miércoles, 27 de julio de 2016

Robert Musil. Cuento. A una desconocida señorita.


Robert Musil.
Cuento.
A una desconocida señorita
Mi pequeña desconocida señorita:
Como no la conozco, le escribo por el periódico. Sí, si reflexiono sobre las
circunstancias de nuestro encuentro, se me hace claro que escribo a alguien que,
simplemente, ya no existe, o, si existe, sólo de una forma sumamente vaga. Sin
embargo, aquel encuentro se realizó en circunstancias de lo más ordinarias.
Usted subía al tranvía en donde yo estaba sentado. Supongo que usted habrá
reparado en mí entre los pocos viajeros que había, pues usted ostentaba, mi muy
pequeña dama, un ser conservado de un modo poco común, que siente que
alguien la mira.
En su compañía se encontraba un señor de mi propia edad, que también me
gustó; podía ser un hermano mayor, pero, si era su padre, se mostraba, juvenil,
a su mismo nivel y no dominante, y yo quisiera sospechar que usted adulaba a
sus pensamientos de forma semejante a los míos. Calculo que usted tendría, en
aquel entonces, catorce años a lo sumo. Llevaba un vestido de terciopelo con
colores de calle, con el talle estrecho, de modo que el tejido del vestido, algo
pesado y, no obstante, plástico, simulaba por encima y por debajo la madurez de
la femenina figura, sin que el tipo perdiera con ello lo infantil. Me vino a las
mientes enseguida la expresión “mujer-niña”, nada más verla a usted. Su
vestido de terciopelo tenía en sus angostas mangas puños de piel y estaba
guarnecido abajo también con piel, formando allí un amplio volante; y
recordaba un poco un traje regional o de patinador, pero puede ser que no fuera
ni un vestido, sino un abrigo: seguro que usted lo sabrá todavía hoy día y lo
recordará con gusto, pero lo que es yo lo único que puedo hacer es aducir para
disculparme que la admiración observa siempre con mucho más exactitud que
la autodeterminación, que, ante el espejo, entra en objetividad en detalles y los
examina.
Acaso es esta disculpa falsa, pero, en todo caso, concede que mi admiración era
subjetiva y, en un sentido no totalmente irrecusable, romántica, cosa natural del
todo, pues la posibilidad de enamorarme de usted estriba precisamente en el
que yo no tratara la realidad con conciencia plena de lo que hacía, realidad que
no me lo hubiera permitido. Usemos para designarlo la buena, la vieja palabra
sueño: uno encuentra allí a una persona, reconoce quién es, y sabe que es
distinta de uno; de forma similar, en las honduras de la mina sobre la que de
ordinario nos movemos, usted siguió siendo para mi una niña y, con todo, fue
para mi una mujer a escala reducida, por espacio de diez minutos, antes de que
usted bajara y se me perdiera, sin que yo me resistiera a ello. El modo como
usted entró, se sentó y entregó el dinero al cobrador, un poco negligentemente
(pues lo hizo usted, y no su acompañante), no tenía ni sombra de aquella
afectación con que lo hace una niña; y los rasgos de su rostro, que me parece
estar viendo, con su ojo oscuro, las fuertes cejas, los labios llenos y la nariz un
poco respingona, es verdad que se adelantaban a sus años, pero, no obstante, no
configuraban algo así como el rostro reducido de una mujer adulta. Se me
ocurre que el aspecto de usted tampoco puede ser comparado en absoluto con
un “capullo”, pues su forma es juvenil, es verdad, pero dura y decidida, mientras
que el encanto amoroso de lo infantil de usted se asemeja más bien a una flor
sin raíces, es más, sin tallo.
Propiamente no tengo más que decir. Y no tengo que derivar de esto ni una
moralidad ni una inmoralidad: nuestro encuentro estaba, evidentemente, entre
estas dos posibilidades, y además han pasado ya desde entonces más de diez
años sin consecuencias. De vez en cuando, usted me hace recordar que hay toda
clase de historias de mujeres que procedían misteriosamente de las ramas de un
árbol, de manantiales o retortas, que no eran mujeres del todo y que con ese nodel-
todo estimularon a los hombres a que inventaran leyendas. Es,
manifiestamente, una fantasía que, por muchas razones, le llega al varón al
corazón. Y, por otra parte, me pregunto qué es lo que usted puede aún saber de
aquella pequeña muchacha que no quería esperar a convertirse en usted, y que,
seguramente, ahora está un poco decepcionada de ello.

***

Robert Musil
(Klagenfurt, 1880 - Ginebra, 1942) Escritor austriaco. Es, junto con Thomas Mann y con Franz Kafka, uno de los más importantes novelistas en lengua alemana del siglo XX, y también, durante muchos años, fue uno de los menos conocidos. Pertenecía a una distinguida familia de la alta burguesía, de la que habían salido eruditos, funcionarios y militares. Hijo único, e inclinado por su padre (profesor de Mecánica aplicada en el Politécnico de Klagenfurt, consejero áulico y honrado con título nobiliario) a la carrera militar en la Academia de Mährisch-Weisskirchen, pronto se reveló en Musil una fuerte vocación científica.
obert Musil
Habiendo abandonado por ello la Academia, Robert Musil se matriculó en la Escuela Técnica Superior, donde estudió ingeniería mecánica, y fue durante algunos años ayudante de mecánica en el Politécnico de Stuttgart, donde elaboró el famoso "giroscopio de Musil"; en 1903 se trasladó a Berlín para estudiar filosofía y psicología aplicada en la escuela de Carl Stumpf. Este vagabundeo intelectual y profesional fue un rasgo característico de Musil.
Oficial durante la Primera Guerra Mundial, en la que llegó al grado de coronel, fue redactor, en la posguerra, de la Neue Rundschau y adscrito a trabajos de redacción en el Ministerio de Asuntos Exteriores austríaco. Nietzscheano de orientación, embebido de ciencia y de técnica, pero insatisfecho de una y de otra (es también característica su intolerancia de la poesía y de la música), Musil quiso realizar un lúcido y severo diagnóstico de sí mismo, de su época y del hombre en general; sus naturales y sólidas dotes artísticas le salvaron, por otra parte, de la aridez de la teoría pura y de la fragmentación ensayística. "Crónica" y "análisis" fueron sus palabras programáticas.
Su primera novela, Los extravíos del alumno Törless (Die Verwirrungen des Zöglings Törless, 1906), que le hizo súbitamente célebre en los países de habla alemana, constituye un claro y despiadado análisis de la miseria moral y sentimental de una juventud para la que la educación cristiana no representa ya un fondeadero seguro o un sólido punto de apoyo.
Los cinco cuentos, los únicos escritos por Robert Musil y reunidos en los dos volúmenes Las uniones (Die Vereinigungen, 1911) y Tres mujeres (Drei Frauen, 1924), extienden la investigación al mundo de los adultos y a la vida conyugal. El minucioso análisis de los sentimientos para llegar a un nuevo y puro "orden de sentimientos" (expresión cara al escritor) constituye una fórmula afín, desde muchos puntos de vista, a la del primer expresionismo alemán (Gerhart Hauptmann, Frank Wedekind, Heinrich Mann, Alfred Döblin, etc.), aunque Musil, espíritu profundamente conservador, se mantuviera alejado del expresionismo y de cualquier otra "tendencia a la moda".
Un decisivo cambio en la biografía espiritual de Musil vino marcado por la Primera Guerra Mundial, después de la cual aparece, de una manera cada vez más apremiante e insistente, el elemento político junto al ético-psicológico, como se desprende de la serie de Ensayos y Diarios escritos en la posguerra, e incluidos en la edición completa de sus obras publicada en 1955.
Entre 1920 y 1924, Musil compuso dos dramas: Los fanáticos (Die Schwärmer, 1920) y, de menos alcance, Vicente o la amiga de hombres importantes (Vinzenz oder die Freundin bedeutender Männer, 1924). El problema conyugal tratado en una de las primeras novelas cortas se transforma en Los fanáticos; en términos que recuerdan a Luigi Pirandello y, bastante más, a Kafka, Los fanáticos trata de un modo intensamente representativo la falta general de discernimiento: la desconcertante y rápida quiebra de un matrimonio sugiere la inminente amenaza de fuerzas inhumanas y destructoras.
Sin embargo, Musil no figuraría quizá en la literatura mundial si no hubiera dejado la novela El hombre sin atributos (Der Mann ohne Eigen schaften), a cuya composición dedicó largos años, sin que le disuadieran de ello graves incidentes personales: su expulsión de Alemania en 1933, a raíz de la subida de Hitler al poder, y de Austria en 1938, y la amarga miseria de su asilo en Suiza.
El hilo argumental de El hombre sin atributos es muy simple: en 1913, un año antes de la Gran Guerra, empieza la preparación del septuagésimo jubileo por la coronación del emperador Francisco José, que ha de celebrarse en 1918. El narrador lo explica desde el punto de vista de quien sabe que la pretendida celebración del imperio acabará en necrológica. La disolución del marco político colectivo es anticipada por la decisión del protagonista, Ulrich, de disolver su propio yo: puesto que no sabe qué hacer con sus talentos de hombre moderno, Ulrich (trasunto del autor) prefiere parecer muchas cosas a definir su propio ser. En este panorama del ocaso del mundo y del sujeto se intercalan multitud de episodios, observaciones y argumentos paralelos que quedan reflejados en la conciencia del protagonista. El único refugio que encontrará éste será el amor transgresor por su hermana.
La obra, de casi dos mil páginas, quedó incompleta en su parte final, y sus episodios, ambientados en la Viena de los años 1913-14, constituyen una amplia y minuciosa descripción de las condiciones internas y externas de un estado en vías de derrumbarse. Pero su verdadera finalidad es la búsqueda de los motivos por los cuales se llegó a la guerra y a las subsiguientes y angustiosas tensiones del mundo actual. La causa principal es, para Musil, la "bancarrota de las ideas" en una Europa que acaba destrozándose voluntariamente a sí misma: según el autor, el único y eficaz remedio sería una "libre economía de las ideas", así como la renuncia a todo dogmatismo ideológico.
Fuente:
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/musil.htm

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