martes, 23 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta VIII.


VIII

LAS MUDAS Y EL SALTO CUALITATIVO
Querido amigo:
Tiene razón, a lo largo de esta correspondencia, mientras comentaba con usted los tres puntos de vista que hay en toda novela, he usado varias veces la expresión las mudas para referirme a ciertos tránsitos que experimenta una narración, sin haberme detenido nunca a explicar con el detalle debido este recurso tan frecuente en las ficciones. Voy a hacerlo ahora, describiendo este procedimiento, uno de los más antiguos de que se valen los escribidores en la organización de sus historias.
Una «muda» es toda alteración que experimenta cualquiera de los puntos de vista reseñados. Puede haber, pues, mudas espaciales, temporales o de nivel de realidad, según los cambios ocurran en esos tres órdenes: el espacio, el tiempo y el plano de realidad. Es frecuente en la novela, sobre todo en la del siglo XX, que haya varios narradores; a veces, varios narradores-personajes, como en Mientras agonizo de Faulkner, a veces un narrador-omnisciente y excéntrico a lo narrado y uno o varios narradores-personajes como en el Ulises de Joyce. Pues bien, cada vez que cambia la perspectiva espacial del relato, porque el narrador se mueve de lugar (lo advertimos en el traslado de la persona gramatical de «él» a «yo», de «yo» a «él» u otras mudanzas) tiene lugar una muda espacial. En ciertas novelas son numerosas y en otras escasas y si ello es útil o perjudicial es algo que sólo indican los resultados, el efecto que esas mudas tienen sobre el poder de persuasión de la historia, reforzándolo o socavándolo. Cuando las mudas espaciales son eficaces, consiguen dar una perspectiva variada, diversa, incluso esférica y totalizadora de una historia (algo que determina esa ilusión de independencia del mundo real que, ya vimos, es la secreta aspiración de todo mundo ficticio). Si no lo son, el resultado puede ser la confusión: el lector se siente extraviado con esos saltos súbitos y arbitrarios de la perspectiva desde la cual se le cuenta la historia.
Quizás menos frecuentes que las espaciales sean las mudas temporales, esos movimientos del narrador en el tiempo de una historia, el que, gracias a ellos, se despliega ante nuestros ojos, simultáneamente, en el pasado, el presente o el futuro, consiguiendo también, si la técnica está bien aprovechada, una ilusión de totalidad cronológica, de autosuficiencia temporal para la historia. Hay escritores obsesionados por el tema del tiempo —vimos algunos casos— y ello se manifiesta no sólo en los temas de sus novelas; también, en la estructuración de unos sistemas cronológicos inusuales, y, a veces, de gran complejidad. Un ejemplo, entre mil. El de una novela inglesa, que dio mucho que hablar en su momento: The White Hotel, de D. M. Thomas. Esta novela narra una terrible matanza de judíos efectuada en Ucrania y tiene como delgada columna vertebral las confesiones que hace a su analista vienés —Sigmund Freud— la protagonista, la cantante Lisa Erdman. La novela está dividida desde el punto de vista temporal en tres partes, que corresponden al pasado, presente y futuro de aquel escalofriante crimen colectivo, su cráter. Así, pues, en ella, el punto de vista temporal experimenta tres mudas: del pasado al presente (la matanza) y al futuro de este hecho central de la historia. Ahora bien, esta última muda al futuro, no es sólo temporal; es también de nivel de realidad. La historia, que hasta entonces había transcurrido en un plano «realista», histórico, objetivo, a partir de la matanza, en el capítulo final, «The Camp», muda a una realidad fantástica, a un plano puramente imaginario, un territorio espiritual, inasible, en el que habitan unos seres desasidos de carnalidad, sombras o fantasmas de las víctimas humanas de aquella matanza. En este caso, la muda temporal es, también, un salto cualitativo que hace cambiar de esencia a la narración. Ésta ha sido disparada, gracias a esa muda, de un mundo realista a uno puramente fantástico. Algo parecido ocurre en El lobo estepario, de Hermann Hesse, cuando se le aparecen al narrador-personaje los espíritus inmarcesibles de grandes creadores del pasado.
Las mudas en el nivel de realidad son las que ofrecen mayores posibilidades a los escritores para organizar sus materiales narrativos de manera compleja y original. Con esto no subestimo las mudas en
el espacio y el tiempo, cuyas posibilidades son, por razones obvias, más limitadas; sólo subrayo que, dados los incontables niveles de que consta la realidad, la posibilidad de mudas es también inmensa y los escritores de todos los tiempos han sabido sacar partido a este recurso tan versátil.
Pero, quizás, antes de adentrarnos en el riquísimo territorio de las mudas, convenga hacer una distinción. Las mudas se diferencian, de un lado, por los puntos de vista en que ellas ocurren —espaciales, temporales y de nivel de realidad—, y, de otro, por su carácter adjetivo o sustantivo (accidental o esencial). Un mero cambio temporal o espacial es importante, pero no renueva la sustancia de una historia, sea ésta realista o fantástica. Sí la cambia, por el contrario, aquella muda que, como en el caso de The White Hotel, la novela sobre el holocausto a la que acabo de referirme, transforma la naturaleza de la historia, desplazándola de un mundo objetivo («realista») a otro de pura fantasía. Las mudas que provocan ese cataclismo ontológico —pues cambian el ser del orden narrativo— podemos llamarlas saltos cualitativos, prestándonos esta fórmula de la dialéctica hegeliana según la cual la acumulación cuantitativa provoca «un salto de cualidad» (como el agua que, cuando hierve indefinidamente, se transforma en vapor, o, si se enfría demasiado, se vuelve hielo). Una transformación parecida experimenta una narración cuando en ella tiene lugar una de esas mudas radicales en el punto de vista de nivel de realidad que constituyen un salto cualitativo.
Veamos algunos casos vistosos, en el rico arsenal de la literatura contemporánea. Por ejemplo, en dos novelas contemporáneas, escritas una en Brasil y otra en Inglaterra, con un buen número de años de
intervalo —me refiero a Grande Sertão: Veredas de João Guimarães Rosa y a Orlando, de Virginia Woolf— el súbito cambio de sexo del personaje principal (de hombre a mujer en ambos casos) provoca
una mudanza cualitativa en el todo narrativo, moviendo a éste de un plano que parecía hasta entonces «realista» a otro, imaginario y aun fantástico. En ambos casos, la muda es un cráter, un hecho central del
cuerpo narrativo, un episodio de máxima concentración de vivencias que contagia todo el entorno de un atributo que no parecía tener. No es el caso de La metamorfosis de Kafka, donde el hecho prodigioso,
la transformación del pobre Gregorio Samsa en una horrible cucaracha, tiene lugar en la primera frase de la historia, lo que instala a ésta, desde el principio, en lo fantástico.
Éstos son ejemplos de mudas súbitas y veloces, hechos instantáneos que por su carácter milagroso o extraordinario, rasgan las coordenadas del mundo «real» y le añaden una dimensión nueva, un orden secreto y maravilloso que no obedece a las leyes racionales y físicas sino a unas fuerzas oscuras, innatas, a las que sólo es posible conocer (y en algunos casos hasta gobernar) gracias a la mediación divina, la hechicería o magia. Pero en las novelas más célebres de Kafka, El castillo y El proceso, la muda es un procedimiento lento, sinuoso, discreto, que se produce a consecuencia de una acumulación o intensificación en el tiempo de un cierto estado de cosas, hasta que, a causa de ello, el mundo narrado se emancipa diríamos de la realidad objetiva —del «realismo»— a la que simulaba imitar, para mostrarse como una realidad otra, de signo diferente. El agrimensor anónimo de El castillo, el misterioso señor K., intenta, en repetidas oportunidades, llegar hasta esa imponente construcción que preside la comarca donde ha venido a prestar servicios y donde se halla la autoridad suprema. Los obstáculos que encuentra son baladíes, al principio; por un buen trecho de la historia, el lector tiene la sensación de estar sumergido en un mundo de minucioso realismo, que parece duplicar el mundo real en lo que éste tiene de más cotidiano y rutinario. Pero, a medida que la historia avanza y el desventurado señor K. aparece cada vez más indefenso y vulnerable, a merced de unos obstáculos que, vamos comprendiendo, no son casuales ni derivados de una mera inercia administrativa, sino las manifestaciones de una siniestra maquinaria secreta que controla las acciones humanas y destruye a los individuos, surge en nosotros, los lectores, junto con la angustia por esa impotencia en la que se debate la humanidad de la ficción, la conciencia de que el nivel de realidad en que ésta transcurre no es, aquél, objetivo e histórico, equivalente al de los lectores, sino una realidad de otra índole, simbólica o alegórica —o simplemente fantástica— de naturaleza imaginaria (lo cual, por cierto, no quiere decir que esa realidad de la novela por ser «fantástica» deje de suministrarnos enseñanzas luminosas sobre el ser humano y nuestra propia realidad). La muda tiene lugar, pues, entre dos órdenes o niveles de realidad de una manera mucho más demorada y tortuosa que en Orlando o Grande Sertão: Veredas.
Lo mismo ocurre en El proceso, donde el anónimo señor K. se ve atrapado en el pesadillesco dédalo de un sistema policial y judicial que, en un principio, nos parece «realista», una visión algo paranoica de la ineficiencia y absurdos a que conduce la excesiva burocratización de la justicia. Pero, luego, en un momento dado, a raíz de esa acumulación e intensificación de episodios absurdos, vamos advirtiendo, que, en verdad, por debajo del embrollo administrativo que priva de libertad al protagonista y va progresivamente destruyéndolo, existe algo más siniestro e inhumano: un sistema fatídico y de índole acaso metafísica ante el cual desaparece el libre albedrío y la capacidad de reacción del ciudadano, que usa y abusa de los individuos como el titiritero de las marionetas de su teatro, un orden contra el que no es posible rebelarse, omnipotente, invisible e instalado en el meollo mismo de la condición humana. Simbólico, metafísico o fantástico, este nivel de realidad de El proceso aparece también, como en El castillo, de manera gradual, progresiva, sin que sea posible determinar el instante preciso en que la metamorfosis se produce. ¿No cree usted que lo mismo ocurre, también, en Moby Dick? Esa cacería interminable por los mares del mundo de esa ballena blanca que, por su ausencia misma, adquiere una aureola legendaria, diabólica, de animal mítico ¿no piensa usted que experimenta también una muda o salto cualitativo que va transformando la novela, tan «realista» al principio, en una historia de estirpe imaginaria —simbólica, alegórica, metafísica— o simplemente fantástica?
A estas alturas, tendrá usted la cabeza llena de mudas y saltos cualitativos memorables en sus novelas favoritas. En efecto, éste es un recurso muy utilizado por los escritores de todos los tiempos, y, sobre todo, en las ficciones de tipo fantástico. Recordemos algunas de esas mudas que quedan vívidas en la memoria como símbolo del placer que nos produjo aquella lectura. ¡Ya sé! Apuesto que adiviné: ¡Comala! ¿No es esa aldea mexicana el primer nombre que se le vino a la memoria en relación con las mudas? Una asociación justificadísima, pues es difícil que quien haya leído Pedro Páramo, de Juan Rulfo, olvide nunca la impresión que le causa descubrir, ya bien avanzado el libro, que todos los personajes de aquella historia están muertos, y que la Comala de la ficción no pertenece a la «realidad», no, por lo menos, a aquella donde vivimos los lectores, sino a otra, literaria, donde los muertos, en vez de desaparecer, siguen viviendo. Esta es una de las mudas (del tipo radical, las del salto cualitativo) más eficaces de la literatura latinoamericana contemporánea. La maestría con que se lleva a cabo es tal que, si usted se pone a tratar de establecer —en el espacio o en el tiempo de la historia— cuándo ocurre, se verá ante un verdadero dilema. Porque no hay un episodio preciso —un hecho y un momento— donde y cuando la muda tiene lugar. Ocurre a pocos, gradualmente, a través de insinuaciones, vagos indicios, huellas desvaídas que apenas retienen nuestra atención cuando nos damos con ellas. Sólo más tarde, retroactivamente, la secuencia de pistas y la acumulación de hechos sospechosos y de incongruencias, nos permite tomar conciencia de que Comala no es un pueblo de seres vivos sino de fantasmas.
Pero, tal vez sería bueno pasar a otras mudas literarias menos macabras que esta de Rulfo. La más simpática, alegre y divertida que se me viene a la memoria es la de la «Carta a una señorita en París», de Julio Cortázar. Allí hay también una estupenda muda de nivel de realidad, cuando el narrador-personaje, autor de la carta del título, nos hace saber que tiene la incómoda costumbre de vomitar conejitos. He aquí un formidable salto cualitativo de esa amena historia que, sin embargo, podría tener un final bastante trágico, si, abrumado por esa segregación de conejitos, su protagonista termina suicidándose al final del relato, como lo insinúan las últimas frases de la carta.
Este es un procedimiento muy usado por Cortázar, en sus cuentos y novelas. Se valía de él para trastornar esencialmente la naturaleza de su mundo inventado, haciéndolo pasar de una realidad un poco cotidiana, sencilla, hecha de cosas predecibles, banales, rutinarias, a otra, de carácter fantástico, donde suceden cosas extraordinarias como esos conejitos que vomita una garganta humana, y en la que a veces ronda la violencia. Estoy seguro que usted ha leído «Las ménades», otro de los grandes relatos de Cortázar, donde, en este caso de manera progresiva, por acumulación numérica, se produce una transformación anímica del mundo narrado. Aquello que parece un inofensivo concierto en el teatro Corona genera al principio un entusiasmo más bien excesivo del público ante la performance de los músicos, y, por fin, degenera en una verdadera explosión de violencia salvaje, instintiva, incomprensible y animal, en un linchamiento colectivo o guerra sin cuartel. Al final de esa inesperada hecatombe nos quedamos desconcertados, preguntándonos si todo aquello en verdad ha ocurrido, si ha sido una horrenda pesadilla o si esa absurda ocurrencia ha tenido lugar en «otro mundo», armado con una insólita mezcla de fantasía, terrores recónditos y oscuros instintos del espíritu humano.
Cortázar es uno de los escritores que mejor supo utilizar este recurso de las mudas —graduales o súbitas, de espacio, tiempo y nivel de realidad— y a ello se debe en buena parte el perfil inconfundible de su mundo, en el que se alían de manera inseparable la poesía y la imaginación, un sentido infalible de lo que los surrealistas llamaban lo maravilloso-cotidiano y una prosa fluida y limpia, sin el menor amaneramiento, cuya aparente sencillez y oralidad disimulaban en verdad una compleja problemática y una gran audacia inventiva.
Y, puesto a recordar por asociación de ideas algunas mudas literarias que se me han quedado en la memoria, no puedo dejar de citar aquella que ocurre —es uno de los cráteres de la novela— en Muerte a crédito (Mort à crédit), de Céline, un autor por el que no tengo ninguna simpatía personal, más bien una clara antipatía y repugnancia por su racismo y antisemitismo, que escribió, sin embargo, dos grandes novelas (la otra es El viaje al final de la noche). En Muerte a crédito hay un episodio inolvidable: el cruce del Canal de la Mancha, que lleva a cabo el protagonista, en un ferry repleto de pasajeros. El mar está picado y con el movimiento que las aguas imponen al barquito todo el mundo a bordo —tripulación y pasajeros— se marea. Y, por supuesto, muy dentro de ese clima de sordidez y truculencia que fascinaba a Céline, todo el mundo comienza a vomitar. Hasta aquí, estamos en un mundo naturalista, de una tremenda vulgaridad y pequeñez de vida y de costumbres, pero con los pies bien hundidos en la realidad objetiva. Sin embargo, ese vómito que literalmente cae sobre nosotros, los lectores, embarrándonos con todas las porquerías y excrecencias imaginables expulsadas de esos organismos, ese vómito va, por la lentitud y eficacia de la descripción, despegando del realismo y convirtiéndose en algo esperpéntico, apocalíptico, con lo que, en un momento dado, ya no sólo ese puñado de hombres y mujeres mareados sino el universo humano parece estar botando las entrañas. Gracias a esa muda la historia cambia de nivel de realidad, alcanza una categoría visionaria y simbólica, incluso fantástica, y todo el contorno queda contagiado por la extraordinaria mudanza.
Podríamos seguir indefinidamente desarrollando este tema de las mudas, pero sería llover sobre mojado, pues los ejemplos citados ilustran de sobra la manera en que funciona el procedimiento —con sus distintas variantes— y los efectos que tiene en la novela. Quizás valga la pena insistir en algo que no me he cansado de decirle desde mi primera carta: la muda, por sí misma, nada prejuzga ni indica, y su éxito o fracaso respecto del poder de persuasión depende en cada caso de la manera concreta en que un narrador la utiliza dentro de una historia específica: el mismo procedimiento puede funcionar potenciando el poder de persuasión de una novela o destruyéndolo.
Para terminar, me gustaría recordarle una teoría sobre la literatura fantástica, que desarrolló un gran crítico y ensayista belga-francés, Roger Caillois (en el prólogo de su Anthologie du fantastique / Antología de la literatura fantástica). Según él, la verdadera literatura fantástica no es la deliberada, aquella que nace por un acto lúcido de su autor, que ha decidido escribir una historia de carácter fantástico. Para Caillois, la verdadera literatura fantástica es aquella donde el hecho extraordinario, prodigioso, fabuloso, racionalmente inexplicable, se produce de manera espontánea, sin la premeditación e incluso sin que el propio autor lo advierta. Es decir, aquellas ficciones donde lo fantástico comparece, diríamos, motu proprio. En otras palabras, esas ficciones no cuentan historias fantásticas; ellas mismas son fantásticas. Es una teoría muy discutible, sin duda, pero original y multicolor, y una buena manera de terminar esta reflexión sobre las mudas, una de cuyas versiones sería —si Caillois no fantasea demasiado— la de la muda autogenerada, que, con total prescindencia del autor, tomaría posesión de un texto y lo encaminaría por una dirección que aquél no pudo prever.
Un fuerte abrazo.

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