jueves, 25 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. AGUA QUEMADA. 3. LAS MAÑANITAS.



3. Las mañanitas

a Lorenza y Patricia Graciela

 

I

Antes, México era una ciudad con noches llenas de mañanas. A las dos de la madrugada, cuando Federico Silva salía al balcón de su casa en la calle de Córdoba antes de acostarse, ya era posible oler la tierra mojada del siguiente día, respirar el perfume de las jacarandas y sentir muy cerca los volcanes.
El alba todo lo aproximaba, montañas y bosques. Federico Silva cerraba los ojos para aspirar mejor ese olor único del amanecer en México; el rastro sápido, verde de los légamos olvidados de la laguna. Oler esto era como oler la primera mañana. Sólo quienes saben recuperar así el lago desaparecido conocen de veras esta ciudad, se decía Federico Silva.
Eso era antes, ahora su casa quedaba a una cuadra de la gigantesca plaza a desnivel del metro de Insurgentes. Algún arquitecto amigo suyo había comparado ese cruce anárquico de calles y avenidas —Insurgentes, Chapultepec, Génova, Amberes, Jalapa— a la Plaza de la Estrella en París y Federico Silva había reído mucho. El cruce de Insurgentes, más bien, era como un portavianda urbano: una vía alta, a veces más alta que las azoteas vecinas, por donde corren los automóviles, luego las calles cerradas por mojones y cadenas, después las escaleras y túneles que comunican con la plazoleta interna llena de restoranes de mariscos y expendios de tacos, vendedores ambulantes, mendigos y trovadores callejeros; y estudiantes, esa cantidad salvaje de jóvenes, sentados comiendo tortas compuestas, chiflando y mirando el paso lento del smog mientras el bolerito les limpia los zapatos, chuleando y albureando a las muchachas de minifalda, chaparritas, nalgonas, de piernas flacas; la jipiza, plumas, párpados azules, bocas espolvoreadas de plata, chalecos de cuero y nada debajo, cadenas, collares. Y finalmente la entrada al metro: la boca del infierno.
Le mataron sus noches llenas de amanecer. Su barrio se volvió irrespirable, intransitable. Entre los miserables lujos de la Zona Rosa, patético escenario cosmopolita de una gigantesca aldea y el desesperado aunque inútil intento de gracia residencial de la Colonia Roma, le habían abierto a Federico Silva esa zanja infernal, insalvable, ese río Estigio de vapores etílicos que circulaba en torno al remolino humano de la plazoleta, cientos de jóvenes chiflando, mirando pasar el smog, dándose grasa, esperando allí sentados en esa especie de platillo sucio que es la redonda y hundida plaza de cemento. El platillo de una taza de chocolate frío, grasoso y derramado.
Qué infamia —decía con voz impotente—, pensar que era una ciudad chiquita y linda de colores pastel. Podía uno caminar del Zócalo a Chapultepec sin perderse nada: gobierno, diversión, amistad o amor.
Era una de sus tantas cantinelas de viejo solterón, aferrado a cosas olvidadas que a nadie le interesaban más que a él. Sus amigos, Perico y el Marqués, le decían que no fuera terco. Mientras no se moría su mamá (y mira que tardó en morirse la santa señora) estaba bien que respetara la tradición familiar y mantuviera la casa de la calle de Córdoba. Pero ahora, ¿para qué? Recibió magníficos ofrecimientos de compra, el mercado alcanzaría su tope y debía aprovechar el momento. Lo sabía mejor que nadie, él mismo era rentista, vivía de eso, de la especulación.
Luego pretendieron forzarle la mano construyéndole en cada costado de su propiedad un edificio alto, dizque moderno, porque Federico Silva decía que sólo es moderno lo que dura para siempre, no lo que se construye de prisa para que se descascare a los dos años y se venga abajo a los diez. Le daba vergüenza que un país de iglesias y pirámides edificadas para la eternidad acabara conformándose con una ciudad de cartón, caliche y caca.
Lo encajaron, lo sofocaron, le quitaron el sol y el aire, los ojos y el olfato. Y en cambio, le retacaron las orejas de ruidos. Su casa, aprisionada entre las dos torres de cemento y vidrio, sufrió sin comerlos ni deberlos el desnivel del terreno, las cuarteaduras de la presión excesiva. Una tarde se le cayó una moneda mientras se vestía para salir y la vio rodar hasta topar con pared. Antes, en esta misma recámara, había jugado a los soldados, había dispuesto batallas históricas, Austerlitz, Waterloo hasta un Trafalgar en su tina de baño. Ahora no la podía llenar porque el agua se desbordaba del lado inclinado de la casa.
Es como vivir dentro de la Torre de Pisa, pero sin ningún prestigio. Ayer nada más me cayó caliche en la cabeza mientras me rasuraba y toda la pared del baño está cuarteada. ¿Cuándo entenderán que el subsuelo esponjoso no resiste la injuria de los rascacielos?
No era una casa verdaderamente antigua, sino uno de esos hoteles particulares, de supuesta inspiración francesa, que se levantaron a principios de siglo y dejaron de hacerse por los años veinte. Más parecida, en verdad, a ciertas villas españolas o italianas de techos planos, caprichosas simetrías de piedra en torno a pálidos estucos y escalinata de entrada a una planta de recepción elevada, alejada de la humedad del subsuelo.
Y el jardín, un jardín umbrío, húmedo, solaz de las calurosas mañanas del altiplano, recoleto, en el que se reunían sin pena, todas las noches, los perfumes de la mañana siguiente. Qué lujo: dos grandes palmeras, un caminito de grava, un reloj de sol, una banca de fierro pintada de verde, un borbotón de agua canalizada hacia los lechos de violeta. Con qué rencor miraba esos ridículos vidrios verdes con los que los edificios nuevos se defendían del antiguo sol mexicano. Más sabios, los conquistadores españoles entendieron la importancia de la sombra conventual, los patios frescos. ¿Cómo no iba a defender todo esto contra la agresión de una ciudad que primero fue su amiga y ahora resultó ser su más feroz enemiga? De él, de Federico Silva, llamado por sus amigos el Mandarín.
Es que sus rasgos orientales eran tan marcados que hacían olvidar la máscara indígena que los sostenía. Sucede con muchos rostros mexicanos: esconden los estigmas y accidentes de la historia conocida y revelan el primer rostro, el que llegó de la tundra y las montañas mongólicas. De esta manera, la cara de Federico Silva era como el perdido perfume de la antigua laguna de México: un recuerdo sensible, casi un fantasma.
Muy circunspecto, muy limpio, muy arreglado y pequeñito, dueño de esa máscara inconmovible y con el pelo eternamente negro, que parecía teñido. Pero ya no tenía los dientes blancos, fuertes y eternos de sus antepasados, debido al cambio de dieta. Pero el pelo negro sí, a pesar de la dieta distinta. Se iban agotando, para las generaciones que la abandonaban, las fuerzas esenciales del chile, el frijol y la tortilla, calcio y vitaminas suficientes para los que comen poco. Ahora miraba en esa maldita Glorieta que parece una taza sucia a los jóvenes comiendo pura porquería, aguas gaseosas y caramelos sintéticos y papas fritas en bolsas de celofán, la comida-basura del norte, más la comida-lepra del sur: la triquina, la amiba, el microbio omnipotente en cada chuleta de cerdo, agua de tamarindo y rábano desmayado.
Cómo no iba a mantener, en medio de tantas cosas feas, su pequeño oasis de belleza, su personalísimo Edén que nadie le envidiaría. Voluntaria, conscientemente se había quedado a la vera de todos los caminos. Miraba pasar la caravana de las modas. Se reservó una de tantas, era cierto. Pero fue la que él escogió y conservó. Cuando esa moda dejó de serlo, él la mantuvo, la cultivó y la aisló del gusto inconstante. Así, su moda nunca pasó de moda. Igual que sus trajes, sus sombreros, sus bastones, sus batas chinas, los elegantísimos botines de cuero para sus pequeñísimos pies orientales, los sutiles guantes de cabritillo para sus minúsculas manos de mandarín.
Pensó esto durante muchísimos años, desde principios de los cuarenta, mientras esperaba que su madre se muriera y le dejara la herencia y él, a su vez, se fuera muriendo solo, en paz, como quería, solo en su casa, libre al fin de la carga de su madre, tan vanidosa, tan excesiva y al mismo tiempo tan ruin, tan polveada, tan pintada y tan empelucada hasta el último día. Los maquillistas de la agencia fúnebre se dieron gusto. Obligados a proporcionarle un aspecto más fresco y rozagante en la muerte que en la vida, acabaron por presentarle a Federico Silva, orgullosamente, una caricatura delirante, una momia barnizada. Él la vio y ordenó cerrar para siempre el féretro.
Se reunieron muchísimos familiares y amigos los días del velorio y el sepelio de doña Felícitas Fernández de Silva. Gente discreta y distinguida que los demás llaman aristocracia, como si semejante cosa, opinaba Federico Silva, fuese posible en una colonia de ultramar conquistada por prófugos, tinterillos, molineros y porquerizos.
Contentémonos —le decía a su vieja amiga María de los Ángeles Negrete—, con ser lo que somos, una clase media alta que, a pesar de todos los torbellinos históricos, ha logrado conservar a lo largo del tiempo un ingreso confortable.
El más antiguo nombre de esta compañía hizo fortuna en el siglo XVIII, el más reciente fundó la suya antes de 1910. Una ley no escrita excluía del grupo a los nuevos ricos de la revolución pero admitía a quienes, damnificados por la guerra civil, después aprovecharon a la revolución para recuperar su standing. Pero lo normal, lo decente, era haber sido rico lo mismo durante la Colonia que durante el Imperio que durante las dictaduras republicanas. El solar del Marqués de Casa Cobos databa de tiempos del Virrey O’Donojú y su abuelita fue dama de compañía de la emperatriz Carlota; los antepasados de Perico Arauz fueron ministros de Santa Anna y Porfirio Díaz; y Federico, por lo Fernández, descendía de un edecán de Maximiliano y, por lo Silva, de un magistrado de Lerdo de Tejada. Prueba de estirpe, prueba de clase mantenida por encima de los vaivenes políticos de un país tan dado a las sorpresas, tan dormido un día, tan alborotado al siguiente.
Todos los sábados se reunía a jugar mahjong con sus amigos y el Marqués le decía: —No te preocupes, Federico. Por más que nos choque, debemos admitir que la revolución domesticó para siempre a México.
No habían visto los ojos de resentimiento, los tigres enjaulados dentro de los cuerpos nerviosos de todos esos jóvenes sentados allí, mirando pasar el smog.

II

El día que enterró a su madre empezó realmente a recordar. Es más: se dio cuenta de que sólo gracias a esa desaparición le regresaba una memoria minuciosa que fue soterrada por el formidable peso de doña Felícitas. Fue cuando recordó que antes las mañanas eran anunciadas por la medianoche y que él salía al balcón a respirarlas, a cobrarse el regalo anticipado del día.
Pero eso era sólo un recuerdo entre muchos y el más parecido a un instinto resucitado. Lo cierto, se dijo, es que la memoria de los viejos es provocada por las muertes de otros viejos. Esperó desde entonces que le anunciaran la muerte de algún tío, de algún amigo, con la seguridad de que nuevos recuerdos acudirían a la cita. Y así, algún día, lo recordarían a él.
¿Cómo sería recordado? Acicalándose cada mañana frente al espejo, admitía que en realidad había cambiado poco en los últimos veinte años. Como los orientales, que son idénticos a su eternidad desde que envejecen. Pero también porque en todo ese tiempo había usado y repetido el mismo estilo de ropa. Sólo él, sin duda, seguía usando en época de calor un carrete como el que puso de moda Maurice Chevalier. Repetía con gusto, saboreando las sílabas, los nombres extranjeros de ese sombrero, straw bat, cannotier, paglietta. Y en invierno, el homburg negro con ribete de seda que impuso Anthony Eden, el hombre más elegante de su época.
Siempre se levantaba tarde. No tenía por qué pretender que era otra cosa sino un rentista acomodado. Los hijos de sus amigos fueron capturados por la mala conciencia social. Esto significaba que debían ser vistos de pie a las ocho de la mañana en alguna cafetería, comiendo hot cakes y discutiendo política. Felizmente, Federico Silva no tenía hijos que se avergonzaran de ser ricos o que quisieran avergonzarlo a él de permanecer en la cama hasta el mediodía, esperar a que su valet y cocinero Dondé le subiera el desayuno, beber tranquilamente el café y leer los periódicos, asearse y vestirse con calma.
A lo largo de los años, había conservado las prendas de vestir de sus mocedades y al morir doña Felícitas reunió y ordenó los extraordinarios atuendos de su madre en varios armarios, uno correspondiente a la moda anterior a la primera guerra, otro a la de los años veinte y un tercero con la mezcolanza que la señora se inventó en los treinta y que de allí en adelante ya fue su estilo hasta la muerte: medias de colores, zapatos plateados, boas de furiosos tonos escarlata, faldas largas de seda malva, blusas escotadas, miles de collares, sombreros de campana, sofocantes de perla.
Todos los días se iba caminando hasta el Bellinghausen en la calle de Londres, donde le reservaban la misma mesa en un rincón desde la época en que se mandó hacer el traje que llevaba puesto. Allí comía solo, digno, severo, inclinando la cabeza al paso de sus conocidos, mandando pagar las cuentas de las mesas de señoras solas conocidas de él o de su mamá, nada de abrazotes, gritos, quihúboles, vulgaridades, felices-los-ojos, quémilagrazos. Detestaba la familiaridad. Era dueño de un pequeño espacio intocable en torno a su persona menuda, morena, escrupulosa. Que se lo respetaran.
Su verdadera familiaridad era con lo que contenía su casa. Todas las tardes se deleitaba en mirar, admirar, tocar, retocar, a veces acariciar, los objetos, las lámparas Tiffany y los ceniceros, estatuillas y marcos de Lalique. Estas cosas le daban especial satisfacción pero poseía también todo un mobiliario artdeco, lunas redondas en mesas de boudoir plateadas, altas lámparas tubulares de aluminio, la cama con respaldo de estaño bruñido, toda su recámara blanca, de raso, seda, teléfono blanco, piel de oso polar, muros de laca color marfil deslavada.
Dos eventos marcaron su vida de hombre joven. Una visita a Hollywood, donde el cónsul mexicano en Los Ángeles le consiguió visitar el set de Cena a las ocho. Estuvo en la recámara blanca de Jean Harlow y vio de lejos a la actriz. Todo allí era un sueño platinado. Y en Eden Roc conoció a Cole Porter cuando acababa de componer Just One of Those Things y a Scott Fitzgerald con Zelda cuando escribía Tierna es la noche. Salió en una foto con Porter pero no con los Fitzgerald, ese verano en la Riviera. Una foto de camarita de cajón, sin necesidad de flash. En la recámara del Hotel Negresco conoció en la oscuridad a una mujer desnuda. Ni él ni ella sabían quién era el otro. Súbitamente, la mujer fue iluminada por la luz de la luna como por la luz del día, como si la luna fuese el sol, un foco desnudo, impúdico, sin la hoja de parra que son las pantallas.
La visita a la Costa Azul era motivo constante de memorias en las reuniones sabatinas. Federico Silva jugaba con destreza el mah-jong y tres de los jugadores habituales, María de los Ángeles, Perico y el Marqués, habían estado con él ese verano. Todo era memorable menos eso, el amor, la muchacha rubia que se parecía a Jean Harlow. Si alguno de los amigos sentía que otro se iba a meter en ese territorio vedado, le dirigía una mirada cargada de advertencias atmosféricas. Entonces todos cambiaban de tema, evitaban las nostalgias, retomaban sus discursos normales sobre la familia y el dinero.
Las dos cosas son inseparables —les decía Federico Silva durante el juego—. Como no tengo familia inmediata, cuando yo desaparezca el dinero se irá a otra parte, a otra familia lejana. Qué chistoso.
Pedía perdón por hablar de la muerte. Del dinero no. Cada uno de ellos había tenido la suerte de apropiarse oportunamente una parcela de la riqueza de México, minas, bosques, tierras, ganado, cultivos y convertirla rápidamente, antes de que cambiara de manos, en lo único seguro: bienes raíces en la Ciudad de México.
Federico Silva pensó con cierto ensueño en las casas que tan puntualmente le producían rentas, los viejos palacios coloniales de las calles de Tacuba, Guatemala, La Moneda. Nunca los había visitado. Desconocía por completo a la gente que vivía allí. Quizás un día le preguntaría a los cobradores de rentas que le contaran, ¿quién vive en esos antiguos palacios, cómo son esas gentes, se dan cuenta de que habitan las más nobles mansiones de México?
Jamás explotaría un edificio nuevo, como esos que le quitaban el sol y le desnivelaban su propia casa. Esto se lo había jurado a sí mismo. Lo repitió, con una sonrisa, cuando pasaron a la mesa, ese sábado del mah-jong en su casa. Todos sabían que ser recibidos por Federico Silva era un honor muy especial. Sólo él tenía esos detalles, plano de la mesa en cuero rojo, los lugares dispuestos de acuerdo con el protocolo más estricto —rango, edad, antiguas funciones— y la tarjeta con el nombre de cada invitado en el lugar preciso, el menú escrito a mano por el propio anfitrión, la forma impecable de Dondé para servir la mesa.
La máscara oriental de Federico Silva apenas se quebró en un gesto irónico cuando recorrió esa noche la mesa con la mirada, contando a los ausentes, a los amigos que le habían precedido. Se acarició las manitas de mandarín de porcelana: ah, no había protocolo más implacable que el de la muerte, ni precedencia más estricta que de la tumba. La araña de Lalique iluminaba perversamente, desde muy alto y en vertical, los rostros goyescos de los comensales, la carne de flan cuajado, las comisuras hendidas, los ojos huecos de sus amigos.
¿Qué habrá sido de la muchacha rubia que se desnudó una noche en mi cuarto del Hotel Negresco?
Dondé comenzó a servir la sopa y su perfil maya se interpuso entre Federico Silva y la señora sentada a su derecha, su amiga María de los Ángeles Negrete. La nariz le nacía al criado a mitad de la frente y los pequeñísimos ojos miraban bizco.
Qué extraordinario —comentó Federico Silva en francés—, ¿se dan cuenta de que este tipo de perfil y de ojos eran los signos de belleza física entre los mayas? Para lograrlo, les aplastaban las cabezas al nacer y les obligaban a seguir el movimiento pendular de una canica sostenida por un hilo. ¿Cómo es posible que siglos más tarde se sigan heredando dos rasgos impuestos artificialmente?
Es como heredar una peluca y unos dientes postizos —rió como yegua María de los Ángeles Negrete.
El perfil de Dondé entre el anfitrión y la invitada, el brazo ofreciendo la sopera, el cucharón colmado, la ofensa inesperada del sudor de Dondé, se lo había advertido de una vez por todas, báñate después de hacer la cocina y antes de servir, a veces es imposible, señor, no alcanza el tiempo, señor.
¿Los tuyos o los de mi madre, María de los Ángeles?
¿Perdón, Federico?
La peluca. Los dientes.
Alguien empujó el cucharón, Federico Silva, Dondé o María de los Ángeles, quién sabe, pero la ardiente sopa de garbanzos fue a perderse por el escote de la señora, los gritos, cómo es posible, Dondé, perdón, señor, le aseguro, yo no, ay las tetas de queso cuajado de María de los Ángeles, ay el chicharrón de chichi, báñate Dondé, me ofendes, Dondé, la peluca y los dientes de mi madre, la rubia desnuda, Niza…
Despertó con un espantoso sobresalto, la angustia de un esfuerzo desesperado por recordar lo que acababa de soñar, la certeza de que jamás lo lograría, otro sueño perdido para siempre. Ebrio de tristeza, se puso la bata china y salió al balcón. Respiró profundamente. Husmeó en vano los olores de la mañana siguiente. Los limos de la laguna azteca, la espuma de la noche indígena. Imposible. Como los sueños, los perfumes perdidos se negaban a regresar.
¿Pasa algo señor?
No, Dondé.
Oí gritar al señor.
No fue nada. Sigue durmiendo, Dondé.
Como mande el señor.
Buenas noches, Dondé.
Buenas noches, señor.

III

Desde que te conozco eras de lo más cuidadosito para escoger la ropa que te pones, Federico.
Nunca le perdonó a su vieja amiga María de los Ángeles que una vez lo tratara con burla, buenos días Monsieur Verdoux. Quizás había algo de chaplinesco en la elegancia anticuada, pero sólo cuando disfrazaba una disminución de fortuna. Y Federico Silva, lo sabían todos, no era alguien venido a menos. Simplemente, como toda persona de verdadero gusto, sabía escoger las cosas para que durasen. Un par de zapatos o una casa.
Ahorra luz. Acuéstate temprano.
Jamás usaría al mismo tiempo bastón y polainas, por ejemplo. En su paseo diario de la calle de Córdoba al restaurant Bellinghausen, se cuidaría de equilibrar el efecto llamativo de un saco color ladrillo con cinturón Buster Brown, que se mandó hacer en 1933, gracias al impermeable indescriptible que, con estudiada sans façon, le colgaba del brazo. Y sólo en los contados días de auténtico frío se pondría el bombín, el abrigo negro, la bufanda blanca. Lo sabía muy bien: a sus espaldas, sus amigos murmuraban que esta perpetuación del guardarropa era sólo la prueba más humillante de su dependencia. Con lo que le pasaba doña Felícitas, tenía que hacer durar las cosas veinte o treinta años…
Ahorra luz. Acuéstate temprano.
Entonces, ¿por qué después de la muerte de doña Felícitas seguía usando la misma ropa vieja? Eso jamás se lo preguntaban, ahora que él era el titular de la fortuna. Dirían que doña Felícitas lo deformó, convirtió la necesidad en virtud. No, su mamá sólo fingía la ruindad. Todo empezó con esa frase dicha en un tono de broma hiriente, ahorra luz acuéstate temprano, que doña Felícitas empleó una noche para despistar, para conservar las apariencias, para no darse por enterada de que su hijo ya era grande, salía de noche sin pedirle permiso, se atrevía a dejarla sola.
Si te mantengo, lo menos que puedo esperar es que no me dejes sola, Fede. Puedo morirme en cualquier instante, Fede. Ya sé que aquí se queda Dondé, pero no me gusta la idea de morir en brazos de un criado. Está bien, Fede. De veras ha de ser como tú dices, un compromiso muy muy importante como para que abandones a tu madre. Abandones, sí, esa es la palabra. Ojalá compenses el daño que me haces, Fede. Tú sabes cómo. Prometiste seguir este año los ejercicios espirituales del padre Téllez. Hazme ese pequeño favor, Fede. Ahora voy a colgar. Me siento muy fatigada.
Colgaba el teléfono blanco, sentada en la cama con respaldo de estaño bruñido, rodeada de almohadones blancos, cubierta por las pieles blancas, la gran muñeca anciana, el polichinela lechosa, polveándose con grandes aspavientos la cara harinosa en la que los ojos flameantes, la boca anaranjada, las mejillas rojas eran cicatrices obscenas, manipulando con panache la borla blanca, envolviéndose en una nube perfumada y tosijosa de polvos de arroz, talcos aromáticos, la cabeza calva protegida por una cofia de seda blanca. De noche, la peluca de rizos negros, tiesos, brillantes, era colocada sobre la cabeza de tela rellena de algodón del maniquí sin cuerpo en el tocador plateado, como las pelucas de las antiguas reinas.
A veces, Federico Silva gustaba de introducir un toque fantástico en sus conversaciones con los amigos del sábado. Nada hay más satisfactorio que un público agradecido y María de los Ángeles se espantaba fácilmente. Esto halagaba mucho a Federico Silva. María de los Ángeles era mayor que él, de niño la había amado, había llorado por ella cuando la preciosa muchacha de diecisiete años prefirió ir al baile Blanco y Negro con muchachos mayores y no con él, el amiguito devoto, el rendido admirador de aquella perfección rubia, esa piel color de rosa, esos tules vaporosos y listones de seda que escondían y ceñían sus formas deseables, lindísima María de los Ángeles, ahora se parecía a la reina María Luisa de Goya. ¿Se daba cuenta de que al espantarla Federico Silva le seguía rindiendo homenaje, igual que a los quince años, el único homenaje posible: ponerle la piel de gallina?
Ven ustedes, supuestamente la guillotina fue inventada para evitarle dolores a la víctima. Pero el resultado fue exactamente el contrario. La velocidad de la ejecución, en realidad, prolongó la agonía de la víctima. Ni la cabeza ni el cuerpo tienen tiempo de acostumbrarse a su separación. Creen que siguen unidos y la conciencia de que ya no lo están tarda varios segundos en hacerse patente. Esos segundos, para la víctima, son siglos.
¿Se daba cuenta la anciana con risa de yegua, dientes largos, pechos de requesón tan cruelmente iluminada desde arriba por la lámpara Lalique que sólo podía favorecer a Marlene Dietrich, sombras acentuadas, cavidades fúnebres, misterio alucinante? Cabezas cortadas por la luz.
Decapitado, el cuerpo se sigue moviendo, el sistema nervioso sigue funcionando, los brazos se agitan y las manos imploran. Y la cabeza cortada, llena de sangre agolpada en el cerebro, alcanza el máximo grado de lucidez. Los ojos desorbitados miran al verdugo. La lengua acelerada impreca, recuerda, niega. Y los dientes muerden ferozmente la canastilla. No hay un solo canasto usado al pie de una guillotina que no esté mordisqueado como por una legión de ratas.
María de los Ángeles lanzaba una exhalación desmayada, el Marqués de Casa Cobos le tomaba el pulso, Perico Arauz le ofrecía un pañuelo empapado en agua de Colonia, Federico Silva salía al balcón de su recámara a las dos de la mañana, cuando todos se habían ido, pensaba cuál sería el siguiente cadáver, el próximo muerto que le permitiese reclamar una parcela más de sus recuerdos. También se podía ser rentista de la memoria pero la única manera de cobrarla era la muerte ajena. ¿Qué recuerdos desataría su propia muerte? ¿Quién lo recordaría? Cerraba las ventanas del balcón y se acostaba en la cama blanca que fue de su madre. Intentaba dormirse contando a la gente que lo recordaría. Era tan poca, a pesar de ser toda gente conocida.
Desde que murió doña Felícitas, Federico Silva empezó a preocuparse de su propia muerte. Dio instrucciones a Dondé:
Cuando descubran mi cuerpo, antes de avisarle a nadie, pones a tocar este disco.
Sí, señor.
Míralo bien. No te equivoques. Aquí lo dejo encimita.
Pierda cuidado, señor.
Y abres este libro sobre mi mesita de noche.
Como mande señor.
Que lo encontrasen muerto mientras escuchaba la Inconclusa de Schubert y con El misterio de Edwin Drood de Dickens abierto junto a su cabecera… Esta era la menos elaborada de sus fantasías póstumas. Decidió escribir cuatro cartas. En una de ellas se describía a sí mismo como suicida, en otra como condenado a muerte, en la tercera como enfermo incurable y en la cuarta como víctima de un desastre natural o humano. Esta es la que ofrecía mayores problemas. ¿Cómo sincronizar los tres factores: su muerte, el envío de la carta y el terremoto en Sicilia, el huracán en Cayo Hueso, la erupción volcánica en la Martinica, el accidente aéreo en…? En cambio, las otras tres podía enviarlas a personas en lugares apartados de la tierra, pedirles que apenas supieran de su muerte le hicieran el favor de expedir esas tres cartas escritas por él, firmadas por él, dirigidas a sus amigos, la del suicida a María de los Ángeles, la del condenado a muerte a Perico Arauz, la del enfermo incurable al Marqués de Casa Cobos. Qué confusión, qué incertidumbre, qué duda eterna: ¿éste que aquí velamos, que aquí enterramos, era realmente nuestro amigo Federico Silva? Sin embargo, la confusión y la incertidumbre ajenas y previsibles nada eran al lado de las propias. Mientras releía las tres cartas que ya había escrito, Federico se dio cuenta de que sabía perfectamente bien a quiénes enviarlas, pero no a quiénes pedirles que le hicieran el favor de enviarlas. No había vuelto a salir al extranjero desde aquel viaje a la Costa Azul. Cole Porter había muerto sonriendo, los Fitzgerald y Jean Harlow llorando, ¿quién iba a enviarle las cartas? Recordó, vio a sus amigos Perico, el Marqués, María de los Ángeles, jóvenes, en traje de baño, en Eden Rock, hace cuarenta años… ¿Dónde estaba la muchacha que se parecía a Jean Harlow, ella era su única aliada secreta, ella le compensaría en la muerte del dolor, de la humillación que le reservó en vida?
¿Y quién demonios eres tú?
Yo mismo no lo sé cuando te miro.
Perdón. Me equivoqué de cuarto.
No. No te vayas. Yo tampoco te conozco.
Suéltame o grito.
Por favor…
¡Suéltame! Ni aunque fueras el último hombre sobre la Tierra. ¡Chino cochino!
El último hombre. Dobló cuidadosamente las cartas antes de devolverlas a sus sobres. La mano pesada cayó sobre su hombro, tan frágil, con un estruendo de pulseras, cadenas, metal chocando contra metal.
¿Qué guardas en los sobres? ¿Tu lana, viejales?
¿Es él?
Segurolas. Si lo vemos pasar todos los días frente al merendero.
Nomás que de batita de Fu Manchú no lo conocíamos.
De bastón sí.
Y de baberitos sobre los cacles, ah que la chingada.
Mira viejales, no te asustes. Aquí mis cuates el Barbero y la Pocajonta. Yo el Artista, a tus órdenes. Palabra que no te vamos a hacer daño.
¿Qué quieren?
Puras cosas que a ti no te sirven, de plano.
¿Cómo entraron?
Que te lo cuente el joto cuando despierte.
¿Cuál joto?
Ese que te hace los mandados.
Lo noqueamos bien padre, ah que la…
Siento defraudarlos. No tengo dinero en la casa.
Te digo que no andamos detrás de tu pinche lana. Esa te la metes por donde te quepa, viejales.
Artista, no pierdas tiempo con explicaciones. ¿Empezamos?
Zás.
Mira Barbero, tú entretén el carcas mientras la Poca y yo descolgamos.
Simón.
¿Los demás se quedan abajo?
¿Los demás? ¿Cuántos son?
Ah que la, no me hagas reír, carcas, oye manís, dice que cuántos somos, ah que la.
Acércatele, Pocajonta, que te mire bien la careta, enséñale bien los dientes, hazle cuzicús con la trompita, así, mi Pocajonta, dile cuántos somos, carajo.
¿Nunca nos has mirado cuando pasas frente al merendero, viejito?
No. Nunca. No me ocupo de…
Ahí está el detalle. Debías de fijarte más en nosotros. Nosotros sí nos fijamos en ti, llevamos meses fijándonos, ¿verdad, Barbero?
Cómo no. Años y felices días, Pocajonta. Yo que tú me sentiría de lo más ofendida, palabra, de que el viejales no se haya fijado en ti, tú tan cuero, tú tan a todo dar, con tus andares de Tongolele de la nueva onda, nomás.
Ves, Fu Manchú, me has ofendido. Nunca te has fijado en mí. Te apuesto que ahora sí nunca me vas a olvidar.
Ya déjense de vaciladas, compais. A ver qué encuentras en los roperos, Poquita. Luego suben los muchachos a llevarse los muebles y las lámparas.
Tú dices, Artista.
Te digo que entretengas al viejito, Barbero.
A ver, a ver, nunca he rasurado a un caballero tan distinguido, como quien dice.
Mira nomás Artis, la sombreriza del Momias, la zapatiza, qué bruto, ni que fuera ciempiés el viejito cochino.
Podrido está.
¿Qué quieren?
Que te estés quieto. Déjame enjabonarte bonito.
No me toque usted la cara.
Uy, primero no nos miras y ahora no me toques. Si serás delicado, Momis…
Miren muchachos y no se queden ciegos.
¡Qué bruta, Pocajonta! ¿Dónde encontraste esas boas?
En la fonda de al lado. Hay tres roperos llenos de tacuches antiguos, la lotería, manizales. Collares, sombreros, medias azules y rojas, lo que sus mercedes gusten y manden, por mi mamacita se los juro.
No se atrevan. No toquen las cosas de mi madre.
Estése silencio, don Momias. Palabra que no le vamos a hacer daño. ¿Qué más le da? Son puras cosas que a usted no le importan, cosas viejas, todas sus lámparas y ceniceros y demás cachivaches, ¿pa’qué chingaos le sirven, a ver?
Ustedes no entenderían, salvajes.
Oyes manís, mira qué feo nos dijo.
N’hombre, es una flor. ¿Qué, porque nomás uso mi chaleco de cuero y nada debajo y tú porque te pones plumas en la cabeza, Poquita, parecemos nacos salvajes, de a tiro la última carcajada de los aztecas? Pos ve nomás, don Momia, que de aquí salimos ajuareados yo con tus tacuches y mi Poquita con los de tu mamacita, que nomás a eso venimos.
¿A robarse la ropa?
Todo, viejillo, tu ropa, tus muebles, tus cucharas, toditito.
Pero por qué, qué valor puede tener…
Ahí está el detalle. La polilla se puso de moda.
¿Van a vender mis cosas?
Uy, en la Lagunilla esto se vende mejor que el Acapulco Gold, lo que vamos a sacar por esta chachariza, vejete…
Primero te reservas las cosas que te gustan, mi Poca linda, el mejor collar, la boa más chillona, lo que mejor te cuadre, mi culito con perro.
No vaciles, Artista. No me pongas caliente, que se me antoja esa camota blanca y voy a querer quedarme con ella pa’que cojamos bonito tú y yo.
¿Más?
Hasta ahí. Tópese con pared y no sea cabrón, mi Artista.
Tú entretenlo, Barbero.
Miren qué bonito lo puse, todo enjabonado de su carita, si parece Santiclós.
No me toque usted más, señor.
¿Quequé? A ver, volteese un poquito pa’que lo rasure bien.
Le digo que no me toque.
Muévame la cabecita para la izquierda tantito, sea bueno.
¡No me toque la cabeza, me está despeinando!
Chuchú, a la meme lolo, quietecito mi cuás.
Pobres mendigos.
¿Qué dices, viejo boinas?
¿Méndigos nosotros?
Méndigos los que piden, ñaco viernes. Nosotros tomamos.
Ustedes son la lepra, la fealdad, los chancros.
¿Quequé, vejestorio? Oyes Artista, ¿estará grifo el ñaco este?
N’hombre nomás le arde estar tan viernes y nosotros tan chavos.
La puta que los parió, a todos ustedes, cucarachas, ratas, piojos.
Cuidado, Fu Manchú, ya sabes que con la mamacita no, de plano eso sí que no…
Cuidado, Barbero.
Usted, el que le dicen Barbero, usted…
¿Sí mi ñaquito?
Usted es el más asqueroso hijo de puta que he conocido en mi vida. Le prohibo que vuelva a tocarme. Si quiere, mejor tóquele el coño a su puta madre que lo parió.
Ah que la chingada, ora sí… ya la regamos.

IV

Entre los papeles de Federico Silva, fue encontrada una carta dirigida a doña María de los Ángeles Valle viuda de Negrete. El albacea se la hizo llegar y la vieja señora, antes de leerla, pensó un rato en su amigo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Apenas una semana de muerto y ahora esta carta, escrita, ¿cuándo?
Abrió el sobre y sacó el pliego. No tenía fecha aunque sí lugar de origen: Palermo, Sicilia, sin fecha. Federico hablaba de la serie de leves temblores que se habían sucedido durante los últimos días. Los expertos anunciaban el gran terremoto, el peor conocido por la isla desde el muy terrible del año 1964. Él, Federico, tenía la premonición de que aquí terminaría su vida. No había obedecido las órdenes de evacuación. Su caso era singular: una voluntad de suicidio anulada por una catástrofe natural. Estaba escondido en su cuarto de hotel, mirando el mar siciliano, espumoso como dijo Góngora, y qué bien, qué apropiado para él, morir en un lugar tan bello, lejos de la fealdad, la falta de respeto, la mutilación del pasado: todo lo que más detestó en vida…
Querida amiga, ¿recuerdas a aquella muchacha rubia que armó un escándalo en el Negresco? Puedes pensar, con razón, que soy tan simple, que mi vida ha sido tan monótona, que me quedé para siempre embelesado por la imagen de una mujer bellísima que no quiso ser mía. Me doy cuenta de la manera como tú, Perico, el Marqués y todos los amigos evitan el tema. Pobre Federico. Su única aventura se le frustró, luego se hizo viejo al lado de una madre tiránica, ahora se murió.
Tendrán ustedes razón por lo que hace al meollo del asunto, mas no por lo que se queda en apariencias. Esto nunca se lo he dicho a nadie. Cuando le rogué a esa muchacha que se quedara, que pasara la noche conmigo en el hotel, se negó, me dijo ‘Ni aunque fueras el último hombre de la tierra’. Esa frase tan hiriente, ¿lo creerás?, me salvó. Sencillamente, me dije que nadie es el último hombre ante el amor, sólo ante la muerte. Sólo la muerte puede decirnos: Eres el último. Nada más, nadie más, María de los Ángeles.
Esa frase fue capaz de humillarme, mas no de amedrentarme. Y si nunca me casé fue por miedo, lo admito. Sentí terror de prolongar en mis hijos lo que mi madre me impuso. Esto lo deberías saber tú; nuestra educación fue muy similar. Pero yo no tuve oportunidad de educar mal a los hijos que nunca tuve. Tú, en cambio, sí. Perdona mi franqueza. La situación, creo, la autoriza. Llámalo, en todo caso, como quieras: temores religiosos, avaricias cotidianas, disciplinas estériles.
Claro que esta cobardía se paga cuando tus padres han muerto y tú mismo, como es mi caso, no tienes descendencia. Perdiste para siempre la oportunidad de darles a tus hijos algo mejor o algo distinto de lo que tus padres te dieron a ti. No sé. Lo cierto es que se corre el riesgo de la insatisfacción y el error, hágase lo que se haga. A veces, si eres católico, como yo, y te has visto obligado a llevar a una muchachita al doctor para que la operen o, peor tantito, le mandas el dinero con tu criado para que se haga abortar, sientes que has pecado. Esos hijos que nunca tuvo uno, ¿se salvaron de venir a un mundo feo y cruel? O todo lo contrario, ¿te echan en cara que no les hayas brindado los riesgos de la vida, te llaman asesino, cobarde? No sé.
Temo de veras que esta imagen titubeante sea la que ustedes recuerden. Por eso te escribo ahora, antes de morir. Tuve siempre un amor, sólo uno, tú. El amor que sentí por ti a los quince años lo seguí sintiendo toda mi vida, hasta morir. Te lo puedo decir ahora. En ti conjugué la necesidad de mi celibato y la necesidad de mi amor. No sé si me entenderás. Sólo a ti podía amarte siempre sin traicionar todos los demás aspectos de mi vida y sus exigencias. Siendo lo que fui, tenía que amarte a ti como te amé: constante, silente, nostálgico. Pero porque te amé a ti, fui como fui: solitario, distante, apenas humanizado por cierto sentido del humor.
No sé si me hago entender o si yo mismo supe entenderme profundamente. Todos creemos conocernos a nosotros mismos. Nada más falso. Piensa en mí, recuérdame. Y dime si puedes explicarte lo que ahora te digo. Acaso sea el único enigma de mi vida y muero sin descifrarlo. Todas las noches, antes de acostarme, salgo al balcón de mi recámara a tomar aire. Trato de respirar los presagios de la mañana siguiente. Había logrado ubicar los olores del lago perdido de una ciudad, también, perdida. Con los años, me va resultando cada vez más difícil.
Pero no ha sido ese el verdadero motivo de mis salidas al balcón. A veces, parado allí, me pongo a temblar y temo que una vez más esa hora, esa temperatura, ese eterno anuncio de tormenta, aunque sea de polvo, que cuelga sobre México, me haga reaccionar visceralmente, como un animal, domesticado en este clima, libre en otro, salvaje en una latitud muy distante. Temo que regrese, con la oscuridad o el relámpago, la lluvia o la tolvanera, el fantasma de un animal que pude ser yo o el hijo que nunca tuve. Había una bestia en mis tripas, María de los Ángeles, ¿puedes creerlo?

La vieja señora lloró mientras guardó la carta en el sobre. Se detuvo un instante, horrorizada, recordando la historia de la guillotina con que Federico la espantaba los sábados. No, se negó a ver el cadáver, el cuello rebanado por la navaja de afeitar. Perico y el Marqués, los muy morbosos, ellos sí.

miércoles, 24 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. AGUA QUEMADA: 2. ESTOS FUERON LOS PALACIOS.


2. Estos fueron los palacios

a Luise Rainer que supo ver

 
Nadie le creyó cuando comenzó a decir que los perros se iban acercando, vieja chiflada, vieja loca que habla sola toditito el día, malas pesadillas ha de tener, con lo que le hizo a la hija, ¿cómo no ha de pasar malas noches? Además, a los viejos se les va secando el cerebro hasta que se les vuelve una nuez arrugada, sonando como una canica dentro de la cabeza hueca. Pero doña Manuelita tiene tantas virtudes, no sólo riega sus macetas sino las de todos sus vecinos del segundo piso, todas las mañanas la pueden ver con su verde bote de gasolina, rociando con los dedos amarillos los macetones de geranios colocados en el barandal de fierro, todas las tardes poniéndoles sus fundas a las jaulas para que los canarios duerman tranquilos.
Y otros opinan, doña Manuelita, ¿no es la persona más tranquila del mundo?, ¿por qué la difaman? Solitaria y vieja, sólo hace cosas ordinarias, nada de llamar la atención. Las macetas en la mañana, las jaulas en la tarde. Como a eso de las nueve, sale a hacer su mandado a La Merced y de regreso se detiene en el Zócalo, entra a la Catedral y reza un rato. Luego vuelve a la vecindad y se hace su comida. Frijoles refritos, tortillas recalentadas, jitomates frescos, yerbabuena y cebolla, chiles desmenuzados: los olores de la cocina de la señora Manuela son iguales a los que salen con el humo de todas las viejas estufas de carbones rojos. Luego de comer sola contempla un rato las parrillas negras y descansa, ha de descansar. Dicen que se lo merece. Fue criada de casa rica tantos años, toda su vida, como quien dice.
Después de la siesta, al atardecer, vuelve a salir, encorvada, con la canasta llena de tortillas secas, y es cuando los perros empiezan a juntársele. Es natural. Les va echando las tortillas y los perros ya lo saben y la siguen. Cuando logra juntar para un pollo guarda los huesos y luego se los echa a los perros que la van siguiendo por la Calle de la Moneda. El carnicero dice que no debía hacerlo, el hueso de pollo es malo para el perro, puede atragantarse, es hueso como astilla que perfora las tripas. Entonces los mal pensados dicen que esto prueba que doña Manuelita no es buena persona, nomás anda atrayendo a los perros para matarlos.
Regresa como a las siete, empapada en época de lluvias y con los zapatos grises de polvo en temporada de secas. Todos la recuerdan así, blanqueada, amortajada por el polvo entre octubre y abril, y entre mayo y septiembre hecha una sopa, el rebozo pegado a la cabeza, las gotas de lluvia suspendidas en la punta de la nariz, perdidas en los surcos de los ojos y las mejillas y en los pelos blancos del mentón.
Regresa de sus andanzas con la blusa negra, los faldones y las medias negras que pone a secar durante la noche. Es la única que se atreve a secar la ropa de noche. Ahí tienen, está bien loca, de noche puede llover y entonces de qué sirvió. De noche no hay sol. De noche hay ladrones. No importa. Ella cuelga sus trapos mojados en el secador común cuyas cuerdas atraviesan en todos sentidos el patio de la vecindad. Que les dé el sereno, murmuran los habladores en nombre de doña Manuelita. Porque la verdad es que nadie la ha oído hablar. Nadie la ha visto dormir. Son suposiciones. La ropa de doña Manuelita desaparece del tendedero antes de que nadie se levante. Nunca la han visto en los lavaderos, hincada junto a las demás mujeres, fregando, enjabonando y chismeando.
Parece una reina vieja y solitaria, olvidada de todos, decía el Niño Luisito, antes de que le prohibieran verla o dirigirle siquiera la palabra.
Cuando ella sube por la escalera de piedra, sólo entonces, imagino que éste fue un gran palacio, mamá, que aquí vivieron señores muy poderosos y ricos hace mucho tiempo.
No la verás más. Recuerda lo de su hija. Tú, más que nadie, debías recordarlo.
Yo no conocí a su hija.
Quieres ponerte en lugar de ella. Y eso sí que no, faltaba más, bruja.
Es la única que me sacaba a pasear. Todos los demás siempre están tan ocupados.
Tu hermanita ya está grande. Ella puede sacarte ahora.
Al Niño Luisito en su silla de ruedas lo empujaba su hermanita Rosa María como él le iba indicando, según él quería. Rumbo a la calle de Tacuba si lo que deseaba era mirar los viejos palacios de cantera y tezontle del virreinato, los anchos zaguanes de madera clavada con tachones como monedas, los balcones de fierro labrado, los nichos con vírgenes de piedra, los altos canalizos y los desagües de lámina verde. Rumbo a las casitas chatas y despintadas de la calle de Jesús Carranza si, en cambio, lo que se le antojaba era pensar en doña Manuelita, pues él era el único que había entrado al cuarto y a la cocina de la vieja y podía describirlos. No había nada que describir, eso era lo interesante. Detrás de las puertas que eran ventanas, de madera la de la cocina y de visillos, cortinas de sábana detenidas por varillas de cobre, la del cuarto, no había nada digno de recordarse. Sólo un catre. Todos adornaban sus cuartos con calendarios, altares, estampas, recortes, flores, banderines de futbol y carteles taurinos, la enseña nacional de papel, los retratos sacados en la feria, en la Villa de Guadalupe. Manuelita no, nada. Su cocina, sus trastes de barro, su costal de carbón, la comida de cada día y un cuarto con un catre. Nada más.
Tú has estado allí. ¿Qué tiene, qué esconde?
Nada.
¿Qué hace?
Nada. Todo lo hace afuera del cuarto. Cualquiera la puede ver, con las macetas, los mandados, los perros y los canarios. Además, si tanta desconfianza le tienen, ¿por qué la dejan regarles los geranios y encapuchar a los pájaros? ¿No temen que se sequen las flores y se mueran los pajaritos?
Qué lentos son los paseos con Rosa María, parece mentira, tiene trece años y es menos fuerte que doña Manuelita, tiene que pedir ayuda en las esquinas para subir el carrito a las banquetas y después de cruzar cada calle. La vieja podía sola. Con ella, era el Niño Luisito el que hablaba si se iban por el rumbo de Tacuba, Donceles, González Obregón y la plaza de Santo Domingo, era él quien imaginaba la ciudad como había sido en la Colonia, él quien le contaba a la vieja cómo se había construido la ciudad española, trazada como un tablero de ajedrez, encima de las ruinas de la capital azteca. De niño, le decía a doña Manuelita, lo habían mandado a la escuela que fue un martirio, las bromas crueles, el inválido, el cojito, la silla de ruedas volteada entre risas y fugas cobardes, él tirado allí, esperando que los profes lo recogieran. Por eso pidió que no, que lo dejaran en la casa, los niños eran crueles, era cierto, no era un decir, esa lección ya la sabía, ahora que lo dejaran solo, leyendo en la casa, todos salían a trabajar menos su mamá doña Lourdes y su hermana Rosa María, que lo dejaran leer a solas y educarse a solas, por el amor de Dios. Las piernas no se las iban a curar en ninguna escuela, juró que iba a estudiar más él solito, de veras, que organizaran una colecta para comprarle libros, más tarde iría a una vocacional, lo prometió, pero ya entre hombres a los que pudiera hablarles y pedirles un poco de compasión. Los niños no saben qué cosa es eso.
Doña Manuelita sí, sí sabía. Cuando le empujaba la silla hacia los lugares feos, los terrenos baldíos del Canal del Norte, a la derecha de la glorieta de Peralvillo, era ella la que hablaba y le mostraba los perros, había más perros que hombres por estos rumbos, perros sueltos, sin amo, sin collar, perros paridos quién sabe dónde, nacidos del encuentro callejero entre otros perros igualitos a ellos, un perro y una perra que se quedaron trabados después de culear, ensartados como dos eslabones de una cadena tiñosa mientras los chamacos del barrio reían y les tiraban piedras y luego separados para siempre, para siempre, para siempre, ¿cómo iba a recordar la perra a su macho cuando paría sola, en un terreno de estos, a su camada de cachorros abandonados al segundo día de nacer? ¿Cómo iba a recordar a sus propios hijos la perra?
Figúrate, Niño Luis, figúrate que los perros se recordaran unos a otros, figúrate nomás lo que pasaría.
Qué secreto temblor, lleno de un frío placer, recorría la espina dorsal del Niño Luisito cuando miraba a los muchachos de Peralvillo apedrear a los perros, corretearlos, provocar sus ladridos enojados primero, luego sus aullidos de dolor, finalmente sus lloriqueos cuando huían con las cabezas sangrantes, las colas entre las patas, los ojos amarillos, las pelambres ralas, lejos, hasta perderse en los llanos despoblados bajo el sol ardiente de todas las mañanas de México. Los perros, los muchachos, todos lacerados por el sol. ¿Dónde comían? ¿Dónde dormían?
Ves, Niño Luis, si tienes hambre tú puedes pedir. El perro no puede. El perro tiene que tomar, donde halle.
Pero al Niño Luis le dolía pedir y tenía que pedir. Se hizo la colecta y le reunieron los libros. Él sabía que antes, en la casa grande de Orizaba, lo que sobraban eran libros que el bisabuelo mandaba traer desde Europa y luego iba hasta Veracruz a esperar las remesas de revistas ilustradas y libros de aventuras de gran formato que les leía a sus hijos durante las largas noches de la tormenta tropical. Todo se había ido vendiendo a medida que la familia empobreció y vino a dar a la Ciudad de México, porque aquí había más oportunidades que en Orizaba y a su padre le dieron chamba de archivista en la Secretaría de Hacienda. La casa de vecindad estaba cerca de Palacio Nacional, su papá se iba caminando todos los días, ahorraba camiones, casi todos los oficinistas tenían que perder dos o tres horas diarias para llegar al Zócalo de sus casas en las colonias apartadas y regresar después del trabajo. El Niño Luis vio cómo se iban desvaneciendo con los años los recuerdos, las tradiciones de la familia. Sus hermanos mayores ya no pasaron de la secundaria, no leían, uno trabajaba en el Departamento del Distrito Federal y el otro en el departamento de zapatos del Palacio de Hierro. Seguro, entre los tres reunían bastante para irse a vivir a una casita de la colonia Lindavista, pero eso quedaba muy lejos y en cambio aquí, en la vecindad de La Moneda, tenían los mejores cuartos, una sala y tres recámaras, más que nadie. Y en un lugar así, que había sido un palacio siglos atrás, al Niño Luis le era más fácil imaginar algunas cosas y recordar otras.
Si los perros se recordaran, dijo doña Manuelita; pero también nosotros nos olvidamos de los demás y de nosotros mismos, le contestó el Niño Luisito. A la hora de la cena, le gustaba hacer recuerdos de la casa grande de Orizaba, que de frente era una fachada blanca con ventanas enrejadas y por detrás se derrumbaba hacia un barranco podrido, oloroso a manglar y plátano negro. Al pie del barranco se escuchaba el rumor perpetuo de una cañada impetuosa y detrás, encima, alrededor de Orizaba se levantaban las enormes montañas, tan a la mano que daban miedo. Era como vivir junto a un gigante coronado de niebla. Y llovía, llovía sin cesar.
Los demás le miraban muy raro, su papá don Raúl bajaba la cabeza, su mamá suspiraba y meneaba la suya, un hermano se reía abiertamente, el otro se tocaba la sien con el dedo índice, el Niño Luisito está medio loco, ¿de dónde saca esas cosas, si nunca ha estado en Orizaba, si es puro chilango, si desde hace cuarenta años la familia se vino al D.F.? y Rosa María ni siquiera lo escuchaba, seguía comiendo, sus ojitos de capulín eran de piedra, sin memoria. Cómo le dolía al Niño Luisito mendigarlo todo, los libros o el recuerdo, yo no olvido, junto tarjetas postales, hay un baúl lleno de fotos viejas, lo usan de cómoda, yo sé lo que hay adentro.
Doña Manuela sabía todo esto, porque el Niño Luisito se lo había dicho, antes de que le prohibieran sacarlo a pasear. Cuando se quedaba sola en su cuarto, acostada sobre el catre, trataba de comunicarse en silencio con el muchacho, recordando lo mismo que él.
Imagínate, Manuelita, cómo era antes la vecindad.
Ése era el otro recuerdo del Niño Luisito, como si el pasado de esta casa de vecindad, común a doce familias, completase la memoria de la casa única, la de Orizaba, que sólo fue de una familia, la suya, cuando tenía un apellido importante.
Imagínate, estos fueron palacios.
La vieja hacía un gran esfuerzo por recordar lo que el muchacho le contó y luego imaginar, como él y con él, un palacio señorial, con zaguán sin expendio de lotería, con fachada de cantera labrada, sin almacenes de ropa barata, tienda de vestidos de novia, fotógrafo, miscelánea, sin todos los anuncios que desfiguraban la antigua nobleza del edificio. Un palacio limpio, austero, noble, sin los tendederos y fregaderos del patio, con la fuente rumorosa en el centro, la gran escalera de piedra, la planta baja reservada a la servidumbre, los caballos, las cocinas, los almacenes de grano y los olores de paja y jalea.
¿Y en la planta alta, qué recordaba el Niño? Sí, salones olorosos a cera y barniz, clavecines, decía, bailes y cenas, recámaras con piso de ladrillo fresco, camas con mosquiteros, roperos con espejos, candiles. Así le hablaba a solas, de lejos, doña Manuelita al Niño Luisito, cuando los separaron. Así se comunicaba con él, recordaba lo mismo que él y así se olvidaba de lo suyo, la casa donde trabajó toda su vida, hasta que se hizo vieja, la casa del general Vergara en la colonia Roma, veinticinco años de servicios, hasta que se mudaron al Pedregal. No tuvo tiempo de hacerse amiga del niño Plutarco, la nueva señora Evangelina se murió a los pocos años de casada y su ama doña Clotilde se había muerto antes, Manuela sólo tenía cincuenta años cuando la despidieron, le traía demasiados recuerdos al general, por eso la despidió. Fue generoso. Le seguía pagando la renta en la vecindad de La Moneda.
Vive en paz tus últimos años, Manuela, le dijo el general Vergara, cada que te veo recuerdo a mi Clotilde, adiós.
Doña Manuelita se mordía un dedo amarillo y nudoso cuando recordaba estas palabras de su patrón, estos recuerdos se entrometían con los que estaba compartiendo con el Niño Luisito, no tenían nada que ver, doña Clotilde se había muerto, era una santa, en medio de la persecución religiosa y siendo el general personaje influyente de tiempo de Calles, celebraba la misa en el sótano de la casa, todos los días se confesaban y comulgaban doña Clotilde, la criada Manuelita y la hija de la criada, la Lupe Lupita. El cura llegaba vestido de paisano, con un maletín como de doctor, donde traía su ropa eclesiástica, el sagrado, el vino y las hostias, el padre Téllez, un cura jovencito, un santo, que la santa doña Clotilde salvó de la muerte, dándole refugio cuando todos sus amigos fueron a dar al paredón, fusilados de mañanita con los brazos abiertos en cruz: ella vio las fotografías en El Universal.
Por eso sintió que cuando el general la despidió, fue como si quisiera matarla. Había sobrevivido a doña Clotilde, recordaba muchas cosas, el general quería quedarse solo con su pasado. Quizás tenía razón, quizás era mejor para los dos, el patrón y la criada, separarse cada uno con sus recuerdos secretos, sin que uno fuese el testigo del otro, mejor así. Se mordió el dedo amarillo y nudoso, el general se quedó con su hijo y su nieto, Manuelita perdió a su hija, no la volvió a ver más, todo por traerla a esta maldita vecindad, se rompió la soledad de la niña Lupita, en casa de los patrones no veía a nadie, no tenía por qué moverse de la planta baja, podía andar tranquila en su silla de ruedas. En la vecindad ni modo, los acomedidos, los metiches, tuvieron que subirla y bajarla por las escaleras, que le diera el sol, el aire, que saliera a la calle, me la quitaron, me la robaron, me la van a pagar. Hasta sangre se sacó doña Manuelita con los colmillos que le quedaban. Tenía que pensar en el Niño Luisito. A la Lupe Lupita no la iba a ver más.
Llévame hasta el llano ese, le pidió el Niño Luisito a Rosa María, donde se juntan los perros.
Unos albañiles estaban levantando una barda en el terreno baldío de Canal del Norte. Pero apenas comenzaban a colocar los tabiques de cemento en un costado del lote abandonado y el Niño Luisito le dijo a Rosa María que se metieran por otra parte, lejos de los obreros. Ahora no había niños, eran unos grandulones vestidos de overol y camisetas rayadas, se reían mucho, tenían agarrado a un perro gris como la barda que se levantaba, los obreros miraban de lejos, trabajaban con sus palas de mano y sus mezclas de arcilla, mirando y codeándose de vez en cuando. Detrás de ellos el rumor de la armada de camiones que se estrangula en la glorieta de Peralvillo. Camiones de pasajeros, camiones materialistas, mofles abiertos, humo, cláxones desesperados, un ruido imperturbable. En Peralvillo cogió el tren al Niño Luisito, el último tranvía de la Ciudad de México, y lo tenía que agarrar a él. Los grandulones le cerraron el hocico a la fuerza al perro, otros le detuvieron las patas y uno de ellos le cortó trabajosamente el rabo, un reguero de sangre y pelo gris, mejor hubiera sido de un tajo de machete, limpio y rápido.
Le cortaron el rabo deshilachado, con dificultad, dejando hebras de carne y un chorro de sangre que se le perdió al animal en los pálpitos escurridos del ano. Pero los demás perros de esta jauría que se reunía todas las mañanas en el llano que los obreros comenzaban a bardear no habían huido. Allí estaban todos los perros, juntos, lejos pero juntos, viendo el suplicio del perro gris, silenciosos, con los belfos espumosos, perros del sol, mira Rosa María, no huyen, tampoco están allí nomás azorados, como esperando que les toque a ellos, no, Rosa María, mira, se miran entre sí, se están diciendo algo, se están acordando de lo que le están haciendo a uno de ellos, doña Manuelita tiene razón, estos perros se van a acordar del dolor de uno de ellos, de cómo sufrió uno de ellos a manos de un grupo de grandulones cobardes, pero los ojos de capulín de Rosa María eran de piedra, sin memoria.
Doña Manuelita se asomó por el visillo de la puerta cuando la niña regresó empujando a su hermano como a eso de la una. Miró de lejos el polvo de los zapatos y supo que los niños habían ido al llano de los perros. En la tarde, la vieja se cubrió la cabeza con el rebozo, llenó de tortillas secas y trapos viejos su bolsa de mandado y salió a la calle.
En la puerta la esperaba un perro. Lo miró con ojos vidriosos y gimió, pidiéndole que la siguiera. Cuando llegaron a la esquina de Vidal Alcocer se les juntaron como cinco perros más y a lo largo de Guatemala otros de toda laya, marrones, pintos, negros, hasta veinte, que la rodearon mientras doña Manuelita les repartía pedazos de tortilla seca, verdosa ya. La rodearon y luego la precedieron, señalándole el rumbo, la siguieron, empujándola suavemente con sus hocicos, las orejas muy paradas, hasta llegar a las rejas frente al Sagrario de la Catedral Metropolitana. De lejos, la vieja vio al perro gris, echado junto a la puerta de madera esculpida, bajo los aleros barrocos de la portada.
Doña Manuela y sus perros entraron al gran atrio de losas y la vieja se sentó junto al perro herido, ¿tú eres al que le dicen el Nublado, verdad, pobre perro tuerto?, ciego, mira nomás, da gracias que tienes un ojo muerto y azul como el cielo, para ver nomás la mitad del mundo, bendito sea Dios, mira nomás cómo te han puesto, vente acá, Nublado, sobre mi regazo, déjame vendarte tu cola, malditos, ventajosos, hijos de su triste madre, nomás porque ustedes no pueden defenderse ni hablar ni pedir socorro, ya no sé si les hacen estas cosas a las pobres bestias para no hacérselas entre sí, o si sólo se entrenan con ustedes para lo que se van a hacer ellos mismos mañana, quién sabe, quién sabe, a ver, Nublado, cachorrito, si desde que naciste te conozco, abandonado en un basurero, tuertito de nacimiento, tu madre no tuvo tiempo ni de lamerte, luego luego te echaron a la basura, de allí te saqué yo, ahí está, ¿ya te sientes mejor?, pobrecito mi chiquilín, contigo se habían de meter esos cobardes, con el más desvalido de mis perros, vengan, vamos a dar gracias, vamos a pedir por la salud de todos los perros, vamos a rogar, allá adentro, que es la casa de Dios Nuestro Señor, creador de todas las cosas.
Suave, con caricias, agachada, más encorvada que de costumbre, con palabras dulces, entró esa tarde doña Manuela a la Catedral de México con sus veinte perros rodeándola, hasta el altar mayor logró meterlos, era la mejor hora, no había más que unas cuantas beatas y dos o tres huarachudos que miraban al cielo con los brazos abiertos. Doña Manuelita se hincó frente al sagrado pidiendo en voz alta, un milagro Señor, dales voz a los perros, dales manera de defenderse, dales manera de recordarse y de recordar a los que los martirizan, Señor, Tú que sufriste en la cruz, ten compasión de tus cachorros, no los abandones, dales fuerzas para defenderse ya que no le diste piedad a los hombres para tratar con ternura a estos pobres brutos, Señor Mío Jesucristo, Dios y Hombre Verdadero, demuestra que eres todo esto dándole lo mismo a todas tus criaturas, no la misma riqueza, eso no, no te pido tanto, nomás la misma compasión para entenderse o si eso falla, la misma fuerza para defenderse, no quieras a unas criaturas más que a otras, Señor, porque menos te amarán las que Tú menos amaste, y dirán que eres el Diablo.
Chistaron varias beatas y una pidió con amargura silencio y otra gritó respeto para la Casa del Señor y luego los acólitos y dos curas llegaron corriendo hasta el altar, despavoridos, qué sacrilegio, una vieja loca y un montón de perros sarnosos. Qué se iba a dar cuenta doña Manuela, nunca había vivido instantes más exaltados, jamás había dicho palabras tan bonitas y tan sentidas, casi tan bonitas como las que sabía decir su hija la Lupe. Allí estaba la vieja contenta, sintiéndose más que bañada, embalsamada por la luz de la tarde, filtrada desde las altísimas cúpulas, prodigada en los reflejos de los órganos de plata, los marcos dorados, las humildes veladoras y el reluciente barniz de las sillerías. Y Dios, al que ella le hablaba, le estaba contestando, le estaba diciendo:
Manuela, debes creer en mí a pesar de que el mundo sea injusto y cruel. Esa es la prueba que te mando. Si el mundo fuese perfecto, no tendrías necesidad de creer en mí, ¿me entiendes?
Pero ya los curas y los acólitos la arrastraban lejos del altar, empujaban a los perros; un acólito enloquecido de furia les pegaba a los brutos con un crucifijo y otro los sahumaba con incienso para atarantarlos. Todos comenzaron a ladrar juntos y doña Manuela, maltratada, miró los féretros de cristal donde yacían las estatuas de cera de los Cristos todavía más maltratados que ella o su perro el Nublado. Sangre de tus espinas, sangre de tu costado, sangre de tus pies y de tus manos, sangre de tus ojos, Cristo de mi corazón ve nomás cómo te han puesto, ¿qué son nuestros sufrimientos al lado de los tuyos?, entonces ¿por qué no nos dejas a mí y a mis perros decir nuestro dolorcito aquí en tu casa que es tan grande para que quepan tu dolor y el nuestro?
Arrojada de bruces sobre las baldosas del atrio, rodeada de los perros, se sintió humillada porque no supo explicarle la verdad a los curas y a los acólitos y luego sintió vergüenza cuando levantó la mirada y encontró, inmóviles, incomprensivas, las del Niño Luisito y Rosa María. Los acompañaba su madre la señora Lourdes. Ella sí, su mirada sí decía miren la prueba de lo que es la vieja Manuela, lo que siempre he dicho, hay que echarla de la vecindad como los sacerdotes la echaron del templo. En la recriminación escandalizada de esos ojos vio doña Manuelita la amenaza, el chisme, otra vez todos recordando lo que ella había procurado olvidar y hacerles olvidar a los demás con su discreción, su decencia, su acomedida labor de todos los días, rociando los geranios, tapando a los canarios.
Luisito miró rápidamente de los ojos de su madre a los de la señora Manuela. Se empujó a sí mismo, con ambas manos sobre las ruedas de la silla, hasta el sitio donde estaba tirada la vieja. Extendió la mano y le ofreció un pañuelo.
Toma, Manuela. Tienes una herida en la frente.
Gracias, pero no te comprometas por mí. Regresa con tu mamacita. Mira qué feo nos está viendo.
No importa. Quiero que me perdones.
¿Pero de qué, Niño?
Siempre que voy al llano y miro cómo maltratan a los perros siento gusto.
Pero Niño Luis.
Me digo que si no fuera por ellos, a mí me tocaría la paliza. Como si los perros estuvieran siempre entre los demás muchachos y yo, sufriendo por mí. ¿No soy más cobarde que nadie, Manuela?
Quién sabe, murmuró la vieja atarantada mientras se secó la sangre de la frente con el pañuelo del Niño, quién sabe, mientras se puso de pie trabajosamente, apoyando esta mano contra el suelo y la otra contra su rodilla, luego pasándolas a su abultado vientre y de allí al brazo de la silla de ruedas, levantándose como una estatua de trapos caída desde el más alto nicho del Sagrario, quién sabe, ¿puedes hacer algo para que los perros te perdonen?
Tengo catorce años, voy para quince, puedo hablarles como un hombre, siempre me dirán niño porque nunca creceré mucho, estaré sentado en mi silla haciéndome todavía más chiquito hasta morirme, pero hoy tengo catorce años, voy para quince y puedo hablarles como hombre y ellos tienen que escucharme, repitió muchas veces estas palabras mientras revisó esa noche, antes de la cena, las fotos, las postales, las cartas metidas en el baúl que ahora servía de arcón porque todo tenía que tener doble uso en estas habitaciones de vecindad, que antes fueron palacios y ahora servían de refugio a familias venidas a menos que aquí convivían con antiguos criados, ellos que fueron ricos en Orizaba y la Manuelita que sólo fue criada de casa rica, esto se repitió el Niño Luis sentado en su habitual lugar en la mesa que lo mismo servía para comer que para preparar las comidas, para las tareas escolares que para las horas extras de contabilidad con que su papá lograba que cada mes les alcanzara.
Sentado en silencio, esperando que alguien hablara primero, mirando intensamente a su madre, desafiándola a que ella comenzara, a que contara aquí, a la hora de la cena, lo que le había pasado a doña Manuela esa tarde, para que aquí mismo empezara el chisme y mañana toda la vecindad lo supiera: la corrieron a palos de Catedral, junto con todos sus perros. Nadie hablaba porque la señora Lourdes sabía, cuando quería imponer un silencio helado, hacerles notar a todos que no era momento de bromas, que ella se reservaba el derecho de anunciar algo muy grave.
Dirigió una sonrisa amarga a todos, a su esposo Raúl, a los dos hijos mayores que estaban impacientes por irse al cine con sus novias, a Rosa María que se caía de sueño pero esperó a que todos se sirvieran la sopa seca de arroz con chícharos para contar otra vez la misma historia, la que siempre se sacaba a cuento para comprobar la maldad de doña Manuelita, cómo le hizo creer a su propia hija, la tal Lupe Lupita, que de niña había sufrido una caída y por eso era lisiada y debía andar siempre en silla de ruedas, puras mentiras, si no tenía nada, puro egoísmo y maldad de la Manuela para tener a la muchacha siempre a su lado, para no quedarse sola aunque le arruinara la vida a su propia hija.
Gracias a ti, Pepe —le dijo doña Lourdes a su hijo mayor—, que algo sospechaste y la convenciste de que se bajara de la silla y tratara de caminar y le enseñaste cómo, gracias a ti, hijo, la Lupe Lupita se salvó de las garras de su madre.
Por Dios, mamá, eso ya pasó, ya no cuentes eso, por favor —contestó Pepe, ruborizándose como cada vez que su madre repetía esa historia, acariciándose el finísimo bigotillo negro.
Por eso prohibí que Luis se juntara más con la Manuela. Y ahora, esta misma tarde…
Mamá…, interrumpió Luis, voy para quince, tengo catorce, mamá —interrumpió—, puedo hablarles como hombre y miró la cara de su padre, derrotada por la fatiga, la carita dormida de Rosa María, una niña sin recuerdos, las caras estúpidas de sus hermanos, el imposible orgullo, el temor altivo del hermoso rostro de su madre, nadie heredó esos huesos altos, duros, eternos.
Mamá, esa vez que yo me caí por la escalera…
Fue un descuido, nadie fue culpable…
Ya lo sé, mamá, no es eso. Lo que yo recuerdo es que toda la vecindad se asomó a ver qué pasaba. Grité. Me asusté mucho. Pero ahí se quedaron todos, mirando, hasta tú. Sólo ella fue corriendo a recogerme. Sólo ella me abrazó, vio si estaba herido y me acarició la cabeza. A los demás les vi las caras, mamá. No vi una sola cara que quisiera ayudarme. Al contrario, mamá. Todos, en ese momento, estaban deseando que me muriera, lo estaban deseando dizque por compasión, pobrecito, que ya no sufra más, mejor así, ¿qué le puede ofrecer la vida? Hasta tú, mamá.
Eres un mentiroso, peor tantito, un fantasioso vil.
Soy muy tonto, mamá. Perdóname. Tienes razón. Doña Manuela me necesita porque perdió a la Lupe Lupita. Quiere ponerme en su lugar.
Así es. ¿Hasta ahora te das cuenta?
No. Siempre he sabido, aunque sólo ahora encuentre las palabras para decirlo. Qué bueno es saberse necesitado, qué bueno saber que si no fuera por uno, otra persona estaría muy sola. Qué bueno necesitar a alguien, como la Manuela a su hija, como yo a la Manuela, como tú a alguien, mamá, como todos… Como se necesitan la Manuela y sus perros, como todos necesitamos algo, aunque no sea verdad, escribir cartas, decir que no nos ha ido mal, al contrario, vivimos en Las Lomas, ¿no es cierto?, papá tiene una fábrica, mis hermanos son abogados, Rosa María está de interna con las monjas en Canadá, yo soy tu orgullo, mamá, número uno de la clase, campeón de equitación, yo, mamá…
Don Raúl rió quedamente, asintiendo con la cabeza:
Lo que siempre quisiste, Lourdes, qué bien te conoce tu hijo…
La mamá no apartó su mirada de desesperación altiva del Niño Luis, negando, negando con toda la intensidad de la que su silencio era capaz y el papá seguía meneando la cabeza, ahora negativamente:
Qué lástima que no pude darte nada de eso.
Nunca me has oído quejarme, Raúl.
No —contestó el papá—, nunca, pero una vez, al principio, dijiste lo que te hubiera gustado tener, sólo una vez, hace más de veinte años, yo nunca lo he olvidado, aunque tú nunca lo hayas repetido.
Nunca lo he repetido —dijo la señora Lourdes—, nunca te he reprochado nunca nada y miró con esa súplica salvaje al Niño Luis.
Pero el muchacho estaba hablando de Orizaba, de la casa grande, de las fotos y postales y cartas, él nunca había estado allí, por eso tenía que imaginarlo todo, los balcones, la lluvia, la montaña, el barranco, los muebles de una casa rica de entonces, las amistades de una familia así, los pretendientes. ¿Por qué se escoge a una persona sobre otras para casarse con ella, mamá?, ¿nunca se arrepiente uno, se hace ilusiones de lo que pudo haber sido, con otro, y luego le escribes cartas para hacerle creer que todo salió bien, que no se escogió mal?, tengo catorce, puedo hablarles como un hombre…
No sé —dijo don Raúl, como si volviera de un sueño, como si no hubiera seguido muy bien la conversación—, a todos nos desquició la revolución, a unos para bien y a otros para mal. Había una manera de ser rico antes de la revolución, y otra manera después, nosotros sabíamos ser ricos a la antigüita, nos quedamos atrás, ni modo, rió suavemente, como siempre reía.
Nunca mandé esas cartas, lo sabes muy bien —le dijo doña Lourdes al Niño Luis con voz muy apretada cuando lo acostó, como todas las noches, en la misma cama al lado de Rosa María, que se había quedado dormida en la mesa…
Gracias, mamá, gracias por no decir nada de la Manuela y sus perros —la besó con cariño.
Todo el día siguiente doña Manuelita esperó lo peor y anduvo buscando señas de animosidad. Quizás por ello se dio cuenta de que muy de mañana, cuando recogía su ropa o luego rociaba los geranios, muchos ojos la espiaban, las cortinas se apartaban sigilosamente, los volantes entreabiertos se cerraban con premura, muchos ojos negros, cubiertos de espesos velos de vejez unos, jóvenes, redondos y líquidos otros, la miraban en secreto, la esperaban sin decírselo, aprobaban que hiciera esta labor como para hacerse perdonar lo de la Lupe Lupita. Doña Manuela cayó en la cuenta de que sí, ella hacía su deber para que se lo agradecieran, para que no le echaran nada en cara. Más que nunca, tuvo ese día ese sentimiento, pero al tenerlo se dio cuenta de que era algo constante, todos se habían puesto de acuerdo sin necesidad de palabras, le agradecían que rociara las flores y encapuchara a los pájaros, nadie hablaría de lo que pasó en la Catedral, nadie la humillaría, todos se perdonarían todo.
Doña Manuela se pasó ese día encerrada. Se había convencido a sí misma de que no pasaría nada, pero la experiencia le pedía estar precavida, muy águila, doña Manuela, póngase changa, al camarón dormido se lo lleva la corriente, cómo no. Metida en su cuarto y su cocina, una extraña amargura, nada propia de ella, la fue ganando ese día. Si habían dejado de pensar mal de ella, ¿por qué no se lo habían demostrado antes?, ¿por qué sólo ahora que la habían humillado en la Catedral la respetaban todos en la vecindad? No entendía esto, de plano no lo entendía. ¿Por qué esa señora Lourdes, la mamá de Luis y Rosa María, no había chismeado?
Se recostó en su catre y miró las paredes desnudas y pensó en sus perros, cómo gracias a ella, a través de ella, se pasaban noticias, se hablaban, le hablaban a ella, hirieron al Nublado, está acurrucado junto al Sagrario, malherido el pobre, vamos a pedirle a Dios Nuestro Señor que ya no nos persigan ni maltraten, doña Manuela.
Igual era con el Niño Luisito, se dejaban sentir, ella lo sentía, él debía sentirla igual, tenían tantas cosas en común, sobre todo una silla de ruedas, la de Luisito, la de la Lupe Lupita. El joven Pepe, el hermano del Niño Luis, sacó de su silla de ruedas a la Lupe Lupita. La Manuela la sentó allí para protegerla, no por necesidad de compañía, una criada siempre está sola por el solo hecho de ser criada, no, sino para salvarla de esos apetitos, esas miradas. El general Vergara con su mala fama, su hijo el niño Tin, tan gatero, no, que no le tocaran a su Lupe Lupita, con una lisiada nadie se atrevería, daría asco, vergüenza, vaya usted a saber…
Ahora te lo digo, hija, ahora que ya te fuiste para siempre, fue para salvarte a ti, siempre quise salvarte del mal destino de una hija de criada cuando es guapa, desde niña quise salvarte, por eso te nombré así, dos veces, Lupe Lupita, doblemente virgen, dos veces amparada, hijita mía.
Fue un día muy largo y doña Manuelita supo que no había que hacer nada más que esperar. Ya vendría el momento. Ya llegaría el signo. Ya se dejaría sentir el otro, su amigo, Luisito. Tenían tanto en común, la silla de ruedas, su hermano Pepe que estropeó a la Lupita, la dejó con un solo nombre, se fue para siempre su niña.
Te lo digo ahora, Lupe, cuando no he de verte más. Quise protegerte porque eras lo único que me dejó tu padre. Esa es la verdad. Quise a tu cabrón papá más que a ti y como lo perdí te quise como a él.
Entonces oyó el primer ladrido en el patio de la casa. Eran las once pasadas pero doña Manuela no había cenado, perdida en tantos pensamientos. Nunca, pero nunca uno de sus perros se había metido al patio, todos sabían bien los peligros que les esperaban. Y otro ladrido se juntó al primero. La vieja se cubrió la cabeza con un rebozo negro y salió del cuarto. Los pájaros estaban inquietos. Se le había olvidado ponerles las capuchas para dormir. Se movían nerviosos, sin atreverse a cantar, sin atreverse a dormir, como en esos días de eclipse que ya le había tocado dos veces en su vida a la Manuela, cuando los animales y las aves se quedan callados apenas desaparece el sol.
Esta noche, en cambio, había luna y un calor de primavera. Cada vez más segura del sentido de su vida, del papel que le correspondía representar en espera de la muerte, doña Manuelita fue colocando cuidadosamente las capuchas de lona sobre las jaulas.
Anden, duerman tranquilos, esta noche no es de ustedes, es mi noche, duerman.
Terminó ese trabajo que todos le agradecían y que ella hacía para que se lo agradecieran y todos vivieran en paz y caminó hasta el lugar donde la gran escalera de piedra iniciaba su descenso. Como lo sabía, allí estaba el Niño Luis, sentado en la silla, esperándola.
Todo fue tan natural. No tenía por qué ser de otra manera. El Niño Luis se levantó de la silla y le ofreció el brazo a doña Manuela. El muchacho se tambaleó un poco, pero la vieja era fuerte, le prestó todo su apoyo. Era más alto de lo que ella o él suponían, catorce años, entrando para quince, un hombrecito ya. Los dos bajaron por la escalera, el Niño Luisito doblemente apoyado en la balaustrada de piedra y en el brazo de Manuelita, estos fueron los palacios de la Nueva España, Manuela, imagina las fiestas, la música, los criados de librea llevando en alto los candelabros chisporroteantes, precediendo a las visitas las noches de baile, quemándose sin chistar los puños con la cera ardiente de las velas, baja conmigo, Manuela, vamos juntos, Niño.
Los veinte perros de la señora Manuelita estaban en el patio, ladrando todos juntos, ladrando de alegría, todos, el Nublado, los tiñosos, los hambrientos, las perras hinchadas de gusanos o de embarazo, quién sabe, el tiempo lo diría, las que habían parido hace poco más perros, con las tetas arrastrándoles, más perros para poblar la ciudad de huérfanos, de bastardos, de hijitos de la Virgen refugiados bajo los aleros barrocos de los Sagrarios: doña Manuela tomó de la cintura y la mano al Niño Luisito, los perros ladraban felices, miraban a la luna como si todas las noches de luna fuesen la primera noche del mundo, antes del dolor, antes de la crueldad, y Manuela guió a Luisito, los perros ladraban pero la criada y el muchacho oían música, música antigua, la que hace siglos se escuchó en este palacio. Mira a las estrellas, Niño Luisito, la Lupe Lupita preguntaba siempre, ¿cuándo se apagan las estrellas?, ¿se seguirá preguntando eso, donde quiera que esté? Claro, Manuela, claro que se lo pregunta, baila, Manuela, dímelo todo mientras bailamos juntos, somos iguales, tu hija y yo, la Lupe Lupita y Luisito, ¿no es cierto? Sí, sí es cierto, ahí están los dos, ahora sí los veo, una noche de luna y estrellas, igual a esta, bailando un vals, los dos juntos, iguales, esperando lo que nunca llega, lo que nunca pasa, hijos del sueño los dos, capturados en un sueño: no salgas nunca, hijito, no salgas a buscar, mejor espera, espera, pero la Lupita se fue, Manuela, tú y yo nos quedamos aquí, en la vecindad, no somos ella y yo, somos tú y yo, esperando, ¿qué esperas tú, Manuela?, ¿qué esperas además de la muerte?
Cómo ladran los perros, para eso está la luna esta noche, para eso nomás salió, para que le ladren los perros y oye Luisito, oye la música y deja que yo te lleve, qué bien bailas, Niño, olvídate que yo soy yo, has de cuenta que bailas con mi linda Lupe Lupita, que la tienes tomada de la cintura y que al bailar hueles los perfumes de mi niña, oyes su risa, miras sus ojos de venadito tonto, y yo me hago de cuenta que todavía sé recordar el amor, mi único amor, el papá de Lupe, amor de criada, a oscuras, a tientas, rehusado, nocturno, hecho de una sola palabra repetida mil veces.
No… no… no… no…
Atarantada por el baile, embriagada por tantos recuerdos, doña Manuelita perdió el paso y cayó. Cayó con ella el Niño Luisito, abrazados los dos, riendo, mientras la música se apagó y los ladridos aumentaron.
¿Prometemos ayudar a los perros, Niño Luisito?
Prometemos, Manuela.
Tú puedes gritar. El perro no. El perro toma.
No te preocupes. Vamos a cuidarlos siempre.
No es cierto lo que dicen, que quiero a los perros porque no quise a mi hija. Eso no es cierto.
Claro que no, Manuela.
Y sólo entonces doña Manuelita se preguntó por qué, en medio de tanto escándalo de ladridos y música y risas, nadie se había asomado, ninguna puerta se había abierto, ninguna voz había protestado. ¿También esto le debía a su amiguito el Niño Luis? ¿Nadie la molestaría más, nunca más?
Gracias, Niño, gracias.
Imagina, Manuela, ponte a pensar. Estos fueron palacios hace siglos, grandes palacios, hermosos palacios, aquí vivía gente muy rica, gente muy importante, como nosotros, Manuela.

Le dio mucha hambre hacia la medianoche y se levantó sin despertar a nadie. Fue a la cocina y encontró a tientas un bolillo. Lo embarró de crema fresca y comenzó a masticar. Entonces tuvo una reacción de honor o deber; ya no supo bien qué. Antes, siempre había pedido. Hasta eso: un bolillo embarrado de crema. Esta era la primera vez que tomaba sin pedir. Tomó las tortillas secas que quedaban y salió al patio para tirárselas a los perros. Pero los brutos ya no estaban allí, ni Manuelita, ni la luna, ni la música, ni nada.
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domingo, 21 de octubre de 2018

Narraciones e historia en Centroamérica Una literatura en guerra Margarita Rojas G. para CAMPUS mmrojasg@ice.co.cr

Narraciones e historia en Centroamérica
Una literatura en guerra
Margarita Rojas G. 
para CAMPUS
mmrojasg@ice.co.cr 

La narrativa centroamericana -novelas, cuentos y relatos- publicada durante los últimos seis años, marca aparentemente un cambio de rumbo: desde 2005 muestra un interés creciente en la historia, con acontecimientos localizados preferentemente en las décadas de 1950 o de 1970. 

El mapa literario contemporáneo está dominado por los escritores nacidos entre 1950 y 1964; entre estos la panameña CONSUELO TOMÁS, quien en 2009 ganó el premio nacional Ricardo Miró con su primera novela, Lágrima de dragón, una narración sencilla, cuyos hechos transcurren en una ciudad frente al mar, que tuvo una importante inmigración desde China y una violenta epidemia que diezmó la población. El escenario principal es una ciudad cerrada, clausurada para sus habitantes, que contiene una cárcel para quienes desobedezcan las órdenes de la cuadrilla temible que controla la epidemia.

La mayor parte de los personajes, incluido el protagonista, es huérfano; no hay grupos familiares ni parejas; algunos son criminales y otros adictos, como el apodado Fantasma, que había sido investigador y profesor de historia y filosofía y luego vive en unas ruinas mendingando cigarrillos. El acontecimiento inicial es el encuentro de un niño con la muerte, materializada en un cadáver que se están terminando de comer unos buitres, “íngrimo en la mitad de su deceso” (13). A pesar de la sencillez narrativa, los acontecimientos narrados son trágicos, pertenecen al orden de las calamidades sociales; la conclusión del texto, años después de la epidemia, no mejora la perspectiva: ante una investigación posterior, que trata inútilmente de recuperar el archivo perdido o robado, los protagonistas callan la verdad, algunos mueren o se suicidan y otros, que han armado una vida nueva, prefieren no referirse a la tragedia. 

En el género de la literatura policial, en 2005 y 2009, aparecen dos novelas policiales que conjugan dos enfoques históricos: Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo, de JORGE MÉNDEZ LIMBRICK. Aunque la acción principal transcurre en el presente, en determinados momentos se retrocede temporalmente. En la primera, se inserta un relato narrado por un herbolario de la época del emperador romano Augusto, lo cual permite enlazar lo sucedido en un plan suprahistórico, que atraviesa las épocas desde la antigüedad hasta el presente: parece sugerirse que, así como existe una subciudad bajo la que todos vemos, a lo largo de los siglos ha habido una cofradía que actúa impunemente, hereda sus leyes y se mueve a través de los continentes.

En El laberinto del verdugo, el tiempo histórico se materializa en el archivo del país que cuida el nonagenario Gran Archivero de la Noche, exdelincuente adicto a la morfina y hábil restaurador de libros viejos. Este construyó un laberinto donde guarda la historia no oficial de Costa Rica, que se llama como la novela. El transcurrir del tiempo se marca por la vinculación de crímenes de jóvenes sucedidos desde inicios del siglo 20. Ante la inoperancia de la investigación policial, un periodista y el mismo archivero encuentran las claves en los viejos periódicos y archivos que resguarda el segundo de ellos. 

En 2005 se descubrió en Guatemala el Archivo de la policía, gracias a las explosiones del polvorín del Ejército y material bélico de la guerra interna (1960-1996). El polvorín estaba dentro de un hospital, parte de un complejo de edificios policíacos: alrededor de 80 millones de documentos, incluidos libros de actas de la década de 1890 y que se ocultaron hasta la firma de la paz en 1996.

RODRIGO REY ROSA se ocupó de este Archivo en la obra que tituló Material humano (2009), quien cuenta acerca del llamado Gabinete de identificación, que estaba oculto bajo montículos de tierra. Le permitieron ver solo las fichas de identidad policíacas anteriores a 1970.

Otro relato sobre el mismo hecho es 300 de RAFAEL CUEVAS MOLINA, estructurado en cuatro categorías de capítulos: los de las víctimas, que narran sus secuestros; seis en los que habla gente común que busca una explicación a lo sucedido. En “De la parte de los otros-otros” se agrupan fragmentos de anticomunistas, guatemaltecos exiliados en EE.UU. y gente rica. También participan los burócratas que trabajaban en los archivos y policías; se trata, en fin, de un intento de armar el mapa de todos los posibles participantes en la terrible represión de ese país durante casi toda la mitad del siglo 20.

De la historia de Guatemala entre 1940-1950 y el golpe contra el presidente Jacobo Arbenz por Castillo Armas se ocupa la novela La lluvia (2007) y el cuento “El hombre perro” (El tercer patio, 2007) de ADOLFO MÉNDEZ VIDES. En ambos relatos, la novela y la historia política se entremezcla con la historia familiar; en la novela, por ejemplo, el cambio de gobierno coincide con la muerte del padre del protagonista, Muñoz. Este forma parte de un complot urdido por el arzobispo y un empresario bananero gringo, quienes aprovechan su fama de supuesto sanador. Constreñido por esta falsa cualidad, Muñoz se agrega a la galería de traidores y dobles. La lluvia se contextualiza en la historia mundial y guatemalteca: revela hechos violentos, como uno del dictador Rafael Carrera; asimismo, se cuenta del entierro simbólico del dictador ruso Stalin (1953) realizado en Antigua: el alcalde encabeza la marcha por las calles con un ataúd relleno de libros. Muñoz y Stalin poseen la cara marcada por la viruela padecida de niños, y ambos estudiaron en un seminario. 

HORACIO CASTELLANOS MOYA publicó dos excelentes novelas que forman una trilogía con Donde no estén ustedes (2003): Tirana memoria (2008) y La sirvienta y el luchador(2011). Narran los acontecimientos sucedidos a una familia de clase media-alta salvadoreña inmersos en la historia política del país desde 1944 hasta 1980. Tirana memoria se concentra en la organización social surgida por varios abusos del dictadorMaximiliano Hernández Martínez, que gobernó entre 1931 y 1944: levantamiento militar, represión, huelga general de la sociedad civil y renuncia del general dictador. 

La historia de la familia Aragón se vuelve a recuperar en otro período álgido en La sirvienta y el luchador. Descendientes, militares y combatientes se entremezclan en un violento escenario. El luchador es el Vikingo, uno de los que secuestran al nieto del periodista, el militante comunista Roberto Castellanos y su esposa danesa Ane-tte, llamados en la novela Betico y Brita; la empleada es María Elena, quien lo identifica y lo sigue. El azar domina la cadena de hechos políticos y familiares entremezclados: los miembros de una misma familia se oponen por sus posiciones ideológicas y unos atentan contra otros sin saberlo. Se trata de una guerra que atraviesa todas las estructuras sociales, que no respeta espacios privados ni públicos, en uno de los años más cruentos de la guerra salvadoreña. La familia Aragón sirve de nudo alrededor del cual giran los hechos de las tres novelas y a partir del cual la escritura teje una compleja trama de relaciones secretas y de traiciones. Son cuarenta años novelados para tratar de descubrir en su imbricado tejido una historia, la de una violenta guerra sucia y el final de una familia.

En la mayor parte de los relatos estudiados el tiempo histórico se fragmenta en un mosaico narrativo; además, en casi todos, los personajes y los acontecimientos ficticios se mezclan con los hechos y los documentos históricos, sin ocultar la procedencia –la web, por ejemplo-. La referencia a épocas convulsas de la historia centroamericana delinea un mapa violento, de guerra: es la época de ruptura de las reglas que sostenían el equilibrio con lo cual sus propios gobiernos destruyeron las sociedades que les tocaba proteger.

http://www.campus.una.ac.cr/ediciones/2012/mayo/2012mayo_pag11.html

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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