La Lucha Por La Vida III
Prólogo.
Cómo Juan dejó de ser seminarista.
Habían salido los dos muchachos a
pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un
pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase
indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión
jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de
mirar adusto y un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían
aire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la
corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro,
con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba,
entre absorto y distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre
una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres
más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero,
subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del
pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del
boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De
pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca
humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina
suave.
-Vámonos ya -dijo el más alto de los mozos.
-Vamos -repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y
comenzaron a andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La
carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo
de las hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por
el otoño, hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva.
Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas
secas, que correteaban por el camino.
-Pasado mañana ya estaremos allí -dijo el mocetón alegremente.
-Quién sabe -replicó el otro.
-¿Cómo, quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
-Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
-¿Que no vas?
-No.
-¿Y por qué?
-Porque estoy decidido a no ser cura.
Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó
contemplando a su amigo con extrañeza.
-¡Pero tú estás loco, Juan!
-No; no estoy loco, Martín.
-¿No piensas volver al seminario?
-No.
-¿Y qué vas a hacer?
-Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
-¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
-Es que yo no creo en nada.
El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
-Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
-Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador -dijo el más
bajo de los dos con vehemencia-, y yo no quiero engañar a la gente,
como él.
-Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, ¿me haría cura?
No; me iría al campo y viviría la vida rústica, y trabajaría la
tierra con mis propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis,
exercet suis; pero no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas
están esperando a que acabe la carrera. ¿Y qué voy a hacer? Lo que
harás tú también.
-No; yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al
seminario.
-¿Y cómo vas a vivir?
-No sé; el mundo es grande.
-Eso es una niñada. Tú estás bien, tienes una beca en el
seminario. No tienes familia. Los profesores han sido buenos para
ti..., podrás doctorarte..., podrás predicar..., ser canónigo...,
quizá obispo.
-Aunque me prometieran que había de ser Papa no volvería al
seminario.
-Pero ¿por qué?
-Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto a
otro.
La noche se entraba a más andar, y los dos muchachos apresuraron el
paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
-¡Bah!... Cambiarás de parecer.
La lucha por la vida III. Aurora roja
-Nunca.
-Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te
ha hecho decidirte.
-No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que
hay en el seminario; al principio lo que vi, me asombró y me dio
asco; luego, me lo he explicado todo. No es que los curas son malos;
es que la religión es mala.
-Tú no sabes lo que dices, Juan.
-Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala,
porque es mentira.
-Chico, me asombra oírte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el
mejor discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como
decía el padre Modesto!
-El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un
alucinado.
-¿Tampoco crees en él? Pero ¿cómo has cambiado de ese modo?
-Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando
comencé a estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía
tenía alguna fe. Aquel año fue el del escándalo que dio el padre
Pulpon con uno de los chicos del primer curso, y, te digo la verdad,
para mí, fue como si me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo
que con don Tirso, estudiaba con el padre Belda, que, como dice el
lectoral, es un ignorante profeso. El padre Belda le odia al padre
Pulpon, porque Pulpon sabe más que él, y encargó a otro chico y a
mí que nos enteráramos de lo que había pasado. Aquello fue como
meterse en una letrina. ¡Yo, qué había de sospechar lo que pasaba!
No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo digo: el
seminario es una porquería completa.
-Sí, ya lo sé.
-Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me
pasó, al principio sentí asombro; luego, una gran indignación
contra toda esa tropa de curas viciosos que desacreditan su
ministerio. Luego leí libros, y pensé y sufrí mucho, y desde
entonces ya no creo.
-¿Libros prohibidos?
-Sí.
-Últimamente, en la época de los exámenes dibujé una caricatura
brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la
entregó.
Estábamos a la puerta del seminario hablando, cuando se presentó
él:
«Quién ha hecho esto?», dijo, enseñando el dibujo. Todos se
callaron; yo me quedé parado. «¿Lo has hecho tú?», me preguntó.
«Sí, señor». «Bien, ya tendremos tiempo de vernos». Te digo que
con esa amenaza los primeros días que estuve aquí no podía ni
dormir. Estuve pensando una porción de cosas para sustraerme a su
venganza, hasta que se me ocurrió que lo más sencillo era no volver
al seminario.
-Yesos libros que has leído, ¿qué dicen?
-Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no
conocemos.
-¡Malhaya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
-El primero que leí fue Los Misterios de París; después, El judío
errante y Los Miserables.
-¿Son de Voltaire?
-No.
Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos
libros.
-¿Dirán barbaridades?
-No.
-¡Cuenta! ¡Cuenta!
En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que
recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó a
narrar lo que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada;
parecía haber vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro
de Escuela, el príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba a
todos con sus rasgos característicos.
Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido
por la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo
declamador y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista
entusiasta.
Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar
el puente. El río, turbio, rápido, de color de cieno, pasaba
murmurando por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una
alta presa cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su
lomo haces de cañas y montones de ramas secas.
Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía
contando.
La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos
principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos,
iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio
del barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas
tortuosas, pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
Tras de los héroes de Eugenio Sué, fueron desfilando los de Víctor
Hugo, monseñor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina,
los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una
terrible danza macabra.
-Después de esto -terminó diciendo Juan- he leído los libros de
Marco Aurelio y los Comentarios, de César, y he aprendido lo que es
la vida.
-Nosotros no vivimos -murmuró con cierta melancolía Martín-. Es
verdad; no vivimos.
Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
La lucha por la vida III. Aurora roja
-Pero, bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico
como santo Tomás?
-Sí -afirmó categóricamente Juan.
-¿Y un poeta como Horacio?
-También.
-Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
-Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que
escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues, bien, los
Horacios de ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil
años. Aunque dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
Esta conjetura, un tanto audaz, dejó a Martín pensativo. Era, sin
duda, muy posible lo que Juan decía; tales podían ser las mudanzas
y truecos de las cosas.
Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia,
cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. La
pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en
los saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los
escudos labrados en los chaflanes de las casas.
-¡Eres muy valiente, Juan! -murmuró Martín.
-¡Bah!
-Sí, muy valiente.
Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.
-Son las ocho -dijo Juan-; me voy a casa. Tú mañana te vas, ¿eh?
-Sí; ¿quieres algo para allá?
-Nada. Si te preguntan por mí, dices que no me has visto.
-¿Pero es tu última resolución?
-La última.
-¿Por qué no esperar?
-No. Me he decidido ya a no retroceder nunca.
-Entonces, ¿hasta cuando?
-No sé...; pero creo que nos volveremos a ver alguna vez. ¡Adiós!
-Adiós; me alegraré que te vaya bien por esos mundos.
Se dieron la mano. Juan salió por detrás de la iglesia al ejido del
pueblo, en donde había una gran cruz; luego bajó hacia el puente.
Martín entró por una tortuosa callejuela, un tanto melancólico.
Aquella rápida visión de una vida intensa le había turbado el
ánimo.
Juan, en cambio, marchaba alegre y decidido. Tomó el camino de la
estación, que era el suyo. Una calma profunda envolvía el campo; la
luna brillaba en el cielo; una niebla azul se levantaba sobre la
tierra húmeda, y en el silencio de la noche apacible, sólo se oía
el estruendo de las aguas tumultuosas del río al derrumbarse desde
la presa.
Pronto vio Juan a lo lejos brillar entre la bruma un foco eléctrico.
Era de la estación. Estaba desierta; entró Juan en una oscura sala
ocupada por fardos y pellejos. Andaba por allí un hombre con una
linterna.
-¿Eres tú? -le dijo a Juan.
-Sí.
-¿Qué has hecho que has venido tan tarde?
-He estado despidiéndome de la gente.
-Bueno; ya tienes preparado tu equipaje. ¿A qué hora vas a salir?
-Ahora mismo.
-Está bien.
Juan entró en la casa de su tío, y luego en su cuarto; tomó un
saco de viaje y un morralillo, y salió al andén. Se oyó el timbre
anunciando la salida del tren de la estación inmediata; poco
después, un lejano silbido.
La locomotora avanzó, echando bocanadas de humo. Juan subió a un
coche de tercera.
-Adiós, tío.
-Adiós, y recuerdos.
Echó a andar el tren por el campo oscuro, como si tuviera miedo de
no llegar; a la media hora se detuvo en un apeadero desierto: un
cobertizo de cinc con un banco y un farol. Juan cogió su equipaje y
saltó del vagón.
El tren, inmediatamente, siguió su marcha. La noche estaba fría; la
luna se había ocultado tras del lejano horizonte, y las estrellas
temblaban en el alto cielo; cerca se oía el rumor confuso y
persistente del río. Juan se acercó a la orilla y abrió su saco de
viaje. Tanteando, encontró su manteo, su tricornio y la beca, los
libros de texto y los apuntes. Volvió a meterlo todo, menos la ropa
blanca, en el saco de viaje, e introdujo, además, dentro, una
piedra; luego, haciendo un esfuerzo, tiró el bulto al agua, y el
manteo, el tricornio, la beca, los apuntes, la metafísica y la
teología fueron a parar al fondo del río. Hecho esto se alejó de
allí, y tomó por la carretera. -¡Siempre adelante! -murmuró-. No
hay que retroceder.
Toda la noche estuvo caminando sin encontrar a nadie; al amanecer se
cruzó con una fila de carretas de bueyes, cargadas de madera
aserrada y de haces de jara y de retama; por delante de cada yunta,
con la aijada al hombro, marchaban mujeres, cubierta la cabeza con el
refajo.
Se enteró Juan por ellas del camino que debía seguir, y cuando el
sol comenzó a calentar, se tendió en la oquedad de una piedra,
sobre las hojas secas. Se despertó al mediodía, comió un poco de
pan, bebió agua en un arroyo, y, antes de comenzar la marcha, leyó
un trozo de los Comentarios, de César.
Reconfortado su espíritu con la lectura, se levantó y siguió
andando.
En la soledad, su espíritu atento encontró el campo lleno de
interés. ¡Qué diversas formas! ¡Qué diversos matices de follaje
presentaban los árboles! Unos, altos, robustos, valientes; otros,
rechonchos, achaparrados; unos, todavía verdes; otros, amarillos;
unos, rojos, de cobre; otros, desnudos de follaje, descarnados como
esqueletos; cada uno de ellos, según su clase, tenía hasta un
sonido distinto al ser azotado por el viento: unos temblaban con
todas sus ramas, como un paralítico con todos sus miembros; otros
doblaban su cuerpo en una solemne reverencia; algunos, rígidos e
inmóviles, de hoja verde, perenne, apenas se estremecían con las
ráfagas de aire. Luego el sol jugueteaba entre las hojas, y aquí
blanqueaba y allí enrojecía, y en otras partes parecía abrir
agujeros de luz entre las masas de follaje. ¡Qué enorme variedad!
Juan sentía despertarse en su alma, ante el contacto de la
Naturaleza, sentimientos de una dulzura infinita.
Pero no quería abandonarse a su sentimentalismo, y durante el día
dos o tres veces leía en alta voz los Comentarios, de César, y esta
lectura era para él una tonificación de la voluntad...
Una mañana cruzaba de prisa un húmedo helechal, cuando se le
presentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de
una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas,
aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos dijo:
-Aquí hay sangre.
-Entonces alguien ha cobrado la pieza -exclamó uno de los guardas-.
Será éste -y abalanzándose a Juan le asió fuertemente del brazo-.
¿Tú has cogido una liebre muerta aquí?
-Yo, no -contestó Juan.
-Sí; tú la has cogido. Tráela -y el guarda le agarró a Juan de
una oreja.
-Yo no he cogido nada. Suelte usted.
-Registradle.
El otro guarda le sacó el morral y lo abrió. No había nada.
-Entonces la has escondido —-dijo el primer guarda sujetándole a
Juan del cuello-. Di, dónde está.
-Que digo que yo nada he cogido -exclamó Juan, sofocado y lleno de
ira.
-Ya lo confesarás -murmuró el guarda, quitándose el cinturón y
amenazándole con él.
Los chicos que acompañaban a los guardas en el ojeo rodearon a Juan,
riéndose. Éste se preparó para la defensa. El guarda, algo
asustado, se detuvo. En esto se acercó al grupo un señor, vestido
de pana, con pantalón corto, polainas y sombrero ancho, blanco.
-¿Qué se hace? -gritó furioso-. Aquí estamos esperando. ¿Por qué
no se sigue el ojeo?
El guarda explicó lo que pasaba.
-Darle una buena azotaina -dijo el señor.
Se iba a proceder a lo mandado, cuando un chico vino corriendo a
decir que había pasado a campo traviesa un hombre escotero, con una
liebre en la mano.
-Entonces, no era éste el ladrón. Vámonos.
-¡Por Cristo, que si alguna vez puedo -gritó Juan al guardame he de
vengar cruelmente!
Corriendo, devorando lágrimas de rabia, atravesó el helechal, hasta
salir al camino; no había andado cien pasos, cuando vio de pie, con
la escopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.
-No pases -le gritó éste.
-El camino es de todos -contestó Juan, y siguió andando.
-Que no pases, te digo.
Juan no hizo caso; adelantó con la cabeza erguida, sin mirar atrás.
En esto sonó una detonación, y Juan sintió un dolor ligero en el
hombro. Se llevó la mano por encima de la chaqueta y vio que tenía
sangre.
-¡Canalla! ¡Bandido! -gritó.
-Te lo había dicho. Así aprenderás a obedecer -contestó el
cazador.
Siguió Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez más.
Le quedaban todavía unos céntimos, y llamó en una ventana que
encontró en el camino. Entró en el zaguán y contó lo que le había
pasado.
La ventera le trajo un poco de agua para lavarse la herida, y después
le llevó al pajar. Había allí otro hombre tendido, y, al oír
quejarse a Juan, le preguntó lo que tenía. Se lo contó Juan, y el
hombre dijo:
-Vamos a ver qué es eso.
Tomó el farol que había dejado la ventera en el dintel del pajar, y
le reconoció la herida.
-Tienes tres perdigones. Descansa unos días, y se te curará esto.
Juan no pudo dormir con el dolor en toda la noche. A la mañana
siguiente, al rayar el alba, se levantó y salió de la venta.
El hombre que dormía en el pajar le dijo:
-Pero ¿adónde vas?
-Adelante; no me paro por esto.
-¡Eres valiente! Vamos andando.
Tenía Juan el hombro hinchado y le dolía al andar; pero, después
de una caminata de dos horas, ya no sintió el dolor. El hombre del
pajar era un mendigo vagabundo.
Al cabo de un rato de marcha, le dijo a Juan:
-Siento que por mi causa te hayan jugado una mala partida.
-¿Por su causa? -preguntó Juan.
-Sí; yo me llevé la liebre. Pero hoy la comeremos los dos.
Efectivamente, al llegar al cauce de un río, el vagabundo encendió
fuego y guisó un trozo de la liebre. La comieron los dos, y
siguieron andando.
Cerca de una semana pasó Juan con el vagabundo. Era éste un tipo
vulgar, mitad mendigo, mitad ladrón; poco inteligente, pero hábil.
No tenía más que un sentimiento fuerte, el odio por el labrador,
unido a un instinto antisocial enérgico. En un pueblo donde se
celebraban ferias, el vagabundo, reunido con unos gitanos,
desapareció con ellos.
Un día estaba Juan sentado en la hierba; al borde de un sendero,
leyendo, cuando se le presentaron dos guardias civiles.
-¿Qué hace usted aquí? - le preguntó uno de ellos.
-Voy de camino.
-¿Tiene usted cédula?
-No, señor.
-Entonces, venga usted con nosotros.
-Vamos allá.
Metió Juan el libro en el bolsillo, se levantó y echaron los tres a
andar.
Uno de los guardias tenía grandes bigotes amenazadores y el ceño
terrible; el otro parecía campesino. De pronto, el de los bigotes,
mirando a Juan de modo fosco, le preguntó:
-Tú te habrás escapado de casa, ¿eh?
-Yo, no, señor.
-¿Adónde vas?
-A Barcelona.
-¿Así, andando?
-No tengo dinero.
-Mira, dinos la verdad y te dejamos marchar.
-Pues la verdad es que soy estudiante de cura y he ahorcado los
hábitos.
-Has hecho bien -gritó el de los bigotes.
-¿Y por qué no quieres ser cura? -preguntó el otro-. Es un bonito
empleo.
-No tengo vocación.
-Además, le gustarán las chicas -añadió el bigotudo-. Y tus
padres, ¿qué han dicho a eso?
-No tengo padre ni madre.
-¡Ah!, entonces..., entonces, es otra cosa...; estás en tu derecho.
Al decir esto, el de los bigotes sonrió. A primera vista era un
hombre imponente; pero, al hablar, se le notaba en los ojos y en la
sonrisa una gran expresión de bondad.
-¿Y qué vas a hacer en Barcelona?
-Quiero ser dibujante.
-¿Sabes algo ya del oficio?
-Sí; algo sé.
Fueron así charlando, atravesaron unos pinares en donde el sol
brillaba espléndido, y se acercaron a un pueblecito que en la falda
de una montaña se asentaba. Juan, a su vez, hizo algunas preguntas
acerca del nombre de las plantas y de los árboles a los guardias. Se
veía que los dos habían trocado el carácter adusto y amenazador
del soldado, por la serenidad y la filosofía del hombre del campo.
Al entrar en una calzada en cuesta, que llevaba al pueblo, se les
acercó un hombre a caballo, ya viejo, y con boina.
-¡Hola, señores! ¡Buenas tardes! -dijo.
-¡Hola, señor médico!
-¿Quién es este muchacho?
-Uno que hemos encontrado en el camino leyendo.
-¿Lo llevan ustedes preso?
-No.
El médico hizo algunas preguntas a Juan, y éste le explicó adónde
iba y lo que pensaba hacer; y hablando todos juntos, llegaron al
pueblo.
-Vamos a ver tus habilidades -dijo el médico-. Entraremos aquí, en
casa del alcalde.
La casa del alcalde era de esas tiendas del pueblo en donde se vende
de todo, y que son, además, medio posadas y medio tabernas.
-Danos una hoja de papel blanco -dijo el médico a la muchacha del
mostrador.
-No hay -contestó ella muy desazonada.
-¿Habrá un plato? -preguntó Juan.
-Sí, eso sí.
Trajeron un plato y Juan lo ahumó con el candil. Después cogió una
varita, la hizo punta y comenzó a dibujar con ella. El médico, los
dos guardias y algunos otros que habían entrado, rodearon al
muchacho y se pusieron a mirar lo que hacía, con verdadera
curiosidad. Juan dibujó una luna entre nubes y el mar iluminado por
ella, y unas lanchitas con las velas desplegadas.
La obra produjo verdadera admiración entre todos.
-No vale nada -dijo Juan-; todavía no sé.
-¿Cómo que no vale nada? -replicó el médico-. Está muy bien. Yo
me llevo esto. Vete mañana a mi casa. Tienes que hacerme dos platos
como éste, y además un dibujo grande.
Los dos guardias también querían que Juan les pintase un plato;
pero había de ser igual que el del médico; con las mismas nubes, y
las mismas lanchitas.
Durmió Juan en la posada, y al día siguiente fue a casa del médico,
el cual le dio una fotografía para que la copiase en tamaño grande.
Tardó unos días en hacer su obra. Mientras tanto, comió en casa
del médico.
Era este señor viudo y tenía siete hijos. La mayor, una muchacha de
la edad de Juan, con una larga trenza rubia, se llamaba Margarita y
hacía de ama de casa. Juan le contó ingenuamente su vida. Al cabo
de una semana de estar allí, al despedirse de todos, le dijo a
Margarita con cierta solemnidad:
-Si consigo alguna vez lo que quiero, la escribiré a usted.
-Bueno -contestó ella riéndose.
Antes de su salida del pueblo fue Juan a despedirse también de los
dos guardias.
-Vas a ir por el monte o por la carretera? -le preguntó el de los
bigotes.
-No sé.
-Si vas por el monte, nosotros te enseñaremos el camino.
-Entonces, iré por el monte.
Al amanecer, después de una noche de insomnio, sobre el duro saco de
paja, se levantó Juan; en la cocina de la venta estaban ya los
guardias. Salieron los tres. Aún no había amanecido cuando
comenzaron a subir por el camino en zigzag, lleno de piedras blancas,
que escalaba el monte, entre encinas corpulentas de hojas rojizas.
Salió el sol; desde la altura se veía el pueblo en el fondo de un
valle estrecho; Juan buscó con la mirada la casa del médico; en una
de las ventanas había una figura de mujer. Juan sacó su pañuelo y
lo hizo ondear en el aire; luego se secó disimuladamente una
lágrima... Siguieron andando; desde allá el sendero corría en
línea recta por el declive de una falda cubierta de césped en la
que los rebaños blancos y negros pastaban al sol; luego, las sendas
se divisaban y se juntaban camino adelante. Encontraron al paso un
viejo harapiento, con las guedejas largas y la barba hirsuta. Iba
descalzo, apenas vestido, y llevaba una piedra al hombro. Le llamaron
los dos guardias, el hombre miró de través y siguió andando.
-Es un inocente -dijo el de los bigotes-; ahí abajo vive solo, con
su perro
-y mostró una casa de ganado, con una huerta limitada por tapia baja
hecha de grandes piedras.
Al final del sendero que atravesaba el declive, el camino se torcía
y pasaba por entre pinares, hasta terminar junto al lecho seco de un
torrente lleno de ramas muertas. Los guardias y Juan comenzaron a
subir por allá. Era la ascensión fatigosa. Juan, rendido, se paraba
a cada instante, y el guardia de los bigotes le gritaba con voz
campanuda:
-No hay que pararse. Al que se pare le voy a dar dos palos -y después
añadía, sonriendo y haciendo molinetes con una garrota que acababa
de cortar-: ¡Arriba, chiquito!
Terminó la subida por el lecho del torrente y pudieron descansar en
un abrigadero de la montaña. Se divisaban desde allá extensiones
sin límites, cordilleras lejanas como murallas azules, sierras
desnudas de color de ocre y de color de rosa, montes apoyados unos en
otros. El sol se había ocultado; algunos nubarrones violáceos
avanzaban lentamente por el cielo azul.
-Tendrás que volver con nosotros, chiquito -dijo el guardia de los
bigotes-; se barrunta la borrasca.
-Yo sigo adelante -dijo Juan.
-Tanta prisa tienes?
-Sí, no quiero volver atrás.
-Entonces, no esperes; vete de prisa a ganar aquella quebrada.
Pasándola, poco después hay un chozo donde podrás guarecerte.
-Bueno. ¡Adiós!
-¡Adiós, chiquito!
Juan estaba cansado, pero se levantó y comenzó a subir la última
estribación del monte por una escabrosa y agria cuesta.
-No hay que retroceder nunca -murmuró entre dientes.
Los nubarrones iban ocultando el cielo; el viento venía denso,
húmedo, lleno de olor de tierra; en las laderas las ráfagas
huracanadas rizaban la hierba amarillenta; en las cumbres, el aire
apenas movía las copas de los árboles de hojas rojizas. Luego, las
faldas de los montes se borraron envueltas en la niebla; el cielo se
oscureció más; pasó una bandada de pájaros gritando...
Comenzaron a oírse a lo lejos los truenos; algunas gruesas gotas de
agua sonaron entre el follaje; las hojas secas danzaron frenéticas
de aquí para allá; corrían en pelotón por la hierba, saltaban por
encima de las malezas, escalaban los troncos de los árboles, caían
y volvían a rodar por los senderos... De repente, un relámpago
formidable desgarró con su luz el aire, y al mismo tiempo, una
catarata comenzó a caer de las nubes. El viento movió con rabia
loca los árboles y pareció querer aplastarlos contra el suelo.
Juan llegó a la parte más alta del monte, un callejón entre
paredes de roca. Las bocanadas de viento encajonado no le dejaban
avanzar.
Los relámpagos se sucedían sin intervalos; el monte, continuamente
lleno de luz, temblaba y palpitaba con el fragor de la tempestad y
parecía que iba a hacerse pedazos.
-No hay que retroceder -se decía Juan a sí mismo.
La hermosura del espectáculo le admiraba en vez de darle terror; en
las puntas de los hastiales de ambos lados de esquistos agudos caían
los rayos como flechas.
Juan siguió a la luz de los relámpagos a lo largo de aquel
desfiladero hasta encontrar la salida.
Al llegar aquí, se detuvo a descansar un instante. El corazón le
latía con violencia; apenas podía respirar.
Ya la tempestad huía; abajo, por la otra parte de la quebrada, se
veía brillar el sol sobre la mancha verde de los pinares...; el agua
clara y espumosa corría a buscar los torrentes; entre las masas
negruzcas de las nubes aparecían jirones de cielo azul.
-¡Adelante siempre! -murmuró Juan. Y siguió su camino.