viernes, 28 de noviembre de 2025

BENITO PÉREZ GALDÓS EL CRIMEN DE LA CALLE DE FUENCARRAL INTRODUCCIÓN

 



Prólogo

El deber de corregir el amor a lo inverosímil:

Galdós ante la huella del crimen

En la madrugada del 2 de julio de 1888, en un piso de la calle Fuencarral de Madrid, se descubre el cadáver medio carbonizado de Luciana Borcino, una viuda acaudalada, en lo que a primera vista parece —o se quiere que parezca— un trágico incendio. Pronto esa hipótesis deja paso a la de la muerte criminal, y todas las sospechas se dirigen al punto a la sirvienta que vivía con ella, Higinia Balaguer, presente en la casa la noche de autos.

Así arranca la historia del crimen de la calle de Fuencarral, que será importante por varios motivos. El primero, porque en torno al suceso se desata una verdadera fiebre popular, alimentada por el sensacionalismo y por las rivalidades políticas y empresariales de los diarios de la época, que gracias a esta historia consiguen llegar a despachar decenas de miles de ejemplares al día.

En segundo lugar, es la muerte de la viuda Borcino uno de los primeros crímenes enjuiciados conforme a las nuevas leyes del proceso penal, que reemplazan el viejo modelo inquisitivo por el moderno principio acusatorio y dan carta de naturaleza a la ya entonces polémica acción popular. Es esta una institución que hunde sus raíces en la tradición jurídica española —nada menos que en Las Partidas—, pero que produce aquí una gran distorsión, al ser el medio legal del que se sirven los periódicos para sostener en el juicio las acusaciones que, según su peculiar «investigación» de los hechos, la fiscalía estaría omitiendo por negligencia o por razones oscuras de connivencia con individuos poderosos.

Y en tercer lugar, el crimen de la calle de Fuencarral resulta trascendente porque en él fija su mirada y su pluma el escritor primero de su siglo en España, el canario-madrileño Benito Pérez Galdós, para a partir de él legarnos el ejemplar ejercicio narrativo, reflexivo, testimonial y cívico contenido en las páginas que a quien escribe estas líneas se le otorga el privilegio de prologar.

Por no estropear indebidamente el disfrute al lector que por primera vez se enfrente con el caso, de los hechos que aborda el relato daremos aquí solo una muy sucinta noticia. Baste decir que la investigación se complicará principalmente por los sucesivos cambios en la versión que de los hechos da la principal acusada y más tarde autora confesa del crimen, Higinia Balaguer, y por las sospechas que inspira el hijo de la víctima, José Vázquez Varela, un joven de vida disipada, enfrentado con la madre por culpa del dinero que esta le niega y que la noche de autos estaba preso en la Cárcel Modelo de la ciudad por un delito anterior, aunque hay indicios de que a veces podía burlar el encierro con la connivencia del director de la cárcel, José Millán Astray —padre del fundador de la Legión—. Enturbia el asunto, en fin, la implicación de otras personas de dudosa catadura relacionadas con Higinia Balaguer, que podrían haberla ayudado o, según su declaración, incluso instigado a cometer el crimen por un móvil económico.

Con estos sabrosos ingredientes —nótese, además, que la sirvienta, Higinia, había trabajado antes en la casa de Millán Astray y que este tenía cierta relación con Eugenio Montero Ríos, en esos momentos presidente del Tribunal Supremo—, el guiso para los muy hambrientos periódicos de la época estaba servido, y cada uno se aplicó a sacarle a la historia la sustancia que le convenía, de acuerdo con su particular adscripción política. Gobernaba por aquellos días, dentro del turno establecido en la Restauración por Cánovas y Sagasta, el Partido Liberal, pero amén de las rencillas existentes entre los dos partidos monárquicos, secundadas por sus diarios afines, había periódicos de ideario republicano, como El País, que fueron singularmente activos en el seguimiento del caso y en su narración con los tintes más truculentos e inquietantes. En este panorama efervescente y enrarecido, Galdós, fogueado en su día como joven periodista en los lances revolucionarios de la Gloriosa, y que por aquel entonces era ya un escritor prestigioso, decide ofrecer su perspectiva personal del caso, de la investigación que de él hace el juez instructor y del juicio subsiguiente. Lo hace a través de unas cartas que remite para su publicación al diario bonaerense La Prensa. Esas seis cartas componen su relato, que queda incompleto, en la medida en que no llega hasta el desenlace del procedimiento judicial, con la confirmación de la sentencia condenatoria y la posterior ejecución de Higinia Balaguer.

Interesa sobre todo al que suscribe subrayar aquí la radical modernidad —y me atrevería a decir la rabiosa actualidad— de la aproximación de Galdós al crimen y a su impacto en la sociedad en que sucede y en el desempeño de quienes se echan a la espalda la delicada tarea de narrarlo a sus conciudadanos. En ese sentido, y mucho antes de que Truman Capote se lanzara al ejercicio de A sangre fría, tenemos aquí a un gran autor español afrontando los dilemas y los riesgos del hoy denominado entre nosotros, bajo un anglicismo poco menos que imbatible, true crime, género literario y audiovisual de moda y por ello expuesto a excesos varios. Pero también nos encontramos con una pieza de literatura criminal, en el más amplio sentido, a cargo de uno de los grandes novelistas de nuestra lengua, poco posterior a la obra inaugural de Edgar Allan Poe, coetánea a la de Conan Doyle y anterior a la de Dashiell Hammett. Y esto, junto a precedentes anteriores —como El clavo, de Pedro Antonio de Alarcón— o muy anteriores —como La fuerza de la sangre, de Miguel de Cervantes—, y posteriores —como las narraciones del detective Selva de Emilia Pardo Bazán—, da pie a reivindicar para la narración criminal en español una tradición que va más allá de la usual subordinación a la anglosajona.

Tiene enorme interés la forma en la que Galdós aborda la cuestión: como buen periodista —también cabría decir como buen contador de historias, sea cual sea el medio elegido—, combina el acopio y el análisis de testimonios con la observación directa que le resulta accesible, a través del acto del juicio, que le brinda la oportunidad de examinar a los actores del drama, en sus gestos, su forma de expresarse, la coherencia de su discurso, el carácter que sus reacciones dejan traslucir. En honor a la verdad, también pierde algún tiempo y algunas líneas en estudios fisonómicos de los sospechosos que hoy se consideran totalmente superados, pero cada uno es hijo de su siglo y nuestro autor no hace otra cosa que echar mano de las corrientes científicas de la época. Y finalmente, con todos los materiales así acarreados, construye su propia interpretación crítica, tanto de lo dicho y atestiguado por los protagonistas como de los otros relatos que a propósito del crimen se van postulando desde los periódicos, a los que achaca con no poco fundamento una multitud de vicios de los que el siglo y medio transcurrido dista de habernos curado. Antes bien, cabe apreciar que todos ellos —la manipulación interesada, la falta de cuestionamiento de los indicios que respaldan la propia teoría, la magnificación de los que la abonan o proyectan sobre el hecho una luz más escandalosa o espectacular, el subrayado gratuito de los aspectos más escabrosos, la apuesta insensata por versiones infundadas o incluso descabelladas para ganar audiencia— se reiteran de manera casi fatídica cuando un hecho criminal llama a la puerta con la fuerza suficiente para captar la atención del público en nuestra moderna sociedad del entretenimiento.

Frente a esos vicios, Galdós representa un tipo de narrador mucho más sobrio y responsable, que tiene como premisas de su labor la búsqueda de la verdad plausible, a partir de los hechos contrastados, y una comprensión lo más profunda posible de la compleja condición humana, que es, en definitiva, el manantial del que acaba brotando, por razones que no tienen nada de esotérico, la conducta criminal. Galdós examina las pruebas, hace juicios de verosimilitud, intenta entender qué conjeturas resultan más lógicas, incluso ahí donde varias explicaciones podrían coexistir, y rechaza como reprobables supercherías, especialmente cuando quien las propala lo hace para ganancia propia o perjuicio ajeno, las interpretaciones que obedecen al puro voluntarismo o al afán de provocar una conmoción en el público más allá de la rigurosa búsqueda de la verdad. Al igual que sucede cuando se acerca a los hechos históricos a lo largo de sus Episodios Nacionales, o a las cuestiones de su tiempo en el resto de sus novelas, Galdós se revela como un narrador atento, por encima de todo, a trasladarle al lector la humanidad de sus personajes, ya sean estos trasunto de seres existentes o que existieron, o se trate de criaturas nacidas de su imaginación, siempre nutrida por el empeño constante del autor en la observación y la escucha de sus semejantes.

El resultado es esta crónica intermitente e incompleta, como antes se señaló, en cuanto al desarrollo de la historia hasta su desenlace último, pero de una hondura excepcional en cuanto a los atisbos que nos ofrece del hecho y sus actores. Cumple así Galdós con aquello que escribiera Walter Benjamin acerca de la obra de arte, que caracterizaba como der Ort der Wahrheiten, o lo que es lo mismo, «el lugar de las verdades». Leyendo estas páginas tiene uno la sensación de estar en buenas manos, las de alguien que no se cree lo primero que le cuentan, que no tuerce el relato hacia lo que le interesa por motivos espurios y que tampoco practica a todo trance la máxima del «piensa mal y acertarás», que, llevada al extremo, conduce al delirio. Como en cierta ocasión le dijo a este prologuista un policía con décadas de experiencia a las espaldas en la persecución de todo tipo de criminales, desde terroristas hasta asesinos, pasando por la delincuencia organizada en todas sus formas: «Normalmente, las cosas son lo que parecen».

En su crónica del crimen de la calle de Fuencarral, Galdós desliza esta observación cargada de sensatez: «Puesta la cuestión en el terreno de lo novelesco y lo maravilloso, pierde, al menos para mí, todo su interés, pues no creo en tales paparruchas, ni nada contrario a la lógica ni al sentido común entra fácilmente en mi cabeza. Reconozco, y lo reconozco como un mal, que esas estupendas máquinas gozan, por su propia falta de lógica, de todo el favor de las imaginaciones de esta raza. Creo que es deber de todos corregir ese amor a lo inverosímil en lugar de fomentarlo». No es mala advertencia para los que aún en estos días abordan el relato del crimen real con la pretensión principal de generar un espectáculo que atrape a la audiencia, sin que importe sacrificar por el camino lo que las pruebas y el buen juicio sugieren.

Quizá no sea casualidad, dada la intensa relación que hubo entre ambos, que en su segunda novela sobre el detective Selva, inédita hasta 2021, Emilia Pardo Bazán se exprese, por boca de su investigador, en términos parecidos: «La vida, en conjunto, se desarrolla de un modo vulgar, prosaico, por motivos sencillos y fáciles de comprender. […] El misterio consiste en que un delito o crimen obedezca a móviles extraños, superiores a la mera necesidad de obtener dinero para vivir o gozar materialmente». El aserto no deja de ser una crítica de la autora a los alambicados argumentos de su por otra parte admirado Conan Doyle, y puede que sea una mala noticia para los que aspiran a causar estupor con sus cuentos criminales, pero no lo es tanto para quienes se interesan por el hecho delictivo como la oscura expresión que es de la condición humana y de las fracturas de la sociedad.

«Verosímil es sin duda —afirma Galdós en estas páginas— esta obcecación de los criminales y la facilidad con que se forjan ilusiones respecto de los medios de engañar a la justicia». Con ello explica la chapucera actuación de Higinia para encubrir el delito y descarta, pese a lo tentadoras que resultan para otros, tortuosas versiones alternativas sobre la autoría del crimen. Frente a las objeciones cargadas de recelo que otros oponen a la actuación del instructor —capaz de completar su trabajo en solo cuarenta días, ya quisiéramos hoy—, Galdós valora su labor concienzuda y su diligencia, que pone a disposición del tribunal que ha de resolver la causa un sumario basado en las pruebas disponibles sin dejar de explorar todas las posibilidades que la investigación suscita. Incluso, ante los indicios de que podría haber dado trato de favor al hijo de la víctima, se llega a ordenar la detención del director de la Cárcel Modelo, José Millán Astray, si bien las dudas sobre su implicación acabarán determinando su libertad posterior.

El juicio se saldó en primera instancia con la condena a muerte de Higinia Balaguer y de dieciocho años de prisión para Dolores Ávila, en calidad de cómplice y encubridora. Quedaron absueltos, por falta de pruebas de su participación en la muerte, el hijo de la víctima, José Vázquez Varela, José Millán Astray y la también procesada María Ávila. Confirmada la sentencia por el Supremo, esto ya no lo cuenta Galdós, Higinia Balaguer murió ejecutada mediante garrote vil el 19 de julio de 1890. Veinte mil personas asistieron a la ejecución, la última pública que por ese procedimiento conoció la Villa y Corte. Un final a la medida de la fiebre que el caso había desatado, aunque, como constata Galdós en su texto, defraudara las expectativas que muchos se hicieron de que la justicia se llevara a más inculpados por delante.

El hijo de la asesinada, Vázquez Varela, se vio envuelto años más tarde en otro suceso con resultado mortal: la precipitación de una mujer con la que tenía una relación desde un piso en el número 37 de la calle de Carretas, por la que fue condenado a catorce años de presidio al advertirse en el cuello de la víctima señales inequívocas de estrangulamiento. Tras cumplirlos en Ceuta regresó a Madrid, donde puso un estudio de fotografía que no le fue mal. No se tiene noticia de que volviera a delinquir.

En un pasaje de estas crónicas, censura Galdós la socorrida práctica de los puntos suspensivos, «que encienden la curiosidad y llevan la imaginación de los oyentes al campo inmenso de las más extrañas conjeturas». No hallará el lector aquí un asomo de ese ni de otros trucos baratos, sino a un narrador cabal que trata de ser leal con quienes lo leen. Nada más y nada menos.


LORENZO SILVA

Illescas-Getafe, 8-9 de enero de 2024

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