sábado, 24 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. PARA LAS SEIS CUERDAS (1965). Poesía.

 
PARA LAS SEIS CUERDAS
  (1965)


  PRÓLOGO

  Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. En el Fausto, debemos admitir que un gaucho pueda seguir el argumento de una ópera cantada en un idioma que no conoce; en el Martín Fierro, un vaivén de bravatas y de quejumbres, justificadas por el propósito político de la obra, pero del todo ajenas a la índole sufrida de los paisanos y a los precavidos modales del payador.
  En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes.
  He querido eludir la sensiblería del inconsolable «tango-canción» y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas.
  Compuestas hacia mil ochocientos noventa y tantos, estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas; ahora son meras elegías.
  Que yo sepa, ninguna otra aclaración requieren estos versos.
  J. L. B.
 Buenos Aires, junio de 1965


  MILONGA DE DOS HERMANOS

  Traiga cuentos la guitarra
  de cuando el fierro brillaba,
  cuentos de truco y de taba,
  de cuadreras y de copas,
  cuentos de la Costa Brava
  y el Camino de las Tropas.
  Venga una historia de ayer
  que apreciarán los más lerdos;
  el destino no hace acuerdos
  y nadie se lo reproche–ya
  estoy viendo que esta noche
  vienen del Sur los recuerdos.
  Velay, señores, la historia
  de los hermanos Iberra,
  hombres de amor y de guerra
  y en el peligro primeros,
  la flor de los cuchilleros
  y ahora los tapa la tierra.
  Suelen al hombre perder
  la soberbia o la codicia;
  también el coraje envicia
  a quien le da noche y día–el
  que era menor debía
  más muertes a la justicia.
  Cuando Juan Iberra vio
  que el menor lo aventajaba,
  la paciencia se le acaba
  y le armó no sé qué lazo–le
  dio muerte de un balazo,
  allá por la Costa Brava.
  Sin demora y sin apuro
  lo fue tendiendo en la vía
  para que el tren lo pisara.
  El tren lo dejó sin cara,
  que es lo que el mayor quería.
  Así de manera fiel
  conté la historia hasta el fin;
  es la historia de Caín
  que sigue matando a Abel.

  ¿DÓNDE SE HABRÁN IDO?

  Según su costumbre, el sol
  brilla y muere, muere y brilla
  y en el patio, como ayer,
  hay una luna amarilla,
  pero el tiempo, que no ceja,
  todas las cosas mancilla.
  Se acabaron los valientes
  y no han dejado semilla.
  ¿Dónde están los que salieron
  a libertar las naciones
  o afrontaron en el Sur
  las lanzas de los malones?
  ¿Dónde están los que a la guerra
  marchaban en batallones?
  ¿Dónde están los que morían
  en otras revoluciones?
  –No se aflija. En la memoria
  de los tiempos venideros
  también nosotros seremos
  los tauras y los primeros.
  El ruin será generoso
  y el flojo será valiente:
  No hay cosa como la muerte
  para mejorar la gente.
  ¿Dónde está la valerosa
  chusma que pisó esta tierra,
  la que doblar no pudieron
  perra vida y muerte perra,
  los que en el duro arrabal
  vivieron como en la guerra,
  los Muraña por el Norte
  y por el Sur los Iberra?
  ¿Qué fue de tanto animoso?
  ¿Qué fue de tanto bizarro?
  A todos los gastó el tiempo,
  a todos los tapa el barro.
  Juan Muraña se olvidó
  del cadenero y del carro
  y ya no sé si Moreira
  murió en Lobos o en Navarro.
  –No se aflija. En la memoria…

  MILONGA DE JACINTO CHICLANA

  Me acuerdo. Fue en Balvanera,
  en una noche lejana
  que alguien dejó caer el nombre
  de un tal Jacinto Chiclana.
  Algo se dijo también
  de una esquina y de un cuchillo;
  los años nos dejan ver
  el entrevero y el brillo.
  Quién sabe por qué razón
  me anda buscando ese nombre;
  me gustaría saber
  cómo habrá sido aquel hombre.
  Alto lo veo y cabal,
  con el alma comedida,
  capaz de no alzar la voz
  y de jugarse la vida.
  Nadie con paso más firme
  habrá pisado la tierra;
  nadie habrá habido como él
  en el amor y en la guerra.
  Sobre la huerta y el patio
  las torres de Balvanera
  y aquella muerte casual
  en una esquina cualquiera.
  No veo los rasgos. Veo,
  bajo el farol amarillo,
  el choque de hombres o sombras
  y esa víbora, el cuchillo.
  Acaso en aquel momento
  en que le entraba la herida,
  pensó que a un varón le cuadra
  no demorar la partida.
  Sólo Dios puede saber
  la laya fiel de aquel hombre;
  señores, yo estoy cantando
  lo que se cifra en el nombre.
  Entre las cosas hay una
  de la que no se arrepiente
  nadie en la tierra. Esa cosa
  es haber sido valiente.
  Siempre el coraje es mejor,
  la esperanza nunca es vana;
  vaya pues esta milonga
  para Jacinto Chiclana.

  MILONGA DE DON NICANOR PAREDES

  Venga un rasgueo y ahora,
  con el permiso de ustedes,
  le estoy cantando, señores,
  a don Nicanor Paredes.
  No lo vi rígido y muerto
  ni siquiera lo vi enfermo;
  lo veo con paso firme
  pisar su feudo, Palermo.
  El bigote un poco gris
  pero en los ojos el brillo
  y cerca del corazón
  el bultito del cuchillo.
  El cuchillo de esa muerte
  de la que no le gustaba
  hablar; alguna desgracia
  de cuadreras o de taba.
  De atrio, más bien. Fue caudillo,
  si no me marra la cuenta,
  allá por los tiempos bravos
  del ochocientos noventa.
  Lacia y dura la melena
  y aquel empaque de toro;
  la chalina sobre el hombro
  y el rumboso anillo de oro.
  Entre sus hombres había
  muchos de valor sereno;
  Juan Muraña y aquel Suárez
  apellidado el Chileno.
  Cuando entre esa gente mala
  se armaba algún entrevero
  él lo paraba de golpe,
  de un grito o con el talero.
  Varón de ánimo parejo
  en la buena o en la mala;
  «En casa del jabonero
  el que no cae se refala.»
  Sabía contar sucedidos,
  al compás de la vihuela,
  de las casas de Junín
  y de las carpas de Adela.
  Ahora está muerto y con él
  cuánta memoria se apaga
  de aquel Palermo perdido
  del baldío y de la daga.
  Ahora está muerto y me digo:
  ¿Qué hará usted, don Nicanor,
  en un cielo sin caballos
  ni envido, retruco y flor?

  UN CUCHILLO EN EL NORTE

  Allá por el Maldonado,
  que hoy corre escondido y ciego,
  allá por el barrio gris
  que cantó el pobre Carriego,
  tras una puerta entornada
  que da al patio de la parra,
  donde las noches oyeron
  el amor de la guitarra,
  habrá un cajón y en el fondo
  dormirá con duro brillo,
  entre esas cosas que el tiempo
  sabe olvidar, un cuchillo.
  Fue de aquel Saverio Suárez,
  por más mentas el Chileno,
  que en garitos y elecciones
  probó siempre que era bueno.
  Los chicos, que son el diablo,
  lo buscarán con sigilo
  y probarán en la yema
  si no se ha mellado el filo.
  Cuántas veces habrá entrado
  en la carne de un cristiano
  y ahora está arrumbado y solo,
  a la espera de una mano,
  que es polvo. Tras el cristal
  que dora un sol amarillo
  a través de años y casas,
  yo te estoy viendo, cuchillo.

  EL TÍTERE

  A un compadrito le canto
  que era el patrón y el ornato
  de las casas menos santas
  del barrio de Triunvirato.
  Atildado en el vestir,
  medio mandón en el trato;
  negro el chambergo y la ropa,
  negro el charol del zapato.
  Como luz para el manejo
  le firmaba un garabato
  en la cara al más garifo,
  de un solo brinco, a lo gato.
  Bailarín y jugador,
  no sé si chino o mulato,
  lo mimaba el conventillo,
  que hoy se llama inquilinato.
  A las pardas zaguaneras
  no les resultaba ingrato
  el amor de ese valiente,
  que les dio tan buenos ratos.
  El hombre, según se sabe,
  tiene firmado un contrato
  con la muerte. En cada esquina
  lo anda acechando el mal rato.
  Un balazo lo tumbó
  en Thames y Triunvirato;
  se mudó a un barrio vecino,
  el de la Quinta del Ñato.

  MILONGA DE LOS MORENOS

  Alta la voz y animosa
  como si cantara flor,
  hoy, caballeros, le canto
  a la gente de color.
  Marfil negro los llamaban
  los ingleses y holandeses
  que aquí los desembarcaron
  al cabo de largos meses.
  En el barrio del Retiro
  hubo mercado de esclavos;
  de buena disposición
  y muchos salieron bravos.
  De su tierra de leones
  se olvidaron como niños
  y aquí los aquerenciaron
  la costumbre y los cariños.
  Cuando la patria nació
  una mañana de Mayo,
  el gaucho sólo sabía
  hacer la guerra a caballo.
  Alguien pensó que los negros
  no eran ni zurdos ni ajenos
  y se formó el Regimiento
  de Pardos y de Morenos.
  El sufrido regimiento
  que llevó el número seis
  y del que dijo Ascasubi:
  «Más bravo que gallo inglés».
  Y así fue que en la otra banda
  esa morenada, al grito
  de Soler, atropelló
  en la carga del Cerrito.
  Martín Fierro mató un negro
  y es casi como si hubiera
  matado a todos. Sé de uno
  que murió por la bandera.
  De tarde en tarde en el Sur
  me mira un rostro moreno,
  trabajado por los años
  y a la vez triste y sereno.
  ¿A qué cielo de tambores
  y siestas largas se han ido?
  Se los ha llevado el tiempo,
  el tiempo, que es el olvido.

  MILONGA PARA LOS ORIENTALES

  Milonga que este porteño
  dedica a los orientales,
  agradeciendo memorias
  de tardes y de ceibales.
  El sabor de lo oriental
  con estas palabras pinto;
  es el sabor de lo que es
  igual y un poco distinto.
  Milonga de tantas cosas
  que se van quedando lejos;
  la quinta con mirador
  y el zócalo de azulejos.
  En tu banda sale el sol
  apagando la farola
  del Cerro y dando alegría
  a la arena y a la ola.
  Milonga de los troperos
  que hartos de tierra y camino
  pitaban tabaco negro
  en el Paso del Molino.
  A orillas del Uruguay,
  me acuerdo de aquel matrero
  que lo atravesó, prendido
  de la cola de su overo.
  Milonga del primer tango
  que se quebró, nos da igual,
  en las casas de Junín
  o en las casas de Yerbal.
  Como los tientos de un lazo
  se entrevera nuestra historia,
  esa historia de a caballo
  que huele a sangre y a gloria.
  Milonga de aquel gauchaje
  que arremetió con denuedo
  en la pampa, que es pareja,
  o en la Cuchilla de Haedo.
  ¿Quién dirá de quiénes fueron
  esas lanzas enemigas
  que irá desgastando el tiempo,
  si de Ramírez o Artigas?
  Para pelear como hermanos
  era buena cualquier cancha;
  que lo digan los que vieron
  su último sol en Cagancha.
  Hombro a hombro o pecho a pecho,
  cuántas veces combatimos.
  ¡Cuántas veces nos corrieron,
  cuántas veces los corrimos!
  Milonga del olvidado
  que muere y que no se queja;
  milonga de la garganta
  tajeada de oreja a oreja.
  Milonga del domador
  de potros de casco duro
  y de la plata que alegra
  el apero del oscuro.
  Milonga de la milonga
  a la sombra del ombú,
  milonga del otro Hernández
  que se batió en Paysandú.
  Milonga para que el tiempo
  vaya borrando fronteras;
  por algo tienen los mismos
  colores las dos banderas.

  MILONGA DE ALBORNOZ

  Alguien ya contó los días,
  Alguien ya sabe la hora,
  Alguien para Quien no hay
  ni premuras ni demora.
  Albornoz pasa silbando
  una milonga entrerriana;
  bajo el ala del chambergo
  sus ojos ven la mañana,
  la mañana de este día
  del ochocientos noventa;
  en el bajo del Retiro
  ya le han perdido la cuenta
  de amores y de trucadas
  hasta el alba y de entreveros
  a fierro con los sargentos,
  con propios y forasteros.
  Se la tienen bien jurada
  más de un taura y más de un pillo;
  en una esquina del Sur
  lo está esperando un cuchillo.
  No un cuchillo sino tres,
  antes de clarear el día,
  se le vinieron encima
  y el hombre se defendía.
  Un acero entró en el pecho,
  ni se le movió la cara;
  Alejo Albornoz murió
  como si no le importara.
  Pienso que le gustaría
  saber que hoy anda su historia
  en una milonga. El tiempo
  es olvido y es memoria.

  MILONGA DE MANUEL FLORES

  Manuel Flores va a morir.
  Eso es moneda corriente;
  morir es una costumbre
  que sabe tener la gente.
  Y sin embargo me duele
  decirle adiós a la vida,
  esa cosa tan de siempre,
  tan dulce y tan conocida.
  Miro en el alba mis manos,
  miro en las manos las venas;
  con extrañeza las miro
  como si fueran ajenas.
  Vendrán los cuatro balazos
  y con los cuatro el olvido;
  lo dijo el sabio Merlín:
  morir es haber nacido.
  ¡Cuánta cosa en su camino
  estos ojos habrán visto!
  Quién sabe lo que verán
  después que me juzgue Cristo.
  Manuel Flores va a morir.
  Eso es moneda corriente;
  morir es una costumbre
  que sabe tener la gente.

  MILONGA DE CALANDRIA

  Servando Cardoso el nombre
  y Ño Calandria el apodo;
  no lo sabrán olvidar
  los años, que olvidan todo.
  No era un científico de esos
  que usan arma de gatillo;
  era su gusto jugarse
  en el baile del cuchillo.
  Cuántas veces en Montiel
  lo habrá visto la alborada
  en brazos de una mujer
  ya tenida y ya olvidada.
  El arma de su afición
  era el facón caronero.
  Fueron una sola cosa
  el cristiano y el acero.
  Bajo el alero de sombra
  o en el rincón de la parra,
  las manos que dieron muerte
  sabían templar la guitarra.
  Fija la vista en los ojos,
  era capaz de parar
  el hachazo más taimado.
  ¡Feliz quien lo vio pelear!
  No tan felices aquellos
  cuyo recuerdo postrero
  fue la brusca arremetida
  y la entrada del acero.
  Siempre la selva y el duelo,
  pecho a pecho y cara a cara.
  Vivió matando y huyendo.
  Vivió como si soñara.
  Se cuenta que una mujer
  fue y lo entregó a la partida;
  a todos, tarde o temprano,
  nos va entregando la vida.

Fuente: EMECÉ EDITORES, 1965. Buenos Aires, Argentina.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Carlos Fuentes AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO. Novela póstuma.

*Les recordamos a todos los amigos blogueros que pueden unirse a nuestro sitio hermano de EL LABERINTO DEL VERDUGO en Facebook   Proyecto literario “El catoblepas” cuyo link  es el siguiente:
https://www.facebook.com/groups/limbrick1460/
Carlos Fuentes
AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO
Título original: Aquiles o El guerrillero y el asesino
Carlos Fuentes, 2016
 Carlos Fuentes trabajó en el manuscrito de Aquiles o El guerrillero y el asesino durante los últimos veinte años de su vida. Se documentó exhaustivamente, escribió distintas versiones, reorganizó materiales, corrigió y reescribió partes completas de la obra y seguía haciéndolo cuando le llegó la muerte. No quiso entregar el manuscrito a sus editores mientras el conflicto armado más antiguo de América Latina no llegara a su fin. La publicación de Aquiles coincide ahora con la que parece ser la última negociación entre la guerrilla y el gobierno colombiano: la hora de la verdad, el fin de las cuentas pendientes, el comienzo de la paz. Este es el mejor momento para leer la novela póstuma de Carlos Fuentes que Alfaguara y Fondo de Cultura Económica presentan en edición al cuidado de Julio Ortega.
SILVIA LEMUS
 Aquiles, entre la crónica y la ficción
Prólogo por Julio Ortega
Conocí a Carlos Fuentes el verano de 1969, en la Ciudad de México, y he compartido con él hasta el final una periódica conversación sobre libros, lecturas y proyectos al azar de los coloquios pero, sobre todo, en sus visitas anuales a la Universidad de Brown, donde lo tuvimos de professor-at-large durante casi veinte años. En su tiempo en Yale, Emir Rodríguez Monegal solía decir que él y Haroldo de Campos tenían montado un «circo ambulante» que perfeccionaba su acto en el circuito de los campus universitarios. Carlos Fuentes era, a pesar de las apariencias de cosmopolita feliz, impecablemente profesional. Organizaba sus papeles con esquemas, notas y citas, y prefería escribir sus conferencias para leerlas de pie, con gusto y brío. Sus clases tenían la sobriedad de una lección magistral. Me costó animarlo a contar el proceso de escritura de algunos libros suyos, lo que consideraba meramente «anecdótico». Había explicado, con elocuencia, el origen de Aura en un ensayo que escribió en inglés, demostrando que esa novela venía de muchas fuentes (relatos, películas y hasta una ópera), y era inevitable concluir que venía, en efecto, de la literatura. Luego deduje que esa argumentación velaba una trágica relación amorosa. Y es probable que algunas líneas narrativas de su vasta obra resuelvan la experiencia como transfiguración eminentemente literaria.
Otra vez me contó, por fin, el origen de las tres personas narrativas en La muerte de Artemio Cruz. Estaba solo en una ciudad nórdica, en un invierno helado, agonizando en la búsqueda de una solución al relato cronológicamente lineal que era el primer borrador de esa novela. Frustrado por el ensayo de varios montajes, decidió darse un baño en el Báltico. Se lanzó a las aguas heladas y la conmoción fue tal que, al salir, tenía la respuesta: la novela sería organizada en las tres personas narrativas. Fuentes, creí entender, resiste revelar el proceso creativo de sus libros porque su laboriosa formulación final los hace independientes del autor. Aun siendo novelas abiertas y diversificadas, y varios de sus temas son recurrentes, no escribió dos novelas iguales: cada libro agotaba una formulación, que se hacía irrepetible; cada novela postulaba su suficiencia, en sí misma desplegada y única. Otras confidencias son, de seguro, más conocidas: el disgusto que se llevó Alfonso Reyes cuando el joven novelista, al que de niño había sentado en sus rodillas, le llevó un ejemplar de su primera novela, La región más transparente, y comprobó que ese epíteto rebajaba con crudeza su famosa frase: «México, la región más transparente del aire». Supongo que es igualmente pública la novelización de Octavio Paz que Fuentes hizo, con complicidad irreverente, en esa novela. Sabía, creo yo, que cada novela suya tendría una acogida imprevisible. También, que cada libro tenía sus lectores, casi una tribu independiente. Por eso, le desconcertó que las feministas creyeran que Diana o La cazadora solitaria era una novela machista, cuando él sabía que era una humillación del macho mexicano. Terra Nostra, que había merecido una broma de Carlos Monsiváis («Se requiere una beca para leerla», dijo), era su novela más querida: «Es la que me ha ganado mejores lectores», decía. Es la novela suya que prefirieron Milan Kundera, Robert Coover, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Juan Francisco Ferré…
No menos característico de su lectura es que uno prefiriera unos libros y, más tarde, otros. Estas novelas no se quedaban quietas al volver la última página. Seguían vivas, esperando ejercer su rara actualidad. Quizás sea ése un rasgo de su formulación barroca: nunca acabamos de ver el claroscuro de Velázquez, no vemos del todo el tenebroso del Greco, nos sigue inquietando la luz de Zurbarán. Fue ese teatro de iluminaciones y sombras, de formas interpuestas y canjeadas, lo que hizo preferir a Guy Davenport la lectura de Una familia lejana. Esa novela y Aura le parecieron a Octavio Paz, soy testigo, las mejores de Fuentes; después coincidí con él en la estima por Cristóbal Nonato. Ya Julio Cortázar, en una carta de 1962, le agradecía a Fuentes el envío de Aura y La muerte de Artemio Cruz, publicadas el mismo año, y manifestaba su asombro por que ambas novelas fuesen del mismo escritor. Pero no sólo cambian estas novelas en nuestra lectura, rehaciéndose, libres de su cronología; sino que, y esto es más inquietante, su fecha de publicación no es necesariamente la de su escritura. Discutiendo el tema con Fuentes, logré que me revelara que los cuentos de Constancia son de épocas muy distintas. O sea, están libres de la cronología, y se deben sólo al presente pleno de nuestra lectura. Lo cual explica que en otra visita suya le dijera yo: «Acabo de leer tu último cuento en una revista de Buenos Aires». «¡Pero si es mi primer cuento, lo escribí cuando tenía veinte años!», exclamó, triunfal. Como crítico, estaba yo obligado a una interpretación: Fuentes ha escrito de joven su obra más formal, histórica y madura para poder escribir, de adulto, su obra más exploratoria, libre y juvenil. No es casual sino previsible que haya escrito de niño, como tarea escolar, un capítulo que le faltaba al Quijote. Gracias a estos espejismos, no menos barrocos, con las anticipaciones y anacronismos de su narrativa, Fuentes fue capaz de reordenar postbalzacianamente su obra bajo el rubro de La Edad del Tiempo (paradoja sólo aparente, ya que el tiempo no tiene otra edad que la que le demos en la lectura). Más audazmente, en esa lista de sus libros incluyó algunos que aún no había escrito pero planeaba escribir. El hecho es que esa Biblioteca Fuentes constituye una bibliografía imaginaria de América Latina. Buscaba, creo yo, documentar las fundaciones de un tiempo nuevo, el latinoamericano, como la saga de una modernidad construida por su propia historia del futuro. Por eso creyó que los narradores latinoamericanos (y no sólo los del Boom, también los anteriores y, sin duda, los que vinieron después) escribían, cada uno, su propio capítulo de esa saga. Exorcizaban los fantasmas nacionales y forjaban un espacio común. La novela, así, fue nuestro primer territorio hospitalario, la «tierra nuestra» de la modernidad solidaria. En el tomo 15, el último de esa biblioteca tan efectiva como venidera, se consignan tres novelas bajo el título de Crónicas de Nuestro Tiempo: una es Diana o La cazadora solitaria, otra no llegó a escribirla (Prometeo o el precio de la libertad) y la tercera es la que tiene en sus manos el lector.
En el archivo de Aquiles (que he manejado para esta edición gracias a Silvia Lemus de Fuentes), en una página fechada en 2003, Fuentes advierte que estas tres novelas son crónicas porque «(me) limito al testimonio de sucesos contemporáneos que me han tocado de cerca». Tienen, por ello, añade, «algo de confesión, algo de periodismo». La primera está dedicada a las «ilusiones y desilusiones de los 60s». La segunda, a un estudiante de Chiloé que sufrió «tortura y muerte» cuando el golpe de Pinochet. Y la tercera está dedicada a «mi relación con Colombia», y parte de «un dramático episodio violento», la historia de Carlos Pizarro Leongómez (1951-1990), jefe guerrillero del M-19, quien abandonó las armas, se propuso como candidato a la presidencia de la república y fue asesinado por un joven sicario a bordo de un vuelo de Avianca el 26 de abril de 1990. La Crónica, adelanta Fuentes en su esquema, se propone:
«—privilegiar el elemento temporal de la novela
»—aspirar a derrotar el carácter sucesivo de la narración
»—darle el privilegio simultáneo de la percepción».
«Para seguir —añade— la lección de Virginia Woolf sobre los tiempos que laten en todo corazón humano, así como la idea de Faulkner de que el presente empezó hace diez mil años y el futuro está ocurriendo ahora.»
Menciona a Heisenberg y su principio de indeterminación, para sostener que el tiempo es un elemento del lenguaje usado por el observador que busca describir su entorno. Y concluye: «Tiempo es lenguaje — tiempo es construcción del lenguaje».
Aquiles o El guerrillero y el asesino se postula, así, desde sus primeras menciones como una crónica colombiana y latinoamericana, tan histórica como personal, que a partir del relato de los hechos fidedignos tendrá la función recuperadora de la ficción. La desencadena uno de los más trágicos episodios de la violencia colombiana. Fuentes siguió la desgarradora noticia del asesinato de Carlos Pizarro en los periódicos, y debe haber imaginado muy pronto la necesidad de escribir un testimonio sobre los hechos, pues encargó al servicio de fotocopias de la Biblioteca del Congreso, en Washington, reproducciones de la noticia en los principales diarios norteamericanos, y guardó recortes de otros periódicos colombianos y españoles. Pronto, la documentación, los testimonios de los amigos y las heridas abiertas de Colombia imponían al testigo de su tiempo el relato de los destiempos. Pero la crónica iría a dar a la novela, donde la historia resuelve el luto civil, y donde la lectura busca hacer sentido para que los héroes no abandonen el lenguaje y sigan actualizando sus demandas. La breve y rutilante historia de Carlos Pizarro poseía el brío heroico y la lección trágica de la civilidad no sólo en Colombia sino en cualquier país que agoniza en su urgencia de legitimar el poder. Entre el crimen del narcotráfico, el derroche histórico de unas guerrillas que para negociar la paz deben seguir disparando, y unos grupos ultramontanos, autoritarios y antimodernos, Pizarro buscaba proseguir una guerrilla reivindicadora del campesinado acorralado, y su breve historia, gracias a su liderazgo y carisma, renovó el ánimo político estancado en la polarización. Por lo mismo, cuando Pizarro y otros comandantes acordaron deponer las armas para sumarse a la competencia electoral, Colombia pareció proyectar un futuro democrático sustantivo. Pero si por un lado la urgencia de los hechos le imponía al escritor avanzar con su proyectada crónica, por otro lado la adversaria fragmentación civil, la corrupción del narcotráfico y los grupos delincuenciales armados como policía secreta le imponían al narrador un relato que excedía la crónica y requería de la novela. Los mismos hechos apuraban el texto y lo retardaban. Pocos libros le costaron a Carlos Fuentes tantos años, borradores y recomienzos.
Los años noventa, por lo demás, fueron para Fuentes un período de largas tareas y permanentes compromisos. La serie de filmaciones para El espejo enterrado, que fue un programa de la BBC y luego un tomo (1992); la publicación de Diana o La cazadora solitaria (1994), que fue su incursión más arriesgada en la abyección y lo perverso, y resultó pobremente leída, lo embarcó en una disputa con un escritor mexicano que lo acusó de plagio. Y aunque fue exonerado de la acusación, gracias a un impecable informe redactado por José Emilio Pacheco, resultó una experiencia amarga para él. No es casual que dejara en paz su biografía amorosa (yo le había advertido que si seguía por esa veta terminaría plagiándose a sí mismo) y, más bien, volviese al repertorio migrante, en La frontera de cristal (1995). Estaba Fuentes, en efecto, explorando su vasto territorio narrativo, y no encontraba, a pesar de sus intentos, la forma distintiva que exigía la historia de Carlos Pizarro. Por un lado, estos dos Carlos podrían haber sido parte de la misma familia, tanto por el origen de ambos en lo que entonces se llamaba «la alta burguesía» y hoy, por influencia del inglés, se llama «la clase privilegiada», como por su compromiso con la justicia y el movimiento socialista y reformista. Fuentes se adhirió a todas las revoluciones nacionales sólo para terminar decepcionándose de cada una. Algunos le han criticado con aspereza que no se decepcionara más temprano. Pero era un intelectual público y su apuesta por las revoluciones no fue siquiera política, fue fundamentalmente ética. Como lo fue la opción de Carlos Pizarro por las armas primero y por las urnas, después. Luego de los remordimientos, a la hora de los balances, Fuentes recuperaba el humor y despedía otro capítulo: «Todas las revoluciones fracasan —me dijo—, pero entre tanto producen unos momentos muy padres».
Los varios borradores de esta novela sugieren las diversas rutas que consideró. Quizá la primera fue reconstruir el grupo guerrillero de Pizarro como un núcleo ilustrado, en el que Pizarro es Aquiles gracias a que Ospina es Cástor, Fayad es Pelayo y Bateman es Diomedes. El secuestro de la espada de Bolívar, audaz incursión de la guerrilla, resulta equivalente al robo de la imagen sacra de Atenea. Otro esquema, menos didáctico y más social, busca reconstruir la severa moral de la familia del héroe, donde el padre es casi liberal, la madre tiende a ser conservadora y los hijos estudian con los jesuitas. Pronto, Fuentes consigna información sobre la familia, tal vez habida de testigos cercanos, que luego utilizará en la novela para definir el drama familiar cuando los hijos optan por la guerrilla. Así, los rasgos diferenciales de los hermanos y los demás miembros del núcleo se distinguen novelescamente. Un esquema, quizá también temprano, traza un paralelo siniestro entre los pasos de Aquiles y los de su asesino, ambos camino al aeropuerto. Unas cincuenta páginas de notas que apuró sobre Colombia y la encrucijada en que agoniza demuestran la voluntad de veracidad del autor, tanto como su gusto dramático por los detalles.
Por fin, el 16 de junio de 1994 Carlos Fuentes parece tener en sus manos la huidiza novela (crónica, biografía, ficcionalización…), y con un borrador al frente prepara, aprovechando sus vacaciones en Martha’s Vineyard, lo que llama el «2nd Draft». Son treinta y tres folios, redactados en una máquina de escribir (Fuentes nunca utilizó la computadora, escribía con una Olivetti portátil que, al final de cada novela, quedaba destrozada; un día, trabajando en sus archivos, al abrir una puerta del armario encontré un cementerio de Olivettis). La primera página es un posible índice:
1) Introducción. Asesinato de CP. CF y Colombia ¿genealogía de la violencia aquí?
2) Act 1: Espada
3) Campamento, Recuerdos —infancias— motivos ruptura… Héroes-revoluciones campesinas. La genealogía de la violencia.
4) Act 2: Túnel
5) Guerrilla. Contradicciones —Jefes— El cacique. El amor. Magia campesina versus razón guerrillera.
6) Act 3: Cárcel
7) Rehén: El Príncipe. La discusión ideológica. La contradicción. Injusticia colectiva e injusticia individual.
8) Act 4: P. J.
9) Combate final
10) Entrega armas
11) Muerte
Cuatro veces, al final de las entradas 3, 5, 7 y 9, como una sombra, es mencionado el sicario. Es interesante la secuencia de actos y escenificaciones. En el octavo capítulo, «P. J.» alude al horrendo episodio de la toma del Palacio de Justicia. Este esquema cubre, más bien, el tiempo de los hechos y en el «2nd Draft» la narración habrá impuesto su propia lógica, más narrativa que cronológica.
A estas alturas de los manuscritos (I y II, transcripciones parciales y muchas notas y recortes de prensa), me doy cuenta de que si bien todas las explicaciones acerca del extenso proceso de escritura son verosímiles, incluso la misma dificultad de representar la tragedia colombiana, verdadero desafío a la inteligencia, resulta notable la nobleza del escritor que batalla con todo su oficio y su memoria cultural para encontrar una formulación que proyecte la novela en el porvenir de la lectura, incluso más allá de la conciencia de derrota y la cuota retórica de «el luto latinoamericano». En una situación paralela, Dante apeló a la teología para darle forma a lo que no tenía forma: el infierno. En efecto, el infierno es tal no porque hace mucho calor sino porque está desarticulado. Esto es, resulta impensable. Pero el sabio guía y la promesa del trayecto convierten el caos en lenguaje. No quiero sugerir que Colombia es más grande que el infierno y que Fuentes no acababa de meterla en un libro. Sino que consideró la apasionada fe en la razón que define a la gran crónica, capaz de ensayar lo excepcional para controlar un mundo feroz y adverso, hecho diálogo con el lector. Naturalmente, la crónica era entonces una forma del periodismo duradero, no del periódico de ayer. Alma Guillermoprieto había sido capaz de hacernos recorrer otro inferno hecho texto: la ciudad construida por la basura mexicana. Tomás Eloy Martínez, Carlos Monsiváis y Edgardo Rodríguez Juliá habían hecho otro tanto con la violencia política, la cultura del poder y la música popular. La agudeza intelectual de ese modelo de la crónica (tan lejos del testimonio sentimental que predomina en la crónica actual) podría haber sostenido una lectura veraz de los hechos en torno al conflicto colombiano. No dudo que otros no lo hayan intentado. Javier Cercas, desde la conflictividad perpetua de España, ha explorado las fronteras de una crono-novela. Y, entre los nuevos exploradores de mapas interactivos que hacen uso creativo de Google, Jorge Carrión ha hecho el mapa familiar de la subjetividad migratoria. Para Fuentes era la novela el género que podía asumir la historia no sólo en tanto lección verosímil, también como proyección verdadera. Pero no se trataba del género más conveniente para asumir la historia, sino del drama más íntimo de encontrar un registro de habla. Por ello, al final de estos trabajos de recuperación, he llegado a concluir que Fuentes buscó largamente a Pizarro en el lenguaje mismo.
Lo buscó, primero, en su memoria de Colombia, hecha verbo en algunos amigos cercanos y de largo impacto en su vida y obra: Jorge Gaitán, Gabriel García Márquez, Fernando Botero, Laura Restrepo, Belisario Betancur; luego, en su literatura, en su historia, en su política, en sus varios paralelos con México… Lo había buscado en la prensa internacional pero lo encontró más cercano en esas voces vivas, a las que se sumaron las de la familia de Pizarro. En un fax a García Márquez, Esther Morón le ofrece a Fuentes hablarle del Pizarro «que vino después, el que entendió y abrió el camino de la paz en 1989 y 1990, después del desierto que tuvimos que atravesar»; en otra carta, María José Pizarro, la hija menor de Carlos, le cuenta que cuando se anunciaba en los diarios que Fuentes escribía una novela sobre su padre, ella corría a las librerías a preguntar si ya había llegado. No dejaba de tener razón: la escritura misma de la novela era ya una novela sobre cómo escribir una novela honesta y colombiana. En el archivo encontré también un juicioso ensayo de Darío Villamizar H., «Carlos Pizarro, primer paso a la paz», que debe haberle confirmado la bondad intrínseca de su Aquiles.
Hasta que, novelista de raza al fin, Carlos Fuentes encontró a Carlos Pizarro en el lenguaje y pudo sentarse, como narrador, en la misma fila de asientos del último viaje del héroe. Y pudo hacerse testigo de su asesinato, reescribir la historia acompañando a su personaje herido y seguir los pasos (cosa terrible, dijo Vallejo) del niño que sería el asesino. Fuentes había encontrado, quiero decir, el lenguaje fraterno, y desde su sabiduría narrativa, largamente probada, y ahora puesta a prueba por el asombro trágico, gestaba, otra vez, una novela latinoamericana hospitalaria, donde la muerte no fuese un deporte nacional sino una lección de piedad.
Dos veces, en sus visitas a Providence, me habló Fuentes de la novela sobre Pizarro. La primera, fue su preocupación con el tema: le había prometido a Silvia, me confió, que no iría a Colombia sin terminar esa novela. La noticia de que estaba escribiéndola se había anunciado varias veces en la prensa y, después de todo, los asesinos de Pizarro andaban sueltos. Ver a Pizarro regresar a Colombia de la mano de Fuentes podría perturbar el sueño de algunos personajes. La segunda vez fue en torno a un problema técnico. No estaba seguro de dónde ubicar el asesinato de Pizarro, si al comienzo de la novela o al final de la historia. El asesinato era bien conocido, casi familiar, en Colombia y no cabía mantener al lector en suspenso con un desenlace sabido. Le recordé que Gabo había agotado las posibilidades al ubicar el asesinato de Santiago Nasar al comienzo, al medio y al final de su Crónica de una muerte anunciada. Después de esa proeza, un novelista quedaba libre de opciones, aunque no de refutaciones y hasta juicios civiles y políticos. Fuentes encontró una variante no menos diestra: hacerse testigo presencial del asesinato, y dejar para el final la muerte del joven sicario, liquidado en pleno vuelo por los guardaespaldas de Pizarro. En su zapato había dejado su lastimero testamento.
En 2004 Fuentes leyó un capítulo introductorio de la novela en el Festival Internacional de Roma, y leyó otro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en noviembre de 2007. Al año siguiente, volvió a proponerse un esquema más elaborado, lleno de información histórica. Al mismo tiempo, encargó una transcripción de las setenta páginas, que no llegó a revisar, y evidentemente decidido a terminar la novela, añadió numerosas referencias para incorporar secciones del segundo manuscrito, y hasta escribió a mano ciertas páginas para completar algunas de ellas. Dejó el libro así, sin revisar una última versión, incluso sin encargar una más limpia transcripción. De modo que para organizar el manuscrito final he debido seguir las indicaciones del autor sobre el traslado de secciones del manuscrito 1 al manuscrito 2, así como incorporar al cuerpo del relato algunas notas que dejó. Fuentes había titulado algunos capítulos, siguiendo el primer borrador, pero al recomponer el manuscrito final entendí que esa estrategia, que correspondía a una novela basada en frescos, linajes y personajes, había quedado superada por las revisiones, que numeraban los capítulos. Creí más sobrio seguir este ordenamiento, que relieva la continuidad narrativa del texto cronológico. En un momento dado, entre más dudas que alternativas, me di cuenta del drama textual del manuscrito: sus varias etapas eran sustituidas unas por otras sin acabar de definir un diseño final. Quizá, pensé, la forma quebrantada de la historia sólo podía ser ensamblada como una memoria y cedida como un tributo.
Cuando me tocó editar la novela abandonada de José Donoso Lagartija sin cola (se llamaba, en verdad, La cola de la lagartija, pero con Alfaguara decidimos cambiar el título para complacer a Luisa Valenzuela, quien tiene un libro, uno de sus mejores, con el mismo título), me encontré con unas páginas sueltas sobre la infancia de los personajes, que no cabían en la novela; lo obvio hubiera sido incluirlas como prólogo, pero decidí convertirlas en epílogo. En el caso de Aquiles o El guerrillero y el asesino, en cambio, la situación era mucho más compleja: cada capítulo era prologal y epilogal a la vez. Editando Rayuela para Archivos de la Literatura Latinoamericana, con Flor María Rodríguez Arenas, decidimos que los capitulillos que encontramos en el manuscrito y no entraron en la novela los incluiríamos como tales al final de ella. En cambio, al editar con Elena del Río Parra el manuscrito de «El Aleph» de Borges para el Colegio de México, pudimos transcribir en columna paralela todo lo que no llegó a entrar en el cuento o fue enmendado en el proceso (Beatriz y Carlos, por ejemplo, eran hermanos en el manuscrito y solucionaron el incesto al aparecer como primos en el cuento), y consignar, de paso, las muchas variantes y recomienzos. Si el manuscrito de Cortázar postula una Rayuela suplementaria, el de Borges sugiere que en la literatura la lectura del mundo es potencialmente ilimitada porque cada lector ve otro mundo.
En el manuscrito de Fuentes, en cambio, vemos el histórico dilema del escritor soportando el peso de su tiempo ardorosamente adverso, al comienzo de las reformulaciones nacionales, cuando la violencia es parte del debate por definir las diferencias y legitimar el poder. Quizá por ello desapareció el manuscrito de El matadero, la primera gran denuncia latinoamericana de la violencia del Estado ilegítimo. Su editor, Gutiérrez, nos dice que el cuento no se publicó en vida del dictador porque le hubiera costado la suya a Echeverría. También el manuscrito del Aquiles de Fuentes es un documento desfundacional de nuestras repúblicas de legitimidad alarmada: la historia de Pizarro es una parábola extrema de sacrificio y muerte, en la que se pierde la guerra para ganar la paz; y para que las elecciones sean legítimas. Se trata de la paradoja de lo postnacional sin nación. Con una guerrilla envejecida que no tiene hoy otro futuro que negociar no la paz sino la guerra, y con un narcotráfico que podría ser sustituido por una empresa multinacional más implacable aún, la refundación moderna de Colombia, que tuvo en Carlos Pizarro su breve fuego perpetuo, y su novela, que convierte ese sueño en trágico relato, son paralelas: la vida y la novela se alimentan de esa protesta esperanzada, y apuestan por un país imaginado como un territorio organizado por la Ley. Como postula el jurista Hernando Valencia: en un territorio de los Derechos Humanos. Aunque en los esquemas iniciales de la novela aparece un capítulo octavo sobre el trágico episodio de la toma del Palacio de Justicia, pronto el capítulo anunciado desaparece, y en unas notas el autor consigna: «M19 se extingue en pal. de Justicia. CP a Europa. 6 meses. ¿Cómo reconstruir M19? Personaje perdido. Opción: Resucitar cadáver… CP opta por la paz». Pero Fuentes no siguió esa opción, más bien rulfiana, y decidió eludir el drama; probablemente porque el episodio, bien conocido, habría tenido un peso histórico que excedía a los hechos narrados.
Quizá no sea casual, sino parte de la fábrica misma de estos trabajos, que al sumar, interpolar, transcribir y barajar secciones, me encontrara recomponiendo un rompecabezas; pero era un puzle que carecía de una imagen matriz, cuyas partes se supone que arman una figura. Un rompecabezas sin modelo para armar sugiere que Fuentes rehusó que sus capitulillos sumaran una pintura reconocible y nombrable. Después de todo, no llegó a leer, pluma en mano, el manuscrito de este libro. Pero supo, creo yo, que todo lector sería el editor de esa interpolación, más que mera suma, de secuencias; y que armaría, postulando su propio documento, una figura refundadora propia y distinta. Una pregunta por Colombia que incluye al lector ante un espejo restituido. Después de todo, como demostró Gabo, no hay colombiano indocumentado.
Providence, 16 de diciembre de 2015

DESGRACIA NOVELA. FRAGMENTO. J. M. COETZEE.



DESGRACIA
NOVELA.
FRAGMENTO.
 J. M. COETZEE

J. M. Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica.
En 1974 publicó su primera novela, Dusklands. Le siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras su-dafricanas; Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época de Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina; Foe (1986); Age of Iron (1990); El maestro de Petersburgo (1994) e Infancia (1997, y que Mondadori publica ahora en esta misma colección). También le han si-do concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times International Fiction Prize.
De este escritor «de brillante maestría, tensión y elegancia», en palabras de Nadi-ne Gordimer, nos llega ahora su última novela, Desgracia, con la cual ha sido pre-miado, por segunda vez en su carrera, con el Booker Prize, el premio más prestigioso de la literatura inglesa.

1
Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y di-vorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puer-ta del número 113 le está esperando Soraya. Pasa directa-mente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado.
-¿Me has echado de menos? -pregunta ella.
-Te echo de menos a todas horas -responde. Acaricia su cuerpo moreno como la miel, donde no ha dejado rastro el sol; lo extiende, lo abre, le besa los pechos; hacen el amor.
Soraya es alta y esbelta; tiene el cabello largo y negro, los ojos oscuros, líquidos. Técnicamente, él tiene edad más que suficiente para ser su padre; técnicamente, sin embargo, cualquiera puede ser padre a los doce años. Lleva más de un año en su agenda y en su libro de cuentas; él la encuentra completamente satisfactoria. En el desierto de la semana, el jueves ha pasado a ser un oasis de luxe et volupté.
En la cama, Soraya no es efusiva. Tiene un temperamen-to más bien apacible, apacible y dócil. Es chocante que en sus opiniones sobre asuntos de interés general tienda a ser moralista. Le parecen ofensivas las turistas que muestran sus pechos («ubres», los llama) en las playas públicas; considera que habría que hacer una redada, capturar a todos los men-digos y vagabundos y ponerlos a trabajar limpiando las calles. Él no le pregunta cómo casan sus opiniones con el trabajo mediante el cual se gana la vida.

Como ella lo complace, como el placer que le da es ina-gotable, él ha terminado por tomarle afecto. Cree que, hasta cierto punto, ese afecto es recíproco. Puede que el afecto no sea amor, pero al menos es primo hermano de este. Habida cuenta del comienzo tan poco prometedor por el que pasa-ron, los dos han tenido suerte: él por haberla encontrado, ella por haberlo encontrado a él.
Sus sentimientos, y él lo sabe, son complacientes, incluso conyugales. Sin embargo, no por eso deja de tenerlos.
Por una sesión de hora y media le paga cuatrocientos rands, la mitad de los cuales se los embolsa Acompañantes Discreción. Es una pena, o a él se lo parece, que Acompa-ñantes Discreción, se quede con tanto. Lo cierto es que el número 113 es de su propiedad, como lo son otros pisos de Windsor Mansions; en cierto sentido, también Soraya es de su propiedad, o al menos esa parte de ella, esa función.
Él ha jugueteado con la idea de pedirle que lo reciba en sus horas libres. Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana si-guiente, al momento en que él se muestre frío, malhumo-rado, impaciente por estar a solas.
Ese es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cua-jado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el tempera-mento: las dos partes más duras del cuerpo.
Sigue el dictado de tu temperamento. No se trata de una filosofía, él no lo dignificaría con ese nombre. Es más bien una regla, como la Regla de los Benedictinos.
Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudi-ción todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus me-dios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos mo-dos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edi-po rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.
En el terreno del sexo, aunque intenso, su temperamento nunca ha sido apasionado. Si tuviera que elegir un tótem, sería la serpiente. Los encuentros sexuales entre Soraya y él deben de ser parecidos, imagina, a la cópula de dos serpien-tes: prolongada, absorta, pero un tanto abstracta, un tanto árida, incluso cuando más acalorada pueda parecer.
¿Será también la serpiente el tótem de Soraya? No cabe duda de que con otros hombres se convertirá en otra mujer: la donna é mobile. En cambio, en el orden puramente tem-peramental, la afinidad que tiene con él no puede fingirla. Imposible.
Aunque por su profesión es una mujer de vida alegre, él confía en ella, al menos dentro de un orden. Durante sus sesiones él le habla con cierta libertad, y algunas veces in-cluso llega a desahogarse. Ella conoce a grandes rasgos cómo es su vida. Le ha oído relatar la historia de sus dos matri-monios, le ha oído hablar de su hija, está al corriente de los altibajos de la hija. Sabe cuáles son sus opiniones en mu-chos terrenos.
De su vida fuera de Windsor Mansions, Soraya no suel-ta prenda. Soraya no es su verdadero nombre, él de eso está seguro. Hay síntomas de que ha tenido un hijo, puede que varios. Tal vez ni siquiera sea una profesional. Es posible que solo trabaje para la agencia una o dos tardes por sema-na, y que durante el resto de su existencia lleve una vida respetable en los suburbios, en Rylands o Athlone. Sería in-sólito en el caso de una musulmana, pero todo es posible en los tiempos que corren.

De su trabajo le cuenta poca cosa: prefiere no aburrirla. Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. An-tiguo profesor de lenguas modernas, desde que se fusiona-ron los departamentos de Lenguas Clásicas y Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor ad-junto de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la reforma, tiene permiso para impartir una asignatura especializada por cada curso, sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera po-sitivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, «Fundamentos de comu-nicación», y de Comunicaciones 102, «Conocimientos avan-zados de comunicación».
Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva dis-ciplina, la premisa elemental de esta, tal como queda enun-ciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja ab-surda: «La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nues-tros pensamientos, sentimientos e intenciones». Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana.
A lo largo de una trayectoria académica que ya abarca un cuarto de siglo en activo ha publicado tres libros, nin-guno de los cuales ha causado gran conmoción, ni tam-poco ha recibido siquiera una acogida digna de ser tenida en cuenta: el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el ter-cero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado).
A lo largo de los últimos años ha acariciado la idea de escribir un libro sobre Byron. Al principio pensó que no pasaría de ser sino un libro más, otra obra de crítica. Sin embargo, todos sus empeños por comenzar a escribirlo han terminado arrinconados por el tedio. La verdad es que está hastiado de la crítica, hastiado de la prosa que se mide a tanto el metro. Lo que desea escribir es algo musical: Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara.
Mientras prepara sus clases de comunicación, revolotean en su cabeza frases, melodías, fragmentos de canciones de esa obra todavía no escrita. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en una época posterior a la religión.
Como no tiene ningún respeto por las materias que im-parte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuan-do les habla, lo miran sin verlo; olvidan su nombre. La in-diferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado. Mes a mes les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cues-tiona los puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica sucinta y considerada, de su puño y letra.
Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lec-ción más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. Es uno de los rasgos de su profesión que no comenta con Soraya. Duda que exista una ironía capaz de estar a la altura de la que vive ella en la suya.
En la cocina del piso de Green Point hay un hervidor, ta-zas de plástico, un bote de café instantáneo, un cuenco lleno de bolsitas de azúcar. En la nevera hay una buena cantidad de botellas de agua mineral. En el cuarto de baño, jabón y una pila de toallas; en el armario, ropa de cama limpia y planchada.
Soraya guarda su maquillaje en un ne-ceser. Es un sitio asignado, nada más: un sitio funcional, limpio, bien organizado.
La primera vez que lo recibió, Soraya llevaba pintalabios de color bermellón y sombra de ojos muy marcada. Como no le gustaba ese maquillaje pegajoso, le pidió que se lo quitara. Ella obedeció; desde entonces, no ha vuelto a ma-quillarse. Es de esas personas que aprenden rápido, que se acomodan, se amoldan a los deseos ajenos.
A él le agrada hacerle regalos. Por Año Nuevo le regaló un brazalete esmaltado; por el festejo con que concluye el Ramadán, una pequeña garza de malaquita que le llamó la atención en el escaparate de una tienda de regalos. Él dis-fruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación.
Le sorprende que una hora y media por semana en com-pañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.

Piensa en Emma Bovary cuando regresa a su domicilio, saciada, con la mirada vítrea, después de una tarde de follar sin parar. ¡Así que esto es la dicha!, dice Emma maravillada al verse en el espejo. ¡Así que esta es la dicha de la que habla el poeta! En fin: si la pobre, espectral Emma llegara alguna vez a aparecer por Ciudad del Cabo, él se la llevaría de paseo uno de esos jueves por la tarde para enseñarle qué puede ser la dicha: una dicha moderada, una dicha tem-perada.

Un sábado por la mañana todo cambia. Está en el centro de la ciudad para resolver unas gestiones; va caminando por Saint George's Street cuando se fija de pronto en una es-belta figura que camina por delante de él, en medio del gentío. Es Soraya, es inconfundible, y va flanqueada por dos niños, dos chicos. Los tres llevan bolsas y paquetes; han es-tado de compras.
Titubea, decide seguirlos de lejos. Desaparecen en la Taberna del Capitán Dorego. Los chicos tienen el cabello lustroso y los ojos oscuros de Soraya. Sólo pueden ser sus hijos.
Sigue de largo, vuelve sobre sus pasos, pasa por segunda vez delante de la Taberna del Capitán Dorego. Los tres es-tán sentados a una mesa junto a la ventana. A través del cristal, por un instante, la mirada de Soraya se encuentra con la suya.
Siempre ha sido un hombre de ciudad, capaz de hallarse a sus anchas en medio de un flujo de cuerpos en el que el erotismo anda al acecho y las miradas centellean como fle-chas. Sin embargo, esa mirada entre Soraya y él es algo que lamenta en el acto.
En su cita del jueves siguiente ninguno de los dos men-ciona lo sucedido. No obstante, ese recuerdo pende incó-modo entre los dos. Él no tiene el menor deseo de alterar lo que para Soraya debe de ser una precaria doble vida. A él le parecen muy bien las dobles vidas, las triples vidas, las vi-das vividas en compartimientos estancos. Tal vez, si acaso, siente una mayor ternura por ella. Tu secreto está a salvo con-migo: eso es lo que quisiera decir.
Pese a todo, ni él ni ella pueden dejar a un lado lo ocurri-do. Los dos niños se convierten en presencias que se inter-ponen entre ellos, que se esconden como sombras quietas en un rincón de la habitación en donde copulan su madre y ese desconocido. En brazos de Soraya él pasa a ser fugaz-mente su padre: padre adoptivo, padrastro, padre en la som-bra. Después, cuando sale de la cama de ella, nota los ojos de los dos chiquillos que lo escrutan con curiosidad, a hur-tadillas.
A su pesar, centra sus pensamientos en el otro padre, en el padre de verdad. ¿Tiene acaso alguna idea, sabe siquiera por asomo en qué anda metida su mujer, o tal vez ha ele-gido la dicha de la ignorancia?

Él no tiene hijos varones. Pasó su niñez en una familia compuesta por mujeres. A medida que fueron desapare-ciendo la madre, las tías, las hermanas, a su debido tiempo fueron sustituidas por amantes, esposas, una hija. Estar en compañía de mujeres lo ha llevado a ser un amante de las mujeres y, hasta cierto punto, un mujeriego. Con su esta-tura, su buena osamenta, su tez olivácea, su cabello ondu-lado, siempre ha contado con un alto grado de magnetis-mo. Cada vez que miraba a una mujer de una determinada forma, con una intencionalidad determinada, ella siempre le devolvía la mirada; de eso podía estar seguro. Así ha vi-vido: durante años, durante décadas, esa ha sido la colum-na vertebral de su vida.
Y un buen día todo terminó. Sin previo aviso, lo aban-donaron sus poderes. Las miradas que en sus buenos tiempos sin duda hubieran respondido a la suya pasaban de largo, pasaban a través de él. De la noche a la mañana se convirtió en una presencia fantasmal. Si le apetecía una mujer, a par-tir de entonces tuvo que aprender a requebrarla; muchas ve-ces, de uno u otro modo, tuvo que comprarla.
Existió en un ansioso aluvión de promiscuidades. Tuvo líos con las esposas de algunos colegas; ligó con las turistas en los bares del paseo marítimo o en el club Italia; se acos-tó con furcias.
Conoció a Soraya en una pequeña sala de espera, en pe-numbra, ante la oficina principal de Acompañantes Discre-ción, una habitación con persianas venecianas, con plantas en los rincones y olor a tabaco rancio en el aire. En el ca-tálogo de la empresa figuraba bajo el epígrafe: «Exóticas». En la fotografía aparecía con una flor de la pasión en el ca-bello y unas sombras casi inapreciables en el rabillo del ojo. El pie decía: «Solamente tardes». Eso fue lo que lo llevó a decidirse, la promesa de una estancia con las persianas en-tornadas, sábanas frescas, horas robadas.
Desde el principio fue muy satisfactorio, justamente lo que él buscaba. Había dado en el clavo. Al cabo de un año no ha sentido ninguna necesidad de volver a la agencia.
Entonces se produjo el encuentro accidental en Saint George's Street y el extrañamiento subsiguiente. Aunque Soraya sigue sin faltar a sus citas, él percibe una frialdad cre-ciente; ella se transforma en una mujer más y él en otro cliente cualquiera.
Él tiene una idea atinada de cómo hablan entre sí las prostitutas sobre los hombres que las frecuentan, en concre-to los hombres de edad avanzada. Cuentan anécdotas, se ríen, pero también se estremecen, tal como alguien se estre-mece al ver una cucaracha en el lavabo cuando va al cuarto de baño en plena noche. No falta mucho para que con fi-nura, con malicia, también él sea fuente de estremecimien-tos parecidos. Es un destino al que no puede escapar.
El cuarto jueves después del incidente, cuando ya se dis-pone a dejar el apartamento, Soraya le hace el anuncio para el cual se ha aprestado él con todas sus fuerzas.
-Tengo a mi madre enferma. Voy a tomarme unas vaca-ciones para cuidarla. No vendré la semana que viene.
-Y la semana siguiente?
-No estoy segura. Depende de cómo evolucione. Lo me-jor sería que llamaras antes por teléfono.
-No tengo tu número.
-Llama a la agencia. Allí te informarán de mis planes.
Aguarda unos días, luego llama a la agencia. ¿Soraya? So-raya ya no sigue con nosotros, le dice el encargado. No, no podemos ponerle en contacto con ella, eso es contrario a las normas de la casa. ¿No desea que le presente a una de nuestras chicas? Tenemos muchísimas exóticas para elegir: malayas, tailandesas, chinas, lo que usted quiera.
Pasa una velada con otra Soraya -da la impresión de que Soraya se ha convertido en un nom de commerce muy habitual- en una habitación de hotel en Long Street. Esta no tiene más de dieciocho años, no tiene práctica, a su juicio es desabrida.
-Bueno, ¿y a qué te dedicas? -le pregunta ella al desnu-darse.
-Un negocio de exportación e importación -contesta.
-Hay que ver -dice ella.
En su departamento trabaja una nueva secretaria. Se la lleva a almorzar a un restaurante discretamente alejado del campus universitario y la escucha; mientras ella da cuenta de la ensalada de langostinos, le habla del colegio de sus hi-jos. Hay traficantes que incluso se pasean por el patio, le dice, y la policía no hace nada. Su marido y ella llevan ya tres años inscritos en el consulado de Nueva Zelanda, en lista de espera para obtener un permiso de emigración.
-Vosotros lo tuvisteis mucho más fácil. O sea, no me re-fiero a lo bueno y a lo malo de la situación, sino a que al menos sabíais cuál era vuestro sitio.
-¿Nosotros? -dice él-. ¿Quiénes?
-Los de tu generación. Ahora todo el mundo escoge qué leyes son las que quiere obedecer. Esto es la anarquía. ¿Cómo vas a educar a tus hijos si están rodeados por la anarquía?
Se llama Dawn. La segunda vez que la lleva a almorzar por ahí hacen una parada en casa de él y se acuestan jun-tos. Resulta un fracaso. A sacudidas, agarrándose con uñas y dientes a quién sabe qué, ella alcanza un frenesí de exci-tación que, al final, a él tan solo le repugna. Le presta un peine, la lleva en su coche al campus.
Después de ese encuentro la rehuye y pone especial em-peño en evitar la oficina en que trabaja. A cambio, ella lo mira mostrándose dolida y luego lo desaira.
Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, re-nunciar al juego. ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orí-genes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.
¿No cabría la posibilidad de abordar a un médico y plan-teárselo? Debe de ser una operación sumamente simple; a los animales se la practican a diario, y los animales sobreviven bastante bien si hacemos hace caso omiso de cierto poso de tristeza. Amputar, anudar: con anestesia local, una mano fir-me y un punto de flema, cualquiera incluso podría practicár-selo a sí mismo siguiendo un libro de texto. Un hombre sen-tado en una silla dándose un tajo: feo espectáculo, pero no más feo, al menos desde cierto punto de vista, que ese mis-mo hombre cuando se ejercita sobre el cuerpo de una mujer.
Sigue estando Soraya. Debería dar por cerrado ese capí-tulo. Muy al contrario, paga a una agencia de detectives para que la localicen. En cuestión de pocos días ha conseguido su verdadero nombre, su dirección, su número de teléfono. Llama a las nueve de la mañana, hora a la que su marido y sus hijos seguramente no estarán en casa.
-¿Soraya? -dice-. Soy David. ¿Cómo estás? ¿Cuándo po-demos volver a vernos?
Sigue un largo silencio antes de que ella diga algo.
-No sé quién es usted -dice-. Y está acosándome en mi propia casa. Le pido que nunca vuelva a llamarme a este número, nunca más.
Pedir. Quiere decir exigir. Esa estridencia le sorprende: hasta ese instante jamás ha dado muestras de ser capaz de algo semejante. Sin embargo, ¿qué puede esperarse del depre-dador cuando asoma como un intruso en la guarida de la zorra, en el cubil de sus cachorros?
Cuelga el teléfono. Nubla su ánimo una sombra de en-vidia del marido al que jamás ha visto.

Fuente:
MONDADORI - Barcelona, 2000 
Título original: Disgrace 
Traducción de Miguel Martínez-Lage 
Traducido de la edición original de Viking, Nueva York, 1999  
Diseño de la cubierta: Luz de la Mora 
Esta edición de 3.000 ejemplares se terminó de imprimir en 
Artes Gráficas Piscis S.R.L., Junín 845, Buenos Aires, 
en el mes de octubre de 2003.

martes, 20 de septiembre de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas 18-21.


Completamos así las 21 cartas a León Ostrov. (Finis operis.. J. Méndez-Limbrick).

Carta N.º 18


29 de junio de 1962.

Querido León Ostrov:
Recibí sus dos cartas hace ya mucho tiempo. Y me hubiera gustado contestarle enseguida si hubiera sido posible hacerlo oralmente, pero no podía escribir.
No deseo dejar de comunicarle que he iniciado un leve tratamiento con una psiquiatra. Ha sido por azar, si existe. Como Chichita Singer se trató varios meses con esta doctora obteniendo resultados que a mí me parecieron maravillosos decidí hacer lo mismo. Es más: sentí que no podía no hacer lo mismo. Estoy, pues, convulsa, contraída, temerosa, con toda la extensión de mi sentimiento de abandonada frente a mí, recreando viejos horrores y no sabiendo, como siempre, qué hacer con tanta confusión. En verdad no espero nada, ni siquiera resultados maravillosos. Solo quisiera comprender, ver claro o no claro pero ver algo de esto que no me deja. La expresión «nostalgia materna» no me ayuda. Tampoco yo me ayudo. Vieja cuestión: ¿puede alguien ayudarme? Naturalmente, deseo saber qué piensa de lo que le cuento.
Mi diario ya ha sido publicado por Mito (revista colombiana). No tengo ejemplares para mandarle. Su director, Jorge Gaitán Durán, murió el sábado en un accidente de avión. Había venido a París por un mes y nos hicimos muy amigos. Proyectaba hacer una edición muy hermosa de mi diario «completo». Por supuesto que ya no se hará. Pero yo sigo escribiendo mi diario que ya deja de serlo pues es casi un largo y absurdo poema en prosa. Novedades de mi libro en Sur no tengo. Pero escribo bastante y leo más que antes. Como mis finanzas van atrozmente mal le acabo de hacer un reportaje a Marguerite Duras que me dejó contenta pues nuestro encuentro fue opuesto al que tuve con Simone de Beauvoir, es decir, que fue interesante y las dos simpatizamos enseguida. Además, comenzaré a hacer un poco de crítica poética para Cuadernos. Al diablo las ideologías. No estoy dispuesta a morirme de hambre en homenaje a los intelectuales de izquierda.
Aparte de eso, envejezco y no tengo ganas de volver a Buenos Aires. Me lleno de galicismos y pierdo mi sentido del humor —como lo demuestra esta cartita. No obstante me siento aún adolescente pero por fin cansada de jugar al personaje alejandrino. De todos modos no hay ante quien jugar, a quien escandalizar, a quien conformar, «pero me gusta la vida como siempre, ya lo decía…».
Me gustaría saber si piensa venirse por aquí, como lo desea, según me dijo. Sería realmente maravilloso conversar en París.
Bueno, espero que me recuerde siempre. Y que me escriba.
Un abrazo entonces, y otros para Aglae y Andrea,
 Alejandra
30, Rue Saint-Sulpice
Paris, 6è



  Carta N.º 19


París, 21 de septiembre de 1962.

Querido León Ostrov:
Gracias por su carta y felicitaciones a usted y a Aglae por el heredero(a) que se aproxima. Supongo que a pesar de las revoluciones y conflictos se la pasará pensando en el nombre que han de darle. Al menos es lo que yo haría porque para quien ama (o le duele) el lenguaje, un nombre es muy importante. Me imagino lo contenta que estará Andrea a la espera de su futuro, a, compañero, a, de juegos.
Hace muy pocos días que volví de Saint-Tropez en donde estuve «descansando» tres semanas en la villa que la Dra. Lauret posee frente al mar. Más que el mar y el sol y la piscina y el whisky y la gente con la que me encontraba (Italo Calvino, Marguerite Duras) y la que veía pasar con fervor (Picasso), me exaltaba una pequeña motocicleta celeste que los dueños de casa pusieron a mi disposición. Cómo no me sucedió ningún accidente, por qué, son cuestiones que me hacen creer en la existencia de algo a modo de destino. La Dra. Lauret, como ya le dije, es mi psiquiatra. También hace psicoanálisis —o hacía, no lo sé.
Lo que hago con ella es una psicoterapia de conversación (usted me perdonará mis errores o inexactitudes en este terreno pues ignoro las nomenclaturas). No sé si me ha ayudado hasta ahora, no sé si me podrá ayudar. Mi única metamorfosis (notable según mis amigos) es hasta ahora física, corporal. Mi cuerpo se ha estilizado, cambiado muy favorablemente y, lo que es asombroso, mis manos no son las de antes: su delicadeza actual me da miedo. En St. Tropez caí en la temida transferencia, así porque sí, porque un gesto, una mirada, una manera especial que tuvo de mirar unas pequeñas flores recién nacidas. Inútil decirle mi estado «místico» de ahora, mi infierno, mi ausencia, mi sufrimiento, mi fragilidad. Tan segura y endurecida que me creía después de estos dos años de soledad parisina… Nada de eso, ahora. Ahora ya no estoy sola sino perseguida por la imagen de ella («et c’est toujours la même, et c’est le seul instant». Si tiene a mano el soneto «Artemis» de Nerval léalo en mi honor, la primera estrofa le dirá más que esta carta).
Me dijo ayer la doctora, cuando le hablé de su carta, que si usted desea escribirle —acerca de mí, naturalmente— ella estará encantada. Es esta su dirección:
Mme. le Dr. Claire Lauret
7, Rue de Chaillot
Paris 16è
Aunque supongo que usted escribe perfectamente en francés le advierto que Mme. Lauret comprende muy bien el español.
En fin, si es posible susurrar plegarias, si hay a quién pedir, yo ruego que ésta sea mi última «transferencia», mi último amor fantasma, mi última imposibilidad. De lo contrario me transformaré en fuente, como decía Malte.
Naturalmente, a causa de este fervor nuevo y excesivo, escribo muchísimo. Hice una especie de enorme poema en prosa —lo mejor que escribí en mi vida. Lástima no tener fuerzas para corregirlo ni para pasarlo a máquina.
No sé si le dije que el director de Mito, (donde publiqué mi diario), Jorge Gaitán Durán, ha muerto en el accidente del avión Boeing que se estrelló en América Central. Nos habíamos hecho amigos —tal vez más que amigos. Tenía 35 años, era muy bello e hicimos antes de su partida, planes maravillosos y posibles que me hubieran sacado de mi miseria. Su muerte me afectó enormemente. Le doy la dirección de Mito:
Apartado Aéreo 5899
Bogotá D. E. —Colombia.
Puede usted decirles que necesita el número 39-40 a causa del homenaje a Borges que contiene. Yo, desgraciadamente, tengo un solo ejemplar —que ni sé dónde está.
Mi libro va a salir en SUR. Espero con ansiedad noticias referentes a él. Me dicen que el correo está en huelga. ¿Podría usted decirles, por favor, que demoren las huelgas y golpes de estado hasta que mi librito esté terminado?
Comparto su fascinación por Río de Janeiro. Estuve ocho horas y aún tengo presente esos colores de jardín encantado, ese arcoiris perpetuo e informe, ese gusto a fiesta cuando se mira el cielo. Pero debe ser muy nocivo para los «trabajadores intelectuales». Mis abrazos para los tres (o para los cuatro) y tal vez cuando esta carta llegue será para los cinco según se demoran los correos,
Alejandra


Fini le Méxique cuanto a los reportajes. La revista se disolvió. Así va l’Amérique Latine —hago notas extra para Cuadernos.

  Carta N.º 20


3 de enero[27].

Querido León Ostrov:
No solo feliz año nuevo sino mi contento por la aparición de Pablo —muy bello nombre— que coincide con la aparición de mi librito Árbol de Diana (Sur) que Murena le enviará, si realiza mi pedido (ayer recibí un ejemplar por avión). Dígale a Andrea que leyó el manifiesto surrealista con excesiva premura: no es al hermanito al que hay que tirar a la basura sino, con habilidad y simpleza, como quien no quiere la cosa, pegar al padre y a la madre una o dos veces por mes. No obstante, se deben eximir del castigo a los padres que leen poesía y que la aman. De manera que si se encuentra falta de objetos en donde ejercitarse —como es su caso, creo— me ofrezco a prestarle o alquilarle los míos.
La «transferencia» no molesta demasiado. Espero hablar muy pronto en pasado de ella. Pero no sé si el tratamiento me ayuda. Lo que sí escribo bastante. Casi diría que tengo un nuevo libro de poemas —en verso y prosa.
Y ahora esto: perdí el empleo. Plan de austeridad de la revista (de ayuno, mío). Buscaré otro o me haré clocharde. Es un problema desagradable en la medida en que no me interesa el dinero —y mi consiguiente horror de pensar en él. De todos modos, leo y escribo. Al menos eso es algo cierto. Ya le contaré si consigo otro. Hay lejanas probabilidades: tal vez alguna se concrete.
Mi madre me invita a pasear por Buenos Aires uno o dos meses. Grandes miedos ante esta proposición deshonesta. Me gustaría verlo a usted, a Olga, a unos poquísimos más. No obstante, me da miedo ir, me da claustrofobia.
Lamento que todo esté tan mal por allí. Ahora que llegó Pablo, ¿por qué no se vienen a París? Creo que tanto a Pablo como a Andrea les divertirá ir al Louvre, a los cabarets de streap-tease y a la Biblioteca Nacional, lugares sanos e instructivos. También les divertirá el frío y la nieve (la semana pasada murieron 17 ancianos. De frío, según los diarios. Este dato es para Andrea, cuyo humor negro presiento —y comparto). Y ahora lo dejo, para no seguir la ruta de los 17 ancianos. Supongo que para leer esta carta tendrá que hervirla previamente como hago yo ahora con mis dedos. Mundo frígido. Habito una casa de 200 años de edad y aseguro que la calefacción de otrora fue deficiente y frustradora. Pero al menos aprendo historia.
Dígame qué piensa de mi ya viejo librito. Otra cosa: sigo un antiguo consejo que me dio: escribo cuentos humorísticos.
Hasta pronto, entonces, y abrazos para los cuatro de
Alejandra



  Carta N.º 21[28]


Sábado.

Querido León Ostrov:
Si los de lo oculto se decidieran de una vez a trabajar (tas de fainéants!) y comenzaran con algunos pequeños milagros como ser, por ejemplo, que el Dr. Sigmund Freud resucitara en una ciudad llamada, curiosamente, Buenos Aires; y si el sabio y poeta tuviera interés en mi persona, es seguro de que no podría hacer nada por mi jamás habido talento oral.
No me lamento por carecer de eso que nunca tuve pero confieso que anoche, en el Edelweiss, hubiese querido sobrepasar, unos instantes, al viejo Bossuet, o, al menos, a Norah Lange, en materia de elocuencia, a fin de decirte —entendí que me tuteaste cuando llegué sin una gota de alcohol adentro— cuánto me emocionaron, cuánta alegría me dieron, tus frases tan cálidas, tan bellas, tan reconfortantes —algo así como un fuego en la noche de invierno («Un feu pour vivre mieux»).
Gracias, entonces, y como no sé decirlo de un modo mejor, te dejo este poema. Es el primero —su torpeza lo atestigua— de una serie de poemas en prosa escritos entre fines de octubre y mediados de enero —en «estado segundo» y con una marmita boschiana en el lugar donde los demás piensan. «Todo eso era presentimiento». El último poema es una endecha que evoca los ritmos de los cantos de mi raza. Y, horas después del punto final, mi padre moría —lejos de Buenos Aires— ante el asombro del propio médico de él.
Todo esto, porque te interesan tan bondadosamente mis poemas, creo que ahora comprendes el brusco cambio de extensión, de significaciones, de estructuras, etc., si bien será más comprensible a medida que corrija y publique los que siguen a éste, un tanto más hermosos y más terribles, como es de esperar. Con todo, el último —muy extraño— describe a la pequeña Alice de L. Carroll tomando el té con Mme. Lamort. Entonces, es cierto que la muerte es una iniciación en el verdadero país de la infancia.
Gracias de nuevo. Un abrazo, otro para Aglae y para los niñitos, de
Alejandra



   

ALEJANDRA PIZARNIK (Buenos Aires, 29 de abril de 1936 - Ibíd., 25 de septiembre de 1972) nació en una familia de inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco. En 1954, tras el bachillerato, ingresó en la facultad de filosofía y letras de la universidad de Buenos Aires, pero no acabó sus estudios. Lectora empedernida desde muy joven, publicó su primer libro, titulado La tierra más ajena, en 1955. Le siguieron La última inocencia en 1956 y Las aventuras perdidas en 1958. Entre 1960 y 1964 se instaló en París y ahí colaboró con distintas revistas y diarios. De esa época procede su amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, quien prologó su cuarto poemario, titulado El árbol de Diana (1962).
En 1964 regresó a Buenos Aires y publicó sus obras más conocidas: Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971). Desde 1954 en adelante, Pizarnik fue redactando un diario que la acompañó hasta los últimos días de su vida. En 1972, a la edad de treinta y seis años, decidió morir en la misma ciudad donde había nacido.

  Notas


[1] Ivonne Bordelois, Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, 1998. <<
[2] Alejandra Pizarnik, Dos letras, Barcelona, March Ed., 2003 (Presentación de Carlota Caulfield). <<
[3] León Ostrov, «Recuerdo de Alejandra», La Nación, Suplemento Cultural, 1983 (reproducido a continuación). <<
[4] Ivonne Bordelois, Correspondencia Pizarnik, op. cit., p. 47. <<
[5] Inés Malinow, «Juicios críticos», Poesía Argentina Contemporánea Tomo I, Volumen Sexto, Buenos Aires, Fundación Argentina para la Poesía, 1980, pp. 2834 y 2835. <<
[6] Inés Malinow, «Alejandra Pizarnik secreta», La Gaceta¸ Suplemento Literario, domingo 30 de noviembre de 1997, p. 4. <<
[7] Inés Malinow, Alejandra secreta, Edición de la autora, Buenos Aires, 2002, p. 7. <<
[8] Patricia Venti, «El discurso autobiográfico en la obra de Alejandra Pizarnik», Grafemas, Asociación Internacional de Literatura y Cultura Femenina Hispánica, diciembre de 2007. <<
[9] Alejandra Pizarnik, Diarios (Edición a cargo de Ana Becciu), Barcelona, Lumen, 2010, p. 40-41. <<
[10] Alejandra Pizarnik, «Aproximaciones» (Poemas no recogidos en libros), Poesía Completa (Edición a cargo de Ana Becciu), Barcelona, Lumen, 2010, p. 309. <<
[11] Alejandra se refiere al «combate en cierto modo suicida que cada uno de nosotros mantiene con el lenguaje» en una carta dirigida a Antonio Beneyto el 27 de noviembre de 1969 publicada en Corner 2, primavera de 1999, traducida al inglés por Carlota Caulfield y Angela McEwan. La re-traducción al castellano es mía. <<
[12] Ana Becciu, «Introducción», Alejandra Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 8. <<
[13] Alejandra Pizarnik, «El deseo de la palabra», Poesía Completa, op. cit., p. 269. <<
[14] Publicado en La Nación, Suplemento Cultural, 1983. <<
[15] Carta despachada desde Villa Gesell el 13 de febrero, probablemente de 1955. <<
[16] Sin sobre y sin fecha. Podría tratarse de una carta entregada en mano, ya que aparentemente fue escrita mientras Alejandra estaba en tratamiento con Ostrov. <<
[17] Carta despachada desde París el 4 de junio de 1960. <<
[18] La carta no tiene fecha y no se conserva el sobre. Probablemente corresponda a comienzos de junio de 1960. <<
[19] ¿Qué diablos le preguntaré? Lo único que me gustaría saber —pues las opiniones están divididas— es si se acuesta o no con Sartre. <<
[20] Carta despachada desde París el 7 de septiembre de 1960. <<
[21] Carta despachada desde París el 16 de octubre de 1960. <<
[22] Carta despachada desde París el 14 de noviembre de 1960. <<
[23] Carta despachada desde París el 22 de febrero de 1961. <<
[24] Carta despachada desde París el 4 de abril de 1961. <<
[25] Carta despachada desde París el 21 de junio de 1961. <<
[26] Sin fecha y sin sobre, pero seguramente escrita entre julio y agosto de 1961. Nouvelle Revue Française (Nota de la ed.) <<
[27] De 1963. <<
[28] Esta carta fue enviada desde Buenos Aires, y aunque el año del matasellos es ilegible, los datos contextuales permiten inferir que fue despachada el 21 de noviembre de 1966. Está escrita sobre un apartado de la revista Testigo N.º 3, de 1966, donde Alejandra publicó «Noche compartida en el recuerdo de una huída» (que más tarde incluirá en Extracción de la piedra de la locura, Buenos Aires, Sudamericana, 1968). Al final del texto impreso, la autora escribe de puño y letra una fecha: 10 de octubre de 1965, aparentemente la fecha en que escribió el poema allí publicado. <<

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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