martes, 2 de agosto de 2016

DIEZ POEMAS DE SYLVIA PLATH. (1956).


  1956[11]
 1. CONVERSACIÓN ENTRE LAS RUINAS[12]
Cruzando el pórtico de mi elegante casa, entras majestuoso,
Con tus salvajes furias, desordenando las guirnaldas de fruta
Y los fabulosos laúdes y pavones, rasgando la red
De todo el decoro que refrena el torbellino.
Ahora, el lujoso orden de los muros se ha desmoronado; los grajos graznan
Sobre la espantosa ruina; bajo la luz desoladora
De tu mirada tormentosa, la magia huye volando como una bruja
Acobardada, abandonando el castillo cuando los días reales amanecen.
Unos pilares resquebrajados enmarcan este paisaje de rocas;
Mientras tú te yergues heroico, con chaqueta y corbata, y yo permanezco
Sentada tranquilamente, con una túnica griega y un moño a lo Psique[13],
Enraizada en tu negra mirada, la obra se vuelve trágica:
después de la plaga que ha asolado nuestra heredad[14],
¿Qué ceremonia de palabras puede enmendar todo este estrago?


  2. PAISAJE INVERNAL, CON GRAJOS[15]
El agua del molino, conducida por un caz de piedra,
se abisma de cabeza en ese estanque negro
donde un único cisne, absurdo e impropio de esta época,
flota casto como la nieve, burlándose de la mente nublada
que ansia arrastrar al fondo su blanco reflejo.
El sol austero, un ojo de cíclope anaranjado,
desciende sobre el pantano, sin dignarse a seguir
mirando este paisaje penoso; imaginándome cubierta
de plumas negras, avanzo al acecho, como una graja
siniestra, meditabunda, mientras cae la noche invernal.
Los juncos del verano pasado están grabados en hielo,
como tu imagen en mi mirada; la escarcha seca vidria
la ventana de mi herida. ¿Qué alivio puede extraerse de una roca
para conseguir que un corazón asolado reverdezca?
¿Quién más se adentraría en este lugar sombrío y estéril[16]?


  3. PERSECUCIÓN[17]
Dans le fond des forêts votre image me suit[18].
RACINE

Una pantera macho me ronda, me persigue:
Un día de éstos al fin me matará.
Su avidez ha encendido[19] los bosques,
Su incesante merodeo es más altivo que el sol.
Más suave, más delicado se desliza su paso,
Avanzando, avanzando siempre a mis espaldas.
Desde la esquelética cicuta, los grajos graznan estrago:
La caza ha comenzado; la trampa, funcionado.
Arañada por las espinas, ojerosa y exhausta[20],
Atravieso penosamente las rocas, el blanco y ardiente
Mediodía. En la roja red de sus venas,
¿Qué clase de fuego fluye, qué clase de sed despierta?
La pantera, insaciable, escudriña la tierra
Condenada por nuestro ancestral delito,
Gimiendo: sangre, dejad que corra la sangre.
La carne ha de saciar la herida abierta de su boca.
Afilados, los desgarradores dientes; suave
La quemante furia de su pelaje; sus besos agostan,
Dan sed; cada una de sus zarpas es una zarza;
El hado funesto consuma ese apetito.
En la estela de este felino feroz,
Ardiendo como antorchas para su dicha,
Carbonizadas y destrozadas, yacen las mujeres,
Convertidas en la carnaza de su cuerpo voraz.
Ahora las colinas incuban, engendran una sombra
De amenaza. La medianoche ensombrece el tórrido soto;
El negro depredador, impulsado por el amor
A las gráciles piernas, prosigue a mi ritmo.
Tras los enmarañados matorrales de mis ojos
Acecha el ágil; en la emboscada de los sueños,
Brillan esas garras que rasgan la carne,
Y, hambrientos, hambrientos, esos muslos recios.
Su ardor me engatusa, prende los árboles,
Y yo huyo corriendo con la piel en llamas.
¿Qué bonanza, qué frescor puede envolverme
Cuando el hierro candente de su mirada me marca?
Yo le arrojo mi corazón para detener su avance,
Para apagar su sed malgasto mi sangre, porque
Él lo devora todo y, en su ansia, continúa buscando comida,
Exigiendo un sacrificio absoluto. Su voz
Me acecha, me embruja, me induce al trance,
El bosque destripado se derrumba hecho cenizas;
Aterrada por un anhelo secreto, esquivo
Corriendo el asalto de su radiación[21].
Tras entrar en la torre de mis temores,
Cierro las puertas a esa oscura culpa,
Las atranco, una tras otra las atranco.
Mi pulso se acelera, la sangre retumba en mis oídos:
Las pisadas de la pantera lamen los peldaños,
Subiendo, subiendo las escaleras.


  4. CAMPESINOS[22]
1° de mayo[23]: llegaron dos a una braña de esta guisa:
“Un prado repleto de margaritas”, dijeron a la vez,
Como si fueran uno; así que buscaron dónde tumbarse,
Saltando la cerca de púas, cruzando entre un rebaño de vacas marrones.
“Ojalá no haya ningún campesino beldando”, dijo ella;
“Y que el alba nos proteja”, añadió él.
Junto a un matorral de endrinos, un puñado de flores,
Tiraron sus abrigos, se acostaron en el verde.
Abajo: un estanque de agua quieta;
A través: la colina de punzantes ortigas;
Luego, a la fuerza, el ganado pastando mudo;
Encima: nube blanca, aire blanco con hojas espectrales.
Durante toda la tarde, estos amantes yacieron juntos
Hasta que el sol pasó de cálido a pálido,
Y el dulce viento cambió de aire, sopló dañino:
Las crueles ortigas le picaron a ella en los tobillos desnudos.
Triste, y aún más enfadado, porque la tierna piel
Hubiese aceptado una herida tan vil,
El pisoteó y aplastó los tallos contra la tierra
Que había lastimado a su querida moza.
Y ahí va ahora, por su recto y justo camino,
Decidido, por su honor, a marcharse,
Mientras ella se queda ardiendo, rodeada de veneno,
Aguardando a que se le pase ese otro escozor más intenso.


  5. HISTORIA DE UNA BAÑERA[24]
La cámara oscura del ojo registra las paredes pintadas,
escuetas, mientras una luz eléctrica flagela los nervios
crómicos de las cañerías en carne viva;
semejante pobreza agrede al ego; sorprendida
desnuda en su mero cuarto actual, la extraña
persona que aparece en el espejo del lavabo
adopta una sonrisa pública, repite nuestro nombre,
aunque reflejando escrupulosamente su pánico habitual.
¿Hasta qué punto somos culpables cuando el techo
no revela ninguna grieta descifrable? ¿Cuando el lavamanos
que lo soporta no tiene otra manera santa
de invocar que la ablución física, y la toalla
niega secamente que las fieras caras de troll acechen
en sus explícitos pliegues? ¿O cuando la ventana,
cegada por el vapor, ya no deja entrar la oscuridad
que amortaja nuestras expectativas con sombras ambiguas?
Hace veinte años, la bañera familiar engendraba
un montón de augurios, pero ahora sus grifos
no originan ningún peligro; todos los cangrejos
y pulpos —forcejeando más allá del alcance de la vista,
aguardando alguna pausa accidental en el rito
para atacar de nuevo —se han ido definitivamente;
el auténtico mar los rechaza y arrancará
la fantástica carne hasta el mismísimo hueso.
Nos zambullimos; bajo el agua, nuestros miembros
fluctúan, ligeramente verdes, tiritando con un color
muy distinto al de nuestra piel. ¿Podrán nuestros sueños
borrar alguna vez las pertinaces líneas que dibuja
la forma que nos encierra? La realidad absoluta
logra introducirse incluso cuando el ojo rebelde
se cierra; la bañera existe a nuestras espaldas:
sus relucientes superficies están en blanco, son verdaderas.
Sin embargo, los ridículos costados desnudos
exigen siempre algo de ropa con la que cubrir
tal desnudez; la veracidad no debe campar a sus anchas:
el día a día nos obliga a recrear todo nuestro mundo
disfrazando el constante horror con un abrigo
de ficciones multicolores; enmascaramos nuestro pasado
con el verdor del edén, con la pretensión de que el brillante fruto
del futuro renazca a partir del ombligo[25] de esta pérdida actual.
En esta particular bañera, dos rodillas sobresalen
como dos icebergs, mientras los diminutos pelos castaños se erizan
en los brazos y en las piernas formando un fleco de algas;
el jabón verde surca las revueltas aguas de los mares
que rompen en las playas legendarias; henchidos, pues, de fe,
embarcaremos en nuestro navío imaginario y bogaremos temerarios
entre las sagradas islas del loco, hasta que la muerte
haga añicos las fabulosas estrellas y nos vuelva reales a nosotros.


  6. AMANECER EN EL SUR[26]
De color limón, mango, melocotón,
Estas villas de libro de cuentos
Aún sueñan detrás
De sus celosías, de sus balcones
Finos como un encaje hecho a mano
O un boceto a pluma botánico[27].
Alabeada por los vientos,
Sobre sus troncos en forma de flechas
Y sus cortezas de piel de piña,
Una verde medialuna de palmeras
Dispara al cielo su ahorquillada
Pirotecnia de ramajes.
Un alba clara como el cuarzo,
Centímetro a centímetro brillante,
Dora toda nuestra avenida,
Y, emergiendo de la azul disolución[28]
De la Bahía de los Ángeles,
Sale una redonda sandía roja: el sol.


  7. CRUZANDO EL CANAL
En la cubierta azotada por la tormenta, las sirenas del viento maúllan;
Cada vez que se escora, se sobresalta y se estremece, nuestro barco
De proa redonda avanza hendiendo la furia; oscuras como la ira,
Las olas asaltan, embisten su casco pertinaz.
Flagelados por la espuma, aceptamos el desafío, nos aferramos
A la barandilla, entrecerramos los ojos cara al viento preguntándonos
Un alba clara como el cuarzo,
Centímetro a centímetro brillante,
Dora toda nuestra avenida,
Y, emergiendo de la azul disolución
De la Bahía de los Ángeles,
Sale una redonda sandía roja: el sol.
Cuánto más resistiremos; pero, al mirar más allá, la vista neutral
Nos revela que, fila tras fila, los mares hambrientos avanzan.
Abajo, destrozados por las sacudidas y las náuseas, yacen los viajeros
Vomitando en unas escudillas color naranja brillante; un refugiado
Vestido de negro, en posición fetal, se revuelca entre el equipaje,
Con una mueca de dolor bajo la rígida máscara de su agonía.
Nosotros, lejos del hedor dulzón de ese aire peligroso
Que delata a nuestros compañeros, nos helamos
Y maravillamos ante la indiferencia aplastante de la naturaleza:
Qué mejor manera de poner a prueba nuestro férreo carácter
Que afrontar estas embestidas, estas fortuitas ráfagas de hielo
Que luchan como ángeles contra nosotros; la mera posibilidad
De llegar a puerto atravesando este flujo estruendoso nos impulsa
A ser valientes. Los marineros azules proclamaron que nuestra travesía
Estaría llena de sol, gaviotas blancas y agua empapada
De centelleos multicolores; pero, en vez de eso, las sombrías rocas
Emergieron enseguida, balizando nuestro trayecto, mientras el cielo
Se cuajaba de nubarrones y los acantilados calizos palidecían
Con la repentina luz de este día infausto.
Ahora, libres, por una extraña casualidad, del mal común
Que abate a nuestros hermanos, adoptamos una postura
Más burlona que heroica, encubriendo nuestro pavor
Naciente ante esta insólita trifulca incontrolable:
La humildad y el orgullo se derrumban; la extrema violencia
Destruye todos los muros; las propiedades privadas se resquebrajan,
Saqueadas ante el ojo público. Finalmente, renunciamos
A nuestra suerte exclusiva, obligados por nuestro lazo, por nuestra sangre,
A mantener una suerte de pacto inexpresado; quizás no sirva de nada
O aquí esté de más el preocuparse, pero nosotros debemos hacer
Ese gesto, inclinar y llevarnos las manos a la cabeza.
Y así navegamos rumbo a las ciudades, las calles y las casas
De otros seres humanos, donde las estatuas celebran actos valerosos,
Realizados en la paz y en la guerra; todos los peligros acaban:
Las costas verdes aparecen; reasumimos nuestros nombres, nuestro equipaje
Cuando el muelle pone fin a nuestra breve gesta; ninguna deuda
Sobrevive al arribar; desembarcamos por la pasarela rodeados de extraños.


  8. PERSPECTIVA
Entre los tejados color naranja
y los cañones de las chimeneas
se desliza la niebla de los pantanos,
gris como las ratas,
mientras en la rama alunarada
del sicómoro
dos grajos se encorvan negros,
brillan oscuramente,
aguardando la noche,
con su mirada de absenta
apuntada a la solitaria, rezagada
figura que pasea.


  9. LA ENDECHA DE LA REINA[29]
De entre la caterva y la sofistería de la corte
Surgió este gigante[30], os lo aseguro, ante los ojos de ella,
Con sus manos como grúas,
Su mirada feroz y negra como el grajo;
Ah, todas las ventanas estallaron cuando él entró a zancadas.
Él se encabritó en sus primorosas tierras
Y trató a sus delicadas palomas con rudeza;
En verdad no sé
Qué furia lo impulsó a matar la gacela
De la reina, que no deseaba más que hacerle bien.
Ella le regañó hablándole al oído
Hasta que él se apiadó de su llanto;
Le desnudó
Los hombros cubiertos de lujosos atavíos
Y la solazó para luego abandonarla al cantar el gallo.
Desairada, ella envió un centenar de heraldos
Convocando a todos los hombres valerosos
Cuya fuerza pudiera ajustarse
A la forma de sus sueños, de sus pensamientos,
Mas ninguno de aquellos bisoños era digno de su brillante corona.
Y así fue como ella llegó a este extraño collado
Que ahora recorre con ardor bajo el sol y la ventisca
Mientras os canta así:
“Qué triste, ay, es ver
Cómo mi gente se vuelve tan, tan pequeña”.


  10. ODA A TED[31]
Bajo el crujido de la bota de mi hombre
brotan verdes retoños de avena;
él pone nombre a un avefría, hace que los conejos salgan
huyendo en estampida, a todo correr
hacia un seto decorado con zarzamoras;
él acecha al zorro rojo y a la astuta comadreja.
Esos montículos de marga los dejan los topos
cuando hurgan en busca de gusanos —afirma—,
los topos, que tienen la piel azul; tras coger un sílex
protuberante, laminado de yeso, él lo parte
con una piedra; los colores desollados maduran
abundantes, marrones, insólitos bajo el resplandor del sol.
Con sólo mirarlas, él fecunda las tierras liegas:
los campos roturados como con los dedos
echan tallos, hojas, frutos con corazón de esmeralda;
los granos resplandecientes, que tan raramente brotan,
él los fuerza a abrirse a su antojo temprano;
A petición de su fuerte y leal mano, los pájaros construyen.
Las palomas torcaces se posan a gusto en su soto,
incuban canciones que se acoplan al modo
en que él camina; ¡cómo no va a estar contenta
la mujer de este Adán
cuando toda la tierra, respondiendo a su llamada,
brinca de alegría, ensalzando la sangre de semejante hombre!

12 de abril de 1956

lunes, 1 de agosto de 2016

POESÍA COMPLETA. INTRODUCCIÓN. Sylvia Plath.


POESÍA COMPLETA. Sylvia Plath.
INTRODUCCIÓN

En el momento de su muerte, acaecida el 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath ya había escrito una cuantiosa obra poética. Que yo sepa, Plath nunca desechó ninguna de sus tentativas líricas. Exceptuando uno o dos, siempre continuó elaborando sus poemas hasta conseguir darles una forma satisfactoria para ella, rechazando, como mucho, los versos que no casaban con el conjunto, un falso comienzo o un falso final. Su actitud hacia sus poemas era la de una artesana: si con el material con el que contaba no podía hacer una mesa, se contentaba con hacer una silla, e incluso un juguete. El resultado de ese proceso era para ella no tanto un poema logrado como algo que, temporalmente, colmaba su ingenio. De ahí que este libro contenga no ya los poemas que salvó sino —después de 1956— todos los que escribió.
Desde una época bastante temprana, Plath empezó a ensamblar sus poemas en un hipotético poemario que, cada cierto tiempo, iba presentando —siempre esperanzada— a diversos editores y jurados de premios. Con los años, ese poemario en ciernes fue evolucionando de manera natural, desprendiéndose de poemas viejos e integrando otros nuevos, de manera que, hasta el 11 de febrero de 1960, el día en que su autora firmó el contrato de The Colossus [El coloso] con Heinemann, en Londres, ese primer libro ya había tenido varios títulos y sufrido varios cambios substanciales. «Hoy, en la sombría aula de arte, vi, como si fuera una visión, el título de mi libro de poemas», escribió a principios de 1958[1]. «De repente tuve muy claro que The Earthenware Head [La cabeza de terracota] era el título apropiado, el único posible». Luego prosigue diciendo: «Este nuevo título supone, en cierto modo, para mí una liberación con respecto a la vieja, tensa, frágil y acaramelada voz de Circus in Three Rings [Circo de tres pistas] y Two Lovers and a Beachcomber [Dos amantes y un raquero]», los dos títulos inmediatamente anteriores. Dos meses después, ya había reemplazado The Earthenware Head por The Everlasting Monday [El lunes interminable]. Pero, apenas quince días después, el título ya se había transformado en Full Fathom Five [A cinco brazas de profundidad], título tomado «de un poema que, a mi juicio, se halla entre los mejores y más curiosamente conmovedores textos que escribí, uno sobre mi padre-dios marítimo e inspirador (…) “[La dama y] La cabeza de terracota”, desechado, aunque antes, en Inglaterra, lo tuviese por mi “mejor poema”: demasiado fantasioso, plano, desigual y rígido —ahora me resulta de lo más embarazoso—, con sus diez rebuscados epítetos de cabeza en sus cinco estrofas».
Al año siguiente, Full Fathom Five devino en The Bull of Bendylaw [El toro de Bendylaw], pero luego, en mayo de 1958, Plath escribió: «En un arrebato de inspiración, cambié el título del poemario por The Devil of the Stairs [El diablo de las escaleras] (…) este otro título abarca íntegramente mi libro y “explica” los poemas sobre la desesperación, que es tan ilusoria como la esperanza». El nuevo título duró hasta octubre de ese año, cuando Plath estaba en Yaddo. Entonces, en un rapto distinto de inspiración, anotó: «Escribí dos poemas que me gustan. Uno, para Nicholas» (estaba esperando un hijo, y tituló el poema “The Manor Garden” [El jardín de la residencia]), «y otro sobre el viejo tema de la adoración paterna», (que tituló “The Colossus”. [El coloso]). «Pero distintos. Más arcanos[2]. Veo un cuadro, un ambiente, en estos poemas. Saqué “Medaillon”. [Medallón] del libro inicial, y me convencí de que debía empezar, por encima de todo, otro nuevo poemario. Lo importante ahora es quitarme de la cabeza la idea de que lo que escribo es para el viejo libro —ese soso libro. En fin, que ya tengo tres poemas para el nuevo, el cual se llamará, en un principio, El coloso y otros poemas».
La decisión de empezar un nuevo libro «por encima de todo[3]», así como la de sacudirse todo lo que había escrito hasta entonces, coincide con el primer punto de inflexión real en su escritura, tal y como podemos apreciar ahora. El proceso interior de ese cambio bastante repentino aparece interesantemente registrado, en sentido metafórico, en la secuencia titulada “Poem for a birthday”. [Poema para un cumpleaños], sobre la que Plath ya reflexionaba el 22 de octubre de 1959 (cf. nota al poema n° 119). El 4 de noviembre escribió: «Milagrosamente, he escrito los siete poemas de la secuencia “Poema para un cumpleaños”, y los dos poemillas que hice antes de ella, “El jardín de la residencia” y “El coloso”, me parecen curiosos y llenos de color. Pero el manuscrito de mi [viejo] libro ha muerto para mí. Lo siento tan lejano, tan caduco… Además, ya no tiene casi ninguna posibilidad de encontrar editor: justo ahora, acabo de enviárselo al séptimo (…) Lo único, intentar que alguien lo saque en Inglaterra». Unos días después, anota: «Esta semana escribí un buen poema durante nuestro paseo dominical al balneario quemado, un poema para este segundo libro. ¡Cuánto me consuela la idea de estar componiendo otro libro con estos nuevos poemas!: “El jardín de la residencia”, “El coloso”, los siete poemas del cumpleaños y quizás “Medallón”, si decido al fin sacarlo del libro anterior». Pero entonces se percató de que «si algún editor aceptase publicarme, me sentiría obligada a meter todos los nuevos poemas, para reforzar el libro».
Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Cuando ya finalizaba su estadía en Yaddo, que tan fructífera había empezado a resultarle de repente, y en medio de la convulsión que supuso para ella volver a Inglaterra en diciembre, Plath no pudo añadir a su «segundo» libro más que unos cuantos poemas. Así que fue esa mezcolanza de poemas antiguos —que ella interiormente ya había rechazado— y de unos escasos poemas nuevos —que a ella le parecían tan distintos— lo que Heinemann, según le dijo James Michie a Plath en enero de 1960, publicaría luego bajo el título de The Colossus.
Una vez firmado el contrato, Plath reemprendió su labor, aunque con una notable diferencia. Al igual que antes, calificaba cualquier poema que escribía como «a book poem» o «not a book poem», pero ahora se mostraba mucho más relajada a ese respecto, y, durante los dos años siguientes, no intentó desesperadamente encontrar un título-madre para su creciente progenie, hasta que, al fin, se sintió poseída por aquella súbita inspiración con la que escribió los poemas de los últimos seis meses de su vida.
En algún momento próximo a la Navidad de 1962, Plath reunió la mayoría de los poemas que ahora conocemos bajo el título de Ariel en una carpeta negra, ordenándolos meticulosamente. (Por entonces, apuntó que la secuencia empezaba con la palabra “amor” y acababa con la palabra “primavera”. El orden exacto de los textos aparece recogido al final del apartado de “Notas”). Ese poemario excluía casi todo lo que ella había escrito entre la publicación de El coloso y el mes de julio de 1962 —o sea, dos años y medio de trabajo. Como de costumbre, le costó encontrar el título. En la portada del manuscrito, The Rival [La rival] aparece reemplazado por A Birthday Present [Un regalo de cumpleaños], y éste, a su vez, por el de Daddy [Papi]. Tan sólo poco antes de morir volvió a cambiar el título por el de Ariel.
El volumen Ariel publicado en 1965 era algo distinto al que su autora había planeado[4]. Incorporaba la mayoría de los poemas (una docena, más o menos) que Plath había seguido escribiendo en 1963, aunque ella misma, reconociendo el hálito distinto de esos nuevos textos, los tenía por el comienzo de un tercer libro. En aquella edición, omití algunos de los poemas más personalmente agresivos de 1962, y podía haber obviado uno o dos más, de no haber estado ya publicados en revistas —por lo que, entonces, ya eran ampliamente conocidos. Aquel volunten fue el resultado de mi eventual compromiso de, por un lado, publicar una cuantiosa muestra de su trabajo —incluyendo buena parte de los poemas escritos después de El coloso y antes de Ariel— y, por otro, de presentar sus últimos textos con suma cautela, imprimiendo quizás sólo veinte poemas, para empezar. (Muchas personas me advirtieron de que a los lectores podría costarles asumir los violentos y contradictorios sentimientos expresados en esos poemas. Intuición que, en cierto sentido, y a juzgar por lo que ocurrió luego, era bastante acertada).
Un volumen posterior, titulado Crossing the water [Vadeando el agua] (1971), contenía la mayoría de los poemas escritos entre los dos primeros libros; y, ese mismo año, salió a la luz Winter Trees [Arboles de invierno], que reunía dieciocho poemas inéditos del último período, junto con su obra radiofónica en verso Three Women [Tres mujeres], escrita a principios de 1962.
La intención de la presente edición, que contiene una secuencia numerada de 224 poemas escritos a partir de 1956, más otros cincuenta seleccionados de entre la obra anterior a esa fecha, es reunir en un solo volumen la poesía completa de Sylvia Plath, incluyendo los diversos textos que nunca fueron publicados hasta ahora, y ordenar el conjunto, en la medida de lo posible, cronológicamente, para que sus lectores tengan acceso íntegro al desarrollo y al logro de esta poeta insólita.
Los manuscritos en los que se basa este volumen evidencian, más o menos, tres fases de creación, y cada una de ellas le planteó problemas ligeramente distintos a su editor.
La primera fase, que podríamos denominar Juvenilia [Poemas de juventud], entrañaba el problema de decidir cuándo concluía realmente. Pero, a finales de 1955, justo después de que Plath hubiese cumplido veintitrés años, se produce una división lógica, y muy conveniente, a este respecto. Los doscientos veinte poemas, aproximadamente, escritos con anterioridad revisten interés sobre todo para los especialistas. Sylvia Plath había dejado atrás esas obras (muchas de ellas de su primera adolescencia) con gran firmeza y, ciertamente, jamás los habría vuelto a publicar. Sin embargo, bastantes de ellos merecen ser conocidos por el público en general. Los mejores son tan característicos y tan redondos como cualquiera de los que escribió luego. Pueden parecer artificiales, pero siempre están iluminados por la emoción propia de su autora. En ellos se advierte, además, que la impresión de profunda y matemática inevitabilidad que transmiten el sonido y la textura de sus versos ulteriores había empezado a desarrollarse mucho antes. En esos primeros poemas podemos apreciar también cómo la escritura de Plath depende exclusivamente de un sobrecargado sistema de símbolos e imágenes interiorizados, un círculo cósmico cerrado. Si éste se pudiera proyectar visualmente, la sustancia y los patrones de sus poemas conformarían unos mandalas muy curiosos. Como poemas, son siempre una fiesta inspirada, pero con frecuencia también algo más. E incluso los más flojos ayudan a registrar el movimiento de aceleración que hizo despegar definitivamente a su autora.
La mayor parte de esos poemas tempranos sobrevive en sus versiones finales mecanografiadas; otros se hallaban en revistas y algunos más, que no habían sido ni mecanografiados ni publicados, aparecieron en cartas y en otros lugares. Incluso es probable que aún haya algunos más, escondidos. El orden cronológico de las obras de ese período resulta, casi siempre, imposible de determinar, salvo en líneas generales. A veces podemos fijar una fecha a partir de una carta o de una revista, pero Plath solía retomar sus viejos poemas —a veces, varios años después— y rehacerlos.
De ese período anterior a 1956, yo seleccioné lo que me pareció mejor, cincuenta poemas que figuran —en su supuesto orden cronológico— al final del volumen, a modo de apéndice. También ofrezco ahí una lista completa de los títulos, ordenados alfabéticamente, de todos los poemas de esa época que conocemos, junto con sus correspondientes fechas, en los casos en los que ésta es conocida.
La segunda fase creativa de Sylvia Plath va desde principios de 1956 a finales de 1960. La primera fecha marca, en efecto, una línea divisoria en su obra, ya que a finales de ese año, 1956, aparecen los poemas tempranos de su primer libro, El coloso. Además, a partir de esa fecha, yo trabajé junto a ella y vi cómo iban naciendo sus poemas, así que estoy razonablemente seguro de que todo está aquí. Buscando a lo largo de estos años, no conseguí desenterrar ninguno más. Todos los poemas que figuran en este volumen tienen su correspondiente versión final mecanografiada. También su orden cronológico está más claro, aunque el problema persiste, en cierta medida. La evolución de Plath como poeta fue muy veloz, pasando rápidamente por sucesivos moldes estilísticos, a medida que iba encontrando su verdadera temática y su verdadera voz. En cada fase que atravesaba, Plath tendía a sacar a la luz un grupo de poemas vinculados por su semejanza general, y yo, en mi memoria, tengo asociada cada una de esas fases a una época y a un lugar concreto. Cada vez que nos mudábamos, ella se desprendía de un estilo.
Por eso, la secuencia de los grupos de poemas de ese período está ciertamente clara. Pero, ahora, no estoy muy seguro de qué poema va antes o después de otro en cada uno de los grupos. Entre ellos, siempre hay un poema extraño, que desentona, como un residuo muy anterior. Asimismo, Plath, de vez en cuando, se anticipaba a sí misma y creaba un poema (“Two Lovers and a Beachcomber by the Real Sea”. [Dos amantes y un raquero a orillas del Mar Real], por ejemplo, en la selección de los poemas anteriores a 1956, o “The Stones”. [Las piedras], la parte VII de la secuencia de 1959 “Poema para un cumpleaños”) que ahora parecen pertenecer a una época algo posterior. En muchos casos, pude precisar la fecha y el lugar de un poema. (Plath escribió “Miss Drake Proceeds to Supper”. [La señorita Drake se dispone a cenar] en el parapeto de un puente del Sena, el 21 de junio de 1956). Pero, de nuevo aquí, se dan un par de casos en los que las fechas que aparecen en los manuscritos contradicen mis recuerdos supuestamente exactos sobre ellos. De ahí que no haya intentado datar aquellos poemas en cuyos manuscritos no figuraba la fecha. Afortunadamente, a partir de 1956, Plath registró cada una de las fechas en las que enviaba sus poemas a las revistas, y, en la medida de lo posible, normalmente lo hacía poco después de concluirlos, lo cual me ayudó a encajar la ordenación cronológica.
La tercera y última fase creativa de Plath, desde el punto de vista editorial, empieza, más o menos, en septiembre de 1960. Por esa fecha, comenzó a datar la versión final mecanografiada de cada poema. En las dos o tres ocasiones en las que modificó un poema posteriormente, fechó también la corrección. A partir de principios de 1962, empezó a guardar todos los manuscritos como tales (que, hasta entonces, destruía sistemáticamente cuando se iba de un sitio), y también las versiones finales provisionales, que, asimismo, solía fechar. Por ello, la secuencia cronológica de ese período es correcta, y la única duda que albergo respecto al orden de composición atañe sólo a los poemas que su autora escribió el mismo día.
He resistido la tentación de reproducir los borradores de esos poemas postreros en su variada integridad. Borradores que bien podemos ver como una parte importante de las obras completas de Plath. Algunos de los manuscritos están plagados de frases y versos escalofriantes, bellísimos, que ocupan toda la página; muchos de ellos tan notables como los que ella eligió luego para componer la versión final. Pero imprimirlos supondría darle un tamaño excesivo a este libro.
Un poema «para dos voces», jamás leído ni publicado, figura entre las notas correspondientes a “Ouija”. [Uija] (n° 62), por su relevancia. También aparecen en el apartado de “Notas” algunos fragmentos o algunas secciones bastante amplias de varios poemas, así como la traducción literal de un poema de Rilke: “A Prophet”. [Un profeta]. Las “Notas” incluyen una breve información biográfica acerca del período 1956-1963, así como el telón de fondo de ciertos poemas. Asimismo, el/la lector/a hallará en ese apartado la concordancia de los contenidos de cada uno de los cuatro poemarios publicados, según la numeración cronológica adoptada en esta edición de la poesía completa.
Tengo que dar las gracias a Judith Kroll, que cotejó los manuscritos y me ayudó a establecer el texto definitivo de muchos poemas, y a la Biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana, Bloomington, por permitirme acceder al archivo de la Juvenilia de Sylvia Plath.
Agosto de 1980

Ted Hughes



  Nota del traductor


 From the Pain comes the Dream

From the Dream comes the Vision

From the Vision comes the People

From the People comes the Power

From this Power comes the Change

Peter Gabriel


Esta versión en castellano de la obra poética de Sylvia Plath sigue, al pie de la letra, la edición de los Collected Poems que en su día preparó Ted Hughes para la editorial Faber & Faber. Salvo en dos detalles: a) que, además de las de Hughes, hemos incluido las notas correspondientes a la traducción en sí y a la bibliografía consultada para hacerla; y b) que hemos corregido las erratas que, a lo largo de las décadas, y pese a las muchas reimpresiones que este poemario (uno de los más vendidos de la segunda mitad del siglo XX) tuvo y tendrá, continuaron apareciendo hasta ahora. En este sentido, la “edición restaurada” de Ariel, preparada y publicada por la pintora y poeta Frieda Hughes en el año 2004, nos fue de gran ayuda, aunque, por desgracia, no eran ésos los únicos poemas que arrastraban erratas.
Este trabajo me ha dado innumerables quebraderos de cabeza pero también algunas de las mayores satisfacciones estéticas que he experimentado hasta ahora. Desde muy joven, casi desde que empecé a escribir y a traducir simultáneamente, mi doble admiración por la obra de Sylvia Plath y la de Ted Hughes no ha hecho sino medrar, y, en relación a la primera, esta traducción me ha servido para constatar lo que siempre he creído: que Sylvia Plath fue, en efecto, «a genious of a writer»; que su obra está muy por encima de su mito, y que su muerte supuso una pérdida inmensa para los amantes de la Poesía con mayúscula. Así de claro.
Mas, por otra parte, el resultado de este proceso de absoluta reinmersión en el corpus biográfico y literario de esta creadora genial me ha procurado muchas sorpresas. Sorpresas que, a su vez, me han servido para constatar lo que siempre había intuido: que la mayoría de las “verdades” que corren sobre Sylvia Plath son “verdades a medias” —y algunas puras falacias. Lo cierto es que es difícil hallar en la historia de la literatura una personalidad, una obra, una vida y una muerte tan desfiguradas, tan manipuladas como las de Sylvia Plath. Sobre ellas se ha dicho de todo, y de cualquier manera. Y, como se ha dicho de todo, quienes afirman o niegan cosas sobre ellas siempre tienen, en mayor o menor medida, algo de razón. Pero ¡cuánto, cuánto también de sin-razón! Todos los críticos, todos los lectores, todos los fans han hecho de la capa de Plath su sayo. Y todos, salvo contadísimas excepciones, cometiendo, a mi juicio, el mismo error.
El paradigma suele ser éste. El biógrafo o la biógrafa, el crítico o la crítica en cuestión, expone una hipótesis que, al principio, sí parece tener cierto xeito (como decimos en gallego), cierta gracia, cierto sentido. Pero, luego, poco a poco, las hipotéticas “pruebas” se acaban, y los estudiosos, encerrados en el callejón sin salida que ellos mismos han construido, se ven forzados a defender cosas que, a la luz de los textos —las auténticas evidencias—, son indefendibles. Peor aún: para poder demostrar esas tesis finalmente indemostrables, los especialistas acostumbran a medir sus “datos” por un doble rasero, el cual, dependiendo de la simpatía o la antipatía que sientan los medidores hacia ellos, transforma lo positivo en negativo, y lo negativo en positivo. ¿La relación creativa que mantuvieron Sylvia Plath y Ted Hughes fue tan fecunda, tan cristalizadora como ellos mismos aseveraron? Pues depende… de quien siente cátedra al respecto. Si quien lo hace defiende una tesis con la que pretende machacar a her husband y lo que, a sus ojos, éste representaba (la sociedad machista, patriarcal de los años cuarenta y cincuenta), entonces Plath, la muy ingenua, fue “víctima” de su propia infatuation, y “lo único verdadero” en su amor fue su situación de absoluto sometimiento a la voluntad de su castrador marido, quien, lejos de querer ayudarla a salir de sus impasses o a ser ella misma, la constriñó y se aprovechó cuanto pudo para abrirse camino en el mundillo literario. En una palabra: la “vampirizó” antes de dejarla tirada. Como el “nazi” de su padre.
No exagero, créanme. La tragedia “Sylvia Plath” produjo un fenómeno casi patológico: algo tan infrecuente, tan anormal que a veces semeja una rara enfermedad. Tal vez porque, como tal fenómeno, es algo “que vende” y, en consecuencia, “da prestigio” en nuestro mundo capitalista. Satirizando un poco la cuestión (aunque sin ánimo alguno de ofender a nadie), podríamos decir que la mayoría de la crítica plathiana se ha ido generando hasta el momento de la siguiente manera. Un día, un flamante licenciado (pongamos que de alguna de aquellas “viejas” carreras nuestras: filología, psicología, sociología…) “descubre” que esa poeta que tanto lo atrae utilizaba “muchas veces” la palabra black, y encima “pluralizándola”. Tras lo cual, lógicamente, el aspirante a especialista coliga que su admirada Sylvia Plath “odiaba a los negros”. «Hete aquí, señoras y señores, la verdadera razón de su suicidio», clama. «Su racismo inconsciente, reprimido, la impulsó a matarse, asfixiada por un sentimiento de culpa: de ahí el gas». Y, entonces, para demostrar su teoría, se dedica a reformular todas y cada una de las palabras que dijeron y escribieron tanto la susodicha como aquéllos que la conocieron y que no la conocieron, aunque para ello tenga que negarlas, obviarlas o trastocarlas descaradamente. Pero la cosa no acaba ahí, pues enseguida aparece otro nuevo aspirante a catedrático dispuesto a rebatir al anterior, aunque para ello tenga que demostrar que Sylvia Plath, pese a las fotos que conservamos de ella, «era, en realidad, negra». (O, por lo menos, «deseaba serlo, inconscientemente»). ¡Y todo por no molestarse en consultar el Thesaurus al que ella vivía pegada! Pues en él aparece claramente esa acepción de blacks que Plath utilizó en varios poemas y que a ellos les dio tantísimo que elucubrar: “Clothing of the darkest hue, especially such clothing worn for mourning. O sea, “traje o vestido de luto”.
Pero así es: así de denso, así de viciado flota el aire en los departamentos donde se hace y se deshace, se descompone y recompone la leyenda de Sylvia Plath. Y ello le pasa incluso a los escasos críticos con los que yo, personalmente, coincido —empezando por el propio Hughes. Yo también creo, por ejemplo, que Sylvia Plath, lejos de ser una mera poeta “confesional” o “de la experiencia” (a la manera de Lowell o de Sexton), es una poeta visionaria (a la manera de Blake o de Yeats, y, desde luego, tan trabajadora como ellos, en todos los sentidos). Una poeta que, en sus mejores momentos, trasciende la pura anécdota biográfica de la que parte, otorgándole a su vivencia un carácter universal[5]. Pero de ahí a ver en su suicidio un “acto cenital de trascendencia” hay un abismo insalvable: el de su desesperación. Estoy de acuerdo, sí, con Hughes y los que opinan como él en que Plath «era capaz de acceder, libre y controladamente» a esos abismos a los que sólo suelen lanzarse los chamanes y los místicos: «Su poesía escapa al análisis ordinario del mismo modo en que lo hacen la clarividencia y la capacidad mediúmnica: sus dones psíquicos eran, casi siempre, lo bastante intensos como para que ella misma deseara a veces deshacerse de ellos». Seguro. Pero intentar demostrar eso basándose en todos los poemas de la escritora es absurdo: una tarea abocada al fracaso. A fin de cuentas estamos hablando —¡por Dios!— de una mujer que murió con tan sólo treinta años, y que, a pesar de llevar escribiendo y publicando desde los nueve, acababa de encontrar su propio cerne. Por este motivo resulta igual de injusto descalificar, como hacen muchos “enemigos” suyos —que también son legión—, la obra de Sylvia Plath comparándola con la de otros poetas que tuvieron una vida mucho más larga y fructífera. Esos rabiosos, en vez de dedicarse a difamarla, más bien deberían pensar: ¿Cuántos grandes poetas del siglo XX alcanzaron el nivel de talento, la altura lírica que consiguió Plath en su brevísima existencia? ¿En qué habría quedado la obra de Seamus Heaney o de Adrienne Rich, la de Vicente Aleixandre o la de Antonio Gamoneda de haber muerto a los treinta? Desde luego, la estimación que ahora sentimos por ellas no sería la misma.
Con esto no quiero decir que debamos mostrarnos “comprensivos” o “misericordiosos” con la “esquizofrénica”, la “neurótica” o —sin más— “la loca” de Plath[6]. Al contrario: este libro desmiente, cuando menos a mis ojos, todas las patrañas que se han venido vertiendo sobre su cadáver. Son muchas, y aún colean, pero hay dos que me irritan especialmente. Sylvia Plath era una poeta abocada al suicidio desde la muerte de su padre (la dichosa «Boca de Sombra» a la que todos dan de comer). Falso. A diferencia, por ejemplo, de Anne Sexton —que sí se entregó a su propio culto funesto—, Plath fue una tremenda luchadora que, por encima de todo, ansiaba ser feliz: amando, trabajando, criando a sus hijos y colaborando, en la medida de sus posibilidades, a transformar la sociedad. Una persona que, consciente del trauma que pesaba sobre ella, así como de la ira, del bloqueo, de las diversas pulsiones enfrentadas que aquella fractura de la infancia seguía generando en su interior, hizo y escribió todo cuanto pudo para salir adelante. Y, salvo en dos ocasiones, siempre con éxito, tal y como lo demuestra su brillantísima trayectoria profesional. Pero ese «invierno terrible» del que habla Rilke en los Sonetos a Orfeo; aquel álgido y caótico invierno de 1962-63, henchido de vacío y de desamor, pudo más que ella, al final.
La otra calumnia que continúa repitiéndose aún hoy es que Sylvia Plath debe toda su fama a eso: al hecho de haber perdido su guerra psicológica. O, como mucho, a tres o cuatro poemas de Ariel. Falso también. En vida, Sylvia Plath llevaba años publicando en las mejores revistas poéticas del ámbito anglosajón; los dos únicos libros que llegó a sacar tuvieron unas críticas mucho más elogiosas de lo habitual[7], y alguna de ellas no sólo la incluía ya entre las grandes poetas de su generación sino que la comparaba con la mismísima Emily Dickinson (una de sus dos “madres literarias”, junto con Virginia Woolf). Pero además, tal y como podrá comprobar el lector o la lectora que se asome a esta vertiginosa pero apasionante falla, ya en su segunda etapa, la que va desde 1956 a 1960, Plath había escrito, cuando menos, una veintena de poemas incontestables: tan buenos o más que los de sus maestros. ¿Qué “Poema para un cumpleaños” tiene influencia de Theodore Roethke? Cierto, pero ¡cuán lejos está de él ese viaje al subsuelo, compuesto por siete poemas, cada cual más fascinante! Y lo mismo, insisto, se puede aseverar de otras muchas piezas de ese período.
Al acercarnos, pues, a la poesía de Sylvia Plath, conviene recordar una obviedad que, sin embargo, olvidan la mayoría de sus lectores y de sus estudiosos. Esto es: que si bien el hecho de conocer los detalles de su vida (engastados, ciertamente, en sus joyas más valiosas) ayuda a comprender y a “traducir” sus poemas, ello no explica, en modo alguno, el poderío de éstos. «En Plath es importante separar», como afirma Judith Kroll, poeta y ensayista, «el logro estético de sus poemas de su biografía», de la cual no dependen ni en la forma ni en el fondo. «Desde luego, uno puede leer esta obra como una biografía o “confesión”, simplemente para “conocer la historia”, “saber lo que le ocurrió a la poeta”; pero al hacerlo […] uno está prejuzgando lo que está leyendo (“la vida de una suicida”, “una escritora genial explotada por el machismo”)», y, peor aún, «está perdiéndose otros significados» mucho más relevantes que el mero aspecto “rosa” o “sensacionalista” —tan explotado por algunos y algunas en el caso de nuestra autora. Plath, como Trakl o Pizarnik, no debe, no, su fama al hecho de haberse quitado la vida sino a que en su obra «los acontecimientos están absorbidos, transfigurados por la función universalizadora del mito», y a que fue «una poeta cuya imaginación, inteligencia, lenguaje, oficio y apertura al inconsciente alcanzaron un extraordinario grado de desarrollo[8]». Virtudes que tan sólo se pueden hallar en los y las grandes creadores/as.
Por todo esto que acabo de escribir; porque sé que, pese a ella y su familia, Sylvia Plath devino, en efecto, en un mito, y un mito, además, en el que resuenan varios mitos de la Antigüedad (Electra, Medea, Eurídice, Isis, Ishtar…), soy consciente de que ésta es una de las traducciones más importantes que he hecho y haré. A partir de las pesquisas que el editor y yo realizamos, creemos que ésta es la primera versión de la Poesía Completa de Sylvia Plath que ve la luz en el ámbito hispanoamericano, y la segunda, strictu senso, que se publica en el mundo[9]. En consecuencia, me hace muy feliz saber que voy a hacer felices a miles de personas, no sólo en España sino también en Latinoamérica. Ya que ésas, a fin de cuentas, son las únicas recompensas con las que contamos los traductores: la dicha propia y la ajena.
Ningún traductor es infalible, abofé, y, aunque yo he puesto todos mis sentidos, toda mi mente y todo mi corazón en esta labor crucial para mí por muchos motivos, a fin de desentrañar, poéticamente, los incontables pasajes herméticos que contiene la obra de Sylvia Plath, seguro que he cometido algún fallo. Por eso, aún no doy por terminada esta versión (como ninguna de la treintena que ya he iniciado); por eso, confío en seguir revisándola y, por eso, invito a todas las lectoras y a todos los lectores que crean descubrir algún error o, simplemente, una manera mejor de traducir este o aquel verso, este o aquel poema, a que, por favor, me lo hagan saber a través de la página web de la editorial, dando por sentado que tendré muy en cuenta su opinión.
Finalmente, es mi deber, sin duda, dar las gracias a Pepo Paz y a Manuel Rico por haber aceptado esta propuesta y por el enorme esfuerzo que hicieron, a todos los niveles, para que la Poesía Completa de Sylvia Plath existiese al fin en castellano. Estoy en deuda con todas las traductoras y todos los traductores que aparecen citados en la bibliografía, quienes, con sus inevitables errores y sus indudables aciertos, me pasaron este testigo que yo me atrevo a legar ahora. En especial, deseo agradecer a Jordi Doce y a Alejandro Valero, dos de los mejores poetas-traductores de mi generación (rebosante, ya en sí, de ellos y de ellas) sus consejos, sus versiones y sus “vistazos”, por no hablar del tiempo que se hurtaron para mí.
Asieu.

Xoán Abeleira,


A Coruña (Torre de Crunnia, Torre del Sol),
en sus más de ochocientos aniversarios,
24 de septiembre de 2008

Fuente:
Título original: The Collected Poems
Sylvia Plath, 1981
Traducción y prólogo: Xoán Abeleira
Ilustración de cubierta: http://papergirl. din. md/wp-content/uploads/2011/04/Silvya-Plath. jpg
Retoque de cubierta: Levemka
Editor digital: Blok
ePub base r1.2


domingo, 31 de julio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.11


Carta N.º 11[23]


Querido León Ostrov:
Inútil explicar mis silencios. En el fondo de mí hay siempre una espera primitiva de un cambio mágico. (Una noche se romperán los espejos, arderán las que fui y cuando despierte seré la heredera de mi cadáver).
Estoy tan cansada de mis antiguos temores y terrores que no me atrevo a comunicarlos ni a decirlos. ¿Recuerda mi frase o estribillo de todos mis diarios: «Entrar en el silencio»?
He trabajado duramente en la oficina todos estos meses. Es testigo mi corazón debilitado y mi fatiga perpetua. Hasta creí morir. Te consumes. Piense en mí y en mi vida desordenada y cómo se la concilia con el despertador a las 7 hs. Y ocho horas de trabajo ininterrumpido en una piecita sombría.
Mis padres comprendieron mi deseo de quedarme. Recibí una dulce carta de mi madre en la que sentí aprobación (casi orgullo) por mi decisión de quedarme «estudiando» y trabajando sin su ayuda.
Desde hoy trabajo medio día. Como precisaban una empleada en otra sección —la de Iglesias, secretario de Cuadernos— me la ofrecieron y la acepté. Medio día y medio sueldo. No sé cómo viviré pues sólo en el hotel gastaré casi las ¾ partes de lo que gano. No obstante, conozco tanta gente que viviría bien con esa misma suma. Y yo, en verdad, no puedo vivir con ninguna. Pues cuanto tengo lo gasto y siempre tengo, no sé por qué.
Lo que me pone dichosa es tener tiempo libre: la noche, la mañana. Sobre todo en la noche, cuando escribo o leo o dibujo y soy humildemente feliz y me contento conmigo y con todo. Ahora que no me torturará el despertador creo que podré escribir y leer mucho más. No espero mucho. En verdad estoy desesperada. Pero hay un juego a muerte. Tengo que hacer poemas bellos y tengo que poblar de voces mi silencio. Por eso me dolía donar mi día a la oficina (si bien en un sentido es una derrota este cambio pues, aplicando un realismo despiadado: ¿qué hice cuando tenía tiempo?). Pero me he dado cuenta de algunas cosas. Pero también tengo temor de no trabajar todo el día, de no dolerme horriblemente el cuerpo, de no desvanecerme casi en tareas cuyo fin es «ganarse la vida». Es como si todo debiera ganarlo en contiendas espantosas. Quiero decir, es como un temor de que todo me vaya mal, ahora, cuando trabajo suavemente 4 hs, y vuelvo descansada y no me muero de fatiga. Además, trabajando todo el día me olvidaba de mí, de mi «yo» que tanto me hastía, que tanto me llora.
Pero más miedo aún de no poder estudiar y escribir. Qué esperanza absurda hay en mí. Qué optimismo feroz. Escribir sobre qué. Escribir qué.
Y además, además no hay nada. Veo a la gente de siempre: Paz, Eichelbaum, algunos jóvenes pintores, y una psicoanalista: Marianne Strauss, que trata de enseñarme (con escaso provecho) a relajarme. Esto último me ha llevado a pensar en el psicoanálisis, en la posibilidad o imposibilidad de que un ser ayude a otro. Yo creo que hay algo muy complejo y difícil y terrible en la gente como yo: los que no quieren curarse y demandan ayuda: ayúdame pues no quiero que me ayuden. Actualmente todo me es difícil e inextricable. Siento que me transportaron de la selva a la ciudad. De los dioses implacables (pero dioses al fin pues yo los hacía) a los hombres, los prójimos, los de aquí. Resultado: ni sueño ni realidad. Releo lo escrito y lo envío antes de romperlo. Hasta la suya con un abrazo para los tres,
Alejandra

jueves, 28 de julio de 2016

Premio Editorial Costa Rica.

El Premio Editorial Costa Rica es otorgado, por la Editorial del mismo nombre, en un género literario diferente (alternado) entre varias obras que sean sometidas a concurso.

El Premio era otorgado anualmente hasta el año 2007, cuando la Editorial decidió que este se realizaría cada dos años.
Fuente: Premio Editorial Costa RicaDe Wikipedia, la enciclopedia libre
GANADORES PREMIO EDITORIAL COSTA RICA

Año Título Autor Género
1972 Murámos Federico Joaquín Gutiérrez Novela
1973 Hoy es un largo día Carmen Naranjo Novela
1974 Un modelo para Rosaura Samuel Rovinski Arte
1975 Los pasos terrestres Julieta Dobles Poesía
1976 Los vencidos Gerardo Cesar Hurtado Novela
1977 Evolución de la poesía costarricense Alberto Baeza Flores Literaria
1978 Final de calle Quince Duncan Novela
1979 Los Tinoco Eduardo Oconitrillo Ensayo
1980 Desierto -- --
1981 El séptimo cielo Daniel Gallegos Teatro
1982 Desierto -- --
1983 Desierto -- --
1984 El movimiento Artesano-obrero-urbano en C.R 1880–1914 Mario Oliva Medina Ensayo
1985 Desierto -- --
1986 Julio Acosta, hombre de providencia Eduardo Oconitrillo Ensayo
1987 Desierto -- --
1988 El atardecer de los niños Uriel Quesada Cuento
1989 Desierto -- --
1990 Al final de la memoria Milton Zarate Poesía
1991 Desierto -- --
1992 Desierto -- --
1993 Desierto -- --
1994 Desierto -- --
1995 Para que cicatrices las heridas del insomnio Ronald Villar Poesía
Ahora juega usted señor Capablanca Mario Zaldívar Novela
El último baluarte del imperio Margarita Rojas G. Ensayo
1996 El pavo real y la mariposa Alfonso Chase Novela
Mujeres, sombras y coloquios de uno Eduardo Vargas Ugalde Cuento
1997 Cruces y soles Melania Nuñez Vargas Poesía
1998 Animales de la noche Ernesto Rivera Cuento
1999 Las cenizas del sentido Jorge Ramírez Caro Ensayo
2000 Pablo José Roxana Campos Teatro
2001 Desierto -- Cuento
2002 Urbanos Sergio Muñoz Cuento
2003 Abrir las puertas del mar Mauricio Molina Poesía
2004 Cuaderno de rencores Albán Mora Vargas Novela
2005 Del cielo a la tierra Ana Lucía Fonseca Ensayo
2006 Génesis Samuel Rovinsky Teatro
2007 Archipiélago Heriberto Rodríguez Novela
2009 El laberinto del verdugo Jorge Méndez Limbrick. Novela
2011 Los Herederos Sergio Muñoz Cuento
2013 El diminuto corazón de la Iguana Cyrus Shanavaz Piedra Novela
2015 Tango, arrabal y modernidad en Costa Rica Mijail Mondol López Ensayo


CORRER EL TUPIDO VELO. Páginas: 103, 104. Pilar Donoso.


CORRER EL TUPIDO VELO. Páginas: 103, 104. Pilar Donoso.
Editorial Alfaguara. 2010. España.
“Son solo cuatro los nombres que, si los definimos componen para el público el “gratis” del Boom, la elite, los “capos de la mafia”. Estos eran y siguen los más exageradamente alabados y los más exageradamente criticados: Julio Cortázar,  Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa... Mi padre se sintió integrante de este Boom  por converger en un mismo momento y en un mismo lugar con este grupo , pero intuyó que en el fondo nunca fue parte importante del movimiento, al igual  que en otros momentos de su vida, sintió su incapacidad de ser parte de un grupo o de un partido político. Sus libros nunca tuvieron el éxito comercial alcanzado por los de sus pares, si bien su calidad literaria nunca ha estado en duda”.

Pirandello Luigi. Cuentos.


ELEMENTOS PARA UNA CARTOGRAFÍA DE CUENTOS PARA UN AÑO
Coordenadas biográficas
Luigi Pirandello nació en Sicilia, en la actual Agrigento, el 28 de junio de 1867. Como él mismo escribió: «Soy hijo del Caos; y no alegóricamente, sino de verdad, porque nací en un campo nuestro que se encuentra cerca de un intricado bosque denominado, en forma dialectal, Càvusu», que es «la corrupción dialectal del genuino y antiguo término griego Xaos». El paisaje y las tradiciones sicilianas, la pasión por los clásicos, los estudios en la Universidad de Bonn —donde se licenció en Filología Románica con una tesis sobre el dialecto de su tierra natal—, la experiencia en Roma como profesor en el Istituto Superiore di Magistero y la enfermedad psíquica de su esposa Antonietta confluyeron en la actividad del polifacético autor: poeta, ensayista, novelista, dramaturgo, director y crítico.
Luigi anidaba su destino ya en el apellido: Pirandello se compone, de hecho, por el sustantivo griego πυρ/pur, «fuego», y άγγελος/angelos, «mensajero», es decir: mensajero del fuego. Las obras pirandellianas abrasan las ilusorias certezas de lo que entendemos por mundo interior.
Para Pirandello la única y segura forma de expresión siempre fue la escritura: colaboraciones en revistas, poemas, relatos breves, novelas, ensayos y obras de teatro brotan de la mente y la fantasía del atormentado escritor. Con la puesta en escena de sus obras, Pirandello se consagra como un autor dramático de referencia para toda una época. Su fama supera los confines nacionales: los teatros parisinos, alemanes, ingleses y americanos acogen entusiasmados sus piezas. Sin pausa se dedica a la actividad literaria, a lo largo de su vida publica cinco recopilaciones de poemas, siete novelas, alrededor de doscientos cuarenta cuentos breves y más de cuarenta obras de teatro.
El amor por el teatro lo animó a fundar en 1925 la Compagnia del Teatro d’Arte di Roma, que dirigió hasta 1928, con energía y pasión, educando la vitalidad y la expresividad de los actores. Mientras en Italia se imponía el régimen fascista, Pirandello confirmó su adhesión al partido, que adquiría para él el sentido de una verificación trágica y final del fracaso del estado liberal. El 9 de noviembre de 1934 le comunicaron la concesión del Premio Nobel. Según relata Gaspare Giudice, primer biógrafo de Pirandello: «Los periodistas y los fotógrafos invaden el estudio del escritor» y «como los fotógrafos y los camarógrafos le piden que pose, Pirandello se sienta a su mesa y teclea en su máquina de escribir, repetidamente, en una hoja, la palabra “payasadas”».
Dos años después, en 1936, una pulmonía lo condujo a la muerte. Había dispuesto como última voluntad que su muerte pasara en silencio, que su cuerpo desnudo fuera incinerado y sus cenizas esparcidas «porque nada, ni siquiera cenizas, quisiera que quedara de mí». Porque ya lo había dado todo, con su arte, con su vida en el arte.

  Coordenadas histórico-culturales
El contexto histórico sitúa a Pirandello en un momento fundamental de transformaciones sociales y políticas, artísticas y literarias, ideológicas y estéticas. El desarrollo de la psicología y el psicoanálisis, la teoría de la relatividad, los totalitarismos o los avances científicos determinan la pérdida de seguridad y confianza en sí mismo por parte del ser humano. Asustado, el hombre descubre la falta de unidad en su persona. Desconocido para sí mismo, no consigue definirse. El clima general de dudas y vanas esperanzas influye claramente en la formación artística de Pirandello, quien orientaba sus lecturas mientras con su arte definía sus relaciones, de implicación y rechazo, con las propuestas europeas contemporáneas.
Pirandello, narrador, poeta, ensayista y dramaturgo, se fue dotando de un completo laboratorio que incluyó, naturalmente, lecturas de poetas italianos como Carducci y Leopardi, y también extranjeros como Heine. Más tarde leyó la literatura francesa, sobre todo Molière, Maupassant, Hugo, Huysmans, Courteline, Gide y Balzac, al lado de grandes maestros de otras tradiciones, como Gorki, Tolstói, Turgueniev o Faulkner. Cervantes y los clásicos ocuparon una posición privilegiada en la topografía de la biblioteca pirandelliana, junto a volúmenes de Alfred Binet y Gabriel Séailles. La mayoría de los textos extranjeros aparece en el idioma original, lo que explica la numerosa presencia de diccionarios en su estudio.
Constante y agudo es el interés por la filología y la patología, evidente en muchas escenas de su narrativa y de su dramaturgia. El pensamiento se desarrolla en la obra pirandelliana en sintonía con los tiempos de Lipps, Bergson, Nietzsche, Zola y Maupassant, herederos de Goethe o Schopenhauer, no necesariamente en armonía con la obra de ellos y a menudo en obvio desacuerdo. Entre las voces italianas que contribuyen a su formación crítica se encuentran Manzoni, Verga, Capuana o Marchesini. Controvertida es la definición de su relación con Freud y la teoría psicoanalítica, así como la correspondencia con otros temas, doctrinas y autores asociados o asociables a Pirandello, expresiones de los nuevos vientos que caracterizan la contemporaneidad.
La variedad de lecturas, intereses y propuestas conduce a la formulación de una estética fuertemente conectada con la experiencia humana, con la vida. Por un lado Pirandello asigna al arte la función de expresar una concepción propia y personalísima y, por el otro, de representar una realidad humana e histórica determinada.
El ambiente que forja la personalidad de Pirandello, como hombre y como artista, es un conjunto extremadamente rico de impulsos, experimentaciones y hallazgos. Las vanguardias históricas, con formas y recursos diversificados, ponen a prueba las herramientas de las artes, investigan las posibilidades de encontrar una respuesta a las preguntas sobre el mundo y la vida, buscando un lugar adecuado donde el hombre pueda hacerse y concebirse como individualidad, en una totalidad orgánica. Aunque históricamente sea posible encontrar paralelismos y convergencias con movimientos concretos, resulta interesante la propuesta del estudioso Wladimir Krysinski de considerar a Pirandello un vanguardista absoluto por la amplitud de la experimentación en su material narrativo y escénico, más allá del relativismo histórico o cultural.
No obstante, como afirma la estudiosa Graziella Corsinovi, su vínculo con el expresionismo es innegable: la persona se transforma en personaje. El rostro se altera, el gesto se exagera, mientras el aspecto general del hombre asume las características de una máscara. La fisonomía humana, deformada en los rasgos, expresa la tensión y la angustia frente a la pérdida de valor de las palabras, transformadas en grito lacerante o en risa amarga y dolida. Grito y risa, manifestaciones aparentemente opuestas, implican los mismos músculos faciales, sólo la boca asume una posición diferente: circular en el grito y horizontal en la risa. Ambas expresiones denuncian la carencia de valor del lenguaje verbal, de la palabra, sustituida con una gramática y una sintaxis del cuerpo.
El personaje se vuelve espejo de la crisis de identidad que experimenta el hombre de finales del siglo XIX y principios del XX: ya no «carácter» en su singularidad, sino «tipo» humano que intenta simbolizar una situación contradictoria y compartida. Lo grotesco, como categoría de la experiencia estética, permite identificar la contradicción entre lo trágico y lo cómico, contradicción que no impide que ambos puedan coexistir simultáneamente. Porque la vida es risa y llanto, el arte más sublime puede ser al mismo tiempo ridículo. El mensaje de las vanguardias es revolucionario en los contenidos, puesto que narra almas devastadas por el inconsciente y dibuja cuerpos lacerados, explotados, pero también en las formas. Siempre se trata de formas simbólicas, emblemas para condiciones particulares.
Por tanto, los posibles referentes de la concepción pirandelliana del personaje y de la narrativa confluyen y al mismo tiempo se mueven hacia dos direcciones: por un lado la reflexión filosófico-psicológica, y por el otro la experiencia artística y la propuesta estética contemporáneas. Todos esos estímulos penetran, en conexión profunda, en la personalidad de Pirandello y contribuyen sin duda a la determinación de la obra, no simplemente a nivel temático y semántico, sino también con respecto a los recursos formales y estéticos.

Fuente:
Título original: Novelle per un anno
Luigi Pirandello, 1922
Traducción: Marilena de Chiara
Introducción: Marilena de Chiara

miércoles, 27 de julio de 2016

Robert Musil. Cuento. A una desconocida señorita.


Robert Musil.
Cuento.
A una desconocida señorita
Mi pequeña desconocida señorita:
Como no la conozco, le escribo por el periódico. Sí, si reflexiono sobre las
circunstancias de nuestro encuentro, se me hace claro que escribo a alguien que,
simplemente, ya no existe, o, si existe, sólo de una forma sumamente vaga. Sin
embargo, aquel encuentro se realizó en circunstancias de lo más ordinarias.
Usted subía al tranvía en donde yo estaba sentado. Supongo que usted habrá
reparado en mí entre los pocos viajeros que había, pues usted ostentaba, mi muy
pequeña dama, un ser conservado de un modo poco común, que siente que
alguien la mira.
En su compañía se encontraba un señor de mi propia edad, que también me
gustó; podía ser un hermano mayor, pero, si era su padre, se mostraba, juvenil,
a su mismo nivel y no dominante, y yo quisiera sospechar que usted adulaba a
sus pensamientos de forma semejante a los míos. Calculo que usted tendría, en
aquel entonces, catorce años a lo sumo. Llevaba un vestido de terciopelo con
colores de calle, con el talle estrecho, de modo que el tejido del vestido, algo
pesado y, no obstante, plástico, simulaba por encima y por debajo la madurez de
la femenina figura, sin que el tipo perdiera con ello lo infantil. Me vino a las
mientes enseguida la expresión “mujer-niña”, nada más verla a usted. Su
vestido de terciopelo tenía en sus angostas mangas puños de piel y estaba
guarnecido abajo también con piel, formando allí un amplio volante; y
recordaba un poco un traje regional o de patinador, pero puede ser que no fuera
ni un vestido, sino un abrigo: seguro que usted lo sabrá todavía hoy día y lo
recordará con gusto, pero lo que es yo lo único que puedo hacer es aducir para
disculparme que la admiración observa siempre con mucho más exactitud que
la autodeterminación, que, ante el espejo, entra en objetividad en detalles y los
examina.
Acaso es esta disculpa falsa, pero, en todo caso, concede que mi admiración era
subjetiva y, en un sentido no totalmente irrecusable, romántica, cosa natural del
todo, pues la posibilidad de enamorarme de usted estriba precisamente en el
que yo no tratara la realidad con conciencia plena de lo que hacía, realidad que
no me lo hubiera permitido. Usemos para designarlo la buena, la vieja palabra
sueño: uno encuentra allí a una persona, reconoce quién es, y sabe que es
distinta de uno; de forma similar, en las honduras de la mina sobre la que de
ordinario nos movemos, usted siguió siendo para mi una niña y, con todo, fue
para mi una mujer a escala reducida, por espacio de diez minutos, antes de que
usted bajara y se me perdiera, sin que yo me resistiera a ello. El modo como
usted entró, se sentó y entregó el dinero al cobrador, un poco negligentemente
(pues lo hizo usted, y no su acompañante), no tenía ni sombra de aquella
afectación con que lo hace una niña; y los rasgos de su rostro, que me parece
estar viendo, con su ojo oscuro, las fuertes cejas, los labios llenos y la nariz un
poco respingona, es verdad que se adelantaban a sus años, pero, no obstante, no
configuraban algo así como el rostro reducido de una mujer adulta. Se me
ocurre que el aspecto de usted tampoco puede ser comparado en absoluto con
un “capullo”, pues su forma es juvenil, es verdad, pero dura y decidida, mientras
que el encanto amoroso de lo infantil de usted se asemeja más bien a una flor
sin raíces, es más, sin tallo.
Propiamente no tengo más que decir. Y no tengo que derivar de esto ni una
moralidad ni una inmoralidad: nuestro encuentro estaba, evidentemente, entre
estas dos posibilidades, y además han pasado ya desde entonces más de diez
años sin consecuencias. De vez en cuando, usted me hace recordar que hay toda
clase de historias de mujeres que procedían misteriosamente de las ramas de un
árbol, de manantiales o retortas, que no eran mujeres del todo y que con ese nodel-
todo estimularon a los hombres a que inventaran leyendas. Es,
manifiestamente, una fantasía que, por muchas razones, le llega al varón al
corazón. Y, por otra parte, me pregunto qué es lo que usted puede aún saber de
aquella pequeña muchacha que no quería esperar a convertirse en usted, y que,
seguramente, ahora está un poco decepcionada de ello.

***

Robert Musil
(Klagenfurt, 1880 - Ginebra, 1942) Escritor austriaco. Es, junto con Thomas Mann y con Franz Kafka, uno de los más importantes novelistas en lengua alemana del siglo XX, y también, durante muchos años, fue uno de los menos conocidos. Pertenecía a una distinguida familia de la alta burguesía, de la que habían salido eruditos, funcionarios y militares. Hijo único, e inclinado por su padre (profesor de Mecánica aplicada en el Politécnico de Klagenfurt, consejero áulico y honrado con título nobiliario) a la carrera militar en la Academia de Mährisch-Weisskirchen, pronto se reveló en Musil una fuerte vocación científica.
obert Musil
Habiendo abandonado por ello la Academia, Robert Musil se matriculó en la Escuela Técnica Superior, donde estudió ingeniería mecánica, y fue durante algunos años ayudante de mecánica en el Politécnico de Stuttgart, donde elaboró el famoso "giroscopio de Musil"; en 1903 se trasladó a Berlín para estudiar filosofía y psicología aplicada en la escuela de Carl Stumpf. Este vagabundeo intelectual y profesional fue un rasgo característico de Musil.
Oficial durante la Primera Guerra Mundial, en la que llegó al grado de coronel, fue redactor, en la posguerra, de la Neue Rundschau y adscrito a trabajos de redacción en el Ministerio de Asuntos Exteriores austríaco. Nietzscheano de orientación, embebido de ciencia y de técnica, pero insatisfecho de una y de otra (es también característica su intolerancia de la poesía y de la música), Musil quiso realizar un lúcido y severo diagnóstico de sí mismo, de su época y del hombre en general; sus naturales y sólidas dotes artísticas le salvaron, por otra parte, de la aridez de la teoría pura y de la fragmentación ensayística. "Crónica" y "análisis" fueron sus palabras programáticas.
Su primera novela, Los extravíos del alumno Törless (Die Verwirrungen des Zöglings Törless, 1906), que le hizo súbitamente célebre en los países de habla alemana, constituye un claro y despiadado análisis de la miseria moral y sentimental de una juventud para la que la educación cristiana no representa ya un fondeadero seguro o un sólido punto de apoyo.
Los cinco cuentos, los únicos escritos por Robert Musil y reunidos en los dos volúmenes Las uniones (Die Vereinigungen, 1911) y Tres mujeres (Drei Frauen, 1924), extienden la investigación al mundo de los adultos y a la vida conyugal. El minucioso análisis de los sentimientos para llegar a un nuevo y puro "orden de sentimientos" (expresión cara al escritor) constituye una fórmula afín, desde muchos puntos de vista, a la del primer expresionismo alemán (Gerhart Hauptmann, Frank Wedekind, Heinrich Mann, Alfred Döblin, etc.), aunque Musil, espíritu profundamente conservador, se mantuviera alejado del expresionismo y de cualquier otra "tendencia a la moda".
Un decisivo cambio en la biografía espiritual de Musil vino marcado por la Primera Guerra Mundial, después de la cual aparece, de una manera cada vez más apremiante e insistente, el elemento político junto al ético-psicológico, como se desprende de la serie de Ensayos y Diarios escritos en la posguerra, e incluidos en la edición completa de sus obras publicada en 1955.
Entre 1920 y 1924, Musil compuso dos dramas: Los fanáticos (Die Schwärmer, 1920) y, de menos alcance, Vicente o la amiga de hombres importantes (Vinzenz oder die Freundin bedeutender Männer, 1924). El problema conyugal tratado en una de las primeras novelas cortas se transforma en Los fanáticos; en términos que recuerdan a Luigi Pirandello y, bastante más, a Kafka, Los fanáticos trata de un modo intensamente representativo la falta general de discernimiento: la desconcertante y rápida quiebra de un matrimonio sugiere la inminente amenaza de fuerzas inhumanas y destructoras.
Sin embargo, Musil no figuraría quizá en la literatura mundial si no hubiera dejado la novela El hombre sin atributos (Der Mann ohne Eigen schaften), a cuya composición dedicó largos años, sin que le disuadieran de ello graves incidentes personales: su expulsión de Alemania en 1933, a raíz de la subida de Hitler al poder, y de Austria en 1938, y la amarga miseria de su asilo en Suiza.
El hilo argumental de El hombre sin atributos es muy simple: en 1913, un año antes de la Gran Guerra, empieza la preparación del septuagésimo jubileo por la coronación del emperador Francisco José, que ha de celebrarse en 1918. El narrador lo explica desde el punto de vista de quien sabe que la pretendida celebración del imperio acabará en necrológica. La disolución del marco político colectivo es anticipada por la decisión del protagonista, Ulrich, de disolver su propio yo: puesto que no sabe qué hacer con sus talentos de hombre moderno, Ulrich (trasunto del autor) prefiere parecer muchas cosas a definir su propio ser. En este panorama del ocaso del mundo y del sujeto se intercalan multitud de episodios, observaciones y argumentos paralelos que quedan reflejados en la conciencia del protagonista. El único refugio que encontrará éste será el amor transgresor por su hermana.
La obra, de casi dos mil páginas, quedó incompleta en su parte final, y sus episodios, ambientados en la Viena de los años 1913-14, constituyen una amplia y minuciosa descripción de las condiciones internas y externas de un estado en vías de derrumbarse. Pero su verdadera finalidad es la búsqueda de los motivos por los cuales se llegó a la guerra y a las subsiguientes y angustiosas tensiones del mundo actual. La causa principal es, para Musil, la "bancarrota de las ideas" en una Europa que acaba destrozándose voluntariamente a sí misma: según el autor, el único y eficaz remedio sería una "libre economía de las ideas", así como la renuncia a todo dogmatismo ideológico.
Fuente:
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/musil.htm

lunes, 25 de julio de 2016

Robert Musil Sobre la estupidez.


Los sabios normalmente prefieren hablar sobre la sabiduría en lugar de sobre la estupidez. En consecuencia, cuando el `discípulo de Hegel y profesor en la Universidad de Halle` Joh. Ed. Erdmann anuncia en 1866 su tema, éste es recibido con carcajadas. ¿Por qué? Una de las razones, tal como el propio Erdmann reconoce, podría ser que el tema de la estupidez nos recuerda nuestros propios defectos. Volvernos `sensatos` es un largo proceso: en la estupidez percibimos un poco `los sonidos de la antigua patria, que nos agradan como el dialecto patrio largamente no escuchado`. De esta manera, nos reímos con cierta melancolía: así hemos sido también nosotros mismos, o `esto pudo habernos pasado de niños`. Y al mismo tiempo encontramos placer en las estupideces, porque ellas son la prueba directa de que hemos abandonado ese estadio.Pero la estupidez también puede enfadarnos. Al ser precisamente la expresión de la ignorancia y la inmadurez, despierta impaciencia en aquellos que tienen una completa y libre disposición sobre su capacidad de juicio.No puede ser casualidad que toda la gran literatura haya sentido siempre una fascinación especial por lo grotesco, lo idiota o lo estúpido en el sentido más extremo de la palabra. Cervantes, Hölderlin, Falubert, Thomas Mann, Proust. ¿Por qué? ¿Por qué fascina la estupidez? Quizás sea porque ella es más que una simple etapa en el desarrollo del pensamiento, y lo amenaza siempre desde dentro.
Fuente:
N.N.
(Fragmento).
Robert Musil
Señoras y Señores, quien hoy en día tenga la audacia de hablar de la estupidez corre graves riesgos: puede interpretarse como arrogancia o, incluso, como intento de perturbar el desarrollo de nuestra época. Por mi parte, hace ya varios años escribí: «Si la estupidez no se asemejase perfectamente al progreso, al talento, a la esperanza, o al mejoramiento, nadie querría ser estúpido». Esto ocurría en 1931 y nadie osará poner en duda que, incluso después, ¡el mundo ha visto todavía más progresos y mejoras! De manera que se hace cada vez más urgente e inaplazable dar una respuesta a la pregunta: ¿Qué es realmente la estupidez?
No quisiera omitir que en mi calidad de poeta conozco la estupidez desde hace mucho tiempo, ¡podría incluso decir que quizás he tenido con ella relaciones profesionales! En el mundo de las letras, apenas abrimos los ojos, nos vemos enfrentados a una resistencia, a una oposición difícil de describir, que parece capaz de presentarse de cualquier forma: ya sea personal, como la respetable de un profesor de literatura que, acostumbrado a mirar desde distancias incontrolables, se equivoca desastrosamente con respecto a la época contemporánea; ya sea en formas genéricas, omnipresentes, como la transformación del juicio crítico mediante el juicio comercial, desde que Dios, con su bondad difícilmente comprensible para nosotros, concedió la lengua humana incluso a los creadores de películas habladas.
He descrito ya en diferentes ocasiones otros fenómenos de este tipo, pero no es necesario que me repita o que lo complete (y, por lo que parece, sería incluso imposible frente a la tendencia colosal que todas las cosas presentan en la actualidad): basta con concretar, como resultado cierto, que la escasa sensibilidad artística de un pueblo no se revela solamente cuando las cosas salen mal y de forma violenta, sino también cuando salen bien y de todas las
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formas, por lo que existe solamente una diferencia gradual entre prohibiciones y opresiones, por un lado, y laureadas ad honorem, destinadas a ocupar cátedras universitarias y a figurar en las distribuciones de premios, por otro.
Siempre he sospechado que esa resistencia con formas tan diferentes, en relación con el arte y la espiritualidad más elevada, por parte de un pueblo que se vanagloria de su amor por el arte, no es sino estupidez –¿quizás una forma particular, una estupidez artística especial y, quizás incluso, sentimental?– que en cualquier caso se exterioriza en este sentido: al que se le llama un «bello espíritu» sería al mismo tiempo un bello estúpido; y todavía hoy no veo muchos motivos para abandonar esta convicción. Naturalmente, no se puede culpar a todo lo que afea algo tan totalmente humano como el arte; una parte hay que atribuirla a las diferentes formas de falta de carácter, como han mostrado las experiencias de los últimos años. Pero no se debería objetar que la estupidez no interviene para nada en este caso, porque se refiere a la razón y no a los sentimientos, mientras que el arte depende de estos últimos. Sería un error. Por último, el goce estético es juicio y sentimiento. Y os pido permiso no sólo para añadir a esta gran fórmula, que he tomado prestada a Kant, la precisión de que Kant habla de una facultad de juicio estético y de un juicio de gusto, sino también para repetir a continuación las antinomias a que ello conduce: tesis: el juicio de gusto no se basa en conceptos, porque, si no, se podría discutirlo (decidir por medio de la demostración); antítesis: se basa en los conceptos, porque, si no, ni siquiera se podría discutirlo (buscar un acuerdo ).
Y en este punto quisiera hacer la pregunta de si un juicio de este tipo, con la misma antinomia, no es la base de la política y de la confusión de la vida en general. Y ¿no es de esperar que, en una casa donde habitan el juicio y la
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razón, se presenten también sus hermanas y hermanitas, las diferentes formas de la estupidez? Sirva esto para indicar su importancia. Erasmo de Rotterdam escribió en su delicioso, y todavía hoy insólito, Elogio de la locura, que, sin cierto grado de estupidez, el hombre no llegaría ni siquiera a nacer.
Una prueba del dominio vergonzoso y aplastante que la estupidez ejerce sobre nosotros muchos la dan al mostrarse, amigable y conspirativamente sorprendidos, cuando se enteran de que alguien, en quien tenían puesta su confianza, tiene intención de evocar el nombre de ese monstruo. No sólo he tenido esa experiencia, sino que además he podido comprobar muy pronto su validez histórica, cuando, durante mi investigación sobre los predecesores en la tradición de la estupidez –he descubierto una cantidad increíblemente pequeña de ellos; pero ¡los sabios prefieren evidentemente escribir sobre la sabiduría!–, recibí de un docto amigo el ejemplar impreso de una conferencia dada en el año 1866 por Eduard Erdmann, discípulo de Hegel y profesor en la universidad de Halle. Dicha conferencia, titulada Sobre la estupidez, comienza revelando en seguida que su anuncio fue acogido con carcajadas; y, cuando veo que esto puede ocurrirle incluso a un hegeliano, me convenzo todavía más de que tal comportamiento de los hombres hacia quien pretende hablar de la estupidez tiene una motivación especial y me encuentro presa de gran inseguridad, convencido como estoy de haber desafiado una fuerza psicológica poderosa y profundamente contradictoria.
Por eso, prefiero confesar inmediatamente la debilidad en que me encuentro con respecto a ella: no sé lo qué es. No he descubierto ninguna teoría de la estupidez con cuya ayuda se pretendiera salvar el mundo: al contrario, no he encontrado en el ámbito de las preocupaciones científicas
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ni siquiera una investigación dedicada a ella, y tampoco coincidencia de opiniones con respecto a su definición, que resultase del tratamiento de temas análogos. Quizá sea debido a mi ignorancia, pero es más probable que la pregunta: ¿qué es la estupidez?, no corresponda a los usos del pensamiento actual, como tampoco corresponden preguntas sobre la esencia de la bondad, belleza o electricidad. Esto, a pesar del deseo de delimitar dicho concepto y de responder con la máxima sobriedad posible a tal pregunta preliminar a toda la vida, es bastante atrayente; así que un buen día quedé presa de la pregunta, sobre qué es «realmente» la estupidez, y no en el sentido en que todos la entienden, cosa que habría estado más en consonancia con mi competencia y capacidad de escritor. Y, como no quería salir del paso con medios poéticos, ni estaba en condiciones de hacerlo de forma científica, he intentado el camino más sencillo, como se hace espontáneamente en estos casos, examinando el uso de la palabra «estúpido» y de su familia, buscando los ejemplos más frecuentes, e intentando fusionar un poco lo que iba escribiendo.
Por desgracia, un procedimiento de este tipo presenta el riesgo de ser como una caza de mariposas: durante un tiempo seguimos lo que creemos estar observando, sin perderlo de vista, pero, como por otras partes, por idénticos caminos en zigzag, se acercan otras mariposas, casi idénticas, pronto no sabemos bien si estamos todavía siguiendo la del principio. Y, así también, los ejemplos de la familia de la estupidez no siempre permiten distinguir si existe verdaderamente entre ellos un lazo originario o si atraen sólo, exterior e improvisadamente, la atención de uno a otro, y no será nada fácil recogerlos todos en un haz que pertenezca verdaderamente a un estúpido.
En tales condiciones, es casi indiferente cómo se comience. Hagámoslo, pues, de cualquier manera: lo mejor
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es empezar inmediatamente con la dificultad inicial que consiste en el hecho de que quien quiera hablar de la estupidez, o asistir con provecho a una disertación sobre ella, debe presuponer que él mismo no es un estúpido; y, por eso, alardea de ser inteligente, ¡aunque eso se considere generalmente como señal de estupidez! Si profundizamos la cuestión, como los estúpidos han alardeado de ser inteligentes, surge inmediatamente una respuesta, que parece cubierta por el polvo de los más antiguos predecesores, que sostiene que es más prudente no mostrarse inteligente. Es probable que esa prudencia profundamente pesimista, ni siquiera hoy más comprensible a primera vista, provenga todavía de condiciones en que para el más débil era realmente más prudente no pasar por sabio: ¡la sabiduría habría podido amenazar la vida de los más fuertes!
En cambio, la estupidez elimina cualquier sospecha: «desarma», como se dice todavía hoy. Y huellas de esa astucia, de esa estupidez astuta, las encontramos todavía en el hecho de que las fuerzas están tan desigualmente distribuidas que el más débil busca su salvación en fingirse más estúpido de lo que es; se encuentran, por ejemplo, en la proverbial astucia cotidiana, también en las relaciones entre la servidumbre y los propietarios del lenguaje culto, en la relación del soldado con el superior, del escolar con el maestro y del niño con los padres. Quien está en el poder se irrita menos cuando los débiles no pueden que cuando no quieren. La estupidez lo reduce directamente a la «desesperación», es decir, ¡inconfundiblemente a un estado de debilidad!
¡Con esto coincide perfectamente el hecho de que la inteligencia le hace montar en cólera fácilmente! Es cierto que se la aprecia en el ser servil, pero sólo cuando va unida a la sumisión más incondicional. En el momento en que le falta ese certificado de buena conducta y aparece la duda
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sobre si será ventajosa para el señor, se la llama no tanto inteligencia cuanto impertinencia, insolencia o perfidia: y muchas veces de ello se deriva una situación que parece, por lo menos, manchar el honor y la autoridad del poderoso, aun cuando no lo amenace en su seguridad.
En el campo de la educación, a un alumno bien dotado y rebelde se le trata con mayor dureza que a uno recalcitrante por obtuso mental. En el de la moral, ha producido la concepción de que la voluntad de un hombre es tanto más malvada cuanto más valiosa sea su inteligencia. Ni siquiera la inteligencia ha quedado inmune de ese prejuicio personal y juzga con especial reprobación la ejecución inteligente de un crimen como «refinada» y «carente de sensibilidad». Y en el de la política, cualquiera podrá procurarse ejemplos donde le parezca.
Pero también la estupidez –se podría objetar– puede ser irritante y no es cierto que calme los nervios en todos los casos. En pocas palabras, generalmente provoca impaciencia, pero en casos excepcionales provoca incluso crueldad; y las repugnantes aberraciones de esa morbosa crueldad, que comúnmente suele llamarse sadismo, nos muestran muchas veces seres estúpidos en el papel de víctima. Ello se debe al hecho de que éstos caen presa de los crueles con más facilidad que los demás; pero también parece estar en relación con el hecho de que su evidente falta de resistencia excita ferozmente la imaginación, como el olor de sangre excita el placer de la caza, y la atrae a un desierto en que la crueldad va «demasiado lejos», casi sólo porque no encuentra ninguna barrera, ningún obstáculo por ningún lado. Esto constituye un rasgo de sufrimiento en quien infringe sufrimiento, una debilidad inmersa en su brutalidad; y, aunque la privilegiada indignación de la compasión ofendida sólo raras veces permita observarlo,
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no obstante, tanto en el caso del amor, como en el de la crueldad, se requieren dos que congenien mutuamente.
El estudio de este problema sería importante en una humanidad como la nuestra, tan atormentada por su «vil crueldad hacia los débiles» (y ésta es, me parece, la formulación más corriente para describir el sadismo); pero, considerando la relación seguida en su línea esencial y después de una rápida revisión de los primeros ejemplos, incluso lo que de ello se ha dicho debe figurar como divagación y, en conjunto, puede sacarse algo más: que puede ser estúpido vanagloriarse de la propia inteligencia, pero que no siempre es inteligente ganarse fama de estúpido. Aquí es imposible generalizar; o, en todo caso, la única generalización admisible debería ser la de que la cosa más sensata en este mundo es la de ¡hacerse notar lo menos posible! Y, de hecho, ya se ha trazado varias veces esa línea de conclusión, esencial en toda sensatez. No obstante, muchas veces se hace un uso sólo parcial, o simbólico y representativo, de esa conclusión misantrópica, y entonces ello nos conduce a contemplar el ámbito de las reglas de modestia y de reglas todavía más amplias, sin que haya que abandonar del todo el campo de la sensatez y de la estupidez.
Sea por miedo a parecer estúpido, o por miedo a ofender las buenas costumbres, muchos hombres se consideran inteligentes, es cierto, pero no lo dicen. Y, cuando se ven obligados a hablar de ello, lo circunscriben con una perífrasis y dicen por ejemplo: «No soy más estúpido que otros». Todavía más corriente es introducir en el discurso, con el tono más distanciado y sobrio posible, la consideración: «Puedo decir que poseo una inteligencia normal”. Y quizá la convicción sobre la propia inteligencia hace su aparición, en la forma coloquial: «¡No dejo que me tomen por estúpido!». Tanto más digno de observarse es el hecho de que no sólo el individuo en sus pensamientos se consiwww.
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dera en secreto como particularmente inteligente y bien dotado, sino que también el hombre que actúa en la historia dice y manda decir, apenas obtiene el poder, que es infinitamente prudente, iluminado, noble, eminente, generoso, elegido por Dios y predestinado por la historia. Incluso lo dice de buena gana a propósito de otro, en caso de que se sienta iluminado por su reflejo. En los títulos y apelativos como majestad, eminencia, excelencia, magnificencia, señoría, todo esto se ha conservado en un estado de fosilización y ya no está reavivado por una conciencia precisa: pero se revela de nuevo e inmediatamente, con toda su vitalidad, cuando el hombre de hoy habla como masa. En particular, existe una condición media del espíritu y del alma, que carece de pudor en su presunción, tan pronto se presenta bajo la protección de un partido o nación o corriente artística y que, en lugar de «yo», permite decir «nosotros».
Con una reserva perfectamente comprensible y trivial, esa presunción puede llamarse también vanidad, y en verdad el alma de muchos pueblos y estados aparece dominada por sentimientos entre los que la vanidad ocupa de forma innegable un puesto preeminente; y, por otra parte, entre la vanidad y la estupidez siempre ha habido una relación, que quizá pueda proporcionarnos una indicación útil. Un hombre aparece como vanidoso por el hecho de que le falta la inteligencia de ocultarlo; pero en realidad no hay ni siquiera necesidad de ello, porque el parentesco entre estupidez y vanidad es directo. Un hombre vanidoso produce la impresión de hacer menos de lo que sería capaz de hacer; es como una máquina que pierde vapor. El viejo dicho «estupidez y orgullo crecen bajo el mismo árbol» significa precisamente esto, como también la expresión de que la vanidad es «ciega». Lo que relacionamos con el concepto de vanidad es el esperar una prestación insuficiente, ya que la palabra “vano» quiere decir en su significado priwww.
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mero casi lo mismo que “inútil». Y esa reducción de la prestación se la espera incluso donde se da en realidad: no por casualidad van unidos entre sí la vanidad y el talento, pero entonces recibimos la impresión de que se habría podido hacer todavía más, si el vanidoso no obstaculizase su propia actividad. Esa tenaz idea de una prestación reducida resulta ser también la idea más general que tenemos de la estupidez.
Sin embargo, se procura, como es sabido, evitar el comportamiento vanidoso, no porque pueda ser estúpido, sino esencialmente también en este caso, porque es una perturbación del buen comportamiento: «quien se alaba se ensucia», dice un viejo proverbio, y significa que la jactancia, el hablar mucho de sí mismo y alabarse, se considera no sólo imprudente, sino también indecente. Si no me equivoco, las leyes del buen comportamiento que no se ven afectadas forman parte de los multiformes mandatos de reserva y distanciamiento destinados a no provocar conflictos con la presunción, presuponiendo siempre que no es menor en el prójimo que en nosotros mismos. Dichos mandatos de distanciamiento prohíben incluso el uso de palabras sinceras, regulan las formas del saludo y de la alocución, no permiten que se nos contradiga sin excusarse o que una carta comience con la palabra «yo», en resumen, exigen la observación de determinadas reglas con el fin de que no nos «acerquemos demasiado» unos a otros. Su misión consiste en allanar y nivelar las relaciones mutuas, en facilitar el amor propio y el amor al prójimo y en conservar, por decirlo así, una temperatura media en el intercambio de relaciones humanas; y esas prescripciones las encontramos en cualquier sociedad, en las primitivas todavía más que en las de alto nivel de civilización, e, incluso, la de los animales, aunque carente de palabras, las conoce, como se desprende fácilmente de muchas de sus ceremonias. No obstante, forma parte de dichos mandatos
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de distanciamiento no sólo el no alabarse a sí mismo, sino también el alabar a los demás con demasiada intromisión. Decirle en la cara a alguien que es un santo o un genio sería tan monstruoso como decirlo de nosotros mismos; y ensuciarse el rostro y arrancarse los cabellos no sería, para la sensibilidad actual, realmente mejor que insultar al prójimo. Nos contentamos con hacer la observación de que no somos más estúpidos o peores que otros, como ya hemos dicho.
Lo que en una situación de orden se desecha son las formulaciones excesivas e incontroladas. Y, de la misma forma que antes hablábamos de la vanidad, por la que pueblos y partidos se creen superiores a los demás en inspiración, hemos de añadir aquí que la mayoría vitalista –como el individuo megalómano en sus alucinaciones– no sólo cree detentar el monopolio de la sabiduría, sino también el de la virtud, y se considera valiente, noble, invencible, pía y buena; y que, entre los hombres, existe una propensión en particular, la de permitirse, cuando se presentan en masas, todo lo que les está prohibido como individuos. Esos privilegios de un «Nosotros», vuelto grande, producen hoy en día la impresión de que la civilización y la sumisión del individuo, cada vez más creciente, quedan compensadas por el embrutecimiento, que aumenta en la misma proporción, de las naciones, los estados y los grupos ideológicos; y, evidentemente, en esto se revela una perturbación emotiva, una perturbación del equilibrio emotivo, que en el fondo precede al contraste entre yo y nosotros, así como a cualquier forma de valoración moral. Pero –deberíamos preguntarnos–, ¿se trata todavía de estupidez en ese caso? ¿Tiene todavía algo que ver eso con la estupidez?
¡Egregios oyentes! ¡Nadie lo pone en duda! Pero, permitidme, antes de responder, recuperar el aliento con un
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ejemplo no carente de cierta sensibilidad. Todos nosotros, aunque especialmente nosotros los hombres y, en particular, todos los escritores famosos, conocemos a esa dama que quisiera confiarnos a toda costa la novela de su vida y cuya alma, al parecer, siempre se ha encontrado en condiciones interesantes, sin que nunca haya alcanzado ningún éxito, que espera solamente de nosotros. ¿Es estúpida esa dama? Algo procedente del borbotón de las impresiones nos susurra: ¡sí, lo es! Pero la cortesía, y también la justicia, nos obligan a admitir que no lo es completamente, y no siempre. Habla mucho de sí misma, y en general habla mucho. Lanza juicios con mucha decisión y a propósito de cualquier cosa. Es vanidosa e indiscreta. Nos alecciona con frecuencia. Generalmente su vida sentimental no está en su sitio y, en general, su vida es un poco desgraciada. Pero, ¿acaso no existen también otros tipos de personas a quienes se podría aplicar todo esto o, por lo menos, en gran parte? Hablar mucho de sí mismo, por ejemplo, es también un vicio de los egoístas, de los inquietos e incluso de cierto tipo de melancólicos. Y el mismo comportamiento en general se puede atribuir, en especial, a los jóvenes, de cuyos fenómenos de crecimiento forma parte el hablar mucho de sí mismos, ser vanidosos, sabihondos, y un poco fuera de lugar en la vida, mostrar, en suma, esas desviaciones de la inteligencia y del decoro, sin que por ello sean estúpidos o más estúpidos de lo normal, debido al hecho de que todavía no han llegado a ser inteligentes.

Fuente:

Robert Musil
Sobre la estupidez
Sobre la estupidez
Información técnica
Revisión de textos y asesoría editorial: Gonzalo Betancur Urán
Diagramación: Mery Murillo Á.
La impresión fue dirigida por Carlos Villa Á.
Formato: 12 x 21 cms.
Número de páginas: 40.
Todográficas Ltda. Tel.: 412 8601.
Impreso en Medellín, Colombia.
Printed in Colombia.
En su composición se utilizó tipo Minion de 23,5, 18 y 11 puntos.
Se usó papel Propalmate de 90 gramos
y cartulina de 200 gramos.
Publicado originalmente en español por Editorial Tusquets en 1974.
Ilustración de la portada: Busto de hombre de Pablo Picasso, 1969. Colección particular.
Editorial Pi.
Editor: Álvaro Lobo U.
Comentarios a: alvarolu@editorialpi.com
Esta es una publicación sin fines lucrativos.
Ninguno de los ejemplares será puesto a la venta.
Página web: www.editorialpi.com
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domingo, 24 de julio de 2016

CORRER EL TUPIDO VELO: Página 89. Pilar Donoso.


CORRER EL TUPIDO VELO: Página 89. Pilar Donoso. Editorial Alfaguara. 2010. España.
“La gestación de El obsceno pájaro de la noche fue  difícil y larga, pero le dará grandes satisfacciones, principalmente reconocimiento como . Algunos, hasta hoy , aseguran que no ha escrito nada que valga la pena fuera de su primera novela "Coronación" . Carlos Droguett, aún más categórico, afirmó que mi padre ha escrito solo una cosa que vale la pena, su cuento "Una señora" . Más allá de estas lapidarias sentencias, el tiempo demostró que El obsceno pájaro de la noche es reconocida como una de las obras fundamentales del habla castellana del siglo XX”.

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El vuelo de la Urraca o la danza del Cuervo Fragmentos para no llegar nunca al puerto

?️ Presentación Ritual para “El vuelo de la Urraca o la danza del Cuervo” 📅 Fecha de publicación:  📍 Lugar simbólico: Los Yoses, San José,...

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