jueves, 22 de septiembre de 2016

Carlos Fuentes AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO. Novela póstuma.

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Carlos Fuentes
AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO
Título original: Aquiles o El guerrillero y el asesino
Carlos Fuentes, 2016
 Carlos Fuentes trabajó en el manuscrito de Aquiles o El guerrillero y el asesino durante los últimos veinte años de su vida. Se documentó exhaustivamente, escribió distintas versiones, reorganizó materiales, corrigió y reescribió partes completas de la obra y seguía haciéndolo cuando le llegó la muerte. No quiso entregar el manuscrito a sus editores mientras el conflicto armado más antiguo de América Latina no llegara a su fin. La publicación de Aquiles coincide ahora con la que parece ser la última negociación entre la guerrilla y el gobierno colombiano: la hora de la verdad, el fin de las cuentas pendientes, el comienzo de la paz. Este es el mejor momento para leer la novela póstuma de Carlos Fuentes que Alfaguara y Fondo de Cultura Económica presentan en edición al cuidado de Julio Ortega.
SILVIA LEMUS
 Aquiles, entre la crónica y la ficción
Prólogo por Julio Ortega
Conocí a Carlos Fuentes el verano de 1969, en la Ciudad de México, y he compartido con él hasta el final una periódica conversación sobre libros, lecturas y proyectos al azar de los coloquios pero, sobre todo, en sus visitas anuales a la Universidad de Brown, donde lo tuvimos de professor-at-large durante casi veinte años. En su tiempo en Yale, Emir Rodríguez Monegal solía decir que él y Haroldo de Campos tenían montado un «circo ambulante» que perfeccionaba su acto en el circuito de los campus universitarios. Carlos Fuentes era, a pesar de las apariencias de cosmopolita feliz, impecablemente profesional. Organizaba sus papeles con esquemas, notas y citas, y prefería escribir sus conferencias para leerlas de pie, con gusto y brío. Sus clases tenían la sobriedad de una lección magistral. Me costó animarlo a contar el proceso de escritura de algunos libros suyos, lo que consideraba meramente «anecdótico». Había explicado, con elocuencia, el origen de Aura en un ensayo que escribió en inglés, demostrando que esa novela venía de muchas fuentes (relatos, películas y hasta una ópera), y era inevitable concluir que venía, en efecto, de la literatura. Luego deduje que esa argumentación velaba una trágica relación amorosa. Y es probable que algunas líneas narrativas de su vasta obra resuelvan la experiencia como transfiguración eminentemente literaria.
Otra vez me contó, por fin, el origen de las tres personas narrativas en La muerte de Artemio Cruz. Estaba solo en una ciudad nórdica, en un invierno helado, agonizando en la búsqueda de una solución al relato cronológicamente lineal que era el primer borrador de esa novela. Frustrado por el ensayo de varios montajes, decidió darse un baño en el Báltico. Se lanzó a las aguas heladas y la conmoción fue tal que, al salir, tenía la respuesta: la novela sería organizada en las tres personas narrativas. Fuentes, creí entender, resiste revelar el proceso creativo de sus libros porque su laboriosa formulación final los hace independientes del autor. Aun siendo novelas abiertas y diversificadas, y varios de sus temas son recurrentes, no escribió dos novelas iguales: cada libro agotaba una formulación, que se hacía irrepetible; cada novela postulaba su suficiencia, en sí misma desplegada y única. Otras confidencias son, de seguro, más conocidas: el disgusto que se llevó Alfonso Reyes cuando el joven novelista, al que de niño había sentado en sus rodillas, le llevó un ejemplar de su primera novela, La región más transparente, y comprobó que ese epíteto rebajaba con crudeza su famosa frase: «México, la región más transparente del aire». Supongo que es igualmente pública la novelización de Octavio Paz que Fuentes hizo, con complicidad irreverente, en esa novela. Sabía, creo yo, que cada novela suya tendría una acogida imprevisible. También, que cada libro tenía sus lectores, casi una tribu independiente. Por eso, le desconcertó que las feministas creyeran que Diana o La cazadora solitaria era una novela machista, cuando él sabía que era una humillación del macho mexicano. Terra Nostra, que había merecido una broma de Carlos Monsiváis («Se requiere una beca para leerla», dijo), era su novela más querida: «Es la que me ha ganado mejores lectores», decía. Es la novela suya que prefirieron Milan Kundera, Robert Coover, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Juan Francisco Ferré…
No menos característico de su lectura es que uno prefiriera unos libros y, más tarde, otros. Estas novelas no se quedaban quietas al volver la última página. Seguían vivas, esperando ejercer su rara actualidad. Quizás sea ése un rasgo de su formulación barroca: nunca acabamos de ver el claroscuro de Velázquez, no vemos del todo el tenebroso del Greco, nos sigue inquietando la luz de Zurbarán. Fue ese teatro de iluminaciones y sombras, de formas interpuestas y canjeadas, lo que hizo preferir a Guy Davenport la lectura de Una familia lejana. Esa novela y Aura le parecieron a Octavio Paz, soy testigo, las mejores de Fuentes; después coincidí con él en la estima por Cristóbal Nonato. Ya Julio Cortázar, en una carta de 1962, le agradecía a Fuentes el envío de Aura y La muerte de Artemio Cruz, publicadas el mismo año, y manifestaba su asombro por que ambas novelas fuesen del mismo escritor. Pero no sólo cambian estas novelas en nuestra lectura, rehaciéndose, libres de su cronología; sino que, y esto es más inquietante, su fecha de publicación no es necesariamente la de su escritura. Discutiendo el tema con Fuentes, logré que me revelara que los cuentos de Constancia son de épocas muy distintas. O sea, están libres de la cronología, y se deben sólo al presente pleno de nuestra lectura. Lo cual explica que en otra visita suya le dijera yo: «Acabo de leer tu último cuento en una revista de Buenos Aires». «¡Pero si es mi primer cuento, lo escribí cuando tenía veinte años!», exclamó, triunfal. Como crítico, estaba yo obligado a una interpretación: Fuentes ha escrito de joven su obra más formal, histórica y madura para poder escribir, de adulto, su obra más exploratoria, libre y juvenil. No es casual sino previsible que haya escrito de niño, como tarea escolar, un capítulo que le faltaba al Quijote. Gracias a estos espejismos, no menos barrocos, con las anticipaciones y anacronismos de su narrativa, Fuentes fue capaz de reordenar postbalzacianamente su obra bajo el rubro de La Edad del Tiempo (paradoja sólo aparente, ya que el tiempo no tiene otra edad que la que le demos en la lectura). Más audazmente, en esa lista de sus libros incluyó algunos que aún no había escrito pero planeaba escribir. El hecho es que esa Biblioteca Fuentes constituye una bibliografía imaginaria de América Latina. Buscaba, creo yo, documentar las fundaciones de un tiempo nuevo, el latinoamericano, como la saga de una modernidad construida por su propia historia del futuro. Por eso creyó que los narradores latinoamericanos (y no sólo los del Boom, también los anteriores y, sin duda, los que vinieron después) escribían, cada uno, su propio capítulo de esa saga. Exorcizaban los fantasmas nacionales y forjaban un espacio común. La novela, así, fue nuestro primer territorio hospitalario, la «tierra nuestra» de la modernidad solidaria. En el tomo 15, el último de esa biblioteca tan efectiva como venidera, se consignan tres novelas bajo el título de Crónicas de Nuestro Tiempo: una es Diana o La cazadora solitaria, otra no llegó a escribirla (Prometeo o el precio de la libertad) y la tercera es la que tiene en sus manos el lector.
En el archivo de Aquiles (que he manejado para esta edición gracias a Silvia Lemus de Fuentes), en una página fechada en 2003, Fuentes advierte que estas tres novelas son crónicas porque «(me) limito al testimonio de sucesos contemporáneos que me han tocado de cerca». Tienen, por ello, añade, «algo de confesión, algo de periodismo». La primera está dedicada a las «ilusiones y desilusiones de los 60s». La segunda, a un estudiante de Chiloé que sufrió «tortura y muerte» cuando el golpe de Pinochet. Y la tercera está dedicada a «mi relación con Colombia», y parte de «un dramático episodio violento», la historia de Carlos Pizarro Leongómez (1951-1990), jefe guerrillero del M-19, quien abandonó las armas, se propuso como candidato a la presidencia de la república y fue asesinado por un joven sicario a bordo de un vuelo de Avianca el 26 de abril de 1990. La Crónica, adelanta Fuentes en su esquema, se propone:
«—privilegiar el elemento temporal de la novela
»—aspirar a derrotar el carácter sucesivo de la narración
»—darle el privilegio simultáneo de la percepción».
«Para seguir —añade— la lección de Virginia Woolf sobre los tiempos que laten en todo corazón humano, así como la idea de Faulkner de que el presente empezó hace diez mil años y el futuro está ocurriendo ahora.»
Menciona a Heisenberg y su principio de indeterminación, para sostener que el tiempo es un elemento del lenguaje usado por el observador que busca describir su entorno. Y concluye: «Tiempo es lenguaje — tiempo es construcción del lenguaje».
Aquiles o El guerrillero y el asesino se postula, así, desde sus primeras menciones como una crónica colombiana y latinoamericana, tan histórica como personal, que a partir del relato de los hechos fidedignos tendrá la función recuperadora de la ficción. La desencadena uno de los más trágicos episodios de la violencia colombiana. Fuentes siguió la desgarradora noticia del asesinato de Carlos Pizarro en los periódicos, y debe haber imaginado muy pronto la necesidad de escribir un testimonio sobre los hechos, pues encargó al servicio de fotocopias de la Biblioteca del Congreso, en Washington, reproducciones de la noticia en los principales diarios norteamericanos, y guardó recortes de otros periódicos colombianos y españoles. Pronto, la documentación, los testimonios de los amigos y las heridas abiertas de Colombia imponían al testigo de su tiempo el relato de los destiempos. Pero la crónica iría a dar a la novela, donde la historia resuelve el luto civil, y donde la lectura busca hacer sentido para que los héroes no abandonen el lenguaje y sigan actualizando sus demandas. La breve y rutilante historia de Carlos Pizarro poseía el brío heroico y la lección trágica de la civilidad no sólo en Colombia sino en cualquier país que agoniza en su urgencia de legitimar el poder. Entre el crimen del narcotráfico, el derroche histórico de unas guerrillas que para negociar la paz deben seguir disparando, y unos grupos ultramontanos, autoritarios y antimodernos, Pizarro buscaba proseguir una guerrilla reivindicadora del campesinado acorralado, y su breve historia, gracias a su liderazgo y carisma, renovó el ánimo político estancado en la polarización. Por lo mismo, cuando Pizarro y otros comandantes acordaron deponer las armas para sumarse a la competencia electoral, Colombia pareció proyectar un futuro democrático sustantivo. Pero si por un lado la urgencia de los hechos le imponía al escritor avanzar con su proyectada crónica, por otro lado la adversaria fragmentación civil, la corrupción del narcotráfico y los grupos delincuenciales armados como policía secreta le imponían al narrador un relato que excedía la crónica y requería de la novela. Los mismos hechos apuraban el texto y lo retardaban. Pocos libros le costaron a Carlos Fuentes tantos años, borradores y recomienzos.
Los años noventa, por lo demás, fueron para Fuentes un período de largas tareas y permanentes compromisos. La serie de filmaciones para El espejo enterrado, que fue un programa de la BBC y luego un tomo (1992); la publicación de Diana o La cazadora solitaria (1994), que fue su incursión más arriesgada en la abyección y lo perverso, y resultó pobremente leída, lo embarcó en una disputa con un escritor mexicano que lo acusó de plagio. Y aunque fue exonerado de la acusación, gracias a un impecable informe redactado por José Emilio Pacheco, resultó una experiencia amarga para él. No es casual que dejara en paz su biografía amorosa (yo le había advertido que si seguía por esa veta terminaría plagiándose a sí mismo) y, más bien, volviese al repertorio migrante, en La frontera de cristal (1995). Estaba Fuentes, en efecto, explorando su vasto territorio narrativo, y no encontraba, a pesar de sus intentos, la forma distintiva que exigía la historia de Carlos Pizarro. Por un lado, estos dos Carlos podrían haber sido parte de la misma familia, tanto por el origen de ambos en lo que entonces se llamaba «la alta burguesía» y hoy, por influencia del inglés, se llama «la clase privilegiada», como por su compromiso con la justicia y el movimiento socialista y reformista. Fuentes se adhirió a todas las revoluciones nacionales sólo para terminar decepcionándose de cada una. Algunos le han criticado con aspereza que no se decepcionara más temprano. Pero era un intelectual público y su apuesta por las revoluciones no fue siquiera política, fue fundamentalmente ética. Como lo fue la opción de Carlos Pizarro por las armas primero y por las urnas, después. Luego de los remordimientos, a la hora de los balances, Fuentes recuperaba el humor y despedía otro capítulo: «Todas las revoluciones fracasan —me dijo—, pero entre tanto producen unos momentos muy padres».
Los varios borradores de esta novela sugieren las diversas rutas que consideró. Quizá la primera fue reconstruir el grupo guerrillero de Pizarro como un núcleo ilustrado, en el que Pizarro es Aquiles gracias a que Ospina es Cástor, Fayad es Pelayo y Bateman es Diomedes. El secuestro de la espada de Bolívar, audaz incursión de la guerrilla, resulta equivalente al robo de la imagen sacra de Atenea. Otro esquema, menos didáctico y más social, busca reconstruir la severa moral de la familia del héroe, donde el padre es casi liberal, la madre tiende a ser conservadora y los hijos estudian con los jesuitas. Pronto, Fuentes consigna información sobre la familia, tal vez habida de testigos cercanos, que luego utilizará en la novela para definir el drama familiar cuando los hijos optan por la guerrilla. Así, los rasgos diferenciales de los hermanos y los demás miembros del núcleo se distinguen novelescamente. Un esquema, quizá también temprano, traza un paralelo siniestro entre los pasos de Aquiles y los de su asesino, ambos camino al aeropuerto. Unas cincuenta páginas de notas que apuró sobre Colombia y la encrucijada en que agoniza demuestran la voluntad de veracidad del autor, tanto como su gusto dramático por los detalles.
Por fin, el 16 de junio de 1994 Carlos Fuentes parece tener en sus manos la huidiza novela (crónica, biografía, ficcionalización…), y con un borrador al frente prepara, aprovechando sus vacaciones en Martha’s Vineyard, lo que llama el «2nd Draft». Son treinta y tres folios, redactados en una máquina de escribir (Fuentes nunca utilizó la computadora, escribía con una Olivetti portátil que, al final de cada novela, quedaba destrozada; un día, trabajando en sus archivos, al abrir una puerta del armario encontré un cementerio de Olivettis). La primera página es un posible índice:
1) Introducción. Asesinato de CP. CF y Colombia ¿genealogía de la violencia aquí?
2) Act 1: Espada
3) Campamento, Recuerdos —infancias— motivos ruptura… Héroes-revoluciones campesinas. La genealogía de la violencia.
4) Act 2: Túnel
5) Guerrilla. Contradicciones —Jefes— El cacique. El amor. Magia campesina versus razón guerrillera.
6) Act 3: Cárcel
7) Rehén: El Príncipe. La discusión ideológica. La contradicción. Injusticia colectiva e injusticia individual.
8) Act 4: P. J.
9) Combate final
10) Entrega armas
11) Muerte
Cuatro veces, al final de las entradas 3, 5, 7 y 9, como una sombra, es mencionado el sicario. Es interesante la secuencia de actos y escenificaciones. En el octavo capítulo, «P. J.» alude al horrendo episodio de la toma del Palacio de Justicia. Este esquema cubre, más bien, el tiempo de los hechos y en el «2nd Draft» la narración habrá impuesto su propia lógica, más narrativa que cronológica.
A estas alturas de los manuscritos (I y II, transcripciones parciales y muchas notas y recortes de prensa), me doy cuenta de que si bien todas las explicaciones acerca del extenso proceso de escritura son verosímiles, incluso la misma dificultad de representar la tragedia colombiana, verdadero desafío a la inteligencia, resulta notable la nobleza del escritor que batalla con todo su oficio y su memoria cultural para encontrar una formulación que proyecte la novela en el porvenir de la lectura, incluso más allá de la conciencia de derrota y la cuota retórica de «el luto latinoamericano». En una situación paralela, Dante apeló a la teología para darle forma a lo que no tenía forma: el infierno. En efecto, el infierno es tal no porque hace mucho calor sino porque está desarticulado. Esto es, resulta impensable. Pero el sabio guía y la promesa del trayecto convierten el caos en lenguaje. No quiero sugerir que Colombia es más grande que el infierno y que Fuentes no acababa de meterla en un libro. Sino que consideró la apasionada fe en la razón que define a la gran crónica, capaz de ensayar lo excepcional para controlar un mundo feroz y adverso, hecho diálogo con el lector. Naturalmente, la crónica era entonces una forma del periodismo duradero, no del periódico de ayer. Alma Guillermoprieto había sido capaz de hacernos recorrer otro inferno hecho texto: la ciudad construida por la basura mexicana. Tomás Eloy Martínez, Carlos Monsiváis y Edgardo Rodríguez Juliá habían hecho otro tanto con la violencia política, la cultura del poder y la música popular. La agudeza intelectual de ese modelo de la crónica (tan lejos del testimonio sentimental que predomina en la crónica actual) podría haber sostenido una lectura veraz de los hechos en torno al conflicto colombiano. No dudo que otros no lo hayan intentado. Javier Cercas, desde la conflictividad perpetua de España, ha explorado las fronteras de una crono-novela. Y, entre los nuevos exploradores de mapas interactivos que hacen uso creativo de Google, Jorge Carrión ha hecho el mapa familiar de la subjetividad migratoria. Para Fuentes era la novela el género que podía asumir la historia no sólo en tanto lección verosímil, también como proyección verdadera. Pero no se trataba del género más conveniente para asumir la historia, sino del drama más íntimo de encontrar un registro de habla. Por ello, al final de estos trabajos de recuperación, he llegado a concluir que Fuentes buscó largamente a Pizarro en el lenguaje mismo.
Lo buscó, primero, en su memoria de Colombia, hecha verbo en algunos amigos cercanos y de largo impacto en su vida y obra: Jorge Gaitán, Gabriel García Márquez, Fernando Botero, Laura Restrepo, Belisario Betancur; luego, en su literatura, en su historia, en su política, en sus varios paralelos con México… Lo había buscado en la prensa internacional pero lo encontró más cercano en esas voces vivas, a las que se sumaron las de la familia de Pizarro. En un fax a García Márquez, Esther Morón le ofrece a Fuentes hablarle del Pizarro «que vino después, el que entendió y abrió el camino de la paz en 1989 y 1990, después del desierto que tuvimos que atravesar»; en otra carta, María José Pizarro, la hija menor de Carlos, le cuenta que cuando se anunciaba en los diarios que Fuentes escribía una novela sobre su padre, ella corría a las librerías a preguntar si ya había llegado. No dejaba de tener razón: la escritura misma de la novela era ya una novela sobre cómo escribir una novela honesta y colombiana. En el archivo encontré también un juicioso ensayo de Darío Villamizar H., «Carlos Pizarro, primer paso a la paz», que debe haberle confirmado la bondad intrínseca de su Aquiles.
Hasta que, novelista de raza al fin, Carlos Fuentes encontró a Carlos Pizarro en el lenguaje y pudo sentarse, como narrador, en la misma fila de asientos del último viaje del héroe. Y pudo hacerse testigo de su asesinato, reescribir la historia acompañando a su personaje herido y seguir los pasos (cosa terrible, dijo Vallejo) del niño que sería el asesino. Fuentes había encontrado, quiero decir, el lenguaje fraterno, y desde su sabiduría narrativa, largamente probada, y ahora puesta a prueba por el asombro trágico, gestaba, otra vez, una novela latinoamericana hospitalaria, donde la muerte no fuese un deporte nacional sino una lección de piedad.
Dos veces, en sus visitas a Providence, me habló Fuentes de la novela sobre Pizarro. La primera, fue su preocupación con el tema: le había prometido a Silvia, me confió, que no iría a Colombia sin terminar esa novela. La noticia de que estaba escribiéndola se había anunciado varias veces en la prensa y, después de todo, los asesinos de Pizarro andaban sueltos. Ver a Pizarro regresar a Colombia de la mano de Fuentes podría perturbar el sueño de algunos personajes. La segunda vez fue en torno a un problema técnico. No estaba seguro de dónde ubicar el asesinato de Pizarro, si al comienzo de la novela o al final de la historia. El asesinato era bien conocido, casi familiar, en Colombia y no cabía mantener al lector en suspenso con un desenlace sabido. Le recordé que Gabo había agotado las posibilidades al ubicar el asesinato de Santiago Nasar al comienzo, al medio y al final de su Crónica de una muerte anunciada. Después de esa proeza, un novelista quedaba libre de opciones, aunque no de refutaciones y hasta juicios civiles y políticos. Fuentes encontró una variante no menos diestra: hacerse testigo presencial del asesinato, y dejar para el final la muerte del joven sicario, liquidado en pleno vuelo por los guardaespaldas de Pizarro. En su zapato había dejado su lastimero testamento.
En 2004 Fuentes leyó un capítulo introductorio de la novela en el Festival Internacional de Roma, y leyó otro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en noviembre de 2007. Al año siguiente, volvió a proponerse un esquema más elaborado, lleno de información histórica. Al mismo tiempo, encargó una transcripción de las setenta páginas, que no llegó a revisar, y evidentemente decidido a terminar la novela, añadió numerosas referencias para incorporar secciones del segundo manuscrito, y hasta escribió a mano ciertas páginas para completar algunas de ellas. Dejó el libro así, sin revisar una última versión, incluso sin encargar una más limpia transcripción. De modo que para organizar el manuscrito final he debido seguir las indicaciones del autor sobre el traslado de secciones del manuscrito 1 al manuscrito 2, así como incorporar al cuerpo del relato algunas notas que dejó. Fuentes había titulado algunos capítulos, siguiendo el primer borrador, pero al recomponer el manuscrito final entendí que esa estrategia, que correspondía a una novela basada en frescos, linajes y personajes, había quedado superada por las revisiones, que numeraban los capítulos. Creí más sobrio seguir este ordenamiento, que relieva la continuidad narrativa del texto cronológico. En un momento dado, entre más dudas que alternativas, me di cuenta del drama textual del manuscrito: sus varias etapas eran sustituidas unas por otras sin acabar de definir un diseño final. Quizá, pensé, la forma quebrantada de la historia sólo podía ser ensamblada como una memoria y cedida como un tributo.
Cuando me tocó editar la novela abandonada de José Donoso Lagartija sin cola (se llamaba, en verdad, La cola de la lagartija, pero con Alfaguara decidimos cambiar el título para complacer a Luisa Valenzuela, quien tiene un libro, uno de sus mejores, con el mismo título), me encontré con unas páginas sueltas sobre la infancia de los personajes, que no cabían en la novela; lo obvio hubiera sido incluirlas como prólogo, pero decidí convertirlas en epílogo. En el caso de Aquiles o El guerrillero y el asesino, en cambio, la situación era mucho más compleja: cada capítulo era prologal y epilogal a la vez. Editando Rayuela para Archivos de la Literatura Latinoamericana, con Flor María Rodríguez Arenas, decidimos que los capitulillos que encontramos en el manuscrito y no entraron en la novela los incluiríamos como tales al final de ella. En cambio, al editar con Elena del Río Parra el manuscrito de «El Aleph» de Borges para el Colegio de México, pudimos transcribir en columna paralela todo lo que no llegó a entrar en el cuento o fue enmendado en el proceso (Beatriz y Carlos, por ejemplo, eran hermanos en el manuscrito y solucionaron el incesto al aparecer como primos en el cuento), y consignar, de paso, las muchas variantes y recomienzos. Si el manuscrito de Cortázar postula una Rayuela suplementaria, el de Borges sugiere que en la literatura la lectura del mundo es potencialmente ilimitada porque cada lector ve otro mundo.
En el manuscrito de Fuentes, en cambio, vemos el histórico dilema del escritor soportando el peso de su tiempo ardorosamente adverso, al comienzo de las reformulaciones nacionales, cuando la violencia es parte del debate por definir las diferencias y legitimar el poder. Quizá por ello desapareció el manuscrito de El matadero, la primera gran denuncia latinoamericana de la violencia del Estado ilegítimo. Su editor, Gutiérrez, nos dice que el cuento no se publicó en vida del dictador porque le hubiera costado la suya a Echeverría. También el manuscrito del Aquiles de Fuentes es un documento desfundacional de nuestras repúblicas de legitimidad alarmada: la historia de Pizarro es una parábola extrema de sacrificio y muerte, en la que se pierde la guerra para ganar la paz; y para que las elecciones sean legítimas. Se trata de la paradoja de lo postnacional sin nación. Con una guerrilla envejecida que no tiene hoy otro futuro que negociar no la paz sino la guerra, y con un narcotráfico que podría ser sustituido por una empresa multinacional más implacable aún, la refundación moderna de Colombia, que tuvo en Carlos Pizarro su breve fuego perpetuo, y su novela, que convierte ese sueño en trágico relato, son paralelas: la vida y la novela se alimentan de esa protesta esperanzada, y apuestan por un país imaginado como un territorio organizado por la Ley. Como postula el jurista Hernando Valencia: en un territorio de los Derechos Humanos. Aunque en los esquemas iniciales de la novela aparece un capítulo octavo sobre el trágico episodio de la toma del Palacio de Justicia, pronto el capítulo anunciado desaparece, y en unas notas el autor consigna: «M19 se extingue en pal. de Justicia. CP a Europa. 6 meses. ¿Cómo reconstruir M19? Personaje perdido. Opción: Resucitar cadáver… CP opta por la paz». Pero Fuentes no siguió esa opción, más bien rulfiana, y decidió eludir el drama; probablemente porque el episodio, bien conocido, habría tenido un peso histórico que excedía a los hechos narrados.
Quizá no sea casual, sino parte de la fábrica misma de estos trabajos, que al sumar, interpolar, transcribir y barajar secciones, me encontrara recomponiendo un rompecabezas; pero era un puzle que carecía de una imagen matriz, cuyas partes se supone que arman una figura. Un rompecabezas sin modelo para armar sugiere que Fuentes rehusó que sus capitulillos sumaran una pintura reconocible y nombrable. Después de todo, no llegó a leer, pluma en mano, el manuscrito de este libro. Pero supo, creo yo, que todo lector sería el editor de esa interpolación, más que mera suma, de secuencias; y que armaría, postulando su propio documento, una figura refundadora propia y distinta. Una pregunta por Colombia que incluye al lector ante un espejo restituido. Después de todo, como demostró Gabo, no hay colombiano indocumentado.
Providence, 16 de diciembre de 2015

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