jueves, 5 de julio de 2018

PIO BAROJA. (FRAGMENTO. NOVELA. AURORA ROJA).



La Lucha Por La Vida III



Prólogo.

Cómo Juan dejó de ser seminarista.

Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
-Vámonos ya -dijo el más alto de los mozos.
-Vamos -repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron a andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño, hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino.
-Pasado mañana ya estaremos allí -dijo el mocetón alegremente.
-Quién sabe -replicó el otro.
-¿Cómo, quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
-Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
-¿Que no vas?
-No.
-¿Y por qué?
-Porque estoy decidido a no ser cura.
Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando a su amigo con extrañeza.
-¡Pero tú estás loco, Juan!
-No; no estoy loco, Martín.
-¿No piensas volver al seminario?
-No.
-¿Y qué vas a hacer?
-Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
-¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
-Es que yo no creo en nada.
El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
-Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
-Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador -dijo el más bajo de los dos con vehemencia-, y yo no quiero engañar a la gente, como él.
-Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, ¿me haría cura? No; me iría al campo y viviría la vida rústica, y trabajaría la tierra con mis propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis, exercet suis; pero no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas están esperando a que acabe la carrera. ¿Y qué voy a hacer? Lo que harás tú también.
-No; yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al seminario.
-¿Y cómo vas a vivir?
-No sé; el mundo es grande.
-Eso es una niñada. Tú estás bien, tienes una beca en el seminario. No tienes familia. Los profesores han sido buenos para ti..., podrás doctorarte..., podrás predicar..., ser canónigo..., quizá obispo.
-Aunque me prometieran que había de ser Papa no volvería al seminario.
-Pero ¿por qué?
-Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto a otro.
La noche se entraba a más andar, y los dos muchachos apresuraron el paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
-¡Bah!... Cambiarás de parecer.
La lucha por la vida III. Aurora roja
-Nunca.
-Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te ha hecho decidirte.
-No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que hay en el seminario; al principio lo que vi, me asombró y me dio asco; luego, me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religión es mala.
-Tú no sabes lo que dices, Juan.
-Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala, porque es mentira.
-Chico, me asombra oírte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el mejor discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como decía el padre Modesto!
-El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un alucinado.
-¿Tampoco crees en él? Pero ¿cómo has cambiado de ese modo?
-Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando comencé a estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía tenía alguna fe. Aquel año fue el del escándalo que dio el padre Pulpon con uno de los chicos del primer curso, y, te digo la verdad, para mí, fue como si me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso, estudiaba con el padre Belda, que, como dice el lectoral, es un ignorante profeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe más que él, y encargó a otro chico y a mí que nos enteráramos de lo que había pasado. Aquello fue como meterse en una letrina. ¡Yo, qué había de sospechar lo que pasaba! No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo digo: el seminario es una porquería completa.
-Sí, ya lo sé.
-Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me pasó, al principio sentí asombro; luego, una gran indignación contra toda esa tropa de curas viciosos que desacreditan su ministerio. Luego leí libros, y pensé y sufrí mucho, y desde entonces ya no creo.
-¿Libros prohibidos?
-Sí.
-Últimamente, en la época de los exámenes dibujé una caricatura brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la entregó.
Estábamos a la puerta del seminario hablando, cuando se presentó él:
«Quién ha hecho esto?», dijo, enseñando el dibujo. Todos se callaron; yo me quedé parado. «¿Lo has hecho tú?», me preguntó. «Sí, señor». «Bien, ya tendremos tiempo de vernos». Te digo que con esa amenaza los primeros días que estuve aquí no podía ni dormir. Estuve pensando una porción de cosas para sustraerme a su venganza, hasta que se me ocurrió que lo más sencillo era no volver al seminario.
-Yesos libros que has leído, ¿qué dicen?
-Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no conocemos.
-¡Malhaya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
-El primero que leí fue Los Misterios de París; después, El judío errante y Los Miserables.
-¿Son de Voltaire?
-No.
Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos libros.
-¿Dirán barbaridades?
-No.
-¡Cuenta! ¡Cuenta!
En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó a narrar lo que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada; parecía haber vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de Escuela, el príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba a todos con sus rasgos característicos.
Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido por la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.
Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar el puente. El río, turbio, rápido, de color de cieno, pasaba murmurando por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una alta presa cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo haces de cañas y montones de ramas secas.
Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía contando.
La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos, iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio del barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas, pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
Tras de los héroes de Eugenio Sué, fueron desfilando los de Víctor Hugo, monseñor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina, los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una terrible danza macabra.
-Después de esto -terminó diciendo Juan- he leído los libros de Marco Aurelio y los Comentarios, de César, y he aprendido lo que es la vida.
-Nosotros no vivimos -murmuró con cierta melancolía Martín-. Es verdad; no vivimos.
Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
La lucha por la vida III. Aurora roja
-Pero, bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico como santo Tomás?
-Sí -afirmó categóricamente Juan.
-¿Y un poeta como Horacio?
-También.
-Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
-Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues, bien, los Horacios de ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil años. Aunque dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
Esta conjetura, un tanto audaz, dejó a Martín pensativo. Era, sin duda, muy posible lo que Juan decía; tales podían ser las mudanzas y truecos de las cosas.
Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia, cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. La pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en los saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudos labrados en los chaflanes de las casas.
-¡Eres muy valiente, Juan! -murmuró Martín.
-¡Bah!
-Sí, muy valiente.
Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.
-Son las ocho -dijo Juan-; me voy a casa. Tú mañana te vas, ¿eh?
-Sí; ¿quieres algo para allá?
-Nada. Si te preguntan por mí, dices que no me has visto.
-¿Pero es tu última resolución?
-La última.
-¿Por qué no esperar?
-No. Me he decidido ya a no retroceder nunca.
-Entonces, ¿hasta cuando?
-No sé...; pero creo que nos volveremos a ver alguna vez. ¡Adiós!
-Adiós; me alegraré que te vaya bien por esos mundos.
Se dieron la mano. Juan salió por detrás de la iglesia al ejido del pueblo, en donde había una gran cruz; luego bajó hacia el puente. Martín entró por una tortuosa callejuela, un tanto melancólico. Aquella rápida visión de una vida intensa le había turbado el ánimo.
Juan, en cambio, marchaba alegre y decidido. Tomó el camino de la estación, que era el suyo. Una calma profunda envolvía el campo; la luna brillaba en el cielo; una niebla azul se levantaba sobre la tierra húmeda, y en el silencio de la noche apacible, sólo se oía el estruendo de las aguas tumultuosas del río al derrumbarse desde la presa.
Pronto vio Juan a lo lejos brillar entre la bruma un foco eléctrico. Era de la estación. Estaba desierta; entró Juan en una oscura sala ocupada por fardos y pellejos. Andaba por allí un hombre con una linterna.
-¿Eres tú? -le dijo a Juan.
-Sí.
-¿Qué has hecho que has venido tan tarde?
-He estado despidiéndome de la gente.
-Bueno; ya tienes preparado tu equipaje. ¿A qué hora vas a salir?
-Ahora mismo.
-Está bien.
Juan entró en la casa de su tío, y luego en su cuarto; tomó un saco de viaje y un morralillo, y salió al andén. Se oyó el timbre anunciando la salida del tren de la estación inmediata; poco después, un lejano silbido.
La locomotora avanzó, echando bocanadas de humo. Juan subió a un coche de tercera.
-Adiós, tío.
-Adiós, y recuerdos.
Echó a andar el tren por el campo oscuro, como si tuviera miedo de no llegar; a la media hora se detuvo en un apeadero desierto: un cobertizo de cinc con un banco y un farol. Juan cogió su equipaje y saltó del vagón.
El tren, inmediatamente, siguió su marcha. La noche estaba fría; la luna se había ocultado tras del lejano horizonte, y las estrellas temblaban en el alto cielo; cerca se oía el rumor confuso y persistente del río. Juan se acercó a la orilla y abrió su saco de viaje. Tanteando, encontró su manteo, su tricornio y la beca, los libros de texto y los apuntes. Volvió a meterlo todo, menos la ropa blanca, en el saco de viaje, e introdujo, además, dentro, una piedra; luego, haciendo un esfuerzo, tiró el bulto al agua, y el manteo, el tricornio, la beca, los apuntes, la metafísica y la teología fueron a parar al fondo del río. Hecho esto se alejó de allí, y tomó por la carretera. -¡Siempre adelante! -murmuró-. No hay que retroceder.
Toda la noche estuvo caminando sin encontrar a nadie; al amanecer se cruzó con una fila de carretas de bueyes, cargadas de madera aserrada y de haces de jara y de retama; por delante de cada yunta, con la aijada al hombro, marchaban mujeres, cubierta la cabeza con el refajo.
Se enteró Juan por ellas del camino que debía seguir, y cuando el sol comenzó a calentar, se tendió en la oquedad de una piedra, sobre las hojas secas. Se despertó al mediodía, comió un poco de pan, bebió agua en un arroyo, y, antes de comenzar la marcha, leyó un trozo de los Comentarios, de César.
Reconfortado su espíritu con la lectura, se levantó y siguió andando.
En la soledad, su espíritu atento encontró el campo lleno de interés. ¡Qué diversas formas! ¡Qué diversos matices de follaje presentaban los árboles! Unos, altos, robustos, valientes; otros, rechonchos, achaparrados; unos, todavía verdes; otros, amarillos; unos, rojos, de cobre; otros, desnudos de follaje, descarnados como esqueletos; cada uno de ellos, según su clase, tenía hasta un sonido distinto al ser azotado por el viento: unos temblaban con todas sus ramas, como un paralítico con todos sus miembros; otros doblaban su cuerpo en una solemne reverencia; algunos, rígidos e inmóviles, de hoja verde, perenne, apenas se estremecían con las ráfagas de aire. Luego el sol jugueteaba entre las hojas, y aquí blanqueaba y allí enrojecía, y en otras partes parecía abrir agujeros de luz entre las masas de follaje. ¡Qué enorme variedad! Juan sentía despertarse en su alma, ante el contacto de la Naturaleza, sentimientos de una dulzura infinita.
Pero no quería abandonarse a su sentimentalismo, y durante el día dos o tres veces leía en alta voz los Comentarios, de César, y esta lectura era para él una tonificación de la voluntad...
Una mañana cruzaba de prisa un húmedo helechal, cuando se le presentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas, aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos dijo:
-Aquí hay sangre.
-Entonces alguien ha cobrado la pieza -exclamó uno de los guardas-.
Será éste -y abalanzándose a Juan le asió fuertemente del brazo-. ¿Tú has cogido una liebre muerta aquí?
-Yo, no -contestó Juan.
-Sí; tú la has cogido. Tráela -y el guarda le agarró a Juan de una oreja.
-Yo no he cogido nada. Suelte usted.
-Registradle.
El otro guarda le sacó el morral y lo abrió. No había nada.
-Entonces la has escondido —-dijo el primer guarda sujetándole a Juan del cuello-. Di, dónde está.
-Que digo que yo nada he cogido -exclamó Juan, sofocado y lleno de ira.
-Ya lo confesarás -murmuró el guarda, quitándose el cinturón y amenazándole con él.
Los chicos que acompañaban a los guardas en el ojeo rodearon a Juan, riéndose. Éste se preparó para la defensa. El guarda, algo asustado, se detuvo. En esto se acercó al grupo un señor, vestido de pana, con pantalón corto, polainas y sombrero ancho, blanco.
-¿Qué se hace? -gritó furioso-. Aquí estamos esperando. ¿Por qué no se sigue el ojeo?
El guarda explicó lo que pasaba.
-Darle una buena azotaina -dijo el señor.
Se iba a proceder a lo mandado, cuando un chico vino corriendo a decir que había pasado a campo traviesa un hombre escotero, con una liebre en la mano.
-Entonces, no era éste el ladrón. Vámonos.
-¡Por Cristo, que si alguna vez puedo -gritó Juan al guardame he de vengar cruelmente!
Corriendo, devorando lágrimas de rabia, atravesó el helechal, hasta salir al camino; no había andado cien pasos, cuando vio de pie, con la escopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.
-No pases -le gritó éste.
-El camino es de todos -contestó Juan, y siguió andando.
-Que no pases, te digo.
Juan no hizo caso; adelantó con la cabeza erguida, sin mirar atrás. En esto sonó una detonación, y Juan sintió un dolor ligero en el hombro. Se llevó la mano por encima de la chaqueta y vio que tenía sangre.
-¡Canalla! ¡Bandido! -gritó.
-Te lo había dicho. Así aprenderás a obedecer -contestó el cazador.
Siguió Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez más.
Le quedaban todavía unos céntimos, y llamó en una ventana que encontró en el camino. Entró en el zaguán y contó lo que le había pasado.
La ventera le trajo un poco de agua para lavarse la herida, y después le llevó al pajar. Había allí otro hombre tendido, y, al oír quejarse a Juan, le preguntó lo que tenía. Se lo contó Juan, y el hombre dijo:
-Vamos a ver qué es eso.
Tomó el farol que había dejado la ventera en el dintel del pajar, y le reconoció la herida.
-Tienes tres perdigones. Descansa unos días, y se te curará esto.
Juan no pudo dormir con el dolor en toda la noche. A la mañana siguiente, al rayar el alba, se levantó y salió de la venta.
El hombre que dormía en el pajar le dijo:
-Pero ¿adónde vas?
-Adelante; no me paro por esto.
-¡Eres valiente! Vamos andando.
Tenía Juan el hombro hinchado y le dolía al andar; pero, después de una caminata de dos horas, ya no sintió el dolor. El hombre del pajar era un mendigo vagabundo.
Al cabo de un rato de marcha, le dijo a Juan:
-Siento que por mi causa te hayan jugado una mala partida.
-¿Por su causa? -preguntó Juan.
-Sí; yo me llevé la liebre. Pero hoy la comeremos los dos.
Efectivamente, al llegar al cauce de un río, el vagabundo encendió fuego y guisó un trozo de la liebre. La comieron los dos, y siguieron andando.
Cerca de una semana pasó Juan con el vagabundo. Era éste un tipo vulgar, mitad mendigo, mitad ladrón; poco inteligente, pero hábil. No tenía más que un sentimiento fuerte, el odio por el labrador, unido a un instinto antisocial enérgico. En un pueblo donde se celebraban ferias, el vagabundo, reunido con unos gitanos, desapareció con ellos.
Un día estaba Juan sentado en la hierba; al borde de un sendero, leyendo, cuando se le presentaron dos guardias civiles.
-¿Qué hace usted aquí? - le preguntó uno de ellos.
-Voy de camino.
-¿Tiene usted cédula?
-No, señor.
-Entonces, venga usted con nosotros.
-Vamos allá.
Metió Juan el libro en el bolsillo, se levantó y echaron los tres a andar.
Uno de los guardias tenía grandes bigotes amenazadores y el ceño terrible; el otro parecía campesino. De pronto, el de los bigotes, mirando a Juan de modo fosco, le preguntó:
-Tú te habrás escapado de casa, ¿eh?
-Yo, no, señor.
-¿Adónde vas?
-A Barcelona.
-¿Así, andando?
-No tengo dinero.
-Mira, dinos la verdad y te dejamos marchar.
-Pues la verdad es que soy estudiante de cura y he ahorcado los hábitos.
-Has hecho bien -gritó el de los bigotes.
-¿Y por qué no quieres ser cura? -preguntó el otro-. Es un bonito empleo.
-No tengo vocación.
-Además, le gustarán las chicas -añadió el bigotudo-. Y tus padres, ¿qué han dicho a eso?
-No tengo padre ni madre.
-¡Ah!, entonces..., entonces, es otra cosa...; estás en tu derecho.
Al decir esto, el de los bigotes sonrió. A primera vista era un hombre imponente; pero, al hablar, se le notaba en los ojos y en la sonrisa una gran expresión de bondad.
-¿Y qué vas a hacer en Barcelona?
-Quiero ser dibujante.
-¿Sabes algo ya del oficio?
-Sí; algo sé.
Fueron así charlando, atravesaron unos pinares en donde el sol brillaba espléndido, y se acercaron a un pueblecito que en la falda de una montaña se asentaba. Juan, a su vez, hizo algunas preguntas acerca del nombre de las plantas y de los árboles a los guardias. Se veía que los dos habían trocado el carácter adusto y amenazador del soldado, por la serenidad y la filosofía del hombre del campo.
Al entrar en una calzada en cuesta, que llevaba al pueblo, se les acercó un hombre a caballo, ya viejo, y con boina.
-¡Hola, señores! ¡Buenas tardes! -dijo.
-¡Hola, señor médico!
-¿Quién es este muchacho?
-Uno que hemos encontrado en el camino leyendo.
-¿Lo llevan ustedes preso?
-No.
El médico hizo algunas preguntas a Juan, y éste le explicó adónde iba y lo que pensaba hacer; y hablando todos juntos, llegaron al pueblo.
-Vamos a ver tus habilidades -dijo el médico-. Entraremos aquí, en casa del alcalde.
La casa del alcalde era de esas tiendas del pueblo en donde se vende de todo, y que son, además, medio posadas y medio tabernas.
-Danos una hoja de papel blanco -dijo el médico a la muchacha del mostrador.
-No hay -contestó ella muy desazonada.
-¿Habrá un plato? -preguntó Juan.
-Sí, eso sí.
Trajeron un plato y Juan lo ahumó con el candil. Después cogió una varita, la hizo punta y comenzó a dibujar con ella. El médico, los dos guardias y algunos otros que habían entrado, rodearon al muchacho y se pusieron a mirar lo que hacía, con verdadera curiosidad. Juan dibujó una luna entre nubes y el mar iluminado por ella, y unas lanchitas con las velas desplegadas.
La obra produjo verdadera admiración entre todos.
-No vale nada -dijo Juan-; todavía no sé.
-¿Cómo que no vale nada? -replicó el médico-. Está muy bien. Yo me llevo esto. Vete mañana a mi casa. Tienes que hacerme dos platos como éste, y además un dibujo grande.
Los dos guardias también querían que Juan les pintase un plato; pero había de ser igual que el del médico; con las mismas nubes, y las mismas lanchitas.
Durmió Juan en la posada, y al día siguiente fue a casa del médico, el cual le dio una fotografía para que la copiase en tamaño grande. Tardó unos días en hacer su obra. Mientras tanto, comió en casa del médico.
Era este señor viudo y tenía siete hijos. La mayor, una muchacha de la edad de Juan, con una larga trenza rubia, se llamaba Margarita y hacía de ama de casa. Juan le contó ingenuamente su vida. Al cabo de una semana de estar allí, al despedirse de todos, le dijo a Margarita con cierta solemnidad:
-Si consigo alguna vez lo que quiero, la escribiré a usted.
-Bueno -contestó ella riéndose.
Antes de su salida del pueblo fue Juan a despedirse también de los dos guardias.
-Vas a ir por el monte o por la carretera? -le preguntó el de los bigotes.
-No sé.
-Si vas por el monte, nosotros te enseñaremos el camino.
-Entonces, iré por el monte.
Al amanecer, después de una noche de insomnio, sobre el duro saco de paja, se levantó Juan; en la cocina de la venta estaban ya los guardias. Salieron los tres. Aún no había amanecido cuando comenzaron a subir por el camino en zigzag, lleno de piedras blancas, que escalaba el monte, entre encinas corpulentas de hojas rojizas. Salió el sol; desde la altura se veía el pueblo en el fondo de un valle estrecho; Juan buscó con la mirada la casa del médico; en una de las ventanas había una figura de mujer. Juan sacó su pañuelo y lo hizo ondear en el aire; luego se secó disimuladamente una lágrima... Siguieron andando; desde allá el sendero corría en línea recta por el declive de una falda cubierta de césped en la que los rebaños blancos y negros pastaban al sol; luego, las sendas se divisaban y se juntaban camino adelante. Encontraron al paso un viejo harapiento, con las guedejas largas y la barba hirsuta. Iba descalzo, apenas vestido, y llevaba una piedra al hombro. Le llamaron los dos guardias, el hombre miró de través y siguió andando.
-Es un inocente -dijo el de los bigotes-; ahí abajo vive solo, con su perro
-y mostró una casa de ganado, con una huerta limitada por tapia baja hecha de grandes piedras.
Al final del sendero que atravesaba el declive, el camino se torcía y pasaba por entre pinares, hasta terminar junto al lecho seco de un torrente lleno de ramas muertas. Los guardias y Juan comenzaron a subir por allá. Era la ascensión fatigosa. Juan, rendido, se paraba a cada instante, y el guardia de los bigotes le gritaba con voz campanuda:
-No hay que pararse. Al que se pare le voy a dar dos palos -y después añadía, sonriendo y haciendo molinetes con una garrota que acababa de cortar-: ¡Arriba, chiquito!
Terminó la subida por el lecho del torrente y pudieron descansar en un abrigadero de la montaña. Se divisaban desde allá extensiones sin límites, cordilleras lejanas como murallas azules, sierras desnudas de color de ocre y de color de rosa, montes apoyados unos en otros. El sol se había ocultado; algunos nubarrones violáceos avanzaban lentamente por el cielo azul.
-Tendrás que volver con nosotros, chiquito -dijo el guardia de los bigotes-; se barrunta la borrasca.
-Yo sigo adelante -dijo Juan.
-Tanta prisa tienes?
-Sí, no quiero volver atrás.

-Entonces, no esperes; vete de prisa a ganar aquella quebrada.
Pasándola, poco después hay un chozo donde podrás guarecerte.
-Bueno. ¡Adiós!
-¡Adiós, chiquito!
Juan estaba cansado, pero se levantó y comenzó a subir la última estribación del monte por una escabrosa y agria cuesta.
-No hay que retroceder nunca -murmuró entre dientes.
Los nubarrones iban ocultando el cielo; el viento venía denso, húmedo, lleno de olor de tierra; en las laderas las ráfagas huracanadas rizaban la hierba amarillenta; en las cumbres, el aire apenas movía las copas de los árboles de hojas rojizas. Luego, las faldas de los montes se borraron envueltas en la niebla; el cielo se oscureció más; pasó una bandada de pájaros gritando...
Comenzaron a oírse a lo lejos los truenos; algunas gruesas gotas de agua sonaron entre el follaje; las hojas secas danzaron frenéticas de aquí para allá; corrían en pelotón por la hierba, saltaban por encima de las malezas, escalaban los troncos de los árboles, caían y volvían a rodar por los senderos... De repente, un relámpago formidable desgarró con su luz el aire, y al mismo tiempo, una catarata comenzó a caer de las nubes. El viento movió con rabia loca los árboles y pareció querer aplastarlos contra el suelo.
Juan llegó a la parte más alta del monte, un callejón entre paredes de roca. Las bocanadas de viento encajonado no le dejaban avanzar.
Los relámpagos se sucedían sin intervalos; el monte, continuamente lleno de luz, temblaba y palpitaba con el fragor de la tempestad y parecía que iba a hacerse pedazos.
-No hay que retroceder -se decía Juan a sí mismo.
La hermosura del espectáculo le admiraba en vez de darle terror; en las puntas de los hastiales de ambos lados de esquistos agudos caían los rayos como flechas.
Juan siguió a la luz de los relámpagos a lo largo de aquel desfiladero hasta encontrar la salida.
Al llegar aquí, se detuvo a descansar un instante. El corazón le latía con violencia; apenas podía respirar.
Ya la tempestad huía; abajo, por la otra parte de la quebrada, se veía brillar el sol sobre la mancha verde de los pinares...; el agua clara y espumosa corría a buscar los torrentes; entre las masas negruzcas de las nubes aparecían jirones de cielo azul.

-¡Adelante siempre! -murmuró Juan. Y siguió su camino.

lunes, 2 de julio de 2018

BORGES. Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.


WELLS, PREVISOR

El autor del Hombre invisible, de los Primeros hombres en la Luna, de la Máquina del Tiempo y de la Isla del Doctor Moreau (he mencionado sus mejores novelas, que no son por cierto las últimas) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente film Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo juzguen responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones que la justifica o tolera. Ahí está escrito que los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafos ni parecerán evadidos de una sala de operaciones eléctricas ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en trajes luminosos de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. "Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado... Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. En ese mundo más organizado tiene que haber más tiempo, más dignidad. Que todo sea más amplio, más grande, pero que no sea nunca monstruoso". Desgraciadamente, el grandioso film que hemos visto —grandioso en el sentido peor de esa mala palabra— se parece muy poco a esas intenciones. Es verdad que no abundan las calderas de celofán, las corbatas de aluminio, los gladiadores acolchados y los dementes luminosos con su panoplia; pero la impresión general (harto más importante que los detalles) es "de artefacto de pesadilla". No me refiero a la primera parte, donde lo monstruoso es deliberado; me refiero a la última, cuya disciplina debería contrastar con el fárrago sangriento de la primera y que no sólo no contrasta, sino que la supera en fealdad. Wells empieza mostrándonos los terrores del futuro inmediato, visitado de plagas y bombardeos; esa exposición es eficacísima. (Recuerdo un cielo abierto que ennegrecen y ensucian los aeroplanos, obscenos y dañinos como langostas). Luego —lo diré con palabras del autor— "el film se ensancha para desplegar la visión grandiosa de un mundo reconstruido". El ensanche es poco feliz: el cielo de Alexander Korda y de Wells, como el de tantos otros escatólogos y escenógrafos, no difiere muchísimo de su infierno y es todavía menos encantador.

Otra comprobación: las líneas memorables del libro no corresponden (no pueden corresponder) a los instantes memorables del film. En la página 19, Wells habla "de un entrevero de instantáneas que muestren la confusa eficacia inadecuada de nuestro mundo". Como era de prever, el contraste de las palabras confusión y eficacia (para no mencionar el dictamen que hay en el epíteto inadecuada) no ha sido traducido en imágenes. En la página 56, Wells habla del aviador enmascarado Cabal, "destacándose contra el cielo, un alto prodigio". La frase es bella; su versión fotográfica no lo es. (Aunque lo hubiera sido, no correspondería nunca a la frase, ya que las artes del retórico y del fotógrafo, son ¡oh clásico fantasma de Efraim Lessing! del todo incomparables). Hay acertadas fotografías, en cambio, que nada deben a las indicaciones del texto.

A Wells le desagradan los tiranos pero los laboratorios le gustan; de ahí su previsión de que los hombres de laboratorio se juntarán para zurcir el mundo destrozado por los tiranos. La realidad no se parece aún a su profecía: en 1936, casi toda la fuerza de los tiranos deriva de su posesión de la tecnica. Wells venera los chauffeurs y los aviadores; la ocupación tiránica de Abisinia fue obra de los aviadores y de los cbauffeurs —y del temor, tal vez un poco mitológico, de los perversos laboratorios de Hitler.

He censurado la segunda parte del film; insisto en el elogio de la primera, de operación tan saludable en esas personas que todavía se figuran la guerra como una cabalgata romántica o una oportunidad de picnics gloriosos y de turismo gratis.


Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936. 

sábado, 30 de junio de 2018

Bret Easton Ellis American Psycho. LIBROS QUE ESTÁN PROHIBIDOS EN LA ACTUALIDAD.


Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 7 de marzo de 1964) es un novelista estadounidense, considerado el mayor exponente de la Generación X en literatura, y uno de los autores posmodernos más relevantes de la actualidad. 
Escritor polémico, ha dejado a pocos lectores indiferentes, suscitando críticas negativas y positivas por igual. Ha sido considerado por algunos críticos como el nuevo Ernest Hemingway, para luego ser relegado a un segundo plano por muchos debido a la supuesta frialdad y escabrosidad de su prosa. Es además, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante y académico.

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Esta novela de Bret Easton Ellis constituye una de las críticas más feroces que un escritor norteamericano ha hecho a su propio país: una sociedad autocomplaciente y orgullosa de si misma. Para su denuncia, el autor ha escogido un camino arriesgado: Patrick Bateman, el protagonista, no es un rebelde ni un paria; Patrick es un joven de éxito que, sin embargo, también es capaz de violar, torturar y asesinar. Como dijo Fay Weldom, American Psycho es de alguna forma el oscuro complemento de La hoguera de las vanidades, por cuanto descubre aquellos puntos negros de la vida de los supuestos triunfadores que la novela de Tom Wolfe quiso obviar.




Bret Easton Ellis


American Psycho




Título original: American Psycho
Bret Easton Ellis, 1991
Traducción: Mariano Antolín Rato
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(Fragmento).

Inocentes

«PERDED TODA ESPERANZA AL TRASPASARME» está garabateado con letras rojo sangre en la fachada del Chemical Bank cerca de la esquina de la calle Once con la Primera Avenida y está escrito con caracteres lo bastante grandes como para que se vea desde el asiento trasero del taxi cuando éste avanza a sacudidas entre la circulación que deja Wall Street y justo cuando Timothy Price se fija en las palabras se detiene un autobús, con el anuncio de Les Misérables en el costado, tapándole la vista, pero a Price, que trabaja con Pierce & Pierce y tiene veintiséis años, no parece que le importe porque le dice al taxista que le dará cinco dólares si sube el volumen de la radio —«Be My Baby» suena en la WYNN— y el taxista, negro, no norteamericano, así lo hace.

Tengo recursos para dar y vender —está diciendo Price—. Soy creativo, soy joven, no tengo escrúpulos, estoy motivado a tope, soy ingenioso a tope. En esencia lo que digo es que la sociedad no puede permitirse el lujo de prescindir de mí. Soy una buena inversión. —Price se tranquiliza, continúa mirando por la sucia ventanilla del taxi, probablemente la palabra «MIEDO» de un grafiti escrito con un spray en la fachada de un McDonald’s de la esquina de la Cuarta con la Séptima—. Lo que quiero decir es que se mantiene el hecho de que a nadie le importa un pito su trabajo, que todo el mundo odia su trabajo, que yo odio mi trabajo, que me has dicho que odias el tuyo. ¿Qué puedo hacer? ¿Volver a Los Ángeles? No es una alternativa. Me cambié de la Universidad de California en Los Ángeles a la de Stanford para soportar esto. ¿Quiero decir que soy el único que piensa que no gana el suficiente dinero? —Como en una película, aparece otro autobús, otro cartel de Les Misérables remplaza a la palabra…, no es el mismo autobús porque alguien ha escrito la palabra «BOLLERA» encima de la cara de Eponine. Tim suelta bruscamente—: Tengo un piso aquí, tengo una casa en los Hamptons, por el amor de Dios.

Los padres, tío. Es por los padres.
No me la compré gracias a ellos. ¿Quiere subir el volumen de una jodida vez?
Esto no puede sonar más alto —puede que diga el taxista.
Timothy lo ignora y continúa irritado
Podría soportar el vivir en esta ciudad si les pusieran Blaupunkt a los taxis. Puede que hasta sistemas sintonizadores dinámicos ODM III o ORC II. —En este punto la voz se le ablanda—. Cualquiera de ellos. Son modernos, amigo mío, modernísimos.
Se quita del cuello el walkman de aspecto muy caro, y sigue quejándose.

Odio quejarme, de verdad que lo odio, de la basura, los desperdicios, la enfermedad, de lo sucia que está esta ciudad y sabes y yo sé que es una pocilga… —Sigue hablando mientras abre su nuevo attaché Tumi de piel de becerro que compró en D.F. Sanders. Mete el walkman dentro del attaché junto a un teléfono plegable portátil inalámbrico tamaño cartera (antes tenía un NEC 9000 Porta portátil) y saca el periódico de hoy—. En el de hoy, sólo en el de hoy…, vamos a ver…, modelos estranguladas, bebés tirados desde el techo de los edificios, niños asesinados en el metro, una reunión comunista, un jefe de la Mafia liquidado, nazis… —recorre las páginas con excitación—, jugadores de béisbol con sida, más porquería de la Mafia, atascos, vagabundos sin casa, diversos maníacos, enjambres de maricones llenando las calles, madres de alquiler, la supresión de una serie televisiva, niños que consiguen entrar en un zoológico y torturan y queman vivos a varios animales, más nazis…, y el chiste es, la gracia final es, que todo eso pasa en esta ciudad…, no en otro sitio, exactamente aquí, te traga, espera un momento, más nazis, atascos, atascos, vendedores de bebés, mercado negro de bebés, bebés con sida, bebés yanquis, un edificio que cae encima de un bebé, un bebé maníaco, atascos, un puente que se hunde… —Deja de hablar, respira a fondo y luego dice tranquilamente, con los ojos fijos en un mendigo de la esquina de la Segunda con la Quinta—: Ése hace el número veinticuatro de los que he visto hoy. Llevo la cuenta. —Luego pregunta, sin echar ni un vistazo—: ¿Por qué no llevas el blazer de estambre azul marino y los pantalones grises? —Price lleva un traje de lana y seda con seis botones de Ermeregildo Zegna, una camisa de algodón con puños franceses de Ike Behard, una corbata de seda de Ralph Lauren y zapatos de cuero de Fratelli Rossetti.

viernes, 29 de junio de 2018

Ballard James G - Galaxia 20 - El Mundo Sumergido. LITERATURA DE RESCATE.


James Graham Ballard (Shanghai, China, 18 de noviembre de 1930 - 19 de abril de 2009) fue un escritor inglés de ciencia ficción con escritos que, en su gran mayoría, describen mundos distópicos. 

Hijo de padres ingleses, durante la Segunda Guerra Mundial fue encerrado junto con su familia en un campo de concentración japonés, experiencia que relataría en su obra `El imperio del sol`, propuesta para el Booker Prize y ganadora del Guardian Fiction Prize, y que acabó siendo llevada al cine Steven Spielberg en la película homónima. 

En 1946, su familia se traslada a Gran Bretaña e inicia estudios de medicina en la Universidad de Cambridge, aunque no los completará. A continuación, trabaja como redactor en un periódico técnico y como portero del `Covent Garden` antes de incorporarse a la RAF como piloto en Canadá. Una vez licenciado, trabaja durante seis años como adjunto a la dirección de una revista científica para pasar, más tarde, a dedicarse por completo a la literatura. 

Sus primeros cuentos datan de 1956 y en los años 60 se convierte en uno de los autores de referencia de la llamada nueva ola de la ciencia ficción inglesa. Su literatura desarrolla la problemática del siglo XX, ya sean las catástrofes medioambientales o el efecto en el hombre de la evolución tecnológica. 

En su primera novela, `El mundo sumergido` (1962), imagina las consecuencias de un calentamiento global que provoca que los casquetes polares se derritan, una de la primeras obras de clima ficción. Le siguieron `El viento de ninguna parte` (1962), `La sequía` (1965) y `El mundo de cristal` (1966), ambientada en un área boscosa de África occidental que está, literalmente, cristalizándose. 

En 1973 publicó `Crash`, una meditación turbadora y explícita sobre la relación entre el deseo sexual y los coches, y que provocó un tenso debate sobre los límites de la censura contra la «obscenidad» cuando David Cronenberg la adaptó al cine en 1996. La película `Crash` estuvo a punto de no poder ser estrenada en Inglaterra. Tras `Crash`, llegaron `La isla de cemento` (1974), `Rascacielos` (1975), `Compañía de sueños ilimitada` (1979) y `Hola, América` (1981). 

En 1984, Ballard llegó a un público mucho más amplio con la obra autobiográfica `El imperio del sol`, la historia de un niño en tiempos de guerra que, luego, continuó en `La bondad de las mujeres` (1991). `El día de la creación`, otra novela situada en África, se publicó en 1987, y `Desbocado` lo hizo en 1988. 

Sus siguientes novelas fueron `Fuga al paraíso` (1994), un relato apocalíptico que transcurre en un atolón del Pacífico, `Noches de cocaína` (1996) y `Super-Cannes` (2000), ambas reelaboraciones de la novela negra clásica en una decadente Costa del Sol, la primera, y en la Riviera, la segunda. Ballard fue también un autor de relatos muy prolífico y, en 1996, apareció su colección de ensayos y reseñas `Guía del milenio para el usuario`
***
Nos encontramos ante una novela que no se parece en nada a cualquier historia de catástrofes que pueda conocer el lector ocasional de CF. Aquí no hay una sociedad que haya sobrevivido a los embates del ambiente y esté empezando una lenta reconstrucción, ni Kerans es un héroe que vaya deshaciendo entuertos sobre una lancha a motor a golpe de ametralladora por las calles de ese Londres antidiluviano (de hecho, cuando tiene que enfrentarse físicamente a algún contratiempo es vencido sin problemas). No. Ballard elige su camino, mostrándonos a Kerans como una persona perfectamente cuerda, explorando lo que le está pasando y asumiendo ese cambio que se produce en su interior. Al final de la novela Kerans se adentra en la jungla que está cubriendo de nuevo el planeta, en paz consigo mismo a pesar que su muerte se da por segura. 

Seguramente estamos ante la mejor novela de Ballard que, cuando está lejos del experimentalismo de ciertos relatos y de los excesos de alguna de sus novelas posteriores (tengo en mente Crash), es un escritor inteligente, de prosa envolvente y onírica, capaz de hacernos ver un descenso a la locura como algo completamente necesario. Y como toda su literatura, engancha. Una vez que te ha pillado, ya no podrás escapar.
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Mares, pantanos y lagunas cubren la mayor parte de la Tierra. El aumento de la temperatura ha propiciado un clima tropical, de manera que la flora y la fauna proliferan de forma extraordinaria y el mundo parece volver al triásico. Los pocos humanos deben desplazarse en embarcaciones y sobrevivir con los escasos restos de civilización que pueden encontrar en los pisos más altos de los rascacielos ahora sumergidos. Viven continuamente amenazados por animales, insectos y enfermedades, que ahora son difíciles de combatir. En este mundo, Kerans intenta sobrevivir, aunque muchas veces parece más el aliado que el enemigo de una naturaleza que intenta eliminar al hombre. Sin embargo, más allá de la aventura, el desarrollo psicológico de los personajes encuentra su reflejo en imágenes maravillosas y sorprendentes, pues la lucha se plantea también dentro de cada persona y entre ellas, porque el infortunio común no es obstáculo para seguir con envidias, rivalidades y egoísmos.
El mundo de sumergido de J. G. Ballard, forma parte de una serie de cuatro libros que narran las distintas formas en las que el mundo es destruido. El mundo sumergido (1962), El viento de ninguna parte (1962), La sequía (1965) y por último, El mundo de cristal (1966) quizá la más peculiar de todas.

(Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti).
(Fragmento).

1

En la playa del Ritz


PRONTO haría demasiado calor. Kerans se asomó al balcón del hotel, poco después de las ocho, y observó cómo el sol subía detrás de las matas espesas, las gimnospermas gigantes que se amontonaban sobre los techos de los almacenes abandonados, a cuatrocientos metros de distancia, en el lado oriental de la laguna. El implacable poder del sol atravesaba las frondas tupidas y oliváceas, y los rayos refractados y romos martilleaban el pecho y los hombros desnudos de Kerans, que transpiraba ahora. Kerans se puso un par de lentes oscuros, protegiéndose los ojos. El disco solar no era ya una esfera definida, sino una vasta elipse creciente que se extendía en abanico a lo largo del horizonte oriental, como una colosal bola de fuego, transformando con sus reflejos la superficie plúmbea e inerte de la laguna en un brillante escudo de cobre. Al mediodía, cuatro horas más tarde, el agua parecería un fuego encendido.
Comúnmente, Kerans se despertaba a las cinco, y llegaba al laboratorio biológico a tiempo para trabajar cuatro o cinco horas antes que el calor fuese intolerable, pero esta mañana se resistía a abandonar el refugio herméticamente cerrado y fresco de las habitaciones del hotel. Había empleado dos horas sólo en el desayuno, y luego completó seis páginas de su diario, retrasando deliberadamente la partida hasta que el coronel Riggs pasase por el hotel en la lancha, sabiendo que entonces seria demasiado tarde para ir al laboratorio. El coronel tenía la costumbre de quedarse charlando una hora, principalmente cuando podía animarse con unas pocas rondas de aperitivo, y no se iría antes de las once y media, hora del almuerzo en la base.

Por alguna razón, no obstante, Riggs se había retrasado. Quizá había dado un rodeo más largo que de costumbre por las lagunas próximas, o esperaba a que Kerans llegara al laboratorio. Durante un instante Kerans pensó en tratar de comunicarse con Riggs mediante el transmisor de radio del salón, pero el aparato estaba sepultado bajo una pila de libros, y tenía la batería descargada. La primera emisión matutina de alegres canciones populares y noticias locales —el ataque de dos iguanas a un helicóptero la noche anterior, los últimos informes sobre temperatura y humedad— se había interrumpido bruscamente, y el cabo encargado de la estación de radio en la base le había protestado a Riggs. Pero el coronel sabía que Kerans deseaba cortar, inconscientemente, todo lazo con la base —el cuidadoso descuido de la pila de libros que ocultaba el aparato contrastaba de un modo demasiado obvio con el orden minucioso de Kerans en todo lo demás— y aceptaba con tolerancia esa necesidad de aislamiento Kerans se apoyó en la barandilla del balcón —el agua estancada, diez pisos más abajo, reflejó los hombros angulosos y el perfil aquilino— y observó una de las innumerables perturbaciones térmicas. La tempestad irrumpía en un monte de helechos enormes, a orillas del arroyo que nacía en la laguna. Atrapadas entre los edificios de alrededor y los estratos de inversión a treinta metros sobre el agua, las bolsas de aire se calentaban rápidamente y estallaban subiendo como globos aerostáticos, dejando detrás un vacío que detonaba de pronto. Las nubes de vapor que flotaban sobre el arroyo se dispersaban en unos pocos segundos, y un violento tornado en miniatura azotaba las plantas de veinte metros de altura abatiéndolas como cerillas. Luego, también bruscamente, la tempestad se desvanecía, y las grandes columnas de los troncos flotaban juntas en el agua como caimanes perezosos.

jueves, 28 de junio de 2018

AURORA VENTURINI. NOVELA: LAS PRIMAS. LITERATURA DE RESCATE.


Aurora Venturini nació en 1922 en La Plata, Buenos Aires, Argentina. Se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata. Fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón, de quien fue amiga íntima y con quien trabajó. En 1948 recibe de manos de Jorge Luis Borges el Premio Iniciación, por El solitario. Formó parte de las Ediciones del Bosque de La Plata, junto a María Dhialma Tiberti y otros grandes escritores de esa ciudad. Estudió psicología en la Universidad de París, ciudad en la que se autoexilió durante 25 años tras la Revolución Libertadora. En París vivió en compañía de Violette Leduc y trabó amistad con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco, en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo. Estuvo casada con el historiador Fermín Chávez. Fue profesora de filosofía en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield. Ha traducido y escrito trabajos críticos sobre poetas como Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, François Villon y Arthur Rimbaud, traducciones por las cuales recibió la condecoración de la Cruz de Hierro otorgada por el gobierno francés. En 2007 recibió el Premio de Nueva Novela Página/12 por su libro Las primas.

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Las primas es un implacable descenso a los infiernos de una familia disfuncional: Yuna padece afasia, Betina es paralítica, Petra, enana y Karina, retrasada. Las cuatro son las primas. Viven en un universo barrial, tortuoso y femenino, donde los hombres funcionan como una amenaza, las artes y la cultura son una promesa de ascenso social y los vínculos sanguíneos se fortalecen mediante el secreto, la venganza y la tragedia. 
Ya lo dijo Tolstói: -Todas las familias felices se parecen, cada familia infeliz es infeliz a su manera-. La familia de Yuna, la narradora de esta originalísima novela que en 2007 se alzó con el Primer Premio de Nueva Novela organizado por el periódico argentino Página/12, tiene un motivo particular para sentirse desdichada: las cuatro primas que componen el elenco familiar -no faltan ni la tía loca ni la madre autoritaria ni el padre ausente- son minusválidas, son deformes, y están atravesadas por la estupidez y la tragedia. En Las primas, Aurora Venturini -todo un descubrimiento para la literatura de su país a pesar de sus 87 años-, hace suyo el mandato faulkneriano de contar una historia con la voz de una idiota para inmiscuirse en los recovecos de una familia de clase media. 
Así, a través de la prosa salvaje de Yuna, que se vale del diccionario para redondear las frases que su debilidad mental le impide completar, Venturini despunta las pasiones ocultas de estas cuatro mujeres, unidas por lazos maltrechos pero cercadas por los mitos de la sociedad argentina de los años 1940. 
Feroz y sarcástica, Las primas, sin embargo, es algo más que un viaje vertiginoso a los confines de la intimidad hogareña. Con su estilo torrencial, ajeno a las convenciones del buen decir, es también una manera de entender el lenguaje como un reparo ante el abismo, ante la locura que crece y se ensancha en manteles sucios y vasos vacíos. Como en toda familia. 
Por Diego Gándara.

Fuente:
Premio nueva novela 2007
Primera edición: abril de 2009
© 2007, Aurora Venturini
© 2009, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.

(Fragmento).



Primera parte

La infancia minusválida

Mi mamá era maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un mal portado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra. En tercer grado la llamaban la señorita de tercero pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familiae. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa muy consecuente, sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.
Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los veinte años. Esta confesión me avergüenza y sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades, yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.
Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes por no decir que no éramos normales.
Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.
Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie.
A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.

Betina sufre un mal anímico

Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.
Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.
Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo.
Cuando Betina daba vueltas alrededor de la mesa rumruneando, empecé a observar que arrastraba una colita que salía por la abertura del espaldar y el asiento de la silla ortopédica y me dije debe ser el alma que se le va escurriendo.
Volví a interrogar a la sicóloga esta vez si el alma tenía relación con la vida y ella me dijo que sí, y aún agregó que cuando faltaba, la gente moría y el alma iba al cielo si había sido buena o al infierno si hubiera sido mala.
Rum... rum... rum seguía arrastrando el alma que cada día notaba más larga y con lamparones grises y deduje que pronto se le caería y Betina moriría. Pero a mí no me importaba porque me daba asco.
Cuando llegaba la hora ele las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la nariz antes de llegar a la bocaza. Ah... ah... ah... gemía la sucia infeliz.
Yo la agarraba de los pelos y le metía la cara en el plato y entonces callaba. Qué culpa tenía yo de los errores de mis padres. Tramé pisarle la cola de alma. El relato del infierno me contuvo.

Yo leía el catecismo de comulgar y «no matarás» se me había grabado a fuego. Pero un golpecito hoy, otro mañana, crecían la cola que los demás no veían. Sólo yo la veía y me regocijaba.

miércoles, 27 de junio de 2018

Agota Kristof El gran cuaderno Claus y Lucas - 1. LITERATURA DE RESCATE.

LITERATURA DE RESCATE

Agota Kristof nace en 1935 en Csikvand, Hungría. Desde 1956 vive en la Suiza francófona. Antes de consagrarse como escritora de lengua francesa trabaja en una fábrica primero y luego en la Escuela de Teatro de Neuchâtel. 
Su primera novela, El gran cuaderno, publicada en 1987 por Éditions du Seuil y en 1995 por Seix Barral, obtuvo un gran éxito de crítica y público y fue galardonada con el Premio Livre Européen (Libro Europeo). Esta afortunada ópera prima protagonizada por dos hermanos fue traducida al alemán, al español y al catalán, al igual que La prueba y La tercera mentira que conjuntamente con la primera obra conforman una brillante trilogía de facetas múltiples donde se entremezclan sin distinguirse ficción, realidad y mentiras. 
Con la más reciente Ayer, publicada en España por Seix Barral, Agota Kristof renueva su búsqueda alrededor del tema de la identidad, un núcleo conceptual y vital siempre presente en su obra tanto sean novelas como piezas radiofónicas, escritos teatrales y poesía.

***
Dos hermanos gemelos, idénticos, pues nadie los distingue, son llevados por su madre a casa de la abuela, en la Pequeña Ciudad, debido al hambre y a los intensos bombardeos a que está sometida la capital. La abuela tiene un huerto y realiza toda clases de ventas lucrativas, en unos momentos en los que las patatas valen más que las joyas. Todos la conocen como la Bruja.

Los dos hermanos sobreviven en medio de la gran guerra que asola Europa. Pese a la barbarie existente son capaces de encontrar, ellos solos, el código moral que les guíe y, aunque parezca increíble, aprovechan el tiempo y aprenden, en condiciones tan difíciles como las que viven. Consiguen un cuaderno grande, y con un diccionario y una Biblia, cada día, estudian cálculo, ortografía, composición y ejercitan la memoria. Escriben también una composición, se la corrigen uno al otro y la más valorada pasa a engrosar las historias de El Gran Cuaderno.
Fuente:
Título original: Le grand cahier
Agota Kristof, 1986
Traducción: Ana Herrera Ferrer
Editor digital: jtv_30
ePub base r1.0

martes, 26 de junio de 2018

JORGE LUIS BORGES. REVISTA SUR.Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937.



Letras hispanoamericanas
LUIS GREVE, MUERTO

Equívoco destino literario el de Bioy Casares. No light but rather darkness visible murmuran con perplejidad sus lectores y los unos reprenden esa tiniebla que suponen irresoluble y los otros adoran esa tiniebla que suponen deliberada. Ambos están en el error: ni la oscuridad de los pasajes acriminados sobrevive a la relectura ni Bioy Casares busca para su obra los híbridos placeres de la incoherencia. Su falsa oscuridad, alguna vez, está hecha de elipsis; en general, de explicaciones y precisiones. El público enviciado en ciertas costumbres (favorable o aciaga connotación de determinadas palabras, hábito de enfilar tres epítetos, hábito de hacer coincidir los momentos intensos con las salidas o las puestas del sol...) no entiende al escritor que prescinde de ellas y lo juzga cubista o superrealista. Inevitablemente, eso ha acontecido con Bioy. Honrosa o no, puedo asegurar que esa atribución es del todo falsa. Me consta que ser profesionalmente joven no le parece menos absurdo que ser profesionalmente arcaico y que los almanaques no intervienen en su problema estético. Me consta que sin el menor esfuerzo ha rehusado las más inevitables tentaciones de nuestro tiempo: el arte al servicio de la revolución, el arte al servicio de la policía y del neotomismo, el fraudulento arte popular con metáforas (Fernán Silva Valdés, García Lorca), el retorno a Góngora, el retorno a Enrique Larreta, los deleites morosos y vanidosos de la tipografía. Es quizá el único poeta argentino que no se ha dedicado jamás unaplaquette de 12 ejemplares en papel del Japón, numerados de Aries a Pisces.

De las piezas que integran Luis Greve, muerto, hay muchas que absolutamente me gustan —Catarsis, El azúcar y los muertos, Alejamiento, Los novios en tarjetas postales, El desertor—, pero sospecho que su encanto es indemostrable a quienes no lo sienten. En cambio, Cómo perdí la vista y Luis Greve, muerto pueden o no agradar, pero su rigor y su lucidez, su premeditación y su arquitectura, son indudables. Se trata de dos cuentos fantásticos, pero no caprichosos. Un hombre negro, del tamaño de una rata, y casi inmortal, es la materia del primero; un fantasma entrevisto en el restaurant de Constitución, la del segundo. Bioy Casares logra que no sean increíbles. Logra también —lo cual es quizá más difícil— que no borren los personajes comunes que los rodean.

Nuestra literatura es muy pobre de relatos fantásticos. La facundia y la pereza criolla prefieren la informe tranche de vie o la mera acumulación de ocurrencias. De ahí lo inusual de la obra de Bioy Casares. En Caos y en La nueva tormenta la imaginación predomina; en este libro —en las mejores páginas de este libro— esa imaginación obedece a un orden. Nada tan raro como el orden en las operaciones del espíritu, ha dicho Fénelon.


Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937.

viernes, 22 de junio de 2018

Edward George Earl Bulwer-Lytton La raza futura. (Fragmento). LITERATURA DE RESCATE.


Una fantasía futurista que describe la pesadilla terrorífica de una sociedad en la que el hombre no puede ni sentir ni pensar. Un relato que hará que nos estrezcamos. Vril, el poder de la raza venidera es una obra que presenta la deshumanización de una sociedad en la que la tecnología y la manipulación del lenguaje por parte del poder sirven para anular la capacidad de pensar y de sentir del hombre. Este libro se incluye dentro de una tradición de utopías negativas que se remonta a autores como Jonathan Swift o a algunas novelas de H. G. Wells, George Orwell o Aldous Huxley. El autor británico Edward Bulwer-Lytton (1803-1879), reconocido como uno de los autores más significativos durante la época victoriana, es considerado con esta obra pionero de la ciencia-ficción y de la narrativa fantástica.


Edward George Earl Bulwer-Lytton


La raza futura





Vril, El poder de la raza venidera






Título original: The Coming Race
Edward George Earl Bulwer-Lytton, 1871
Traducción: Jorge A. Sánchez




Nota del traductor





La raza futura es una obra maestra de la sátira utópica y un extraordinario logro de la imaginación profética. Anticipa con extraordinaria precisión el moderno surgimiento de la mujer, los desarrollos de la energía nuclear y la tecnología láser, y los terribles genocidios étnicos que llevarían a cabo pretendidas razas superiores. Una de las primeras novelas de ciencia ficción de la literatura inglesa. En La Raza futura, lord Lytton representa a un vulgar hombre de nuestro tiempo atrapado por accidente en un país subterráneo habitado por una raza varios cientos de años por delante de nosotros en la evolución. Y, esta teoría de la evolución, introduce algo así como un método científico en la novela moderna." George Bernard Shaw
«Hace ya bastante tiempo que hemos aprendido a reverenciar el fino intelecto de Bulwer. Podemos coger una cualquiera de las producciones de su pluma con la seguridad de que, al leerla, las más salvajes pasiones de nuestra naturaleza, nuestros más profundos pensamientos, las más brillantes visiones de nuestra fantasía y las más ennoblecedoras y elevadas de nuestras aspiraciones serán, a su debido turno, encendidas en nuestro interior». Edgar Allan Poe
La novela La raza futura, cuya traducción al castellano ofrecemos a nuestros lectores, es una exploración del porvenir; tanto más sorprendente cuanto fue escrita (1871) en una época en que la ciencia, la mecánica y la electricidad se encontraban en un estado casi embrionario. En esta obra, Lord Lytton se revela como escritor de clara intuición, rayana en clarividencia; no de otra manera hubiera podido desplegar ante el lector un panorama del desenvolvimiento humano tan avanzado; el cual, si cuando escribió la obra pudo considerarse como fantasía irrealizable, hoy, ante los progresos de las ciencias, de la mecánica, de la electricidad aplicada y, sobre todo, de la aeronáutica y la radio, nos ha de parecer no sólo realizable, sino en curso de realización.
El hecho mismo de situar en el centro de la tierra el escenario y el medio ambiente del relato es, en cierto modo, simbólico; parece como si el autor quisiera indicar que la humanidad, para alcanzar el grado de perfección de la raza futura y más avanzada, cuyo cuadro nos presenta, tendrá que adentrarse más en sí misma; que ha de descubrir todos los poderes en ella latentes; pues sólo así obtendrá la fuerza Vril (tema central de la obra) con la cual conseguirá dominar no sólo a la naturaleza de las cosas, sino también a la naturaleza inferior del hombre, a la vez que ayudará a éste a descubrir el ser espiritual superior, que realmente es y que, con el tiempo, habrá de manifestarse.
En estos tiempos de luchas enconadas, de intereses contra intereses, de ideales contra ideales, y de los sistemas políticos entre sí, el panorama de la raza futura, tal como nos la presenta Lord Lytton, puede ser como luz proyectada sobre el caos en que la humanidad se debate, y haga pensar en un método mejor y más eficaz que la violencia, para solucionar los conflictos entre naciones y establecer las relaciones humanas sobre una base más justa, más racional y más firme, que permita reanudar el avance de la civilización. La obra está llena de sugerencias, dignas de que los pensadores las tomen en cuenta.
Sir Edward George Bulwer Lytton, primer Barón de Lytton, nació en Londres en 1803 y murió en Torquay, Devonshire, Inglaterra, en 1873. Desde temprana edad se manifestó como poeta y dramaturgo. Obtuvo la medalla del Canciller, que se concedía en la Universidad de Cambridge a los poetas noveles, por un poema que compuso. Actuó en política; fue elegido repetidamente miembro del Parlamento; y en 1858 fue Ministro de las Colonias con un gobierno conservador. Se le concedió el título de Barón en 1866.
Fue un escritor muy versátil. Algunas de las muchas novelas debidas a su pluma, han sido traducidas a varios idiomas; entre las más conocidas figuran: Los últimos días de Pompeya y Rienzi. Otra obra notable, por su profundidad, es Zanoni, en la cual Lord Lytton se nos revela como estudiante de la filosofía ocultista. En La Raza Futura se nos presenta como profeta y como intuitivo de gran profundidad y clara percepción.



Capítulo 1





Soy nativo de los Estados Unidos de Norteamérica. Mis antepasados abandonaron Inglaterra durante el reinado de Carlos II, y mi abuelo se distinguió algo en la Guerra de la Independencia. Mi familia, por tanto, gozaba por su alcurnia una posición social algo encumbrada y, como además era opulenta, a los miembros de la misma se les consideraba como poco apropiados para el servicio público. Así, al presentarse mi padre como candidato al Congreso, fue decididamente derrotado por su sastre. Después de este fracaso, intervino poco en política y dedicó la mayor parte del tiempo a su biblioteca. Yo era el mayor de tres hijos y fui enviado a la edad de dieciséis años al viejo país; en primer lugar para que completara mi educación literaria y en segundo para que me iniciara en los negocios, entrando a trabajar en una casa de Liverpool. Mi padre murió poco después de cumplir yo veintiún años. Como quedé en situación económica muy desahogada y era muy aficionado a los viajes y aventuras, renuncié por el momento a la persecución del todopoderoso dólar y me dediqué a recorrer el mundo sin rumbo fijo.
En el año 18 —me encontraba casualmente en…— y fui invitado por un ingeniero, con quien había trabado relaciones, a visitar las profundidades de una mina cuya explotación él dirigía.
El lector comprenderá, si es que sigue este relato, las razones que tengo para ocultar todo indicio acerca del paraje a que me refiero y hasta quizás me agradezca que me abstenga de toda descripción que pueda hacer posible el descubrimiento del mismo.
Permítaseme, por tanto, que me limite a decir que acompañé al ingeniero al interior de la mina y quedé tan extrañamente fascinado por las sombrías maravillas de la misma y tan intensamente interesado en las exploraciones de mi amigo, que decidí prolongar mi estancia en aquellos parajes y durante algunas semanas descendí diariamente a las bóvedas y galerías, formadas por la naturaleza y por el arte, en las entrañas de la tierra.
El ingeniero estaba convencido de que en el nuevo pozo, cuya abertura se había comenzado bajo su dirección, se encontrarían yacimientos de mineral mucho más abundante y rico que los descubiertos hasta entonces. Al profundizar este pozo, dimos un día con un precipicio, cuyos lados aparecían erizados de rocas al parecer chamuscadas, como si en un lejano pasado hubiese sido abierto por fuegos volcánicos. Mi amigo se hizo bajar metido en una especie de jaula, después de haber probado la respirabilidad de la atmósfera por medio de una lámpara de seguridad. Permaneció cerca de una hora en el abismo. Cuando subió estaba muy pálido y una ansiosa expresión meditativa ensombrecía su rostro; algo muy ajeno a su carácter ordinario, el cual era franco, jovial y despreocupado.


A mis preguntas, contestó secamente que el descenso era poco seguro y que no prometía ningún resultado. Se suspendió todo ulterior trabajo en el pozo y volvimos a las secciones más conocidas de la mina. Durante el resto de aquel día el ingeniero pareció dominado por un pensamiento fijo. Se mostró extraordinariamente taciturno y en sus ojos se descubría una expresión de espanto y confusión, como si hubiera visto un fantasma. Durante la velada, mientras nos encontrábamos solos, sentados en el alojamiento cerca de la bocamina que habíamos compartido durante casi un mes, dije a mi amigo:
«Dígame francamente, qué ha visto usted en el precipicio; estoy seguro que ha sido algo extraño y terrible. Sea lo que quiera, ha dejado su mente en estado de dudas. Sí es así, dos cabezas valen más que una. Tenga confianza en mí».
El ingeniero hizo cuanto pudo para evadir mis preguntas; pero como mientras hablaba bebía, casi sin darse cuenta, el contenido de una botella de brandy en cantidad a la que no estaba acostumbrado, pues era hombre sobrio, su reserva fue desapareciendo paulatinamente. Quienes quieran guardar secretos deben imitar a los animales y beber solamente agua. Al fin, dijo:
«Se lo diré todo. Cuando la jaula paró me encontré sobre el borde de una roca; debajo el precipicio descendía en plano inclinado a considerable profundidad, cuya oscuridad mi lámpara no podía penetrar. Pero del fondo llegaba, con indecible sorpresa para mí, una luz fija y brillante. Si se hubiera tratado de algún fuego volcánico, habría sentido seguramente el calor del mismo. No obstante, aunque de esto no me cabía duda, creí de la mayor importancia para nuestra seguridad, que debía aclarar lo que hubiese. Examiné, pues, los costados del precipicio y vi que podía aventurarme, por las proyecciones y bordes irregulares de las rocas, a lo menos hasta cierta distancia. Salí de la jaula y descendí. A medida que me acercaba más y más a la luz, el precipicio se ensanchaba, hasta que por fin, ante mi inenarrable asombro, vi en el fondo del abismo, un ancho camino nivelado, iluminado hasta donde alcanzaba la vista, por lo que me parecieron lámparas de gas artificial, colocadas a trechos regulares como en las anchas avenidas de una gran ciudad; oí, además, a distancia, como el zumbido de lo que parecían voces humanas. Me consta, naturalmente, que no trabajan mineros rivales en esta sección del país. ¿De quién podían ser tales voces? ¿Qué manos humanas pudieron nivelar el camino y alinear aquellas lámparas?
«La superstición corriente entre los mineros, según la cual los gnomos o espíritus malignos habitan en las entrañas de la tierra, empezó a apoderarse de mí. Temblé ante la idea de descender más y enfrentarme con los habitantes de aquel valle infernal. De todos modos no hubiera podido descender sin cuerdas; puesto que desde el punto en que me encontraba, las paredes del precipicio se ensanchaban en forma de bóveda, lo que hacía imposible todo descenso. Con alguna dificultad volví atrás. Ahora se lo he contado todo».
«¿Volverá usted a descender?».
«Debiera descender pero siento que no me atrevo».

«Un compañero de confianza divide por la mitad las dificultades del viaje y duplica el valor. Iré con usted. Nos proveeremos de sogas de resistencia y longitud adecuada y… perdóneme; pero no debe usted beber más esta noche. Nuestras manos y pies han de estar mañana firmes y seguros».

jueves, 21 de junio de 2018

Edward George Earl Bulwer-Lytton. LITERATURA DE RESCATE: ZANONI.


Edward George Earl Bulwer-Lytton, Primer Baron Lytton (25 de mayo de 1803 - 18 de enero de 1873). Novelista, dramaturgo y político inglés. Lytton fue un popular escritor de su tiempo que acuñó frases como `La pluma es más fuerte que la espada` y `perseguir al todopoderoso dólar`. Hoy se recuerda mejor su tópico: `Era una oscura y tormentosa noche...`.En 1822 ingresó en el Trinity College, Cambridge, pero enseguida se trasladó al Trinity Hall. En 1825 ganó un premio de poesía, la Chancellor`s Medal for English Verse. Al año siguiente se licenció en Artes, publicando un librito de poemas: Weeds and Wild Flowers. Pasó brevemente por el ejército y, contra los deseos de su madre, contrajo matrimonio con Rosina Doyle Wheeler. Su madre, entonces, le retiró la asignación económica, y Lytton tuvo que ponerse a trabajar. En 1836, tras una tormentosa relación, se separó de su mujer. Tres años más tarde ella publicaría una novela en la que caricaturizó a su marido. Estos ataques se prolongarían durante años. 

En 1831 resultaría elegido para el Parlamento, puesto que conservó durante nueve años. Su carrera política se prolongó en el tiempo, y no hizo más que prosperar, haciéndole merecedor, entre otros nombramientos, del de Secretario de Estado para las Colonias (1858). 

Su carrera literaria se inició en 1820, con sus primeros poemas. Escribió en una gran variedad de géneros, incluyendo ficción histórica, misterio, novela romántica, ocultismo y ciencia-ficción. 

Aunque ya era muy popular en su tiempo, por ser un fino estilista victoriano, la prosa de Bulwer-Lytton ha perdido muchos lectores hoy en día, debido a su estilo anacrónico y en exceso acicalado, si bien su libro `Los últimos días de Pompeya` es todavía muy leído. 

De sus relatos macabros, como la novela Zanoni o los cuentos Strange story y La casa de los espíritus, señaló H. P. Lovecraft, en su ensayo `El horror sobrenatural en literatura`, que pese a sus fuertes dosis de retórica y de huero romanticismo, el éxito de sus escritos es innegable merced a su habilidad para tejer una cierta clase de singular encantamiento.

ZANONI-.
Edward Bulwer Lytton, el célebre autor de Los últimos días de Pompeya, realizó algunas sobresalientes incursiones en la literatura fantástica, como Zanoni o A Strange Story. La larga sombra del vampiro ha oscurecido a los demás inmortales góticos, como Fausto, el Judío Errante, o Zanoni, el cual pertenece a una sociedad secreta -más antigua que los Rosacruces- que utilizaba el poder de la vida eterna para buenos propósitos. El personaje central de la narración es un ser misterioso, de origen desconocido, de quien se cuentan cosas extraordinarias, que vive consagrado a sus estudios herméticos hasta que se enamora de la bella Viola Pisani, ídolo de la ópera de Nápoles. Desde ese momento, los amantes estarán sometidos a toda suerte de vicisitudes, un drama mágico que concluye durante los días del Terror, bajo el imperio de Robespierre y la sombra ominosa de la guillotina.

Fuente:

Enrico Pugliatti.

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