ESTUDIO PRELIMINAR «TODOS LE MURMURAN»: EL REINADO DE CARLOS IIY LA POESÍA DE SÁTIRA POLÍTICA i . I n tro d u c c ió n : «Esto, es, señor, u n a v erd ad era B abilonia»1 El 17 septiembre de 1665, cuando falleció Felipe IV y su hijo de apenas cuatro años le sucedió en el trono, se abría un período institu cional en la Monarquía que se desconocía desde la Baja Edad Media; es decir, una regencia femenina como la que había protagonizado María de Molina a comienzos del siglo xiv. Daba comienzo «un tiempo in cierto cuyo desenlace podía tener consecuencias fatales para la misma dinastía y para los territorios de la Corona» (Kalnein, 2001, p. 43). No obstante, el testamento del rey, firmado el 14 de septiembre, había deja do muy perfilado el gobierno acorde con la experiencia de los modelos medievales y a lo dispuesto en las Partidas, pero también ajustado a las directrices de los pensadores políticos contemporáneos: la reina, Ma riana de Austria, ejercería como regente hasta que Carlos alcanzara la mayoría de edad, los catorce años (en noviembre de 1675), asistida por una Junta de Gobierno compuesta, según ya estaba previsto desde 1658, por seis miembros, los presidentes de los Consejos de Castilla y Aragón, el arzobispo de Toledo, el Inquisidor General, un miembro del Consejo de Estado y un representante de los Grandes: 1 Carta del barón de Lisola, embajador austríaco, al emperador en enero de 1666. Cit. por Ruiz Rodríguez, 2005, p. 265, n. 372. Murió el príncipe de Fez [Felipe IV] que en aquel reino se usa, aunque el príncipe lo excusa que lo ejecute una vez. Por gobernador y juez un confidente dejó y seis bajaes mandó que le asistan por oficio: el que labró este edificio, perdone si se cayere y dé adonde diere, (núm. 65, w . 33-43)
De esta forma, con aquella Junta —compuesta, según Maura (1942, I, pp. 29, 56), por «tres segundones, un hidalgo de gotera y un grande de nuevo cuño» o, si se prefiere, «el Político [conde de Castrillo], el Diplomático [conde de Peñaranda], el Jurisconsulto [Cristóbal Crespí, vicecanciller de Aragón], el Militar [marqués de Aytona], y el Prelado [Pascual de Aragón] — , si bien el monarca difunto había intentado evitar un nuevo valimiento y preservar el legado de su reinado, en realidad «el testamento se convirtió en plataforma para las disputas políticas de los años siguientes» (Kalnein, 2001, p. 50). De hecho, con esta medida, el papel del Consejo de Estado, e incluso el del sistema polisinodial en su conjunto, había quedado diluido y los equilibrios políticos habían perdido su estabilidad. Por otra parte, la reina madre, necesitada de conquistar la regencia y salvaguardar su autoridad ante los prejuicios por su condición femenina2, procuró «recortar lo más posible el poder de la Junta asesora, intentando gobernar, si no por sí misma, sí por personas de su elección», con lo que alimentó las intrigas de sus enemigos y se debilitó el poder real en una época de minoridad agravada por la mala salud del heredero3. Esto, al mismo tiempo que alentaba la esperanza de que la Monarquía derivara en un régimen aristocrático, provocó el resquemor de los miembros de la grandeza que se habían sentido relegados del poder, especialmente personajes de gran predicamento como don Juan José de Austria, hermanastro del rey, o el decano del Consejo de Estado, el duque de Medina de las Torres, pronto fallecido, 2 Ver para este asunto Olivan Santaliestra, 2006b, pp. 184-185. 3 Castilla Soto, 1992, p. 198; ver también Ribot García, 2000, pp. 78, 85; Graf von Kalnein, 2001, p. 50; Carrasco Martínez, 1999, p. 91; Olivan Santaliestra, 2006b, p. 186, 2006a, p. 71; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 129, 132; Bégue, 2017, p. 166. alejados de aquellas instancias, conscientemente quizás, para que, por su capacidad de liderazgo, no rompieran el equilibrio en las labores consultivas de la Junta, según apunta Ribot García, (2000, p. 81).
La preponderancia que dio la regente a personas ajenas a esta alta aristocracia, que se arrogaba el derecho y la obligación de asistir en exclusiva al rey y tenía una «concepción patrimonial de los puestos y cargos públicos» (Kalnein, 2001, p. 384), abrió la espita para que pugnara por sus aspiraciones hasta alcanzarlo. Que se consienta en la corte ver que la grandeza calla, aunque los llamen canalla un hombre de tan ruin porte y que no haya en esta corte quien sane tanto doliente, malhaya quien lo consiente, (núm. 68, w . 43-49) Así pues, lejos de que el nuevo estado de cosas fomentara la unidad entre todos ellos, su cohesión fue coyuntural, esporádica y volátil y con tribuyó a la división de facciones por las aspiraciones al poder del grupo de privilegiados. A ello contribuyó también la ausencia de un centro político firme y referencial aceptado por todos. En efecto, el reinado de Carlos II puede caracterizarse como un período en el que la activi dad política de la nobleza consistió en controlar los diferentes cargos y mecanismos de poder mediante la sujeción de la Monarquía y de sus instituciones, pues consideraba que tenía el derecho exclusivo y el deber para ello en su calidad de miembros insignes de este cuerpo político. Pero alcanzar el dominio, al ser su único objetivo común, implicaba el enfrentamiento entre las ambiciones de los elementos más destacados de esta aristocracia. En esta pugna política, los contrincantes, llevados a veces por odios sarracenos personales, otras por el mero interés, otras por la desconfianza, otras por la responsabilidad y el compromiso, de bían hacer frente y templar las divisiones internas, debían lidiar con la voraz avidez de potencias extranjeras en auge, debían buscar medidas que sortearan la crisis económica que afectaba a la mayoría de la pobla ción. Estas circunstancias, en su conjunto, hacen difícil, muchas veces, determinar la mudable pertenencia de unos y otros a una u otra facción. Para ejerccitar ese poder se necesitaba estar cerca, física y moral mente, del rey (y de las reinas).
A pesar de la debilidad de Carlos, ora por su minoría, ora por su carácter, ora por su salud, el monarca era la fuente de la que brotaba la legitimidad: la amistad y el ascendiente eran necesarios para cualquier valimiento, la confinidad permitía amoldar y sujetar la voluntad del monarca y contar con su anuencia sancionado- ra. Pero también era necesaria la forja de elaboradas redes clientelares con las que dominar las instituciones, al frente de las cuales aparecieron personajes que fueron de la inoperancia, al mesianismo, pasando por el oportunismo y la capacidad, la ambición y, por qué no, el voluntarioso servicio al bien común. Mas en esta lucha política cortesana se fue incorporando a lo largo de todo el siglo xvn la fuerza de la opinión pública o, si se prefiere, de una «opinión protomoderna», como apunta Olivari (2014, p. 36), ciertamente limitada, como una baza para lograr los objetivos de poder. Y quienes supieron usarla acabaron por alcanzarlo. Para construir un estado de opinión la sátira fue uno de los mecanismos utilizados en este período. Como resaltaba Gómez Centurión en un trabajo clásico (1983, pp. 12,13, 33): «Durante el reinado de Carlos II la profusión de la sátira es sorprendente», de forma que los libelos y pasquines se convirtieron «en los instrumentos más idóneos para despertar la murmuración y el descontento populares», hasta el punto de poder hablar de «campañas de opinión» que intentaron inclinar la balanza de la lucha de facciones en los momentos críticos del reinado. ¿Por qué el auge de la expresión satírica y de la agitación política? Sin duda por la debilidad, cuando no incapacidad, del monarca y de aquellos más próximos a él en las diferen tes instituciones. Así lo percibieron, en ocasiones de manera magistral, hombres como don Juan José de Austria y sus publicistas, o ministros como el conde de Oropesa o el cardenal Portocarrero que utilizaron diferentes recursos propagandísticos para atacar a sus enemigos políti cos y hacerse con las riendas del ansiado gobierno creando un estado de opinión favorable a sus intereses.
Por eso, si bien las composiciones no emanaban de la cultura popular sino de las facciones aristocráticas (Aichinger, 2016, p. 29), sí pueden calificarse como «populares» por el público al que iban dirigidas (Storrs, 2013, p. 282); así, las sátiras objeto de nuestra recopilación no fueron tanto el reflejo de una opinión públi ca sino la útil herramienta que, aprovechando un terreno abonado por el descontento y la crisis, podía utilizarse con eficacia para contar con el apoyo de una fuerza, el pueblo, a veces irracional y difícil de domeñar, con la que lograr los objetivos políticos personales y grupales en una capital convertida en un hervidero de desazón y malestar y en un centro de conspiraciones permanentes.
Pero, detrás de esta lucha política, ¿había algo más que ambiciones personales o la defensa de intereses estamentales y de facción? Es decir, ¿puede adivinarse, al menos a través de las sátiras que estudiamos, un de bate profundo sobre la manera de entender la Monarquía o una relación en profundidad de los objetivos concretos y de las ideas sostenedoras de un gobierno? Aunque algo de esto, como veremos, se intuye, la sátira en verso, como el pasquín o el cartel, no era el modo de adecuado de transmitir estos supuestos, más propios de manifiestos, de sermones, de panfletos de mayor o menor enjundia ligados a la tratadística política del momento4. La sátira en verso, con vocación divulgadora, tenía, sobre todo una intencionalidad crítica y humorística que perseguía un fin inmediato mediante la denigración del contrario. Sus versos sirvieron, a veces, como recordatorio de los deberes del rey e incluso para criticarle; sirvieron para la queja por la situación económica (la subida del pan, la pérdida de valor de la moneda, la corrupción y venta de cargos). La sátira fue utilizada para atacar al gobierno y personajes de la corte por su inoperancia o ineptitud al mismo tiempo que para alabar a los oposi tores, pero no tanto para exponer con detalle un programa político co herente e ideologizado, aunque sí barruntarlo. Para ello la sátira se servía de acontecimientos sabidos por todos, de anécdotas y chascarrillos (una boda, un engaño, un detalle insignificante de protocolo), de burlas y de fectos físicos (una cojera,la mala vista...), de carencias morales (la luju ria, la gula...), de taras de carácter (debilidad, soberbia...), de desprecios por supuestos orígenes o creencias (extranjería, herejía) o simplemente por las flaquezas de la condición femenina de sus protagonistas (pusila nimidad, achaques, esterilidad), con apreciables elaboraciones estilísticas, y el lenguaje eficaz, a veces claro, a veces codificado, para ganarse la atención y el favor de quien las leía y oía. En esta relación y selección de sátiras, al margen sus componentes estéticos y tipológicos que requerirán más demorados análisis5, puede advertirse una sincronía mediatizada entre estas y los hechos históricos,
4 Algunos aspectos relacionados con esta problemática estudia Alvarez-Ossorio, 2004. 5 En este proyecto apenas hemos podido abordar la edición de un corpus de cierta entidad. Nuestro propósito era precisamente poner a disposición de los estudiosos un material capaz de impulsar nuevas valoraciones de esta poesía, a menudo despachada con juicios despectivos que nos parecen demasiado apresurados, y que necesita mayores indagaciones. La misma riqueza de paradigmas paródicos que muestra, por ejemplo, a los que Ignacio Arellano ha dedicado un estudio que se publicará aparte, denuncia una complejidad estética y de recursos literarios hasta la fecha ignorada por la crítica. en la medida en que los textos satíricos contribuyen a distorsionar los hechos, pues esa es en verdad su intención.
Y ciertamente lo logra, pues muchos de los juicios que todavía hoy se manejan en torno a persona jes como Nithard, Valenzuela, don Juan José, Mariana de Austria, María Luisa de Orleáns y Mariana de Neoburgo y otros personajes, se funda mentan en los escritos sarcásticos de sus opositores y enemigos. Por eso, a pesar de la distorsión provocadora de las coplas, el objetivo de estas páginas es el repaso y la comparación de acontecimientos con los versos y viceversa, pues desde su subjetividad nos puede ayudar a entender el verdadero significado de las composiciones, así como el trasfondo polí tico y el ambiente de rivalidad de facciones y las maneras de entender el gobierno existentes en la corte madrileña, como han puesto de ma nifiesto diversos y valiosos estudios. 2. E l ciclo de E verardo N ith ard (1666- 1669): U na co rte de A uSTRIALES y GERARDASb El jesuíta austríaco Juan Everardo Nithard (1607-1681) llegaba a Madrid en octubre de 1649 en la comitiva que acompañó a Mariana de Austria para celebrar su matrimonio con Felipe IV, en calidad de con fesor de la nueva reina. Nithard había nacido en el seno de una familia católica de origen tirolés, aunque, según algunos, con un abuelo lutera no, sospechoso pasado que sería utilizado contra él cuando alcanzó las más altas cotas de poder en la corte: un confesor extranjero, Inquisidor General, que la bula de la cena entera se comerá, cuyos padres protestaron en Francofour o Amsterdán contra Carlos V invicto de Lutero la maldad (núm. 35, w. 49-56) 6 Según un memorial anónimo sobre los acontecimientos de 1668-1669 la divi sión en facciones en la corte había llegado hasta el mismo cuarto de la reina en donde unas damas se llaman Austriaíes y otras Gerardos, según apoyasen a don Juan José o al padre Juan Everardo (Novo Zaballos, 2010, p. 757).
En otros trabajos se habla también de esta división entre las damas de la corte en bandos de «nitardistas» y «juanistas» (Graf von Kalnein, 2001, pp. 118-119).Ver también sobre la división entre las damas de la corte el estudio de López Cordón, 2009. En 1607, combatió en la guerra de los Treinta Años en el ejército de la Liga Católica hasta que ingresó en la Compañía de Jesús el 6 de octubre de 16317. En su seno inició una importante carrera como do cente en los colegios de la institución que le llevaría a ser nombrado en 1646 preceptor y confesor de los hijos del emperador Fernando III, Leopoldo y Mariana. Fue tras la muerte del rey Felipe IV y con el acceso a la regencia de su viuda, Mariana, cuando el padre Nithard inició su carrera política, aunque ya con anterioridad, especialmente desde la muerte de Luis de Haro, en 1661, había formado parte de la Junta de Reformación de las Costumbres y de la de Medios y Reservas, donde demostró su capaci dad para la planificación y gestión de los recursos públicos8. Tras superar algunos escollos burocráticos por su condición de extranjero —como expresamente hizo constar Felipe IV en su testamento, en donde or denaba que no fueran miembros de los consejos «ministros ni jueces extraños de estos reinos»— y de jesuíta, el «teatino» de las sátiras9 —la Compañía exigía en sus estatutos que sus miembros renunciaran a los «oficios y dignidades de la Iglesia»—, en enero de 1666 la reina lo nom bró, con otros eminentes aristócratas de la corte, consejero de Estado: Siete de Estado consejeros vi, escucha, sabio, que te contaré: [•••] Y el otro ha sido un pater alemán que dizque absuelve ya que es bendición: él está graduado en Abmsterdam (núm. 30, w. 1-2, 9-11)
Además, el 22 septiembre de ese año, una vez lograda la naturaliza ción como castellano del jesuíta austríaco, doña Mariana, con la anuen cia de Roma, le entregó el cargo de Inquisidor General (tomó pose sión en noviembre), después de que don Pascual de Aragón, nombrado previamente para ese puesto en septiembre de 1665, y sin que llegara a ejercerlo, fuera elevado a la dignidad de arzobispo de Toledo. 7 Sáenz Berceo, 2005, pp. 323-324; Novo Zaballos, 2010, p. 755. 8 Sáenz Berceo, 2005, p. 325, 2014, p. 17; Oliván Santaliestra, 2006a, pp. 96-98. J Algunos autores han considerado que la cláusula testamentaria del Felipe IV recordando la imposibilidad de que los extranjeros ocuparan cargos de gobierno fue un intento de evitar el ascenso de Nithard por la influencia que este había adquirido sobre la reina y el rey en los últimos años de la vida de Felipe IV (Lozano Navarro, 2005, p. 303).
Gracias a este nombramiento, el jesuita accedió a ocupar uno de los seis asientos en la Junta de Gobierno que se había creado para auxiliar a la reina conforme a lo dispuesto en el testamento del rey10. No en vano, era la persona (quizás la única) de la que la regente más se fiaba en la corte, contaba con el apoyo de la Compañía y gozaba de los parabienes del emperador, pues podía convertirse en uno de sus principales apoyos para hacer factibles sus aspiraciones en Madrid. De esta forma, en pa labras del propio Nithard en sus Memorias, para estas fechas «estaba en reputación de valido y de primer ministro de la monarquía»11, por lo que se convertiría muy pronto en la diana de los desprecios de sus opo sitores alimentados por las evidentes y notorias muestras de ambición personal de Nithard: ¿Para qué la Inquisición con el Consejo de Estado?
¿Para qué tan elevado con una y otra ambición? ¿Dónde está la religión? ¿Dónde la humildad está? ¿Mañana el que hoy es, será? ¡Ay de ti, Jerusalén, que de aquí truecas el bien, por el infierno de allá! (núm. 37, w . 100-109) Así pues, muy pronto se extendió el resentimiento y desconfianza entre diferentes elementos, en especial el de un personaje de sangre real, con un gran protagonismo político y militar hasta entonces: don Juan José de Austria, el hijo bastardo del difunto monarca, gran prior de la Orden de San Juan en Castilla con residencia en Consuegra, pacificador de las rebeliones de Nápoles y Cataluña y no falto de arrojo, ambición, vanidad y arrogancia a partes iguales. Como señalaba el embajador ve neciano en la corte madrileña a finales de 1667: La reina es mujer de mucho talento, con mucha más autoridad que el difunto rey; pero ha tenido la culpa de elevar al jesuita Nithard, su confesor, al cargo de Inquisidor General y de primer ministro, determinando así hos tilidades, odios y murmuraciones de los súbditos y, más que todo, el odio de 111 Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 136-138; Ruiz Rodríguez, 2011, pp. 81-83; Grafvon Kalnein, 2001, pp. 85-89; Sáenz Berceo, 2014, pp. 25-40. 11 Cit. por Lozano Navarro, 2012, p. 38. D.Juan de Austria, que por reconocimiento de Felipe IV tiene derechos casi iguales a los de los hijos legítimos, y que toda su vida luchará para conseguir los principales cargos en la monarquía12. Don Juan José (quien en sus principios tuvo buenas relaciones con Nithard, que ejerció de mediador entre el príncipe y la regente) supo atraerse a otros «malcontentos» —facción cuya existencia, como recuer da Hermant, (2012, p. 31) ya es evidente en abril de 1666— por muy diferentes motivos y aspiraciones: estos eran miembros de la alta aris tocracia, el duque de Medina de las Torres, los marqueses de Mortara y Mondéjar, los duques de Montalto, Osuna, Infantado y Terranova, el vicecanciller de Aragón, el cardenal de Aragón o el conde de Peñaranda, entre otros, o elementos de diferentes órdenes religiosas, especialmente de los dominicos, opuestos a los «codiciosos» jesuítas (núm. 31).
Con ellos don Juan José creó una red, un grupo de presión, que empren dió toda una campaña de desprestigio contra aquel jesuíta extranjero y advenedizo que, sin experiencia política, se había convertido en el hombre fuerte del gobierno de la Monarquía, no solo por los cargos que desempeñaba sino por su control de la conciencia real y en especial, de la reina madre, contra la que también dirigieron las críticas misóginas más acerbas13: que se abrasaría todo si m ujer en cualquier modo gobernase o presidiere y dé adonde diere (núm. 65, w. 50-54). Mientras, el bastardo aspiraba sin éxito —de hecho, sería expulsado de la corte el 24 de mayo de 1666— a lograr un puesto en la Junta de Gobierno. No obstante, a pesar de los obstáculos que había puesto el confesor,lograba finalmente un asiento en el Consejo de Estado en abril de 1667. Donjuán también atribuyó a Nithard —aunque era obvio que respondía a la voluntad de la regente y de otros allegados al monarca— otros desaires, como que se le impidiera acudir al lecho de muerte de su padre, aunque esta fuera decisión del propio rey dar el pésame al nuevo monarca, que se le negara el matrimonio con una de las archiduquesas del Tirol o la orden de alejamiento de la corte y por tanto, del centro 12 Cit. por Sáenz Berceo, 2014, pp. 41-42, n. 74. 13 Ver López-Cordón, 2009, p. 116; Olivan Santaliestra, 2006a, p. 99. del poder14. Pero a estas diferencias personales hubo que sumar también diferencias políticas: don Juan José era visto como una amenaza directa contra la autoridad de la regente y su reclamada presencia en la corte solo podía traer aparejada la inestabilidad.
Además, en los años del gobierno de Nithard la Monarquía tuvo que hacer frente a los reveses de dos importantes conflictos: el fin de la gue rra con Portugal, que terminaría con la firma del tratado de Lisboa de febrero de 1668 y la llamada Guerra de Devolución con Francia, inicia da en 1667, por la posesión de diferentes territorios en los Países Bajos, y que terminó en mayo de 1668 con la firma de la paz de Aquisgrán15. Sus detractores achacaron al confesor los malos resultados de ambos tratados para la Monarquía: Tiró la polla y barato dio a los que mirando estaban, a Portugal todo un reino, todo Flandes le dio a Francia, (núm. 39, w . 45-48) No era ajeno a todo ello la confrontación entre Madrid entre «hal cones» y «palomas», los primeros partidarios de una política tradicional imperial y los segundos (como el duque de Medina de las Torres y es probable que don Juan José) dispuestos a abandonar las pretensiones españolas en Flandes o Italia. Además de ser criticado por su condición de jesuíta y extranjero, también se le atribuyó una serie de decisiones políticas desacertadas, como promover el matrimonio de Margarita Te resa con el emperador Leopoldo en 1666, lo que se consideraba un acercamiento casi «feudatario», al Imperio: Los que en puridad dan silla al extraño, y más lo exaltan, infieles, dicen que faltan hombres buenos en Castilla. Arranqúese esta semilla que produce tal cizaña; la prudencia no la sana porque el alemán ignore lo que se piensa en España, (núm. 37, w. 21-29) 14 Para estas circunstancias ver Castilla Soto, 1992, pp. 196-197, 200-205; Ruiz Rodríguez, 2008, p. 148. 15 Ver Usunáriz, 2006, pp. 408-433; Sáenz Berceo, 2005, pp. 345-346; 2014, pp. 42-47. Quien ampara al extranjero para que el imperio rija espere que Dios le aflija con vigor justo y severo. Si cruel y lisonjero la espalda vuelve al amigo del cielo tema el castigo que llore en amargo llanto, y escuche al Espíritu Santo, que yo no soy quien lo digo. (núm. 37, w. 30-39)16. Sin embargo, a pesar de las acusaciones de connivencia con el Impe rio, durante los años de su gobierno no se logró que el emperador con tase con más apoyos en la corte de Madrid17. A esto contribuyó no tanto el confesor como la misma política errática de Leopoldo hacia Luis XIV, y la firma de un tratado de reparto en enero de 1668 en caso de morir Carlos II (Usunáriz, 2006, p. 426), mientras avanzaban las posiciones de aquellos partidarios hacia un entendimiento con una más que pujante Francia, con el conde de Peñaranda al frente.
Tampoco le faltaron críticas por despreciar a la nobleza y el sistema de Consejos en beneficio de juntas o por promover una forma perso nalista de designar cargos que demostraba su inclinación al clientelismo. Un ejemplo fue el nombramiento de Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo, considerado como un hombre de segunda fila y de escasa capacidad, como presidente del Consejo de Castilla: El presidente Sarmiento, sin conciencia y sin justicia, la silla de la justicia gobierna como un jumento (núm. 38, w. 13-36) Pero también recibió reproches por otras cuestiones, como no po ner en práctica una esperada reforma fiscal en medio de una profunda depresión económica: «Los tributos se están como solían / y no pueden pagar lo que podían» (núm. 43, w. 17-18)18. 16 Apoyo al emperador del que también se acusaba a Mariana (núm. 34). 17 Sobre la red del poder imperial en Madrid en torno a su embajador, el conde de Pótting (1665-1673) ver Olivan Santaliestra, 2006a, pp. 171 y ss. 18 Novo Zaballos, 2010, pp. 772-773; Lozano Navarro, 2012, p. 32; Graf von Kalnein, 2001, pp. 69, 81, 120; Contaras, 2003, pp. 94-95. Debido a estos fracasos de Nithard, la Junta de Gobierno se mostró dividida e incrementó el plantel de sus enemigos (núm. 32).
Así, don Juan José pudo atraerse a todos: nobles descontentos, a los representantes deViena, a miembros de otras órdenes religiosas, así como a buen parte de la población madrileña. Precisamente fue la guerra contra Francia en los Países Bajos, la gue rra de Devolución, la ocasión aprovechada por la regente y Nithard para intentar quitarse la presión de don Juan José. Por decreto de 14 septiem bre de 1667 se ordenó que fuera enviado a los Países Bajos como Go bernador y Capitán General de Flandes para dirigir allí la campaña mi litar contra los franceses.
El decreto marcó un punto de inflexión, pues, a partir de entonces, don Juan José abandonó cualquier vía tradicional y ortodoxa de acceder a puestos de poder. Don Juan responsabilizó a Nithard del decreto y desde el primer momento mostró su resistencia a partir a Flandes como conocedor de las consecuencias políticas y de prestigio que tendría para él una probable derrota ante Francia19. Como réplica esta decisión, don Juan José y los suyos emprendieron, como veremos, toda una campaña dirigida a minar la credibilidad del confesor y a ensalzar la del príncipe, mediante lo que un documento denominó la estrategia de los ratones: «que no hallándose con fuerzas para acometer descubiertamente al hombre, valiéndose de su multitud le roían ocultamente los cimientos de la casa hasta que se le cayese a cuestas el edificio» (Sáenz Berceo, 2014, p. 57). No faltaron tampoco otras alternativas más radicales, como fueron los planes para secuestrar e incluso asesinar al padre Nithard impulsados por el propio don Juan. El primero, encargado a un francés conocido como Santoné (Saint Au náis), previsto para febrero de 1668 (núm. 112, v. 94), fracasó por la in tervención de los alcaldes de Corte; para mayo se preparó otro intento a cargo de un militar al servicio de don Juan, el aragonés José Mallada. Este último complot también fue descubierto. La ejecución de Mallada por orden del presidente del Consejo de Castilla a instancias del confe sor se hizo sin las suficientes garantías judiciales. Esto provocó toda una tormenta política que llegó a dividir a los miembros de la Junta y dio argumentos al indignado infante para minar la autoridad del confesor: 19 Hermant, 2012, pp. 38-39; Castilla Soto, 1992, pp. 208-209; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 149-159. Donde dicen que Everardo un Abel hizo matar, y que por orden de Dios le pusieron la señal (núm. 34, w . 300-303)2". Como, además, en mayo se había firmado la paz con Francia, don Juan José —que había marchado en marzo a La Coruña con objeto de embarcarse para Flandes—, se escudó en este cúmulo de aconteci mientos internos y externos para negarse a marchar a los Países Bajos y aprovechar de este modo las oportunidades que se le abrían en la corte en aquella nueva crisis. Ante su negativa, la regente ordenó que regre sara a Consuegra.
Desde allí, este urdió, apoyado en Bernardo Patiño, hermano de su secretario Mateo Patiño, una nueva trama que pretendía apartar a Nithard de la reina, recluirla en un convento, apoderarse de la persona del rey y hacerse con la regencia. El 13 de octubre de 1668 fue descubierta toda la conspiración, Patiño fue encarcelado y la reina ordenó la detención de don Juan. Este, avisado, decidió huir a la espera de mejor oportunidad: Quien se aparta no conspira; no peca, que no se ofrece cuando su verdad padece, guardarse bien es cordura, que después de noche obscura, más claro el sol amanece, (núm. 37, w . 133-138) Temeroso de un atentado —«Del enemigo sangriento / fiarse es temeridad» (núm. 37, w. 149-150)—, huyó de Consuegra a Aragón: en Zaragoza Nithard se había granjeado gran número de opositores por diferentes nombramientos arbitrarios, como el del mismo virrey, conde de Aranda, y por otras decisiones contrarias a los fueros aragoneses. Sin embargo, y a pesar de la buena acogida de las instituciones locales, el prín cipe no pudo permanecer en la ciudad por la hostilidad del virrey. De allí marchó a Barcelona donde había ejercido como virrey en Cataluña, entre 1653 y 1656 y había dejado un buen recuerdo entre los naturales: Todo Aragón me recibe desde el chico hasta el jurado, 2(1 Otras referencias al caso Mallada en núms. 2, w . 61-64; 39, v. 40; 98, w . 121-128; 112, w . 91-100. no podré contar aquí lo de la plata y regalos, (núm. 98, w . 105-108) En ese momento se daba inicio a una campaña de pasquines, libelos y sátiras especialmente virulenta21 que daría lugar «a la primera gran batalla panfletaria de la historia de España», en palabras de Ribot García (2000, p. 89. Como en su día apuntó Maura: a juzgar por el sinnúmero de sus proyectiles llegados hasta nosotros, no debió de quedar en la corte escritor profesional, ni espontáneo cruzado de brazos, ni pluma ociosa, ni imprenta sin trabajo, ni ciego pobre sin papeles que vocear y vender, ni transeúnte adinerado sin sabrosa lectura que adqui rir, día tras días, durante todos aquellos meses (1942,1, p. 131) De hecho, en buena parte, la imagen que hoy tenemos de Nithard nace del contenido de aquellos textos. Designado por sus críticos como el «padre confesor», autores como Maura y Gamazo y otros22 lo califican de extranjero ambicioso, jesuita intrigante, arrogante, sin faltar la acusa ción de vinculación con los herejes, que son calificativos repetidos en los versos clandestinos. Atiéndame, su insolencia, dígame, padre Everardo, si quema la Inquisición ¿cómo a él no le ha quemado? (núm. 33, w. 17-20) El hábito de teatino no es para puesto tan alto, échese el de San Benito:23 le vendrá como pintado (núm. 33, w. 45-48) Esta campaña, desarrollada sobre todo entre octubre de 1668 y fe brero de 1669, sirvió para presionar a la autoridad, pero también para lograr el apoyo de la opinión pública pues, con la publicación de textos satíricos se procuraba que «se fuesen habituando los oídos y perdiese 21 Castilla Soto, 1992, pp. 212-222; Sáenz Berceo, 2005, pp. 348-349, 2014, pp. 51- 55, 77-82; Ruiz Rodríguez, 2011, pp. 95-97; Novo Zaballos, 2010, pp. 777-778; Graf von Kalnein, 2001, p. 71; Egido, 1973, p. 34. 22 Novo Zaballos, 2010, p. 752; Lozano Navarro, 2012, p. 38; Castilla Soto, 1992, p. 199; Sáenz Berceo, 2014, p. 14. 23 v. 47 Sugiere que le corresponde el sambenito o capotillo infamante de la Inquisición, por hereje. poco a poco la disonancia de voces tan insolentes y falsas»24.
Al mismo tiempo, en los textos se advirtió una creciente radicalización, que se hizo evidente por el uso cada vez nayor de la violencia verbal. Las sátiras, además de intereses personales y personalistas, revelan también que hubo dos maneras de concebir y de entender el gobierno de la Monarquía, entre los que algún autor ha denominado «conserva dores», favorables a la completa legitimidad del gobierno de Mariana y de Nithard, y los «rebeldes» (Kalnein, 2001, p. 117). Además, si bien al inicio del conflicto lo que predominaba en los panfletos y libelos eran cuestiones concretas y personales, a partir de enero de 1669 «los “grandes interrogantes” cobraron progresivamente mayor importancia» (Kalnein, 2001, pp. 184-185), es decir la cuestión fiscal, el papel de los órganos de gobierno, la política exterior, etc. (núm. 51). Este clima de tensión preparó el golpe de mano que provocaría la caída de Nithard, convirtiéndose, según Tomás y Valiente (1982, p. 23) en «el primer valido depuesto contra la voluntad real, por la fuerza de don Juan de Austria y por la fuerza de la opinión».
Mientras la regente exigía a don Juan José, que residía en Barcelona, que se estableciera en Consuegra, don Juan José reclamaba el cese del jesuíta y amenazaba con marchar militarmente hacia Castilla y la capital para lograr su propósito. El tono lo marcaría la carta que el 21 de octubre de 1668, todavía desde Consuegra, dirigió don Juan José a sus seguidores, reproducida y distri buida en Madrid. En ella se calificaba al inquisidor de tirano, calificativo que se repetiría en un buen número de sátiras, de «fiera indigna», «trai dor», «mal jesuíta» «peste» o «emponzoñado basilisco»25: Nunca el tirano repara para conseguir su afán a dónde sus líneas van, porque de intento mudara. Solo traiciones ampara, solo al alevoso alienta, los rigores alimenta, y en su corazón infiel solo imagina cruel cómo hará mayor la afrenta, (núm. 37, w. 208-217) 24 Cit. por Sáenz Berceo, 2014, p. 59. 25 Ver Castilla Soto, 1992, pp. 214-215; Graf von Kalnein, 2001, pp. 118-119; Sáenz Berceo, 2014, pp. 83-84; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 172-173. De esta forma el príncipe justificaba su actitud y se presentaba ante todos como líder de una rebelión no individual o personalista sino como portavoz de todo un movimiento que buscaba el bien común de la Monarquía frente a las ambiciones opresivas y arbitrarias de un oscuro jesuíta. Los miembros de instituciones como el Consejo de Castilla o de la Junta de Gobierno —«donde gobiernan siete hombres / que pudieran gobernar / un regidor deVallecas / o alcalde de Fuencarral» (núm. 35, w. 25-28)— estaban divididos entre «nitardistas» y «juanistas» mientras que los del Consejo de Estado solicitaban prudencia antes de tomar cualquier decisión. La división y la elusión de cualquier compromiso de las principales instituciones, demostraban la creciente debilidad del partido real y las sátiras contra los miembros de la Junta, con Nithard a la cabeza, fueron en aumento: El confesor Everardo, con su voz de garapiña, ha sido a Castilla tiña y a la monarquía dardo, (núm. 38, w. 1-4)26 Esto desembocó, a su vez, en una evidente parálisis institucional, aunque ya en diciembre de 1668 los Consejos de Estado, Aragón y Cas tilla, con la anuencia de la Junta de Gobierno, se mostraban partidarios de la salida del confesor, con la oposición de la regente27, como la mejor solución para desatar aquel nudo gordiano. El 30 de enero de 1669 don Juan José iniciaba desde Barcelona una marcha hacia la Corte acompa ñado de una escolta de tres centenares de caballeros reclutados, al pare cer, por el duque de Osuna, virrey de Cataluña: el objetivo, la expulsión de Nithard y acceder al poder. El contingente fue creciendo al paso de diversas ciudades y territorios (Lérida, Zaragoza...), convirtiéndose en una demostración de fuerza. Mientras los libelos contra la reina y los ministros anti juanistas se multiplicaban: 26 El poema 38 acumula insultos contra el cardenal Pascual de Aragón, «tan simple como el teatino», contra Cristóbal Crespí, «da su parecer huraño», Diego Sarmiento, «sin conciencia y sin justicia», Peñaranda, «conde de los bufones», Aytona, «tocará la castañuela»... 27 Hermant, 2012, pp. 75-76; Castilla Soto, 1992, pp. 220-221; Sáenz Berceo, 2014, pp. 120-123. De tu madre, que es temática, no tomes consejos rápidos, que se apasiona colérica por el imperio germánico. Procura acabar solícita con todo este reino hispánico por el dictamen diabólico de su confesor cismático (núm. 1, w. 5-12) Y tampoco se veía libre el propio monarca niño, al que se le achaca ba su demasiado apego a la voluntad de su madre: De ti, Carlos, es desaire y mal de tu monarquía tolerar la alevosía hoy de la hija del aire. (núm. 4, w . 21-24)
El 19 de febrero el infante llegaba a las proximidades de Madrid —«y al llegar aTorrejón / ya temblaban más de cuatro» (núm. 98, w. 135- 136)—, en donde el pueblo llano, que culpaba al confesor de la pésima situación económica que sufría, mostró su inclinación favorable hacia la figura del infante donjuán José. Finalmente, la Junta de Gobierno aceptó la mediación del nuncio, Federico Borromeo, el cual, después de la negativa de don Juan José a ceder en nada, propuso que Nithard se retirase y marchase de España a cambió de concederle el capelo cardenalicio (lo que rechazó), con forme a los deseos que ya habían sido expresados por el Consejo de Castilla, de Aragón y de Estado. El cardenal de Moneada y el duque de Alba hicieron un último intento de negociar con el príncipe para que despidiera su tropa y se alejara de la corte, pero la respuesta de este fue terminante: exigía la salida de inmediato de Nithard. Como resultado, hasta más de sesenta grandes y títulos se reunieron en la casa del car denal de Moneada, eligieron dos comisarios, el duque del Infantado y el marqués de Carpió, y ordenaron que comunicaran a la Junta de Gobierno la necesidad de la salida del jesuita: «Señores, esto se pierde si vuestras excelencias no lo atajan disponiendo que salga hoy sin falta el padre confesor, y si no se toma esta resolución, nosotros le sacaremos»28.
La reina madre, sin embargo, se negó a recibir a los comisarios, pretex tando una jaqueca que pronto formó parte de los chascarrillos satíricos: 28 Cit. por Castilla Soto, 1992, p. 225. La reina madre en esto jamás peca porque siempre se está con su jaqueca. Y solo dice: «Mi consuelo aguardo cuando lleguen las cartas de Everardo» (núm. 43, w . 21-24) Pero a pesar de la renuencia real, la situación no dejaba otra alternati va: el 25 de febrero de 1669 la regente, abandonada por la Junta de Go bierno y los grandes, cesó a su confesor al que nombraba, en compensa ción, embajador extraordinario en Roma a modo de cómodo destierro. Pasando del alegre al hado triste brevemente subiste, mas bajaste más brevemente de lo que subiste, (núm. 42, w. 12-14) «Nithard se convertía, así, en el primer valido depuesto contra la voluntad real, por la fuerza de don Juan de Austria y de la opinión pública». Esta opinión se sustentaba en el apoyo de los territorios de la periferia y en el hábil uso de la publicística como «técnica del golpe de Estado», según la califica Goméz-Centurión (1983, p. 13), para atraerse no solo el apoyo de la nobleza, esencial en sus objetivos, sino también la aprobación de la masa popular de la corte29. Ciertamente, las sátiras no fueron arma exclusiva del hermanastro real; también Nithard y los suyos hicieron profusa utilización de textos satíricos contra el bastardo. Ahora bien ¿cabría justificar el éxito de la campaña juanista a la hábil utilización del verso, frente a las respuestas exclusivamente en prosa de los seguidores de Nithard, y ganarse así la voluntad popular? Es una suposición, difícil de demostrar. Mas, a pesar de que el hermanastro del rey en lo que algunos autores han considerado un primer «el primer pronunciamiento de la Historia moderna de España»3", había logrado sus objetivos de apartar del go bierno «el mayor monstruo del mundo» (núm. 2, v. 4; núm. 3) y aunque todos le aconsejaban que entrase en Madrid como vencedor y que se le nombrase primer ministro, no dio el paso, alejando así el peligro de una guerra civil que nadie deseaba: se retiró de Torrejón a Guadalajara 29 Otros autores resumen la victoria sobre Nithard como fruto de «la coalición de oposición federal, aristocrática y popular, formada en torno a Juan José» (Graf von Kalnein, 2001, p. 338). 311 Castilla Soto, 1992, p. 226. Ver al respecto las reflexiones de Sánchez Marcos, 1981. y continuó las negociaciones. Finalmente, gracias a la intervención del cardenal Pascual de Aragón, don Juan José aceptó disolver su tropa. Antes de retirarse, el hermanastro dejaría, como veremos, todo un manifiesto programático de reforma económica no muy diferente a otros planes propuestos en su día por el conde-duque o el mismo padre confesor31. Mientras, en la corte, no se producían incidentes, en lo que algún au tor ha descrito como «asombroso potencial de lealtad» en comparación, por ejemplo, con lo que había sucedido en los tiempos de la Fronda francesa.
Las razones son varias: no había un motivo ideológico que pu siera en duda el poder y la soberanía de la Corona, sin que el Consejo de Castilla aspirase a convertirse en algo más; los Grandes, a pesar de su oposición al jesuíta, no estaban fuera del gobierno, sino que formaban parte de los entresijos del sistema polisinodial; y ni la regente ni Nithard eran comparables a un Mazarino o Ana de Austria que habían logrado imponerse a sus opositores. 3. «Es to d a España una chanza»: de la caída de N ith ard a la caída d e V alenzuela. E l cic lo d el D uende (1674- 1677) Expulsado el confesor por decisión de la Junta de Gobierno de 25 de febrero 1669 (núms. 44,45), don Juan José, poco antes de partir ha cia Guadalajara, el 1 de marzo, hacía público un manifiesto en donde, además de mostrarse contrario al contenido de los acuerdos de Lisboa y Aquisgrán de 1668, exigía diferentes reformas que afectaban al gasto público, a la recaudación de tributos, a la reorganización de la adminis tración y al valor de la moneda32. Un programa que también se quiso divulgar popularmente en las «Endechas de los pueblos de España a la reina nuestra señora doña Mariana de Austria»: Cíñanse los gastos, quítense las cargas, lleven las ligeras, suelten las pesadas, (núm. 52, w . 125-128) 31 Castilla Soto, 1992, pp. 227-230; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 212-219; Sánchez Belén, 1988. 32 Castilla Soto, 1992, p. 227-230; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 212-219; Bégue, 2017, pp. 149-150. ¿Para qué son tantos ministros garnachas? ¿Para qué son tantos? ¿Para qué son tantas? (núm. 52, w . 141-144) Pocos días después se creaba una Junta de Alivios que se encargaría de estudiar y poner en marcha tales reformas. Aunque aquella junta apenas estuvo en funcionamiento unos meses, entre marzo y julio de ese año, compuesta por una docena de miembros (el presidente y tres con sejeros de Castilla, el Inquisidor General, cuatro del Consejo de Hacien da, uno del de Guerra y el corregidor y el primer regidor de Madrid) y de la que fue excluido don Juan José, su patrocinador, sí logró aprobar medidas con las que se redujeron algunos impuestos y el gasto público o se mejoró la gestión administrativa. No obstante, desde el inicio, su actividad fue objeto de no pocos ataques satíricos por la escasa eficacia e inoperancia de sus miembros (núms. 53, 54). Pero a pesar de estas iniciativas impulsadas por don Juan José, la reina madre seguía ejerciendo el poder como regente, en lo que para muchos era también un signo de debilidad del príncipe. Ante los sucesos vividos aquellos meses en la corte, Mariana patrocinó, a pesar de la oposición del Consejo de Castilla y de buena parte de la Junta de Gobierno, la creación de la conocida guardia chamberga para la protección del rey y de la legitimidad de la regente —su creación oficial se produjo el 27 de abril de 1669—, al mando del marqués de Aytona, uno de los principa les enemigos del príncipe. Esta guardia se convirtió, inmediatamente, en objeto de ira y de insidias por parte de don Juan José, de sus seguidores y de la población de Madrid con la excusa de que la tropa era más necesaria en la frontera y de que los gastos de su mantenimiento eran onerosos; pero en verdad temían que se convirtiese en una fuerza militar que pudiera hacerles frente y que contribuyese a la división de bandos: Tuve noticias también que una chamberga han formado para que guardase al rey porque quería yo robarlo. Y el señor marqués de Aytona que me dicen que fue un santo, por aprobar su mentira metió la cisma en palacio, (núm. 98, w. 161-169)33 En estas circunstancias resultaba necesario ofrecer a don Juan José una salida digna que no perjudicara a la regente.
Así, el 4 de junio de 1669 el infante era nombrado Vicario General de la Corona de Aragón, además de virrey de Aragón (en sustitución de su enemigo, el conde de Aranda), con lo que se lograba su alejamiento de la corte. El 29 de junio don Juan José entraba en Zaragoza y allí conservó su cargo hasta 1675, aunque no se vio libre de peligros, más o menos imaginarios, como los rumores que hablaron, en 1670, de un intento de envenenamiento de su persona a instancias del conde de Aranda y del marqués de Aytona34, hábilmente utilizado por sus propagandistas: Volvime luego a Aragón y apenas hube llegado cuando me echaron veneno en la estafa que yo salgo, (núm. 98, w . 153-156) Mientras tanto, la reina madre, aunque gobernó los siguientes cuatro años con la ayuda de la Junta de Gobierno conforme a las directri ces del testamento de su marido, al desconfiar de la capacidad de sus miembros, comenzó a atender, a partir de 1673, los consejos de un modesto y engatusador hidalgo que servía en la corte, Fernando de Va lenzuela35. Este, casado desde 1661 con una de las camareras de la reina, María Ambrosia de Ucedo, llegó a obtener el favor de la reina madre que le nombró caballerizo, en 1661, en 1671 le concedió un hábito de Santiago, llegó a convertirse en introductor de embajadores y en 1674 alcanzaba el cargo de alcaide de los sitios reales, superintendente de las obras de palacio —por lo que tenía la llave de todas las depen dencias y podía moverse libremente por ellas («vi entrar / a Fernando Valenzuela/ con una llave dorada/ abriendo todas las puertas», núm. 57, w. 9-12)— y se incorporaba al Consejo de Italia con una plaza de juez conservador, lugar en el que consolidaría su formación en materias de gobierno.
Poco a poco se hizo el mayor confidente de la reina madre, 33 Los ataques contra Aytona y la chamberga se multiplicaron en los primeros me ses de su existencia: núms. 36, 46, 48, 49, 50, 51. 34 Ribot García, 2000, p. 95; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 244-248. 35 Para los detalles de sus orígenes y ascenso ver el trabajo de Ruiz Rodríguez, 2008, cap. II y pp. 257-262. «el duende de palacio», de tal forma que ya en 1673 era considerado su favorito. Desde su posición, emprendió una serie de políticas encamina das a asegurar el abastecimiento de la corte, a impulsar las obras públicas (como la reconstrucción de la plaza Mayor de Madrid, objeto de burla en el núm. 70) y a patrocinar las fiestas y el programa teatral de palacio («Con plumas desvergonzadas / es toda España una chanza», núm. 11, w. 9-10). Estas energías, con las que se pretendía aumentar el prestigio de la monarquía y de la autoridad real, desamparaban, en opinión de sus críticos, otras preocupaciones más apremiantes, como los avances franceses en diferentes frentes bélicos o los graves problemas financieros de la monarquía, como se enumeraban con detalle en la composición «Los cuatro evangelios españoles donde se declaran los daños y causas del menoscabo de la Corona» (núm. 6): Los vasallos oprimidos con pechos y derechos mueren y de impuestos acosados míseramente fallecen, (núm. 6, w . 21-24) Muy pronto hubo protestas por el poder alcanzado por Valenzuela y no faltaron las críticas satíricas hacia don Juan José quien, una vez expulsado el confesor Nithard, y retirado en Aragón, parecía ajeno a los sucesos cortesanos, como se le achacaba, en las «Décimas satíricas contra el gobierno dirigidas al señor donjuán de Austria (núm. 56):
Su alteza, con gran valor, usó de su omnipotencia, contra la simple inocencia del buen padre confesor; pero pues este señor tomó en la mano el azote para echar un sacerdote, ¿cómo consiente un truhán? ¿No nos dirán qué se hace el señor donjuán? (núm. 56, w. 15-24) La cercana fecha de la mayoría de edad del rey fue aprovechada por el valido para forjar una red clientelar que asegurara su posición frente a sus enemigos, de tal forma que «el régimen llegó a ser el de una presta distribución de honores y el de un intento de ganar popularidad por todos lados» (Kamen, 1981, p. 534). Así, ante la inminente creación de la Casa del Rey, fueron promocionados hombres como el duque de Medinaceli (sumiller de corps), el duque de Alburquerque (mayordomo mayor) o el Almirante de Castilla (caballerizo mayor), entre otros gen- tileshombres y mayordomos. También patrocinó a otros miembros de la aristocracia para el Consejo de Estado. Y soñé que aquesta villa se aumentaba de manera de diferentes personas que el gran palacio sustenta, (núm. 57, w . 5-8) De estos simples señores que he nombrado [Alburquerque, el Almirante...] píldoras se han de hacer y con su paga las dorará la Junta, y con cuidado, y a pares sin que nadie las deshaga trague el señor donjuán,y de purgado sienta el efecto el rey pues él lo caga. (núm. 63, w . 9-14) Pero otros muchos, como el cardenal Pascual de Aragón, el duque de Alba o los condes de Monterrey y Talhara, entre otros, eran desaira dos por no contar con ellos o por ser relegados de un puesto o cargo cercano al rey: El Condestable y Infantado y Liche mal persuadidos pensaron ser escogidos, mas ninguno fue llamado, (núm. 58, w . 1-4) A pesar de todo, tanto para unos como para otros, la política del favorito chocaba con las aspiraciones de una alta aristocracia ansiosa de monopolizar el poder, que rechazaba estar subordinada a una persona de las características y origen social de Valenzuela. En esto, la proximi dad de la mayoría del rey sirvió para delimitar los diferentes bandos: los partidarios de prolongar la regencia, los que favorecían al cardenal de Aragón, Pascual de Aragón, como el conde de Medellín, y los que apo yaban, como el duque de Alba o el conde de Monterrey, que Juan José de Austria se convirtiera en el primer ministro.
Esta amenaza sirvió a la reina de justificada excusa para, de nuevo, intentar alejar de la corte al más peligroso de sus rivales. Fue en el otoño de 1674 cuando la regente propuso a don Juan José convertirse en el nuevo gobernador de Flandes, pues su mandato como vicario general de Aragón finalizaba en 1675. El momento era especialmente delicado: en 1672 Francia había invadido las Provincias Unidas dando inicio a una guerra (la guerra de Holanda) en la que España participó para hacer frente a las pretensiones de Luis XIV. Sin embargo, como en el verano de 1674 había estallado la rebelión de Mesina3b el gobierno decidió que el infante se dirigiera primero a Sicilia antes de partir a su destino de finitivo en los Países Bajos37. El 22 de marzo de 1675, con un conside rable retraso, la reina madre nombraba al hermanastro de Carlos Vicario General de Italia, con el objetivo de pacificar la isla, dado el prestigio del que gozaba en el territorio desde sus tiempos de virrey de Ñapóles. Sin embargo, ante la proximidad de la mayoría de edad del rey prevista para el 6 de noviembre de 1675, don Juan José utilizó todo tipo de excusas para permanecer en Zaragoza38: Han pretendido también vaya a Mecina a ajustarlo y mirando los navios hallo que están todos falsos, (núm. 98, w . 185-188)
En este estado de cosas, diferentes sátiras difundidas en la Cor te clamaban contra un Valenzuela dispensador y vendedor de cargos —«¿Quién en las presidencias es propuesto? / El que compra su Es tado o que le vende»—, se quejaban de que el rey estuviera sometido como un niño a la voluntad de la madre —«¿Y dónde vive el rey una por una? / Entre dueñas y damas aforrado»— (núm. 72, w. 3-4, 8-9) y reclamaban al joven Carlos la ansiada reforma económica (núms. 8, 10) y sobre todo, que se aproximase a su hermanastro como solución a los problemas de la Monarquía: 36 La rebelión de Mesina, fruto del enfrentamiento entre los partidarios del Senado de la ciudad y su autonomía (los nmívezis) y el estraticó, o gobernador municipal que nombraba Madrid, y los que defendían un control español más férreo (los merlos), a la que hacen referencia algunos versos satíricos —como la décima «A la pérdida de Mesina», núm. 5— había dado lugar a que la ciudad se declarara república bajo la pro tección de Luis XIV quien envió una expedición de apoyo. Sin embargo, la evolución de la guerra en Europa hizo que, finalmente, el rey francés ordenara la salida de sus hombres de Sicilia, lo que supuso una vuelta al dominio de la Monarquía Hispánica en 1678 (Ribot García, 2002; Graf von Kalnein, 2001, p. 350; Bégue, 2017, pp. 157-160). 37 Castilla Soto, 1992, pp. 236-237, 242-247; Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 262-270. 38 Castilla Soto, 1992, pp. 244-245. Ame vuestra majestad de corazón a su hermano, que el reino ha estado en su mano pero no en su voluntad. Arrimadle a vuestro lado para que aplique el sentido a un reino tan consumido un príncipe consumado, (núm. 7, w. 129-136) La decisión del principe se demostró oportuna: a finales de octubre Carlos II escribió a su hermanastro una carta, sin conocimiento de su madre, por la que le emplazaba a reunirse con él en Madrid. Día seis de noviembre juro y entro al gobierno de mis estados. Necesito de vuestra persona a mi lado para esta función y despedida de la reina, mi señora y madre; y así, miércoles 6, a las diez y tres cuartos, os hallaréis en mi antecámara y os encargo el secreto. Dios os guarde. Yo, el rey39. No ha muchos días también que me llamara mi hermano aguardando tres decretos pensando no fuera chasco. Vino otro luego corriendo con que se juntaron cuatro, que importaba a su servicio el que me hallara a sus años. (núm. 98, w. 193-200) Mientras tanto, la reina madre jugaba sus cartas: el 3 de noviembre Valenzuela recibía el título de marqués de Villasierra y el 4 la Junta de Gobierno propuso al rey un decreto para prorrogar la regencia dos años más, que este se negó a firmar. El 6 de noviembre por la mañana el rey recibió a don Juan José en el Alcázar de Madrid en medio de grandes aclamaciones populares. Sin embargo, en una edición a la española de la journée des dupes, tras una lacrimógena conversación del rey con su madre —en la que esta convenció a su hijo de las ambiciones usurpa doras del hermanastro— , donjuán José, alojado en el palacio del Buen Retiro, recibía por la tarde, de boca del duque de Medinaceli, ante su desolación y sorpresa, la humillante orden real, sin posibilidad de répli ca, de que marchara a Italia, tal y como estaba previsto. Ese mismo día 39 Cit. por Castilla Soto, 1992,p. 246; Kamen, 1981, p. 535; Graf von Kalnem, 2001, p. 354; Ribot García, 2000, pp. 101-102.
la disposición fue refrendada por los Consejos de Estado y de Castilla, que ordenaban también que, si bien a partir de aquel momento los de cretos serían firmados por el rey, durante dos años María y la Junta de Gobierno seguirían asistiendo al monarca en lo que, de hecho, era una prolongación de la regencia: Cumplió los años el rey para llegar a reinar, pero de lego le tienen pues que sin corona está. (núm. 59, w . 1-4) El rey a su hermano llama para que venga a curar este mal, y los tiranos más le quieren derrotar. Como niño el rey se muda viendo a su madre llorar sin atender que este llanto será causa de su mal. (núm. 59, w. 17-24) Vosotros sois los traidores porque robando a cual más al rey quitáis la corona y a España la libertad, (núm. 59, w . 61-64) Don Juan José, consciente de las graves consecuencias de un enfren tamiento, poco pudo hacer, pues la reina contaba además con la guardia chamberga, entonces bajo el mando del conde de Aguilar, dispuesta a defender los intereses de la regente. Pregunta Respuesta
¿Es verdad que una soldadesca ordena para que del rey guarde la persona? ¡Y cómo que es verdad! ¡Es gran matrona y a donjuán de Austria le pondrá en cadena! (núm. 36, w . 5-8) De vuelta a Zaragoza, el infante se resistió, de nuevo, a viajar hasta Sicilia. El mismo día 6 de noviembre los Consejos de Estado y Casti lla, a fin de acallar las voces de protesta de los opositores, decretaron también la salida de Valenzuela de la corte: el «duende» recibía el 12 de noviembre el cargo de embajador enVenecia. Sin embargo, no lo ocu pó nunca: el 13 de marzo de 1676 recibía del rey el título de capitán general de Granada a modo de «exilio ficticio»40. Pero las represalias se dirigieron sobre todo contra otros conspiradores: los condes de Talhara, Medellín o Monterrey fueron desterrados de la Corte. Otros recibían su recompensa por el apoyo prestado a la regente (núm. 71): Medinaceli, el gran vencedor, entraba en el Consejo de Estado, el conde de Aguilar era nombrado mayordomo del rey, el condestable de Castilla se convertía en presidente del Consejo de Flandes, y se nombró un nuevo confesor real, fray Tomás Carbonell. Aunque Valenzuela se mantuvo un tiempo en Andalucía, en la Al- hambra, con un cargo militar en el que demostró su inoperancia, no por eso dejó de influir en los entresijos de palacio Este es aquel Duende aquel que en la máscara, presidió insolente y a Saldaña daña. Que se fue a la guerra cerca de Granada, dejando aVenecia y a Madrid con saña. Y aunque lejos vive muy cerca nos manda, porque la matrona le quiere que rabia, (núm. 61, w . 1-12) Tras aquel breve exilio, en abril de 1676 Valenzuela estaba de nuevo en la corte. Desde entonces recibió una serie de cargos que no hicie ron sino confirmar su posición de nuevo valido por encima de quienes durante aquellos meses había desempeñado el poder, el triunvirato for mado por el duque de Medinaceli, el conde de Villaumbrosa y el mar qués de Mejorada41 que habían intentado impedir su regreso a la corte: en junio Valenzuela era nombrado caballerizo mayor del rey, quizás en 40 Ruiz Rodríguez, 2008, pp. 283-287. 41 De hecho, el marqués de Mejorada fue obligado en agosto a jubilarse de su car go de Secretario de Despacho de lo Universal por un incidente afrentoso aValenzuela (Maura Gamazo, 2018, 2, p. 275), de lo que se burlaba una de las sátiras: «Sepa que aunque del Duende el culo bese, / en covachuela no hay que entrar, cerróse» (núm. 66 w. 7-8). compensación a las heridas que había sufrido por un disparo errado del rey durante una cacería en El Escorial, anécdota que pronto se incorpo ró a las composiciones satíricas: Que porque el rey un balazo le dio en una montería, que todo fue niñería, sirva de tanto embarazo y que porque él diga «cazo», haya quien le avise gente, malhaya quien lo consiente, (núm. 68, w . 29-35) En julio se le nombraba gentilhombre de la cámara del rey, con pre cedencias sobre el resto. En estos meses, Valenzuela volvió a dar pasos parar lograr una clientela de fieles mediante el reparto de mercedes en tre miembros de la aristocracia en consejos y virreinatos —«Valenzuela a los grandes da fortuna» / «Valenzuela es quien guisa la cazuela» (núm. 69, w. 1-4)—. Gracias a ello consiguió el aparente apoyo del Almirante, del duque de Alburquerque, del Condestable, del marqués de Mondéjar, del conde de Aguilar, o de los duques de Osuna y Pastrana: De Valenzuela es Aguilar amigo y Saldaña y su padre confidentes, el Almirante y él son muy parientes Liche se fue dejando en él su abrigo. Ningún grande dirá que es su enemigo; muchos sí de su gracia pretendientes; (núm. 67, w . 1-7) En este estado, para muchos, incluido su propio hermanastro, parecía que, desde los acontecimientos del 6 de noviembre de 1675, el joven Carlos II estaba preso bajo el dominio materno y otras influencias (núm. 59): Pareces rey de tramoya y no serás rey de veras mientras el monjil veneras negro con la pez de Moya. (núm. 11, w. 25-28). Pero el rey —«pero de un rey tan cordero / ¿quién extraña tal va lido» (núm. 64 v 19)—, o, más bien, su madre, seguía confiando plena mente en Valenzuela: este era el recurso de la reina viuda para conservar su poder tras la mayoría de edad de su hijo y limitar la influencia de la alta aristocracia: así, el 31 de octubre de 1676 aquel humilde hidalgo de origen era elevado a la categoría de grande de España de primera clase (núm. 75): Sueño es la suma grandeza y no obstante hay quien logró grandeza que aun no soñó ni pasó por su cabeza, (núm. 90, w . 5-8) Pocos días después era nombrado primer ministro —«Ya el belleguín es privado» (núm. 64 v 11)—, hecho que suponía la disolución de la Junta de Gobierno y una victoria de la reina madre que lograba que su «criatura» se impusiera en aquella corte repleta de aspirantes ansiosos de acabar con el control de Mariana. En unos meses Valenzuela había ex perimentado un ascenso prodigioso: «Embajador de Venecia... / Gen tilhombre sobre doce... / Perpetuo Gobernador... / Grande tusón, valido / todo en cincuenta semanas» (núm. 74), ante las protestas, cada vez más airadas de una humillada aristocracia: Aspira a cargos mayores pues no será maravilla que los reales favores te hagan grande de Castilla cuando hay falta de señores. Justamente galardona el rey tus nobles servicios de que tu lealtad blasona, pues le vendes los oficios y le empeñas la corona, (núm. 60, w . 6-15) Estos últimos nombramientos obligaban a todos los presidentes de los Consejos (salvo el de Castilla) a despachar directamente con él, lo que provocó la reacción contraria de todos ellos: hombres como Pedro de Aragón o el duque de Alba organizaban, con el apoyo del duque de Medinaceli o de los condes de Oropesa y Medellín, reuniones conspi radoras contra el que consideraban un advenedizo. Los grandes multi plicaron los gestos de oposición: ni acompañaron al rey a la real capilla, ni le felicitaron el día de su cumpleaños, ni besaron su mano el día de la Inmaculada, 8 de diciembre. A su vez, diferentes campañas de libelos patrocinadas por ellos tenían a Valenzuela «por un anticristo, Herodes» (núm. 11, v. 47), corneja, por un criptojudío», «grande animal» (núm. 92, v. 4), ambicioso, delincuente, tirano, «cornado» (núm. 64, v. 39), epítetos que al identificar de inmediato al odiado rival, pretendían ganarse a la opinión pública madrileña; unos textos en los que se compartía un cierto mesianismo en torno a la figura de don Juan José, publicitada como imprescindible para salvar a la Monarquía, utilizado por aquella aristocracia para salvaguardar sus intereses buscando el apoyo del pueblo: Llama a Juan, tu precursor, si bien quieres gobernar, que para entrar a reinar hizo lo mismo el Señor, (núm. 11, w. 69-72) Como ordago final, el 15 de diciembre redactaron una desafiante misiva (todo un manifiesto) dirigida al rey, firmada por veinticuatro Grandes (algunos de ellos, hasta fecha reciente favorables al ministro)42 —puesto en verso en el «Memorial que habla la verdad del rey Carlos segundo», núm. 12—, en la que le exigían que se separase de su madre —«porque la reina ha sido la ruina» (núm. 12, v. 18)—, que Valenzuela fuera apresado —«No quede memoria de aqueste tirano» (núm. 12, v. 199)— y don Juan José ocupara un puesto de prevalencia junto al rey —«el ángel de la guarda de la monarquía / católico Atlante, Alcides cristiano, / fiad el gobierno a su vida y a su mano» (núm. 12, w. 216- 218)—.Aquel texto era «en realidad, un ultimátum, una proclama al soberano, sin precedentes en la política del siglo» en donde los nobles reivindicaban su derecho a intervenir decisivamente el gobierno del reino (Carrasco Martínez, 1999, p. 100). Supuso, además, un punto de inflexión: si hasta entonces los textos satíricos de habían limitado a criti car acontecimientos, a partir de ahora se convertirían «en un arma eficaz para constituir un partido de descontentos» (Hermant, 2010, p. 456).Y, como en 1668 y 1669, la propaganda política, a través de sátiras y pas quines, se convirtió en arma esencial para el ascenso de don Juan José. A los firmantes se sumaron, dos días después, los Consejos de Estado y de Castilla, aunque estos últimos advertían a don Juan José para que no iniciase una marcha armada contra la corte so pena de ser acusado de un delito de lesa majestad. 42 Otros, aun siendo enemigos del favorito, como el duque de Medinaceli o el conde de Oropesa, no lo firmaron en una taimada maniobra que pretendía asegurar sus propios intereses personales a juicio de algunos historiadores (Grafvon Kalnein, 2001, p. 402). Los últimos días de aquel año de 1676 y del año nuevo fueron tre pidantes y los papeles satíricos se multiplicaron haciendo gala de una indignación general y unánime contra Valenzuela y la reina madre, hasta el punto de que, a diferencia de lo ocurrido en 1668-69, «los límites entre una crítica de la regente y de la dinastía empezaban a borrarse»43, en lo que sería un adelanto de los ataques contra el mismo rey ya en la década de los ochenta44: No obstante, el gobierno de España declina, porque la reina ha sido la ruina, un necio capricho le ha hecho por tema empresa de madre, de madrastra emblema. Después que apartó del lado o retrete a el padre Verardo, que fue gran bonete, por solo su gusto que el diablo le entiende un trasto introdujo en palacio, duende. Aquesta figura, ilusión o espantajo, todo lo vuelve de arriba hacia abajo. La tierra y el aire con presto pie vuela, Pegaso es aquí y allá Valenzuela. (núm. 12, w . 17-28) Estos papeles, conforme al acuerdo de los Grandes, ‘aconsejaban’ al privado, con veladas amenazas, su retirada: Un continuo movimiento la matemática enseña que quien ya subir no puede haya de bajar por fuerza, y pidiendo un mismo caso la pregunta y la respuesta a tan violenta subida se sigue caída violenta, (núm. 62, w . 13-20) La reina madre, en un intento desesperado de responder a los ata ques, exigió al Consejo de Castilla la detención de los conjuradores, aunque su presidente, el conde de Villaumbrosa, temeroso de que se provocara un conflicto civil, se resistió. Fue entonces cuando Mariana propuso al cardenal y arzobispo de Toledo, don Pascual de Aragón, el 23 de diciembre, la presidencia de una nueva Junta de la que formarían 43 Graf von Kalnein, 2001; Ribot García, 2000, p. 105. 44 Ver Usunáriz, en prensa (a). parte el Almirante de Castilla, el Condestable y el duque de Medinaceli para afrontar la crisis. Esta Junta, reunida el 24 de diciembre, decretó, muy a pesar de la reina madre, la prisión de Valenzuela. Advertido, el «duende» optó por huir y refugiarse, el día 25, en el monasterio de El Escorial acogiéndose a sagrado (núm. 78): Predominé los grandes de Castilla; hasta el rey a mi gusto sujetaba, mas ¡ay!, que cuando el sol más me alumbraba caí lucero de suprema silla, y fue que del Alba no previne ardientes rayos y al Escurial vine. (núm. 77, w . 9-14) Dos días después, el 27, a instancias del Almirante y del arzobispo, Carlos II escribía a su hermanastro y le pedía su apoyo en el gobierno. El 2 de enero de 1677, don Juan José salía de Zaragoza acompañado de una tropa que fue aumentando a lo largo de su camino hacia Madrid, hasta reunir el 11 de enero más de diez mil hombres. Aquel segundo pronunciamiento del hermanastro había logrado aunar a todos los des contentos con el gobierno de aquel advenedizo. Pero, su oposición no tenía nervio político en el sentido más amplio de la palabra; para los Grandes se trataba tan solo de defender intereses de grupo, y para don Juan, de alcanzar el poder personal que ya en dos ocasiones (en 1669, a la caída de Nithard por él mismo provocada, y en 1675, al producirse la mayoría de edad de Carlos II), se le había escapado de las manos. (Tomás y Valiente, 1982, p. 27) Pocos días después el rey trasladado al palacio del Buen Retiro, or denaba la salida de la guardia chamberga de la capital, en medio del desprecio y las mofas de la población: escuadrón de tapabocas, ejércitos de chitón que lleváis cuerpo y librea del rey y la Inquisición, (núm. 99, w . 5-9) El 17 de enero una tropa de medio millar de hombres al mando del duque de Medina Sidonia y de Antonio Álvarez de Toledo, hijo del du que de Alba, marchó a El Escorial y tras varios días de asedio y negocia ciones, el 22 apresaban al marqués deVillasierra violando la inmunidad eclesiástica. Caía así el odiado favorito, el infame «Judas traidor» entre burlas y desprecios de la aristocracia juanista triunfante: ícaro, Fernando, fuiste del sol subiste a la esfera, eran las alas de cera: derritiéronse, caíste (núm. 80). En jaula está el ruiseñor con pigüelas que le hieren y sus amigos le quieren antes mudo que cantor (núm. 81)45. Al día siguiente, Juan José entraba en Madrid, se alojaba, como el rey, en el palacio del Buen Retiro y se ponía al servicio de su joven hermano: Lloraba afligida España su evidente perdición mas ya cualquier corazón en gozo alegre se baña, cuando con celo y con maña políticos capitanes al rey libraron de afanes, y coronando el trofeo fuit homo missus a Dea cui notnen erat Joannes. (núm. 90, w . 45-54) Valenzuela, privado de sus títulos y mercedes, fue trasladado a Con suegra y tras un juicio sumario se ordenó su destierro a las islas Filipinas hacia las que partía, desde Cádiz, el 14 de julio de 1677, y las que llegaba en noviembre de ese año (núm. 97) —«en Manila, cantando sus falsetes, está por hijo de Eva desterrado» (núm. 146, w. 5-6)—. En definitiva, aquellos días de enero constituyeron algo más que un pronunciamiento; se trataba del primer gol pe de estado de la Historia moderna española, el cual contó además con el 45 Caída a la que se hacía mención en otras composiciones, en muchas de las cuales se hacía un repaso crítico a su gobierno y a los sucesos de diciembre-enero: núms. 79, 82,84,85,86, 87, 88,89,91. abrumador apoyo tanto de las clases dirigente como del pueblo de España. (Kamen, 1981, p. 539) Al menos en apariencia, con la caída de Valenzuela y el fin de la regencia de la reina madre, la aristocracia había consolidado su poder; pero, en consecuencia, lo sucedido aquellos días también alentaría las lu chas internas entre sus miembros por lograr cargos y mercedes que asen taran su prestigio y dominio, en un fenómeno que no tendría vuelta atrás. 4. «¿A qué vino el señor donJuan?»: el breve gobierno de d o n Ju an J o sé de A ustria (1677- 1679) Tras el 23 de enero de 1677, fecha de la entrada de don Juan José de Austria en Madrid, con Valenzuela fuera de combate, su primer objetivo fue alejar a la reina madre del rey. A pesar de su resistencia y de algunas maniobras conspiradoras, Mariana de Austria se dirigió, en marzo, hacia su nueva residencia Toledo: Entró a gobernar su alteza haciendo oficio de padre y aunque al Duende no le cuadre un rey sin enfermedad curará con propiedad achaques de mal de madre. De su madre se apartó y fuese al Buen Retiro; ese sí que fue buen tiro pues dos pájaros mató. (núm. 93, w . 15-24) En la llegada al poder del hermanastro todo eran parabienes adula dores (núms. 101, 102, 103) pero no faltaron avisos de ficticias amena zas de asesinato contra él y el rey (núm. 13). Ahora bien, si el príncipe quería ejercer el poder debía deshacerse de todos aquellos que, desde sus cargos, se le habían opuesto y habían apoyado aValenzuela: unos fue ron desterrados, como el Almirante de Castilla, obligado a marchar a sus señoríos en Rioseco —«Ya el Admirante ha marchado» (núm. 83)—; el príncipe de Astillano, hasta entonces presidente del Consejo de Flandes, a León; el conde de Aguilar marchaba a Logroño y dejaba su cargo al frente de la guardia chamberga; otros eran destituidos como el vicecan ciller de Aragón, Melchor de Navarra; Pedro Gil de Alfaro abandonó la presidencia del Consejo de Hacienda (núm. 96); el conde deVillaum brosa era exonerado de la presidencia del Consejo de Castilla; el conde de Aranda cesaba del gobierno de Galicia y el principe de Parma del virreinato de Cataluña. Como unos versos ponían en boca del valido desterrado: ¿Dónde está el Almirante, que aseguraba firme mi grandeza? ¿Qué se hizo el Condestable? Aguilar, ¿dónde queda que con su regimiento mi fortuna afirmaba ser eterna? ¿Dónde se fue el de Astorga? ¿Astillano qué espera, que con sus rendimientos indignos aumentaban mi soberbia? (núm. 88, w. 31-40) En su lugar, otras personas partidarias de don Juan José eran elevadas a estos puestos u ocupaban asientos en el Consejo de Estado o recibían diversas gratificaciones: como el conde de Monterrey, nuevo virrey de Cataluña, el duque de Alba, presidente del Consejo de Italia, Pascual de Aragón vicecanciller de Aragón, el duque de Medinaceli, presidente del Consejo de Indias, etc.46. El objetivo de todas estas primeras decisiones era claro: se pretendía restaurar, en un difícil equilibrio, un supuesto pacto o consenso entre la aristocracia y la monarquía con don Juan José como árbitro indiscutible, apoyado en sus partidarios de la Corona de Aragón: no en vano «los Grandes representaban, probablemente, tanto por el poder que detentaban en Castilla como por su disposición a formar facciones, el grupo más determinante en la política de Madrid» y de hecho, aristócratas y aragoneses fueron los principales agraciados de las primeras medidas del príncipe47, como quedó atestiguado en la celebración de las cortes aragonesas de 1677-78. Las reformas políticas y económicas emprendidas por don Juan José —Ribot (2000, p. 109) califica este periodo como de «auge del refor- mismo»— se ocuparon de establecer cambios en los procedimientos sobre nombramientos de cargos civiles y militares y su venalidad y sobre todo, en Hacienda, para acabar con la corrupción administrativa. Se im 46 Castilla Soto, 1992, p. 261; Graf von Kalnein, 2001, pp. 421-428; Bégue, 2017, p. 170; Manescau Martín, 2005, pp. 513-516; Ribot García, 2000, pp. 109,112-113. 47 Graf von Kalnein, 2001, pp. 421, 424. pulsó también una política de austeridad y ahorro que consistió en una reducción de plantillas y de los sueldos públicos, en la disminución de la concesión de mercedes, en un control riguroso de ingresos y gastos al mismo tiempo que se daban los primeros pasos para disminuir los tributos pagados por la población; se aplicaron medidas para el fomento de la industria y el comercio y para lograr la repoblación: por ejemplo, a finales de 1677 se creaba una junta para el fomento de la minería y en enero de 1679 se ponía en marcha una Junta de Comercio con el objetivo de reducir las contribuciones de los comerciantes, mejorar la calidad de la producción y prohibir la entrada de géneros extranjeros; además se dieron los primeros pasos para una reforma monetaria con el fin de frenar la galopante inflación. Su ministerio patrocinó también una importante regeneración moral: a la par que se dictaban medidas contra la ostentación de la nobleza, se emitían directrices, con resultados escasos, de reforma del clero. Desde el primer momento no faltaron los descontentos y las protes tas ante, según algunos autores, como Maravall, un don Juan José —«el idolillo» (núm. 105 v 9)— que «emergía como una figura próxima al dictador moderno»48: En sus designios penetro por una y por otra acción que no tiene otra intención donJuan que empuñar el cetro. ¡Abrenuncio! ¡Vade retro! hi de puta para él. (núm. 112, w. 61-66) En cualquier caso, el reparto de cargos por parte del príncipe no se hizo al gusto de todos —«a los fieles mata / y de los rebeldes huye» (núm. 112, w. 72-73)—: un sector importante de la aristocracia acusó al bastardo, apelando a la plebe, como en su día hiciera el propio príncipe, de intentar acaparar y controlar al monarca, de aprovecharse como un ser vengativo de sus enemigos, de exigir a los nobles y a todos contribu ciones excesivas, de apoyar decisiones desfavorables a las ansias de poder y de privilegio de la alta aristocracia, en beneficio de personas ajenas al 48 Manescau Martín, 2005, p. 509;Tomás yValiente, 1982, p. 28; Castilla Soto, 1992, p. 256. interés del grupo, como la elevación de Juan de la Puente a presidente del Consejo de Castilla, en 1677 y, en definitiva, de proponer quimeras que no podría cumplir.
Echó bandos, decretos, provisiones por los reinos, ciudades y partidos. Convocó mal contentos forajidos para el intento santo y las misiones. Ha sacado gran fruto de doblones para que no sé qué intento venidero, y otras cosas que dejo en el tintero, (núm. 104, w. 12-18) Los gastos, las profusiones, las locuras y quimeras empresas en las banderas y las altas pretensiones son suficientes razones para que el discurso entre en la verdad y la encuentre, pues cuanto aquí he referido y que callo, siempre ha sido todo a costa de tu vientre, (núm. 100, w . 61-70) Además, la Compañía de Jesús, perjudicada por las medidas y ame nazas del ministro, protagonizó la resistencia crítica hacia el bastardo real, como el caso del polemista jesuíta Juan Cortés Osorio, autor de las sátiras más corrosivas y logradas contra don Juan José, víctima ahora de sus propias armas, como las contenidas en las «Desvergüenzas de la plaza en el senado de picaros presidiendo la Barrabasera», que se le atribuyen (núms. 113, 114): Vendiósenos por gran médico, pero el miserable físico, al ejercer lo metódico, mostró que era un pobre empírico. (núm. 113, w . 43-46) Muchos de aquellos opositores encontraron el apoyo de la reina ma dre exiliada en Toledo que, poco a poco, fue recuperando la influencia política perdida en los aciagos días del gobierno de Valenzuela. Se rom pía así «el equilibrio de fuerzas políticas mantenido por breve tiempo» (Aichinger, 2016, p. 23). Así pues, el viaje a Zaragoza del monarca y de su hermano para la celebración de Cortes, en la primavera de 1677, por todos los gastos ocasionados, añadió más argumentos al descontento generalizado por la carestía de los alimentos, y en los mentideros se hablaba incluso de la posibilidad de un levantamiento. De hecho, los panfletos, pasquines y sátiras cobraron un nuevo vigor a partir de febrero de 1678 y cualquier anécdota como el traslado de la estatua ecuestre de Felipe IV desde el Alcázar (donde había sido colocada por orden de Valenzuela) hasta su emplazamiento original, el palacio de Buen Retiro sirvió de excusa para hacer mella en los fracasos del príncipe. En efecto, las reformas econó micas del hermanastro real apenas alcanzaban los objetivos previstos: las malas cosechas de los años 1677-79 provocaron un alza de los precios del grano y el desabastecimiento de la capital; una epidemia de peste paralizó la actividad comercial en algunas regiones. Estos y otros hechos dieron al traste con las esperanzas del pueblo llano de que se diera un milagro y lo pusieron en contra del gobierno: ¿A qué vino el señor donjuán? A bajar el caballo y subir el pan. (núm. 109) La carne el año pasado valía solo a catorce; ¿el pan no vale a sus once?, y en este no se ha bajado más que el caballo de bronce, (núm. 110) Por otra parte, el enfrentamiento con Francia en diferentes focos y frentes —como en Mesina (núm. 111) que no se resolvería hasta 1678, o como la pérdida de Puigcerdá en mayo de 1678 (núm. 14)— solo acumulaba fracasos ante lo que algunos consideraban inoperancia del hermanastro (núm. 107): Bajó el caballo, restauróse España: gracias a Dios que dimos en la vena; no ha de quedar en toda Francia almena, pues hemos hecho cosa tan extraña, (núm. 107, w. 1-4) El enfrentamiento con Francia, finalizó con la firma del tratado de Nimega de 17 de septiembre de 167849. Por este la Monarquía se obligó a realizar humillantes renuncias territoriales, como la cesión del Franco 49 Ver Usunáriz, 2006, pp. 433-455.
Condado y de diferentes plazas en Flandes y con ellas, la persona de don Juan José quedó desprestigiada al mismo tiempo que sus críticos lo acusaban de connivencia con el enemigo: Lo que infiero yo de aquí no es más que, del mismo modo que don Juan lo perdió todo se quiso perder a sí. Váyase a Francia, que allí hallará mucho favor, que es prueba de gran valor para aquel vulgo hugonote el matar a un sacerdote y a un Supremo Inquisidor, (núm. 112, w. 81-90) No es mucho que el pueblo clame con un gobierno tan tibio, que no ha fraguado su alivio después de paz tan infame, (núm. 112, w. 111-114) En respuesta a sus detractores, donjuán José quiso acallar las voces de la disidencia con todos los instrumentos de censura, vigilancia y repre sión a su alcance. Se apoyó también en un importante aparato de propa ganda, dirigido por su secretario flamenco Francisco Fabro Bremundán, a través de la Gaceta de Madrid, que contó con publicistas como el trinitario Manuel Guerra. Pero no logró su objetivo, pues los panfletos, pasquines y sátiras contra su persona y su gobierno se multiplicaron a instancias de la nobleza, los grandes, y del clero malcontentos. Dicen que está muy colérico, porque cierto papel crítico, le corrigió los dictámenes de sus errores políticos, (núm. 113, w. 8-11) Mucho siente Juanillo, que digan mal dél; pues el hijo de puta ¿por qué no obra bien? (núm. 114, w. 5-8) Fue precisamente tras la firma de la paz de Nimega, cuando se hizo pública una decisión tomada por el Consejo de Estado en agosto de 1677 y ratificada en enero de 1679: el matrimonio del rey con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV50 a pesar de las reticencias que causó esta elección. Con ello ese perseguía mejorar y estabilizar las con flictivas relaciones con Francia, sin valorar suficientemente el peligro de lo que era el primer paso para la configuración de un partido francés en Madrid inclinado a los intereses de aquel monarca. La boda se celebró por poderes en agosto de 1679 y, finalmente, la nueva pareja celebraba su matrimonio en Quintanapalla, cerca de Burgos, el 18 de septiembre de 1679. Un día antes, el 17 de septiembre, moría don Juan José, con cincuenta años, tras treinta y tres meses de gobierno, ante la indiferen cia de gran parte de la población. Para entonces, el alejamiento de los dos hermanos era un hecho. Poco después, Carlos marchó presuroso a Toledo para reencontrarse con su madre que volvía, por fin, a la corte y recuperaba así parte de su predicamento político, ante el resquemor de sus viejos enemigos: Niño criado sin padre, fácil al amor y al miedo, ¿para qué fuiste a Toledo a traer un mal de madre? (núm. 15) 5. U na «testa de cuatro coronas»: el duque de M edinaceli y su GOBIERNO (1680- 1685) Tras la muerte de don Juan José, la corte se convirtió, una vez más, «en un hervidero de intrigas. Las minorías dirigentes de palacio entraron en una frenética lucha por el poder, lo que se tradujo en despliegues de estrategias cortesanas con el fin de instrumentalizar la voluntad regia» (Álamo Martell, 2005, p. 557). Como resultado, el VIII duque de Me dinaceli, Juan Francisco de la Cerda, presidente del Consejo de Indias, consejero de Estado y Guerra, sumiller de corps desde 1675, caballerizo mayor desde 1683, entre otros cargos, de notoria riqueza, con un pasado 511 Manescau Martín, 2005, pp. 535-536. Hubo otras candidatas, en especial, María Antonia, hija del emperador Leopoldo y de Margarita Teresa, y sobrina nieta de Mariana (Ribot García, 2000, p. 115). Sin embargo, su escasa edad, tenía diez años, y la necesidad de que el rey se casara y tuviera descendencia cuanto antes la descartó como esposa, aunque tal posibilidad ya había sido contemplada cuando nació, en 1669, como recuerdan algunos versos satíricos contra el padre Nithard (núm. 44). familiar que lo enlazaba orgullosamente con cuatro monarcas medieva les y por tanto, merecedor de la confianza del rey fue nombrado el 21 de febrero de 1680 primer ministro de la Monarquía. he reconocido — escribió el rey— que la formalidad del gobierno de mi monarquía y las ocurrencias de ahora necesitan de primer ministro.
Y ha biendo de tenerle, he dado en encargarte me ayudes en esta forma, así por tus grandes obligaciones como por lo que en ti he experimentado51. En la victoria de Medinaceli no faltó su capacidad para adaptarse a las circunstancias en cada momento sin comprometerse ciegamente con nadie. Esto le granjeó la oposición del condestable de Castilla (que también pretendió el cargo), y del que se burlaba el «Soneto en que el Con destable expresa sus sentimientos al marqués de Palacios y al duque de Osuna, pidiéndoles le aconsejen» (núm. 117): Condestable ¡Que teniendo las manos en la masa y siendo como soy, caso notable, de Castilla y de León el Condestable no me den un repulgo de la casa! ¡Que se muestre la reina tan escasa conmigo habiendo sido su parciable que no envíe un enano que me hable en siquiera un oficio por la tasa! (w. 1-8) Pero también se ganó la enemistad de otros eminentes aristócratas, como el Almirante de Castilla, el conde de Chinchón, el marqués de Mancera, el principe de Astillano, el conde de Monterrey y especial mente, como veremos, el duque de Osuna, que contarían con el apoyo de doña Mariana, la reina madre —que nunca olvidó que Medinaceli apoyó su destierro a Toledo—, y sobre todo, el de la esposa del rey Ma ría Luisa de Orleáns, que, frente a la visión historiográfica tradicional también se involucró en las dinámicas políticas cortesana. Hubo tam bién otros sectores, fundamentalmente eclesiásticos, como los jesuítas, que alimentaron la oposición contrarios todos a que se reinstaurase o reforzase un nuevo valimiento y se mostraban partidarios de un gobier 51 Cit. por Conteras 2003, pp. 205-206. Una reflexión sobre el título de primer ministro de Medinaceli en Álamo Martell, 2005, pp. 558-560. no personal del monarca apoyado en los Grandes52. Pero, Medinaceli, al mismo tiempo que hacía frente a sus contradictores, tuvo que adoptar duras decisiones. Con el fin de afrontar la grave crisis económica (acompañada de una epidemia de peste, y malas cosechas), y apoyado en un equipo eficaz con hombres como don Carlos Herrera y Ramírez de Arellano, presidente del Consejo de Hacienda en 1680, y don José Veitia y Linaje, elevado al cargo de secretario del Despacho Universal en 1682, Medinaceli optó, como su antecesor, por una política de austeridad y de reforma fiscal.
En primer lugar, hizo frente a la devaluación de la moneda decretada poco antes de su llegada al poder (el 10 de febrero de 1680) con la que se pretendía combatir la inflación y dar al reino una moneda estable53. Esto provocó numerosos descontentos por la gran pérdida de muchos ahorros, la quiebra de algunos mercaderes, al mismo tiempo que se hacía notoria la escasez de pan y de carne, con el consiguiente malestar de la población. Como se recogía en un papel anónimo de 1680: Verdad Inorancia Discurso Experiencia Reparo Lisonja Prudencia Malicia Moneda subida, España perdida. ¿En qué va errada si no pierde nada? Inorante, mira adelante. Mejor lo verás si miras atrás. No sé qué me diga en tanta fatiga. Yo solo quiero que haya dinero. Este extremo mucho lo temo. Todo se ataja con una baja. (núm. 115, w . 1-16) Para paliar las consecuencias de la devaluación se creó una Junta de Encabezamiento con la misión de nombrar ministros superintendentes encargados de negociar con las ciudades nuevas formas de tributación a fin de rebajar la carga fiscal y disminuir el fraude. Tales medidas «su 52 García Pérez, 2018, p. 17; Echavarren Fernández, 2014, p. 173. 53 Sánchez Belén, 2011, p. 25; Sanz Ayán, 1996, pp. 167-168; Bégue, 2017, pp. 192- 197; Peña Izquierdo, 2004, pp. 230-234. pusieron, de hecho, una transferencia de poder fiscal a corporaciones, municipios, provincias o grupos aristocráticos»54 y, a la larga, una lenta recuperación económica gracias a la estabilización del sistema moneta rio y la reactivación del comercio. Para contener la oposición de los grandes, el duque concedió a al gunos de ellos mercedes y pensiones. Además, llevó a cabo una hábil política matrimonial al casar a siete de sus diez hijas con miembros importantes de la aristocracia, lo que reforzó sus alianzas, pero también multiplicó el número de críticas sarcásticas: «en este tiempo ha logrado para el ejército de sus hijas más desposorios que una parroquia; para sus criados, mercedes; para su mujer, parentescos y regalos; para sus arcas, tesoros»55. Por ejemplo, el matrimonio de don Pedro de Aragón con Catalina de la Cerda, con el que se ponía fin a la disputa por la sucesión de los títulos de la casa de Cardona y Segorbe a la que también aspira ba la esposa de Medinaceli, fue objeto de burlas y comentarios por la escandalosa diferencia de edad de los contrayentes (núm. 116), pero es una muestra más de las alianzas estratégicas de la aristocracia cortesana. Al mismo tiempo, con el objeto de lograr un mayor control del rey, Medinaceli recomendó al monarca que adoptase de forma estricta la etiqueta cortesana de Felipe IV, lo que obligaba a que Carlos II hiciera vida separado de la reina, la Petite Mademoiselle, y a que esta se viera sometida al protocolo borgoñón bajo la vigilante mirada de la camarera mayor, la duquesa de Terranova, con la que las relaciones fueron siempre muy tirantes. Esto reforzaba la proximidad y ascendiente del ministro sobre el rey, al que alejaba no solo de las cuestiones de gobierno sino, sobre todo, de la notoria influencia de la joven reina francesa y, por ende, deVersalles. Con este propósito redujo el número de sirvientes franceses de la reina —en los primeros años en la corte, ella había logrado colocar en puestos claves de su casa a un buen número hombres y mujeres de su confianza— a los que Medinaceli hizo regresar a Francia en marzo de 1680, con el objetivo de frenar así los intentos de Luis XIV de promover un partido francés en Madrid. En agosto de 1680 la reina lograba el cese de su antipática y rigurosa camarera mayor, la duquesa de Terranova y el nombramiento de la duquesa de Alburquerque, en lo que fue una vic toria de la nueva reina frente al control impuesto por el duque. Pero al conocerse que María Luisa daba información muy valiosa al embajador 54 Conteras, 2003, p. 208; Kamen, 1981, pp. 573-575; Sanz Ayán, 1996, pp. 166- 167; Bégue, 2017, p. 194. 55 Ver García Pérez, 2018, p. 16. francésVillars y a su esposa Marie de BeUefonds, convertidos en sus con fidentes56, Medinaceli recomendó a Carlos II que escribiera a Luis XIV para que estos abandonaran la corte: Marie Villars lo hizo en marzo de 1681 y su marido nueve meses después, algo que la reina ni olvidó ni perdonó. Mas, a pesar del escaso número de servidores franceses, estos siguieron teniendo un papel importante, como la viuda Nicole Quen tin. Esta, conocida popularmente como la Cantina, dueña del retrete de la reina, desempeñó funciones más allá de su oficio: con la ayuda de una dama española de la corte, Mariana de Aguirre (casada con Bernardino deValdés, miembro del Consejo de Cámara), muy próxima al duque de Medinaceli, influyó no poco en la concesión de diferentes mercedes. A estas dos se sumó también otro francés, Juan de Viremont, hasta en tonces al servicio de la embajada francesa en Madrid, que comenzó a trabajar en las caballerizas de la reina y que muy pronto se convirtió en el amante de Nicole Quentin57. Pero fue a partir de 1683 cuando por razones personales —Medina celi se vio afectado por una hemiplejía— y por cuestiones de política externa e interna, cuando el gobierno del ministro sufrió un mayor nú mero de ataques. Un ejemplo de estas rivalidades se dio en la primavera de 1683 cuando Osuna logró que sus dos hijas, Mariana y Catalina, fue ran nombradas damas de honor de la reina. Medinaceli se había opuesto a ello para alejar a la reina de cualquier influencia del partido de sus rivales. Poco después un incidente sirvió para que Medinaceli pudiera resarcirse: un pleito por el pago de unas obras en el palacio de Osuna en Madrid y las amenazas del duque a los oficiales que exigían el abono de la deuda, acabó ante el Consejo de Castilla, el cual, por intermediación de Medinaceli, dictó una sentencia que obligaba a Osuna al pago de una onerosa multa y al destierro en Segovia, al que partía en agosto de 1683.
Esta decisión fue considerada por la reina María Luisa como un nuevo ataque personal, en lo que suponía una evidente muestra de la política francófoba de Medinaceli. De hecho, esto quedó reflejado en un incidente anecdótico en la corte entre dos damas de la cámara de reina: durante la comida de la rei na el ceremonial marcaba que solo la dama copera podía poner la copa de vino en manos de la reina, en aquel momento, Andrea de Guzmán, 56 Ver al respecto el estudio de Lobato, 2007 y en especial pp. 18-20. 57 Para todo el caso escandaloso de la Cantina ver infni, y el completo estudio de Echavarren Fernández, 2015a. hija del IV marques de Villamanrique y emparentada con Medinaceli. Pero como en aquel día y en aquel momento la dama copera no es taba presente, fue Mariana Girón, hija del ya desterrado Osuna, quien ofreció la copa a la reina María Luisa. Al entrar Andrea de Guzmán y ver aquella escena, amenazó a Mariana con altas voces, una muestra de destemplanza que fue castigada por la reina al hacer recluir a Andrea de Guzmán en sus aposentos. Gracias a la intermediación de Medinaceli se le levantó el castigo a Andrea de Guzmán.
Pero esta, que, conforme a la costumbre, debía haber expresado su gratitud a la reina besando su mano, no lo hizo, ofendiendo a María Luisa. La reina se negó a beber los días siguientes de la copa que le ofrecía aquella insolente dama de honor. A pesar de la intervención del confesor de la reina e incluso del propio rey, finalmente Andrea fue exonerada de su puesto y en su lu gar fue nombrada Francisca Enríquez de Almansa, hija del marqués de Alcañices, próximo a la facción de Medinaceli58. La anécdota dio lugar a un buen número de composiciones satíricas, el «ciclo de la copa», intercambiadas por ambas partes y en el que participaron poetas como Bances Candamo, que sirvieron para criticar a Medinaceli y sus fieles (núms. 120, 121,122,123), como se refleja en el soneto en el que el rey preguntaba a los miembros del Consejo de Estado: —Decid ¿qué hacéis? —En vano discurrimos. —¿Pensáis en algún medio? —No sabemos. —¿Buscáis en la justicia? — No podemos. —¿Esforzáis la milicia? —No la vimos. —¿Dónde está el bien común? —No le sentimos. —¿La honra dónde está? —No la tenemos. (núm. 119, w . 1-7) El duque de Osuna volvía en octubre a la corte de su exilio segovia- no a causa de la grave enfermedad de su primogénito; pero, recuperado su vástago, a finales de mes se decretaba de nuevo su destierro, al parecer porque durante aquellos días el duque recibió en su palacio madrileño numerosas visitas que hicieron sospechar que se preparaba una conjura contra el primer ministro. Como respuesta, el duque pidió asilo eclesiás tico en el convento de los carmelitas descalzos de Madrid. 58 Para el caso de la copa ver Echavarren Fernández, 2018, pp. 73-75. Que se meta a sacristán Osuna por retraído ¿qué se le dará al valido ni a la burra de Balán? Y que por el qué dirán en manifiestos se emplee, pues bendito el que posee porque en todo caso hallo que el valido será gallo aunque Osuna cacaree, (núm. 124, w . 1-10) Mientras la reina madre y la reina mediaban por él ante Carlos II, se decretó el secuestro de sus estados y se le privó del oficio de caballeri zo mayor de la reina en favor del marqués de losVélez, ante el enojo e indignación de la monarca. En respuesta, el duque de Osuna organizó desde su refugio toda una campaña de escritos para su defensa, en es pecial el conocido «manifiesto de Osuna» contra el gobierno del mi nistro —«Sum quien destruir intenta demasías. / Amo la libertad a esta corona» (núm. 125, w. 1-2)— y patrocinó otros, como el texto titulado Crisol de la verdad, atribuido al trinitario Manuel de Guerra y Ribera, en donde exigía al rey que se librase de aquel valido al que acusaban de usurpar la autoridad real y patrocinase un gobierno colegiado del rey y de los nobles. Para colmo, Osuna contaba con el apoyo de otros nobles, además del de la reina. Finalmente, en la primavera de 1684 el duque decidió cumplir con el destierro en Montánchez al que había sido sentenciado, aunque, poco después, en julio, era indultado por el rey. De hecho, en la corte la situación política había cambiado: el conde de Oropesa, nombrado en junio presidente del Consejo de Castilla, era la figura emergente, con el apoyo de la reina madre y gran parte de la aristocracia. Pero mientras la corte madrileña se centraba en la crisis de Osuna o en anécdotas como la disputa de la copa, otros nubarrones, más impor tantes amenazaban a la Monarquía: Que ofrezcan tantos cuidados de consecuencias tan grandes las Indias, Italia y Flandes y estos reinos asolados, y que estén abandonados tantos males sin consuelo costando tanto desvelo quién la copa ha de servir, mejor es reír. (núm. 123, w . 23-31) En efecto, Medinaceli, entre otros problemas, tenía que hacer frente a una guerra con Francia que marcaría el inicio de su declive personal. Tras la firma de la paz de Nimega había aumentado la tensión entre ambas coronas por la política de «reuniones» francesa, mediante la cual Luis XIV inició la anexión de territorios que, según una particular in terpretación del derecho, habían tenido en el pasado una vinculación feudal con Francia. En consecuencia, el 11 diciembre de 1683, Carlos II declaraba la guerra al francés. En agosto de 1684, tras una desastrosa campaña militar española, ambas partes firmaban la tregua de Ratisbona que venía a ratificar las anexiones francesas y con ellas, la pérdida de Luxemburgo y varias ciudades flamencas59. Mientras tanto, el empera dor, con el apoyo del rey de Polonia o del duque de Lorena respondía exitosamente al sitio deViena por los turcos. Prosigue el noble César sus hazañas con ira, con valor, con celo ardiente, de sangre, de cadáveres y gente inundando del Asia las campañas, (núm. 126, w . 1-4)
De esta forma, ante los acontecimientos, crecía un sentimiento fran- cófobo en la corte —«Cristianísimo llaman y es tirano / el rey que aclama Francia en esta era» (núm. 118, w. 1-2)— , al que contribuyeron otros hechos, como la falta de apoyo de Luis XIV al emperador ante la amenaza otomana o el cruel bombardeo de Génova por la flota francesa en mayo de 1684. Que esté un sátrapa lozano [Luis XIV] recibiendo norabuenas de las victorias ajenas en que no puso la mano, y piense que al otomano se resiste sin murallas y que se ganan batallas con afectar y fingir, mejor es reír. (núm. 123, w . 41-49) 59 Usunáriz, 2006, pp. 455-462. A fin de salvar Flandes de la presión francesa, de la «francesa sinra zón» (núm. 123, v. 232), sin abandonar los intereses de los Habsburgo, Medinaceli y también Viena abrieron la posibilidad de que los Países Bajos españoles, como en tiempos de Isabel Clara Eugenia y el archidu que Alberto, se convirtieran en un territorio soberano bajo el gobierno del elector Maximiliano de Baviera casado con la archiduquesa María Antonia, hija del emperador Leopoldo y de su primera esposa, Marga rita Teresa, hija de Felipe IV. Esto provocó las iras del nuevo embajador francés Feuquiéres (llegado a Madrid en marzo de 1685), contrario a la presencia de Viena en los Países Bajos. Esto también causó la irritación de la reina María Luisa contra Medinaceli, pues ante la falta de descen dencia de la reina —las coplas hacían irónica referencia a ello como la conocida «Parid bella flor de lis» (núm. 129)—, las maniobras del mi nistro parecían concebir la posibilidad de una futura sucesión austríaca y debilitaban los derechos y aspiraciones de Francia tanto en Flandes como en Madrid. De hecho, una de las misiones de Feuquiéres era la de influir en la reina para que esta lograra que Carlos II nombrara un nue vo ministro más inclinado a ser condescendiente con la política francesa. Sin embargo, el embajador chocó con Nicole Quentin y Mariana de Aguirre, que controlaban por completo la voluntad de María Luisa. Medinaceli no logró, a pesar de sus últimos intentos, una alianza con la reina para poder mantenerse en el gobierno y dimitía en abril de 1685, en medio de la desilusión general y con Oropesa como fulgurante figura de reemplazo: Monstruosa monarquía desgraciada, donde reinan los pies, no la cabeza, al término más vil de la flaqueza y a la ambición sin término entregada, (núm. 128, w. 1-4) Mientras en Francia amaga un Luis potente reina en España Carlos el amante, una francesa es reina dominante, un portugués, valido y presidente, (núm. 131, w . 1-4) En junio el duque era desterrado a Cogolludo, localidad de la que ostentaba el título de marqués. Solo pudo volver a la corte en 1691, ya muy enfermo, en donde murió el 20 de febrero. La manifiesta ascen dencia de la reina María Luisa sobre su marido, su enemistad con el ministro por la expulsión de los Villars, por el control sobre sus damas, los ataques a Osuna, la presión de una parte importante de la aristocra cia cortesana, la crisis económica y la pérdida de prestigio internacional ante la maquinaria bélica francesa, influyeron, sin duda, en esta decisión. 6. «A VUESTRO AUSTRÍACO TRONO / NI DAIS FRUTO NI DAIS GRANO». D el gobierno de O ropesa a la m uerte de C arlos II (1685- 1700) 6.1. El primer gobierno de un «conde prematiquero»: Oropesa (1685-1691) Aunque no faltaban candidatos para ocupar el puesto de Medinaceli (núm. 127), fue el VIII conde de Oropesa, Manuel Joaquín Álvarez de Toledo, emparentado con la casa portuguesa de Braganza —lo que sería utilizado por sus enemigos: «que el conde es portugués sin ser judío» (núm. 145, v. 3)— , se convertía en primer ministro sin tal título —«sin querer declararse primer ministro, siéndolo en el común sentir, con que ni es valido ni presidente, siéndolo todo», según una carta del duque de Montalto al embajador en Inglaterra, Pedro Ronquillo, en septiembre de 16 8 560—, gracias a que contaba con el apoyo del rey y de parte de la corte: Engañó a Rodrigo un conde y por no creer agüeros Carlos se deja engañar de un conde tan lisonjero, (núm. 20, w . 17-20)
Aunque la desilusión y la desconfianza hacia todo y todos parecía hacer mella en la población los Consejos peijuros y venales. Mira, infeliz España, y cuáles fines te podrás prometer por medios tales, y cuán a los umbrales del castigo estás como en los tiempos de Rodrigo. (núm. 130, w . 9-16)61 611 Testino-Zafiropoulos, 2015, p. 4. 61 La desconfianza hacia los hombres del gobierno en estos primeros momentos del ministerio de Oropesa se reitera en otras composiciones llenas de improperios como los núms. 132,134, 144,147, 152. Oropesa afrontó el reto has convertirse en el artífice de una política reformista. Esta se apoyó en la creación de juntas y en la aprobación de un conjunto de decretos que alimentó un creciente malestar:
Un conde prematiquero a este dolor me condena que piense este majadero que su testa y mi trasero ha de parir cosa buena (núm. 155, w . 11-15) Para ello tuvo el apoyo de hombres como el marqués de los Vélez, el conde de Humanes desde Hacienda o Manuel Francisco de Lira, convertido en secretario del Despacho Universal, quienes, como su su perior, también fueron sancionados por la sátira: Oprimen al imperio en las Españas de un rey, con previlegio de pupilo, un conde [Oropesa] de aquí corto, aquí trasquilo, que con la risa encubre malas mañas. Un marqués [Vélez] cuyos robos sin hazañas, boca de ganso con rapante estilo, otros vivos que cortan con el filo de juntas de reformas y patrañas (núm. 157, w . 1-8)62. Las juntas creadas tenían como objetivo la reducción del gasto y de la deuda pública; para ello se optó por el rigor presupuestario a fin de disminuir la presión fiscal, por la reducción de mercedes y del gasto público: Dando por esas paredes andan en aquestos días, muchas vanas señorías llorando por sus mercedes, (núm. 148) Se procuró una nueva reforma monetaria (en 1686), se aprobaron medidas para estimular la exportación y proteger los intereses de los productores nacionales, es decir, se imponían las directrices de lo que se consideraba una política mercantilista. Para ello también reformó el Consejo de Hacienda al establecer la figura de unos superintendentes 62 Otras referencias críticas a las reformas de estas juntas impulsadas por Oropesa y a sus ministros en núms. 150, 151,155,158 y 159. de distrito, supervisados por un superintendente mayor (el marqués de los Vélez), encargados de inspeccionar las rentas provinciales, se redujo el número de funcionarios civiles y militares e incluso pensó en elimi nar el servicio de millones tan oneroso para la población63: Hermano Perico, dime con qué alma se echan a vasallos cargas tan pesadas. Cientos y millones, sisas y alcabalas, con nuevos impuestos y otras zarandajas, (núm. 172, w . 25-32) Tales medidas llegaron a provocar el descontento popular, pues la población no se vio libre den encarecimiento de las subsistencias, como resumía el romance «Carta a un amigo»: El trigo se va subiendo; el pan bajando se va... de peso; digo que así se suele bajar el pan. Que se sube por las nubes el trigo no hay que dudar porque vemos que nos tratan las nubes con sequedad, (núm. 154, w. 53-60) La crisis social y económica coincidió con el inicio de la guerra de los Nueve Años en 1688 que, en los primeros momentos, fue testigo de derrotas españolas en los Países Bajos —como la de Mons en 1691 (núm. 20, w. 37-40)—, en Italia y la entrada de tropas francesas en Ca taluña64. Esto se sumó a la pérdida de Larache y de otras plazas en no viembre de 1689 con lo que peligraba la posesión española de diferentes enclaves norteafricanos 63 Contreras, 2003, pp. 236-238; Sanz Ayán, 1996, pp. 168-70; Bégue, 2017, pp. 198-201. 64 Un ejemplo de este malestar sería la conocida como revuelta de los barretines, entre 1688 en Cataluña, protagonizada por una población cansada de la presencia perma nente de un ejército en la frontera francesa que había que mantener y afectada por malas cosechas, una plaga de langosta y el aumento de la mortalidad (Bégue, 2017, pp. 201-203). Y Alarache, si se ha perdido ahora, ¿qué presagio fatal puede haber sido? Si Melilla se pierde, ¿qué hay perdido ¿Y si este mismo riesgo Ceuta llora, si Orán también, que al evangelio adora, al Alcorán se viere reducido? (núm. 162, w . 5-10) Oropesa tampoco se vio libre, como su antecesor, de los escándalos y tensiones en el seno de la corte, que, sin bien parecían, en su superficie, hechos anecdóticos, reflejaban las luchas de poder, y tenían su altavoz a través de la sátira. Casi al mismo tiempo de la dimisión de Medinaceli, en abril de 1685, llegaba a su clímax un nuevo escándalo en la Corte: Nicole Quentin, la conocida servidora y confidente de la reina, fue lle vada a casa de su amiga Mariana de Aguirre en donde dio a luz un niño fruto de las relaciones con su amante, el caballerizo Juan Viremont, con quien finalmente se casaba poco después con el beneplácito de la reina. Esta se hizo cargo de la dote de la dama y la readmitía, en contra de la etiqueta de palacio, a su servicio. La pareja de amantes mantenía una gran rivalidad con otro matrimonio de servidores franceses, Margarita Lautier y Pedro Levillane.
Fueron estos quienes con el objeto de quitar se de en medio el principal obstáculo en sus aspiraciones, comenzaron a hacer correr el rumor de que Viremont era un espía al servicio de Fran cia y que su esposa, la Cantina, había proporcionado diferentes bebidas y píldoras abortivas a la reina. Esto desembocó en un cruce de fantasiosas acusaciones entre ambos matrimonios en el que se vieron implicadas la esposa del duque de Medinaceli, la duquesa de Alburquerque y Maria na de Aguirre. Ante la presión de Mariana de Aguirre y de sus criados, Levillane, acusado de robo, y su mujer abandonaron la corte camino de Valencia en junio de 1685. En el viaje, Levillane redactó un nuevo me morial en el que acusó a la Cantina no solo de proporcionar abortivos a la reina, sino de intentar envenenar al rey. Esta denuncia la hizo llegar a la reina madre y a Oropesa, que le dieron poca importancia, pero también al embajador imperial, el conde de Mansfeldt, que hábilmente aprovechó la coyuntura para difundir la denuncia y acusar a Luis XIV de conspirar contra el rey español lo que no dejó libre de sospechas a la propia reina por las connivencias con su tío (núm. 160). De ello se hizo eco una población indignada previamente contra la política ex pansionista de Luis XIV que afectaba a los intereses españoles y su falta de apoyo a los esfuerzos imperiales en la lucha contra el turco, en esos momentos a las puertas de Buda (núm. 153). Esto sería aprovechado e impulsado por el conde de Oropesa, ins pirador de una actitud «fervientemente proportuguesa, declaradamente antiborbónica y disimuladamente antiaustríaca»b5, que, a instancias del rey encargó a una Junta extraordinaria la instrucción de un sumario que le serviría para minar la influencia francesa en la corte y para demostrar también su propio poder frente a los grupos afines al cesado Medinaceli. Se inició así un juicio que consiguió la atención de la población. De hecho, a principios de julio de 1685 se iniciaba un motín impulsado por la facción austracista de la corte y por el propio conde, en el que fueron saqueados comercios franceses y apedreados todos aquellos vestidos a la francesa al grito de «¡Viva el rey! ¡Mueran los franceses!». La revuelta se calmaría días después: al mismo tiempo que se hacía pública la sentencia, se difundía un decreto por el que se prohibía el maltrato a los extranje ros y llegaban rumores de un supuesto embarazo de la reina que nunca se produjo. El caso dio lugar también a la multiplicación de sátiras en lo que algunos autores han denominado el «ciclo de la Cantina» (núms. 16, 18, 133, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 142, 143). La Cantina y su marido fueron encarcelados y ella llegó a ser someti da a un duro tormento, aunque en todo momento sostuvo su inocencia. Si bien en un principio la Junta se inclinaba por ejecutar la pena de muerte contra la Cantina, el rey preocupado por la reacción de la reina y por la presencia de tropas francesas en la frontera, ordenó el 30 de julio el destierro de la servidora, de sus colaboradores y de toda la ser vidumbre francesa. Enterada la reina, sufrió un ataque de nervios, hasta el punto de que el rey a pesar de las protestas de Oropesa, concedió que permaneciera con la reina un muy pequeño grupo de franceses: su criada, Susana Duperroy, su confesor, un cocinero y un boticario. El ascendiente de María Luisa sobre el monarca contribuyó a que creciera entre la población la aversión hacia la reina —«la reina es sobrina de su tío» (núm. 145, v. 2)— y que el partido francés perdiera peso e influen cia durante años. Que estiméis a vuestra esposa como amante cosa es justa, 65 Bernardo Ares, 2008, p. 125; ver también Echavarren Fernández, 2021, p. 802. mas no el dominio del cetro sujetarle a su coyunda. Como a español rey España rendiros su cerviz gusta, mas a extranjero dominio es incapaz que le sufra, (núm. 19, w . 25-32) Pero esta crisis también contribuyó al desprestigio de la figura del pro pio rey, algo que no era nuevo —«¿Y el rey su majestad? Es un pobrete» (núm. 132, v. 14)—, acusado de incapacidad y de falta de autoridad. No extraña, por tanto, que la muerte sin sucesión de María Luisa de Orleáns el 12 de febrero de 168966 fuera vista con alivio por muchos, que no se privaron de publicar coplas infamatorias contra la memoria de la reina:
De un accidente impensado, bien curado y mal temido, si una reina ha fallecido, todo un reino se ha salvado. Poco ha sido lo llorado y mucho el luto funesto, y el que hubiere echado el resto sintiendo el fatal través, lo más que han llorado es porque no murió más presto, (núm. 161, w. 1-10) Su muerte hizo que Luis XIV perdiera su más importante baza en la corte madrileña, aunque hasta entonces la gestión de sus embajadores no hubiera logrado frenar una creciente francofobia que aumentó con el inicio de la guerra en abril de ese mismo año. La defunción, «porten toso milagro en favor de la causa imperial» (Contreras, 2003, p. 240), fue aprovechada por los Habsburgo centroeuropeos: el emperador Leopol do en plena campaña de enfrentamiento con Francia, al igual que su embajador, vieron en ello una oportunidad para reforzar la alianza entre los miembros de la Casa de Austria, mediante un nuevo matrimonio. 66 Si bien se ha considerado, a partir de diferentes estudios médicos, que el falle cimiento de la reina pudo deberse a una afección de apendicitis o a una gastroenteritis (Ribot García, 2000, p. 124), para otros autores, en virtud de las sospechas del entonces embajador francés en Madrid, Rébenac, fue producto de un envenenamiento provo cado por la condesa de Soissons e inspirado por el propio conde de Oropesa. Ver al respecto el trabajo de Bernardo Ares, 2008, pp. 128-129. La candidata elegida fue Mariana de Neoburgo (entre otras cosas por la gran fecundidad familiar, pues su madre había dado a luz diecisiete hi jos), hija del elector del Palatinado, Felipe Guillermo de Baviera. Aquella mujer contó con la anuencia no solo del emperador (que estaba casado con una hermana de Mariana, Leonor) sino de los miembros de la Liga antifrancesa de Augsburgo, aunque no provocó el entusiasmo del minis tro Oropesa, más inclinado a una solución portuguesa, «ibérica», encar nada en la figura de la infanta María, hija del rey Pedro II. La boda tenía lugar por poderes en Ingolstadt el 28 de agosto de 1689. En palabras de Contreras (2003, p. 275) «se iniciaba así el período político más confuso de todo el reinado», pues la reina y los suyos no dejaron de intervenir en la toma de decisiones: «aquellos años no fueron políticamente otra cosa sino el ejercicio del señorío desordenado de doña Mariana», alrededor del cual se formaron, nuevamente, facciones volátiles. Una primera cuestión se planteó incluso antes de que la reina llegara a España, cuando esta se propuso lograr para su hermano Juan Guiller mo el gobierno de los Países Bajos, territorio que tanto el emperador, como el rey o como la reina madre, y el ministro, Oropesa, pretendían, como hemos señalado, para María Antonia y su esposo Maximiliano Manuel de Baviera, quien finalmente lograría el nombramiento de gobernador en 1692. Estos primeros envites convirtieron al conde de Oropesa en el objetivo a batir por parte de la reina, que contaba con sus propios aliados: estos, integrantes del partido austríaco —el Almirante de Castilla y los duques de Arcos y del Infantado— elaboraron en junio de 1691 un manifiesto de agravios y acusaron al conde de ambicioso. Gracias a esto y a una campaña de sátiras preparada por sus enemigos (núm. 163, 164), en junio de 1691 el conde, que ya había dejado el cargo de presidente de Castilla por el de Consejo de Italia, renunciaba finalmente a sus cargos: Este que a España llenará de lutos a Italia se pasó desde Castilla: albricias, putas, y cuidado, putos, (núm. 164, w . 12-14) Y con él, sus colaboradores, como Manuel de Lira: Vese del rey gobernada y de Oropesa en su modo nuestra España ya arruinada: uno bueno para nada y otro malo para todo. Del despacho se retira quien con lealtad puso extraña en el acierto la mira con que nuestra pobre España faltando Lira, delira, (núm. 165). Poco después Oropesa salía de la corte camino a La Puebla de Mon- talbán: Gobierno España 6.2. A Italia te has retirado y a Castilla dejas presa; no huyas, conde ofensor, homicida... ¡ah, traidor!, él se es-conde. Y Oro-pesa. (núm. 180, w. 34-39) Mariana de Neoburgo y su camarilla (1691-1697): «Un laberinto el gobierno ¡ una confusión, un caos» Tras la caída de Oropesa, Carlos optó por gobernar por sí mismo, sin nombrar primer ministro, aunque, en realidad, quien tomó las riendas del gobierno fue la propia reina, apoyada en un grupo de alemanes que formaban parte del séquito que había acompañado a la reina hasta Ma drid: Enrique Xavier Wiser, apodado «el cojo», secretario particular de la reina; María Josefa Gertrudis Bohl von Gutenberg, condesa viuda de Berlepsch, llamada popularmente «la Berlips» o «la Perdiz, su camarera mayor; el menos conocido, Christian van Geleen, su médico de cámara; y su confesor, de origen italiano, el capuchino, de ahí su apodo «el bar bón», fray Gabriel de Chiusa o Gabriel Pontifeser. En aqueste maremágnum la Perliz es linda pesca, el Cojo rige la caña y el anzuelo madama le maneja. No sé cómo esta corona gota de sangre conserva conjurándose a chuparla a enjambres sangrientas sanguijuelas. (núm. 170, w . 69-76) A estos se sumaron quienes habían sido los enemigos de Oropesa y que ocupaban puestos en el Consejo de Estado como el duque de Arcos, el duque de Montalto, el marqués de Villafranca y, en especial, el Almirante de Castilla y IX el conde de Melgar, Juan Tomás Enríquez de Cabrera. Pero también otros personajes, como el conde de Baños, el influyente confesor del rey desde 1686, el dominico fray Pedro Matilla, el conde de Adanero, el conde de Frigiliana, o el nuevo secretario del Despacho Universal en lugar de Lira, Juan de Angulo, alias «el Mulo», entre otros (núm. 174). Es más, como han señalado algunos autores, la nueva situación derivó en una lucha abierta de la nobleza por la defensa de sus intereses personales que desembocó en «una poliarquía en su ver sión más caótica» aprovechando la multiplicación de junta y el control que la reina y los suyos ejercían sobre los resortes de la administración (Carrasco Martínez, 1999, p. 130). Todos ellos fueron objetos de una intensa campaña de sátiras acu sados de desgobierno y ambición (núm. 166, 167), en especial las que tenían como narradores protagonistas a las máscaras satíricas de Perico y Marica, testigos transmisores de los sucesos de la villa y corte (núms. 169-179). Los más atacados fueron los componentes de aquella cama rilla alemana, acusada de ambiciosa, mentirosa e, incluso, de hereje, por ser, precisamente un grupo ajeno a los sectores tradicionales del poder (Belmonte, 2016). No se vio libre tampoco el sector de los Grandes, inoperantes y desprestigiados que participaban en la lucha del poder por un mero interés personal, ni de nuevo, el propio rey —«Dispertad, señor» (núm. 26)—67. Por otra parte, la dinastía se enfrentaba a su propio futuro: a pesar de todos los esfuerzos, recursos y fingimientos, la reina no quedaba emba razada. Hubo un preñado duende que se deshizo aun no hecho piábamos por un pollo y hallámonos con un huero. No sé qué revelación dizque anduvo de por medio con unas faltas hechizas, unos antojos supuestos, (núm. 176, w . 209-216) 67 Contra la camarilla alemana, otros ministros y el propio rey, por ejemplo los núms. 22, 23, 24, 25. El problema fue mayor cuando María Antonia, nieta de Felipe IV e hija del emperador, y su esposo, el gobernador de los Países Bajos, Maximiliano Manuel de Baviera tuvieron un hijo el 28 de octubre de 1692, José Fernando, convertido muy pronto en el principal candidato a heredar la Monarquía, con el apoyo decidido de su bisabuela, la reina madre, que preparó toda una estrategia con la connivencia de gran nú mero de aristócratas y de miembros de los Consejos —como el cardenal Portocarrero, el duque de Montalto, el caído Oropesa o el marqués de los Balbases, que conformarían el partido bávaro— , para lograr que, en caso de que su hijo no tuviera descendencia, como parecía probable, fuera José Fernando el designado como sucesor. La sucesión deseada, si acaso el cielo decreta, ¿no cabrá tener más vidas que caben en la línea de Baviera? (núm. 170, w . 129-132) Esto contribuyó a acrecentar la enemistad entre las dos Marianas que desembocó en una batalla política abierta, al mismo tiempo que el sector austríaco se veía dividido por las serias diferencias entre la reina Mariana de Neoburgo, defensora de los intereses de su propia Casa y el embajador Lobkowitz, al que despreciaba (López Anguita, 2011, p. 1117).A estas alturas podría hablarse incluso de la existencia de cuatro partidos enfrentados entre sí: una facción imperial, dirigida por el em bajador y una propalatina, la de la reina Neoburgo, ambas defensoras de que la sucesión recayera en el archiduque Carlos, aunque con estrategias enfrentadas y más antojadiza e inconsecuente la de la palatina; una pro- bávara, defendida por la reina madre Mariana; y una profrancesa, la más débil en este momento (Kozák, 2018, pp. 269-270). A finales de 1692 moría María Antonia, mal recuperada del parto, de fiebre puerperal. Pronto llegaron las noticias a la corte de Madrid y entre ellas, que el emperador Leopoldo había obligado a su hija, poco antes de morir, a renunciar a sus derechos sobre la monarquía hispánica. Esto provocó la indignación de Mariana de Austria que, una vez asegu rada de que la renuncia no invalidaba los derechos del recién nacido, se empeñó en defender la causa de José Fernando contra viento y marea, especialmente contra Mariana de Neoburgo, cada una de ellas apoyada, como ya hemos visto, en diferentes grupos aristocráticos, en especial los encabezados por Portocarrero y el Almirante. Estos bandos, ni muchos menos inamovibles ni unidos, protagonizarían la lucha política entre 1693 y 1697, que se dejó ver en la difusión de textos satíricos de la más variada índole. En octubre de 1693 se procuró una reforma del gobierno, cuando fueron nombrados cuatro tenientes generales para los reinos de España: el Condestable para Castilla la Vieja, el duque de Montalto para Castilla la Nueva, el conde de Melgar y Almirante de Castilla para Andalucía y Canarias y el conde de Monterrey para la Corona de Aragón. Pero, paralelamente, los abusos de la camarilla alemana provocaron protestas (núm. 185) y la reacción de los Consejos de Castilla y Estado varios de cuyos miembros, encabezados por Portocarrero, escandalizados por las clamorosas corruptelas del grupo, pidieron su expulsión, como así se aprobó con la sola negativa de otro de los componentes de la camarilla, el Almirante. Wiser, el cojo, salía desterrado en febrero de 1695 mientras la figura del rey salía cada vez más debilitada: Señor dice autoridad, superioridad y mando, y en vez de mandarlos vos os mandan vuestros criados, (núm. 23, w . 5-8) Sin embargo, uno de los apoyos de la reina, el Almirante, a mediados de 1695, se convertía en la figura más poderosa del gobierno gracias a su acercamiento a la reina y según las malas lenguas, a la mediación de la condesa de Berlips y del defenestrado Wiser a quien había apoyado: Una estatua inmortal se le dedique que todo el Almirante lo merece, pues le honran la Berlips y don Enrique. (núm. 182, w . 12-14) Por otra parte, la cuestión sucesoria tuvo también sus consecuencias a nivel internacional. Dos de los principales contrincantes en la guerra de la Liga de Augsburgo, Luis XIV y el emperador Leopoldo, no veían con buenos ojos la candidatura de José Fernando, pues les privaba de sus aspiraciones a la herencia española.
En aquella guerra, en diferentes frentes, Cataluña se convirtió en uno de los principales escenarios del enfrentamiento: Barcelona caía en manos francesas el 10 de agosto de 1697 cuando las tropas españolas, encabezadas por Jorge de Hesse, prín cipe de Darmstad, sin el apoyo imperial, se vieron obligadas a capitular: «Toda Cataluña / se la engulló Francia» (núm. 175, w. 61-62). Bien es cierto que poco después, el 20 de septiembre de 1697 se firmaba la paz de Ryswick68: las fronteras volvían a la situación de 1659 y Luxembur- go se mantenía en manos españolas. Detrás de estas cesiones francesas estaba la esperanza de Luis XIV de mantener las aspiraciones sobre la sucesión, conocedor de las debilidades de Carlos: Sabe Luis cómo su primo es un rey de mojiganga, las palabras, sin razones, sin razones, las palabras. En todo cuanto decreta por la mucha ineficacia ni hay substancia de decretos ni decretos de substancia. Todo es juego, fiesta y risa y en la racional baraja juega mal y de barato pues todo lo malbarata, (núm. 177, w. 21-32) El «equilibrio» de las facciones se rompería al conocerse la grave enfermedad de la reina madre que acabaría con su vida el 16 mayo de 1696. Mariana de Neoburgo y los suyos tomaron la iniciativa al con trolar al rey en exclusiva, pero sin una perspectiva clara, salvo la de su propio interés de camarilla —cada vez más criticada por sus abusos— y al margen de la estrategia de la corte deViena que quería aprovechar la ocasión para incrementar el número de sus partidarios a fin de con seguir que el archiduque Carlos fuese proclamado heredero. Mientras, los seguidores de la difunta reina madre —el partido bávaro— se man tenían a la defensiva. Aun y todo, estos lograron una primera victoria: tras una grave enfermedad del rey y de la reina que causó conmoción entre los cortesanos (núm. 189) lograron, desde el Consejo de Estado, que Carlos II hiciera testamento en favor de su sobrino José Fernando, el 13 de septiembre de 1696, ante la indignación de la reina palatina que no había sido tenida en cuenta. Por otra parte, como consecuencia de la pérdida de Barcelona en agosto de 1697, la reina se vio obligada a aceptar que un triunvirato, formado por el Almirante, el cardenal Por tocarrero y el duque de Montalto, se hiciera cargo del gobierno, lo que le restaba poder. 68 Usunáriz, 2006, pp. 463-482. Si tan imposible es (y esto sin pretexto alguno) partir el reino con uno, ¿qué será partirlo en tres? (núm. 26, w . 279-282). Es más, a pesar de que el Almirante se impuso, poco después, sobre el triunvirato (el duque de Montalto llegó a ser desterrado), la facción de Portocarrero lograría una nueva victoria en 1698. En febrero, el rey cayó gravemente enfermó lo que convulsionó la corte y produjo escenas de nerviosismo en las que el embajador austríaco, Aloys Harrach, llegó a presionar a la reina, que se mostraba ambigua, para que esta lograra que el rey en un momento de lucidez, redactara un nuevo testamento en favor del archiduque Carlos, hijo del emperador. No lo consiguió, pero sí, a cambio, aumentar el distanciamiento entre el emperador y la reina Mariana que resultaría muy perjudicial para los intereses austríacos en el futuro. Mientras, el cardenal daba importantes pasos para controlar cada vez más los entresijos de la corte. De este modo conseguía que Carlos II, cada vez más deteriorado y envejecido, decidiera cambiar de confe sor: el padre fray Pedro Matilla, del entorno de Mariana de Neoburgo, atacado y criticado como intrigante y ambicioso —aspiró a ser Inqui sidor General como paso previo para obtener la púrpura cardenalicia (núms. 186, 187)— en una campaña de libelos inspirada por el cardenal Portocarrero, era destituido (moría pocos días después de su cese), en favor del dominico fray Froilán Díaz, propuesto por el cardenal (López Arandia, 2010): Señor, don Pedro Matilla, fraile, hablando con perdón, no padre de confesión, rey sí, del rey de Castilla, el que con mala capilla cubre una grande nobleza, frailón de horrible corteza, dizque sabe teología y es hasta en fisonomía tonto de pies a cabeza, (núm. 186, w. 1-10)69 69 Aparecen otras referencias críticas en numerosas sátiras como núms. 20-25,168- 178, 183, 184, 186, 187, 190, 191, 193, 194. Este acontecimiento fue considerado por todos como un golpe muy duro contra los intereses del partido de la reina, pues, no en vano, el confesor tenía en sus manos el influir en la voluntad y en las decisiones del monarca. La actitud antiaustríaca era cada vez más evidente: fueron muchos los que criticaron el nombramiento de Jorge de Hesse, defensor de Barcelona, como virrey de Cataluña en 1698. Incluso fue el partido de Portocarrero quien alimentó el rumor de las posibles relaciones ín timas de la reina con Hesse a fin de desprestigiar la facción de la reina. No se ignoran los amores de allá en su tiernas infancias y esto hace más sospechosa la humanidad que se gasta, (núm. 178, w. 89-92) En este ambiente, el nuevo embajador de Luis XIV, Harcourt, daba los primeros pasos para establecer la influencia francesa. Ese mismo año de 1698, en marzo, volvía a la presidencia del Con sejo de Castilla el conde de Oropesa, quien tras la muerte de la reina madre, alejado ya la sucesión bávara, fue atraído por el partido austríaco encabezado por el embajador Harrach, con el apoyo del Almirante. La reina, sin embargo, siguió vigilando estrechamente a todo aquel que pretendiera acercarse al monarca y mantenía un gran control sobre él, como así lo percibían los embajadores francés e imperial. Así pues, ella y el Almirante parecían mantener sus posiciones. Mas la situación en Madrid era muy tensa, tanto por razones económicas como políticas, lo que hacía presagiar un levantamiento. Así lo escribía el conde Harrach en agosto de 1698 al emperador: «prosigue la música gatera contra Oro- pesa y el Almirante. Se teme que sea el comienzo de algún motín que derribe a entrambos»7". Mientras, las potencias diseñaban sus propias estrategias, como el tra tado de reparto acordado entre Guillermo de Orange y Luis XIV el 11 de octubre de 1698, que reconocía la herencia de José Fernando, pero, a cambio, el francés recibiría Nápoles, Sicilia y Guipúzcoa, mientras que el ducado de Milán quedaría para el imperio71. Así las cosas, el 11 de noviembre de 1698 Carlos firmaba su testamento en el que, además de sostener (frente a los tratados de reparto), la indivisibilidad de la Monarquía, designaba como sucesor a su sobrino José Fernando y a su 7(1 Cit. porTestino-Zafiropoulos, 2015, p. 12. 71 Usunáriz, 2006, p. 508. padre, Maximiliano Manuel, como gobernador durante su minoría; en caso de faltar aquel niño designaba como sucesor al emperador y sus sucesores y, finalmente, en caso de fallar esta línea serían llamados los miembros de la casa de Saboya. Los Borbones eran excluidos en virtud de las renuncias que habían hecho en sus capitulaciones matrimoniales tanto Ana como María Teresa de Austria. Aunque hubo protestas airadas de franceses y austríacos, en la corte se iba configurando una oposición cada vez más numerosa: frente a la reina y su camarilla se unieron los partidarios de la solución bávara y francesa, encabezados por Portoca rrero, e incluso proimperiales, como los marqueses de Leganés y Quin tana y el mismo embajador Aloys Harrach, que veían a la reina como un obstáculo para la sucesión habsbúrgica, hartos todos de los manejos de Mariana y los suyos. Mas todo se iría al traste cuando el 6 de febrero de 1699 fallecía José Fernando, lo que obligó a todos a un nuevo replanteamiento de las estrategias externas e internas. La desaparición de aquella tercera vía ponía en peligro el endeble equilibrio conseguido tras la firma de la paz de Ryswick. En mayo de 1699 nuevas negociaciones de reparto se intercambiaban entre Luis XIV y Guillermo de Orange, en las que a cambio de reconocer al archiduque Carlos como el heredero, el francés reclamaba sus derechos sobre Nápoles, Sicilia y Guipúzcoa, y dejaba al imperio el ducado de Milán.
Una solución que no mantendría durante mucho tiempo, pues la muerte del príncipe bávaro estuvo detrás de cambios en el complejo rompecabezas de las facciones cortesanas y se hizo presente en los acontecimientos que sucedieron en Madrid y que contribuirían a un giro decisivo. 6.3. «El pueblo se ha alborotado»: el motín de los Gatos. El fin de un reinado y de una dinastía En medio de una corte llena de intrigas de propios y extraños por la incógnita de la sucesión, el 28 de abril de 1699 una madre de familia an gustiada por los altos precios del pan —el precio del trigo experimentó una subida del 100% entre 1697 y 169972— y por su escasez, protestó a voz en grito en la Plaza Mayor de Madrid porque no podía alimentar a su marido e hijos. 72 Egido López, 1980, p. 257. Sobre el abasto y el precio del pan en el Madrid del siglo XVII y la defensa de su regulación tras los incidentes de 1699 en Andrés Ucendo y Lanza García, 2012, p. 84. pues entre las seis o siete de la mañana se andaban con dimes y con diretes los pobretes tras el pan y con ellos sus mujeres azuzando porque el hambre es la que los enfurece, (núm. 205, w . 6-12) A estas quejas respondió displicente el corregidor, Francisco Vargas, y le recomendó castrar a su marido para que no le diese tantos hijos (Peña Izquierdo, 2004, p. 294). Esto provocó la indignación popular, insultos, golpes y al poco tiempo se iniciaba un motín, el conocido como «motín de los gatos», en el que participaron miles de personas (se habla de diez mil y más) que llenaron las céntricas calles de la capital, al grito de «pan, pan, queremos pan», de cuya carencia hacían responsable, entre otros al ministro Oropesa y a los encargados de su abastecimiento, en especial la familia de «los Prieto» y en concreto, el asentista Juan Prieto Haedo, «el Atila de Madrid», encargado del abasto de carne: Los Afilas de Madrid, los que llaman obligados, os tiranizan el pueblo con el pretexto de abastos. Arrastran los comestibles de las ferias y mercados, pagando el valor al dueño, a plazos y precios bajos, (núm. 23, w . 97-104)73 Pero, además de una protesta por el precio de las subsistencias, sus protagonistas no se vieron libres de la manipulación de las élites, pues el tumulto también revelaba la lucha política de al menos tres facciones, el partido francés, el partido de los austríacos y el de la camarilla de la reina74, en lo que, al fin y al cabo, se convirtió en un «motín de corte» 73 Otras alusiones a los abusos Juan Prieto y a sus aspiraciones a un hábito de Santiago en núms. 196, w. 12-14; 198, w. 125-127 y 137-140; 201, w. 149-156: «y a Prieto también le den / de tizonazos los diablos / que a los pobres cada día / quitaba seis mil ducados / que si el dinero exprimieran / que en el abasto ha ganado / de la sangre que cayera / se le inundara su cuarto». 74 Para Ribot la interpretación del motín como el de dos bandos enfrentados, el austríaco y el francés, en el que el segundo, encabezado por Portocarrero, logró la vic toria, es erróneo. A esas alturas, 1699, no se podía hablar que alrededor de la reina exis al albur de potencias extranjeras. La victoria fue para los dos primeros, agrupados en torno a «la cabala» o el «“partido de los celosos” padres de la patria» (Egido, 1980, p. 277), liderados por el cardenal Portocarrero y por hombres como los condes de Monterrey el conde de Benaven te o el duque de Montalto. Los objetivos del cardenal tras la muerte del candidato bávaro eran claros: «desbaratar la sucesión-reparto que las potencias pretendían imponer a España, e instaurar un gobierno fuerte con una única voz». Para ello debía forjarse un nuevo pacto entre la alta nobleza con el que se pretendía la destitución de Oropesa, la forma ción de un nuevo Consejo de Estado y conseguir un consenso sobre la sucesión basado en la firma de un testamento aceptado por todos, y sin que quedara subordinada a un arreglo internacional al margen de la voluntad de España (Peña Izquierdo, 2004, pp. 292-293). A este fin, Portocarrero redactó varios memoriales dirigidos al rey en los que cul paba de los males de la Monarquía a la reina, a la camarilla alemana y a Oropesa. Casi al mismo tiempo organizó un golpe de estado en el que participaron, entre otros, el marqués de Leganés y los condes de Mon terrey y Benavente. Es más, incluso el embajador Harcourt se reunió con Monterrey para planear un levantamiento popular que comenzó aquel día de abril en la Plaza Mayor y en el que los pasquines y sátiras divulgaron las pretensiones de los conspiradores: El Almirante caiga, la Berlips vaya fuera, el de Oropesa salga, el de Montalto vuelva, el rey esté constante, que no mande la reina, (núm. 218, w. 1-6) Fue precisamente el de Benavente el que cuando la masa hambrienta fue a palacio por primera vez, les rogó que acudiesen a casa del presi dente de Castilla, en esos momentos Oropesa, pues él les haría justicia. Fue esta una maniobra sibilina de consecuencias inmediatas que con tiera un partido austríaco, sino el suyo propio. Frente a ellos, además del partido francés estaba el de los partidarios de solución imperial, impulsada por el embajador Harrach y apoyada por hombres como el conde de Benavente o los marqueses de Leganés y Monterrey, que veían en Mariana de Neoburgo un obstáculo a sus intereses. Es decir, de alguna manera, ambas facciones se habrían deshecho de una tercera, la de Oropesa, el Almirante, el conde de Aguilar, la Berlips y el padre Chiusa, aprovechando la coyuntura del motín (Ribot García, 2000, pp. 133-134). En esta misma línea, López Anguita, 2011. virtió un motín de subsistencias en una revuelta política, de tal forma que a los gritos pidiendo pan se sumaron otros de «¡Viva el rey y muera el mal gobierno!»: «Y que muera el de Oropesa» apellidan los parciales, «salga fuera la Berlips, no gobierne el Almirante» (núm. 201, w . 33-36) La casa del conde de Oropesa fue asaltada —«Por de fuera las vidrie ras / se hicieron dos mil pedazos / y también las celosías / y ventanas de su cuerpo (núm. 201, w. 129-132)— y las masas no se apaciguaron hasta que el propio rey, desde el balcón de su palacio, se disculpó por desconocer los problemas de sus súbditos, en lo que fue un golpe deci sivo contra el gobierno de Oropesa y sus principales apoyos: Casi llorando les dice, «Hijos míos, perdonadme, mi poder doy a Ronquillo para que los precios baje. (núm. 201, w . 45-48) A la reina, ambiciosa, dilapiladora y sin sucesión, tiránica esposa de un rey dominado, se la pinta con los colores más negativos: Pero es, según lo imagino, que como dos nombres tienes, haces partición de bienes y al rey le haces femenino, y siendo vos por destino Mari Ana, sois Mari Anas: el primer nombre le das publicando desde hoy «Yo don Carlos Anas soy que hago al rey con tiranía», María, (núm. 195, w . 12-22) así como todos los miembros de la camarilla alemana (la Berlips y sus hijos,los «perdigones», el confesor Chiusa, el Almirante...), y el ministro Oropesa recibieron todo tipo de censuras y afrentas (núms. 195-217): A todos compartiendo su destino repite el pueblo castiguen al instante a Oropesa, la reina y Almirante, la Berliz, Aguilar y capuchino, (núm. 202, w. 16-20) Aunque los incidentes acabaron con escasos muertos, muchos heri dos, daños materiales y vagas promesas de rebaja de los precios pronto incumplidas, las consecuencias políticas fueron más que relevantes: Oro- pesa, que tras la muerte de José Fernando se había inclinado a favor de una solución austríaca con el apoyo de la reina, fue calificado de súbdito del «insigne Maquiavelo» (núm. 223, w. 6-7), acusado de defraudar a la Hacienda, cesado el 9 de mayo y tras consulta al Consejo de Estado, expulsado de la corte —«Madrid desterró este día, otro Loth que en ella había» (núm. 221, w. 8-9); «Albricias, España / que cayó Luzbel (núm. 219, w. 36-45). Fue sustituido por Manuel Arias en la presidencia del Consejo de Castilla —«Venga en buen hora / a presidir el de Lora» (núm. 222, w. 8-9)— y en especial, por Portocarrero quien al frente del gobierno dirigiría los designios de la Monarquía en unos meses cruciales. Con forme a los objetivos planteados por el cardenal, el Consejo de Estado fue remodelado. Mientras, otro de los principales enemigos del minis tro Oropesa, Pedro de Ronquillo, que había tenido un importante y demagógico papel durante los incidentes —«héroe sabio y justiciero, / viva aplaudido del mundo / siendo de pobres remedio» (núm. 198, w. 134-136)75—, se convertía en el nuevo corregidor de Madrid a pe tición de la población: Que a un ministro cual Ronquillo no quieran antes poner por corregidor perpetuo con absoluto poder, ¿qué es? (núm. 220, w . 21-25)
El otrora poderoso Almirante, criticado antes y sobre todo aquellos días por cobarde, pretencioso y afeminado —«el Narciso en las campañas, / el de la cara bruñida, / el de los labios de nácar» (núm. 224, w. 3-6)— , también fue obligado a salir de la corte el 23 de mayo: 75 Con numerosas referencias a su valentía y entrega a los pobres en la mayoría de las coplas: núms. 199, v. 8; 201, v. 22; 203, w . 15-16; 205, w . 65-72; 207, w . 1-4; 208, w. 21-28; 218, v 8. Que el Almirante gallina que priva o privada es viéndole tan buen vinagre no hagan escabeche de él, ¿qué es? Y que este diablo soberbio aun más diablo que Luzbel pues inficiona el imperio no le hayan hecho caer, ¿qué es? (núm. 220, w . 36-45) Poco después, era despedida la condesa de Berlips —«...una vieja picarona, / villana, ruin hasta en fe» (núm. 220, w. 76-77)— que aban donaba de Madrid en marzo de 1700, casi un año después de los acon tecimientos, gracias al apoyo que le siguió dispensando la reina durante aquel tiempo. La cabeza de aquel partido, la reina Mariana concentró, no pocos ataques por su personalidad y sobre todo, por el control que había ejer cido sobre el rey y por tanto, sobre el gobierno: Que una reina palatina, que una Ana Bolena es pues hace faltar de España desde que reina la fe, ¿qué es? Que se meta en gobernar este marimacho, pues no vino por bien a España sino por coger el tres, ¿qué es? Que a todos pierda el respeto solo por el interés sin reparar que un convento centro del no parir es, ¿qué es? Es tener reina avarienta y rey de si es no es, ladrones pies y cabeza, y leales solo tres. Esto es. (núm. 220, w . 56-75) Pero, a pesar de todo, se mantuvo firme al conservar su influencia sobre el rey. Así pues, los amotinados o, mejor dicho, los inspiradores, lograron gran parte de sus objetivos contra la camarilla de la reina (núms. 28,29). ¿Quién fue el vencedor? Si bien algunos autores han apoyado que fue un éxito de los partidarios del emperador, la campaña de sátiras, antes y después de la revuelta, solo venía a distinguir un partido alemán, en la que se incluía a la camarilla y a todos los que apoyaban una solución aus tríaca, incluidos quienes habían intrigado contra la propia reina, sin las dis tinciones y matices que han hecho los historiadores en los últimos años: Los extranjerillos, heces de Alemania, venden las mercedes, esquilman a España. Sufren españoles inmundas infamias, siendo menos viles los que los ultrajan, (núm. 175, w . 161-168) De este modo, a corto y medio plazo, los que apoyaban la sucesión francesa fueron los grandes vencedores en la batalla por hacerse con la opinión pública. Así las cosas, a estas alturas, frente a la posibilidad del reparto de la Monarquía hispánica, solución por la que se había inclina do Luis XIV, su gran inspirador, la fortaleza demostrada por el partido profrancés en la corte resultante del motín abría ahora la esperanza de lograr que aquel Imperio al completo recayese en un Borbón, en el nieto del rey de Francia, Felipe, duque de Anjou, como así fue, aunque hasta entonces todavía quedaban unos meses decisivos en los que el ob jetivo fue marginar a la reina de cualquier toma de decisión. De hecho, cuando en junio de 1699 llegaban a Madrid las noticias de la firma de un nuevo tratado de reparto, el remodelado Consejo de Estado, con Portocarrero al frente, consideró que era el momento oportuno para lograr que el duque de Anjou fuera nombrado sucesor, como así lo aprobaron por mayoría el 6 de junio de 1699, si se quería evitar la desintegración de la Monarquía. Los sucesivos cambios en el Consejo de Estado entre junio y diciembre de ese año no hicieron sino corroborar el control de Portocarrero y el progresivo quebranto y de clive del partido austracista, a pesar de los últimos intentos de la reina por colocar a los suyos e impedir la sucesión francesa. Solo restaba, y no era poco, obstaculizar nuevos tratados de reparto, como el firmado el 3 de marzo de 1700, que se había convertido en una nueva espada de Da- mocles sobre la unidad territorial de la Monarquía, y lograr la anuencia del monarca a la resolución sucesoria del Consejo de Estado, algo que no se lograría hasta el día 2 de octubre tras la decisiva intervención del cardenal y que se haría pública a la muerte del monarca el 1 de noviem bre de 170076. En consecuencia, durante el motín politizado, «no hay duda de que los “Partidos” (entiéndase clanes, bandos, clientelas) jugaron todas las bazas posibles de la bajeza, de la intriga, de vergonzosas aberraciones» (Egido, 1980, p. 276). Las sátiras —una sátira, una vez más, aristocrática, impulsada e inspirada por las élites cortesanas— se multiplicaron du rante al motín en lo que puede considerarse el culmen de una práctica y cultura política de creación de opinión pública o, si se quiere, de manipulación, iniciada en los estertores del gobierno de Felipe III en las luchas de poder de las facciones nobiliarias. Gracias a la propaganda y a una bien dirigida campaña de protesta «el poder de Portocarrero se impuso al derecho de Oropesa» (Bernardo Ares, 2008, p. 137). De aque lla experiencia, la autoridad pública que nacía de la legitimidad que le otorgaba la soberanía real quedó gravemente debilitada, la alta nobleza salió desprestigiada por su falta de coordinación, por su evidente divi sión y nula perspectiva común que sería determinante en la resolución de la cuestión sucesoria.Y con ello la dinastía de los Austrias herida de muerte (núm. 27). 7. Fin: «es p ru d en cia en m inistros y señores / ganar la boca a los MORMURADORES» Este conjunto de sátiras que ha acompañado el recorrido histórico del reinado del último Austria demuestra que tales composiciones, al margen de su mayor o menor calidad, eran algo más que una anécdota banal o un divertimento pasajero: respondían a una forma de hacer po lítica que se fue imponiendo a lo largo del siglo xvn y que culminó y se desarrolló durante los cuarenta años del reinado Carlos II. Los textos contenidos a esta edición se acoplaron a los aconteci mientos más relevantes, hasta el punto de que pueden agruparse en 76 En él también se dispuso una salida honrosa para la reina Mariana, aunque no faltaron versos jocosos sobre su destino final (núm. 225). ciclos, a la manera de los sucesos de las tradiciones épicas, alguno de ellos ya mencionado: el ciclo de Everardo (Nithard) (1668-1669), el ciclo del Duende (Valenzuela) (1674-1676), el ciclo de don Juan José (1677-1679), el ciclo de la Copa (durante el gobierno de Medinaceli) (1680-1681), el ciclo de la Cantina (en los inicios del gobierno de Oro- pesa) (1685) y el ciclo del motín de los gatos (1699); es decir, que los textos satíricos se multiplicaron en momentos especialmente delicados en la historia del reinado. En estos «ciclos», se dirimieron problemas «constitucionales» como la regencia, la mayoría de edad o la sucesión, se abordaron los problemas internacionales marcados por las ansias expan- sionistas francesas, y no se olvidaron de las cuestiones derivadas de una pertinaz crisis económica y social. Tanto el rey como sus protagonistas, fueron juzgados, criticados y vilipendiados aprovechando tanto los grandes fracasos como las peque ñas e insignificantes anécdotas de la vida cortesana, en una yuxtaposi ción de asuntos externos, internos, personales y privados. A pesar de ser textos subjetivos y parciales, sus juicios de valor han servido para que, hasta hoy la imagen popular sobre el reinado de Carlos II —al margen los cambios en las actitudes historiográficas (Ribot García, 2009)— se haya mantenido ajena a los matices y precisiones que ha introducido la investigación documental de los últimos años. Mas no hay que olvidar que tras estas sátiras lo que se subyacía era una lucha por el poder en donde hubo estrategias, pero no ideologías (Carrasco, 1999, p. 129), en donde se adivinan formas e ideas de en tender el futuro de la Monarquía. Así, aprovechando la debilidad de la persona regia, una aristocracia movilizada en grupos y facciones fue protagonista, para bien, y sobre todo, para mal, del diseño de las sendas por las que la Monarquía tenía que discurrir en medio de una tremenda crisis económica, social, política y de valores. Lejos de «ganar la boca» o de callar a los murmuradores, la alta aristocracia patrocinó la murmura ción, supo utilizar las habladurías calumniadoras a través del pasquín, el libelo, y el verso en sus más variadas tipologías para señalar a los enemi gos y ganarse el apoyo de una primigenia opinión pública manipulada por los intereses de aquellos que aspiraban a hacerse con el control de la monarquía.
Gracias a campañas bien manejadas en las que se concen traron las sátiras, hombres como Nithard, como Valenzuela, Medinaceli, Oropesa o el Almirante cayeron en desgracia; don Juan José es probable que hubiese tenido el mismo destino si la parca no se lo hubiera llevado antes; el rey se nos muestra en los versos como un personaje débil y dominado por las reinas, su madre y sus esposas, mujeres ambiciosas y dominantes, sabedoras de su ascendiente sobre el hijo y marido y por tanto, de su mano en la política interna y externa; precisamente por ello, estas también estuvieron en el ojo del huracán, al mismo tiempo que eran manejadas como peones por las diferentes facciones en la metáfora del «juego del hombre» (núms. 39,76) que fue la partida de naipes por la sucesión. En estas luchas banderizas, la autoridad real se vio sumamente mermada al quedar relegada a ser comparsa de las decisiones de otros: de la reina madre, de las esposas, de las potencias extranjeras, del her manastro, de los primeros ministros o validos, de los consejeros, de una población sublevada.Todo esto, y mucho más, se refleja en las doscientas cincuenta sátiras seleccionadas para esta edición, protagonistas de un período del que todavía queda mucho por decir. 8. Algunas observaciones sobre la anotación de los poemas En el primer volumen se han señalado algunas características de este corpus, que hacen especialmente difícil la tarea de su anotación y es pecialmente monótona en muchas ocasiones. Una muy marcada es la reiteración de unos mismos nombres o, mejor dicho, de unos mismos títulos nobiliarios, que son los de las grandes familias que forman la estructura de poder y gobierno de la época. Por un lado, identificar exactamente cuál es el duque, conde o marqués mencionado o aludido por el título es tarea que requiere estar atentos a muchos detalles y refe rencias cronológicas que no siempre son nítidas o no siempre aparecen. Por otra parte, en muchos casos es irrelevante para la comprensión de un poema quién sea el personaje concreto, si abuelo, padre o hijo... Otro problema, estético si así se quiere llamar, supone la pesada reitera ción de los personajes, nobles o no: ¡cuántas veces aparece la Berlips o el padre Matilla, o el Cojo o el Barbón, o el conde de Oropesa! ¿Se anotará cada vez que aparezca uno de estos o bastará anotarlos la primera vez y remitir luego a ese lugar? A este propósito escribíamos en el prólogo del primer volumen (p. 47): Un detalle más: muchos personajes y sucesos se reiteran caudalosamente en muchos poemas. Dado que una antología de este tipo está destinada se guramente más a consultas y lecturas fragmentadas que a una lectura segui da, hemos preferido repetir en los distintos lugares muchas informaciones e identificaciones de personajes, a riesgo de una redundancia superflua, para evitar al lector la fatiga de buscar el lugar preciso del aparato de notas en el que se explicara por primera —y única— vez un motivo determinado. En el proceso de nuestra tarea hemos advertido, además, que en la vorágine de nombres, fechas, cargos, y variedad de referencias a un mismo personaje que ostenta numerosos títulos y que por tanto puede aparecer como duque de N, y a la vez como conde de X o marqués de Y, resultaba difícil retener una identificación, aunque el personaje fuera el mismo en distintos poemas, lo que aconsejaba repetir a cada paso al gún dato ilustrativo.
Pero por otra parte resultaba tediosa la multiplicada reiteración de una misma o muy semejante ficha biográfica. Así que hemos optado por una aproximación más o menos práctica: se repiten las identificaciones e informaciones cuando se repite la mención de un determinado personaje en las primeras ocurrencias y cuando estas ocurrencias están separadas en textos distintos y el lector ha olvidado seguramente un detalle; cuando los textos componen un ciclo más ní tido (por ejemplo el ciclo de la Cantina, o el del motín de los Gatos) en cuyos poemas se repiten con bastante cercanía algunos nombres y títulos, entonces no insistimos sistemáticamente en las informaciones correspondientes: el lector que se haya despistado siempre puede acudir al índice onomástico y localizar los lugares donde se mencionan, en los cuales hallará suficientes notas. Hemos procurado que las informaciones más completas aparezcan en la primera ocurrencia de un personaje o motivo, pero no siempre, porque puede suceder que en esas primeras ocurrencias baste con una somera indicación, mientras que en poemas colocados más adelante la densidad de alusiones requieran mayores explanaciones. Por lo demás en infinidad de ocurrencias habría que redactar notas muy complejas para poder captar en su entera dimensión las alusiones implicadas, convirtiendo esta antología en un laberinto de referencias con su aguja de marear correspondiente, lo cual, además de quedar le jos de nuestro alcance, haría de este volumen un texto inmanejable. Los conflictos que estos poemas revelan están llenos de matices, sometidos a mudanzas constantes, definidos por maquinaciones sin cuento, con en frentamientos larvados o explícitos, en una multiplicidad de escenarios y de intereses que hacen muy difícil transitar por un territorio semejante, de arenas movedizas y sembrado de minas. Nos contentaremos si nuestro trabajo supone una aportación útil, por más que sea parcial e incompleta. Un rasgo muy llamativo de este segundo volumen es que la mayoría de los poemas llevan datación, lo que no sucedía en las sátiras de los reinados de Felipe III y Felipe IV incluidas en el primer volumen de nuestra antología. Hemos ordenado nuestra selección en varias etapas según la crono logía, con dos excepciones: la primera sección se compone de poemas dirigidos al rey directamente y en este caso la cronología ordena las composiciones dentro de esa sección sin tener en cuenta el resto de los poemas de las otras secciones. En las demás etapas (de la muerte de Felipe IV hasta la caída de Nithard, etapa de Valenzuela, de don Juan José de Austria, del duque de Medinaceli o del conde de Oropesa) los poemas se ordenan cronológicamente salvo en la serie de «Perico y Marica», cuyos textos pertenecen a distintos momentos, pero se unifican por las «máscaras» de sus locutores, por lo cual nos ha parecido mejor colocarlos juntos, aunque en este caso se quebrara algo la sucesión de las fechas. Este mismo tipo de alteraciones, en menor medida, se dan de vez en cuando, si consideramos mejor ordenar los poemas de un ciclo de modo más unitario, aunque haya que sacrificar detalles menores de una cronología que a la fuerza es aproximada. Estas fechas, en efecto, no son incontrovertibles ni gozan de una precisión total, pero nos parecen bastante aceptables en general. Cuan do se asigna una fecha a un poema en algún manuscrito la aceptamos.
Cuando no, procuramos datarlo por referencias internas. Casi todos los
poemas llevan una fecha que nos parece plausible. Los pocos que no
se pueden o no hemos sabido datar los editamos al final de su sección.
Como en el primer volumen, no intentamos una edición «crítica»
por lo allí expuesto. Consultamos variantes en casos de dudas, pero no
las apuntamos sistemáticamente, por los mismos motivos explicados en
el volumen anterior.
Recordamos igualmente que a menudo un manuscrito ofrece varias
foliaciones o paginaciones. Damos una sola referencia; es posible que
otros estudiosos utilicen una numeración distinta, pero creemos que
este detalle no supondrá dificultades insalvables.
En cuanto a los criterios de tratamiento del texto, son de nuevo los
establecidos por el GRISO en numerosas ediciones previas77. Se ha pro
curado no sobrecargar de marcas el texto: no se indican, pues, con crema
las diéresis, dejando a la discreción del lector el adecuado tratamiento
77 Ver
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