CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
domingo, 13 de noviembre de 2016
William Wordsworth. LA ABADÍA DE TINTERN Y OTROS POEMAS.
ENTUSIASTA CONCIENCIA DESDICHADA
1
Como uno de los cinco o seis centros indiscutidos de la poesía inglesa, una primera ruta amable para acercarse a la obra de Wordsworth bien podría ser la del ingenio ajeno. Chesterton nos asegura que leerlo se parece a beber al alba, entre montañas, nada menos que una copa de agua; Somerset sostiene que para la poesía inglesa fue tan nociva la muerte temprana de Keats como la longevidad de Wordsworth; Borges nos aseguró que era intraducible (y es posible que tuviese razón), y un personaje de Naipaul se reconoce incapaz de imaginar quién y en qué circunstancias podía sentirse así ante un banco de niebla. Al fin y al cabo, desde que se publicó la segunda edición de las Baladas líricas, Wordsworth ha concitado la atención de lectores aficionados, colegas de varios siglos, y estudiosos dispersos por el mundo que han alimentado una industria de publicaciones especializadas. Aunque poco traducido en comparación con otros escritores de su rango, el criterio general es que Wordsworth hizo algo con la poesía occidental que no puede ignorarse, de manera que cualquiera que escribe o lee poesía, lo sepa o no, la lee y la escribe wordsworthizada.
Los datos biográficos no proyectan luces interesantes (que nació en 1770 y se murió ochenta años después, que se casó con una señora y anduvo enamorado de otra, que de joven fue un revolucionario lírico y de mayor se volvió conservador). Tampoco la poética que expuso en prosa ofrece pistas, apenas se distancia de la declaración que comparten el noventa por ciento de los poetas que se han embarcado a redactar manifiestos: que sus colegas llevan años manejando fórmulas gastadas y que ellos sí que se comprometen a renovar el lenguaje, acercándolo a los usos de la calle. Es algo más sorprendente que los poemas que hoy asociamos a su nombre los escribiese en una década y que el resto de su vida, si exceptuamos tres o cuatro repuntes de lucidez creativa, se dedicase a componer versos inertes. Incluso si atendemos al proyecto que trazó para su carrera deberíamos considerarlo un poeta frustrado. Wordsworth ambicionaba escribir (para integrarse en la secuencia de los grandes poetas del pasado: Homero, Virgilio, Dante, Milton) un poema épico de largo aliento, del que todas sus composiciones célebres, incluido el Preludio, no son más que prolegómenos, esbozos, ejercicios, tentativas… Podría decirse que pasó los mejores años de su carrera afilando las armas para componer una obra de dimensiones titánicas cuyo tema (un árabe que trata de salvar del segundo diluvio a la ciencia y a la poesía alegorizadas, respectivamente, en una piedra y en un caracol en cuya valva suenan todos los poemas) no resiste la comparación con la caída de Troya, la fundación de Roma, la visita al infierno, o la corrupción de Lucifer en Satán.
Una hipótesis para explicar el naufragio de este propósito nos la ofrecen los testimonios que coinciden en señalar que a Wordsworth le costaba atender a algo o a alguien si no estaba directamente relacionado con él (cuando las Baladas líricas empezaron a concitar el interés de los lectores, Wordsworth tendía a olvidar que Coleridge era su coautor). No hay que rebuscar demasiado en esta antología o en el Preludio para darse cuenta de que por relevante (la Revolución francesa) o loable (rendir tributo a un colega muerto prematuramente) que sea el asunto aparente del poema, para Wordsworth cualquier tema conduce a Wordsworth (como tema).
Podemos partir de este rasgo de carácter hacia su originalidad como escritor siempre que tomemos algunas precauciones: una lectura superficial podría desmentir nuestra observación, en los poemas de Wordsworth hay tanto mundo exterior como en cualquiera de sus predecesores. Solo en las dos primeras estrofas de «Insinuaciones de inmortalidad» aparecen prados, huertos, arroyos, un arcoíris, rosas, la luna llena inspeccionando el cielo, aguas, estrellas, la sombra de un pájaro, y esa luz que en los poemas de Wordsworth es capaz de modularse en tantos matices. También podríamos citar una legión de poetas líricos que fijaron su atención en la correspondencia entre el mundo y sus propios estados de ánimo: de lo que nunca vamos escasos es de poetas bien predispuestos a contemplarse. La originalidad de Wordsworth consistió en el novedoso vínculo que estableció entre dos viejos términos: la naturaleza de siempre y la mente individual.
En estos poemas ambientados en páramos, bajo la sombra de castillos en ruinas, cerca de brezales y pantanos, el mundo ya no se recorre como un cuadro al que el ánimo responde con simpatía o rechazo. No hay adecuación. La naturaleza más bien parece dispuesta como una trampa que hiere a la conciencia para provocarle una crisis que tratará de resolver o mitigar antes de que el poema termine. Wordsworth, que desconfiaba del ojo y del oído, encuentra en este repliegue defensivo (en el intento de descubrir qué le han hecho y cómo podría remediarlo) la fuente de su singularidad. Las sobrecogedoras descripciones del mundo exterior, las figuras solitarias, el lamento por un joven poeta desaparecido demasiado temprano, los viejos mendigos que pasean medio ciegos por las llanuras, el recuerdo de una amiga muerta, e incluso los héroes convocados del Hades, actúan como grietas en la realidad, a través de las que nos adentramos hacia crisis de la conciencia que se dirimen en la estancia íntima que forma el poema.
Después de Wordsworth el poeta queda legitimado para escribir sobre paisajes mentales y crisis privadas, puede alejarse sin aprensión de conflictos ajenos a los propios, puede discutir sobre su oficio y las posibilidades de ejercerlo, y en poco más de un siglo aprenderá a dejar al descubierto sus propias estrategias y tensiones compositivas. En contraste con los poemas que Wordsworth adoptó como modelos al plantearse su carrera, la poesía wordsworthizada apenas trata sobre nada.
Wordsworth será considerado con justicia una de las cimas del romanticismo, siempre que usemos la palabra «romántico» como una pincelada impresionista para referirnos a cientos de personas que, más o menos al mismo tiempo, empezaron a pensar que la correspondencia entre la mente y el mundo, entre las palabras y las cosas, entre la voluntad y el deseo, no era limpia, sino un proceso rugoso, minado de problemas.
Conviene distinguir con cuidado este romanticismo de una clase de discurso que cree en atajos empáticos que discurren más allá o más acá de las palabras y que promueve el desahogo sentimental (y esa forma humilde de la mala educación que es la sinceridad) o la empanada mística que da preferencia a las emociones en bruto (hasta enaltecer las excrecencias de criminales y majaderos), y que hoy sigue viva en sitios tan dispares como el trasfondo de la mayoría de las novelas que reseñan los suplementos culturales, en el espíritu Disney que se derrama sobre las películas de Amenábar o James Cameron, en las ideas que tienen sobre las novelas de Dickens los que nunca han leído un libro de Dickens (o han sacado el mismo provecho que si no lo hubiesen abierto), en la televisión privada a todas horas y en la pública más o menos siempre que usan «conflicto» o «humanitario», en la presbicia que anima a los consumidores de auto — ayuda, o en los sermones de los periodistas a favor de la sustancia sagrada del hecho objetivo.
Wordsworth no es precisamente un poeta frío que desdeñe las emociones, pocos escritores pueden rivalizar con su manejo verbal de los sentimientos (el lector habituado a la calculada austeridad de tanta poesía contemporánea deberá aprender a navegar entre interjecciones y signos de exclamación), pero creía con firmeza que la sede de la inteligencia está en la mente que segrega el poema. Es un lugar común en cualquier exposición sobre Wordsworth recurrir a su definición de la poesía como «un desbordamiento de sentimientos poderosos, recordados en la tranquilidad». Pero suele atenderse menos que, al fundar en una operación intelectual (recolected in tranquillity) el sangrado que la mente del escritor le practica a la realidad, Wordsworth se distancia tanto del irracionalismo de incienso como del adanismo objetivo.
Si el lector ojea ahora los poemas (con el compromiso de volver aquí enseguida), no tardará en encontrar un brezal, montañas, fuentes (por no hablar de colinas despobladas, lunas que crecen con placer, estrellas vitales, carreteras blancas) que como buen urbanita podrían incluso sonrojarle. No hay que dejarse engañar por la primera impresión: la naturaleza ya no es lo que solía ser ni se comporta como solía desempeñarse en el pasado.
La gran novedad que padece la organización humana a finales del siglo XVIII es el crecimiento de las ciudades. Para la mayoría de los escritores que seguimos leyendo supuso tanto un hacinamiento como un foco de deshumanización. Se intensificaron pasiones tan tristes como la vanidad (Austen), el egoísmo (Wordsworth) o la avaricia (Dickens), se debilitaron los afectos, y se reblandeció la clase de sociabilidad amable que vuelve más llevaderas las mortificaciones de la existencia.
Bajo la mirada de modestos propietarios rurales, domesticada en prados que ocultan la depredación animal, la naturaleza se levanta como un espacio de pureza donde la mirada puede obtener algo más que descargas de placer. En contraste con la agitación urbana ofrece lecciones tan elocuentes sobre la caducidad personal como la que se puede «leer» en la transformación cromática de las hojas.
En una cultura donde el sentimiento religioso organizado y la divinidad (como garantía de una existencia consciente e individual más allá de la muerte) han empezado a retirarse, individuos como Wordsworth, todavía receptivos a unos sentimientos sobrehumanos en cuyos agentes ya no creen, perciben en las zonas más silvestres de la naturaleza el halo de trascendencia, su nostalgia. Las emociones que despiertan estos paisajes no se parecen a la coqueta belleza de los jardines franceses ni siquiera a los suaves landscapes, se trata de inquietudes y entusiasmos que pueden precipitar a una crisis de la mente, son lecciones menos serenas, a las que Wordsworth se aproxima con prudencia. Si todavía puede llamarse belleza a lo que desprende esta naturaleza sin retocar, es de una especie parecida a la de esos ángeles de Rilke que podrían destruirnos con su existir más potente: justo el comienzo de lo terrible.
Los mejores poemas de Wordsworth surgen del roce entre la conciencia entusiasta del poeta y esa naturaleza que puede destruirnos físicamente, y alterar o ampliar nuestros estados de ánimo. Casi todos los lectores sabios coinciden en que la devoción con la que Wordsworth se lanzó, durante su gran década creativa, a estudiar la naturaleza estaba ensombrecida por el miedo a que un contacto demasiado intenso le deteriorase. La seguridad con la que Wordsworth despliega la envolvente elegancia de sus estrofas disimula en la primera aproximación a sus poemas el tiento con el que mueve los ojos sobre el paisaje regado por el río Dye. Pero ni siquiera con el trabajo combinado de algunas de las inteligencias críticas más agudas del siglo pasado (Abrams, Bloom, De Man, Kermode) se ha alcanzado un acuerdo consistente y satisfactorio de la relación que el Wordsworth maduro establece con la naturaleza. Más bien parece haber fragmentado y barajado la historia para ofrecerla, poema a poema, en combinaciones inesperadas, a veces contradictorias, matizada bajo luces distintas.
Con algo de esfuerzo (y de imaginación) podemos reconstruir la secuencia previa a la crisis que convirtió a Wordsworth en el poeta que sigue apeteciéndonos leer. Según los eruditos, el vínculo entre el niño Wordsworth y la naturaleza que lo envolvía era idílico: la mirada volvía de sus exploraciones por el paisaje cargada de sensaciones de armonía y alimentaba a una mente tierna, entusiasmada de existir. De disponer el niño de los recursos expresivos del poeta consolidado quizá hubiese escrito que su conciencia se adaptaba a la naturaleza como un espejo capaz de reflejar sus propiedades más hermosas.
Parece que fue el joven Wordsworth quien aprendió que el paisaje, además de apreciarse como un decorado, podía emitir señales. El idioma de estos mensajes no es el de las palabras articuladas: la naturaleza «suena» en las imágenes y «murmulla» en secuencias de sonido sin significante. Entre los árboles que se pudren despacio el joven Wordsworth recibe su primera lección: que las criaturas que disfrutan del «roce del tiempo» están sometidas a la erosión. Descubre también que la muerte de un árbol apenas altera el bosque, que por mucha agua que se pierda en dirección al pantano el cuerpo elástico de la cascada no desaparece:
bosques jamás tocados por la muerte
que subsistirán mientras la muerte exista
la altura incalculable
de bosques que corrompiéndose nunca se corrompen
el estallido inmóvil de múltiples cascadas
Es también este joven Wordsworth quien repara alarmado en que la estrategia ideada por la naturaleza para mantener estables sus especies, sencillamente, no es para nosotros. Para los hombres, descubrir que otro organismo demasiado parecido a no - sotros (lo bastante para que nadie se escandalice por la susti - tución) operará en el mismo espacio que nos cuesta bien poco señalar como propio, más que un lenitivo ante la promesa desconcertante (intolerable, grosera, obscena) de que nuestra conciencia será suprimida, supone una punzada de escarnio.
Hay algo de crueldad en que el bosque no llegue a enterarse de su perdurabilidad y que, en cambio, la conciencia tenga que apagarse con los ojos abiertos. Cuando el joven Wordsworth intente reanudar su conversación con la naturaleza descubrirá que nunca ha entablado algo parecido a un diálogo: los árboles, el viento y las corrientes de agua hablan solas; que toda la conciencia y las iniciativas morales están de nuestro lado; que la naturaleza no tiene una respuesta para el drama de la conciencia individual porque ni siquiera comprende que existimos.
En los poemas que Wordsworth está expresado el problema central de la conciencia que convenimos en llamar romántica y a la que sería más preciso llamar desdichada. Es una conciencia que descubre que no está completamente en casa rodeada de cosas inertes y de animales que mueren en silencio: de lo único que puede estar seguro bajo la luz de su incierto futuro es de su aniquilación. Si la congoja de Hölderlin proviene del silencio de unos dioses largamente esperados, el ambiguo resentimiento de Wordsworth se nutre de la inesperada aparición de voces en la naturaleza, voces en las que el poeta y su tiempo cada vez más urbano estaban empezando a no creer. Pero ambos poetas expresan la misma extrañeza que los asalta justo cuando creían estar de nuevo en el hogar.
Más allá de los avances tecnológicos, del desarrollo económico, de la derrota de la política o de la masificación cultural, otro de los síntomas de que somos, en palabras de Félix de Azúa, «primitivos de nuestra época», sería el barrido en el espacio público de los síntomas de una conciencia escindida. Miremos donde miremos encontramos o demasiada alma o demasiada poca alma. La brecha que el romanticismo abrió en las creencias trascendentes parece haberse cerrado en una aceptación discreta de la inmanencia. La poesía ha dejado de ser un asunto de mentes afiebradas que flotaban entre la aspereza de la tierra y la dudosa promesa del cielo, para refugiarse en el juego de accésits de las diputaciones provinciales. Cuánto hay de represión histérica en esta política de la mediocridad es un asunto que merecería (aunque quizá solo convendría) tratarse en un marco más amplio, pero es indiscutible que los poemas del siglo pasado que nadie debería dejar de leer seguían alimentándose de la conciencia desdichada acuñada por Hölderlin y Wordsworth. Escuchemos a Rilke, a Stevens y a John Ashbery, escribiendo en 1922, 1942 y 1976:
Los animales, sagaces, se dan cuenta ya
de que no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa
en el mundo interpretado.
De esto surge el poema: que vivimos en un lugar
que no es el nuestro
y es duro pese a los días blasonados.
El alma ha de quedarse donde está,
aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse.
Wordsworth no fue nunca tan explícito como sus sucesores, de manera que no resulta sencillo delimitar cuál es su palabra definitiva sobre la posición que debe adoptar la conciencia en un mundo inhóspito. Algunos creen que logró suturar la distancia con la naturaleza gracias a la imaginación, otros creen que todos sus intentos fracasaron y que el entusiasmo inicial del poeta fue hundiéndose despacio en la desesperación. Unos interpretan su larga decadencia poética como una serena conformidad, otros como pataleos de impotencia que confirmarían su propia profecía. Conviene recordar que, cuando se trata de Wordsworth, el debate en el transcurso del poema de su propio futuro como poeta no es un juego ocioso. Wordsworth escribe sobre la decadencia, la mutilación y la muerte de los otros, pero cuando la agresión se proyecta hacia su persona tiende a refugiarse en una metáfora defensiva con un filo menos cortante: el debilitamiento de su propio vigor poético.
De «La abadía de Tintern» en adelante, el ánimo que moviliza su poesía es la certeza de que al cumplir años se desacelera el provecho que extraíamos de cualquier minuto de sensación. Las consecuencias para una poesía que se alimenta de la experiencia inmediata son catastróficas. Wordsworth hizo algo más que escribir poemas como bálsamos para aliviar la herida psíquica que le había infringido la naturaleza, se pasó diez años luchando contra el mito del desgaste, cada poema ensaya una respuesta, señala un problema nuevo, elabora un matiz o descarta un acuerdo. Algunas de estas «soluciones» son extraordinarias pero parciales, los poemas eluden descansar y defender una postura definitiva, la clave que los domina consiste en manifestar la tensión (no resuelta) que los genera.
Como la inteligencia del Wordsworth maduro era demasiado penetrante para permitirse ser ilusa, muchas de sus estrofas quedan empapadas de una ironía en sentido fuerte que admite (cuando no invita) a leerlos, al mismo tiempo, en la dirección de lo que supuestamente afirman y de lo que supuestamente niegan. El sabor especial de la poesía de Wordsworth proviene de la tensión entre el vigor de sus espléndidas afirmaciones y los tonos graves que nos invitan (cuando no nos alientan) a leer en sentido inverso.
Así, cuando Wordsworth escribe:
¡Oh!, ¡vosotros, fuentes, prados, colinas y huertos,
no se presagia ninguna ruptura en nuestro amor!
En el corazón de mi corazón todavía siento vuestra energía;
solo he renunciado a un placer,
a vivir bajo vuestra continua influencia.
Podemos leer:
¡Oh!, ¡vosotros, fuentes, prados, colinas y huertos
se presagia una ruptura en nuestro amor!
En el corazón de mi corazón ya no siento vuestra energía;
al único placer que no he renunciado
es a vivir bajo vuestra continua influencia.
2
La originalidad de Wordsworth consistió en descubrir una clase de poesía centrada en una crisis lírica, una poesía que a veces parece discutir sobre sus propias condiciones de posibilidad y que en un sentido restrictivo se podría decir que no trata sobre nada. El envoltorio de estos poemas, su recurso constante al paisaje y a unos personajes que son tan oscuros y elocuentes como las sombras, pueden parecernos lejanos al primer contacto. Pero su grandeza (una palabra en la que nos cuesta creer pero que la lectura de Wordsworth anima a que consideremos) reside en que nos habla de condiciones de la existencia que todavía son las nuestras, con matices que nunca se habían visto. Se puede estar de acuerdo en que ya no suelen ser las cascadas elásticas, los precipicios o los rumorosos bosques los que nos las provocan… Pero sea cual sea el entorno donde se manifiestan, lo cierto es que aprendemos a entusiasmarnos con el roce del tiempo, aprendemos a disfrutar de una conciencia para nosotros solos, aprendemos que nuestro vigor se desacelerará, aprendemos que vamos a enfermar y a desaparecer y que es raro que al mundo le importe, aprendemos a anticipar el terror de esta pérdida y aprendemos la rara dignidad que hay en seguir respirando; aprendemos a conservar en los recuerdos reservas de nostalgia y aprendemos a enamorarnos de nuestra propia vida por el mero hecho de que la protagonizamos y es nuestra y se acabará. La poesía de Wordsworth afronta los puntos de fuga de la existencia cuando la belleza del mundo y la intensidad de estar vivo empujan al entusiasmo a una altura donde la conciencia roza el sueño nunca desmentido de la trascendencia. Un estado mental donde considera justa y exacta la idea de vivir más, más, siempre. Wordsworth pertenece a esa clase de hombres para quienes el pensamiento sobre la decadencia personal es algo más que una pasión triste, la oportunidad de disfrutar más intensamente de todo lo que nos será arrancado (todo), un camino seguro para internarse en las regiones extrañas de la melancolía, ese vicio de los entusiastas.
Gonzalo Torné,
marzo de 2010
Fuente: Editorial Lumen. Año: 2012.
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