Premio Biblioteca Breve 1967.
Sinopsis de Cambio de piel:
Cuatro personajes que viajan en automóvil de México a Veracruz se ven obligados a pernoctar en Cholula, cuya famosa pirámide visitan. En este pueblo, completamente accidental en su itinerario, se nos revela la personalidad de cada uno, pero sobre todo la frustración de Javier, que sacrificó su carrera intelectual y política por su vida sentimental, y debe enfrentarse ahora al cambio brutal que el tiempo ha introducido en sus relaciones sentimentales e inventar una nueva vida.
Cambio de piel, centro de la obra de narrativa de Carlos Fuentes, constituye un ambicioso y complejo sistema de referencias entrelazadas que se hacen eco mutuamente: desde los días de Cortés al presente degradado en que hace explosión el punto muerto de la vida de sus protagonistas, el hoy de México se confunde con su historia, la vida cotidiana con el ritual. Escrita con la máxima libertad formal, esta ambiciosa y lograda novela reúne la técnica del mejor realismo moderno y la experimentación formal de las vanguardias, para proporcionar un acabado retrato del hombre de nuestro siglo. La presente edición incluye un apéndice documental sobre la incidencia de la censura española que impidió la publicación de Cambio de piel durante el franquismo.
Cambio de piel fue galardonada con el Premio Biblioteca Breve en 1967 y es ya un clásico de la actual narrativa en lengua castellana
(NOVELA. CAMBIO DE PIEL. FRAGMENTO).
A
Aurora
y
Julio
Cortázar
1
El narrador termina de
narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el
apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado,
Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le
temps d’un livre:
... comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable
catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête ...
Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el
personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.
Hoy, al entrar, sólo
vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso,
idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones
de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa
elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que
tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los
toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus
moradores? Tú no los viste.
Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con
la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a
presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el
entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se
burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de
Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez
mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo
precisa mil. Va en son de paz.
Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una
población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en
rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros
callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril
de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza,
escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos,
babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo,
hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían:
estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros
de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos,
estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a
veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de
pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes,
de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría
miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de
este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo
miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse
bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones
agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.
Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen
chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo,
noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen
gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d
pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas
agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de
la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón
de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.
¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías
grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente,
peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los
rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la
mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo.
Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas,
pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o
caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un
color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres
gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas,
esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los
rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la
mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre
los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de
la gran plaza pobre y vacía.
Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil
casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de
labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo,
Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar
ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos
que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre
descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos,
masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros
hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la
ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile,
maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y
pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las
torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los
caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas
ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con
los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los
braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los
tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula.
Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la
ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y
las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma,
en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los
monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y
cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y
rasgan el aire.
¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al
centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente
chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que
alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los
dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes
estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la
Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y
Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y
redentor.
Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los
sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y
demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo
han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No
abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro
rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a
las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero
al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y
leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de
los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los
sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no
lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos
quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados
siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la
victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos
sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido
de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos
ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser
acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los
caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una
orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la
pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los
arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con
las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado
hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los
caballos de los teúles.
Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada
desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los
olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y
la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto
dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque
nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones
de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La
Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer
Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros
fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico
rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos,
costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de
los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de
su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».
Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por
Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de
distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a
Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues
significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los
cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar
el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los
caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La
noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja
desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a
Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y,
además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado
para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja
aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.
Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de
este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía
del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la
señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores
Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del
portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar
las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron
Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de
esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas
floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se
negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la
brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral
antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con
Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo”
estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso:
“se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco
desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis
sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de
su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al
consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras
plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y
venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias
fecales...
Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula
ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la
artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en
el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y
tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha
ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les
habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra
los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la
sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de
los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las
escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes
tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los
guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las
barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales,
caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora,
las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y
sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula,
aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y
escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres,
las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha
cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre
las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos
oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las
mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y
las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los
silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque
rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y
repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a
espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los
hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas
clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y,
al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los
tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón
y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y
Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino
babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés
manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y
destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz,
se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después
de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o
se queman en los templos incendiados.
–Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No
hay poder contra ellos.
Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de
Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de
los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y
frías en la aurora humeante del nuevo día.
Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia,
la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de
resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme
explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste
junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es
que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto,
uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de
piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la
capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con
más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y
los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier
indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la
escultura indígena –la sierpe, siempre, dos veces, habrás
pensado, dragona– rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó
la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en
relieve.
ihs
sportahecapertaitpecatoribuspenitentia
El día de la resurrección, los indios llenan el inmenso atrio.
Avanzan lentamente con las ofrendas dobladas: mantas de algodón y
pelo de conejo, los nombres de Jesús y María bordados, caireles y
labores a la redonda, rosas y flores tejidas, crucifijos tejidos a
dos haces. Frente a las gradas, extienden las mantas y se hincan;
levantan las ofrendas hasta sus frentes e inclinan la cabeza. Rezan
calladamente. En seguida impulsan a los niños para que ellos también
muestren sus ofrendas y les enseñan a hincarse. Una multitud espera
el tumo, con las ofrendas entre las manos. Por toda la explanada se
levantan los humores del copal y el olor de las rosas, mientras la
multitud espera en silencio, con los rostros oscuros y los restos de
los trajes ceremoniales, cuando no las propias ropas de labor,
cuidadosamente lavadas y zurcidas, y los pies descalzos.
Encendí un cigarrillo y seguí sus movimientos; Isabel trataba de
evitar mi mirada; recorría con ustedes las tres capillas pozas,
pintadas de amarillo, a lo largo de la muralla de la fortaleza. La
simplicidad de las capillas contrasta con el ornamento de la puerta
lateral de la iglesia. Novedad impuesta a la severa construcción del
siglo xvi, puerta
renacentista de columnas empotradas y vides suntuosas, de espíritu
prolongado en las tumbas románticas que los ricos de Cholula
mandaron colocar, hace un siglo, en este terreno sagrado: cruces de
piedra con simulación de madera, ramos de piedra, cartas de piedra
dirigidas al ausente y detrás los contrafuertes oscuros y las altas
ventanas enrejadas y los niños descalzos que pasan en fila con sus
catequistas armados de varas para pegar sobre las manos de los
olvidadizos y las voces agudas que repiten. Tres personas distintas y
un solo Dios verdadero.
Los niños aprenden a hincarse. Ofrecen copal y candelas, cruces
cubiertas de oro y plata y pluma: ciriales labrados, con argentería
colgando y pluma verde. Se reparte y ofrece la comida guisada, puesta
en platos y escudillas. Se conducen corderos y puercos vivos, atados
a palos. Los indios toman a sus animales entre los brazos cuando
ascienden por las gradas a recibir la bendición, y se levanta una
oleada de risas al ver los esfuerzos de un devoto por contener las
patadas del cordero o sofocar los chillidos del marrano.
Avanzaron hacia la capilla real y yo apagué el cigarrillo en la
suela del zapato. Isabel giró fingiendo que admiraba esa que
originalmente fue una capilla árabe de arcadas abiertas en sus siete
naves, en la que se representaban autos sacramentales frente al atrio
lleno de indios que venían a aprender, deleitándose, los mitos de
la nueva religión, y en realidad sólo querías ver si yo seguía
allí y los dos nos escondimos detrás de las gafas negras. Ahora las
naves habían sido tapiadas y la capilla tenía almenas, remates
góticos y gárgolas de agua. Del viejo linaje arábigo sólo
quedaban, por fuera, las cúpulas de hongo múltiples, con cuadros de
cristal que dejaban pasar la luz al interior. La larga capilla
culminaba en una torre final, un campanario amarillo, y se penetraba
en ella por un portón de madera con doble escudo: el de San
Francisco, los brazos cruzados del indigente y el fraile; y el de las
cinco llagas de Cristo, extraña rodela con cinco heridas estilizadas
a la manera indígena, la mayor coronada de plumas y las gotas de
sangre, siempre, como un puñado de moras silvestres.
Entraron en la capilla real.
Los seguí y me detuve en la puerta.
Mojaste los dedos, dragona, en una de las dos enormes pilas
bautismales a la entrada. Te vi sonreír ante esa incongruencia
fantástica: no eran sino urnas de piedra indígenas, viejas,
labradas, corroídas, antiguos depósitos de los corazones humanos
arrancados por el pedernal en los sacrificios de Cholula. Y este
símbolo de recepción, aunado a la luz color perla que se filtraba
por las bóvedas mozárabes y apagaba el color quemado del piso de
tezontle, daba su tono de estadio intermedio, de lugar de tránsito
entre la luz del infierno en llamas y la opacidad del cielo de aire a
todo el vasto aposento, casi desnudo: un Cristo vejado, cubierto con
el manto de la burla, con la corona de un imperio de espinas: los
labios vinagrosos y las gotas de sangre en la frente y los ojos
entornados al cielo y la peluca cuidadosamente rizada y la faldilla
de encaje y la vara del poder bufo entre las manos: era otra figura
de humillación sin gloria, alejada de los cuatro arcángeles
policromos que guardaban el altar pero cercana a los símbolos del
purgatorio que constituían los mayores elementos de la capilla: un
retablo en relieve en el que la Reina del Cielo, coronada de ángeles,
preside los sufrimientos de los caballeros bigotudos, las damas de
torso desnudo y senos rosados, los frailes tonsurados, el rey y el
obispo que son acariciados por las tibias llamas del arrepentimiento;
y, enfrente, la tela de las ánimas en pena que se consumen en fuego
sobre el cadáver del obispo enterrado, una calavera con la mitra
caída y los intestinos descubiertos;
statum est
hominibus semel mori &
post hoc iudicium
Los indios sentados en el gran atrio sonríen ante la representación
del juicio de Dios contra los primeros padres, los sin ombligo. Entre
los arcos de la capilla, se han construido peñones, árboles, todo
el jardín de la primera felicidad. Aves de oro y pluma se posan en
las ramas. Los papagayos hacen ruido. Los ocelotes asoman entre las
ramas del Edén. En el centro, el árbol de la vida con las manzanas
de oro. Un paraíso de abril y mayo. Los guajolotes se esponjan y
agitan la guedeja del papo rojo. Los niños vestidos de animales
hacen cabriolas en el escenario. Adán y Eva aparecen en la inocencia
del albor. Eva molesta a Adán. Le ruega, lo atrae; él la rechaza
con aspavientos. Eva come del árbol y Adán acepta morder la
manzana. Los indios ríen por un momento, pero sus rostros se llenan
de espanto cuando descienden Dios y sus ángeles. Dios ordena a los
ángeles vestir a Adán y Eva. Los ángeles muestran a Adán cómo ha
de labrarse la tierra; entregan a Eva husos para hilar. Adán es
desterrado y puesto en el mundo: los indios lloran y los ángeles se
dirigen a la concurrencia, cantando:
Para qué comió
la primera casada,
para qué comió
la
fruta vedada.
I’ll give you back
your time
El viejo Lincoln convertible se detuvo frente a las arcadas de la
plaza. El joven rubio y barbado metió el freno de mano y abrió la
portezuela; a su lado la muchacha vestida con pantalón negro, suéter
y botas negras se desperezó y el negro con sombrero de charro le
besó el cuello y rió. Del asiento de atrás saltó a la calle
empedrada, con la guitarra en la mano, el muchacho alto con el pelo
largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero y
la otra muchacha, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros,
el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas
levantadas, se puso de pie y se quitó los anteojos para conocer la
fisonomía de Cholula: despintada, sin cejas, con los labios borrados
por la pintura pálida, guiñó los ojos y le ofreció la mano al
joven que cerraba su portafolio de cuero amarillo y, en contraste con
los demás, vestía un saco de tweed marrón y pantalones grises. Lo
comentó al cerrar el portafolio:
–Algún día los he de convencer.
–No tiene importancia–. La muchacha vestida de negro se encogió
de hombros y tomó posesión de los portales.
–Sí, sí tiene–. El joven cerró el portafolio. –La música se
trae por dentro. No hay necesidad de disfrazarse. La verdadera
révolte se hace vestido como yo.
–Oye hombre: así lo asustamos más–. El muchacho alto se
desarregló la cabellera lacia.
–¿Es aquí? –preguntó la muchacha de las cejas depiladas,
indefensa como un albino ante la plaza seca, desnuda, aplastada por
la intensa resolana.
–Apuesta tu alma –dijo el negro.
En la calle, la muchacha vestida de negro encendió su radio
transistor y buscó una estación.
El conductor, el rubio barbado, garabateó con un lápiz blanco sobre
el parabrisas del convertible:
property of the monks
y la muchacha encontró la estación en el cuadrante y el muchacho
alto se secó el sudor de la frente y empezó a acompañar la música
de la radio con la guitarra y los seis se fueron caminando bajo las
arcadas y cantando juntos, abrazados.
I’ll
give you back your time.
Yo sólo escuché el gruñido y el llanto unidos, inseparables, que
quise localizar en el cofre del automóvil.