nunca será un verdadero hombre, la seduce a partir de lo imaginario: le da lo que no tiene, lo que no es. Le ofrece lo más maravilloso e íntimo que se puede ofrecer a alguien: su sueño, su no-ser, su no-tener.

            Por supuesto, se podría hablar de esto como de una perversión. Pero no es decir nada: don Quijote no era el mediocre hidalgo Alfonso Quijote, sino quien quería ser: un caballero andante. El ser se revela más en lo que desea ser que en lo que es. La mujer disfrazada de hombre la noche del 31 de diciembre de 1989, no quería ser la mediocre mujer que debía ser, sino el paradigma del amante varón romántico que simulaba ser: bello, distante, seductor, enamorado absolutamente de una sola mujer.

            Pude imaginarme las noches de placer perverso de esa extraña pareja con un poco de envidia: la ficción de ser otro, de elegir el sexo como se elige el color del vestido. El triunfo del arte sobre la naturaleza, de la imaginación sobre la realidad.

            Posaron durante una hora, más o menos. Cada una cumplió a la perfección su papel, sin salirse un milímetro del guión: ni un gesto de descuido, ni una vacilación.

            Debo decir que mientras permanecieron en el Daniel’s, todas las mujeres que estaban allí parecían opacadas, irreales, desdibujadas: tal es la fuerza de la ficción.

            Cuando abandonaron el local, me acerqué a Daniela.

            —¿Son italianas? —pregunté, aunque estaba segura de la respuesta.

            —Sí —respondió, con su habitual discreción.

            —Parecen de película —había oído comentar, antes de que se fueran.

            Las fantasías son muy delicadas: la intromisión de un elemento real en ellas las descompone, las desvirtúa, como si el frágil hechizo se deshiciera en pedazos: flores tan susceptibles que el agua del vaso las descompone.

            Recuerdo a una mujer a quien le gustaba mucho hacer el amor contra la nevera. Allí ocurrían sus mejores encuentros eróticos. Tenía un amante, del cual estaba muy satisfecha. Un día, la relación se rompió. Estaban en la cocina (hacia la cual ella lo había conducido deliberadamente) y de pronto él, con una vulgaridad que ella no le conocía, le dijo:

            —Oye, a ti, ¿por qué te gusta tanto hacer el amor contra la nevera? Yo lo encuentro muy incómodo.

            Por supuesto: era incómodo y frío, pero para ella tenía una suerte de atracción que no es posible nombrar, ni analizar.

            —Si quisiera hacerlo —le contestó, irritada—, me habría hecho un psicoanálisis.

            No hicieron más el amor contra la nevera, ni contra ninguna otra cosa: la falta irreparable que él había cometido, al permitir que la realidad se entrometiera en las fantasías de su pareja, impidió cualquier nuevo encuentro.

            Otra mujer me contó la siguiente anécdota: tenía un amante, muy experto, y ella se sentía enormemente complacida con él. Le gustaba mucho hacer el amor sobre la alfombra del salón y, en cierta ocasión, llevada por su arrebato, le dijo:

            —Me gustaría que una vez me hicieras el amor con un antifaz negro.

            Él se detuvo, y preguntó, bromista:

            —¿Como «El Fantasma» de los cómics?

            Seguramente le pareció una salida llena de humor, pero tuvo un efecto completamente negativo: rompió la exaltación de la mujer, que no soportaba nada jocoso mientras hacía el amor. La pareció una asociación de ideas infantil que ponía en ridículo su ensoñación. Nunca pudo perdonárselo y, al poco tiempo, lo abandonó.

            Conocí a una mujer que había sufrido una fuerte depresión, después de que su amiga la abandonara. Habían estado juntas sólo seis meses, pero decía que nunca había tenido una amante igual. Me contó que a su ex amiga le gustaba mucho hacer el amor simulando que estaban en una iglesia: colocaba jarrones llenos de azucenas en la habitación, construía un pequeño altar con una virgen, llenaba de pétalos de flores el lecho y esparcía incienso con un inciensario que había sustraído de una iglesia.

            —Pero a mí el incienso me hace estornudar y los pétalos de flores me dan alergia —se quejaba la mujer abandonada.

            —¿No podía hacer el amor de una manera más natural? —le reprochaba.

            No: justamente, se trataba de hacer el amor como si estuvieran en una iglesia (su ex amiga se había educado en un colegio de monjas, es de suponer).

            Durante bastante tiempo, la canción Devórame otra vez se convirtió en un éxito internacional, y fue especialmente emblemática en los bares de gays y lesbianas. Gays y lesbianas confesaban que la letra de la canción ponía en palabras su deseo.

            Bien mirada, la letra es muy simple; además del estribillo enormemente popular —Devórame otra vez—, dice: En mis sueños nadie es como tú. No he podido encontrar el ser que dibuje mi cuerpo en cada rincón sin que sobre un pedazo de piel. Pero un análisis menos superficial pone de manifiesto muchos contenidos subyacentes. La invitación «devórame otra vez» es particularmente sugestiva. Devorar es un verbo muy fuerte, asociado a la pasión. Indica un impulso incontrolable, sensual y caníbal, por lo tanto, transgresor: quien reclama ser devorado invita a transgredir el tabú, la interdicción social. No es extraño, pues, que gays y lesbianas (transgresores a la ley heterosexual) se identifiquen con un texto de esta naturaleza. Pero, además, la letra exhorta: otra vez. La reincidencia en la transgresión agrega al primer pecado (cargarse la ley) la repetición. Los reincidentes son más pecadores, más transgresores que los primerizos: el texto de la canción es un llamado no sólo a transgredir una vez la ley, sino a repetirlo.

            En mis sueños nadie es como tú. A veces me pregunto si cuando sufrimos una gran pasión (nos enamoramos o perdemos a un ser querido) hay algún lenguaje más apropiado que el de las canciones populares. Quizás no haya otra manera, ni más refinada, ni más elegante, ni menos vulgar para decir que tú eres la mujer de mis sueños que decir, simplemente: En mis sueños nadie es como tú. ¿Qué más se le puede decir al ser amado? Es el mayor de los elogios, y la confesión de adoración más plena y humilde. Pero para hacerla, en primer lugar, el hombre o la mujer tienen que reconocerse como seres soñantes, es decir, como seres deseantes. Sólo se puede desear aquello que nos hemos representado previamente a través del ensueño o del sueño. Y el ensueño y el suelo son fantasías. Por eso, no hay confesión más triste que la del que afirma: «Yo no tengo fantasías». Posiblemente, el imbécil que dice esto cree que con ello demuestra un fuerte sentido de la realidad. Porque teme que la fantasía sea una confesión de debilidad, de impotencia o de frustración. Pues se equivoca completamente. Quizá no tiene fantasía, no tiene deseo, sólo tiene genitalidad. La fantasía exacerbada no implica, necesariamente, una pérdida del sentido de la realidad. Se pueden tener ambas aptitudes muy desarrolladas: la percepción de la realidad y la construcción imaginaria. Por lo demás, los psicólogos coinciden en señalar que, sin fantasías, no hay vida erótica; sólo hay sexualidad.

            Las fantasías eróticas no salen habitualmente a la luz pública, salvo cuando los escritores, los pintores o los directores de cine se animan a exhibirlas, es decir, bajo el manto protector del arte.

            En las páginas que siguen hago un intento de describir y analizar las fantasías más extendidas, no sólo en la vida individual, sino en la literatura y el arte. Porque ambos, arte y vida, están íntimamente ligados. El arte suele descubrir las partes más ocultas y reprimidas de nuestra intimidad, aquellas que fueron censuradas por la conciencia. El lector podrá reconocer alguna de las suyas: no es necesario que lo confiese, ni siquiera que las convierta en realidad. Los sueños, sueños son, como dijo el poeta.

martes, 23 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi La tarde del dinosaurio. PRÓLOGO DE JULIO CORTÁZAR.

 


             Cristina Peri Rossi

  La tarde del dinosaurio

Las relaciones ambiguas entre un hermano y una hermana; la inquietante presencia de una niña en la playa, testigo de la aparente felicidad de una pareja; los esfuerzos de una hija lúcida para educar a su padre en el exilio; el fracaso de un hombre que quiso ser tres al mismo tiempo, o la danza perpetua de las bailarinas de piedra: éstos son los temas de algunos de los relatos de este libro. Y ya se desarrollen en un país latinoamericano dominado por el fascismo o en la superficie azul de la luna, ya en la sala dorada de un palacio medical o en las arenas de una playa europea, plantean el conflicto entre el mundo infantil o adolescente y el adulto, desde claves psicológicas y sociales a veces, desde claves líricas de una penetrante agudeza. A menudo, este conflicto se manifiesta a través de la preocupación por el lenguaje: la rebelón de los niños ante el mundo convencional de los adultos y sus claudicaciones se expresa en la resistencia a adoptar las formas orales establecidas, o sea, opresoras. Pero como advierte en el prólogo Julio Cortázar los niños se convierten indefectiblemente en adolescentes, experimentan las primeras angustias sexuales, y con ellas, las primeras transacciones, a través de las ceremonias rituales del amor y de la aceptación. Éstos son los momentos que Cristina Peri Rossi describe con morosidad en los presentes relatos. Unos relatos en que poesía y narración se funden, en un universo donde la fantasía y la realidad juegan delante de un espejo cuya ambigüedad nos fascina.

 

 


 

Cristina Peri Rossi

  La tarde del dinosaurio

 

 

 


 

 INVITACIÓN A ENTRAR EN UNA CASA

El día en que alguien logre la antología definitiva del cuento fantástico, se verá que muchos de los que pueblan para siempre la memoria medrosa de la especie se cumplen en tomo a una casa, son una emanación de ella, contienen de alguna manera una invitación a franquear su entrada para que después el lector protagonista descubra por su cuenta otras puertas que no han sido fabricadas en las carpinterías de la ciudad diurna.

No es casual que libros de cuentos como éste sean en sí mismos una de esas casas interiores, y que cada relato proponga un avance por habitaciones, galerías, patios y escaleras que absorben al lector y lo separan de su mundo previo. Se diría que escritores como Cristina Peri Rossi repiten sin saberlo (¿pero qué es saber en esta tierra de nadie donde pasean dinosaurios y abejas reinas?) el oscuro arquetipo del palacio de Barba Azul: habitaciones, corredores de espejos, puertas condenadas o prohibidas, siempre puertas para aquellos que prefieren el horror y la muerte a la renuncia de no abrirlas. Un cuento termina y ya otros empiezan en la habitación siguiente; con los dedos de la mirada, incapaces de resistir, buscaremos una vez más la cerradura, la falleba, empujaremos los batientes y veremos.

Veremos niños. Hace años que los relatos de Cristina giran en torno a los niños sus lentas rondas en espiral, hasta ahogarlos o dejarse ahogar por ellos. Porque no debería olvidarse que Barba Azul es el señor Gilíes de Rais, y que la puerta prohibida se abre a la cripta de los sacrificios últimos, la del Huysmans de La-bas, la de la salvaje y perfumada música de Bartok. En esta nueva vieja casa, en esta recurrencia de la interminable ceremonia, los niños son testigos, victimas y jueces de quienes los inmolan al engendrarlos, educarlos, amarlos, vestirlos, delegarlos. Ya en un relato de años atrás, La rebelión de los niños, Cristina había confiado a manos pueriles una tarea lustral de la que no siempre son capaces las de los adultos. En tres de los cuentos de este nuevo libro, los niños desnudarán el mundo de quienes pretenden regirlos, y lo reducirán a la irrisión de la verdad. Como en Cría cuervos, la película de Carlos Saura, la sola mirada de la infancia triza para siempre una sociedad obstinada en seguir negando lo que es.

Pero la adolescencia emerge, lenta y amarga; en ese interregno turbio los juegos ingresan a un territorio donde Cristina reconoce y asume la puerta condenada, la prohibición que va a ser transgredida, la horrible conciliación de víctimas y victimarios. Hermanos y hermanas, reinas y esclavos, falsos adultos incapaces de aceptar las leyes del juego, gente que un Aubrey Beardsley o un Egon Schíele hubieran dibujado con la perversa perfección del deseo estéril, de la persecución cuyo solo incentivo es el de no alcanzar la presa, llámese Patricia o Alejandra, Igor o Alina. Falsos adultos por la simple razón de que los adultos son falsos y el adolescente se vuelve hacia su pasado en una última, desesperada resistencia; pero su sexo y su pelo y su voz lo arrastran al vértice que el muchacho del dinosaurio contempla con un horror final. Ya no hay víctimas ni victimarios en esas habitaciones de la casa; el último de sus visitantes sólo alcanza a pronunciar una palabra inútil: Piedad.

Todo eso ha sido vivido y dicho por una mujer que conoce los infiernos de la tierra —la suya, allá en el sur— y los de la escritura en nuestro tiempo —aquí, en todas partes—. Su hermosa opción está en proyectar a planos imaginarios un contenido histórico, trágicamente real, que no sólo guarda su sentido más preciso, sino que multiplica su fuerza en la otra imaginación, la de ese lector que ahora entra en la casa, que tiende la mano hacia la primera puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante, abriéndose a un recinto en cuyo extremo hay una segunda puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante.

JULIO CORTÁZAR

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