miércoles, 11 de diciembre de 2019

Alice Munro. ESCAPADA. (Fragmento).



Este es un libro de relatos sobre mujeres de edades y condiciones muy distintas: una joven que, aunque cree desearlo es incapaz de dejar a su marido, una campesina que descubre en un momento de lucidez, los límites y las falacias de la pasión, otra mujer, personaje de tres cuentos, que abandona en uno de ellos su trabajo de profesora en una escuela de niñas para entregarse a un amor frenético y apasionado, vuelve más tarde, en otro relato, con una criatura a casa de los padres, donde reconsidera su vida y su matrimonio y, al final, en el último, cree que su hija desaparecida ha caído en las garras de una secta religiosa. Sus cuentos hablan de dones sobrenaturales, traiciones y sorpresas del amor entre hombres y mujeres, amigos, padres e hijos.
***
Alice Munro nació en Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa provincia canadiense, en una época de depresión económica, esta vida tan elemental fue decisiva como trasfondo en una parte de sus relatos. Conoció muy joven a James Munro,se casó en 1951, y se instalaron en Vancouver. Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó a Victoria, donde manejó con su marido una librería. Se divorció en 1972, y al regresar a su estado natal se convirtió en una fructífera escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con Gerald Fremlin. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya bien orientada.
Se había iniciado de joven con cuentos (escritos desde 1950), escritos en el poco tiempo que había tenido hasta entonces, así como había publicado dos recopilaciones de relatos y una novela. Antes de 1976, escribió Dance of the Happy Shades (1968), sus primeros cuentos, algunos muy tempranos en su vida , pero también la importante novela Las vidas de las mujeres (1971), y los relatos entrelazados Something I?ve Been Meaning to Tell You (1974).Luego, publicó nuevas colecciones de relatos The Beggar Maid (1978), Las lunas de Júpiter, The Progress of Love (1986), Amistad de juventud y Secretos a voces (1994). Ya había sido traducida al español en esa década, pero empezó a ser conocida definitivamente en nuestro siglo, con los relatos de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001) y luego con los de Escapada (2004). Se había mantenido como una escritora algo secreta. En La vista desde Castle Rock, 2006, hizo un balance de la historia remota de su familia, en parte escocesa, emigrada al Canadá, y describió ampliamente las dificultades de sus padres. Por entonces, habló de retirarse, pero la publicación del excelente Demasiada felicidad (nuevos cuentos, aparecidos en 2009), lo desmintió. Además, en 2012 ha publicado otro libro de relatos `con el rótulo Dear Life (Mi vida querida)-, son cuentos más despojados y más centrados en el pretérito. En su última sección se detiene en un puñado de recuerdos personales, que pueden verse como una especie de confesión definitiva de la autora, pues son `las primeras y últimas cosas -también las más fieles-, que tengo que decir sobre mi propia vida`. Munro, que no se ha prodigado en la prensa, ha reconocido el influjo inicial de grandes escritoras `Katherine Anne Porter, Flannery O`Connor, Carson McCullers o Eudora Welty-, así como de dos narradores: James Agee y especialmente William Maxwell. Sus relatos breves se centran en las relaciones humanas analizadas a través de la lente de la vida cotidiana. Por esto, y por su alta calidad, ha sido llamada `la Chéjov canadiense`. Sus libros más recientes son `Demasiada felicidad` (2010), `La vida de las mujeres` (2011) y `Mi vida querida`, publicado este año en la Argentina. Éste último está compuesto por catorce relatos, donde se mezclan la ficción y la autobiografía. El 10 de octubre de 2013 la Real Academia Sueca de Estocolmo le otorgó el Premio Nobel de Literatura por «maestra del cuento corto contemporáneo».

Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
Fuente: Wikipedia.



         Alice Munro

            ESCAPADA

            Traducción de Carmen Aguilar

 

En memoria de mis amigas 

            Mary Carey 

            Jean Livermore 

            Melda Buchanan

 
 
             

 
 ESCAPADA

Carla oyó el coche antes de que coronara la ligera pendiente que en estos alrededores llaman colina. Es ella, pensó. Mrs. Jamieson —Sylvia— volvía de sus vacaciones en Grecia. Desde la puerta del establo —pero lo suficientemente oculta para no ser vista de inmediato— contemplaba el camino que debía recorrer Mrs. Jamieson. Su casa estaba ochocientos metros más allá de la de Carla y Clark.
Si hubiera sido alguien dispuesto a doblar para llegar a su puerta ya tendría que haber reducido la velocidad. Aun así Carla tenía la esperanza de que no fuera ella.
Lo era. Mrs. Jamieson volvió la cabeza por un instante —tenía que concentrarse en conducir el coche a través de las zanjas y los charcos dejados por la lluvia en la grava—, pero no levantó la mano del volante para saludar, no había distinguido a Carla. Carla vio de refilón el brazo bronceado desnudo hasta el hombro, el pelo de un color ligeramente más desteñido que antes —ahora más blanco que rubio plateado—, la expresión decidida, impaciente y divertida ante su misma impaciencia: precisamente como era de esperar que pareciera Mrs. Jamieson mientras sorteaba semejante camino. Cuando volvió la cabeza hubo algo parecido a un rutilante fogonazo —inquisidor, esperanzado—, que hizo retroceder a Carla.
Así fue.
Tal vez Clark no se hubiera enterado aún. Si estaba sentado ante el ordenador, daría la espalda a la ventana y al camino.
Pero Mrs. Jamieson quizá tuviera que hacer otro viaje. Al volver del aeropuerto a casa podría no haberse detenido para comprar víveres..., mas quizá lo haría cuando comprobara qué necesitaba. Entonces Clark podría verla. Y, cuando oscureciera, las luces de la casa la delatarían. Pero estaban en julio y no oscurecía hasta tarde. Podría estar tan cansada que no se molestaría en encender las luces, se iría a la cama temprano.
Lo que sí podría es telefonear. En cualquier momento.
 
 
Era un verano de lluvia y más lluvia. La lluvia era lo primero que se oía por la mañana, cuando caía con fuerza sobre el techo de la caravana. En los senderos el barro era profundo, la hierba alta estaba empapada, las hojas soltaban chorros de agua al azar, incluso en los ratos en que no caían aguaceros del cielo y las nubes parecían clarear. Carla llevaba un viejo sombrero de fieltro australiano y ala ancha cada vez que salía y se metía la trenza larga y gruesa dentro de la camisa.
No llegaba nadie para hacer senderismo aunque Clark y Carla habían dado vueltas poniendo carteles en todos los campamentos, en los cafés, en la pizarra de la oficina de turismo y en cualquier otro sitio que se les ocurriera. Sólo unos cuantos alumnos iban a tomar lecciones de equitación; eran los de costumbre. No los grupos escolares de vacaciones ni los autobuses llenos de los campamentos, que les había permitido mantenerse el verano anterior. Y, hasta los alumnos de costumbre con quienes contaban, aprovechaban para hacer viajes de vacaciones o, sencillamente, cancelaban las clases porque el tiempo los desanimaba. Si llegaban demasiado tarde Clark les cobraba como siempre. Un par de ellos se quejaron y dejaron de ir.
Todavía les proporcionaban alguna entrada los tres caballos que tenían pupilos. Esos tres, más los cuatro de su propiedad, estaban a esas horas en el campo, husmeando la hierba bajo los árboles. Parecía no importarles advertir que por el momento la lluvia había amainado como solía hacer a ratos por la tarde. Justo lo preciso para levantar el ánimo: las nubes se volvían blancas, eran menos espesas y dejaban pasar un resplandor difuso, que nunca llegaba a ser verdadera luz del sol y que, en general, desaparecía antes de la cena.
Carla había terminado de limpiar el establo. Le había costado su tiempo: le gustaba la rutina de los quehaceres domésticos, el espacio alto hasta el techo del establo, los olores. Fue a la pista de equitación para ver hasta qué punto estaba seco el suelo, en caso de que apareciera el alumno de las cinco.
La mayoría de los constantes chubascos no habían sido particularmente tupidos ni los afectó el viento pero, la última semana, llegó una repentina perturbación: una ráfaga atravesó las copas de los árboles y cayó un chaparrón casi horizontal, enceguecedor. Al cabo de un cuarto de hora pasó la tormenta. Pero quedaron ramas cruzadas en el camino, cayeron cables y se desprendió un gran trozo de plástico del cobertizo. En el extremo del picadero se formó un charco como un lago y Clark tuvo que trabajar hasta después del anochecer para cavar un canal que permitiera drenar el agua.
El cobertizo todavía no estaba reparado. Clark armó una cerca de alambre para evitar que los caballos se metieran en el barro y Carla señalizó una huella más corta.
En ese momento, Clark navegaba por Internet en busca de algún sitio donde comprar algo que sirviera para remendar la techumbre. Cualquier almacén con ofertas a precios que estuvieran a su alcance o alguien que quisiera deshacerse de material de segunda mano. No iba a ir a Hy and Robbers Buckley’s Building Supply del pueblo, que él llamaba Highway Robbers Buggery Supply1 porque les debía mucho dinero y había tenido broncas con ellos.
Clark no sólo tenía broncas con personas a quienes debiera dinero. Su simpatía, al principio conquistadora, podía volverse de pronto avinagrada. Había sitios adonde no entraba, adonde siempre hacía ir a Carla por culpa de alguna gresca. La droguería era uno de esos sitios. Una mujer mayor pasó delante de él, es decir, se había olvidado de algo, volvió y se le adelantó en vez de volver a ponerse en la cola. El protestó y la cajera le dijo: «Tiene enfisema». Clark contestó: «¿Ah, sí? Pues yo tengo almorranas». Llamaron al administrador. Dijo que era una grosería gratuita. La cafetería de la carretera era otro de esos lugares. Un día no le hicieron el anunciado descuento por el desayuno porque eran más de las once de la mañana. Clark discutió, luego dejó caer la taza de café al suelo y por poco no le da —eso decían— a un niño que estaba en su cochecito. Clark sostuvo que el niño estaba a ochocientos metros y que había tirado la taza porque no le habían hecho el descuento anunciado. Le dijeron que no lo había pedido. Contestó que no era cuestión de que él lo pidiera o no.
—Has perdido los estribos —dijo Carla.
—Es cosa de hombres.
Ella no le recordó su riña con Joy Tucker. Joy Tucker era la bi-bliotecaria del pueblo a quien le cuidaban el caballo. Era una yegua zaina joven y de mucho genio llamada Lizzie. Cuando Joy Tucker estaba de broma la llamaba Lizzie Borden.* El día anterior había llegado en su coche de un humor de perros, se había quejado de que todavía no estuviera arreglado el tejado del cobertizo y de que Lizzie tuviera un aspecto lamentable, como si hubiera cogido un resfrío.
La verdad es que a Lizzie no le pasaba nada. Clark intentó —a su manera— mostrarse complaciente. Pero entonces fue Joy Tucker quien perdió los estribos y dijo que ese sitio era un basural, que Lizzie merecía algo mejor. Clark contestó:
—¡Haga lo que le dé la gana!
Joy no se había llevado a Lizzie —o todavía no se la había llevado— como Carla esperaba. Pero Clark, para quien antes la pequeña yegua era su mascota, se negó a tener que ver con ella. En consecuencia Lizzie se sintió herida en sus sentimientos: se encabritaba durante los ejercicios y armaba un escándalo cuando había que examinarle los cascos como hacían todos los días para evitar que tuviera hongos. Carla tenía que estar atenta a los mordiscos.
Pero lo que más preocupaba a Carla era la ausencia de Flora, la cabra blanca que hacía compañía a los caballos en el establo y el campo. Hacía dos días que no había señales de ella. Carla temía que la hubieran atacado los perros salvajes, los coyotes o algún oso.
Había soñado con Flora esa noche y la noche anterior. En el primer sueño Flora llegaba directamente a la cama con una manzana roja en los labios pero, en el de la última noche, huía al ver acercarse a Carla. Parecía tener una pata lisiada y, sin embargo, huía a todo correr. Conducía a Carla hasta una barricada protegida por alambre de púas, que podría ser de un campo de batalla, para luego deslizarse como una anguila blanca a través de ella —con pierna lisiada y todo— y desaparecer.
Los caballos vieron a Carla cruzar hasta el picadero y todos se dirigieron a la cerca —parecían empapados a pesar de las mantas neozelandesas—, para llamar su atención cuando volviera. Les habló en voz baja, les pidió perdón por ir con las manos vacías. Les acarició el cuello, les restregó la nariz y les preguntó si sabían algo de Flora.
Grace y Juniper bufaron y se acurrucaron contra ella, como si reconocieran el nombre de Flora y compartieran su preocupación, pero Lizzie se metió entre ellos, apartó la cabeza de Grace de la mano acariciadora de Carla y, por si acaso, le dio un mordisco en la mano. Carla dedicó bastante tiempo a regañarla.
 
 
Hasta hacía tres años, Carla no se había fijado nunca en ninguna casa rodante. Tampoco les llamaba así. Como a sus padres, «casa rodante» le habría parecido un término rebuscado. Algunas personas vivían en caravanas. Eso era todo. Una caravana no se diferenciaba de otra. Cuando Carla se instaló en una de ellas, cuando eligió esa vida con Clark, empezó a ver las cosas de otra manera. Comenzó a decir «casa rodante» y prestó atención a cómo las habían arreglado. En las cortinas que tenían colgadas, en cómo habían pintado las molduras, en las antojadizas balconadas, patios o habitaciones extras añadidas. Estaba impaciente por hacer esas mejoras en la suya.
Durante un tiempo Clark le siguió la corriente. Hizo escalones nuevos, dedicó mucho tiempo a buscar antiguas barandas de hierro forjado. No se quejó en absoluto por el dinero gastado en pintura para la cocina y el baño ni en tela para las cortinas. Carla pintaba a toda prisa: entonces no sabía que era necesario quitar los goznes de las puertas de la alacena. Ni que era necesario forrar las cortinas, que ya se habían desteñido.
Pero Clark sí se mostró reacio a quitar la alfombra —la misma en todos los ambientes—, que Carla daba por sentado reemplazarían. El dibujo consistía en cuadraditos marrones con figuras y garabatos color habano sobre marrón rojizo. Durante mucho tiempo creyó que eran las mismas figuras y garabatos dispuestos de igual manera en cada cuadrado. Cuando tuvo más tiempo, muchísimo más tiempo para examinarlos, descubrió que eran cuatro trazos empalmados para formar grandes cuadrados idénticos. A veces podía distinguir con facilidad el diseño y otras tenía que esforzarse para verlo.
Estudiaba la alfombra cuando llovía, el humor de Clark pesaba en todo el espacio interior y él no quería prestar atención más que a la pantalla del ordenador. En esos casos lo mejor era inventar o recordar alguna tarea que hubiera que hacer en el establo. Los caballos no la miraban cuando no estaba contenta, pero Flora —a quien nunca ataban— se le acercaba, se restregaba contra ella y levantaba la vista con expresión no del todo de simpatía en sus relucientes ojos amarillo verdoso. Parecía más bien un gesto de burlona complicidad.
Flora era una cabrita a medio criar cuando Clark se la llevó de la granja adonde había ido a regatear el precio de una montura. Los dueños de la granja renunciaban a la vida de campo o, por lo menos, a la cría de animales. Habían vendido los caballos, pero no conseguían deshacerse de las cabras. Clark había oído decir que una cabra era capaz de dar sensación de bienestar y comodidad a un establo y quería comprobarlo. Los granjeros pretendieron que la cabra se preñara, pero ella nunca dio muestras de estar en celo.
Al principio sólo era la mascota de Clark. Lo seguía a todas partes, brincaba para llamarle la atención. Era rápida, garbosa y provocativa como un gatito. Su semejanza con una cándida chiquilla enamorada les hacía reír a los dos. Cuando creció pareció apegarse más a Carla y, con ese apego, se volvió de repente más lista, menos veleidosa: en cambio parecía capaz de tener una suerte de humor contenido y solapado. La conducta de Carla con los caballos era tierna, rigurosa y más bien maternal, pero su camaradería con Flora era muy distinta. Flora no le permitía en ningún sentido tratarla con superioridad.
—¿Sin señales de Flora todavía? —preguntó mientras se quitaba las botas que usaba en el establo.
Clark había puesto un aviso de «cabra extraviada» en la Web.
—Hasta ahora no —contestó con voz preocupada, pero no malhumorada.
Sugirió, y no por primera vez, que Flora podría haberse largado en busca de un macho cabrío.
De Mrs. Jamieson ni una palabra. Carla puso la tetera en el fuego. Clark murmuraba para sus adentros, como solía hacer cuando estaba frente al ordenador.
A veces se contestaba a sí mismo. «Mierda», decía ante cualquier reto. O se reía. Pero cuando después ella le preguntaba de qué, no recordaba cuál era la gracia.
Carla le gritó:
—¿Quieres té?
Para su sorpresa, él se levantó y fue a la cocina.
—Así es la cosa —dijo Clark—. Así es la cosa, Carla.
—¿Cómo?
—Pues que llamó por teléfono.
—¿Quién?
—Su Majestad. La reina Sylvia. Acaba de volver.
—No oí el coche.
—No te he preguntado si lo oíste.
—Bueno, ¿y para qué llamó?
—Quiere que vayas y le ayudes a poner la casa en orden. Eso dijo. Mañana. Le dije que con seguridad irías. Pero más vale que la llames y lo confirmes.
Carla dijo:
—No veo por qué tengo que hacerlo si ya se lo has dicho tú —echó el té en las tazas—. Le limpié la casa antes de que se marchara. No creo que haya nada que hacer por ahora.
—A lo mejor han entrado negros mientras ella estaba fuera y han hecho un batifondo. Nunca se sabe.
—No tengo por qué hablarle ya, en este momento —dijo Carla—. Quiero tomar el té y darme una ducha.
—Cuanto antes mejor.
Carla se llevó el té al baño y desde allí gritó:
—Tenemos que ir a la lavandería. Las toallas huelen a humedad hasta cuando están secas.
—No cambiemos de tema, Carla.
Incluso después de haberse metido bajo la ducha le gritó desde el otro lado de la puerta:
—No te voy a dejar escurrir el bulto, Carla.
Carla creyó que todavía estaría en la puerta cuando salió, pero había vuelto al ordenador. Se vistió como si fuera al pueblo —confiaba en que si salían, iban a la lavandería y tomaban un capuchino en el café, podrían hablar de otra manera y sería posible llegar a un ten con ten. Entró en el living a paso ligero y lo rodeó desde atrás con los brazos. Apenas lo hizo la envolvió una oleada de desconsuelo —el calor de la ducha habría dado rienda suelta a las lágrimas—, se inclinó sobre él derrumbada y llorando.
Clark apartó las manos del teclado, pero no se movió.
—No te pongas hecho una fiera conmigo —suplicó Carla.
—No soy una fiera. No soporto que te pongas así, eso es todo.
—Me pongo así porque eres una fiera.
—No me digas lo que soy. Me estás asfixiando. Empieza a hacer la cena.
Es lo que hizo. Era ya evidente que el alumno de las cinco no iba a ir. Sacó patatas y empezó a pelarlas, pero no podía contener las lágrimas ni ver lo que hacía. Se secó la cara con papel de cocina, cortó otro trozo para llevárselo y salió bajo la lluvia. No fue al establo porque sin Flora le resultaba demasiado deprimente. Caminó por el sendero de vuelta a los bosques. Los caballos estaban en el otro campo. Se acercaron a la valla para mirarla. Todos, excepto Lizzie que brincó y resolló un poco, tuvieron la sensatez de comprender que tenía la atención puesta en otra cosa.
Ficha técnica:
© 2005, Alice Munro 
© de la traducción: 2005, Carmen Aguilar 
© de esta edición: 1005, RBA Libros, S.A. 
Pérez Galdós, 36 - 08012 Barcelona
www.rbalibros.com / rba-libros@rba.es
tercera edición: junio 2009

martes, 10 de diciembre de 2019

IRÈNE NÉMIROVSKY SUITE FRANCESA. LITERATURA DE RESCATE.



Prólogo


En 1929, Bernard Grasset recibió por correo un manuscrito titulado David Golder. Entusiasmado tras su lectura, de inmediato decidió publicarlo, pero el autor, tal vez temiendo un fracaso, no había incluido ni su nombre ni su dirección, tan sólo un apartado de correos. Así pues, Grasset publicó un breve anuncio en los periódicos invitando al misterioso escritor a que se diera a conocer.
Cuando pocos días después Iréne Némirovsky se presentó ante él, al editor le costó creer que aquella joven de aspecto alegre y llano que residía en Francia desde hacía sólo diez años fuese la autora de aquel libro brillante, cruel, audaz y que, sobre todo, traslucía un perfecto dominio narrativo. Era la clase de obra que un escritor logra en su madurez. Admirándola ya, pero aún dudoso, la interrogó largo rato para asegurarse de que no se trataba del testaferro de un escritor que deseaba permanecer en la sombra.
Cuando se publicó, la novela David Golder fue unánimemente aplaudida por la crítica, hasta el punto de que Iréne Némirovsky se convirtió en una celebridad, adulada por escritores tan dispares como Joseph Kessel, que era judío, y Robert Brasillach, monárquico de extrema derecha y antisemita. Este último alabó la pureza de la prosa de aquella recién llegada a las letras francesas. Aunque nacida en Kiev, Iréne Némirovsky había aprendido francés con su aya desde la más tierna infancia. Hablaba asimismo con fluidez ruso, polaco, inglés, vasco y finlandés, y entendía el yidis, cuyas huellas es posible rastrear en Los perros y los lobos, escrita en 1940. No obstante, no permitió que su triunfal debut literario se le subiera a la cabeza. Incluso le sorprendió que se dispensara tanta atención a David Golder, que calificaba sin falsa modestia de «novelita». El 22 de enero de 1930 escribió a una amiga: «¿Cómo se le ocurre suponer que pueda olvidarme de mis viejas amigas a causa de un libro del que se hablará durante quince días y que será olvidado con la misma rapidez, como se olvida todo en París?»
Iréne Némirovsky nació el 11 de febrero de 1903 en Kiev, en lo que en la actualidad se conoce como yiddishland. Su padre, Léon Némirovsky (de nombre hebreo Arieh), originario de una familia procedente de la ciudad ucraniana de Nemirov, uno de los centros del movimiento hasídico en el siglo XVIII, había tenido el infortunio de nacer en 1868 en Elisabethgrado, donde en 1881 iba a desencadenarse la gran oleada de pogromos contra los judíos de Rusia, que se prolongó varios años. Léon Némirovsky, cuya familia había prosperado en el comercio de granos, viajó mucho antes de hacer fortuna en las finanzas y convertirse en uno de los banqueros más ricos de Rusia. En su tarjeta de visita se podía leer: «Léon Némirovsky, presidente del Consejo del Banco de Comercio de Voronej, administrador del Banco de la Unión de Moscú, miembro del Consejo de la Banca Privada de Comercio de Petrogrado.» Había adquirido una vasta mansión en la parte alta de la ciudad, en una apacible calle bordeada de jardines y tilos.
Iréne, confiada a los buenos cuidados de su aya, recibió las enseñanzas de excelentes preceptores. Como sus padres sentían escaso interés por su hogar, fue una niña extremadamente desdichada y solitaria. Su padre, a quien adoraba y admiraba, pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en sus negocios, de viaje o jugándose fortunas en el casino. Su madre, que se hacía llamar Fanny (de nombre hebreo Faïga), la había traído al mundo con el mero propósito de complacer a su acaudalado esposo. Sin embargo, vivió el nacimiento de su hija como una primera señal del declive de su feminidad, y la abandonó a los cuidados de su nodriza. Fanny Némirovsky (Odessa, 1887-París, 1989) experimentaba una especie de aversión hacia su hija, que jamás recibió de ella el menor gesto de amor. Se pasaba las horas frente al espejo acechando la aparición de arrugas, maquillándose, recibiendo masajes, y el resto del tiempo fuera de casa, en busca de aventuras extraconyugales. Muy envanecida de su belleza, veía con horror cómo sus rasgos se marchitaban y la convertían en una mujer que pronto tendría que recurrir a gigolós. No obstante, para demostrarse que todavía era joven se negó a ver en Iréne, ya adolescente, otra cosa que una niña, y durante mucho tiempo la obligó a vestirse y peinarse como una pequeña colegiala.
Iréne, abandonada a su suerte durante las vacaciones de su aya, se refugió en la lectura, empezó a escribir y resistió la desesperación desarrollando a su vez un odio feroz contra su madre. Esta violencia, las relaciones contra natura entre madre e hija, ocupa un lugar capital en su obra. Así, en Le vin de solitude se lee: «En su corazón alimentaba un extraño odio hacia su madre que parecía crecer con ella...» «Jamás decía "mamá" articulando claramente las dos sílabas, que pasaban con dificultad entre sus labios apretados; pronunciaba "má", una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo.» Y también: «El rostro de su madre, crispado de furor, se aproximó al suyo; vio centellear los aborrecidos ojos, dilatados por la cólera y el recelo...» «"La venganza es mía", dijo el Señor. ¡Ah, pues qué se le va a hacer, no soy una santa, no puedo perdonárselo! ¡Aguarda, aguarda un poco y verás! ¡Te haré llorar como tú me hiciste llorar a mí!... ¡Espera y verás, mujer!»
Dicha venganza se vio cumplida con la publicación de El baile, Jézabel y Le vin de solitude.
Sus obras más fuertes se ambientan en el mundo judío y ruso. En Los perros y los lobos retrata a los burgueses del primer gremio de los mercaderes, que tenían derecho a residir en Kiev, ciudad en principio prohibida a los judíos por orden de Nicolás I.
Iréne Némirovsky no renegaba de la cultura judía de Europa Oriental, en cuyo seno habían vivido sus abuelos (Yacov Margulis y Bella Chtchedrovitch) y sus padres, aun cuando se hubieran apartado de ella una vez labrada su fortuna. No obstante, a sus ojos, el manejo del dinero y la acumulación de bienes que éste conlleva estaban mancillados de oprobio, aunque su vida de soltera y de adulta fue la de una gran burguesa.
Al describir la ascensión social de los judíos, hace suyos toda clase de prejuicios antisemitas y les atribuye los estereotipos en boga por entonces. De su pluma surgen retratos de judíos perfilados en los términos más crueles y peyorativos, a los que contempla con una especie de horror fascinado, si bien reconoce que comparte con ellos un destino común. A este respecto, los trágicos acontecimientos venideros acabarían dándole la razón.
¡Qué sentimiento de odio hacia sí misma se descubre bajo su pluma! En un balanceo vertiginoso, al principio adopta la idea de que los judíos pertenecerían a la «raza judía», una raza inferior y de signos distintivos fácilmente reconocibles, pese a que resulta imposible hablar de razas humanas en el sentido que se daba al término en los años treinta, luego generalizado en la Alemania nazi. Veamos algunos rasgos específicos otorgados a los judíos en su obra, ciertas elecciones léxicas utilizadas para caracterizarlos, para conformar un grupo humano a partir de peculiaridades comunes: cabello crespo, nariz ganchuda, mano fofa, dedos afilados, tez morena, amarillenta o aceitunada, ojos juntos, negros y húmedos, cuerpo enclenque, vello espeso y negro, mejillas lívidas, dientes irregulares, narinas inquietas, a lo cual cabe añadir el afán de lucro, la pugnacidad, la histeria, la habilidad atávica para «vender y adquirir baratijas, traficar con divisas, dedicarse a viajante de comercio, a corredor de encajes falsos o de munición de contrabando...».
Lacerando con palabras una y otra vez a esa «chusma judía», escribe en Los perros y los lobos «Como todos los judíos, él se sentía más vivamente, más dolorosamente escandalizado que un cristiano por defectos específicamente judíos. Y esa energía tenaz, esa necesidad casi salvaje de obtener lo que se deseaba, ese desprecio ciego de lo que otro pueda pensar, todo eso se almacenaba en su mente bajo una única etiqueta: "insolencia judía".» Paradójicamente, concluye, esa novela con una especie de ternura y de fidelidad desesperada: «Esos son los míos; ésa es mi familia.» Y de pronto, en un nuevo vuelco de perspectiva, hablando en nombre de los judíos escribe: «¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos! Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! ¡Se trata de otra palabra para designar las mismas cosas!»
Por otra parte, Némirovsky lo ignoraba todo sobre la espiritualidad judía, la riqueza, la diversidad de la cultura judía de Europa Oriental. En una entrevista concedida a L'Univers israélite el 5 de julio de 1935, se proclamaba orgullosa de ser judía, y a aquellos que veían en ella a una enemiga de su pueblo les respondía que en David Golder había descrito no «a los israelitas franceses establecidos en su país desde hace generaciones y en quienes, en efecto, la cuestión de la raza no interviene, sino a muchos judíos cosmopolitas para quienes el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de cualquier otro sentimiento».

David Golder, novela comenzada en Biarritz en 1925 y concluida en 1929, narra la epopeya de Golder, magnate judío de las finanzas internacionales, originario de Rusia: su ascensión, esplendor y caída tras el crac espectacular de su banco. Gloria, su esposa que empieza a envejecer, notoriamente infiel y que lleva un tren de vida fastuoso, exige cada vez más dinero para mantener a su amante. Arruinado y vencido, el viejo Golder, otrora el terror de la Bolsa, vuelve a ser el pequeño judío de sus días de juventud en Odessa. De pronto, llevado del amor por su ingrata y frívola hija, decide reconstruir su fortuna. Tras haber jugado victoriosamente su última baza, muere de agotamiento mientras balbucea unas palabras en yidis a bordo de un buque de carga durante una formidable tempestad. Un inmigrante judío, embarcado como él en Simferopol con destino a Europa, con la esperanza de una vida mejor, recoge su postrer suspiro. Golder muere, por así decirlo, entre los suyos.

Cuando vivían en Rusia, los Némirovsky disfrutaban de un alto nivel de vida. Todos los veranos abandonaban Ucrania ya fuese con destino a Crimea o a Biarritz, San Juan de Luz y Hendaya, o la Costa Azul. La madre de Iréne se instalaba en un palacio, mientras que su hija y su aya se alojaban en una casa de huéspedes.
Tras la muerte de su institutriz francesa, Iréne Némirovsky, a la sazón de catorce años de edad, empezó a escribir. Se acomodaba en un sofá con un cuaderno apoyado en las rodillas. Había elaborado una técnica novelesca inspirada en el estilo de Iván Turguéniev. Al comenzar una novela escribía no sólo el relato en sí, sino también las reflexiones que éste le inspiraba, sin supresión ni tachadura algunas. Por añadidura, conocía de forma precisa a todos sus personajes, incluso a los más secundarios. Emborronaba cuadernos enteros para describir su fisonomía, su carácter, su educación, su infancia y las etapas cronológicas de su vida. Cuando todos los personajes habían alcanzado semejante grado de precisión, subrayaba con ayuda de dos lápices, uno rojo y otro azul, los rasgos esenciales que debía conservar; a veces bastaban unas líneas. Pasaba rápidamente a la composición de la novela, la mejoraba, y acto seguido redactaba la versión definitiva.
En el momento en que estalló la Revolución de Octubre, los Némirovsky residían en San Petersburgo desde hacía tres años, en una casa grande y hermosa. «Estaba construida de tal manera que, desde el vestíbulo, la mirada podía alcanzar las estancias del fondo; a través de anchas puertas abiertas se veía una hilera de salones blanco y oro», escribe en Le vin de solitude, una novela en gran parte autobiográfica. San Petersburgo era una ciudad mítica para muchos escritores y poetas rusos. Iréne sólo veía en ella una sucesión de calles oscuras, cubiertas de nieve, recorridas por un viento glacial que subía de las nauseabundas aguas de los canales y el Neva.
Léon Némirovsky, a quien sus asuntos llamaban con frecuencia a Moscú, subarrendaba en dicha ciudad un piso amueblado a un oficial de la guardia imperial, por entonces destinado en la embajada rusa en Londres. Creyendo poner a su familia a salvo, Némirovsky instaló a los suyos en Moscú, pero fue precisamente allí donde la revolución alcanzó su apogeo de violencia en octubre de 1918. Mientras el fuego de fusilería causaba estragos, Iréne exploraba la biblioteca de Des Esseintes, aquel cultivado oficial. Descubrió a Huysmans, Maupassant, Platón y Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray era su libro preferido.
La casa, invisible desde la calle, se hallaba encastrada en otros edificios y rodeada de un patio, bordeado a su vez de una casa más alta que la precedente. Luego había otro patio circular, y otra casa más. Iréne bajaba discretamente a recoger casquillos cuando el lugar se hallaba desierto. Por espacio de cinco días, la familia subsistió en el piso con un saco de patatas, cajas de chocolatinas y sardinas como únicas provisiones. Aprovechando un período de calma, los Némirovsky regresaron a San Petersburgo, y cuando los bolcheviques pusieron precio a la cabeza del padre de Iréne, éste se vio obligado a pasar a la clandestinidad. En diciembre de 1918, aprovechando el hecho de que la frontera aún no estaba cerrada, organizó la huida a Finlandia de los suyos, disfrazados de campesinos. Iréne pasó un año en un caserío compuesto de tres casas de madera rodeadas de campos nevados. Confiaba en poder volver a Rusia. Durante esa larga espera, su padre regresaba con frecuencia de incógnito a su país para tratar de salvar sus bienes.
Por primera vez, Iréne conoció un momento de serenidad y paz. Se convirtió en una mujer y empezó a escribir poemas en prosa, inspirados en Oscar Wilde. Como la situación en Rusia no hacía mas que empeorar y los bolcheviques se les acercaban peligrosamente, los Némirovsky alcanzaron Suecia al término de un largo viaje. Pasaron tres meses en Estocolmo. Iréne conservó el recuerdo de las lilas malva que crecían en los patios y jardines en primavera.
En julio de 1919, la familia embarcó en un pequeño carguero que los llevaría a Ruán. Navegaron durante diez días, sin escalas, en medio de una espantosa tempestad que habría de inspirar la dramática escena final de David Golder. En París, Léon Némirovsky asumió la dirección de una sucursal de su banco, y de ese modo pudo reconstituir su fortuna.
Iréne se matriculó en la Sorbona y obtuvo una licenciatura en Letras con mención. David Golder, su primera novela, no era su primer intento. Había debutado en el mundo editorial enviando lo que denominaba «breves cuentos divertidos» a la revista bimensual ilustrada Fantasio, que aparecía el 1 y el 15 de cada mes, que los publicó y le pagó por cada uno sesenta francos. Luego se lanzó y ofreció un cuento a Le Matin, que también lo publicó. Siguieron un cuento y una novela corta en Les Oeuvres Libres, así como Le Malentendu, una primera novela -redactada en 1923, a la edad de dieciocho años-, y un año más tarde L’Enfant génial una novela corta posteriormente titulada Un enfant prodige, que apareció en la misma editorial en febrero de 1926.
Dicha narración cuenta la trágica historia de Ismaël Baruch, un niño judío nacido en un cuchitril de Odessa. Sus dotes de poeta precoz e ingenuo seducen a un aristócrata, que lo recoge del arroyo y lo lleva a un palacio para distraer la ociosidad de su amante. Mimado, el niño vive extasiado a los pies de la princesa, que ve en él una especie de mono sabio.
Llegado a adolescente al término de una prolongada crisis, pierde las gracias que lo habían adornado en la infancia y tiene en muy poco los cantos y poemas que otrora le valieron su fortuna.
Busca la inspiración en la lectura, pero la cultura no hace de él un genio; por el contrario, destruye su originalidad y espontaneidad. Entonces, la princesa lo abandona como un objeto inútil y a Ismaël no le queda otro remedio que regresar a su mundo de origen: el barrio judío de Odessa, con sus zaquizamís y sus tugurios. Sin embargo, nadie reconoce a Ismaël en aquel joven establecido. Rechazado por los suyos, ya no tiene un lugar en ese mundo y corre a arrojarse a las aguas estancadas del puerto.

En Francia, su vida tiene una tonalidad menos amarga. Los Némirovsky se adaptan y llevan en París la vida rutilante de los grandes burgueses acaudalados. Veladas mundanas, cenas con champán, bailes, veraneos lujosos. Iréne adora el movimiento, la danza. Va de fiesta en recepción. Según su propia confesión, se va de juerga. En ocasiones juega en el casino. El 2 de enero de 1924 escribe a una amiga: «He pasado una semana completamente loca: baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me cuesta regresar a la senda del deber.»
En otra ocasión, en Niza: «Me agito como una chiflada y eso debería avergonzarme. Bailo de la noche a la mañana. Todos los días se celebran galas muy elegantes en diferentes hoteles, y como mi buena estrella me ha gratificado con algunos gigolós, me lo paso en grande.» De vuelta de Niza: «No he sido buena chica... para variar. La víspera de mi partida hubo un gran baile en nuestra residencia, en el hotel Negresco. Bailé como una posesa hasta las dos de la mañana y luego, pese a que soplaba un viento glacial, salí a flirtear y a beber champán frío.» Pocos días después: «Choura vino a verme y me soltó un responso de dos horas: al parecer, flirteo demasiado, y está muy mal enloquecer de ese modo a los chicos... Como sabes, he terminado con Henry, que vino a verme el otro día, pálido y con los ojos desorbitados, con expresión malvada ¡y un revólver en el bolsillo!»
En el torbellino de una de esas veladas conoce a Mijail, llamado Michel Epstein, «un morenito de tez muy oscura» que no tarda en hacerle la corte. Ingeniero en física y electricidad por la Universidad de San Petersburgo, trabaja como apoderado en la Banque des Pays du Nord, en la rue Gaillon. Lo encuentra de su agrado, flirtea y en 1926 se casa con él.

La pareja se instala en el número 10 de la avenida Constant-Coquelin, en un hermoso piso cuyas ventanas dan al gran jardín de un convento de la orilla izquierda. Su hija Denise nace en 1929. Fanny regala a Iréne un oso de peluche cuando se entera de que la han hecho abuela. Una segunda niña, Élisabeth, vendrá al mundo el 20 de marzo de 1937.
Los Némirovsky reciben a algunos amigos, como Tristan Bernard y la actriz Suzanne Devoyod, y frecuentan a la princesa Obolensky. Iréne cuida de su asma en estaciones balnearias. Unos productores cinematográficos adquieren los derechos de adaptación de David Golder, que será interpretada por Harry Baur en una película de Julien Duvivier.

Pese a su notoriedad, Iréne Némirovsky, que se ha enamorado de Francia y de su buena sociedad, no conseguirá la nacionalidad francesa. En el contexto de la psicosis de guerra de 1939, y tras una década marcada por un antisemitismo violento que presenta a los judíos como invasores dañinos, mercachifles, belicosos, sedientos de poder, promotores de guerras, a un tiempo burgueses y revolucionarios, toma la decisión de convertirse al cristianismo junto con sus hijas. La madrugada del 2 de febrero de 1939, en la capilla de Santa María de París, la bautiza un amigo de la familia, monseñor Ghika, príncipe-obispo rumano.
La víspera del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el 1 de septiembre de 1939, Iréne y Michel Epstein conducen a Denise y Élisabeth, sus dos hijas, a Issy-l'Évêque, en Saône-et-Loire, con su niñera Cécile Michaud, natural de ese pueblo. Esta confía las niñas a los buenos cuidados de su madre, la señora Mitaine. Iréne y Michel Epstein regresan a París, desde donde harán frecuentes visitas a sus hijas, hasta que se establece la línea de demarcación en junio de 1940.
El primer estatuto de los judíos, del 3 de octubre de 1940, les asigna una condición social y jurídica inferior que los convierte en parias. Ante todo define, basándose en criterios raciales, quién es judío a los ojos del Estado francés. Los Némirovsky, que entran en el censo en junio de 1941, son a un tiempo judíos y extranjeros. Michel ya no tiene derecho a trabajar en la Banque des Pays du Nord; las editoriales «arianizan» a su personal y a sus autores, Iréne ya no puede publicar. Ambos abandonan París y se reúnen con sus hijas en el Hôtel des Voyageurs, en Issy- l'Évêque, donde residen asimismo soldados y oficiales de la Wehrmacht.
En octubre de 1940 se promulga una ley sobre «los ciudadanos extranjeros de raza judía». Estipula que pueden ser internados en campos de concentración o estar bajo arresto domiciliario. La ley del 2 de junio de 1941, que sustituye al primer estatuto de los judíos de octubre de 1940, vuelve su situación aún más precaria. Supone el preludio de su arresto, internamiento y deportación a los campos de exterminio nazis.
La partida de bautismo de los Némirovsky no les resulta de ninguna utilidad. No obstante, la pequeña Denise hace la primera comunión. Cuando llevar la estrella judía se vuelve obligatorio, asiste a la escuela municipal con la estrella amarilla y negra, bien visible, cosida sobre el abrigo.
Tras haber residido un año en el hotel, los Némirovsky por fin encuentran una amplia casa burguesa para alquilar en el pueblo.
Michel escribe una tabla de multiplicar en verso para su hija Denise. Iréne, muy lúcida, no tiene ninguna duda de que el desenlace de los acontecimientos será trágico. Pese a ello, escribe y lee mucho. Todos los días, después del desayuno, sale de casa. En ocasiones camina hasta diez kilómetros antes de encontrar un lugar que le convenga. Entonces se pone a la tarea. Vuelve a salir a primera hora de la tarde, después de comer, y no regresa hasta el anochecer. Desde 1940 hasta 1942, Editions Albin Michel y el director del periódico antisemita Gringoire aceptan publicar sus novelas cortas con dos seudónimos: Pierre Nérey y Charles Blancat.

Durante 1941 y 1942, en Issy- l'Évêque, Iréne Némirovsky, que al igual que su marido lleva la estrella amarilla, escribe La vida de Chejov y Las moscas del otoño, que no se publicará hasta la primavera de 1957, y emprende un trabajo ambicioso, Suite francesa, a la que no tendrá tiempo de poner la palabra «fin». La obra comprende dos libros. El primero, Tempestad en junio, se compone de una serie de cuadros sobre la debacle. El segundo, Dolce, fue escrito en forma de novela.
Como de costumbre, empieza por redactar notas sobre el trabajo en curso y las reflexiones que le inspira la situación en Francia. Elabora la lista de sus personajes, los principales y los secundarios, comprueba que los haya utilizado a todos correctamente. Sueña con un libro de mil páginas compuesto como una sinfonía, pero en cinco partes, en función de los ritmos y las tonalidades. Toma como modelo la Quinta Sinfonía de Beethoven.
El 12 de junio de 1942, pocos días antes de su arresto, duda que logre acabar la gran obra emprendida. Ha tenido el presentimiento de que le queda poco tiempo de vida. No obstante, continúa redactando sus notas, paralelamente a la escritura del libro. Titula esas observaciones lúcidas y cínicas Notas sobre la situación de Francia. Demuestran que Iréne Némirovsky no se hace ninguna ilusión sobre la actitud de la masa inerte, «aborrecible», de los franceses con respecto a la derrota y el colaboracionismo, ni sobre su propio destino. ¿Acaso no escribe, encabezando la primera página?:

Para levantar un peso tan enorme,
Sísifo, se necesitaría tu coraje.
No me faltan ánimos para la tarea,
mas el objetivo es largo y el tiempo, corto.

Estigmatiza el miedo, la cobardía, la aceptación de la humillación, de la persecución y las masacres. Está sola. En los medios literarios y editoriales, raros son los que no han optado por el colaboracionismo. Todos los días acude al encuentro del cartero, pero no hay correo para ella. No trata de escapar de su destino huyendo, por ejemplo, a Suiza, que acoge con parsimonia a judíos procedentes de Francia, sobre todo a mujeres y niños. Se siente tan abandonada que el 3 de junio redacta un testamento en favor de la tutora de sus hijas, a fin de que ésta pueda cuidar de ellas cuando su madre y su padre hayan desaparecido. Da indicaciones precisas, enumera todos los bienes que ha logrado salvar y que podrán aportar dinero para pagar el alquiler, calentar la casa, comprar un horno, contratar a un jardinero que se ocupe del huerto, que proporcionará verduras en aquel período de racionamiento; da la dirección de los médicos que atienden a las niñas, fija su régimen alimentario. Ni una palabra de rebeldía. La simple constatación de la situación como se presenta. Es decir, desesperada.
El 3 de julio de 1942 escribe: «Desde luego, y a menos que las cosas duren y se compliquen aún más, ¡que todo acabe, bien o mal!» Ve la situación como una serie de violentas sacudidas que podrían acabar con su vida.
El 11 de julio trabaja en el pinar, sentada sobre su jersey de lana azul, «en medio de un océano de hojas podridas y empapadas por la tormenta de la pasada noche como sobre una balsa, con las piernas dobladas bajo el cuerpo».
Ese mismo día escribe a su director literario en Albin Michel una carta que no deja ninguna duda sobre su certeza de que no sobreviviría a la guerra que los nazis habían declarado a los judíos: «Querido amigo... piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el tiempo.»
El 13 de julio, los gendarmes franceses llaman a la puerta de los Némirovsky. Van a detener a Iréne. Es internada el 16 de julio en el campo de concentración de Pithiviers, en el Loiret. Al día siguiente la deportan a Auschwitz en el convoy número 6. Tras ser recluida en el campo de exterminio de Birkenau, debilitada, pasa por el Revier [1] y es asesinada el 17 de agosto de 1942.
Tras la marcha de Iréne, Michel Epstein no ha comprendido que el arresto y la deportación significan la muerte. Todos los días aguarda su regreso, y exige que pongan su cubierto en la mesa en cada comida. Desesperado, se queda con sus hijas en Issy-l'Évêque. Escribe al mariscal Pétain para explicar que su mujer tiene una salud delicada, y solicita permiso para ocupar su lugar en un campo de trabajo.
La respuesta del gobierno de Vichy será el arresto de Michel en octubre de 1942. Lo internarán en el Creusot y luego en Drancy, donde su anotación de registro indica que le confiscaron 8.500 francos. Será a su vez deportado a Auschwitz el 6 de noviembre de 1942, y ejecutado al llegar.
Apenas hubieron arrestado a Michel Epstein, los gendarmes se presentaron en la escuela municipal para apoderarse de la pequeña Denise, a la que su maestra logró esconder en el reducido espacio que quedaba entre su cama y la pared.
Lejos de desanimarse, los gendarmes franceses perseguirán obstinadamente a las dos niñas, buscándolas por todas partes para hacerles correr la misma suerte que a sus padres. Su tutora tendrá la presencia de ánimo de descoser la estrella judía de las ropas de Denise y ayudar a las dos chiquillas a cruzar Francia clandestinamente. Pasarán varios meses ocultas primero en un convento y luego en sótanos en la región de Burdeos.
Tras haber perdido la esperanza de ver regresar a sus padres después de la guerra, buscaron la ayuda de su abuela, que había pasado aquellos años en Niza rodeada de las mayores comodidades. Pero ésta se negó a abrirles la puerta y desde el otro lado les gritó que si sus padres habían muerto debían dirigirse a un orfanato. Murió a la edad de 102 años en su gran piso de la avenida Président-Wilson.
En su caja fuerte no encontraron otra cosa que dos libros de Iréne Némirovsky: Jézabel y David Golder
La historia de la publicación de Suite francesa en muchos aspectos recuerda un milagro; merece ser contada.
En su huida, la tutora y las dos niñas se llevaron consigo una maleta que contenía fotos, documentos de la familia y este último manuscrito de la escritora, redactado con letra minúscula para economizar la tinta y el pésimo papel de guerra. Iréne Némirovsky había trazado en aquella postrera obra un retrato implacable de la Francia abúlica, vencida y ocupada.
La maleta acompañó a Élisabeth y Denise Epstein de un refugio precario y fugaz a otro. El primero fue un internado católico. Sólo dos religiosas sabían que las niñas eran judías. Habían puesto un nombre falso a Denise, pero no conseguía acostumbrarse, y en clase la llamaban al orden porque no respondía cuando la nombraban. Entonces, los gendarmes, que seguían ensañándose y no encontraban nada más importante que hacer que entregar a dos niñas judías a los nazis, recuperaron su pista. Tuvieron que abandonar el internado. En los sótanos donde pasó varias semanas, Denise contrajo una pleuritis; los que la ocultaban, al no atreverse a llevarla a un médico, le administraron por todo tratamiento resina de pino. A punto de ser descubiertas, tuvieron que huir de nuevo, con la preciosa maleta siempre preparada para una emergencia. La tutora ordenaba a Denise antes de subir a un tren: «¡Esconde la nariz!»
Cuando los supervivientes de los campos nazis empezaron a llegar a la Gare de l'Est, Denise y Élisabeth acudían allí todos los días. También iban, con una pancarta en la que se leía su nombre, al hotel Lutétia, habilitado como centro de acogida para los repatriados. En cierta ocasión, Denise echó a correr porque creyó reconocer la silueta de su madre en la calle.
Denise había salvado el precioso cuaderno. No se atrevía a abrirlo, le bastaba con verlo. No obstante, una vez trató de conocer su contenido, pero le resultó demasiado doloroso. Pasaron los años.
Junto con su hermana Élisabeth, convertida en directora literaria con el nombre de Élisabeth Gille, tomó la decisión de confiar la última obra de su madre al Institut Mémoire de l'Édition Contemporaine, con el fin de salvarla.
Sin embargo, antes de separarse de ella decidió mecanografiarla. Con la ayuda de una gruesa lupa emprendió entonces una larga y difícil labor de descifrado. Finalmente, Suite francesa fue introducida en la memoria de un ordenador, y retranscrita una tercera vez en su estado definitivo. No se trataba, como ella había pensado, de simples notas, de un diario íntimo, sino de una obra violenta, un fresco extraordinariamente lúcido, un sobrecogedor retrato de Francia y los franceses en aquella encrucijada: rutas del éxodo; pueblos invadidos por mujeres y niños agotados, hambrientos, luchando por la posibilidad de dormir en una simple silla en el pasillo de una posada rural; coches cargados de muebles y enseres, atascados sin gasolina en medio del camino; grandes burgueses asqueados por el populacho y tratando de salvar sus chucherías; prostitutas de lujo despachadas por sus amantes, que tenían prisa por abandonar París con su familia; un cura conduciendo hacia un refugio a unos huérfanos que, liberados de sus inhibiciones, acabarán por asesinarlo; un soldado alemán alojado en una casa burguesa y seduciendo a una mujer joven ante la mirada de su suegra. En este cuadro desconsolador, sólo una pareja modesta, cuyo hijo ha resultado herido en los primeros combates, conserva su dignidad. Entre los soldados vencidos que se arrastran por las carreteras, en el caos de los convoyes militares que llevan a los heridos a los hospitales, intentarán en vano encontrar su pista.
Cuando Denise Epstein confió el manuscrito de Suite francesa al conservador del IMEC, experimentó un gran dolor. No dudaba del valor de la última obra de su madre, pero no se la dio a leer a un editor, pues Élisabeth Gille, su hermana, ya gravemente enferma, estaba escribiendo El mirador, una magnífica biografía imaginaria de aquella a quien no había tenido tiempo de conocer, pues sólo tenía cinco años cuando los nazis la asesinaron.

MYRIAM ANISSIMOV


[1] Enfermería de Auschwitz, donde los prisioneros demasiado enfermos para trabajar eran confinados en condiciones atroces. Periódicamente, las SS los amontonaban en camiones y los llevaban a la cámara de gas.

Ficha técnica:

IRÈNE NÉMIROVSKY

SUITE FRANCESA



Título original: Suite Française
Traducción: José Antonio Soriano Marco
Ilustración de la cubierta: Suzanne & Nick Geary/Getty
Copyright © Éditions Denoël, 2004
Copyright © Ediciones Salamandra, 2005
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
Almogávers, 56, 7º2ª- 08018 Barcelona-
Tel. 93 215 1199
www.salamandra.info.
ISBN: 84-7888-982-5
Depósito legal: B-44.604-2005
1ª edición, noviembre de 2005
Printed in Spain
Impresión: Romanyá-Valls, Pl. Verdaguer, 1
 Capellades, Barcelona


domingo, 8 de diciembre de 2019

Joyce Carol Oates Una hermosa doncella. Novela. Fragmento.

Joyce Carol Oates (Junio 16, 1938) es una escritora norteamericana. Ha usado también los seudónimos Rosamond Smith y Lauren Kelly.
Desde su primera novela, (With Shuddering Fall, 1964) creó un corpus narrativo que mezcla la estética gótica con agudas observaciones sociales. Sus historias contienen los elementos típicos de este tipo de historias: fuerzas inconscientes, seducción, incesto, violencia... pero sus obras son más que historias de experiencias inusuales en lugares remotos. Novelas como A Bloodsmoor Romance, The Mysteries of Wintherthurn and Kindred Passions contienen un tono marcadamente feminista, y suele usar el entorno gótico para explorar las ambigüedades de género, y las bases sexuales de la fantasía. 
***
La vida de Katya Spivak, una adolescente de dieciséis años, cambia el día en que conoce a Marcus Kidder. Esa mañana de verano ha salido a dar un paseo por las refinadas calles de Bayhead Harbor con los dos pequeños que tiene a su cargo, cuando se le aproxima un elegante y canoso caballero de apariencia inofensiva e incluso agradable. Su preciosa casa, los libros infantiles que ha escrito, su música clásica, las maravillosas obras de arte de su estudio, los generosos regalos que él le hace: la vida del señor Kidder no puede ser más distinta de la monótona existencia de Katya en el entorno obrero de su hogar, ni más tentadora. Sin embargo, con el correr de los días, algo cambia de forma casi imperceptible. Ella sabe lo que hay en juego: él la desea pero, ¿qué es lo que quiere en realidad de su «hermosa doncella»? Y ¿hasta dónde llegarán ambos para alcanzar sus metas? 

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
  




Joyce Carol Oates
             
 Una hermosa doncella
             
 Traducción de
 María Luisa Rodríguez Tapia
             
             

             
 
 Para Jeanne Wilmot Carter
             
 
 Así, despacio, despacio, vino ella,
 y despacio se acercó a él.
 Y lo único que dijo cuando llegó:
 «Joven, creo que te estás muriendo».
             
 Balada de Barbara Allen
             

Primera parte
 

 

Inocentemente. Así comenzó. Cuando Katya Spivak tenía dieciséis años y Marcus Kidder sesenta y ocho. Por la Ocean Avenue de Bayhead Harbor, Nueva Jersey, en medio del espeso letargo de final de la mañana, Katya paseaba en su silla al bebé de diez meses de los Engelhardt y llevaba de la mano a la hija de tres años, Tricia, por delante de la sucesión de tiendas deslumbrantes y maravillosas por las que era famosa la avenida —Bridal Shoppe, Bootery, Wicker House, Ralph Lauren, Lily Pulitzer, Crowne Jewels, Place Setting, Pandora’s Gift Box, Prim Rose Lane Lingerie & Nightwear— cuando, mientras se detenía a contemplar el escaparate de Prim Rose Lane, sonó una voz inesperada en su oído: —¿Y si pudieras escoger, si pudieras cumplir tu deseo? Lo que advirtió fue la pintoresca expresión, tu deseo. Tu deseo, como en un cuento de hadas. A sus dieciséis años, era demasiado mayor para creer en cuentos de hadas, pero sí creía en lo que podía prometer una agradable voz masculina que le preguntaba cuál era «su deseo». Con una sonrisa se volvió hacia él. En Bayhead Harbor, siempre era conveniente empezar con una sonrisa. Porque a lo mejor conocía a esa persona, que había estado siguiéndola, manteniéndose a su altura en la periferia de su visión, sin adelantarla como hacían otros peatones cuando se entretenía delante de los escaparates. En Bayhead Harbor, donde todo el mundo era tan cordial, lo natural era volverse hacia un desconocido con una sonrisa, y le desilusionó un poco ver que el desconocido era un hombre mayor, educado, de cabello blanco, con chaqueta de algodón a rayas de color melón maduro, camisa informal blanca, impecables pantalones blancos de pana y zapatos náuticos también blancos. Tenía los ojos de color azul acero, con unas arrugas causadas por décadas de sonreír. Como una figura romántica en un musical de los viejos tiempos de Hollywood —¿Fred Astaire? ¿Gene Kelly?—, incluso se apoyaba en un bastón de ébano tallado. —¡Bueno! Estoy esperando, querida. ¿Cuál es tu deseo? En el escaparate de Prim Rose Lane había expuestas unas prendas tan íntimas y sedosas que parecía muy extraño que cualquiera que pasara pudiera verlas, y todavía más inquietante que otros pudieran darse cuenta. Katya estaba observando una camiseta de encaje rojo y unas bragas a juego —de seda, sexis, ridículamente caras—, que llevaba puestas un elegante maniquí rubio y delgado con un rostro bello y vulgar, pero lo que señaló fue un camisón de muselina blanca con un ribete de satén, de estilo victoriano, en un maniquí que representaba una chica con trenzas. —Ése —dijo Katya. —¡Ah! Un gusto impecable. Pero no estarías mirando otra cosa, ¿verdad? Como he dicho, querida mía, puedes elegir. Querida mía. Katya se rió, vacilante. Nadie hablaba así; en la televisión, en el cine, quizá. «Querida mía» se utilizaba como algo pintoresco y cómico. «Qué joven eres y qué viejo soy yo. Si lo reconozco y hago una broma, ¿saldré ganando?» Se presentó como «Marcus Kidder, residente veraniego de toda la vida en Bayhead Harbor». También eso lo dijo en un tono jocoso, como si el nombre de Kidder fuera sin duda una broma.[1] Pero su sonrisa era tan sincera y su actitud tan cordial, que Katya no vio inconveniente en decir su nombre, aunque de forma abreviada: «Soy Katya. Trabajo de niñera». Con una pausa, para sugerir lo tonta y degradante que era la palabra niñera; la odiaba. Estaba todo julio y agosto, hasta Labor Day,[2] trabajando para un matrimonio llamado Engelhardt, de Saddle River, Nueva Jersey; los Engelhardt acababan de hacerse una casa en New Liberty Street, sobre uno de los canales del puerto. —¿Quizá los conoce? ¿Max y Lorraine? Son miembros del club náutico de Bayhead Harbor. —No creo —dijo el señor Kidder con una expresión educada pero desdeñosa—, si tus jefes pertenecen al enjambre de gente nueva que se multiplica por la costa de Jersey como las chinches. Katya se rió. Al digno señor Kidder los Engelhardt le caían tan mal como a ella, y ni siquiera los conocía. ¿Acaso iba a ofrecerse a regalarle el camisón? Daba la impresión de haberse olvidado de él, algo por lo que Katya se sentía aliviada y vagamente desilusionada. Aunque no le cabía ninguna duda de cómo habría reaccionado: «¡Señor Kidder, gracias pero no!». —Bueno, me tengo que ir —dijo Katya, empezando a alejarse—. Adiós. —Yo también. En esta dirección. De modo que el señor Kidder empezó a andar junto a Katya por Ocean Avenue, hablando animadamente con Tricia, que era una niña tímida, aunque en ese momento no tanto, fascinada por aquel anciano encantador de pelo blanco, que, para una niña de tres años, podía ser un amigo o conocido de sus padres. Ahora, en la sucesión de escaparates, Katya veía dos reflejos, el suyo y el del alto y canoso señor Kidder. Uno pensaría: ¡qué pareja tan atractiva! Katya sonrió con la esperanza de que los transeúntes imaginaran que iban juntos, tal vez que eran familiares. Pensaba en lo raro que era ver a un hombre de la edad del señor Kidder que fuera tan alto, por lo menos un metro ochenta y siete. Y qué porte tan digno tenía, qué erguidos llevaba los hombros. Y su ropa... era ropa cara. Y ese impresionante cabello blanco, suave y ondulado, que se levantaba hacia los dos lados desde una frente alta. Tenía la piel arrugada como un guante ligeramente aplastado en la mano y un poco hundida bajo los ojos, pero no más, pensó Katya, que sus propios ojos llenos de ojeras cuando tenía que levantarse a duras penas temprano de la cama tras una noche de insomnio. En cambio, el rostro del señor Kidder estaba lleno de color, como si la sangre latiera justo debajo de la superficie. Parecía ser mucho mayor que el padre de Katya, pero creía que no tanto como su abuelo: ese limbo aterrador en caída libre en el que las edades concretas dejan de importarles a los jóvenes. Para los jóvenes no existen grados significativos de viejo, como no existen grados de muerto: o lo estás, o no lo estás; o eres viejo, o no lo eres. Katya advirtió que el señor Kidder hacía un pequeño gesto de dolor mientras caminaba con su bastón. Y, sin embargo, quería entretenerla y les contó a Tricia y a ella que tenía una rodilla derecha «nueva, cien por cien de plástico inorgánico»: —¿Habías oído hablar alguna vez de algo tan asombroso? Katya respondió: —Claro. La gente puede comprarse rodillas nuevas, caderas, corazones, pulmones, si tiene dinero. Las cosas no tienen por qué agotarse, si uno es rico. Tricia vivirá hasta los ciento diez años. Sus padres cuentan con ello. Katya se rió y el señor Kidder también. Exactamente de qué, ninguno de los dos lo habría podido decir. —¿Y qué me dices de ti, querida Katya? ¿Cuánto esperas vivir? —¿Yo? No mucho. Quizás hasta... los cuarenta. Eso es suficiente —la joven habló con descuido, incluso con un escalofrío de repugnancia. Su madre tenía más de cuarenta años. No tenía ningún deseo de parecerse a ella. —¡Cuarenta es demasiado joven, querida Katya! —protestó el señor Kidder—. ¿Por qué dices algo así? Parecía verdaderamente sorprendido, con un tono de reproche. Pero Katya sintió que era un reproche cálido, muy distinto a la fría desaprobación de su familia. «¡Katya es una deslenguada! Está pidiendo un tortazo.» —Porque tengo malos hábitos. —¡Malos hábitos! No me lo creo —el señor Kidder frunció el ceño, intrigado. Por qué ella hablaba a veces así, Katya no tenía ni idea. «La boca dice lo que el oído quiere oír.» Porque quería impresionar a ese hombre, quizá. Halagada por el interés que mostraba en ella, aunque suponía a qué se debía, o a qué podía deberse; pero, por alguna razón, no creía que fuera por eso. Los hombres mayores la miraban con frecuencia —el señor Engelhardt la observaba con una media sonrisa distraída—, pero aquello era diferente. Katya no podía decir por qué, pero estaba segura. Ahora estaban delante del lujoso escaparate de Hilbreth Home Furnishings, la tienda de muebles, y el señor Kidder le tocó ligeramente la muñeca. —Y en este escaparate, Katya, ¿qué escogerías, para tu hogar soñado? Hogar soñado. Otro término pintoresco que le aceleró el pulso a Katya. La primera vez que había contemplado el escaparate de Hilbreth, Katya había sentido una punzada en el corazón: una pizca de desolación, resentimiento, disgusto, indignación contra quienes se compraban esas cosas tan caras para sus caras viviendas, y una envidia infantil. Pero ahora, ante la bienhumorada pregunta del señor Kidder, miró el escaparate con una ligera sonrisa de emoción. ¡Qué muebles tan elegantes, tan austeros, tan angulares! No había sofás ni sillones cómodamente mullidos, ni tejidos de chintz brillante, casi ni color. Predominaba el cromado, y había elegante cuero negro, mesas bajas de madera tallada, pesadas superficies de cristal ahumado. Abundancia de cojines de color trigo, alfombras lisas y monótonas, enormes lámparas de mesa y esqueléticas lámparas de pie que no parecían necesitar bombillas... En Vineland, Nueva Jersey, que era el pueblo de donde venía Katya, más hacia el interior, en la zona llena de matorrales de Pine Barrens, no se veían objetos ni remotamente parecidos a aquéllos, sólo cosas blandas, amorfas y sin gusto, sofás sucios y desvencijados, sillas de vinilo gastadas, mesas con encimeras de formica. —Para cualquier cosa de este escaparate —dijo Katya, sonriendo para que sus palabras no resultasen sarcásticas— necesitaría una casa especial. Con una sonrisa ambigua a su vez, el señor Kidder dijo: —Tal vez eso podría solucionarse. Katya sintió un escalofrío. Aunque el señor Kidder bromeaba, por supuesto, vio brillar su propio reflejo en el llamativo escaparate como una figura de cuento de hadas en el agua. El señor Kidder no había preguntado adónde llevaba Katya a los niños, y Katya tampoco se lo había dicho. Pero él no pareció sorprenderse cuando Katya cruzó Chapel Street, y luego Post Road, ni cuando empujó la sillita hacia Harbor Park. Allí, Tricia solía dar de comer a las ruidosas aves acuáticas durante veinte minutos o así y, si las circunstancias eran apropiadas, se relacionaba con otros niños en el parque. Había media docena de cisnes, numerosos gansos de Canadá que paseaban su gordura, batallones de gansos más pequeños y ánades reales que meneaban sus traseros llenos de plumas cuando se acercaban corriendo a comer. A Tricia le encantaba arrojar trozos de pan a las aves; era, junto a las salidas diarias a la playa, uno de los mejores momentos de su jornada. A Katya enseguida había empezado a desagradarle «dar de comer a los gansos», que parecía despertarles todavía más hambre en vez de satisfacerla y hacía que las aves se pelearan entre sí de manera cómica pero brutal y demasiado humana. En Harbor Park, gran parte de la hierba cercana al lago estaba llena de excrementos de pájaros; el lago, en realidad, era un estanque grande, medio seco en verano. Otras niñeras —la mayoría de ellas, hispanas y mayores que Katya— llevaban a niños blancos al parque a arrojar trozos de pan a las ruidosas aves; Katya había empezado a conocer de vista a algunas. Como si llevara meses yendo a Harbor Park, en lugar de menos de dos semanas. Katya dio a Tricia pan para las aves y le advirtió que no se acercara demasiado a ellas. Mientras la niña se alejaba excitada, el señor Kidder, mirándola, dijo: —Uno desearía que se quedaran siempre en esa edad... Hablaba en tono sentimental, apoyado en su bastón. Katya respondió: —No. Odiaba ser tan pequeña, odiaba ser tan débil. Me daba miedo; los adultos eran altísimos. —¿Y ahora ya no te parecemos tan altos? —Sí. Los que importan. Y sigo teniéndoles miedo. —¿Miedo de mí, querida Katya? Espero que no. Katya se rió. Si aquello era un flirteo —y parecía un flirteo—, no se parecía a ningún otro de su experiencia: ¿con un hombre lo bastante viejo como para ser su abuelo? (aunque, en realidad, muy distinto del abuelo paterno de Katya, encorvado y tembloroso por toda una vida de consumir alcohol). Con la intención de escandalizarle un poco, dijo: —¿Sabe qué me gustaría en este momento? Un cigarrillo. —¡Un cigarrillo! Yo no te lo voy a dar. Había empezado a fumar cuando tenía doce años. Uno de los malos hábitos de Katya. Había comenzado en secundaria. Si una era chica y guapa, los chicos mayores le proporcionaban cigarrillos y otros artículos de contrabando: porros, pastillas, cerveza. A Katya no se le ocurría fumar en presencia de los niños de los Engelhardt, desde luego. No se atrevía a fumar en ninguna circunstancia en la que pudieran verla sus jefes ni alguien pudiera contárselo, porque, en su entrevista, la señora Engelhardt le había preguntado si fumaba y Katya le había asegurado que no. Y que no bebía. («Bueno, sólo faltaría», fue la remilgada respuesta de la señora Engelhardt.) Con tono melancólico, el señor Kidder dijo que él había fumado muchos años: —Un hábito deplorable y delicioso, como todos los hábitos que son peligrosos para nosotros —sonrió, como si fuera a decir algo más sobre este interesante tema pero se lo hubiera pensado mejor—. ¡Ahora, querida Katya! Me duele pensar que fumes tú, tan joven. Una chica tan atractiva, de aspecto tan saludable, con toda tu joven vida por delante... Katya se encogió de hombros. —Quizás es por eso. Todo eso que me queda por delante. Katya volvió a pensar que había escandalizado a aquel hombre, que le había alterado. Su conversación, que parecía tan caprichosa, informal, imprevisible y espontánea, como los gritos de los niños cuando echaban pan a los patos, estaba en realidad siguiendo un rumbo más profundo, más deliberado, como una corriente subterránea que, desde la superficie, es imposible de detectar. Y, mientras tanto, Katya meneaba con suavidad la silla en la que iba atado el bebé, una acción rítmica inconsciente que hacía que el niño le dedicara una sonrisa húmeda, como amorosa. Fácil de confundir con amor, pensó Katya. En Vineland, Katya cuidaba a niños con frecuencia, incluidos los hijos de su hermana mayor, y había llegado a la conclusión de que no quería tener hijos propios, jamás. Pero aquí, en Bayhead Harbor, donde los hijos de los residentes veraniegos estaban tan valorados y desprendían un glamour inesperado, había tenido que replanteárselo. —¿Cuántos años tienes, querida mía? Si no te importa que te lo pregunte. ¿Cuántos años tienes? Katya se mordió el labio con una sonrisa irónica pero dijo: —¿Cuántos le parece que tengo? Con su camiseta y sus pantalones vaqueros cortos, los brazos y piernas suaves y bronceados, la cola de caballo rubia con mechas y los ojos tranquilos, de color gris acero, alzados de manera provocativa hacia el rostro del señor Kidder, Katya sabía que no estaba nada mal. Medía metro sesenta y cinco, era esbelta pero no delgada, y tenía unas pantorrillas prietas y duras. Los ojos del señor Kidder la examinaron con aire aprobador. —Supongo que tendrás por lo menos... ¿dieciséis? ¿Para que te dejen ser niñera? Aunque la verdad es que pareces más joven. —¿De la edad de su nieta? La sonrisa del señor Kidder se congeló. Dijo en tono tenso: —No tengo ninguna nieta. Es decir, ninguna que sea familia biológica. Katya sintió el impacto de la reprimenda. Los fríos ojos azules, la sonrisa rígida. Con la punta del bastón, el señor Kidder estaba trazando dibujos invisibles en el suelo, junto a sus pies. —Kidder. ¿Es un nombre auténtico, o algo que se ha inventado usted? —Por supuesto que Kidder es auténtico. Marcus Kidder es dolorosamente auténtico. Te voy a dar mi tarjeta, querida Katya. El señor Kidder sacó de la cartera una pequeña tarjeta blanca impresa y en el dorso escribió su número «mágico», el que no figuraba en la guía.  

 Marcus Cullen Kidder
 17 Proxmire Street
 Bayhead Harbor, N. J.
             
 —Ven a verme algún día pronto, Katya. Trae a la pequeña Tricia y a su encantador hermanito, si quieres. ¿Mañana, a la hora del té? Katya se metió la tarjeta en un bolsillo. —Sí. Quizá —mientras pensaba con frialdad: «Ni hablar». En ese momento, las aves estallaron. Uno de los niños había arrojado un gran pedazo de pan y eso había provocado una pelea entre los excitados pájaros: aleteos, graznidos agitados, un airado enfrentamiento entre los gansos de Canadá y los más audaces de los ánades reales. —¡Tricia! Ven aquí —Katya corrió a coger a la asustada pequeña en brazos cuando vio que empezaba a llorar—. Cariño, no te han hecho nada. No son más que unos pájaros gritones. Tienen hambre y se excitan. Ahora mismo nos vamos. Katya se sintió ligeramente culpable por haberse distraído hablando con el señor Kidder: ¿y si una de las aves más grandes hubiera picoteado a Tricia en las piernas, o, peor aún, en los brazos, la cara...? —¡Fuera! ¡Fuera! El señor Kidder agitó su bastón hacia los pájaros, y así logró dispersarlos y hacerles volver al agua. Como un personaje cómico pero galante de una película infantil, un protector de niños. Quería divertir, hacer reír a los niños asustados y a sus niñeras. Pero Katya no se rió. —Vamos, Tricia. Vamos a casa. Estaba harta del parque, y estaba harta de su amigo, el caballero de pelo blanco. Estaba harta de Katya Spivak pavoneándose ante él y sintió una ola de miedo y repugnancia, pensó que era un error haber pasado tanto tiempo con él y haber aceptado su tarjeta. Mientras se alejaba a toda prisa con los niños Engelhardt, el señor Kidder la llamó en tono perentorio y se ofreció a buscarle un taxi o, si le acompañaban a su casa —«Muy cerca, a cinco minutos andando»—, llevarlos él mismo. Pero Katya le respondió por encima del hombro. —¡No! ¡No, gracias! No es una buena idea en este momento.              
 Querida mía, entonces pensé que te había perdido. Incluso antes de conocerte.     
Fuente:

Una hermosa doncella (Spanish Edition) (Español) Pasta blanda – octubre 1, 2012



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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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