miércoles, 20 de junio de 2018

MEMPO GIARDINELLI EL DÉCIMO INFIERNO.








MEMPO GIARDINELLI



EL DÉCIMO INFIERNO

(Fragmento)

Otra novela de Giardinelli que se lee de una sentada. Como sucedió con su ya clásica LUNA CALIENTE, quien se atreva a internarse en esta brutal historia de amor, pasión y maldad se divertirá horrores. Con EL DÉCIMA INFIERNO, Mempo Giardinelli se ha salido tranquila y alegremente de todos los parámetros y preocupaciones tradicionales de la literatura latinoamericana para echarse una zambullida en lo que puede llamarse lo gozosamente atroz. 

Muchos se quedarán esperando la otra vuelta de tuerca que justifique, en términos morales, la incandescencia que en estas páginas se narra, pero el protagonista lo dice claramente: no hay justificación alguna, a no ser que se eche la culpa una vez más al calor del Chaco... Esto emparenta la obra con otras novelas giardinellianas, pero EL DÉCIMO INFIERNO es mucho más cruel y, al mismo tiempo, infinitamente más asombrosa. 

¿Cuántos no hemos deseado matar al que toca a la puerta por enésima vez equivocadamente? ¿O a la vieja vecina chismosa? ¿O al presuntuoso júnior que se nos cerró con el coche deportivo? En esta impresionante novela, la violencia resulta ser infierno y cielo al mismo tiempo. Mientras se vive, mientras se ejecuta, se siente como si fuera el cielo, pero en el momento en que el personaje se detiene a reflexionar, sabe que está perfectamente ubicado en el infierno. No es ésta una novela tradicional. Ni remotamente...

E.P

novela








Uno



En todo momento supe que lo que hacía era horroroso, pero lo hice. Una vez que me lancé por esa cornisa del Infierno, como una bola en el bowling que adquiere velocidad y fuerza a medi­da que se desliza, no me detuve más. No impor­taba cuántos pitotes iba a voltear. Sólo importa­ba rodar.
Un hombre que está por cumplir cincuenta años y se siente hecho, en el sentido de que ya hizo las cosas que quiso y pudo, y entonces está entre aburrido y desasosegado, no tiene más que dos alternativas: o empieza a disponerse a la ve­jez, satisfecho por lo que hizo o frustrado por todo lo que no logró; o dispara sus últimos car­tuchos y lo hace a todo o nada. Yo decidí esto úl­timo. Y Gris me hizo la pata. La muy incons­ciente.
Les diré: Resistencia es una ciudad que mijuadre llamaba Peyton Place, por una serie que fue muy famosa en los primeros años de la tele­visión en blanco y negro: La Caldera del Diablo, no sé si se acuerdan. Bueno, igual que Peyton Place, Resistencia es un pueblo norteamericano, sólo que equivocado de lugar en los mapas y rodeado de un cinturón de pobreza impresionante, de esos que los norteamericanos jamás dejan ver. Allí nunca pasa nada, hasta que un día pasa de todo. El calor nos vuelve locos, y ésa es la única explicación a las cosas que pasan, cuando pasan. Yo no sé lo que provoca, pero una noche -porque generalmente todo sucede de noche- enloquece­mos. Se te acaba el dinero, o la cerveza, o te har­taste de ver las mismas boludeces en la tele, y sentís que debes hacer algo. Romper algo, tirar todo abajo, gritarle a tu vecino, pegarle a tu mujer, no sé, algo.
Yo estaba cansado, pero no era un hombre in­feliz. Antes de los cincuenta ya me había divor­ciado dos veces, mis hijos estudiaban uno en la Universidad de Buenos Aires y el otro en la Na­cional de Córdoba, y yo vivía solo en una casa muy grande, en cuyo piso superior tenía un lindo departamento, una especie de enorme loft. En la planta baja vivía mi madre, ya viejita, al cuidado de una correntina sesentona muy dulce y eficien­te que se llamaba Rosa. Las dos eran muy religio­sas y vivían sus vidas simple y tranquilamente, tan virtuosas como soporíferas. Yo tenía un buen trabajo, independiente y rentable, que me permi­tía ser lo que en una ciudad como Resistencia se califica enjundiosamente como un excelente hi­jo. Todo mi pecado era la relación secreta que mantenía con Gris. Casada, ella. Y con mi mejor amigo.
No me vengan con moralinas: todo estaba bien y desde hacía cuatro años ésa era una rela­ción perfecta. Griselda es una mujer fantástica. No sólo porque es bella, sino porque no hay na­die en el mundo con quien pueda divertirse uno tanto: su inteligencia es rápida y brillante y a su agudeza le añade la gracia, el ángel de su actitud y una inmensa sabiduría que siempre me descon­cierta y fascina. Y todo eso, perdónenme, es una mezcla explosiva. Apasionada y loca en la intimi­dad, ella también estaba harta de representar el papel de la irreprochable dama burguesa resistenciana. Cuando empezamos a ser amantes ella ya había dejado de ir al Club de Ikebana, no participaba del Patronato de Cancerosos y ni siquie­ra iba más a las reuniones de la Cooperadora Es­colar del Santísima Trinidad. Ya no quería perder el tiempo inventándose actividades, ni pedir más permiso ni sentir más culpas por nada. Gris lo que quería era divertirse, gozar, vivir en movi­miento y ser amada. Todo lo que el buenazo de Antonio no le daba.
Habíamos empezado casi de casualidad, ha­cía exactamente cuatro años, pero no les voy acontar cómo empezó todo. No hace falta. Sí créanme que fue sensacional, excitante y que en toda mi vida yo no había conocido una mujer así, tan fogosa, ni había sentido semejante ca­lentura. Jamás me había entregado a una mujer como me entregué a ella, ni había visto que una mujer fuera capaz de tanta entrega, tanta totali­dad afectiva, quiero decir. Nos conocíamos des­de mucho tiempo atrás, por lo menos diez años, y creo que nunca habíamos tenido fantasías mu­tuas. Por represión social o por lo que fuera, du­rante una década fuimos casi asexuados el uno para el otro. Hasta que un día, pum, estalló algo, una bomba, y bajo los escombros nos liamos co­mo enredaderas, fundidos como dos metales en un caldero.
Griselda tenía unos años menos que yo. Nun­ca sabía si siete u ocho, porque ella siempre mentía la edad y su gracia para hacerlo era absoluta, incomparable. Desnuda sobre la cama, le encantaba que yo simplemente la mirara, masturbándome lenta y suavemente, mientras ella se movía como una contorsionista, sensual co­mo una diosa, a la vez que me preguntaba, desa­fiante, si yo sería capaz de cambiarla por dos chicas de veinte. Y después se me lanzaba enci­ma y me recorría el cuerpo con la lengua, dete­niéndose en mis partes más sensibles, las costi­llas, las axilas, la entrepierna, las orejas, y me ordenaba que me quedara quieto y me poseía con una fineza, con una calidad que no sería yo capaz de describir. Se montaba sobre mí y gira­ba las caderas hacia los lados, en círculos, y le gustaba que yo le acariciara los pechos suave­mente, adoraba que yo jugara con sus pezones gordos, de madraza que ha dado vida, y cerraba los ojos y me pedía que le dijese cosas chanchas, que la insultase, que le dijera suavemente que era la puta más puta de todo el Chaco. Era fantástica: estaba pendiente de su placer pero tam­bién del mío, y yo miraba su sonrisa de gozo y era como ver a la Gioconda antes de posar, como imaginar a la Virgen María en el momento de amamantar a Jesucristo. Y de pronto me gritaba que le diera mi leche, que se la diera toda, que me secara completamente para ella y me decía que ella era agua, que era el mar, que viera cómo se derramaba toda, y temblaba y me exigía que no me silenciara, que le jurara que la amaba y que se lo dijera salivándole la oreja, y yo así lo hacía porque era cierto, porque la amaba más que a nada en el mundo y porque además me en­canta hablar mientras lo hago y sabía que Griselda alucinaba de que yo pudiera hacer el amor y hablar tanto al mismo tiempo.
No hace falta decir más: nos amábamos y al cabo de los primeros encuentros, de los tres o cuatro primeros meses, cuando vencimos la cul­pa, empezamos a enhebrar los lazos más profun­dos del amor: la amiga que también era, el con-sejero que también yo era, las interminables char­las acerca de los hijos (sus dos muchachas son ya adolescentes, aunque menores que los míos), los chismes de la ciudad que tanto nos divertían, los amigos comunes y sus frustraciones, el Club Náu­tico, el pequeño universo provinciano en que nos movíamos. Y por supuesto hablábamos de nues­tro secreto, que era nuestra fuerza, porque desde el comienzo nos habíamos juramentado a que ninguno hablaría con nadie, pero absolutamente nadie, de esa relación. De lo único que jamás ha­blábamos, el nombre que jamás se pronunciaba, era por supuesto el de Antonio. Quien además de mi amigo y su marido, era mi socio en la Inmo­biliaria Nordeste Argentino, S.A.
Por supuesto, él lo sabía. Al menos yo siempre estuve convencido de que lo sabía. Una mujer co­mo Griselda puede engañar a todo un pueblo, por supuesto, pero no a su marido, y sobre todo si el marido no es un tonto. Y Antonio no lo era. Nunca entendí por qué procedía así, pero la ver­dad es que jamás hizo un mínimo gesto, jamás le hizo preguntas a ella ni manifestó enojo alguno conmigo. Jamás. Siempre aceptó todo en silen­cio. Era cornudo y se lo bancaba. A mí eso me desesperaba y a veces, de la rabia, sentía ganas de decírselo, ganas de gritarle que me estaba re­cogiendo a su mujer y que no fuera tan pelotudo, me daban ganas de zamarrearlo preguntándole por qué mierda se lo bancaba. La verdad es que no puedo decir exactamente desde cuándo él sa­bría lo nuestro, pero yo sé que lo sabía. Y Gris también sabía que él sabía. Pero de eso no hablá­bamos.
Esto que les cuento es una cretinada, abyec­ción pura, ya lo sé. Pero me he propuesto narrar las cosas como fueron. Nada de tener cuidados ni disimular. Al pan, pan, etcétera... Fue todo tan explícito y evidente cuando lanzamos a rodar la bola de bowling sobre la pista, que todavía me da gracia la pobre inocencia de la gente. Ni siquiera me parece tierna; me parece estúpida. Porque aquí la gente suele creer en lo que no debe y se traga cuanto sapo hervido le ponen en la sopa. Está demasiado extendida, es demasiado popular la imbecilidad urbana como para que uno vaya a tenerles piedad. Eso es tarea de los políticos, o de los curas, que mienten siempre y prometen lo que ni siquiera conocen. De modo que al menos aquí, lo más conveniente es ser obvio. Las sutile­zas son demasiado para ciertos pueblos. Usted no puede darle caviar a las gallinas.
El caso es que una tarde, después de hacer el amor y terminar exhaustos como dos ciclistas que corrieron el Tour de France, nos fumamos un pucho y yo le dije, de modo casual, como ju­gando:
-Deberíamos matar a tu marido.

Y Griselda, sin reparar en la enormidad de mis palabras, como si lo importante hubiese sidoque yo no pronunciara el nombre de mi amigo, y sin detenerse a reprocharme nada, ni siquiera sorprendida, simplemente dijo: -¿Y cómo lo haríamos?

Fuente:
1999, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta

lunes, 18 de junio de 2018

CALEB CARR. NOVELA. EL ALIENISTA. FRAGMENTO.


"Resulta extraño lo mucho que tardó mi mente en captar la imagen. O tal vez no. Había tanto que ver y tan anormal, tan fuera de lugar, tan... distorsionado. Era imposible captarlo todo rápidamente.
Sobre la pasarela se hallaba el cadáver de una persona joven. Y digo persona porque, aunque los atributos físicos eran los de un muchacho adolescente, las ropas (poco más que una blusa a la que le faltaba una manga) y el maquillaje facial eran de muchacha. O mejor aún, de una mujer, y una mujer de dudosa reputación, por cierto. La desgraciada criatura tenía las muñecas atadas a la espalda, y las piernas dobladas en una posición arrodillada, presionándole la cara contra el acero de la pasarela. No había señales de ropa interior ni de zapatos, sólo un calcetín colgando patéticamente de uno de los pies. Pero lo que le habían hecho al cuerpo...

El rostro no parecía haber sufrido golpes, no tenía hematomas —la pintura y los polvos seguían intactos—, pero allí donde antes habían estado los ojos, ahora había tan sólo unas cuencas ensangrentadas y cavernosas. Una confusa masa de carne le salía de la boca. Un ancho tajo le cruzaba la garganta, aunque había poca sangre cerca de la abertura. Grandes cortes se entrecruzaban en el abdomen, revelando la masa de los órganos internos. Y la mano derecha aparecía casi cercenada. En la ingle había otra herida abierta que explicaba lo de la boca: le habían cortado los genitales y se los habían embutido entre las mandíbulas. También le habían extirpado el trasero con lo que parecía... Sólo podría definirlo como a golpes de escoplo".

sábado, 16 de junio de 2018

Thomas de Quincey. Del asesinato como una de las bellas artes. (Fragmento. Artículo Segundo).

SEGUNDO ARTÍCULO[89]


Hace unos años recordarán los lectores que me presenté en calidad de dilettante en cuestión de asesinatos. Quizá la palabra dilettante sea muy fuerte. La de connoisseur es más apropiada a los escrúpulos y flaqueza del gusto público. Supongo que en esto no habré nada de malo. Nadie esté obligado a meter sus ojos, sus oídos y su entendimiento en el bolsillo de los pantalones cuando se encuentra con un asesino. Si no se encuentra en un completo estado comatoso, me imagino que un asesino es mejor que otro en cuestión de buen gusto. Los asesinatos tienen sus pequeñas diferencias y grados de mérito, al igual que las estatuas, los cuadros, los oratorios, camafeos, grabados, y no sé cuántas cosas más. Uno puede enojarse con el hombre por hablar demasiado, o por hacerlo muy públicamente (en lo de demasiado me retracto: nadie puede cultivar su gusto en exceso), pero en todo caso permítanle que piense. ¿Lo creerán ustedes? Todos mis vecinos oyeron hablar de aquel pequeño ensayo de estética que publiqué y, por desgracia, también oyeron hablar al mismo tiempo del club con el que me hallaba relacionado, así como de la cena que presidí —ambas cosas, con el ensayo, destinadas al mismo modesto propósito de difundir el buen gusto entre los súbditos de Su Majestad[90]—, y a renglón seguido se dedicaron a levantar las calumnias mas feroces contra mí. En particular dijeron que yo, o el club, lo que venia a ser la misma cosa, ofrecía premios a crímenes bien ejecutados… con una escala de descuentos en la puntuación, en caso de que se produjera un defecto o tacha en la ejecución, conforme a una tabla difundida entre los amigos personales. Permítanme ahora contarles toda la verdad acerca de la cena y del club, y comprobaran lo malicioso que es el mundo. Pero antes déjenme que les diga, confidencialmente, cuáles son mis principios reales sobre la materia en cuestión.

En cuanto al asesinato, nunca he cometido uno en toda mi vida. Eso es algo bien sabido entre todos mis amigos. Puedo mostrar un documento para certificarlo firmado por un montón de gente. Por tanto, si vamos a eso, dudo que haya muchos que puedan conseguir un certificado tan convincente. El mío seria tan grande como un mantel. Tengo que reconocer que hay un miembro del club que pretende haberme cogido tomándome demasiadas libertades con su gaznate en una sesión nocturna, después de que se hubiesen retirado todos los miembros. Pero observen que cambia la historia en función de lo que ha bebido. Cuando aún no ha ido muy lejos, se contenta con decir que me cogió mirando de manera insinuante su garganta y que estuve melancólico durante varias semanas después, y que mi voz sonaba como si expresara, para el fino oído del entendido, el sentido de las oportunidades perdidas. Pero todo el club sabe que se trata de un hombre desilusionado, y que a veces dice quejumbroso que resulta una negligencia fatal salir al extranjero sin las herramientas apropiadas. Además, éste es un asunto entre dos aficionados, y todo el mundo hace concesiones en pequeñas asperezas y roces de ese tipo. «Pero —me dirán— si usted no es un asesino, al menos habrá fomentado o incluso encargado un asesinato»; pues no, palabra de honor, nada de eso. Y éste es el asunto que quería discutir para su entera satisfacción. La verdad es que soy un hombre muy particular en todo lo relacionado con el asesinato y quizá llevo mi delicadeza demasiado lejos. El Estagirita situé con toda justicia, y posiblemente con conocimiento de mi causa, la virtud en el τό μεσον o en el medio entre los extremos. A un justo medio, a eso es a lo que todos deberíamos aspirar[91]. Pero es mas fácil hablar que obrar y, siendo mi flaqueza mas notoria la excesiva bondad de corazón, encuentro difícil mantener una línea recta ecuatorial entre los dos polos de demasiado asesinato por una parte, y demasiado poco asesinato por la otra. Soy condescendiente en exceso… y la gente se aprovecha de mí, incluso van por la vida sin que ni siquiera haya atentado una vez contra ellos, lo cual no tiene excusa. Creo que si de mi dependiese, apenas tendríamos algún asesinato al año. De hecho, estoy a favor de la paz y de la tranquilidad y de la mas exquisita cortesía, y de lo que se puede llamar una completa sumisión[92]. Un hombre vino a visitarme como candidato para un puesto de criado justo cuando se encontraba vacante. Tenia la reputación de haber coqueteado algo con nuestro arte, y algunos dicen que no sin mérito. Lo que me asombro, sin embargo, fue que él suponía que este arte formaba parte de sus deberes habituales en el desempeño del servicio y hablo de tenerlo en consideración en el salario. Ahora bien, eso era algo que yo no podía permitir, así que le dije enseguida: «Richard (o James, como quizá era el caso), interpreta mal mi carácter. Si una persona quiere y debe practicar este difícil (y permítanme añadir, peligroso) arte; si posee un decidido talento para ello, en ese caso puede seguir sus estudios mientras se encuentra a mi servicio o al de cualquier otro. Y asimismo, tengo que indicar, que no puede causar ningún perjuicio ni a sí mismo ni al sujeto en el que esta operando, el que se guié por personas de un mejor gusto que él. El talento puede hacer mucho, pero el largo estudio de este arte siempre da derecho a una persona a dar consejos. Hasta ahí llegaré yo: sugeriré principios generales. Pero, en lo que Concierne a cualquier caso particular, no tendré nada que ver con él. No me hable nunca de una obra de arte en especial sobre la que esté pensando: me opongo a ello in toto. Pues si una vez un hombre consiente en un asesinato, al poco tiempo comienza a darle poca importancia al robo; y del robo pasa a darse a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y de ahí solo queda un paso para la descortesía y la falta de puntualidad. Una vez que alguien ha comenzado a descender por este sendero, nunca se sabe cuando podrá parar. Mas de una persona ha sellado su ruina con algún que otro asesinato, al que en aquel tiempo no dio mucha importancia. Principiis obsta [93]: ésta es mi norma». Así le hablé, y nunca me he apartado de ella; si eso no es ser virtuoso, me gustaría saber que cosa lo es.

domingo, 10 de junio de 2018

Thomas de Quincey. DEL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES


LITERATURA DE RESCATE.
(Fragmento).
DEL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES[1]


PRIMER ARTÍCULO


ADVERTENCIA DE UN HOMBRE MORBOSAMENTE VIRTUOSO[2]


La mayoría de los que leernos libros es posible que hayamos oído hablar[3] de una Sociedad para el Fomento del Vicio, del Club del Fuego Infernal, fundado en el último siglo por Sir Francis D—, etc. En Brighton, según tengo entendido, se fundó una Sociedad para la supresión de la Virtud[4]. Esta sociedad fue asimismo suprimida, pero lamento decir que existe otra en Londres de un carácter aún más atroz. En vista de sus inclinaciones le vendría bien la denominación de Sociedad para el Incentivo del Asesinato, pero, aplicándose un delicado ενΦημισηός, se llama la Sociedad de Entendidos en Materia de Asesinatos. Sus miembros se precian de su curiosidad por todo lo relativo al crimen, de ser amateurs y dilettanti de todas las formas de derramamiento de sangre, en suma, de ser aficionados al asesinato. Cada vez que en los anales de la policía europea aparece una atrocidad de esta clase, se reúnen y la critican como si fuera un cuadro, una estatua o cualquier otra obra de arte. No haré falta que me tome el trabajo de intentar describir el espíritu que preside sus actividades, pues el Iector podrá apreciarlo mejor en una de sus conferencias mensuales pronunciada ante la sociedad el año pasado. Dicha conferencia ha caído en mis manos por casualidad, pese a toda la vigilancia ejercida para que no se hagan publicas sus deliberaciones. Al verla publicada se sentirán alarmados, y éste es precisamente mi propósito. Pues prefiero, con mucho, que la sociedad se disuelva tranquilamente mediante un llamamiento a la opinión publica, sin necesidad de mencionar nombres, como seria el caso si recurriera a los tribunales de Bow Street[5], a los que, sin embargo, no dudaría en recurrir si mis medidas no obtuviesen el éxito esperado. Mi sentido de la virtud no puede permitir que semejantes cosas puedan producirse en un país Cristiano. Incluso en tierra de paganos, la tolerancia publica del asesinato —esto es, los terribles espectáculos en el circo— fue considerada por un escritor Cristiano como el mas vivo reproche que podía hacerse a la moral publica. Este escritor es Lactancio, y creo que sus palabras son singularmente aplicables a la presente ocasión: «Quid tam horribile», dice, «tam tetrum, quam hominis trucidatio? Ideo severissimis legibus vita nostra munitur; ideo bella execrabilia sunt. Invenit tamen consuetudo quatenus homicidium sine bello ac sine legibus faciat: et hoc sibi voluptas quod scelus Vindicavit. Quod si interesse homicidio sceleris conscientia est, et eidem facinori spectator obstrictus est cui et admissor; ergo et in his gladiatorum caedibus non minus cruore profunditur qui spectat, quam ille qui facit: nec potest esse immunis a sanguine qui voluit effundi; aut videri non interfecisse, qui interfectori et favit et procmium postulavit»[6]. «¿Qué cosa es tan terrible», —dice Lactancio—, «tan funesta y repugnante, como el asesinato de una criatura humana? Por esta razón nuestra vida se protege con las leyes mas severas; por esta razón, las guerras son objeto de execracion. Y, sin embargo, en Roma la costumbre tradicional ha permitido una forma de autorizar el asesinato aparte de en la guerra y en contradicción con el derecho, y las exigencias del gusto (voluptas) han llegado a equipararse a las del crimen»[7]. Que la Sociedad de Caballeros Aficionados lo tenga presente; y permítanme llamar la atención sobre la última frase, de tanto peso que me atrevería a traducirla así: «Ahora bien, si el mero hecho de presenciar un asesinato atribuye a un hombre la cualidad de cómplice, si ser un simple espectador basta para que compartamos la culpa del autor, de ello se deduce necesariamente que en los crímenes del anfiteatro la mano que inflige el golpe fatal no esté mas empapada de sangre que la de quien contempla pasivamente el espectáculo, ni tampoco puede estar limpio de sangre quien no impida que se derrame, ni tampoco queda exento de participar en el crimen quien aplaude al asesino y reclama premios para él». Aún no he oído que se acuse a los Caballeros Aficionados de Londres de «proemia postulavit», aunque es indudable que sus actividades tienden a ello, pero el nombre mismo de su asociación implica el «interfectori favit», y ello se expresa en cada una de las líneas de la conferencia que sigue[8] a continuación.



viernes, 8 de junio de 2018

De Quincey Thomas - Del Asesinato Considerado Como Una De Las Bellas Artes



Cuando se menciona el nombre del escritor inglés Thomas De Quincey (1785-1859), Casi siempre se hace en relación con el consumo del opio y con la deslumbrante elaboración literaria de su adicción. No se puede negar que su fama se ha debido en parte a esta circunstancia; su exploración de los estados alterados de conciencia y su lucha por dominar una imaginación desbocada que le llevaba a la locura, han conmocionado y fascinado a sus lectores durante mas de un siglo. Pero la obra de De Quincey no se reduce, ni mucho menos, a un brillante testimonio sobre los dolores y placeres provocados por el consumo de una droga, en realidad posee un calado y una repercusión que la convierten en imprescindible para comprender en su plenitud la historia del pensamiento europeo. Y lo que es mas importante, siempre que Europa necesite de un poderoso estimulante para afirmar su personalidad e identidad, se podrá recurrir a Thomas De Quincey Como un antídoto excepcional contra el letargo y la desorientación intelectuales. Sobre todo en los tiempos que corren, cuando se consideran superfluos los estudios de humanidades y con su supresión o trivialización nos arriesgamos a producir una nueva barbarie, su obra nos transmite el amor por el conocimiento y por los fundamentos que han hecho posible nuestra cultura. En efecto, el autor inglés, poseedor de una erudición vasta y excéntrica, fruto del intenso estudio y de la soledad, es un exponente magnífico del cultivo del intelecto y de la aplicación del ingenio y del humor alas materias mas abstrusas. Por esta razón, y por su arrebatadora originalidad, resulta prácticamente inclasificable. El mismo consideraba un problema su ubicación como autor, ¿era un escritor de ficción, de prosa poética, un ensayista? Prefería llamarse filósofo, y ¿por qué no?, ¿por qué negarle ese deseo, si Kirkegaard o Nietzsche también frecuentaron esa tierra de nadie que se extiende entre la filosofía y la literatura, y su posición en la historia de la filosofía parece resistir hasta ahora todos los embates que quieren ponerla en duda?
De Quincey, además de ser el enemigo declarado de la vulgaridad y de la pereza mental, así como de las grandes simplificaciones, destaca por su Versatilidad y espíritu sensible, puesto que en él se aúnan felizmente lo grotesco y lo fantástico, la erudición y un turbador lirismo, lo cual, para todo «circunnavegante de la literatura», por emplear una de sus sugestivas acuñaciones, es una fuente de placer intelectual y un acicate creador. Recordemos que De Quincey ha sido uno de los prosistas ingleses del siglo XIX que mas han influido en la literatura; deudores suyos han sido, entre otros, Edgar Allan Poe, Baudelaire, Lewis Carrol, Dickens, Proust, Chesterton, Virginia Woolf, D. H. Encelare o Jorge Luis Jorges.
Con el presente volumen la editorial Valdemar sigue con su labor divulgadora de la obra del autor inglés, una obra compuesta en su mayor parte por numerosos artículos y pequeños ensayos diseminados en revistas y periódicos. Tras publicar Los últimos días de Emmanuel Kant (2000) y, en la colección de clásicos, Las confesiones de un inglés comedor de opio (2001), volúmenes acompañados de amplias introducciones con datos biográficos y otras informaciones de interés, hemos reunido los textos mas sobresalientes de De Quincey, y creemos que merece la pena ofrecerlos al lector añadiendo las variantes esenciales, puesto que el escritor nunca quedaba satisfecho con sus obras y, cuando disponía de la oportunidad, no dudaba en corregirlas, retocarlas o aumentarlas. Para ello hemos recurrido a la Selections Grove and Gay de sus escritos, en parte revisada por el mismo autor, a la edición de David Masson, The Colected Writings of Thomas de Quincey (1896-97) y a la ultima edición critica en Pickering & Chatto (2000-3).
Los textos que ofrecemos a continuación son, por tanto, piezas maestras de un género híbrido y muy personal, con nobles antecedentes estilísticos en escritores como Sir Thomas Browne, Jeremy Taylor y Sterne, piezas mediante las cuales De Quincey analiza la realidad cotidiana y diversos fenómenos históricos o intelectuales, a veces con afán polémico y otras con un trasfondo lírico, pero siempre desde una perspectiva insólita. Estas obras suelen caracterizarse, además, por una complejidad edulcorada con humor. Con su ensayo Del asesinato considerado como una de las bellas artes, por ejemplo, no pretendía plasmar una mera paradoja lúdica y algo siniestra con el fin de escandalizar a la mentalidad burguesa, como ha creído entender erróneamente mas de un critico, sino que se trata de un sutil ensayo en clave de humor sobre filosofía estética y moral. En el fondo, De Quincey mantiene un dialogo mordaz con la Poética de Aristóteles; la obra de Edmund Burke, Philosophical Inquiry into… the Suhlime and Beautiful; el Laokoon de Lessing; y la Critica del juicio de Kant. Aquí se plantea la controvertida teoría de que el placer contemplativo es mas estético que moral, y que lo bello no coincide necesariamente con lo bueno. Con esta problemática se enlaza otra paradoja moral muy discutida en tiempos de De Quincey Nos referimos a la prohibición absoluta de mentir que Kant dedujo de su imperativo categórico, incluso en el caso de que un asesino con el arma en la mano pregunte por el paradero de un inocente, según un supuesto atribuido a Kant por Benjamin Constant. En 1797 el filósofo alemán y Constant mantuvieron una interesante polémica sobre este tema, que tuvo como fruto el opúsculo kantiano Sobre el supuesto derecho a mentir por amor al hombre.
En otra de las piezas incluidas en este volumen, El coche correo inglés, que De Quincey llegó a concebir Como una parte de Suspiria de profundis, nos encontramos con una fantasía política imbuida de una visión apocalíptica, como se confirma en su continuación, La visión de la muerte súbita que, entre otras cosas, es una fascinante expedición alas raíces del horror. Por cierto, estos dos textos constituyeron un hito en la historia de la literatura y ejercieron una gran influencia en James Joyce, George Eliot, Herman Melville y Stéphane Mallarmé. A su vez, Suspiria de profundis no se reduce a un mero relato autobiográfico o a variaciones de prosa musical, supone un complejo análisis de estados anímicos, algunos de ellos en los umbrales de la locura, y sus vínculos con mundos oníricos naturales o inducidos por el opio. También se plantea el problema del sentido de la existencia y la actitud del hombre ante la enfermedad y la muerte. Todas estas obras se caracterizan por el inimitable estilo del autor, por las osadas asociaciones literarias y filosóficas, fruto de una erudición fertilizada con la imaginación, y por la huida de todo convencionalismo.
En las páginas que ponernos a disposición del lector se revela, en fin, la sutil inteligencia y la sensibilidad de un hombre que temple su intelecto mediante una disciplina férrea. Durante su vida sufrió duros golpes del destino, pero nunca traicionó su vocación, a la que sacrifico el bienestar y la salud. Su personalidad, por este motivo, es posible que se torne cada vez mas enigmática, y por mucho que se profundice en sus motivaciones, me temo que seguirá siendo un misterio cómo semejante devorador de libros logró compaginar una obra tan prolífica con una avidez intelectual que sólo se puede calificar de monstruosa. Su hondo conocimiento del sustrato cultural europeo y el descubrimiento de nuevos terrenos para la literatura, suponen una gesta que merece nuestra admiración, así Como su intento nada fácil de aunar sensibilidad, ingenio, humor y erudición.
J. Rafael Hernández Arias

jueves, 7 de junio de 2018

CARLOS FUENTES. NOVELA. CAMBIO DE PIEL. PREMIO BIBLIOTECA BREVE SEIX BARRAL 1967.


Premio Biblioteca Breve 1967.
Sinopsis de Cambio de piel:
Cuatro personajes que viajan en automóvil de México a Veracruz se ven obligados a pernoctar en Cholula, cuya famosa pirámide visitan. En este pueblo, completamente accidental en su itinerario, se nos revela la personalidad de cada uno, pero sobre todo la frustración de Javier, que sacrificó su carrera intelectual y política por su vida sentimental, y debe enfrentarse ahora al cambio brutal que el tiempo ha introducido en sus relaciones sentimentales e inventar una nueva vida. 

Cambio de piel
, centro de la obra de narrativa de Carlos Fuentes, constituye un ambicioso y complejo sistema de referencias entrelazadas que se hacen eco mutuamente: desde los días de Cortés al presente degradado en que hace explosión el punto muerto de la vida de sus protagonistas, el hoy de México se confunde con su historia, la vida cotidiana con el ritual. Escrita con la máxima libertad formal, esta ambiciosa y lograda novela reúne la técnica del mejor realismo moderno y la experimentación formal de las vanguardias, para proporcionar un acabado retrato del hombre de nuestro siglo. La presente edición incluye un apéndice documental sobre la incidencia de la censura española que impidió la publicación de Cambio de piel durante el franquismo. 

Cambio de piel
 fue galardonada con el Premio Biblioteca Breve en 1967 y es ya un clásico de la actual narrativa en lengua castellana
(NOVELA. CAMBIO DE PIEL. FRAGMENTO).
A
Aurora
y
Julio
Cortázar

1

Una fiesta imposible
El narrador termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre:

... comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête ...

Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.
Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste.
Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz.
Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.
Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.
¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía.
Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.
¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor.
Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles.
Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».
Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.
Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo” estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: “se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales...
Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados.
–Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.
Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día.
Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena –la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona– rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve.

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sportahecapertaitpecatoribuspenitentia

El día de la resurrección, los indios llenan el inmenso atrio. Avanzan lentamente con las ofrendas dobladas: mantas de algodón y pelo de conejo, los nombres de Jesús y María bordados, caireles y labores a la redonda, rosas y flores tejidas, crucifijos tejidos a dos haces. Frente a las gradas, extienden las mantas y se hincan; levantan las ofrendas hasta sus frentes e inclinan la cabeza. Rezan calladamente. En seguida impulsan a los niños para que ellos también muestren sus ofrendas y les enseñan a hincarse. Una multitud espera el tumo, con las ofrendas entre las manos. Por toda la explanada se levantan los humores del copal y el olor de las rosas, mientras la multitud espera en silencio, con los rostros oscuros y los restos de los trajes ceremoniales, cuando no las propias ropas de labor, cuidadosamente lavadas y zurcidas, y los pies descalzos.
Encendí un cigarrillo y seguí sus movimientos; Isabel trataba de evitar mi mirada; recorría con ustedes las tres capillas pozas, pintadas de amarillo, a lo largo de la muralla de la fortaleza. La simplicidad de las capillas contrasta con el ornamento de la puerta lateral de la iglesia. Novedad impuesta a la severa construcción del siglo xvi, puerta renacentista de columnas empotradas y vides suntuosas, de espíritu prolongado en las tumbas románticas que los ricos de Cholula mandaron colocar, hace un siglo, en este terreno sagrado: cruces de piedra con simulación de madera, ramos de piedra, cartas de piedra dirigidas al ausente y detrás los contrafuertes oscuros y las altas ventanas enrejadas y los niños descalzos que pasan en fila con sus catequistas armados de varas para pegar sobre las manos de los olvidadizos y las voces agudas que repiten. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero.
Los niños aprenden a hincarse. Ofrecen copal y candelas, cruces cubiertas de oro y plata y pluma: ciriales labrados, con argentería colgando y pluma verde. Se reparte y ofrece la comida guisada, puesta en platos y escudillas. Se conducen corderos y puercos vivos, atados a palos. Los indios toman a sus animales entre los brazos cuando ascienden por las gradas a recibir la bendición, y se levanta una oleada de risas al ver los esfuerzos de un devoto por contener las patadas del cordero o sofocar los chillidos del marrano.
Avanzaron hacia la capilla real y yo apagué el cigarrillo en la suela del zapato. Isabel giró fingiendo que admiraba esa que originalmente fue una capilla árabe de arcadas abiertas en sus siete naves, en la que se representaban autos sacramentales frente al atrio lleno de indios que venían a aprender, deleitándose, los mitos de la nueva religión, y en realidad sólo querías ver si yo seguía allí y los dos nos escondimos detrás de las gafas negras. Ahora las naves habían sido tapiadas y la capilla tenía almenas, remates góticos y gárgolas de agua. Del viejo linaje arábigo sólo quedaban, por fuera, las cúpulas de hongo múltiples, con cuadros de cristal que dejaban pasar la luz al interior. La larga capilla culminaba en una torre final, un campanario amarillo, y se penetraba en ella por un portón de madera con doble escudo: el de San Francisco, los brazos cruzados del indigente y el fraile; y el de las cinco llagas de Cristo, extraña rodela con cinco heridas estilizadas a la manera indígena, la mayor coronada de plumas y las gotas de sangre, siempre, como un puñado de moras silvestres.
Entraron en la capilla real.
Los seguí y me detuve en la puerta.
Mojaste los dedos, dragona, en una de las dos enormes pilas bautismales a la entrada. Te vi sonreír ante esa incongruencia fantástica: no eran sino urnas de piedra indígenas, viejas, labradas, corroídas, antiguos depósitos de los corazones humanos arrancados por el pedernal en los sacrificios de Cholula. Y este símbolo de recepción, aunado a la luz color perla que se filtraba por las bóvedas mozárabes y apagaba el color quemado del piso de tezontle, daba su tono de estadio intermedio, de lugar de tránsito entre la luz del infierno en llamas y la opacidad del cielo de aire a todo el vasto aposento, casi desnudo: un Cristo vejado, cubierto con el manto de la burla, con la corona de un imperio de espinas: los labios vinagrosos y las gotas de sangre en la frente y los ojos entornados al cielo y la peluca cuidadosamente rizada y la faldilla de encaje y la vara del poder bufo entre las manos: era otra figura de humillación sin gloria, alejada de los cuatro arcángeles policromos que guardaban el altar pero cercana a los símbolos del purgatorio que constituían los mayores elementos de la capilla: un retablo en relieve en el que la Reina del Cielo, coronada de ángeles, preside los sufrimientos de los caballeros bigotudos, las damas de torso desnudo y senos rosados, los frailes tonsurados, el rey y el obispo que son acariciados por las tibias llamas del arrepentimiento; y, enfrente, la tela de las ánimas en pena que se consumen en fuego sobre el cadáver del obispo enterrado, una calavera con la mitra caída y los intestinos descubiertos;

statum est hominibus semel mori & post hoc iudicium

Los indios sentados en el gran atrio sonríen ante la representación del juicio de Dios contra los primeros padres, los sin ombligo. Entre los arcos de la capilla, se han construido peñones, árboles, todo el jardín de la primera felicidad. Aves de oro y pluma se posan en las ramas. Los papagayos hacen ruido. Los ocelotes asoman entre las ramas del Edén. En el centro, el árbol de la vida con las manzanas de oro. Un paraíso de abril y mayo. Los guajolotes se esponjan y agitan la guedeja del papo rojo. Los niños vestidos de animales hacen cabriolas en el escenario. Adán y Eva aparecen en la inocencia del albor. Eva molesta a Adán. Le ruega, lo atrae; él la rechaza con aspavientos. Eva come del árbol y Adán acepta morder la manzana. Los indios ríen por un momento, pero sus rostros se llenan de espanto cuando descienden Dios y sus ángeles. Dios ordena a los ángeles vestir a Adán y Eva. Los ángeles muestran a Adán cómo ha de labrarse la tierra; entregan a Eva husos para hilar. Adán es desterrado y puesto en el mundo: los indios lloran y los ángeles se dirigen a la concurrencia, cantando:

Para qué comió
la primera casada,
para qué comió
la fruta vedada.

I’ll give you back
your time

El viejo Lincoln convertible se detuvo frente a las arcadas de la plaza. El joven rubio y barbado metió el freno de mano y abrió la portezuela; a su lado la muchacha vestida con pantalón negro, suéter y botas negras se desperezó y el negro con sombrero de charro le besó el cuello y rió. Del asiento de atrás saltó a la calle empedrada, con la guitarra en la mano, el muchacho alto con el pelo largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero y la otra muchacha, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros, el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas, se puso de pie y se quitó los anteojos para conocer la fisonomía de Cholula: despintada, sin cejas, con los labios borrados por la pintura pálida, guiñó los ojos y le ofreció la mano al joven que cerraba su portafolio de cuero amarillo y, en contraste con los demás, vestía un saco de tweed marrón y pantalones grises. Lo comentó al cerrar el portafolio:
–Algún día los he de convencer.
–No tiene importancia–. La muchacha vestida de negro se encogió de hombros y tomó posesión de los portales.
–Sí, sí tiene–. El joven cerró el portafolio. –La música se trae por dentro. No hay necesidad de disfrazarse. La verdadera révolte se hace vestido como yo.
–Oye hombre: así lo asustamos más–. El muchacho alto se desarregló la cabellera lacia.
–¿Es aquí? –preguntó la muchacha de las cejas depiladas, indefensa como un albino ante la plaza seca, desnuda, aplastada por la intensa resolana.
–Apuesta tu alma –dijo el negro.
En la calle, la muchacha vestida de negro encendió su radio transistor y buscó una estación.
El conductor, el rubio barbado, garabateó con un lápiz blanco sobre el parabrisas del convertible:

property of the monks

y la muchacha encontró la estación en el cuadrante y el muchacho alto se secó el sudor de la frente y empezó a acompañar la música de la radio con la guitarra y los seis se fueron caminando bajo las arcadas y cantando juntos, abrazados.

I’ll give you back your time.


Yo sólo escuché el gruñido y el llanto unidos, inseparables, que quise localizar en el cofre del automóvil.

CONGRESO DE NOVELA Y CINE NEGRO. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO Y EL LABERINTO DEL VERDUGO.


Las diferentes facetas del neopolicial latinoamericano han sido abordadas en la sesión celebrada esta mañana en el Aula 18 de Anayita. Procedentes del Instituto Tecnológico y la Universidad Nacional de Costa Rica, Ariadne Camacho Arias y Sigrid Solano Moraga han presentado “Acercamientos a una definición de novela negra costarricense: evaluación de la narrativa de Limbrick a partir de Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo“. La siguiente ponencia ha corrido a cargo de Vanesa Taboada Vázquez, de la Universidade de Santiago de Compostela, bajo el título de “La novela policiaca y la política en América Latina en el siglo XX”. Por último, Manuel Botero Camacho, de la Complutense de Madrid, ha expuesto su trabajo “El existencialismo como auténtico sociópata: los oscuros laberintos de Juan Pablo Castel y Frederick Clegg”.-
Congreso de Novela y Cine Negro http://www.congresonegro.com/un-rodeo-por-latinoamerica/

miércoles, 6 de junio de 2018

CARLOS FUENTES. LA MUÑECA REINA. (FRAGMENTO).



Carlos Fuentes publicó, en 1964, una colección de siete relatos titulada `Cantar de ciegos`. De allí proviene un texto de excepcional calidad literaria que ha sido integrado a los `Cuentos sobrenaturales`: se trata de `La muñeca reina`. Curiosamente, no hay en éste ningún elemento sobrenatural, sino que estamos frente a la historia de una remembranza imaginativa. 

El narrador, Carlos, a partir de un pequeño papel que halla inserto en un libro, decide volver a visitar el jardín al cual acudía a leer cuando tenía catorce años, el mismo en que solía presentarse Amilamia, una niña de siete -la autora de la nota infantil-: `Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo`. 
En el presente, Carlos tiene ya veintinueve y ha concluido una carrera universitaria. Este detonante de la memoria lo llevará a buscar aquella estancia de su pasado y a descubrir el modo en que no coinciden las cosas cuando se compara lo que se añora con las evidencias que muestra el presente.
Fuente: NN.

LA MUÑECA REINA
CARLOS FUENTES
I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su
existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían
reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba
acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros.
Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las
estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo.
Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que
sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama
grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos
primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la
primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de
mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de
historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud
de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para
preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son
desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por
caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de
buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una
hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y
adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las
respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó,
revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia:
Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía
indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde
a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de
clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos
por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi
imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos
del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que
bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes
ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón
milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de
correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era
Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en
silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por
hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la
niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy
serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco
demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había
encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre
la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los
niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos
solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de
Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que
sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos.
Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes
fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de
sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o
como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a
otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un
álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía,
desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado
sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que
me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera
loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas
apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los
ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba
de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto
para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor
entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde,
 

 no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la
casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros
azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia
viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca
verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me
preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las
imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer
cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y
ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento.
Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto
y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que
adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas
al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las
piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre
el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles,
dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes
de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las
cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el
horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados,
imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo
para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo
esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el
parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura
alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso
y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño
quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento,
establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la
tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la
tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las
hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la
Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones
mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos
blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus
lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi
compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la
niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó
por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no
era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad.
Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos
corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos
sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con
celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de
papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa
tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de
alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo
con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y
sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con
enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la
rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia
se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir
palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la
tarjeta o guardarla en las páginas del libro.
Las tardes de la granja.
Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia.
Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y
después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca
la volví a ver
  

martes, 5 de junio de 2018

CARLOS FUENTES. NOVELA. AURA. 1962.


LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos
los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído, dejas
que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en
este cafetín sucio y barato. tu releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado.
Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial.
Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés,
preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida
y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta
que las letras mas negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se
solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de
datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en
escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso,
sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay
teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en
condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tornado la
delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina.
Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que
debes memorizar para que esos niños amodorrados te respeten. Tienes que
prepararte. El autobús se acerca y tu estas observando las puntas de tus zapatos
negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las
monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los aprietas con el puno y
alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca

se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente
entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el
pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y colocar distraídamente la
mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón, donde guardas los billetes.
Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día
siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el des-ayuno y
abras el periódico. Al llegar a la pagina de anuncios, allí estarán, otra vez, esas
letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te
detendrás en el ultimo renglón: cuatro mil pesos.
Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has
creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud,
tratando de distinguir el numero 815 en este conglomerado de viejos palacios
coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y
expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas,
superpuestas, con-fundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47»
encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantaras la mirada
a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de
mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de
los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de
palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las
troneras y los canales de lamina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas
ensombrecidas por lar-gas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira

alguien en cuanto tu la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la
mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.
Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin
relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias
naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta
cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por ultima vez
sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y
autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener
una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón
techado — patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las
raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz
que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda
y cascada te advierte desde lejos:
—No. . . no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y
encontrara la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones.
Cuéntelos. ahí
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus
pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera
crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y

te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el portafolio apretado contra
las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una
manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete
delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz,
grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.
—Señora —dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de
mujer— Señora. . .
—Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta —ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes
que todas son puertas de golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus
pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Solo tienes ojos para esos
muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al
cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de
ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de
plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y solo detrás de este brillo
intermitente veras, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraer-te
con su movimiento pausado.
Lograras verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas.
Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa
figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no
tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe
con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que

yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura
que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus
dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu mano de la otra.
—Felipe Montero. Leí su anuncio.
—Si, ya se. Perdón no hay asiento.
—Estoy bien. No se preocupe.
—Esta bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veo bien. Que le de la luz. Así.
Claro.
—Leí su anuncio. . .
—Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado?— Avez vous fait des etudes?
—A Paris, madame.
—Ah, oui, ga me fait plaisir, toujours, toujours, d'entendre. .. oui. .. vous savez...
on etait telle-ment habitue. . . et apres...
Te apartaras para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa
cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi
infantil de tan viejo. Los apretados botones del cuello blanco que sube hasta las
orejas ocultas por la cofia, las sabanas y los edredones velan todo el cuerpo con
excepción de los brazos envueltos en un chal de estambre, las manos pálidas que
descansan sobre el vientre: solo puedes fijarte en el rostro, hasta que un
movimiento del conejo te permite desviar la mirada y observar con disimulo esas

migajas, esas costras de pan regadas sobre los edredones de seda roja, raídos y
sin lustre.
—Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por
ello he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el
periódico.
—Si, por eso estoy aquí.
—Si. Entonces acepta.
—Bueno, desearía saber algo mas...
—Naturalmente. Es usted curioso.
Ella te sorprendera observando la mesa de noche,
los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas
de aluminio, los cartuchos alineados de pildoras y
comprimidos, los demas vasos manchados de liquidos blancuzcos que estan dispuestos en el suelo, al
alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta
cama baja. Entonces te daras cuenta de que es una
cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando
el conejo salte y se pierda en la oscuridad.
—Le ofrezco cuatro mil pesos.
—Si, eso dice el aviso de hoy.

—Ah, entonces ya salió.
—Si, ya salió.
—Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados
antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
—Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...?
—Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser
completadas. Antes de que yo muera.
—Pero...
—Yo le informare de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo.
Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por
esa transparencia, esa, esa. . .
—Si, comprendo.
—Saga. Saga. ¿Dónde esta? Ici, Saga...
—¿Quien?
—Mi compañía.
—¿El conejo?
—Si, volverá.

Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los
labios, pero esa palabra . —volverá— vuelves a escucharla como si la anciana la
estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tu miras hacia
atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando
vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto
desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la
cornea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la pupila
rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los
párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse
—a retraerse, piensas— en el fondo de su cueva seca.
—Entonces se quedara usted. Su cuarto esta arriba. Allí si entra la luz.
—Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo
donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
—Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
—No se...
—Aura...
La señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al
extender otra vez su mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la
mujer y tu se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un
lado y la muchacha esta allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo
entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido

—ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se
recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son mas fuertes que el
silencio que los acompaño—.
—Le dije que regresaría...
—¿Quien?
—Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
—Buenas tardes.
La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el
gesto.
—Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras
Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La
muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te
mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al
fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma
verde, vuelven a inflamarse como una ola: tu los ves y te repites que no es cierto,
que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes
que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos
fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola tu puedes
adivinar y desear.
—Si. Voy a vivir con ustedes.


Fuente:
Primera edición: 1962
40a. reimpresi6n: 2001
1962, Carlos Fuentes
Ediciones Era, S. A. de C. V.
Calle del Trabajo 31,14269 México, D. F.
Impreso y hecho en México
Printed and made in México

 

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