V
EL NARRADOR.
EL ESPACIO
Querido amigo:
Me alegro que me anime a hablar de la estructura de la novela, esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran y cuyo poder persuasivo es tan grande que nos parecen soberanas: autogeneradas y autosuficientes. Pero, ya sabemos que sólo lo parecen. En el fondo, no lo son, han conseguido contagiarnos esa ilusión gracias a la hechicería de su escritura y destreza de su fábrica. Ya hablamos sobre el estilo narrativo. Nos toca, ahora, considerar lo relativo a la organización de los materiales de que consta una novela, las técnicas de que se sirve el novelista para dotar a lo que inventa de poder sugestivo.
La variedad de problemas o desafíos a que debe hacer frente quien se dispone a escribir una historia puede agruparse en cuatro grandes grupos, según se refieran
a) al narrador,
b) al espacio,
c) al tiempo, y
d) al nivel de realidad.
Es decir, a quien narra la historia y a los tres puntos de vista que aparecen en toda novela íntimamente entrelazados y de cuya elección y manejo depende, tanto como de la eficacia del estilo, que una ficción consiga sorprendernos, conmovernos, exaltarnos o aburrirnos.
Me gustaría que habláramos hoy del narrador, el personaje más importante de todas las novelas (sin ninguna excepción) y del que, en cierta forma, dependen todos los demás. Pero, ante todo, conviene disipar un malentendido muy frecuente que consiste en identificar al narrador, quien cuenta la historia, con el autor, el que la escribe. Éste es un gravísimo error, que cometen incluso muchos novelistas, que, por haber decidido narrar sus historias en primera persona y utilizando deliberadamente su propia biografía como tema, creen ser los narradores de sus ficciones. Se equivocan. Un narrador es un ser hecho de palabras, no de carne y hueso como suelen ser los autores; aquél vive sólo en función de la novela que cuenta y mientras la cuenta (los confines de la ficción son los de su existencia), en tanto que el autor tiene una vida más rica y diversa, que antecede y sigue a la escritura de esa novela, y que ni siquiera mientras la está escribiendo absorbe totalmente su vivir.
El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta», pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa —mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio— depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres o caricaturas. La conducta del narrador es determinante para la coherencia interna de una historia, la que, a su vez, es factor esencial de su poder persuasivo.
El primer problema que debe resolver el autor de una novela es el siguiente: «¿Quién va a contar la historia?» Las posibilidades parecen innumerables, pero, en términos generales, se reducen en verdad a tres opciones: un narrador-personaje, un narrador-omnisciente exterior y ajeno a la historia que cuenta, o un narrador-ambiguo del que no está claro si narra desde dentro o desde fuera del mundo narrado. Los dos primeros tipos de narrador son los de más antigua tradición; el último, en cambio, de solera recientísima, un producto de la novela moderna.
Para averiguar cuál fue la elección del autor, basta comprobar desde qué persona gramatical está contada la ficción: si desde un él, un yo o un tú. La persona gramatical desde la que habla el narrador nos informa sobre la situación que él ocupa en relación con el espacio donde ocurre la historia que nos refiere. Si lo hace desde un yo (o desde un nosotros, caso raro pero no imposible, acuérdese de Citadelle de Antoine de Saint-Exupéry o de muchos pasajes de Las uvas de la ira de John Steinbeck) está dentro de ese espacio, alternando con los personajes de la historia. Si lo hace desde la tercera persona, un él, está fuera del espacio narrado y es, como ocurre en tantas novelas clásicas, un narrador-omnisciente, que imita a Dios Padre todopoderoso, pues lo ve todo, lo más infinitamente grande y lo más infinitamente pequeño del mundo narrado, y lo sabe todo, pero no forma parte de ese mundo, al que nos va mostrando desde afuera, desde la perspectiva de su mirada volante.
¿Y en qué parte del espacio se encuentra el narrador que narra desde la segunda persona gramatical, el tú, como ocurre, por ejemplo, en L’emploi du temps de Michel Butor, Aura de Carlos Fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Miguel Delibes o en muchos capítulos de Galíndez de Manuel Vázquez Montalbán? No hay manera de saberlo de antemano, sólo en razón de esa segunda persona gramatical en la que se ha instalado. Pues el tú podría ser el de un narrador-omnisciente, exterior al mundo narrado, que va dando órdenes, imperativos, imponiendo que ocurra lo que nos cuenta, algo que ocurriría en ese caso merced a su voluntad omnímoda y a sus plenos poderes ilimitados de que goza ese imitador de Dios. Pero, también puede ocurrir que ese narrador sea una conciencia que se desdobla y se habla a sí misma mediante el subterfugio del tú, un narrador-personaje algo esquizofrénico, implicado en la acción pero que disfraza su identidad al lector (y a veces a sí mismo) mediante el artilugio del desdoblamiento. En las novelas narradas por un narrador que habla desde la segunda persona, no hay manera de saberlo con certeza, sólo de deducirlo por evidencias internas de la propia ficción.
Llamemos punto de vista espacial a esta relación que existe en toda novela entre el espacio que ocupa el narrador en relación con el espacio narrado y digamos que él se determina por la persona gramatical desde la que se narra. Las posibilidades son tres:
a) un narrador-personaje, que narra desde la primera persona gramatical, punto de vista en el que el espacio del narrador y el espacio narrado se confunden;
b) un narrador-omnisciente, que narra desde la tercera persona gramatical y ocupa un espacio distinto e independiente del espacio donde sucede lo que narra; y
c) un narrador-ambiguo, escondido detrás de una segunda persona gramatical, un tú que puede ser la voz de un narrador omnisciente y prepotente, que, desde afuera del espacio narrado, ordena imperativamente que suceda lo que sucede en la ficción, o la voz de un narrador-personaje, implicado en la acción, que, presa de timidez, astucia, esquizofrenia o mero capricho, se desdobla y se habla a sí mismo a la vez que habla al lector.
Me imagino que, esquematizado como acabo de hacerlo, el punto de vista espacial le parece muy claro, algo que se puede identificar con una simple ojeada a las primeras frases de una novela. Eso es así si nos quedamos en la generalización abstracta; cuando nos acercamos a lo concreto, a los casos particulares, vemos que dentro de aquel esquema caben múltiples variantes, lo que permite que cada autor, luego de elegir un punto de vista espacial determinado para contar su historia, disponga de un margen ancho de innovaciones y matizaciones, es decir de originalidad y libertad.
¿Recuerda usted el comienzo del Quijote? Estoy seguro que sí, pues se trata de uno de los más memorables arranques de novela de que tengamos memoria: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...» Atendiendo a aquella clasificación, no hay la menor duda: el narrador de la novela está instalado en la primera persona, habla desde un yo, y, por lo tanto, es un narrador-personaje cuyo espacio es el mismo de la historia. Sin embargo, pronto descubrimos que, aunque ese narrador se entrometa de vez en cuando como en la primera frase y nos hable desde un yo, no se trata en absoluto de un narrador-personaje, sino de un narrador-omnisciente, el típico narrador émulo de Dios, que, desde una envolvente perspectiva exterior nos narra la acción como si narrara desde fuera, desde un él. De hecho, narra desde un él, salvo en algunas contadas ocasiones en que, como al principio, se muda a la primera persona y se muestra al lector, relatando desde un yo exhibicionista y distractor (pues su presencia súbita en una historia de la que no forma parte es un espectáculo gratuito y que distrae al lector de lo que en aquélla está ocurriendo). Esas mudas o saltos en el punto de vista espacial —de un yo a un él, de un narrador-omnisciente a un narrador-personaje o viceversa— alteran la perspectiva, la distancia de lo narrado, y pueden ser justificados o no serlo. Si no lo son, si con esos cambios de perspectiva espacial sólo asistimos a un alarde gratuito de la omnipotencia del narrador, entonces, la incongruencia que introducen conspira contra la ilusión debilitando los poderes persuasivos de la historia.
Pero, también, nos dan una idea de la versatilidad de que puede gozar un narrador, y de las mudas a que puede estar sometido, modificando, con esos saltos de una persona gramatical a otra, la perspectiva desde la cual se desenvuelve lo narrado.
Veamos algunos casos interesantes de versatilidad, de esos saltos o mudas espaciales del narrador. Seguro que usted recuerda el inicio de Moby Dick, otro de los más turbadores de la novela universal: «Call me Ishmael.» (Supongamos que me llamo Ismael.) Extraordinario comienzo ¿no es cierto? Con sólo tres palabras inglesas, Melville consigue crear en nosotros una hormigueante curiosidad sobre este misterioso narrador-personaje cuya identidad se nos oculta, pues ni siquiera es seguro que se llame Ismael. El punto de vista espacial está muy bien definido, desde luego. Ismael habla desde la primera persona, es un personaje más de la historia, aunque no el más importante —lo es el fanático e iluminado Capitán Achab (Captain Ahab), o, acaso, su enemiga, esa ausencia tan obsesiva y tan presente que es la ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo—, pero sí un testigo y participante de gran parte de aquellas aventuras que cuenta (las que no, las conoce de oídas y retransmite al lector). Este punto de vista está rigurosamente respetado por el autor a lo largo de la historia, pero sólo hasta el episodio final. Hasta entonces, la coherencia en el punto de vista espacial es absoluta, porque Ismael sólo cuenta (sólo sabe) aquello que puede conocer a través de su propia experiencia de personaje implicado en la historia, coherencia que fortalece el poder de persuasión de la novela. Pero, al final, como usted recordará, sucede esa terrible hecatombe, en la que la monstruosa bestia marina da cuenta del capitán Achab y de todos los marineros de su barco, el Pequod. Desde un punto de vista objetivo y en nombre de aquella coherencia interna de la historia, la conclusión lógica sería que Ismael sucumbiera también con sus compañeros de aventura. Pero, si este desenvolvimiento lógico hubiera sido respetado ¿cómo hubiera sido posible que nos contara la historia alguien que perece en ella? Para evitar esa incongruencia y no convertir Moby Dick en una historia fantástica, cuyo narrador estaría contándonos la ficción desde la ultratumba, Melville hace sobrevivir (milagrosamente) a Ismael, hecho del que nos enteramos en una posdata de la historia. Esta posdata la escribe ya no el propio Ismael, sino un narrador-omnisciente, ajeno al mundo narrado. Hay, pues, en las páginas finales de Moby Dick, una muda espacial, un salto del punto de vista de un narrador-personaje, cuyo espacio es el de la historia narrada, a un narrador-omnisciente,
que ocupa un espacio diferente y mayor que el espacio narrado (ya que desde el suyo puede observar y describir a este último).
De más está decirle algo que usted debe de haber reconocido hace rato: que esas mudanzas de narrador no son infrecuentes en las novelas. Todo lo contrario, es normal que las novelas sean contadas (aunque no siempre lo advirtamos a primera vista) no por uno, sino por dos y a veces varios narradores, que se van relevando unos a otros, como en una carrera de postas, para contar la historia.
El ejemplo más gráfico de este relevo de narradores —de mudas espaciales— que se me viene a la cabeza es el de Mientras agonizo, esa novela de Faulkner que relata el viaje de la familia Bundren por el mítico territorio sureño para enterrar a la madre, Addie Bundren, que quería que sus huesos reposaran en el lugar donde nació. Ese viaje tiene rasgos bíblicos y épicos, pues ese cadáver se va descomponiendo bajo el implacable sol del Deep South, pero la familia prosigue impertérrita su tránsito animada por esa convicción fanática que suelen lucir los personajes faulknerianos. ¿Recuerda cómo está contada esa novela o, mejor dicho, quién la cuenta? Muchos narradores: todos los miembros de la familia Bundren. La historia va pasando por las conciencias de cada uno de ellos, estableciendo una perspectiva itinerante y plural. El narrador es, en todos los casos, un narrador-personaje, implicado en la acción, instalado en el espacio narrado. Pero, aunque en este sentido el punto de vista espacial se mantiene incambiado, la identidad de ese narrador cambia de un personaje a otro, de tal modo que en este caso las mudas tienen lugar —no como en Moby Dick o en el Quijote—, de un punto de vista espacial a otro sino, sin salir del espacio narrado, de un personaje a otro personaje.
Si estas mudas son justificadas, pues contribuyen a dotar de mayor densidad y riqueza anímica, de más vivencias a la ficción, esas mudas resultan invisibles al lector, atrapado por la excitación y curiosidad que despierta en él la historia. En cambio, si no consiguen este efecto, logran el contrario: esos recursos técnicos se hacen visibles y por ello nos parecen forzados y arbitrarios, unas camisas de fuerza que privan de espontaneidad y autenticidad a los personajes de la historia. No es el caso del Quijote ni de Moby Dick, claro está.
Y tampoco lo es el de la maravillosa Madame Bovary, otra catedral del género novelesco, en la que asistimos también a una interesantísima muda espacial. ¿Recuerda usted el comienzo? «Nos encontrábamos en clase cuando entró el director. Le seguían un nuevo alumno con traje dominguero y un bedel cargado con un gran pupitre.» ¿Quién es el narrador? ¿Quién habla desde ese nosotros? No lo sabremos nunca. Lo único evidente es que se trata de un narrador-personaje, cuyo espacio es el mismo de lo narrado, testigo presencial de aquello que cuenta pues lo cuenta desde la primera persona del plural. Como habla desde un nosotros, no se puede descartar que se trate de un personaje colectivo, acaso el conjunto de alumnos de esa clase a la que se incorpora el joven Bovary. (Yo, si usted me permite citar a un pigmeo junto a ese gigante que es Flaubert, conté un relato, Los cachorros, desde el punto de vista espacial de un narrador-personaje colectivo, el grupo de amigos del barrio del protagonista, Pichulita Cuéllar.) Pero podría tratarse también de un alumno singular, que hable desde un «nosotros» por discreción, modestia o timidez. Ahora bien, este punto de vista se mantiene apenas unas cuantas páginas, en las que, dos o tres veces, escuchamos esa voz en primera persona refiriéndonos una historia de la que se presenta inequívocamente como testigo. Pero, en un momento difícil de precisar —en esa astucia hay otra proeza técnica— esa voz deja de ser la de un narrador-personaje y muda a la de un narrador-omnisciente, ajeno a la historia, instalado en un espacio diferente al de ésta, que ya no narra desde un nosotros sino desde la tercera persona gramatical: él. En este caso, la muda es del punto de vista: éste era al principio el de un personaje y es luego el de un Dios omnisciente e invisible, que lo sabe todo y lo ve todo y lo cuenta todo sin mostrarse ni contarse jamás él mismo. Ese nuevo punto de vista será rigurosamente respetado hasta el final de la novela.
Flaubert, que, en sus cartas, desarrolló toda una teoría sobre el género novelesco, fue un empeñoso partidario de la invisibilidad del narrador, pues sostenía que eso que hemos llamado soberanía o autosuficiencia de una ficción, dependía de que el lector olvidara que aquello que leía le estaba siendo contado por alguien y de que tuviera la impresión de que estaba autogenerándose bajo sus ojos, como por un acto de necesidad congénito a la propia novela. Para conseguir la invisibilidad del narrador-omnisciente, creó y perfeccionó diversas técnicas, la primera de las cuales fue la de la neutralidad e impasibilidad del narrador. Éste debía limitarse a narrar y no opinar sobre lo qué narraba. Comentar, interpretar, juzgar son intrusiones del narrador en la historia, manifestaciones de una presencia (de un espacio y realidad) distinta de aquéllas que conforman la realidad novelesca, algo que mata la ilusión de autosuficiencia de la ficción, pues delata su naturaleza adventicia, derivada, dependiente de algo, alguien, ajeno a la historia. La teoría de Flaubert sobre la «objetividad» del narrador, como precio de su invisibilidad, ha sido seguida largamente por los novelistas modernos (por muchos sin siquiera saberlo) y por esa razón no es exagerado tal vez llamarlo el novelista que inaugura la novela moderna, trazando entre ésta y la novela romántica o clásica una frontera técnica.
Esto no significa, desde luego, que, porque en ellas el narrador es menos invisible, y a veces demasiado visible, las novelas románticas o las clásicas nos parezcan defectuosas, incongruentes, carentes de poder de persuasión. Nada de eso. Significa, sólo, que cuando leemos una novela de Dickens, Victor Hugo, Voltaire, Daniel Defoe o Thackeray, tenemos que reacomodarnos como lectores, adaptarnos a un espectáculo diferente del que nos ha habituado la novela moderna.
Esta diferencia tiene que ver sobre todo con la distinta manera de actuar en unas y otras del narrador-omnisciente. Éste, en la novela moderna suele ser invisible o por lo menos discreto, y, en aquélla, una presencia destacada, a veces tan arrolladora que, a la vez que nos cuenta la historia, parece contarse a sí mismo y a veces hasta utilizar lo que nos cuenta como un pretexto para su exhibicionismo desaforado.
¿No es eso lo que ocurre en esa gran novela del siglo XIX, Los miserables? Se trata de una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos). No es exagerado decir que Los miserables es un formidable espectáculo de exhibicionismo y egolatría de su narrador —un narrador omnisciente— técnicamente ajeno al mundo narrado, encaramado en un espacio exterior y distinto a aquél donde evolucionan y se cruzan y descruzan las vidas de Jean Valjean, Monseñor Bienvenu (Bienvenido Myriel), Gavroche, Marius, Cosette, toda la riquísima fauna humana de la novela. Pero, en verdad, ese narrador está más presente en el relato que los propios personajes, pues, dotado de una personalidad desmesurada y soberbia, de una irresistible megalomanía, no puede dejar de mostrarse todo el tiempo a la vez que nos va mostrando la historia: con frecuencia interrumpe la acción, a veces saltando a la primera persona desde la tercera, para opinar sobre lo que ocurre, pontificar sobre filosofía, historia, moral, religión, juzgar a sus personajes, fulminándolos con condenas inapelables o ponderándolos y elevándolos a las nubes por sus prendas cívicas y espirituales. Este narrador-Dios (y nunca mejor empleado que en este caso el epíteto divino) no sólo nos da pruebas continuas de su existencia, del carácter ancilar y dependiente que tiene el mundo narrado; también, despliega ante los ojos del lector, además de sus convicciones y teorías, sus fobias y simpatías, sin el menor tapujo ni precaución ni escrúpulo, convencido de su verdad, de la justicia de su causa en todo lo que cree, dice y hace. Estas intromisiones de narrador, en un novelista menos diestro y poderoso que Victor Hugo, servirían para destruir enteramente el poder de persuasión de la novela. Esas intromisiones del narrador-omnisciente constituirían lo que los críticos de la corriente estilística llamarían una «ruptura de sistema», incoherencias e incongruencias que matarían la ilusión y privarían totalmente a la historia de crédito ante el lector. Pero no ocurre así. ¿Por qué? Porque, muy pronto, el lector moderno se aclimata a esas intromisiones, las siente como parte inseparable del sistema narrativo, de una ficción cuya naturaleza consta, en verdad, de dos historias íntimamente mezcladas, inseparables la una de la otra: la de los personajes y la anécdota narrativa que comienza con el robo de los candelabros que lleva a cabo Jean Valjean en casa del obispo Monsieur Bienvenu, y termina cuarenta años más tarde, cuando el ex forzado, santificado por los sacrificios y virtudes de su heroica vida, entra en la eternidad, con esos mismos candelabros en las manos, y la historia del propio narrador, cuyas piruetas, exclamaciones, reflexiones, juicios, caprichos, sermones, constituyen el contexto intelectual, un telón de fondo ideológico-filosófico-moral de lo narrado.
¿Podríamos, imitando al narrador egolátrico y arbitrario de Los miserables, hacer un alto en este punto, y hacer un balance de lo que llevo dicho sobre el narrador, el punto de vista espacial y el espacio novelesco? No creo que sea inútil el paréntesis, pues, si todo esto no ha quedado claro, me temo que lo que, incitado por su interés, comentarios y preguntas, le diga después (va a ser difícil que usted me ataje en estas reflexiones sobre el apasionante asunto de la forma novelesca) le resulte confuso y hasta incomprensible.
Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela. Este personaje, el narrador, puede estar dentro de la historia, fuera de ella o en una colocación incierta, según narre desde la primera, la tercera o la segunda persona gramatical. Ésta no es una elección gratuita: según el espacio que ocupe el narrador respecto de lo narrado, variará la distancia y el conocimiento que tiene sobre lo que cuenta. Es obvio que un narrador-personaje no puede saber —y por lo tanto describir y relatar— más que aquellas experiencias que están verosímilmente a su alcance, en tanto que un narrador-omnisciente puede saberlo todo y estar en todas partes del mundo narrado. Elegir uno u otro punto de vista, significa, pues, elegir unos condicionamientos determinados a los que el narrador debe someterse a la hora de narrar, y que, si no respeta, tendrán un efecto lesivo, destructor, en el poder de persuasión. Al mismo tiempo, del respeto que guarde de los límites que ese punto de vista espacial elegido le fija, depende en gran parte que aquel poder de persuasión funcione y lo narrado nos parezca verosímil, imbuido de esa «verdad» que parecen contener esas grandes mentiras que son las buenas novelas.
Es importantísimo subrayar que el novelista goza, a la hora de crear su narrador, de absoluta libertad, lo que significa, simplemente, que la distinción entre esos tres posibles tipos de narrador atendiendo al espacio que ocupan respecto del mundo narrado, de ningún modo implica que su colocación espacial agote sus atributos y personalidades. En absoluto. Hemos visto, a través de unos pocos ejemplos, qué diferentes podían ser esos narradores-omniscientes, esos dioses omnímodos que son los narradores de las novelas de un Flaubert o de un Victor Hugo, y no se diga en el caso de los narradores-personajes cuyas características pueden variar hasta el infinito, como es el caso de los personajes de una ficción.
Hemos visto también algo que debí tal vez mencionar al principio, algo que no hice por razones de claridad expositiva, pero que, estoy seguro, usted ya sabía, o ha descubierto leyendo esta carta, pues transpira naturalmente de los ejemplos que he citado. Y es lo siguiente: es raro, casi imposible, que una novela tenga un narrador. Lo común es que tenga varios, una serie de narradores que se van turnando unos a otros para contarnos la historia desde distintas perspectivas, a veces dentro de un mismo punto de vista espacial (el de un narrador-personaje, en libros como La Celestina o Mientras agonizo, que tienen, ambos, apariencia de libretos dramáticos) o saltando, mediante mudas, de uno a otro punto de vista, como en los ejemplos de Cervantes, Flaubert o Melville.
Podemos ir un poquito más lejos todavía, en torno al punto de vista espacial y las mudas espaciales de los narradores de las novelas. Si nos acercamos a echar una ojeada minuciosa, congeladora, armados de una lupa (una manera atroz e inaceptable de leer novelas, por supuesto), descubrimos que, en realidad, esas mudas espaciales del narrador no sólo ocurren, como en los casos de los que me he valido
para ilustrar este tema, de una manera general y por largos períodos narrativos. Pueden ser mudas veloces y brevísimas, que duran apenas unas cuantas palabras, en las que se produce un sutil e inaprensible
desplazamiento espacial del narrador.
Por ejemplo, en todo diálogo entre personajes privado de acotaciones, hay una muda espacial, un cambio de narrador. Si, en una novela en que hablan Pedro y María, narrada hasta este momento por un narrador omnisciente, excéntrico a la historia, se inserta de pronto este intercambio:
—Te amo, María.
—Yo te amo también, Pedro,
por el brevísimo instante de proferir aquella declaración de amor, el narrador de la historia ha mudado de un narrador-omnisciente (que narra desde un él) a un narrador-personaje, un implicado en la narración (Pedro y María), y ha habido luego, dentro de ese punto de vista espacial de narrador-personaje, otra muda entre dos personajes (de Pedro a María), para retornar luego el relato al punto de vista espacial del narrador-omnisciente. Naturalmente, no se habrían producido aquellas mudas si ese breve diálogo hubiera estado descrito sin la omisión de las acotaciones («Te amo, María», dijo Pedro, «Yo te amo también, Pedro», repuso María), pues en ese caso el relato habría estado siempre narrado desde el punto de vista del narrador-omnisciente.
¿Le parecen menudencias sin importancia estas mudas ínfimas, tan rápidas que el lector ni siquiera las advierte? No lo son. En verdad, nada deja de tener importancia en el dominio formal, y son los pequeños detalles, acumulados, los que deciden la excelencia o la pobreza de una factura artística. Lo evidente, en todo caso, es que esa ilimitada libertad que tiene el autor para crear a su narrador y dotarlo de atributos (moverlo, ocultarlo, exhibirlo, acercarlo, alejarlo y mudarlo en narradores diferentes o múltiples dentro de un mismo punto de vista espacial o saltando entre distintos espacios) no es ni puede ser arbitraria, debe estar justificada en función del poder de persuasión de la historia que esa novela cuenta.
Los cambios de punto de vista pueden enriquecer una historia, adensarla, sutilizarla, volverla misteriosa, ambigua, dándole una proyección múltiple, poliédrica, o pueden también sofocarla y desintegrarla si en vez de hacer brotar en ella las vivencias —la ilusión de vida— esos alardes técnicos, tecnicismos en este caso, resultan en incongruencias o en gratuitas y artificiales complicaciones o confusiones que destruyen su credibilidad y hacen patente al lector su naturaleza de mero artificio.
Un abrazo y hasta pronto, espero.