domingo, 13 de noviembre de 2016

William Wordsworth. LA ABADÍA DE TINTERN Y OTROS POEMAS.


ENTUSIASTA CONCIENCIA DESDICHADA
1
Como uno de los cinco o seis centros indiscutidos de la poesía inglesa, una primera ruta amable para acercarse a la obra de Wordsworth bien podría ser la del ingenio ajeno. Chesterton nos asegura que leerlo se parece a beber al alba, entre montañas, nada menos que una copa de agua; Somerset sostiene que para la poesía inglesa fue tan nociva la muerte temprana de Keats como la longevidad de Wordsworth; Borges nos aseguró que era intraducible (y es posible que tuviese razón), y un personaje de Naipaul se reconoce incapaz de imaginar quién y en qué circunstancias podía sentirse así ante un banco de niebla. Al fin y al cabo, desde que se publicó la segunda edición de las Baladas líricas, Wordsworth ha concitado la atención de lectores aficionados, colegas de varios siglos, y estudiosos dispersos por el mundo que han alimentado una industria de publicaciones especializadas. Aunque poco traducido en comparación con otros escritores de su rango, el criterio general es que Wordsworth hizo algo con la poesía occidental que no puede ignorarse, de manera que cualquiera que escribe o lee poesía, lo sepa o no, la lee y la escribe wordsworthizada.
Los datos biográficos no proyectan luces interesantes (que nació en 1770 y se murió ochenta años después, que se casó con una señora y anduvo enamorado de otra, que de joven fue un revolucionario lírico y de mayor se volvió conservador). Tampoco la poética que expuso en prosa ofrece pistas, apenas se distancia de la declaración que comparten el noventa por ciento de los poetas que se han embarcado a redactar manifiestos: que sus colegas llevan años manejando fórmulas gastadas y que ellos sí que se comprometen a renovar el lenguaje, acercándolo a los usos de la calle. Es algo más sorprendente que los poemas que hoy asociamos a su nombre los escribiese en una década y que el resto de su vida, si exceptuamos tres o cuatro repuntes de lucidez creativa, se dedicase a componer versos inertes. Incluso si atendemos al proyecto que trazó para su carrera deberíamos considerarlo un poeta frustrado. Wordsworth ambicionaba escribir (para integrarse en la secuencia de los grandes poetas del pasado: Homero, Virgilio, Dante, Milton) un poema épico de largo aliento, del que todas sus composiciones célebres, incluido el Preludio, no son más que prolegómenos, esbozos, ejercicios, tentativas… Podría decirse que pasó los mejores años de su carrera afilando las armas para componer una obra de dimensiones titánicas cuyo tema (un árabe que trata de salvar del segundo diluvio a la ciencia y a la poesía alegorizadas, respectivamente, en una piedra y en un caracol en cuya valva suenan todos los poemas) no resiste la comparación con la caída de Troya, la fundación de Roma, la visita al infierno, o la corrupción de Lucifer en Satán.
Una hipótesis para explicar el naufragio de este propósito nos la ofrecen los testimonios que coinciden en señalar que a Wordsworth le costaba atender a algo o a alguien si no estaba directamente relacionado con él (cuando las Baladas líricas empezaron a concitar el interés de los lectores, Wordsworth tendía a olvidar que Coleridge era su coautor). No hay que rebuscar demasiado en esta antología o en el Preludio para darse cuenta de que por relevante (la Revolución francesa) o loable (rendir tributo a un colega muerto prematuramente) que sea el asunto aparente del poema, para Wordsworth cualquier tema conduce a Wordsworth (como tema).
Podemos partir de este rasgo de carácter hacia su originalidad como escritor siempre que tomemos algunas precauciones: una lectura superficial podría desmentir nuestra observación, en los poemas de Wordsworth hay tanto mundo exterior como en cualquiera de sus predecesores. Solo en las dos primeras estrofas de «Insinuaciones de inmortalidad» aparecen prados, huertos, arroyos, un arcoíris, rosas, la luna llena inspeccionando el cielo, aguas, estrellas, la sombra de un pájaro, y esa luz que en los poemas de Wordsworth es capaz de modularse en tantos matices. También podríamos citar una legión de poetas líricos que fijaron su atención en la correspondencia entre el mundo y sus propios estados de ánimo: de lo que nunca vamos escasos es de poetas bien predispuestos a contemplarse. La originalidad de Wordsworth consistió en el novedoso vínculo que estableció entre dos viejos términos: la naturaleza de siempre y la mente individual.
En estos poemas ambientados en páramos, bajo la sombra de castillos en ruinas, cerca de brezales y pantanos, el mundo ya no se recorre como un cuadro al que el ánimo responde con simpatía o rechazo. No hay adecuación. La naturaleza más bien parece dispuesta como una trampa que hiere a la conciencia para provocarle una crisis que tratará de resolver o mitigar antes de que el poema termine. Wordsworth, que desconfiaba del ojo y del oído, encuentra en este repliegue defensivo (en el intento de descubrir qué le han hecho y cómo podría remediarlo) la fuente de su singularidad. Las sobrecogedoras descripciones del mundo exterior, las figuras solitarias, el lamento por un joven poeta desaparecido demasiado temprano, los viejos mendigos que pasean medio ciegos por las llanuras, el recuerdo de una amiga muerta, e incluso los héroes convocados del Hades, actúan como grietas en la realidad, a través de las que nos adentramos hacia crisis de la conciencia que se dirimen en la estancia íntima que forma el poema.
Después de Wordsworth el poeta queda legitimado para escribir sobre paisajes mentales y crisis privadas, puede alejarse sin aprensión de conflictos ajenos a los propios, puede discutir sobre su oficio y las posibilidades de ejercerlo, y en poco más de un siglo aprenderá a dejar al descubierto sus propias estrategias y tensiones compositivas. En contraste con los poemas que Wordsworth adoptó como modelos al plantearse su carrera, la poesía wordsworthizada apenas trata sobre nada.
Wordsworth será considerado con justicia una de las cimas del romanticismo, siempre que usemos la palabra «romántico» como una pincelada impresionista para referirnos a cientos de personas que, más o menos al mismo tiempo, empezaron a pensar que la correspondencia entre la mente y el mundo, entre las palabras y las cosas, entre la voluntad y el deseo, no era limpia, sino un proceso rugoso, minado de problemas.
Conviene distinguir con cuidado este romanticismo de una clase de discurso que cree en atajos empáticos que discurren más allá o más acá de las palabras y que promueve el desahogo sentimental (y esa forma humilde de la mala educación que es la sinceridad) o la empanada mística que da preferencia a las emociones en bruto (hasta enaltecer las excrecencias de criminales y majaderos), y que hoy sigue viva en sitios tan dispares como el trasfondo de la mayoría de las novelas que reseñan los suplementos culturales, en el espíritu Disney que se derrama sobre las películas de Amenábar o James Cameron, en las ideas que tienen sobre las novelas de Dickens los que nunca han leído un libro de Dickens (o han sacado el mismo provecho que si no lo hubiesen abierto), en la televisión privada a todas horas y en la pública más o menos siempre que usan «conflicto» o «humanitario», en la presbicia que anima a los consumidores de auto — ayuda, o en los sermones de los periodistas a favor de la sustancia sagrada del hecho objetivo.
Wordsworth no es precisamente un poeta frío que desdeñe las emociones, pocos escritores pueden rivalizar con su manejo verbal de los sentimientos (el lector habituado a la calculada austeridad de tanta poesía contemporánea deberá aprender a navegar entre interjecciones y signos de exclamación), pero creía con firmeza que la sede de la inteligencia está en la mente que segrega el poema. Es un lugar común en cualquier exposición sobre Wordsworth recurrir a su definición de la poesía como «un desbordamiento de sentimientos poderosos, recordados en la tranquilidad». Pero suele atenderse menos que, al fundar en una operación intelectual (recolected in tranquillity) el sangrado que la mente del escritor le practica a la realidad, Wordsworth se distancia tanto del irracionalismo de incienso como del adanismo objetivo.
Si el lector ojea ahora los poemas (con el compromiso de volver aquí enseguida), no tardará en encontrar un brezal, montañas, fuentes (por no hablar de colinas despobladas, lunas que crecen con placer, estrellas vitales, carreteras blancas) que como buen urbanita podrían incluso sonrojarle. No hay que dejarse engañar por la primera impresión: la naturaleza ya no es lo que solía ser ni se comporta como solía desempeñarse en el pasado.
La gran novedad que padece la organización humana a finales del siglo XVIII es el crecimiento de las ciudades. Para la mayoría de los escritores que seguimos leyendo supuso tanto un hacinamiento como un foco de deshumanización. Se intensificaron pasiones tan tristes como la vanidad (Austen), el egoísmo (Wordsworth) o la avaricia (Dickens), se debilitaron los afectos, y se reblandeció la clase de sociabilidad amable que vuelve más llevaderas las mortificaciones de la existencia.
Bajo la mirada de modestos propietarios rurales, domesticada en prados que ocultan la depredación animal, la naturaleza se levanta como un espacio de pureza donde la mirada puede obtener algo más que descargas de placer. En contraste con la agitación urbana ofrece lecciones tan elocuentes sobre la caducidad personal como la que se puede «leer» en la transformación cromática de las hojas.
En una cultura donde el sentimiento religioso organizado y la divinidad (como garantía de una existencia consciente e individual más allá de la muerte) han empezado a retirarse, individuos como Wordsworth, todavía receptivos a unos sentimientos sobrehumanos en cuyos agentes ya no creen, perciben en las zonas más silvestres de la naturaleza el halo de trascendencia, su nostalgia. Las emociones que despiertan estos paisajes no se parecen a la coqueta belleza de los jardines franceses ni siquiera a los suaves landscapes, se trata de inquietudes y entusiasmos que pueden precipitar a una crisis de la mente, son lecciones menos serenas, a las que Wordsworth se aproxima con prudencia. Si todavía puede llamarse belleza a lo que desprende esta naturaleza sin retocar, es de una especie parecida a la de esos ángeles de Rilke que podrían destruirnos con su existir más potente: justo el comienzo de lo terrible.
Los mejores poemas de Wordsworth surgen del roce entre la conciencia entusiasta del poeta y esa naturaleza que puede destruirnos físicamente, y alterar o ampliar nuestros estados de ánimo. Casi todos los lectores sabios coinciden en que la devoción con la que Wordsworth se lanzó, durante su gran década creativa, a estudiar la naturaleza estaba ensombrecida por el miedo a que un contacto demasiado intenso le deteriorase. La seguridad con la que Wordsworth despliega la envolvente elegancia de sus estrofas disimula en la primera aproximación a sus poemas el tiento con el que mueve los ojos sobre el paisaje regado por el río Dye. Pero ni siquiera con el trabajo combinado de algunas de las inteligencias críticas más agudas del siglo pasado (Abrams, Bloom, De Man, Kermode) se ha alcanzado un acuerdo consistente y satisfactorio de la relación que el Wordsworth maduro establece con la naturaleza. Más bien parece haber fragmentado y barajado la historia para ofrecerla, poema a poema, en combinaciones inesperadas, a veces contradictorias, matizada bajo luces distintas.
Con algo de esfuerzo (y de imaginación) podemos reconstruir la secuencia previa a la crisis que convirtió a Wordsworth en el poeta que sigue apeteciéndonos leer. Según los eruditos, el vínculo entre el niño Wordsworth y la naturaleza que lo envolvía era idílico: la mirada volvía de sus exploraciones por el paisaje cargada de sensaciones de armonía y alimentaba a una mente tierna, entusiasmada de existir. De disponer el niño de los recursos expresivos del poeta consolidado quizá hubiese escrito que su conciencia se adaptaba a la naturaleza como un espejo capaz de reflejar sus propiedades más hermosas.
Parece que fue el joven Wordsworth quien aprendió que el paisaje, además de apreciarse como un decorado, podía emitir señales. El idioma de estos mensajes no es el de las palabras articuladas: la naturaleza «suena» en las imágenes y «murmulla» en secuencias de sonido sin significante. Entre los árboles que se pudren despacio el joven Wordsworth recibe su primera lección: que las criaturas que disfrutan del «roce del tiempo» están sometidas a la erosión. Descubre también que la muerte de un árbol apenas altera el bosque, que por mucha agua que se pierda en dirección al pantano el cuerpo elástico de la cascada no desaparece:
bosques jamás tocados por la muerte
que subsistirán mientras la muerte exista
la altura incalculable
de bosques que corrompiéndose nunca se corrompen
el estallido inmóvil de múltiples cascadas
Es también este joven Wordsworth quien repara alarmado en que la estrategia ideada por la naturaleza para mantener estables sus especies, sencillamente, no es para nosotros. Para los hombres, descubrir que otro organismo demasiado parecido a no - sotros (lo bastante para que nadie se escandalice por la susti - tución) operará en el mismo espacio que nos cuesta bien poco señalar como propio, más que un lenitivo ante la promesa desconcertante (intolerable, grosera, obscena) de que nuestra conciencia será suprimida, supone una punzada de escarnio.
Hay algo de crueldad en que el bosque no llegue a enterarse de su perdurabilidad y que, en cambio, la conciencia tenga que apagarse con los ojos abiertos. Cuando el joven Wordsworth intente reanudar su conversación con la naturaleza descubrirá que nunca ha entablado algo parecido a un diálogo: los árboles, el viento y las corrientes de agua hablan solas; que toda la conciencia y las iniciativas morales están de nuestro lado; que la naturaleza no tiene una respuesta para el drama de la conciencia individual porque ni siquiera comprende que existimos.
En los poemas que Wordsworth está expresado el problema central de la conciencia que convenimos en llamar romántica y a la que sería más preciso llamar desdichada. Es una conciencia que descubre que no está completamente en casa rodeada de cosas inertes y de animales que mueren en silencio: de lo único que puede estar seguro bajo la luz de su incierto futuro es de su aniquilación. Si la congoja de Hölderlin proviene del silencio de unos dioses largamente esperados, el ambiguo resentimiento de Wordsworth se nutre de la inesperada aparición de voces en la naturaleza, voces en las que el poeta y su tiempo cada vez más urbano estaban empezando a no creer. Pero ambos poetas expresan la misma extrañeza que los asalta justo cuando creían estar de nuevo en el hogar.
Más allá de los avances tecnológicos, del desarrollo económico, de la derrota de la política o de la masificación cultural, otro de los síntomas de que somos, en palabras de Félix de Azúa, «primitivos de nuestra época», sería el barrido en el espacio público de los síntomas de una conciencia escindida. Miremos donde miremos encontramos o demasiada alma o demasiada poca alma. La brecha que el romanticismo abrió en las creencias trascendentes parece haberse cerrado en una aceptación discreta de la inmanencia. La poesía ha dejado de ser un asunto de mentes afiebradas que flotaban entre la aspereza de la tierra y la dudosa promesa del cielo, para refugiarse en el juego de accésits de las diputaciones provinciales. Cuánto hay de represión histérica en esta política de la mediocridad es un asunto que merecería (aunque quizá solo convendría) tratarse en un marco más amplio, pero es indiscutible que los poemas del siglo pasado que nadie debería dejar de leer seguían alimentándose de la conciencia desdichada acuñada por Hölderlin y Wordsworth. Escuchemos a Rilke, a Stevens y a John Ashbery, escribiendo en 1922, 1942 y 1976:
Los animales, sagaces, se dan cuenta ya
de que no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa
en el mundo interpretado.
De esto surge el poema: que vivimos en un lugar
que no es el nuestro
y es duro pese a los días blasonados.
El alma ha de quedarse donde está,
aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse.
Wordsworth no fue nunca tan explícito como sus sucesores, de manera que no resulta sencillo delimitar cuál es su palabra definitiva sobre la posición que debe adoptar la conciencia en un mundo inhóspito. Algunos creen que logró suturar la distancia con la naturaleza gracias a la imaginación, otros creen que todos sus intentos fracasaron y que el entusiasmo inicial del poeta fue hundiéndose despacio en la desesperación. Unos interpretan su larga decadencia poética como una serena conformidad, otros como pataleos de impotencia que confirmarían su propia profecía. Conviene recordar que, cuando se trata de Wordsworth, el debate en el transcurso del poema de su propio futuro como poeta no es un juego ocioso. Wordsworth escribe sobre la decadencia, la mutilación y la muerte de los otros, pero cuando la agresión se proyecta hacia su persona tiende a refugiarse en una metáfora defensiva con un filo menos cortante: el debilitamiento de su propio vigor poético.
De «La abadía de Tintern» en adelante, el ánimo que moviliza su poesía es la certeza de que al cumplir años se desacelera el provecho que extraíamos de cualquier minuto de sensación. Las consecuencias para una poesía que se alimenta de la experiencia inmediata son catastróficas. Wordsworth hizo algo más que escribir poemas como bálsamos para aliviar la herida psíquica que le había infringido la naturaleza, se pasó diez años luchando contra el mito del desgaste, cada poema ensaya una respuesta, señala un problema nuevo, elabora un matiz o descarta un acuerdo. Algunas de estas «soluciones» son extraordinarias pero parciales, los poemas eluden descansar y defender una postura definitiva, la clave que los domina consiste en manifestar la tensión (no resuelta) que los genera.
Como la inteligencia del Wordsworth maduro era demasiado penetrante para permitirse ser ilusa, muchas de sus estrofas quedan empapadas de una ironía en sentido fuerte que admite (cuando no invita) a leerlos, al mismo tiempo, en la dirección de lo que supuestamente afirman y de lo que supuestamente niegan. El sabor especial de la poesía de Wordsworth proviene de la tensión entre el vigor de sus espléndidas afirmaciones y los tonos graves que nos invitan (cuando no nos alientan) a leer en sentido inverso.
Así, cuando Wordsworth escribe:
¡Oh!, ¡vosotros, fuentes, prados, colinas y huertos,
no se presagia ninguna ruptura en nuestro amor!
En el corazón de mi corazón todavía siento vuestra energía;
solo he renunciado a un placer,
a vivir bajo vuestra continua influencia.
Podemos leer:
¡Oh!, ¡vosotros, fuentes, prados, colinas y huertos
se presagia una ruptura en nuestro amor!
En el corazón de mi corazón ya no siento vuestra energía;
al único placer que no he renunciado
es a vivir bajo vuestra continua influencia.
2
La originalidad de Wordsworth consistió en descubrir una clase de poesía centrada en una crisis lírica, una poesía que a veces parece discutir sobre sus propias condiciones de posibilidad y que en un sentido restrictivo se podría decir que no trata sobre nada. El envoltorio de estos poemas, su recurso constante al paisaje y a unos personajes que son tan oscuros y elocuentes como las sombras, pueden parecernos lejanos al primer contacto. Pero su grandeza (una palabra en la que nos cuesta creer pero que la lectura de Wordsworth anima a que consideremos) reside en que nos habla de condiciones de la existencia que todavía son las nuestras, con matices que nunca se habían visto. Se puede estar de acuerdo en que ya no suelen ser las cascadas elásticas, los precipicios o los rumorosos bosques los que nos las provocan… Pero sea cual sea el entorno donde se manifiestan, lo cierto es que aprendemos a entusiasmarnos con el roce del tiempo, aprendemos a disfrutar de una conciencia para nosotros solos, aprendemos que nuestro vigor se desacelerará, aprendemos que vamos a enfermar y a desaparecer y que es raro que al mundo le importe, aprendemos a anticipar el terror de esta pérdida y aprendemos la rara dignidad que hay en seguir respirando; aprendemos a conservar en los recuerdos reservas de nostalgia y aprendemos a enamorarnos de nuestra propia vida por el mero hecho de que la protagonizamos y es nuestra y se acabará. La poesía de Wordsworth afronta los puntos de fuga de la existencia cuando la belleza del mundo y la intensidad de estar vivo empujan al entusiasmo a una altura donde la conciencia roza el sueño nunca desmentido de la trascendencia. Un estado mental donde considera justa y exacta la idea de vivir más, más, siempre. Wordsworth pertenece a esa clase de hombres para quienes el pensamiento sobre la decadencia personal es algo más que una pasión triste, la oportunidad de disfrutar más intensamente de todo lo que nos será arrancado (todo), un camino seguro para internarse en las regiones extrañas de la melancolía, ese vicio de los entusiastas.
Gonzalo Torné,
marzo de 2010
Fuente: Editorial Lumen. Año: 2012.

sábado, 12 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Lunes 31 de octubre de 1966 .Clase Nº 8

Reseña histórica hasta el siglo XVIII.                                                                             
Vida de Samuel Johnson.


Si bien desde el último viernes han pasado para nosotros sola-mente unos días, para nuestros estudios va a ser como si hubie-sen pasado muchos más. Vamos a abandonar el siglo XI para pe-gar un salto al vacío y llegar al siglo XVIII. Pero antes debemos, para llenar ese vacío, hacer una reseña de los grandes aconteci-mientos que pasaron en ese tiempo.
A partir de la batalla de Hastings, que marca el fin del domi-nio sajón en Inglaterra, el idioma inglés entra en crisis. Desde el siglo V hasta el siglo XII, la historia inglesa se ha vinculado con Escandinavia, sea con los daneses —los anglos y los jutos prove-nían de las tierras de Dinamarca o de la desembocadura del Rhin— o los noruegos luego, con las invasiones vikings. Pero a partir de la invasión normanda, en el año 1066, se vincula con Francia, separándose de la historia escandinava y su influencia. La literatura se quiebra y la lengua inglesa resurge dos siglos des-pués, con Chaucer y Langland.
La vinculación con Francia se da, podríamos decir, en un principio bélicamente. Ocurre entonces la Guerra de los Cien Años, en que los ingleses son derrotados absolutamente. En el siglo XIV aparecen en Inglaterra los primeros albores del protes-tantismo, que se da antes que en ninguna otra nación. A partir de este momento se da la formación del que luego sería el Impe-rio Británico. La guerra con España da a Inglaterra la victoria y juntamente el dominio de los mares.
En el siglo XVII se produce la guerra civil, en la que el Parla-mento se rebela contra el rey. Se produce entonces el surgimien-to de la República, hecho que escandalizó enormemente a las na-ciones europeas de la época.
La República no duró. Vino entonces el período de la Res-tauración, que culminó con la vuelta a la monarquía, que aún mantienen.
El siglo XVII es el siglo de los poetas metafísicos, barrocos. Es entonces que el republicano John Milton  escribe su gran poema El paraíso perdido. En el siglo XVIII, en cambio, se da el imperio del Racionalismo. Es el siglo de la Razón. El ideal de la prosa ha cambiado. Ya no es el de la prosa extravagante como el del siglo XVII, sino que aspira a la claridad, a la elocuencia, a la justificación lógica de las expresiones. Con respecto al pensa-miento abstracto abundan las palabras de origen latino.
Ahora entraremos a la vida de Samuel Johnson, vida que se conoce muy bien. Es la vida que mejor conocemos de cualquie-ra de los hombres de letras. Y la conocemos por la obra de un amigo suyo que se llamaba James Boswell.
Samuel Johnson nace  en el pueblo de Lichfield, en el conda-do de Straffordshire, que es un pueblo mediterráneo de Inglate-rra pero que, digamos, profesionalmente, no es su patria. Es de-cir, no es la patria de su obra. Johnson consagró toda su vida a las letras. Murió en 1784, antes de producirse la Revolución France-sa, a la que hubiera sido, por otra parte, contrario, ya que era un hombre de ideas conservadoras, profundamente creyente.
Su infancia fue pobre. Era un muchacho enfermizo y contra-jo la tuberculosis. Cuando aún era pequeño, los padres lo lleva-ron a Londres para que la reina lo tocara y ese contacto lo cura-ra de su dolencia. Uno de sus primeros recuerdos fue el de la rei-na, que lo tocó y le dio una moneda. Su padre era librero, lo que para él significó una gran suerte. Y paralelamente a las lecturas que haría en casa, se educó en la Grammar School de Lichfield. Lichfield significa "campo de los muertos".
Samuel Johnson era físicamente maltrecho, aunque poseía una gran fuerza. Era pesado y feo. Tenía lo que llamamos "tics" nerviosos. Fue a Londres, donde sufrió pobreza. Fue a la Uni-versidad de Oxford, pero no llegó a recibirse ni mucho menos: se rieron de él. Entonces vuelve a Lichfield y funda una escuela. Se casa con una mujer vieja, mayor que él. Era una mujer vieja, fea y ridicula. Pero él le fue fiel. Ella luego muere. Quizás en su época éste sería un rasgo que podría ser indicio de lo religioso que era este hombre. Tuvo además rasgos maniáticos. Evitaba cuidadosamente, por ejemplo, tocar las junturas de las baldosas con el pie. Evitaba también el tocar postes. Y sin embargo, a pe-sar de estos rasgos de excentricidad, fue una de las inteligencias más razonables de la época, una inteligencia realmente genial.
A la muerte de su mujer hizo un viaje a Londres, y allí editó una traducción de Un viaje a Abisinia, del Padre Lobo,  un je-suíta. Más tarde escribió una novela sobre Abisinia, para solven-tar los gastos del entierro de su madre. Esta novela fue escrita en una semana. Editó diarios periódicos, que salían una o dos veces por semana, periódicos en que escribía principalmente él. Aun-que estaba prohibido publicar las sesiones del Congreso, él solía asistir a tales sesiones y luego las publicaba, con un poco de fan-tasía literaria. En sus informes inventaba discursos, por ejemplo, y siempre se las arreglaba para dar la mejor parte a los conserva-dores.
Por ese tiempo escribió dos poemas, "Londres" y "La vani-dad de las esperanzas humanas", "The Vanity of Human Wis-hes". En esa época Pope  era considerado como el mejor poeta de Inglaterra. Las poesías de Johnson, que fueron editadas anó-nimamente, alcanzaron gran difusión y se dijo que eran mejores que las de Pope. Luego, conocido ya, el mismo Pope lo felicitó. "Londres" era una traducción libre de una sátira de Juvenal.  Es-to nos demuestra el diferente concepto acerca de lo que era una traducción que se tenía en la época con respecto a nuestro con-cepto. En la época no existía el concepto de traducción estricta, como hoy, que se considera a la traducción como una labor de fidelidad verbal. Este concepto de la traducción literal se basa en las traducciones bíblicas. Éstas sí se hacían con mucho respeto. La Biblia, redactada por una inteligencia infinita, era un libro que el hombre no podía tocar, alterar. El concepto de traducción literal no es, pues, de origen científico, sino más bien una mues-tra de respeto a la Biblia, Groussac  dice que "el inglés de la Bi-blia del siglo XVII es un idioma tan sagrado como el hebreo del Antiguo y Nuevo Testamento". Johnson tomó para "Londres" a Juvenal como modelo, y aplicó lo que Juvenal dice de los sinsa-bores de la vida de un poeta en Roma a la vida de un poeta en Londres. Esto es, evidentemente, [que] su traducción no tenía ninguna intención de ser literal.
En los periódicos que Johnson publicaba, él mismo se hizo conocer. Y tanto que entre los escritores era tenido como uno de los primeros. Era considerado uno de los primeros escritores de la época, pero el público lo desconocía, y así siguió hasta que pu-blicó su Diccionario de la Lengua Inglesa.  Se consideraba que el idioma inglés había llegado a su apogeo, y que luego había decli-nado a causa de la constante contaminación con galicismos. Por tanto, ya había llegado el momento de fijarlo. Johnson expresó, refiriéndose a esto: "La lengua inglesa está a punto de perder el carácter teutónico".
Según Carlyle,  el estilo de Johnson era "acartonado". Esto es cierto, los párrafos son largos y pesados. Pero a pesar de eso, detrás de cada página podemos encontrar pensamientos sensatos y originales. Boileau  había escrito que las tragedias que no res-petaban el lugar único de la acción eran absurdas. Johnson reac-cionó contra esto. Boileau había dicho que era imposible que el espectador se creyese primero en cualquier lugar y luego en Ale-jandría, por ejemplo. Censuraba también la falta de unidad de tiempo. Desde el punto de vista del sentido común, el argumen-to parecía irrefutable, pero Johnson lo contradice diciendo que "el espectador que no está loco sabe perfectamente que no está en Alejandría ni en otro lugar, sino en el teatro, que está en la platea presenciando un espectáculo". Esta réplica se dirigía a las reglas de las tres unidades, que provenían de Aristóteles y que Boileau sustentaba.
Ahora, una comisión de libreros fue a visitarlo y le propuso la redacción de un diccionario que incluyera todas las palabras del idioma. Esto era algo nuevo, insólito. En la Edad Media, en el siglo X o en el IX, cuando un erudito leía un texto latino y en-contraba una palabra anómala, que no entendía, incluía entre dos líneas su traducción a la lengua vernácula. Luego se reunían y así se fueron formando glosarios, pero que en un principio fueron de palabras latinas difíciles solamente. Esos glosarios se publicaron separadamente, y después empezaron a hacerse dic-cionarios. Los primeros fueron italianos y franceses. En Inglate-rra, el primer diccionario fue hecho por un italiano, y se deno-minó A Worlde of Wordes, "un mundo de palabras".  Siguió a éste un diccionario etimológico, en el que se trató de incluir to-dos los vocablos, pero no atendiendo a su significado, sino para dar los orígenes o etimologías sajonas o latinas de una palabra. Sajonas o teutonas, por cierto. En Italia y Francia hubo acade-mias que compusieron diccionarios que no registraban todas las palabras. No querían registrarlas: dejaban fuera las palabras rús-ticas, dialectales, de argot, las demasiado técnicas, propias de cada profesión. No querían ser ricos en palabras, sino tener po-cas palabras pero buenas. Querían sobre todo precisión, poner un límite al idioma. En Inglaterra no había academias ni nada se-mejante. El mismo Johnson, que publicó un proyecto de diccio-nario inglés cuyo principal motivo era fijar el idioma, no creía que el idioma pudiera fijarse definitivamente. El idioma no es obra de sabios sino de pescadores. Es decir, el idioma está hecho por gente humilde, hecho por el azar, y la costumbre crea nor-mas de corrección que deben buscarse en los mejores escritores. Para la búsqueda de esos escritores, Johnson se fijó un límite que va desde Sir Philip Sidney  a los escritores anteriores a la Res-tauración, hecho que, creyó, coincidía con un deterioro en el lenguaje por la introducción de galicismos, palabras de origen francés.
Así que Johnson decidió hacer el diccionario. Cuando fue-ron a verlo los libreros firmó un contrato. En él se especificaba un plazo de trabajo de tres años y una retribución de mil qui-nientas libras, que al fin fueron mil seiscientas. Él quería que el libro resultase una antología, agregar un pasaje de un clásico in-glés a cada palabra. Pero no pudo hacer todo lo que tenía en mente. Quería hacer tanto, que en cada palabra incluía diversos pasajes para hacer entender los diversos matices de cada palabra. Pero los dos volúmenes que publicó no le satisficieron. Se dio a releer los autores clásicos, los ingleses. En cada obra marcaba los pasajes en que una palabra era empleada con felicidad, y una vez marcada ponía al lado la letra inicial. Iba marcando de esa mane-ra todos los pasajes que le parecían ilustrativos de cada palabra. Tenía seis amanuenses. Cinco eran escoceses. Johnson sabía po-co inglés antiguo. Las etimologías, agregadas con posterioridad, son la parte más floja de su obra, así como las definiciones. De-bido a esta ignorancia suya del inglés antiguo y su consiguiente incapacidad para el trabajo de las etimologías, solía decirse, bro-meando: "hacedor de diccionarios, ganapán inofensivo". Se de-nominaba a sí mismo lexicógrafo.
Un amigo que tenía le dijo un día que la Academia Francesa, con cuarenta miembros, había tardado cuarenta años en hacer el diccionario de la lengua francesa. Y Johnson, que era nacionalis-ta acérrimo, respondió: "Cuarenta franceses y un inglés, la pro-porción es justa". E hizo el mismo cálculo con el tiempo: si los franceses cuarenta personas a cuarenta años cada uno necesita-ron en total mil seiscientos años, eso bien vale los tres que tarda un inglés. Pero la verdad es que no fueron tres sino nueve los que necesitó para completar la obra. Y los libreros sabían en to-do tiempo que contarían con él, que cumpliría. Por ello le die-ron cien libras más.
Este diccionario fue bueno hasta la publicación del de Webs-ter.  Hasta entonces rigió. Actualmente se ve que Webster, ame-ricano, tenía un conocimiento más profundo que Johnson. En nuestros tiempos, el Oxford Dictionary es el mejor, es el diccio-nario histórico de la lengua. Johnson debió su fama al dicciona-rio. Llegaron a llamarlo "Dictionary Johnson". Cuando Boswell lo conoció en una librería se lo señalaron por su mote, "Dictio-nary", que también le daban por su aspecto.
Johnson conoció durante años la pobreza —en un cierto momento, mantuvo un duelo epistolar con el conde de Chester-field, lo que luego aparecerá en su "Londres"—, la buhardilla y la cárcel, y al alejarse de ellas, el mecenas.  Por ese tiempo hace una edición de Shakespeare. En realidad es una de sus últimas obras. Deja un prólogo falto de reverencia, en el que señala los defectos de las obras. Tiene también una tragedia en que apare-ce Mahoma, y una novela breve, Raselas, príncipe de Abisinia, que se ha comparado con el Cándido de Voltaire. En los últimos años de su vida, Johnson abandona la literatura y se dedica a conversar en la taberna, donde forma una peña literaria de la que se erige en jefe, o más bien en dictador.
Samuel Johnson, abandonada su carrera literaria, se muestra como una de las más grandes almas inglesas.

jueves, 10 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Viernes 28 de octubre de 1966  Clase Nº 7
Los dos libros escritos por Dios.                                                                               El bestiario anglosajón. Las adivinanzas.                                                                  Poema de la sepultura. La batalla de Hastings.

Por toda la Edad Media corrió el concepto de que Dios había es-crito dos libros, y uno de esos libros era previsiblemente la Sagra-da Escritura, la Biblia, dictada a diversas personas de diversas épocas por el Espíritu Santo, y el otro libro era al Universo, todas las criaturas. Y se repitió que el deber de todo cristiano era estu-diar ambos libros, el libro sagrado y ese otro libro enigmático, el Universo. Ahora, en el siglo XVII, Bacon, Francis Bacon,  vuelve a esa idea, pero vuelve de un modo científico. La idea es que te-nemos la Sagrada Escritura de un lado, y del otro el Universo, que tenemos que descifrar. En cambio en la Edad Media, encontramos esta idea de que los dos libros, el libro por excelencia, la Biblia, y el otro libro, el Universo —naturalmente nosotros formamos parte del segundo libro—, tenían que ser estudiados desde el pun-to de vista ético. Es decir, que no se trataba de estudiar a la natu-raleza a la manera de Bacon, que es la manera de la ciencia moder-na, haciendo experimentos, investigando las cosas físicas, sino buscando ejemplos morales en ella. Y eso persiste todavía en fá-bulas sobre la abeja o la hormiga, que nos enseñan a trabajar, la idea de la cigarra, que es ociosa, etc. Y en todas las literaturas de Europa se encuentran libros que se llaman "fisiólogos".  Aquí la palabra significa "médicos" o "bestiarios", porque se buscaban los ejemplos entre los animales, verdaderos o fabulosos. Así, por ejemplo, el Ave Fénix. Se creía en el Ave Fénix, venía a ser un símbolo de la resurrección, porque arde, muere y luego resucita. Y en el inglés antiguo, en el anglosajón, hubo un Bestiario tam-bién. Parece ser que el Bestiario primitivo, o que se ha dado co-mo primitivo, se escribió en Egipto en griego. Por eso hay refe-rencia a tantos animales egipcios, verdaderos o fabulosos, como el ave Fénix, que viene a morir en la ciudad sagrada de Heliópo-lis, la ciudad del sol. Y del Bestiario anglosajón se han conserva-do sólo dos capítulos. Y estos capítulos son curiosos porque se refieren a la pantera y a la ballena. Y la pantera es, asombrosa-mente, un símbolo de Cristo.  Esto puede asombrarnos, pero de-bemos pensar también que la pantera, para los sajones de Ingla-terra, para los anglosajones, era simplemente una palabra de la Biblia. Naturalmente, no habían visto nunca una pantera, que es un animal de otras latitudes. Y había un texto, no recuerdo qué versículo es, en el cual aparece la pantera y se la identifica con Cristo. Y entonces se dice ahí, en el texto anglosajón sobre la pantera —se sabía además que tenía muchos colores, es decir, que tenía manchas, era un animal así brillante, resplandeciente—, se la identifica con Cristo. Se dice que la pantera es un animal de voz musical y de suave aliento, lo cual no parece confirmado por los jardines zoológicos o por la zoología. Se dice que duerme du-rante tantos meses y luego se despierta —esto puede correspon-der a los días en que Cristo está muerto antes de resucitar—, que es un animal benéfico, que de las ciudades y de los campos vie-nen hombres a oír su voz musical, y que tiene un enemigo que es el dragón. Y el dragón viene a ser el símbolo del demonio.
Hay un dicho que yo no he podido explicarme nunca, y que quizás ustedes puedan ayudarme a resolver. Y es un verso de Eliot, que creo que está en los Cuartetos.  Dice: "Came Christ, the tiger", "Llegó Cristo, el tigre". Ahora, no sé si esa identifica-ción que hace Eliot de Cristo con el tigre está basada en alguna reminiscencia del antiguo texto sajón que identifica a Cristo con la pantera, que es una especie de tigre, o si simplemente —pero no creo, esto sería demasiado fácil— Eliot busca una sor-presa. Porque siempre se compara a Cristo con el cordero, con un animal manso, y él puede haber buscado el opuesto. Pero en este caso, creo que no hubiera pensado en el tigre, sino en el lo-bo, o quizás el lobo le pareció una comparación demasiado fácil para el cordero. El verso de Eliot es: "En la juventud del año" —no usa la palabra youth, sino una palabra antigua, de inglés medio, juvescence— "Came Christ, the tiger". Y, sin duda, "Cristo, el tigre" logra el efecto de asombro. Pero creo que cuando se lee a Eliot debemos suponer que para escribir su poe-ma él buscaba algo más que la mera sorpresa del lector. La sor-presa como efecto literario es un efecto momentáneo, que se gas-ta muy pronto.
De modo que tenemos este piadoso poema sobre la pantera, pantera que luego se explica como imagen de Cristo, como un ejemplo de Cristo dado a los hombres. Y luego tenemos el otro poema, y que es el poema de "La ballena", a la que dan el nom-bre de Fastitocalon, que creo que se parece, pero no sé, en grie-go, a un nombre de tortuga.  Entonces ahí se habla de la ballena. La ballena sí la conocían los sajones, ya hemos visto que una de las metáforas clásicas del mar es "camino de la ballena" lo cual está bien, porque la vastedad de la ballena parece sugerir o acen-tuar la vastedad del ámbito de la ballena, el mar. Y se dice que la ballena duerme o simula dormir, y los marineros la toman por una isla y desembarcan en ella. La ballena se hunde y los devo-ra. Aquí la ballena viene a ser un símbolo del infierno. Ahora, quizás esta idea de la ballena a la que los marineros toman por una isla, la encontramos en leyendas irlandesas.  Recuerdo un grabado en que hay una ballena, que evidentemente no es una is-la, y que está riéndose además, y luego se ve un barquito. Y en el barquito está San Brandán, el santo,  con una cruz, que con gran prudencia va a embarcarse en la ballena que está riéndose de él, y eso lo encontramos también en el Paraíso Perdido de Milton, en el que habla de la ballena, que muchas veces el mari-nero encuentra cerca de las costas de Noruega, y desembarca en ella, enciende fuego, entonces el fuego despierta a la ballena, y la ballena se sumerge y devora a los marineros. Y aquí hay un to-que poético de Milton. Él podría haber dicho: "La ballena por ventura durmiendo", "on the Norway sea", sobre el mar de No-ruega. Pero él no pone esto. Pone "on the Norway foam",  que queda mucho más lindo: "Sobre la espuma de Noruega".
Tenemos pues estos trozos, y luego hay un largo poema an-glosajón, que se refiere al Ave Fénix, y empieza por una descrip-ción del Paraíso Terrenal. El Paraíso Terrenal está figurado co-mo una meseta, sobre una alta montaña en el Oriente. También en el Purgatorio de Dante, en la cumbre de esa especie de mon-taña artificial o sistema de terrazas que constituyen el Purgato-rio, está el Paraíso Terrenal. Y se describe en el poema sajón al Paraíso Terrenal con palabras que recuerdan otras de la Odisea. Se dice, por ejemplo, que no hay exceso de frío, de calor, de ve-rano o de invierno, que no hay granizo, que no hay lluvia, que también no es agobiante el calor del sol, y luego se habla del ave Fénix, que es uno de los animales descritos en la Historia Natu-ral de Plinio. Y aquí podemos advertir que cuando Plinio habla de los grifos,  o cuando habla del dragón, o cuando habla del Fé-nix, ya no se debe eso a que Plinio creyera en ellos. Yo creo que la explicación es otra. La explicación es que Plinio quería reunir en un volumen todo lo que se refiere a los animales, y que ahí él reunía lo verdadero y reunía también la fábula, para hacer más completo el texto. Pero él mismo dice a veces "lo cual es dudo-so" o "cuéntase que", por lo que vemos que no debemos imagi-narlo como a un ingenuo, sino simplemente como una persona que tiene un concepto distinto de lo que debe ser una historia natural. Esa historia tenía que incluir no sólo lo que se sabe de cierto sobre cualquier animal, sino sobre las supersticiones. Creo que, por ejemplo, él creía que el rubí hace invisibles a los hombres, la esmeralda los hace elocuentes, etc. Es decir, no, él no creía. El sabía que existían esas supersticiones y las incluía en su libro también.
Me he referido a estas dos piezas del bestiario anglosajón porque son curiosas, no porque tengan materialmente mayor mérito poético. Hay además una serie de adivinanzas anglosajo-nas,  una serie de adivinanzas que no están concebidas como in-geniosas a la manera de los enigmas griegos. Ustedes recordarán, por ejemplo, el famoso enigma de la Esfinge: "¿Cuál es el animal que anda en cuatro patas por la mañana, en dos al mediodía y en tres a la tarde?", y luego resulta que todo esto es una larga metá-fora de la vida del hombre, que gatea cuando es un niño, que es bípedo, que se mantiene en dos pies al mediodía y luego, en la vejez, que se compara con el crepúsculo, se apoya en un bas-tón.  Ahora, los enigmas anglosajones no son ingeniosos, son más bien descripciones poéticas de las cosas, y hay algunas cuya solución se ignora y otras cuya solución es evidente. Por ejem-plo, hay una que se refiere a la polilla, y que habla de un ladrón que entra de noche en una biblioteca y se alimenta con las pala-bras de un sabio, pero que no aprende nada de eso. Tenemos así que se trata de la polilla. Y luego hay una sobre el ruiseñor, có-mo lo escuchan los hombres. Hay otra sobre el cisne, sobre el ruido de sus alas, y hay otra sobre el pez: se dice que él es erran-te y que su casa —el río, evidentemente— es errante también, pero que si lo sacan de su casa se muere. Naturalmente, un pez se muere fuera del agua. Es decir que los enigmas anglosajones vienen a ser unos poemas lentos, no ingeniosos, pero con un sentimiento muy vivido de la naturaleza. Hemos visto que el sentimiento de la naturaleza es una de las peculiaridades de la li-teratura inglesa desde sus orígenes, desde sus principios. Luego tenemos poemas bíblicos, que son meras extensiones del texto bíblico, extensiones oratorias y muy inferiores ciertamente al texto sagrado en que fueron inspiradas por sus autores. Y luego tenemos otros en que se toman temas de la común mitología o leyenda germánica, pero de los que hemos visto lo principal, creo, que son los textos épicos: el Beowulf, el "Fragmento heroi-co de Finnsburh", la "Oda de Brunanburh" —espléndidamente traducida por Tennyson, y en cualquier edición de las obras de Tennyson ustedes pueden encontrar esa traducción ejemplar de la "Oda de Brunanburh"—, y la "Balada de Maldon", de la que no he encontrado hasta ahora una traducción ejemplar, pero que ustedes encontrarán traducida literalmente en ese volumen de Gordon, Anglo-Saxon Poetry.
Y luego hay un poema muy triste, un poema escrito después de la conquista normanda y traducido admirablemente por el poeta americano Longfellow,  que tradujo también las coplas de Manrique del español, la Divina Comedia del italiano, y luego traduce muchos de los cantos escandinavos y de trovadores pro-venzales. Tradujo a los poetas románticos alemanes, tradujo ba-ladas del alemán. Era un hombre que tenía una vasta cultura, y durante los años de la Guerra de Secesión, para distraerse de esa guerra, que fue la más sangrienta del siglo XIX, tradujo en ende-casílabos, blancos, sin rima, toda la Divina Comedia, según he dicho. Ahora, el poema de "La sepultura"  es un poema muy ra-ro. Se supone que fue compuesto en el siglo XI o a principios del siglo XII, es decir en plena Edad Media, en una época cristiana. Y sin embargo, en ese poema, "La sepultura", no hay ninguna referencia a la esperanza del Cielo o al temor del Infierno. Es co-mo si el poeta sólo creyera en la muerte física, en la corrupción del cuerpo, e imaginara además, como en un cuento de nuestro Eduardo Wilde, "La primera noche de cementerio",  que el muerto guarda conciencia de esa corrupción. Y el poema empie-za: "Para ti una casa fue construida antes que nacieras" —es decir que para cada uno de nosotros ya hay un lugar deter-minado en la tierra en el cual ser enterrado—, "Para ti el polvo fue destinado antes que salieras de tu madre": "Ðe wes molde imynt, er ðu of moder come", ustedes ven que el final ya se pa-rece bastante al inglés, ya se trasluce el inglés. "Oscura es esa ca-sa" , dice después... Perdón, "Sin puertas es esa casa, y adentro está oscura". En inglés sería "Doorless is that house, and dark it is within" y en este inglés antiguo tardío, que ya está profetizan-do, prefigurando el inglés, dice "Dureleas is þet hus and dearc hit is wiðinnen". Ya en este anglosajón, aunque no hay palabras la-tinas, estamos acercándonos al inglés. Después describe la casa. Dice que esa casa no tiene un techo muy alto, que el techo está construido tocando el pecho, que es muy bajo, "que ahí estarás muy solo" —dice—, "dejarás a tus amigos, ningún amigo bajará a preguntarte si te gusta esa casa". Y luego dice: "la casa está ce-rrada y la muerte tiene la llave" . Después hay otros versos, cua-tro versos agregados que se ve que la mano que los ha escrito es otra, ya que el tono es distinto. Porque dice: "Ninguna mano acariciará tus cabellos" y eso ya corresponde a una ternura que parece posterior, porque todo el poema es muy triste, muy du-ro. Todo el poema viene a ser una sola metáfora: la metáfora de la casa como habitación última del hombre. Pero ese poema ha sido escrito con tanta intensidad que es uno de los grandes poe-mas de la poesía inglesa. Y la traducción de Longfellow, que sue-le estar al final, es no sólo literal, sino que a veces el poeta sigue el orden exacto, el mismo orden de los versos anglosajones. De toda la literatura anglosajona, es la que está escrita en un lengua-je más fácil, porque es la que está más cerca del inglés actual.
Hay muchas antologías de la poesía anglosajona, y hay una hecha en Suiza —no recuerdo el nombre del autor— con un cri-terio muy inteligente. Y es éste: en lugar de empezar por el Beo-wulf o por el "Fragmento de Finnsburh", que son del siglo VII o siglo VIII, él empieza por lo más nuevo, es decir, por lo que está más cerca del inglés actual, Y luego la antología es retrospectiva, la antología va llegando al anglosajón del siglo VIII y empieza por el anglosajón del siglo XII, es decir, a medida que vamos ade-lantando en los textos, los textos son más difíciles, pero nos ayu-dan los primeros, los del comienzo.
Y ahora vamos a concluir esta segunda bolilla, pero habrá que decir algo de historia también. Al principio me referiré a la historia del idioma, para que ustedes perciban cómo se ha pasa-do del anglosajón al inglés actual. Ahora, ocurrieron dos hechos capitales, y esos dos hechos, cuando ocurrieron, deben haber pa-recido catastróficos, terribles. Y, sin embargo, prepararon el in-glés a ser lo que Alfonso Reyes ha llamado "la lengua imperial" de nuestro siglo. Es decir, el anglosajón era un idioma mucho más complicado gramaticalmente que el inglés actual. Había en él, como en alemán y en las lenguas escandinavas, tres géneros gramaticales. En español tenemos dos, y esto ya es suficiente-mente complicado para los extranjeros. No hay razón alguna pa-ra que digamos "la mesa" o "el reloj", por ejemplo; esto hay que aprenderlo en cada caso. Pero en inglés antiguo, como en alemán y en las lenguas escandinavas, había tres géneros gramaticales. Y así tenemos "el luna", "la sal" y "el estrella". Ahora, se supone que esto de "el luna" corresponde a una época muy antigua, co-rresponde a la época del matriarcado, a la época en que las mu-jeres eran más importantes que los hombres. La mujer regía la familia, y entonces a la luz más brillante, al sol, se la vio como femenina, y en la mitología escandinava tenemos análogamente una diosa del sol y un dios de la luna. Ahora, leí en El imperio jesuítico, de Lugones  —supongo que Lugones no se equivo-ca— que en guaraní ocurre lo mismo, que en guaraní se dice "la sol" y "el luna". Es curioso que en la poesía alemana esto haya influido, ya que en alemán se dice "el luna", "der Mond", como "mona", luna, era masculino en inglés antiguo, y "sunne", sol, era femenino. En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche compara al sol con un gato que camina sobre una alfombra de estrellas. Pe-ro no dice "eine Katze", que podría ser una gata también, sino "ein Kater", un gato, un macho. Y luego pensaba a la luna como un monje que mira envidiosamente a la Tierra, no con una mon-ja. Así, los géneros gramaticales, que son más o menos casuales, influyen en la poesía también. Y en inglés [antiguo], el nombre para mujer es neutro, wif,  pero también puede ser masculino, porque había una palabra wifmann, y como mann era masculi-no, se decía "el mujer", o "la mujer" también. En inglés actual, todo esto es mucho más simple. En español, por ejemplo, deci-mos "alto", "alta", "altos", "altas". Es decir, tenemos género gra-matical para los adjetivos. En inglés tenemos high, que puede significar "alto", "alta", "altos", "altas" según lo que venga des-pués. Ahora, ¿a qué se debe esta simplificación que hace del in-glés actual un idioma mucho más simple gramaticalmente, pero desde luego mucho más rico en vocabulario que el inglés anti-guo? Esto se debe al hecho de que los vikings, daneses, norue-gos, se establecieron en el norte y en el centro de Inglaterra. Ahora, el antiguo escandinavo se parecía al inglés. Los sajones tenían que entenderse con los escandinavos, que eran sus veci-nos, y además muy pronto los sajones llegaron a confundirse con los escandinavos, que eran menos: la raza escandinava se fundió con la sajona. Pero tenían que entenderse. Y entonces, para entenderse, ya que el vocabulario era muy parecido, se hi-zo una especie de lengua franca y el inglés fue simplificándose.
Y esto tiene que haber sido algo muy triste para los sajones cultos. Imagínense ustedes que de pronto notáramos que la gen-te dice "el cuchara", "lo mesa", "lo casa", "la tenedor", etc. Pen-saríamos: "Caramba, el idioma está degenerándose, hemos llega-do a la perfección del cocoliche". Pero los sajones, que habrían pensado lo mismo, no podían prever que eso iba a hacer del in-glés un idioma más fácil. Fíjense que actualmente el inglés casi no tiene gramática. Es el diccionario más sencillo que hay, gra-maticalmente. Porque es difícil en la pronunciación, y en cuanto a la ortografía inglesa, ustedes saben que en lo que se refiere a los nombres propios, cuando de pronto se hace célebre alguien, la gente no sabe cómo se pronuncia. Porque, por ejemplo, cuando empezó a escribir Somerset Maugham,  la gente le decía "Mo-guem" porque no podía saber cómo se pronunciaba. Y luego te-nemos las letras que han quedado de la antigua pronunciación. Por ejemplo, "cuchillo" en inglés se dice "naif" pero se escribe knife. ¿Por qué esta "k"? Porque en inglés antiguo eso se pro-nunciaba, y eso ha quedado como una especie de fósil perdido.  Y luego tenemos también "nait", "caballero", que se escribe knight en inglés actual. Esto parece absurdo, pero es porque en anglosajón la palabra era cniht, "servidor". Es decir, [la 'c' inicial] se pronunciaba. Y después el inglés fue llenándose de palabras francesas a raíz de la conquista normanda.
Y ahora vamos a hablar de ese año 1066, que es el año de la batalla de Hastings. Ahora, hay historiadores ingleses que dicen que el carácter inglés no estaba formado cuando ocurrió la inva-sión normanda. Otros dicen que sí. Pero creo que los primeros son verosímiles. Creo que la conquista normanda fue muy im-portante para la historia de Inglaterra, y naturalmente esto quie-re decir para la historia del mundo. Creo que si los normandos no hubieran invadido Inglaterra, Inglaterra actualmente sería lo que es, digamos, Dinamarca. Es decir, sería un país muy culto, admirable políticamente, pero un país provincial, un país que no ha ejercido mayor influencia en la historia del mundo. En cam-bio, los normandos fueron los que hicieron posible el Imperio Británico y la difusión de la raza inglesa en todas las partes del mundo. Yo creo que si no hubiera habido invasión normanda, no hubiéramos tenido después un imperio inglés. Es decir, no habría ingleses en Canadá, en la India, en Sudáfrica, en Austra-lia. Quizá no existirían los Estados Unidos tampoco. Es decir, habría cambiado toda la historia del mundo. Porque los nor-mandos tenían un sentido ejecutivo, un sentido de organización del cual carecían los sajones. Y esto lo vemos en la misma Cró-nica anglosajona, escrita por un monje sajón, enemigo de los normandos, pero ellos hablaban de Guillermo el Conquista-dor,  el bastardo, que era normando, y cuando murió, dijeron que no había habido nunca en Inglaterra un rey más poderoso que él. Porque antes el país estaba dividido en pequeños reinos. Es verdad que hubo un Alfredo el Grande,  pero él nunca llegó al concepto de que Inglaterra pudiera ser puramente anglosajo-na o inglesa. Alfredo el Grande murió con la idea de que Ingla-terra sería en buena parte un país escandinavo, y en la otra par-te un país sajón. En cambio, llegaron los normandos y conquis-taron toda Inglaterra, es decir, llegaron hasta la frontera de Es-cocia. Y además son gente muy enérgica, gente con un gran sen-tido de organización, con un gran sentido religioso también, y llenaron Inglaterra de monasterios —ya los sajones tenían senti-do religioso, desde luego—. Pero vamos a ver los acontecimien-tos dramáticos de ese año 1066 de Inglaterra. Y tenemos enton-ces en Inglaterra a un rey que se llama Harold, el hijo de God-win. Y Harold tenía un hermano que se llamaba Tostig.
Yo he visto en el condado de Yorkshire una iglesia sajona construida por los dos hermanos. No recuerdo exactamente la inscripción, pero recuerdo que hice que me la leyeran y quedé muy bien porque la traduje, cosa que los señores ingleses que es-taban conmigo no eran capaces de hacer, porque no habían estu-diado anglosajón. Yo más o menos, pero a lo mejor hice un po-co de trampa al leer la inscripción que había sobre la iglesia. En Inglaterra quedarán cincuenta o sesenta iglesias sajonas. Ésta era una iglesia pequeña. Son edificios de piedra gris, cuadrados, más bien pobres. Los sajones no fueron grandes arquitectos, lo fue-ron después bajo la influencia normanda. Pero ellos el estilo gó-tico lo entendieron de otra manera, porque el gótico general-mente tiende a la altura. Pero Yorkminster, la catedral de York, es la catedral más larga de Europa. Tiene unas ventanas llamadas "the York sisters", las hermanas de York. Esas ventanas no fue-ron destruidas por los soldados de Cromwell porque son venta-nas de cristal de diversos colores, y el amarillo prima. Y los di-bujos son lo que hoy llamaríamos abstractos, es decir, no hay figuras. Y no fueron destruidos por los soldados de Cromwell —que destruían todo lo que fuera imagen— porque las veían co-mo ídolos. Las "York sisters", precursoras del arte abstracto, no; se salvaron, y es una suerte porque son lindísimas realmente.
Tenemos pues al rey Harold y a su hermano, el conde Toste o Tostig, según los textos. Ahora, el conde creía que él tenía de-recho a parte del reino, que el rey debía dividir Inglaterra con él. El rey Harold no accedió, y entonces Tostig se fue de Inglaterra y se hizo aliado del rey de Noruega, a quien llamaban Harald Hardrada, Harald el resuelto, el duro... Es una lástima que ten-ga casi el mismo nombre de Harold, pero no se puede modificar la historia. Ese personaje es un personaje muy interesante, por-que a la manera de muchos escandinavos cultos, no solamente era guerrero, sino que era además poeta. Y parece que en su úl-tima batalla, la batalla de Stamford Bridge, compuso dos poe-mas. Compuso uno, lo recitó, y dijo: "No está bien".  Y enton-ces compuso otro, en el que había más kennings, más metáforas, y que por eso le pareció mejor. Además este rey anduvo por Constantinopla y tuvo amores con una princesa griega. Él escri-bió —dice Farley,  con una frase que podría ser de Hugo— "madrigales de hierro". El conde Tostig, que tenía partido en In-glaterra también, fue a Noruega y buscó la alianza de Harald. Y desembarcaron cerca de una ciudad que el historiador islandés Snorri Sturluson  llama Jórvik, y que es la ciudad actual de York. Y allí se reunieron, naturalmente, muchos sajones que eran partidarios suyos y no de Harold. Éste acudió desde el sur con su ejército. Los dos ejércitos se enfrentaron. Era de mañana.
Ya les he dicho que las batallas entonces tenían algo de tor-neo. El ejército sajón salió con treinta o cuarenta jinetes. Pode-mos imaginarlos cubiertos de hierro. Quizá los caballos tuvieran hierro también. Si ustedes han visto Alejandro Nevsky  puede servirles para imaginar esta escena. Y ahora quiero que ustedes piensen muy bien en cada una de las palabras que [ellos] van a decir. Desde luego que estas palabras pueden muy bien haber si-do inventadas por la tradición, o por el historiador islandés que registra la escena, pero cada una de las palabras tiene valor. Se acercan pues estos cuarenta jinetes sajones, quiero decir ingleses, al ejército noruego. Y ahí estaba el conde Tostig, y a su lado el rey de Noruega, Harald. Ahora, cuando Harald desembarcó en la costa de Inglaterra, el caballo tropezó y él cayó. Y él dijo: "En los viajes una caída trae suerte". Algo así como cuando Julio Cé-sar desembarcó en África, cayó, y para que eso no fuera tomado como un mal agüero por los soldados dijo: "Te tengo, África". Pues éste  recordó un proverbio. Entonces vienen los jinetes, están todavía a cierta distancia, pero a suficiente distancia como para que los jinetes puedan ver las caras de los noruegos, y los noruegos las caras de los sajones. Y entonces el jefe de ese pe-queño grupo grita: "¿Está aquí el conde Tostig?". Entonces Tos-tig comprende y dice: "No niego estar aquí". Entonces el jinete sajón le dice: "Te traigo un mensaje de tu hermano Harold, rey de Inglaterra. Te ofrece una tercera parte de su reino y su per-dón" —por lo que ha hecho, claro, porque se ha aliado a extran-jeros noruegos y ha invadido Inglaterra—. Y entonces Tostig se queda pensativo un momento. A él le gustaría aceptar la oferta. Al mismo tiempo ahí están el rey de Noruega y su ejército. Y en-tonces dice: "Si acepto el ofrecimiento, ¿qué hay para mi señor?" —el otro era rey de Noruega y él era un conde—, "¿Para mi se-ñor Harald, rey de Noruega?". Entonces el jinete se queda pen-sativo un momento y dice: "Y en eso también ha pensado tu her-mano. Le ofrece seis pies de tierra inglesa, y ya que es tan alto, uno más", agrega mirándolo. Y cuando la [Segunda] Guerra Mundial, al principio, en uno de sus discursos Churchill dijo que al cabo de tantos siglos Inglaterra seguía manteniendo su oferta para los invasores, que le ofrecía a Hitler también seis pies de tierra inglesa. La oferta seguía abierta.
Entonces Tostig piensa un momento y luego dice: "En tal ca-so, dile a tu señor que combatiremos, y que Dios verá a quién le toca la victoria". El otro ya no dice nada más y se aleja. Mientras tanto, el rey de Noruega ha comprendido todo, porque los idio-mas eran parecidos, pero no ha dicho una sola palabra. Tiene sus sospechas. Y cuando los otros han vuelto a reunirse con el grue-so del ejército le pregunta a Tostig —porque en el diálogo este, todos quedan bien—: "¿Quién era ese caballero que habló tan bien?", dice. Vean eso. Y entonces Tostig le dice: "Ese caballero era mi hermano Harold, rey de Inglaterra". Y ahora vemos por qué Harold ha preguntado al principio "¿Está aquí el conde Tos-tig?". Naturalmente lo sabía, porque está viéndolo a su herma-no. Pero él le pregunta de esa manera para indicarle a Tostig que no debe traicionarlo. Si los noruegos hubieran sabido que era el rey, lo hubieran matado inmediatamente.
De modo que el hermano también se porta con lealtad, por-que simuló no conocerlo, y al mismo tiempo se porta con leal-tad para el rey de Noruega, porque dice: "¿Qué hay para mi se-ñor?" Y entonces el rey de Noruega, recordando la frase ante-rior y la frase del otro dice: "No es muy alto, pero parece muy firme en su caballo".
Luego se libra la batalla de Stamford Bridge —todavía el lu-gar puede verse— y los sajones deshacen a los noruegos y a los partidarios de Tostig, y el rey de Noruega conquista los seis pies de tierra inglesa que le habían prometido por la mañana. Ahora, esta victoria es un poco triste para Harold, porque ahí estaba su hermano. Pero era una gran victoria, ya que eran por lo general los noruegos los que batían a los sajones, y aquí no.
Están celebrando esa victoria, y en eso llega otro jinete, un ji-nete muy cansado, y viene con una noticia. Viene a decirle a Ha-rold que en el sur han invadido los normandos. Entonces, el ejército cansado por la victoria de Harold tiene que dirigirse ha-ciendo marchas forzadas hacia Hastings. Y ahí en Hastings espe-ran los normandos. Ahora, los normandos eran gente escandina-va también, pero habían estado más de un siglo en Francia, ha-bían olvidado el idioma danés, eran franceses realmente. Y te-nían la costumbre de rasurarse la cabeza.
Entonces Harold manda un espía —eso era fácil entonces—, lo manda al campamento normando. El espía vuelve y le dice que esté tranquilo, porque el campamento es un campamento de frailes, que no va a pasar nada. Pero eran los normandos. Al día siguiente se libra la batalla, y tenemos un episodio que si no es histórico, digamos, históricamente, es histórico de otra manera. Entra otro personaje en acción, otro jinete. Es Taillefer, un ju-glar. En esta historia hay muchos jinetes. Es un juglar norman-do, y le pide permiso a Guillermo el Bastardo, que después sería Guillermo el Conquistador, para ser el primero en entrar en ba-talla. Le pide ese honor, que es un honor terrible, porque natu-ralmente los primeros en entrar en batalla son los primeros que mueren. Entonces él entra en el combate jugando con la espada, tirándola y recogiéndola ante los sajones atónitos. Los sajones serían gente más bien seria, desde luego, todavía no creo que existieran muchachos de éstos. Y él entra en la batalla —nos di-ce la antigua crónica inglesa de William de Malmesbury—,  can-tando "cantilena Rollandi", es decir, cantando una antigua ver-sión de la Chanson de Roland. Y es como si con él entrara toda la cultura francesa, toda la luz de Francia, a Inglaterra.
Ahora, el combate dura todo el día. Los sajones y norman-dos tenían armas distintas. Los sajones tenían hachas de guerra, armas terribles. Los normandos no logran romper el cerco que forman los sajones, y entonces recurren a un antiguo ardid de guerra, y es el de simular una fuga. Entonces los sajones salen a perseguirlos, los normandos se dan vuelta y deshacen a los sajo-nes. Y así concluyó el dominio de los sajones en Inglaterra.
Hay otro episodio que es poético también, pero es poético de otra manera, y que es el tema del poema de Heine titulado "Schlachtfeld bei Hastings", "Campo de batalla en Hastings". Schlacht, naturalmente, está vinculada a la palabra inglesa slay, "matar", y a la palabra slaughter, "matanza". "Slaughterhouse" se llama en Inglaterra a los mataderos. [El episodio] es éste: los sajones son vencidos por los normandos. Esa derrota es natural, porque ya habían sido diezmados por su victoria sobre los no-ruegos, porque llegaban muy cansados, etc. Y hay un problema, y es el de encontrar el cadáver del rey. Porque hay mercaderes que han seguido a los ejércitos, y ellos naturalmente roban las armaduras de los cadáveres, los arneses de los caballos, y el cam-po de batalla de Hastings está lleno de hombres y de caballos muertos. Entonces hay un monasterio ahí cerca, y los monjes naturalmente quieren darle sepultura cristiana a Harold, el últi-mo rey sajón de Inglaterra. Y entonces un monje, el abad, re-cuerda que el rey ha tenido una querida, una querida que no se describe pero que podemos imaginar muy fácilmente, porque se llama Edith Swaneshals, Edith Cuello de Cisne. De modo que sería una mujer muy alta, rubia, de cuello fino. Ésta es una de las muchas mujeres que el rey ha tenido. Se ha cansado de ella, la ha abandonado, y ella vive en una choza en medio del bosque. Ha envejecido prematuramente. Además, la gente entonces enveje-cía muy pronto, de la misma manera que maduraba muy pron-to. Y entonces el abad piensa que si hay alguien que puede reco-nocer el cadáver del rey —o sea el cuerpo desnudo del rey, ha-brá pensado—, es esta mujer, que lo ha conocido tanto, a quien él ha abandonado ahora. Entonces van a la choza, sale la mujer, una mujer ya vieja. Los monjes le dicen que Inglaterra ha sido ganada por los franceses, por los normandos, que esto ha ocurri-do cerca, en Hastings, y le piden a ella que vaya a buscar el cuer-po del rey. Eso es lo que dice la crónica. Ahora, Heine, natural-mente, aprovecha esto, describe el campo de batalla, describe a la pobre mujer abriéndose camino entre el hedor de los muertos y las aves de presa que están encarnizándose con ellos, y de pronto ella reconoce el cuerpo del hombre que ha amado. Y no dice nada, pero lo cubre de besos. Entonces los monjes recono-cen al rey, lo entierran, le dan sepultura cristiana.
Ahora, existe también una leyenda que se conserva en una crónica anglosajona, que dice que el rey Harold no murió en Hastings, sino que después de la batalla se retiró a un convento, y que ahí él hizo penitencia por los muchos pecados que había cometido —parece que su vida fue tormentosa—. Y [dice la cró-nica] que a veces Guillermo el Conquistador, que reinaría luego en Inglaterra, cuando tenía una dificultad que resolver, iba a ver a este monje anónimo que en un tiempo había sido Harold, rey de Inglaterra, y le preguntaba qué debía hacer. Y seguía siempre sus consejos, porque naturalmente a los dos, al conquistado y al conquistador, les interesaba el bienestar de Inglaterra. De modo que ustedes pueden elegir entre estas dos versiones, pero sospe-cho que preferirán la primera, la de Edith Cuello de Cisne, que reconoce a su antiguo amante, y no la otra, la del rey.
Después tenemos dos siglos, y en esos dos siglos es como si las letras inglesas ocurrieran de un modo subterráneo, porque en la corte se habla francés, los clérigos hablaban latín y el pueblo hablaba sajón, hablaba cuatro dialectos sajones que estaban ade-más entremezclados con el danés. Y es necesario esperar desde el año 1066 hasta el siglo XIV para que la literatura inglesa, que ha-bía seguido de un modo rústico y torpe, que había seguido como un río subterráneo, resurja. Y entonces tenemos los grandes nombres de Chaucer,  de Langland, y entonces tenemos un idio-ma, el inglés, que ha sido profundamente penetrado por el fran-cés. A tal punto que, sí, actualmente hay más palabras de origen latino que de origen germánico en un diccionario inglés. Pero las palabras germánicas son las esenciales, son las palabras que co-rresponden al fuego, a los metales, al hombre, a los árboles. En cambio, todas las palabras de la cultura son palabras latinas.
Y concluimos aquí la segunda bolilla.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Miércoles 26 de octubre de 1966. Clase Nº 6.

Orígenes de la poesía en Inglaterra.                                                                                                        Las elegías anglosajonas.                                                                                                                 Poesía cristiana: "La Visión de la Cruz".

La historia de los orígenes de la poesía de Inglaterra es asaz mis-teriosa. Como sabemos, lo único que queda de lo que se compu-so en Inglaterra desde el siglo V, digamos del año 449, hasta po-co después de la conquista normanda en el año 1066 es, fuera de las leyes y de la prosa, lo que se ha conservado en cuatro códices o libros de manuscritos, casuales.  Estos códices presuponen, desde luego, una literatura anterior bastante rica. Los textos más antiguos son quizás algunos exorcismos, remedios para curar dolores reumáticos, para procurar fertilidad a las tierras yermas. Hay uno contra un enjambre de abejas.  En ese aspecto hay al-gún reflejo de la antigua mitología sajona, hoy perdida, y que só-lo podemos adivinar por su afinidad con la mitología escandina-va, que se ha conservado. Por ejemplo, en un exorcismo contra los dolores reumáticos aparecen inesperadamente, sin que se las nombre, las valquirias.  Los versos dicen así: "Eran sonoras o... resonantes, sí, resonantes, cuando cabalgaban sobre la colina. Eran resueltas, cuando cabalgaban sobre la tierra. Poderosas mujeres..." Y después esto se pierde y al final del exorcismo hay una invocación cristiana, porque el hechicero, el curandero, el brujo, dice: "Yo te ayudaré", y luego dice: "Si Dios lo quiere". Esto es un verso cristiano, evidentemente posterior. Y luego en otro verso, en otra estrofa, se dice que ese dolor se curará si es obra de las hechiceras, si es obra de los dioses, "esa geweorc" —"Ese" eran los dioses escandinavos—, si es obra de los elfos...
Ahora bien, hasta ahora hemos visto la tradición épica desde el Beowulf, el "Fragmento heroico de Finnsburh", hasta su últi-ma aparición en la "Balada de Maldon", balada que prefigura, por su abundancia en detalles circunstanciales, las ulteriores sa-gas o narraciones en prosa islandesas. Pero en el siglo IX ocurre una revolución. Ni siquiera sabemos si quienes la hicieron fue-ron conscientes de ella. Ni siquiera sabemos si las piezas que se han conservado fueron las primeras. Pero ocurre algo muy im-portante, quizá lo más importante que puede ocurrir en la poe-sía: el hallazgo de una entonación nueva. Los periodistas, mu-chas veces, para hablar de un poeta nuevo, dicen "una voz nue-va". Pero aquí la frase tendría directamente ese sentido: hay una voz nueva, una entonación nueva, un nuevo empleo del lengua-je. Y esto tiene que haber sido bastante difícil, ya que el lengua-je anglosajón, el inglés antiguo, estaba por su misma aspereza predestinado a la épica, es decir a la celebración del coraje y de la lealtad. Por eso, en las piezas épicas que hemos visto, lo que les sale especialmente bien a los poetas es la descripción de bata-llas. Es como si oyéramos el ruido de las espadas, el golpe de las lanzas sobre los escudos, el tumulto de los gritos de la batalla. Y en el siglo IX aparecen lo que se ha dado en llamar las "elegías anglosajonas". Esta poesía no es la poesía de la batalla. Se trata de poemas personales. Más aún, de poemas solitarios, de poemas de hombres que dicen su soledad y su melancolía. Y esto es algo del todo nuevo en el siglo IX, en que la poesía era genérica, en que el poeta cantaba las victorias o las derrotas de su clan, de su rey. En cambio, aquí el poeta ya habla personalmente, se antici-pa al movimiento romántico, el movimiento que estudiaremos al ver la poesía inglesa del siglo XVIII. Yo he conjeturado —ésta es una conjetura personal mía, no se encuentra en ningún libro, que yo sepa— que esta poesía melancólica y personal puede deberse a la procedencia celta, puede ser de origen celta. Me parece inve-rosímil, si pensamos bien, suponer, como se dice comúnmente, que los sajones, los anglos y los jutos, al invadir Inglaterra, pa-saron a cuchillo a toda la población. Es más natural suponer que guardaron a los hombres como esclavos y a las mujeres como concubinas suyas. No tendría objeto alguno matar a toda la po-blación. Además, esto se comprueba actualmente en Inglaterra: el tipo de germánico, propiamente, digamos de linaje de gente alta, rubia o rojiza, corresponde a los condados del norte y Es-cocia. En cambio, en el sur y hacia el oeste, donde se refugiaron los habitantes primitivos, abunda gente de estatura mediana y de pelo castaño. En Gales abunda gente de pelo negro. En el norte, en las tierras altas, las Highlands de Escocia, también. Además, sin duda, hay mucha gente rubia en Inglaterra que no es de ori-gen sajón sino escandinavo. Esto se observa en Northumber-land, Yorkshire y en las tierras bajas de Escocia. Y esta mezcla de sajones, escandinavos, con celtas, puede haber producido —aquí estamos en lo conjetural, naturalmente— las llamadas "elegías anglosajonas". En la clase anterior dije que se llamaban elegías por su tono melancólico, ya que no son elegías en el sentido de que en ellas se llora la muerte de un individuo. En la clase ante-rior vimos el principio de una de las elegías más famosas, "The Seafarer", "El navegante", que empieza por una declaración per-sonal. El poeta dice que cantará una canción verdadera sobre sí mismo y que referirá sus viajes. Luego viene una enumeración de los rigores de la vida del navegante. Se habla de las tempesta-des, de la guardia de noche en el barco. Se habla del frío, del bar-co que golpea contra los acantilados. Aquí está el tema del mar, que es uno de los temas eternos, de las constantes, de la poesía de Inglaterra. Y hay imágenes extrañas. Pero no extrañas en la manera en que lo son las kennings, que tienen algo de fabricado. Llamar por ejemplo "remo de la boca" a la lengua no es una me-táfora natural en el sentido de que haya una afinidad profunda entre dos cosas. Se ve ahí al hombre de letras sajón, escandinavo, que está buscando una metáfora nueva. En cambio, aquí tene-mos versos como "norþan sniwde", "nevó desde el norte"; y lue-go "hægl feol on eorþan", el granizo cayó sobre la tierra; "corna caldast" la más fría de las simientes, de las semillas. Y parece ra-ro comparar el hielo, la nieve, el granizo —en suma: el frío, la muerte—, con la semilla, que significa la vida. Y al leer esto sen-timos que el poeta no ha buscado, a la manera de los literatos, un contraste. Que ha visto el granizo y, al verlo caer, ha pensado en la caída de la semilla.
Durante la primera parte del poema el poeta, que es un na-vegante, habla de los rigores del mar. Habla del frío, del invier-no, de las tempestades, de los azares de la vida del marinero. Y esos azares serían tremendos entonces en los tremendos mares del norte, en embarcaciones frágiles y pequeñas. Y luego él dice que poco pueden saber de estos rigores los que gozan del placer de la vida en las ciudades, en las modestas ciudades de entonces. Habla del verano; el verano era la época elegida para navegar, en otras épocas el hielo de los témpanos obstruía los mares. Y en-tonces él dice: "Cantó el guardián del verano... —creo que es el cuclillo—...anunciando amargos pesares": "singeð sumeres weard, sorge beodeð / bitter in breosthord", "al tesoro del pe-cho", es decir, al corazón. Pero esta kenning aquí, "tesoro del pe-cho", era evidentemente ya una frase conocida cuando la usaba el poeta. Decir "tesoro del pecho" era como decir "corazón".
Habla de las tempestades, y cuando creemos que este poema se refiere simplemente a los rigores, hay una sorpresa, porque el poeta no sólo habla de los rigores sino —este tema lo encontra-remos luego en Swinburne,  en Kipling  y otros— que habla también de la fascinación que el mar ejerce sobre él. Y éste es un tema específicamente inglés. Y es natural que sea así, ya que In-glaterra —tan importante en la historia del mundo es— si la ve-mos en un globo terráqueo, una pequeña isla desgarrada en los confines occidentales y septentrionales de Europa.
Quiero decir que si a una persona ignorante en historia le fuera mostrado el globo terráqueo, esta persona no pensaría nunca que esa breve isla desgarrada por el mar, esa breve isla en la cual entra el mar, llegaría a ser el centro de un imperio. Y sin embargo, así ocurrió. Hay una frase inglesa análoga también, "run away to sea", que corresponde al destino de aquellos que huyen de su familia, que deben aventurarse en los azarosos ma-res del Norte. Y después vienen unos versos que son del todo un asombro para el lector. Habla de aquellos que sienten la voca-ción del mar. Habla de un hombre que es navegante por natura-leza. Y esos versos dicen: "No tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos —recordemos que los reyes distribuían anillos en sus salas—, ni para el goce de la mujer, ni para la gran-deza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas" Y lue-go, ambos sentimientos adversos conviven en la elegía del navegante: los peligros, las tempestades y la atracción del mar.
Ahora, hay quienes han interpretado todo este poema como alegórico. Se dice que el mar significa la vida; las tempestades, los rigores de la vida y la atracción del mar, las atracciones de la vi-da. Pero no debemos olvidar que la gente en la Edad Media po-seía la capacidad de leer un poema en dos planos distintos. Es decir, quienes leían ese poema pensaban en el mar, en el navegan-te, y pensaban asimismo en que el mar puede ser una alegoría o un símbolo de la vida. Y hay un texto muy posterior, un texto que se escribe muchos siglos después, pero que es un texto me-dieval también, la epístola de Dante al Can Grande de la Scala,  en la cual le dice que su poema, que es el poema máximo de to-das las literaturas, la Divina Comedia, fue escrita por él para ser leída de cuatro modos distintos. Podría ser leída como una des-cripción de la vida del pecador, del penitente, del bienaventura-do, del justo y más: como una descripción del infierno, del pur-gatorio y del cielo. Y más adelante leeremos un poema de Lan-gland  que ha causado no poca perplejidad a los lectores actua-les, porque lo leen como si fuera sucesivo. Y según parece, se tra-ta de una serie de visiones. Esas visiones vienen a ser facetas de una misma cosa. Y en nuestro tiempo tenemos a poetas como George  o Pound, que quieren que sus poemas no sean leídos —salvo que esto es muy difícil de honrar en nuestra era— suce-sivamente, sino que piden paciencia al lector y que los lean co-mo diversas facetas de un mismo objeto poético. Parece que en la Edad Media esta capacidad que hemos perdido o que casi he-mos perdido ahora, era más fácil. Ante un texto, los lectores o los oyentes sentían que podían interpretarlo de diversos modos. Ya adelantándonos a lo que vendrá mucho después, podemos decir que los cuentos policiales de Chesterton están hechos para ser leídos como cuentos fantásticos, como parábolas también. Y el hecho es que esto ocurre en la elegía del navegante. Y al final de la elegía, el poema es ya estrictamente, explícitamente simbó-lico. Y sin duda que esto no ofrecía dificultad alguna en el siglo IX. No hay que suponer que nosotros somos necesariamente más complejos que los hombres de la Edad Media, hombres ver-sados en teología y en las sutilezas teológicas. Sin duda hemos ganado mucho, pero es posible que hayamos perdido algo.
Ésta es una de las elegías. Tenemos otra de las elegías, que es la elegía del "Wanderer", "Elegía del hombre errante".  Aquí el tema es el tema que tuvo ciertamente su importancia social en la Edad Media, la del hombre que ha perdido en una batalla a su protector, su señor, y está buscando otro. El hombre se ha que-dado fuera de la sociedad. Esto es muy importante en una socie-dad de estratos como la de la Edad Media. El hombre que per-día a su protector quedaba solo y es natural que se lamentara de su suerte. El poema empieza hablando del hombre solitario, del hombre que busca la protección del señor y que tiene "como compañero al pesar y al anhelo", al destierro "frío como el in-vierno". "El destino ha sido cumplido", dice luego. Aquí tam-bién podemos pensar en el contexto general de la vida, pero tam-bién en el caso particular del hombre que no encuentra apoyo al-guno. Dice que sus amigos han muerto en las batallas, que su se-ñor ha muerto, que él está solo. Ésta es otra elegía famosa.
Y luego tenemos una que se titula "La ruina",  y que ha si-do situada en la ciudad de Bath, porque en Bath quedan todavía los restos, que yo he visto, de grandes baños termales romanos.  Y las construcciones mismas tienen que haber parecido prodi-giosas a los pobres sajones, que al principio sólo podían edificar habitaciones de madera. Ya dije que las ciudades y las carreteras romanas eran como instrumentos demasiado complejos para aquellos invasores que llegaban de Dinamarca, de los Países Ba-jos, de la desembocadura del Rhin, y para los cuales una ciudad, una calle, una calle donde había casas que estaban unas al lado de las otras, tenía algo de misterioso y de incomprensible. Ese poe-ma comienza diciendo: "Maravillosa, prodigiosa, es la piedra la-brada de este muro, destrozada por el destino", "wyrde gebr-æcon". Después habla de cómo toda la ciudad ha sido destroza-da, y habla después del agua que surge de las fuentes termales, y el poeta imagina qué fiestas habrá habido en estas calles y se pre-gunta: "¿Dónde está el caballo? ¿Dónde está el jinete? ¿ Dónde los distribuidores de oro?" —los reyes—. Y se los imagina con armaduras brillantes, se los imagina ebrios de vino, resplande-cientes de oro, soberbios, y se pregunta qué ha ocurrido con esas generaciones. Y luego ve los muros destrozados, el viento que atraviesa las habitaciones. De los adornos poco queda. Ve muros en los que hay serpientes grabadas, y todo esto lo llena de me-lancolía.  Ya que he usado la palabra "melancolía", querría re-cordar que es muy curioso el destino de esa palabra. "Melanco-lía" quiere decir "humor negro", y actualmente la palabra "me-lancolía" es más bien una palabra triste para nosotros. Y antes significó "humor" del cuerpo, cuya predominancia correspon-día a un temperamento melancólico precisamente.
Ahora, nosotros no sabremos nunca si aquellos poetas de In-glaterra, de posible sangre céltica, se dieron cuenta de lo extraor-dinario, de lo revolucionario que era lo que estaban haciendo. Es muy posible que no. No creo que en aquella época hubiera es-cuelas literarias. Creo que escribieron esos versos porque los sentían, que no sabían lo extraordinario de lo que estaban ha-ciendo: cómo estaban obligando a un idioma de hierro, a un idioma épico, a decir algo para lo cual ese idioma no había sido forjado, a expresar tristezas y soledades personales. Y sin embar-go lo hicieron.
Tenemos también un poema quizás algo anterior que se lla-ma "Lamento de Deor"  De Deor sólo sabemos que fue poeta de una corte de Alemania, la de Prusia, que perdió el favor de su rey y que fue suplantado por otro cantor. El rey le quitó las tie-rras que le había dado. Deor se encontró solo y luego fue imagi-nado como personaje dramático por otro poeta de Inglaterra cu-yo nombre se ha perdido. Y Deor en el poema se consuela pen-sando en desdichas pasadas. Piensa en Welund, que se llamaba Völund en la poesía escandinava y Wieland en Alemania, y que era un guerrero. Y este guerrero fue tomado prisionero —una especie de Dédalo septentrional es lo que es—, y él fabrica alas con las plumas de sus cisnes y huye volando de su encierro, co-mo Dédalo, y antes se venga ultrajando a la hija del rey. El poe-ma empieza diciendo "En cuanto a Welund, conoció entre ser-pientes el destierro". Es posible que esas serpientes no sean rea-les, es posible que se trate de una metáfora de las espadas forja-das por él... "Welund him be wurman wræces cunnade", y lue-go "hombre resuelto, conoció el destierro", "el destierro frío co-mo el invierno", también dice. Ahora, esto, que para nosotros no es una frase rara, tiene que haberlo sido cuando se hizo. Porque lo natural sería interpretar "el frío destierro del invierno", pero no "el destierro frío como el invierno" lo cual ya corresponde a una mentalidad más compleja. Y luego, después de enumerar al-gunas desdichas de Welund, viene un estribillo: "þæs ofereode, þisses swa mæg", "Aquello pasó, también esto puede pasar", y ese estribillo es una invención importante, porque ya hemos vis-to que la poesía aliterada no permitía formar estrofas. En cam-bio, el estribillo sí lo permite. Y luego el poeta recuerda otra des-ventura: la desventura de la princesa cuyos hermanos fueron ma-tados por Welund. Recuerda su tristeza  al ver que ella estaba embarazada. Y luego dice: "Aquello pasó, también esto pasará". Y luego el poeta recuerda tiranos, personajes verdaderos o his-tóricos o legendarios de la tradición germánica. Y entre ellos aparece Eormanrico, rey de los godos. Y decimos que todo esto es recordado en Inglaterra. Y habla de Eormanrico y de su cora-zón de lobo, Eormanrico "que rigió la vasta nación del pueblo de los godos" —"ahte wide folc" vasta nación; "Gotena rices", del reino de los godos—. Y agrega: "þæt wæs grim cyning", "ése era un rey cruel" y luego dice "todo aquello pasó, también esto pasará".
Hemos hablado de las elegías anglosajonas y ahora vamos a pasar a los poemas propiamente cristianos. Vamos a hablar de uno de los poemas más curiosos de las llamadas "elegías anglo-sajonas". Y este poema, que registra una visión posiblemente real, posiblemente de invención literaria, suele titularse ahora "The Dream of the Rood", que otros traducen, usando palabras latinas, "The Vision of the Cross" "La visión de la cruz". Y el poema empieza diciendo: "Sí, ahora referiré el más precioso de los sueños" —o de las visiones, en la Edad Media no se distin-guía muy bien entre sueños y visiones—. Dice Eliot  que ahora nosotros no creemos mucho en los sueños, les damos un origen fisiológico o un origen psicoanalítico. Pero en cambio en la Edad Media, cuando la gente creía en el posible origen divino de los sueños, esto los hacía soñar sueños mejores.
El poeta empieza diciendo, "Hwæt! Ic swefna cyst secgan wylle", "Sí, quiero contar el más precioso de los sueños, que sa-lió a mi encuentro a medianoche, cuando los hombres capaces de articular, capaces de palabra, descansan en el reposo". Es decir, cuando el mundo está silencioso. Y el poeta dice que a él le pa-reció ver un árbol, el más resplandeciente de los árboles. Dice que ese árbol salió de la tierra y crecía hasta el cielo. Y luego des-cribe de un modo casi cinematográfico ese árbol. Dice que lo veía cambiante, a veces rayado de sangre, a veces cubierto de jo-yas y de ropajes. Y dice que ese alto árbol que iba de la tierra al firmamento, que ese alto árbol era adorado por los hombres so-bre la tierra, por los bienaventurados y los ángeles en el cielo. Y dice: "leohte bewunden, beama beorhtost", "crecía en el aire, el más resplandeciente de los árboles", y que él, al ver ese árbol adorado por los hombres y por los ángeles, se sintió avergonza-do, se sintió manchado por sus pecados. Y luego, inesperada-mente, el árbol empieza a hablar, como hablará siglos después, en la inscripción famosa del Infierno, la Puerta del Infierno. Esas palabras de color oscuro que Dante ve sobre la puerta: "Per me si va ne la cittá dolente,/ per me si va ne l'eterno dolore,/ per me si va tra la perduta gente", y luego "queste parole di colore oscu-ro"   y luego recién sabemos que esas palabras están escritas so-bre la Puerta del Infierno. Ese fue un maravilloso rasgo de Dan-te. No empezó diciendo: "Vi una puerta, y sobre la puerta estas palabras". Empieza por las palabras que están escritas sobre la Puerta del Infierno, que suelen escribirse impresas en mayúscu-las. Pero aquí ocurre algo aún más raro. Este árbol, que ya adi-vinamos como la Cruz, habla. Y habla como un ser viviente, co-mo un hombre que quiere acordarse de algo que ha ocurrido ha-ce mucho tiempo, y que está a punto de olvidar, y que va juntan-do sus recuerdos. Y el árbol dice entonces: "Esto ocurrió hace muchos años, todavía me acuerdo, que fui talado en un lindero del bosque, se apoderaron de mí fuertes enemigos". Y luego cuenta cómo esos enemigos lo llevaron y cómo lo plantaron en una colina, y cómo hicieron que él fuera una horca para los hombres culpables, para los forajidos.
Y luego aparece Cristo. Y entonces el árbol pide disculpas, pide que lo perdonen por no haber caído sobre los enemigos de Cristo. Y en este poema, lleno de hondo y verdadero sentimien-to místico, vuelve el antiguo sentimiento germánico. Y entonces, al hablar de Cristo, lo llama "ese joven héroe que era Dios To-dopoderoso", "þa geong hæleð, þæt wæs god ælmihtig", y enton-ces lo clavan a Cristo sobre la cruz con oscuros clavos, "mid deorcan næglum", "with dark nails" sería en inglés actual. Y la cruz tiembla cuando siente el abrazo de Cristo. Es como si la cruz fuera la mujer de Cristo, su esposa, la cruz comparte el do-lor de Dios crucificado. Y luego la elevan con Cristo, que está muriéndose. Y entonces por primera vez en el poema, porque hasta entonces había usado la palabra beam , "el árbol", esa pa-labra que encontramos en beam, "viga". Es decir, el árbol ha si-do árbol hasta el momento en que lo abraza el joven, en que tiemblan los dos como en un abrazo nupcial. Y entonces el árbol dice: "Rod wæs ic aræred", "Cruz fui levantada". El árbol no era una cruz hasta ese momento. Y luego la cruz describe cómo se oscurece la tierra, cómo tiembla el mar, cómo se rasga el velo del templo. La cruz está identificada con Cristo. Luego describe la tristeza del Universo cuando Cristo muere, y luego llegan los apóstoles a enterrar a Cristo. Y la cruz dice: "Los apóstoles tris-tes en el atardecer". Y no sabemos si el poeta era del todo cons-ciente de lo bien que se unen esas palabras "tristeza" v "atarde-cer". Posiblemente ese sentimiento era nuevo entonces. El hecho es que entierran a Cristo, y desde allí el poema se diluye —como ocurre con casi todas las elegías anglosajonas, como ocurrirá después con muchos pasajes de la novela picaresca española—, se diluye en consideraciones morales. La Cruz dice que el día del Juicio Final se salvarán aquellos que crean en ella, aquellos que sepan arrepentirse. Es decir, el poeta olvida su espléndida inven-ción personal de hacer que la historia de la pasión de Cristo sea contada por la cruz, y el hecho de que la cruz piensa en el dolor de Cristo también.
Hay varias elegías anglosajonas. Yo creo que las más impor-tantes son "El Navegante", en la cual conviven el horror del mar y la fascinación del mar, y esta extraordinaria "Visión de la cruz" en que la cruz habla como si fuera un ser viviente. Hay otras poesías cristianas en las que se toman episodios de la Bi-blia. Por ejemplo "Judith, que mata a Holofernes". Tenemos un poema sobre el Éxodo, y en este poema hay un rasgo que no es esencialmente poético, pero que es curioso porque nos muestra lo lejos que estaban los sajones de la Biblia. El poeta tiene que describir a los israelitas que atraviesan el Mar Rojo perseguidos por los egipcios. Y tiene que describir el mar que se abre para de-jarlos pasar y que luego ahogará a los egipcios. Y el poeta no sa-be muy bien cómo describir a los israelitas. Y entonces, como es-tán atravesando el mar y tiene que usar una palabra para descri-birlos como navegantes, usa la palabra más inesperada para no-sotros actualmente. Al hablar de los israelitas que atraviesan el Mar Rojo, los llama "vikings". Pero naturalmente para él, la idea de "navegante" y de "viking" eran ideas afines.
Estamos ya bastante cerca del fin de los sajones. Ya Inglate-rra ha sido invadida por los escandinavos y será invadida por los normandos. En la próxima clase veremos el trágico fin del reina-do de los sajones en Inglaterra. Los sajones seguirán en Inglate-rra, y seguirán en Inglaterra como vasallos, así como los britanos fueron vasallos de los sajones. Porque los noruegos fueron para los sajones lo que los sajones habían sido para los britanos, es decir, piratas y después señores. La historia de esa conquista ha sido salvada para nosotros en la Historia de los Reyes de Norue-ga,  de Snorri Sturluson, y en las crónicas sajonas. Y antes de hablar de lo que ocurrió con la lengua inglesa, yo querría dete-nerme en la próxima clase sobre lo que ocurrió en el año 1066, el año de la batalla de Hastings. Y luego veremos cómo el idio-ma cambiará después, lo que ocurrirá con la lengua y la literatu-ra inglesa.

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