martes, 4 de marzo de 2014

Yasunari Kawabata.



 Yasunari Kawabata
  (La casa de las bellas durmientes). Una novela que marca la fina y delgada línea entre lo erótico y la perversión. El lector decide. J. Méndez-Limbrick.
(Osaka, 1899 - Zushi, 1972) Escritor japonés que obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1968 por su "pericia narrativa, capaz de expresar la idiosincracia japonesa con enorme sensibilidad". Fue sobre todo un refinado transmisor de atmósferas y emociones, que plasmó con un lenguaje de singular belleza lírica. Sus temas intimistas, a menudo amorosos, son exploraciones de la soledad y de las delicadas relaciones del individuo con los otros y con la naturaleza.

Yasunari Kawabata
Tuvo una infancia trágica, signada por la sucesiva muerte de sus familiares más próximos. Completamente solo en el mundo a partir de los quince años, "niño sin familia ni hogar", como se autodefinía, completó su educación en un internado y luego en la universidad imperial de Tokio, donde se licenció. Su temprana pasión literaria lo llevó a participar en grupos de vanguardia como el de los neosensacionistas, que oponían el lirismo y el impresionismo al realismo social de los escritores proletarios, y fue un activo impulsor de movimientos y revistas.
En 1925 publicó Diario íntimo de mi decimosexto cumpleaños, género muy frecuentado por los autores japoneses, pero su estilo cobró verdadera personalidad y madurez en los relatos de La bailarina de Izu (1926). Kawabata, cuya sensibilidad le permitía meterse como nadie en la piel de sus personajes femeninos; cultivó un tipo de novela breve, casi en miniatura, desgarrada y episódica. Su obra cumbre es quizá País de nieve (1937), que narra la relación entre una geisha que ha perdido la juventud y un insensible hombre de negocios tokiota.
Entre los títulos destacados de su producción figuran asimismo Mil grullas (1951), El sonido de la montaña (1954), donde intenta recuperar parte de los valores desplazados ante la irrupción de la cultura norteamericana, El lago (1955), La casa de las bellas durmientes (1961), Kyoto (1962), y Lo bello y lo triste (1965); hacia el final de su carrera se centró casi exclusivamente en la ensayística y la crítica literaria.
Fue presidente del PEN Club japonés durante cuatro años y en 1959 le otorgaron en Frankfurt la medalla de Goethe. El 16 de abril de 1972, enfermo y deprimido, dolido sin duda por la muerte de su amigo Y. Mishima, que lo había definido como un "viajero perpetuo", Kawabata se suicidó en un pequeño apartamento a orillas del mar. Ese mismo año se publicaría póstumamente la biografía ficticia El maestro de Go.
Yasunari Kawabata, escritor-novelista, fue el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968


Resumen: La casa de las bellas durmientes se desarrolla en una posada, situada a las afueras de Tokio, donde unos ancianos adinerados se entregan a un último y voluptuoso placer: pagan por la compañía de hermosas y jóvenes vírgenes que duermen desnudas junto a ellos bajo los efectos de poderosos narcóticos. Estos caballeros pueden disfrutar de la presencia de las muchachas, pero cumpliendo con una serie de exigencias: no pueden mantener relaciones sexuales con éstas, no despertarlas y no estar más de un día con la misma mujer. Esta obra es una profunda reflexión sobre el amargo sabor de la vejez, la soledad y la cercanía de la muerte.
Palabras clave: Yasunari Kawabata, narrativa japonesa, muerte, vejez, soledad

La casa de las bellas durmiente (Nemureru bijo) fue escrita por el escritor japonés Yasunari Kawabata en 1961. Esta obra contiene tres historias breves: la primera de las cuales da título al libro, la segunda tiene por nombre Un Brazo, y la tercera, Sobre pájaros y animales. Estas historias constituyen un delicado ejercicio estético sobre el erotismo y la soledad. En este análisis nos centraremos en la primera de las narraciones de esta joya de la literatura japonesa. Este espléndido relato aborda temas como la muerte, la vejez, la belleza, el sexo, la nostalgia de la juventud perdida y el paso del tiempo.
El protagonista de esta curiosa historia, Yoshio Eguchi, es un hombre de sesenta y siete años, casado y padre de tres hijas. Uno de sus amigos le recomienda un exclusivo local, situado a varios kilómetros de Tokio, frecuentado asiduamente por unos pocos ancianos, bien situados social y económicamente. En este selecto club disfrutan de la compañía de hermosas y jóvenes vírgenes que duermen desnudas junto a ellos bajo el influjo de los narcóticos. Los clientes deben cumplir unas normas estrictas: tienen absolutamente prohibido tener relaciones sexuales con las muchachas y no deben intentar despertarlas bajo ningún concepto. La mujer del establecimiento le advierte, desde un primer momento, que no debe hacer nada de mal gusto, sólo dormir junto a desconocidas jóvenes que ignoran totalmente su presencia.
Estas bellas doncellas permanecen totalmente ajenas a la visión de unos hombres que no sienten vergüenza al desnudarse ante éstas, pues son incapaces de percibir la decadencia física de sus cuerpos. Estos clientes pagan por el delicado placer de dormir con unas jóvenes que les permiten sumirse en otra realidad y soñar con otras mujeres a las que un día amaron y que hoy sólo viven en sus recuerdos. Las chicas, oscuros objetos de deseo, representan la última aventura de estos ancianos antes de la llegada del sueño eterno. Éstos vuelven a ser jóvenes por una vez, gracias a la imagen de los insinuantes cuerpos de las muchachas, que permanecen en una postura de total abandono a su lascivia. Asimismo, esta casa del placer está regentada por una inquietante mujer que conoce bien la psicología de su clientela. Ésta proporciona somníferos a su selecta concurrencia y potentes drogas a las chicas para que no puedan despertarse durante toda la noche.
En cinco encuentros, separados entre sí por intervalos de tiempo variables, en una misma habitación, en un mismo lecho, pero con seis mujeres diferentes, Eguchi nos muestra su visión sobre la muerte, el amor, la sexualidad, el deseo y su ideal de belleza. En estas visitas, el protagonista recuerda a las mujeres de su vida: su madre, su esposa, sus amantes y sus propias hijas. Este hombre, en el umbral de la vejez, rememora en este itinerario por el deseo desde instantes en noches ingratas, que son difíciles de olvidar, hasta imágenes de intensa sensualidad en la batalla de los sentidos. Estas “cortesanas vírgenes” le hacen revivir capítulos pasados de su vida, perdidos en la memoria, a través de intensas evocaciones. Además, en su última velada, la mujer del local para satisfacer su fantasía masculina le ofrece para su placer la compañía de dos jóvenes al mismo tiempo.
Desde un principio Eguchi desea profanar las reglas de la casa, ir más allá de la mera contemplación de la belleza, pero comprueba con asombro que efectivamente la joven que yace a su lado conserva intacta su virginidad. No se resigna en ser un simple observador, quiere que las bellas durmientes reaccionen a sus estímulos y descubrir detalles concretos de sus vidas. Estas mujeres sin nombre, sin identidad y sin pasado resultan para el protagonista un desconcertante enigma por desvelar. Intenta insistentemente comunicarse con ellas, despertarlas de su letargo narcótico, vulnerar su indefensión, pero todo es inútil, pues el sueño es una barrera infranqueable como una muralla de silencio. Por su parte, a ellas no se les está permitido conocer ningún detalle de la identidad de sus desconocidos clientes. Con cada nuevo encuentro, la fascinación de Eguchi aumenta y se acrecienta su necesidad de contemplar la inquietante belleza de las jóvenes. Desea rejuvenecer durante un instante junto a estas hermosas doncellas, que descansan bajo un sueño hipnótico, mientras experimenta el profundo temor a la llegada de la muerte.
En la anatomía de cada doncella encuentra las imágenes de otras mujeres a la que un día amó, que ahora duermen en el olvido y vuelven a su memoria. Los recuerdos reviven en su mente a través de un olor como la esencia de unas flores, el aroma de la leche materna y la voluptuosa fragancia de una piel que le retrotrae inmediatamente al pasado. Un gesto se convierte en el detonante de un recuerdo nítido de una pasión de antaño. Los cuerpos bellos y firmes de las jóvenes narcotizadas despiertan en Eguchi una multitud de sensaciones, unas veces tiernas y otras claramente perversas. Se deleita contemplando los movimientos de las doncellas en el sueño, la posición de sus brazos, el color de sus labios, las delicadas formas de sus dedos, la curvatura de una cadera y el brillo de sus cabellos. Estas imágenes encienden sus recuerdos de nostalgia y liberan sus ocultas fantasías.
En este recorrido por las antiguas pasiones del protagonista encontramos a una celosa geisha, a una mujer casada de la ciudad de Kobe que fue su última pasión de juventud, a su amante antes de casarse, a una cortesana adolescente y a una joven a la que le robó un beso hace más de cuarenta años. En este viaje onírico divisamos la imagen de la primera mujer de su vida, su madre, que muere de tuberculosis, estableciendo un paralelismo con la propia existencia del autor que se quedó huérfano a temprana edad y el efecto que esta enfermedad produjo entre los miembros de su familia. También, se percibe la presencia lejana de su anciana esposa y la visión de su hija menor que ha conocido la sexualidad en los brazos de su primer amante.
Estas vírgenes doncellas, que duermen en este misterioso harén, representarían la encarnación de antiguas deidades budistas a las que los ancianos piden clemencia por sus pecados, pues algunos de éstos habían conseguido prosperar por medios ilícitos. Estos tristes caballeros consuelan su dolor con la compañía de las muchachas y sienten en su interior el amargo sabor de la vejez, mientras el tiempo se les escapa rápidamente entre las manos: “Parecía haber una tristeza en el cuerpo de una muchacha que inspiraba a un anciano la nostalgia de la muerte”. Ahora, en el otoño de la vida, olvidados los arrebatos de la pasión, la sensualidad se convierte para ellos en un juego puramente mental. Las doncellas, transformadas en su última tentación, son actrices mudas en una dramática representación cuyo desenlace es siempre trágico. Ellas escenifican sus fantasías y guían sus pensamientos desde el otro lado del deseo.
La iconografía de la contemplación de la belleza dormida bebe en las fuentes de la mitología clásica donde destacan varios ejemplos como el de Eros y Psique y la figura de Endimión, amado por Selene, diosa de la Luna, que están llenos de simbolismo sexual. Igualmente, la imagen de una doncella que duerme junto a un anciano es un tema tratado desde la antigüedad. Así, sobresale la figura de un antiguo rey de Israel que en la senectud permite a una joven virgen calentar su lecho para poder descansar plácidamente.
En este relato asistimos a una lucha de contrarios entre la lozanía y la decrepitud, la belleza y la fealdad, la vida y la muerte. En primer lugar, la vejez de estos clientes acaudalados se contrapone con la juventud de las doncellas. Este último intento, por parte de estos viejos caballeros, por disfrutar de un instante de placer se describe perfectamente en la siguiente frase: “(...) sólo querían beber la juventud de las muchachas dormidas (...)”. Asimismo, todos los miembros de este club de ancianos, a excepción de Eguchi, por ser un poco más joven, han perdido su potencia sexual. El protagonista piensa en los sentimientos y frustraciones de estos hombres que ya no pueden actuar como tales, pero que en cuyas mentes sigue existiendo la capacidad de amar que el tiempo no ha podido aplacar. Estos viejos caballeros, que se comportan como niños ante las muchachas, tienen que contentarse simplemente con soñar y recordar.
La lastimosa decrepitud de los ancianos se enfrenta a la belleza de las doncellas. La contemplación de su hermosura le proporciona al protagonista la inspiración necesaria para incitar el recuerdo de sus amantes en instantes llenos de erotismo. Éste aflora, a través de las líneas de este relato, en sugerentes descripciones como: “Sus senos parecían bellamente redondeados. Un extraño pensamiento le asaltó: ¿por qué, entre todos los animales, en el largo curso del mundo, sólo los pechos de la hembra humana habían llegado a ser tan hermosos? ¿No era para gloria de la raza humana que los pechos femeninos hubiesen adquirido semejante belleza?”. Además, la sexualidad, que emana de los cuerpos de estas bellas desconocidas, permite al protagonista cuestionarse aspectos de su existencia: “Se preguntó hasta qué punto había conocido las profundidades y el alcance del sexo a sus sesenta y siete años”.
En esta batalla sin cuartel entre Eros y Thanatos, observamos a la muerte, figura omnipresente, que se esconde en cada rincón de esta casa del placer. Este combate eterno entre el amor y el sueño eterno aparece reflejado en las siguientes líneas: “(...) los viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y la muerte viene una sola vez y el amor muchas”. El protagonista piensa en la brevedad de la vida y en la sombra de la muerte que supone el efecto de los somníferos. Asocia las profundidades del ensueño con el abismo de la eternidad, comparando ambos estados. Incluso, pide a la mujer de la casa una droga como la que toman las jóvenes, pero ésta se niega pretextando que estas píldoras son peligrosas para los ancianos Asimismo, en un momento de la narración se cuestiona el suicidio, que años más tarde llevaría a cabo el autor de esta obra, y considera que no puede existir mayor placer que despedirse de este mundo en los brazos de una de estas doncellas. Las señales premonitorias de una muerte anunciada toman cuerpo en esta inquietante frase “tomar somníferos de forma reiterada tenía que ser perjudicial para una joven” y en las palabras referidas a sus acompañantes nocturnas “Te enfriarás” y “Tendrás frío” que preceden a un trágico destino. Posteriormente, descubre casualmente por las palabras de un amigo que uno de los clientes ha fallecido en este local por un fallo cardíaco. Luego, la muerte, con su guadaña de plata, arrebata la vida de una de las dos jóvenes, que duermen junto a Eguchi en su última visita, probablemente por sobredosis de narcóticos. A continuación, la mujer de la casa retira el cuerpo de la muchacha, a toda prisa, como anteriormente había hecho con el cadáver del anciano, trasladándolo a un lugar cercano.
Frente al fantasma de la muerte se encuentra la imagen del deseo. El protagonista sueña con romper tabúes y transgredir barreras morales, pues adivina cercano el fin de sus días. Insiste desde su primer encuentro en acariciar los labios de las doncellas, con un significado profundamente erótico, pese a ser una de las prohibiciones del local: “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido”. El protagonista nunca llega a vulnerar la fragilidad de sus acompañantes, se limita a acariciar su piel, tocar sus cabellos y recorrer por completo la anatomía de sus cuerpos.
Igualmente, en esta obra, se hace una reflexión sobre los estragos del tiempo en el alma de los hombres, la melancolía de estos viejos caballeros que mueren un poco cada día y la nostalgia de una juventud perdida que no puede volver, pero cuyos recuerdos están todavía latentes en la memoria. La soledad, tema recurrente en la obra de este autor, se muestra en la necesidad de estos ancianos acomodados de buscar consuelo y compañía en unas jóvenes que colman el vacío emocional que existe en su interior, pues, esencialmente, la labor de las doncellas es proporcionar hermosos sueños y sobre todo inspirar en ellos agradables fantasías. Así, este lugar se convierte en el pabellón de descanso de estos hombres que, a modo de antiguos guerreros, han luchado en mil batallas y que finalmente el tiempo ha vencido. Asimismo, el tema de la incomunicación está presente en este relato con la imposibilidad de hablar con las jóvenes, pues éstas permanecen inconscientes todo el tiempo y sólo despiertan cuando sus clientes han abandonado el local. El único diálogo que mantiene el protagonista es con la enigmática mujer de la casa, cuya voz lenta y sosegada es como un murmullo glacial.
Este escritor nos desvela a través de los cinco sentidos este universo onírico, una veces oscuro y hermético y otras, impresionista y brillante. Así, a través del tacto experimenta el contacto suave y cálido de los cuerpos de las jóvenes; con el oído, el sonido violento de las olas al golpear en los acantilados en el exterior de este selecto lugar y la resonancia lejana del invierno que trae el viento; con el gusto, el sabor de un beso sobre una parte de la anatomía femenina; con el olfato inicia el mecanismo de la evocación de los recuerdos; y con la percepción de la vista, un sinfín de imágenes que descifran los enigmas de la pasión.
El autor, que escribió esta obra a los sesenta y dos años, nos muestra la refinada forma de amar de estos hombres que buscan el mito de la juventud eterna en los cuerpos de estas doncellas, mientras el sueño postrero de la muerte planea sobre sus mentes. Estos ancianos venerables, desconocidos entre sí, pero ligados por la cercanía del sueño eterno, utilizan la fragancia de las muchachas como sagrado elixir para escapar de las garras de las Parcas durante un instante. También, este texto analiza los misterios del alma femenina. Este escritor, en una de sus líneas, expresa la siguiente frase “la mujer es infinita”, aludiendo a la imposibilidad de abarcar su espíritu por entero. Asimismo, explora las fantasías femeninas en la figura de una dama, de edad madura, que antes de dormirse contaba los hombres por los que le hubiera gustado ser besada.
Este relato, enigmático y misterioso, transita entre el sueño y la vigilia, el pecado y la virtud, el elemento masculino y la esencia femenina, la ternura y la lujuria, la oscuridad y la luz. En este baile de seducción con la muerte, el protagonista nos ha mostrado su visión sobre la soledad, la senectud y el cruel paso del tiempo, sumido en una atmósfera a medio camino entre la realidad y la fantasía onírica. Esta obra nos ofrece espléndidas metáforas como: “Ésta, mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de sus pies” y la imagen de un gran árbol centenario, capaz de atrapar la intensidad del ocaso en estas palabras: “Toda la luz del atardecer era absorbida por la camelia, en cuyo interior debía estar concentrado el calor de sus rayos”. La atmósfera de este texto está repleta de delicadas imágenes bellamente descritas, dentro de un estilo sumamente poético y evocador, donde destaca la exquisita habilidad de su autor para captar los más sutiles matices ambientales. Para el escritor Yukio Mishima La casa de las bellas durmientes era la obra máxima de Kawabata y una de las creaciones más importantes de la literatura japonesa. Gabriel García Márquez, gran admirador de la narrativa de este autor japonés, se inspiró en ella para escribir un cuento titulado El avión de la bella durmiente, escrito en 1982, y posteriormente, su novela Memoria de mis putas tristes, publicada en el año 2004.
En este viaje por el deseo, el autor nos ha transportado hasta una habitación, con cortinas de terciopelo de color carmesí, en un exclusivo local, donde duermen bellas doncellas y en cuyas paredes se esconden los misterios insondables del alma humana. Al final de este recorrido onírico por las pasiones de un hombre se encuentra la muerte, como última invitada, esperando en el umbral de la puerta de esta casa del placer.

Yasunari Kawabata nació en el seno de una familia culta en la ciudad de Osaka, Japón, el 11 de junio de 1899. La imagen de la muerte marcó trágicamente su infancia. Su padre, un destacado médico, Eikichi Kawabata, murió de tuberculosis cuando éste tenía dos años. Al año siguiente fallece su madre, a continuación su abuela cuando éste contaba siete años y, posteriormente, su única hermana abandona este mundo poco tiempo después. Finalmente, pierde a su abuelo, con el que vivía en el campo, en 1915. Estos terribles sucesos definieron su personalidad solitaria y melancólica. Tras finalizar los estudios de secundaria, se dirigirá a Tokio para pasar los exámenes de acceso a la universidad. En 1920 ingresa en la Universidad Imperial de Tokio para estudiar Literatura Inglesa, carrera que cambiará un año después por la de Literatura del Japón. En este período conoce al renombrado escritor Kikuchi Kan que era asimismo el editor de la revista Bungei Shunju, donde este joven novelista colaborará con varios de sus trabajos. También escribe para el periódico de la universidad, Shinshicho (Nuevo Pensamiento).
Termina sus estudios en 1924 y funda junto con otros jóvenes intelectuales, entre los que se encontraban Yokomitsu Riichi y Kataoka Teppei, la revista Bungei-Jidai (La Edad Artística). Esta publicación reunió a su alrededor a un grupo de prometedores escritores conocidos como neosensacionalistas, seguidores de un nuevo movimiento literario definido como “Shinkankaku-ha”, interesados por el lirismo y el impresionismo, procurando realzar la percepción de las sensaciones en el lenguaje narrativo, en oposición al realismo social imperante en su época. Posteriormente, desarrollaría un estilo propio, que irá perfeccionando a lo largo de los años, como se observa claramente en su primera novela, Diario íntimo de mi decimosexto cumpleaños (1925). En 1926, en las páginas de su revista, ve la luz la novela corta, La danzarina de Izu, donde se observan referencias autobiográficas que rememoran una pasión de juventud del propio escritor. Además, se aprecia en ésta la influencia de antiguos textos budistas y la poesía medieval japonesa, por los que el autor sentía verdadera devoción. Este texto, que relata el encuentro de un estudiante solitario durante un viaje por la península de Izu con una joven bailarina que se desplaza con un grupo de artistas, se convierte en su primer gran éxito de crítica. Después, interesado por la cinematografía, escribe el guión de una película clásica del cine expresionista japonés, Kurutta Ippeiji (Una página de locura, 1926) de Kinugasa Teinosuke. Años más tarde publicará La pandilla de Asakusa (1929-1930) que tiene como escenario el famoso distrito del mismo nombre de la ciudad de Tokio, repleto de teatros de revistas, cafés, casas de geishas y antiguos cines, que el autor conocía muy bien por haber vivido en esta zona durante la década de los años 20. A partir de 1934, se establece en Kamakura, en el sudoeste de Tokio, y pasa los inviernos en la ciudad de Zushi.
Durante la II Guerra Mundial se traslada a Manchuria y allí estudia profundamente una obra maestra de la prosa clásica japonesa, Genji Monogatari (El relato de Genji), escrita por Murasaki Shikibu en el siglo XI. Posteriormente, publica su obra más conocida País de Nieve (1948) que lo situó entre los escritores contemporáneos más importantes de Japón.
Otros libros de este autor son: El sonido de la montaña (1949-1954), aclamada por la crítica como su mejor obra, El maestro de go (1951), El lago (1954), Primera Nieve en el Monte Fuji (1958), Mil grullas (1959), Kioto (1962) y Lo bello y lo triste (1964). Especial importancia tienen las Historias de la palma de la mano (Tanagoko no shosetsu) que representaban, según palabras del propio Kawabata, la esencia de su arte. El escritor comenzó a escribir pequeños relatos en 1923 y siempre volvía a ellos cada cierto tiempo. En estas narraciones conviven diferentes temas como la soledad, el amor, el paso del tiempo, los rituales y la muerte. Asimismo destaca Correspondencia 1945-1970, una recopilación de cartas que se intercambiaron Kawabata y su discípulo el escritor Yukio Mishima durante 25 años. Además de escribir obras de ficción, este autor trabajó como periodista, principalmente para el diario Mainichi Shimbun.
Entre 1948 a 1965, este autor desempeña el puesto de director del Pen club de Japón. En 1953, el novelista se convierte en miembro de la Academia de las Artes del Japón y en 1959 recibe la medalla Goethe en la ciudad de Frankfurt. Durante la década de los 60, el autor, convertido en un novelista de fama internacional, imparte conferencias por varias universidades de Estados Unidos. También, se dedica a la crítica literaria y a apoyar a nuevos escritores. Kawabata fue el primer escritor japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968, le seguiría años más tarde Kenzaburo Oé. En la ceremonia de entrega de dicho galardón leyó un discurso titulado Del hermoso Japón, su yo. Posteriormente, el 16 de abril de 1972, aquejado por la enfermedad de Parkinson y profundamente abatido, se quita la vida, como hiciera poco tiempo antes Yukio Mishima, en su estudio en la ciudad de Zushi, inhalando gas, sin dejar ninguna nota que explicara su decisión.

© Orlando Betancor 2008
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero39/seterno.html

lunes, 3 de marzo de 2014

Jaroslav Seifert. Premio Nobel 1984.


Jaroslav Seifert (escritor). Nació el día 23 de septiembre de 1901, su fecha fallecimiento es 10 de enero de 1986, es natural de República Checa.

Jaroslav Seifert
   (Rep. Checa, 1901-1986)
   Poeta checo, premio Nobel en 1984. Su obra, plena de sencillez y sensualidad, fue repetidamente censurada en su país por la negativa de Seifert a abrazar la ortodoxia política. Nació en un barrio obrero de Praga. Sin llegar a terminar sus estudios, pero ya muy conocedor de la historia y cultura de su país, comenzó a escribir, de arte sobre todo, en distintos periódicos y revistas. En 1921 apareció su primer libro de poemas, La ciudad en llamas, en la línea vanguardista del grupo Devetsil, que él mismo contribuyó a fundar. Le seguirían El amor mismo (1923), su transición al poetismo (movimiento poético checo influido por el futurismo y el surrealismo europeos y el marxismo), y En las ondas (1926). En Paloma mensajera (1929) domina lo cotidiano y, estilísticamente, un clasicismo abundante en imágenes naturales y parco en metáforas, alejado del tono, más dramático y tenebroso, de compañeros de generación como Vladímir Holan o Frantisek Halas. Seifert, que fue miembro fundador del Partido Comunista Checoslovaco, rompió sus relaciones con él en 1929, después de un viaje que realizó a la antigua Unión Soviética y de haberse negado a rechazar el gobierno democráticamente elegido, para adoptar una actitud independiente, siempre en defensa de las libertades. Durante la II Guerra Mundial recuperó, por un tiempo, el favor del partido por su oposición encarnizada a los ocupantes nazis. Estas ideas están presentes en los poemas de tono patriótico de Casco de tierra (1945) y Mano y llama (1948). En 1950 se puso otra vez en una situación muy comprometida al defender a su amigo Frantisek Halas acusado, como él, de subjetivismo. En 1956, como consecuencia de un discurso en el que criticaba la política cultural del estalinismo y también de una larga enfermedad, dejó de publicar. Su obra se reanudó en 1965 con Concierto en la isla y en 1966, con un gesto típico de la esquizofrenia reinante en la época, fue nombrado artista nacional. Entre 1968 y 1970 asumió la dirección de la Unión de Escritores Checos, desde la que condenó duramente la invasión soviética de 1968 y firmó la Declaración de las 2.000 palabras, pidiendo a la dirección del partido la continuidad del proceso democratizador que se había iniciado. A partir de 1977, en gran parte por su postura en defensa de los Derechos Humanos en Checoslovaquia, volvió a tener dificultades para publicar y sus dos siguientes libros, La columna de la peste (1977) y El paraguas de Picadilly (1979), con duras advertencias sobre el neoestalinismo, se editaron en Alemania. Sus memorias, Toda la belleza del mundo, aparecieron simultáneamente en Checoslovaquia y Alemania, en 1983, año en el que también se editó su último libro de poemas, Ser poeta. Se le concedió el Premio Nobel en 1984. Seifert es, junto con Holan, Halas y Nezval, una de las voces esenciales de la poesía checa del siglo XX.

http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2297
 

domingo, 2 de marzo de 2014

La expresión en la escritura de Imre Kertész . Premio Nobel de Literatura 2002.

 
Imre Kertész (escritor). Nació el día 9 de noviembre de 1929, es natural de Budapest,Hungría.
 
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Estudios filológicos
 
ESTUDIOS FILOLÓGICOS 44: 7-26, 2009
La expresión en la escritura de Imre Kertész *
The expression of Imre Kertész's writing
Jaime Aspiunza
 
* Este texto ha sido escrito en el marco de los proyectos de investigación La expresión de la subjetividad en las artes, dirigido por F. Pérez Carreño (MEC HUM-2005-2533/FISO), y El testimonio en los genocidios del siglo XX. Una investigación estética, dirigido por C. Martínez Gorriarán (EHU06/79).
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La obra literaria de Imre Kertész, siendo obra de ficción, tiene un marcado carácter autobiográfico, hasta el punto de que al respecto se ha hablado de novela autobiográfica. El, sin embargo, rechaza tal rótulo: ¡tal género no existe!, dice. Se plantea así -y la totalidad de su obra no hace sino confirmar la importancia de tal cuestión- el problema de cómo entender su escritura: ¿Qué relación hay entre escritura o lenguaje y experiencia? ¿Y entre lenguaje y mundo? -Nos parece que las ideas y la práctica literaria de Kertész sólo pueden entenderse en el marco de lo que suele llamarse pensamiento fenomenológico-hermenéutico. Con la ayuda de algunas nociones tomadas de Nietzsche, Heidegger y Merleau-Ponty, se intentará exponer lo que sería un concepto no mimético (ni subjetivo) de expresión.
Palabras clave: Kertész, expresión, lenguaje, existencia, mundo, Auschwitz, hermenéutica, fenomenología.
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Imre Kertész's literary work has a predominant autobiographical character, being at the same time a work of fiction. His have been said to be autobiographical novels. The author rejects, however, this label: such a gender does not exist!, he says. The problem is -and his whole work only confirms the significance of this question- how to understand his writing: What is the relationship between writing, or language, and experience? And the relationship between language and world? -This work states that Kertész's ideas and the literary practice can only be well understood in the frame of a so-called hermeneutical-phenomenological thought. With the help of some basic ideas borrowed from Nietzsche, Heidegger, and Merleau-Ponty, this study will try to explain what it could be called a non-mimetical (and non-subjective) concept of expression.
Key words: Kertész, expression, language, existence, world, Holocaust, hermeneutics, phenomenology.
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1. En un avance de lo que hasta el momento es su último libro publicado -en húngaro y en alemán1- señalaba Kertész que lo suyo (habla en particular de Sin destino, pero otro tanto valdría de sus demás novelas) no es novela autobiográfica, esencialmente porque tal género no existe. Una cosa sería la autobiografía -explica-, de carácter documental; otra, la novela, en la que lo importante no son los hechos, sino lo que se añade a los hechos2. Se crea un mundo, un mundo soberano que nace en la cabeza del escritor y sigue las leyes de la literatura.
Aun cuando Kertész lo niegue -y con buena razón que aquí intentaremos elucidar-, en un sentido lato, aproximativo, puede decirse que toda su obra es autobiográfica: no sólo Sin destino, sino también Fiasco, que viene a recrear las circunstancias en que se escribió Sin destino; Kaddish, que indaga en el sentido que la escritura ha tenido en su existencia; La bandera inglesa, que es el relato del descubrimiento de su vocación de escritor; Liquidación, del fin del comunismo y las cuentas pendientes de Auschwitz. La única obra que, como él mismo dice, se ha sacado de la manga, es la Historia de detectives. ¿Qué quiere decir aquí autobiográfica? Que su vida, que su realidad vivida es la materia prima de sus obras, nada más, y nada menos, porque eso confiere a sus novelas, no hay que olvidarlo, un punto de autenticidad difícilmente soslayable. Cuando uno lee Kaddish, al igual que cuando lee Sin destino, no puede dejar de pensar en el drama personal real y efectivo, como no se puede dejar de pensar en Auschwitz. Si se nos permite la paradoja, la realidad que sostiene el relato le confiere a éste un plus de verosimilitud; acaso no sólo un plus, sino hasta una diferente, más convincente, verosimilitud.
Con esto, insisto, no se pretende quitar validez alguna al rotundo aserto de que no hay género tal cual el de la novela autobiográfica. De hecho, en la versión definitiva del Dossier K. se repiten las mismas palabras3. Hay, sin embargo, algo que parece despojar de rigor lo anterior; y es que en una breve advertencia previa el autor nos asegura que este texto que tenemos ante nosotros, transcripción reescrita de largas horas de entrevista con un buen amigo suyo y lector, es una autobiografía en toda regla, aunque, eso sí -añade-, si hacemos caso a Nietzsche4, quien hacía derivar la novela de los diálogos platónicos, en ese caso, lo que el lector tiene en sus manos es realmente una novela (Kertész 2006: 5). ¿Con qué nos quedamos: son autobiografía y novela dos géneros inmiscibles o, por el contrario, según como se los mire, son indistinguibles el uno del otro?
Recordemos, lo importante no son los hechos, sino lo que se añade. Estaríamos tentados de pensar que lo que se añade es lo imaginario, lo no fáctico, si acaso la forma, la estructura, digamos, narrativa, cierta necesidad fruto de la razón. Y no, diría que lo que se añade es el arte, es la escritura; es decir, no los elementos o los factores que componen el arte, sino el propio arte, la escritura. Por supuesto, entonces también la autobiografía sería escritura. Y, así, según como se mire, un texto puede ser a la vez autobiografía y novela; lo que nunca será -creo que en eso se reafirmaría Kertész- es «novela autobiográfica», género que no existe. ¿Por qué no existe?, o dicho de otro modo: ¿es posible mantener a la vez las dos proposiciones, la que parece distinguir tajantemente entre autobiografía y novela, y la que nos dice, en una suerte de juego borgeano, que el Dossier K. puede verse lo mismo como autobiografía que como novela? Nos parece que sí, mas sólo si entre una y otra se reconoce una intención diferente que acaba por sacar a la luz un cambio radical de presupuestos -llamémoslos- ontológicos.
En el primer caso, lo que se trata es de solventar el asunto de si lo que él escribe es «novela autobiográfica» o no. La novela autobiográfica, se sobreentiende, sería la mezcla de experiencia personal y ficción, el relato de experiencias propias del autor a las que se añadirían, mezclándolas sin distinción, «experiencias» imaginadas o ajenas. Cuando Kertész dice que tal cosa no existe, no está negando que se pueda construir un relato de tal manera; está indicando que ésa no es la cuestión: que un género no puede quedar definido por lo real o ficticio del origen de los materiales con que se construye el relato. Lo que nos quiere decir es que la supuesta mezcla de documento y escritura novelística hace que el documento deje de ser tal, no porque se le añada algo ficticio o imaginario, sino porque la escritura novelística transforma lo que toca: el documento vertido en novela pasa a ser novela. Lo que se añade no es nada, sino un diferente modo de ser.
Lo que primaba en la primera proposición era negar la posible existencia de algo así como la novela autobiográfica; y para ello distingue de manera en apariencia tajante autobiografía y novela. La intención de la primera proposición es absolutamente diferente de la segunda; y, así, la perspectiva. Lo que distinguiría autobiografía y novela es el modo de tratar los hechos entendidos en cuanto materia prima. En la proposición segunda la intención es bien diferente: no se trata ya de aclarar el asunto del supuesto género híbrido «novela autobiográfica», sino de especificar, yendo más allá de los hechos en cuanto materia prima, el nombre que corresponde al relato de la vida. Y en la ambigüedad del nombre, autobiografía y -si nos ponemos nietzscheanos- novela, se está destacando, de modo implícito pero ya insoslayable, una concepción de lo que sea la escritura que no se compadece con la manera tradicional de entender el lenguaje y su relación con la vida, con la existencia humana.
Parece, ésta es nuestra hipótesis, que lo que Kertész está, en el fondo, suponiendo es la imposibilidad de reproducir la vida, la existencia en un lenguaje objetivo; esto es, está de entrada negando que la autobiografía sea el documento, el informe, la versión objetiva de la existencia de alguien, respecto de la cual la novela entrañaría una desviación. Está negando que haya un punto cero de representación o mimesis de la realidad. Toda escritura, por el hecho de serlo, implica elaboración de un material, transformación y salto, paso de la existencia al lenguaje. El lenguaje, diríamos, no representa la existencia, sino que la interpreta, la expresa.
Claro está, habrá que precisar lo que aquí signifique expresar, puesto que el sentido habitual que este término exhibe en las teorías de la expresión literarias se enmarca en última instancia en unos presupuestos -llamémoslos- ontológicos que no son los aquí aludidos. En el comienzo de su auge moderno, con el romanticismo, se entendía que la expresión lo era de sentimientos internos del poeta, mas no se dudaba de que dichos sentimientos poseían un modo de ser que no difería en el fondo de otros objetos para los que el lenguaje parecía, con todo, más apropiado. Había, sí, dificultad, falta de práctica, una riqueza subjetiva, pero nadie dudaba de que la relación entre lenguaje y sentimiento fuera la misma que la que se daba por supuesta entre lenguaje y realidad5. Desde entonces las cosas han cambiado, se ha pasado de un paradigma que podemos llamar representacional -que presupone homología entre obra literaria y experiencia vivida- a otro que se suele considerar hermenéutico, y que comportaría una radical heterología entre obra y vida. ¿Sigue siendo posible hablar de expresión cuando parece que la categoría básica que vincula experiencia y lenguaje es la de interpretación? O mejor: ¿qué significaría expresión cuando parece haber cambiado la relación entre lenguaje y experiencia?
Nos parece que tanto la indistinción sugerida por Kertész de autobiografía y novela como toda una serie de reflexiones y puntualizaciones, así como su praxis de la escritura, hallan su sentido sólo en el marco de ese paradigma que por comodidad llamamos hermenéutico. Nos referimos con él a esa época que se abre con la crítica de Nietzsche a la componente metafísica del lenguaje, que quedaría reflejada en aquel fragmento, desde entonces tan citado y maltratado, de ¡no hay hechos, sólo interpretaciones!6.
En lo que sigue intentaremos esclarecer los presupuestos ontológicos de dicho paradigma, conocer los cuales nos parece imprescindible para tomar en serio la obra de Imre Kertész. En particular, cómo debe entenderse la relación entre la obra literaria y la vida del autor, y qué concepción del mundo, del lenguaje y del vínculo que entre ambos se da se hallan en la base de la anterior. Comenzaremos, entonces, por ver lo que Kertész nos ha dicho, ciertamente de manera rapsódica, nada sistemática, al respecto, e intentaremos luego ordenar y enmarcar dichas ideas en ese modo de ver el mundo que llamábamos hermenéutico por referencia a Nietzsche, Heidegger y -también- a Merleau-Ponty, con ayuda de los cuales leeremos a Kertész.
2. En una anotación de 1988, respondiendo implícitamente al tópico romántico aún en boga, dice Kertész: Piensa mal del arte quien considera que transmite sentimientos. El arte transmite vivencia, la vivencia de vivir el mundo y sus consecuencias éticas. (Kertész 2004: 209. Cursiva, mía: J.A.) El arte transmite, sí, sentimientos, mas no sólo; lo que verdaderamente transmite es la vivencia de vivir el mundo, en la cual habrá sentimientos, es posible, casi seguro, pero no se puede reducir la vivencia al mero sentimiento y, en consecuencia, la función del arte a la transmisión de sentimientos7. Transmite, pues, una totalidad que es la vivencia, y entendida en cuanto acontecimiento en el mundo, y del mundo, pues es la vivencia de vivir el mundo. El sentimiento se ha considerado tradicionalmente subjetivo, lo subjetivo por antonomasia. La vivencia podríamos entenderla también de ese modo, pero no: se subraya, a más del acontecer, la mundanidad8.
Es más, la anotación continúa: El arte transmite existencia a la existencia. Para ser artistas, hemos de sustanciarnos en existencia, igual que el receptor, que también ha de sustanciarse en existencia. No vale conformarse con menos; y si algún significado posee este rito, únicamente se puede buscar aquf' (Kertész 2004: 209. Cursiva, mía: J.A.)
No sólo, pues, que el arte transmita la vivencia a otros. No, es que el arte da vida a la vivencia, la recupera y la relanza, la arranca de sí para recrearla. Podría entenderse también que se refiere a la objetivación en la obra, mas parece que aquí no le es ajena la revivificación de la existencia. Al fin y al cabo, vivencia en sentido enfático suele decirse de aquellas experiencias inolvidables e irreemplazables, inagotables por lo que hace a su significación, para las cuales la creación artística, literaria sería ocasión de resurgimiento y plasmación en sentido. De hecho, años antes, ¿septiembre de 1983?, había anotado acerca de la verdadera función del novelista -un Proust, un Kafka, un Krúdy, no los que son unos chapuceros o unos charlatanes: la novela: un proceso en cuyo curso uno recupera su vida9, en algún modo la vuelve a vivir, no simplemente la rememora: ese recuperar sería, pues, dar existencia a la existencia, revivir lo vivido10.
Todas sus novelas tienen algo de eso. Sin destino, está claro, trata de formular, por decirlo así, la formación de un sin-destino, de una no-personalidad. No sabemos, ni probablemente él lo sepa, si el Kertész adolescente era o no como el Gyorgy Koves de la novela. Pero hemos de suspender este presupuesto realista -el de que en la realidad vivida hubiera ya un significado que el escritor sólo tiene que notiñcar-para captar mejor lo que allí pasa; es una novela, no un documento.
En una primera lectura suele llamar la atención lo que a veces se llama la objetividad de la narración. No es término nada afortunado, pero sí una advertencia que conviene indagar. Por otro lado, no hay que olvidar que la obra, en un primer momento, llegó a escandalizar. La razón más clara de esto es que, como señala en el último capítulo el propio protagonista, no se ve que el campo de concentración, Auschwitz, digamos, sea el infierno (Kertész 2001a: 248-9), y eso choca y hasta produce indignación en las buenas conciencias, que de pronto se ven enfrentadas a la duda de si, como habían llegado a convencerse, será que Auschwitz no fue tan malo. Obviamente se leía el texto como mera representación del campo de exterminio.
¿A qué se refiere esa mal llamada objetividad? Al hecho, diríamos, de que el protagonista y narrador -como en sus términos nos advierte Kertész- actúa como sensorio del mundo: lo que él va exponiendo es la memoria recreada de la experiencia, llamémosla, estética, sensorial -lo que va viendo, lo que va sintiendo, lo que va pensando. Y esa experiencia estética, hay que recordarlo, es lo más primario en la vida humana, diríamos que es previa al sujeto entendido en sentido estricto. Ciertamente, el protagonista convertido en sensorio puro no es un carácter, no es un personaje, ni es un individuo. No podemos hablar de objetividad en sentido estricto porque la narración está llena de sentimientos, sensaciones, juicios estéticos, a más de intentos continuos de explicación racional de los acontecimientos. Lo que no hay -¡y eso es lo que lleva a hablar imprecisamente de «objetividad»!- es sentimentalidad ni juicios morales condenatorios.
En el primer capítulo prima el desconcierto o, mejor, lo que podríamos considerar inmadurez: el niño, que hoy no ha ido a la escuela -comienza así la novela-, no entiende muy bien, no entiende nada. Y, sin embargo, a través de él -la narración es en primera persona- el lector ve lo que pasa.
En el segundo capítulo hay una escena especialmente llamativa, reveladora de la inconsistencia del adolescente, pero también de esa configuración presubjetiva del personaje. Discutiendo con una vecina de su edad acerca de ese ser judío que los está marcando, ante la desesperación de la niña, piensa en decirle que él no la desprecia por ser judía; no obstante, se calla, lo que a la vez le molesta. En esa compleja tesitura siente por primera vez algo que quizá podría llamarse vergüenza (Kertész 2001a: 47). El ha sido en cierto modo el culpable de que la vecina capte la casualidad de todo, el sinsentido. Y, sin embargo, el adolescente, que narra en primera persona, aparece no tanto como el actor, sino como el espacio en que un zigzag de ideas y afectos se entrecruzan y deciden su actuación: Estuve en un tris de decirle... Menos mal que enseguida caí en la cuenta... Sin embargo, me molestaba... Aunque es posible que en otra situación... No lo sé. También reconocí que... (Kertész 2001a: 47).
Dos cosas llaman especialmente la atención:
a) las apreciaciones estéticas (dicho ahora en el sentido más estrecho del término), admirativas por lo general de los verdugos: al llegar a Auschwitz el arreglo y la vestimenta de los soldados alemanes le tranquiliza; ante el médico que selecciona a los que van a vivir, y envía a los demás a las cámaras de gas, siente «confianza, puesto que tenía buen aspecto y una cara simpática»; antes de las duchas han de entregar todo lo que lleven encima a un «preso muy elegante», que le ayuda, y a un soldado bajito, etc., que, sin embargo, es propietario de «un látigo de cuero blanco - una verdadera pieza de artesanía, tuve que reconocer» (Kertész 2001a: 84, 90, 95). Basten estas referencias11.
Tales apreciaciones estéticas sacan obviamente a la luz la formación del gusto del narrador, y ese gusto condiciona o está inextricablemente unido a toda una serie de prejuicios de índole también moral. Lo que escandaliza, entonces, al lector desprevenido, el de la buena conciencia, es que la moral que aquí sale a relucir sea justamente la que, si no dio origen, desde luego, sostuvo el nazismo12. El narrador no sólo desconfía de las caras de los presos, a su llegada a Auschwitz, presos que, además de ser -por definición- criminales, le resultan sospechosos y ¡le parecen judíos!, sino que una vez seleccionado, comprende el trabajo del médico y mira con sus ojos: «Al mirarlos con los ojos del médico, me di cuenta de cuántos viejos e inútiles había» (Kertész 2001a: 82, 92). Y en esta reflexión tenemos:
b) la entrega del adolescente a la racionalidad imperante, o una búsqueda desproporcionada -para el lector- de racionalidad, de armonía y orden. Comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos; comprensible -también- que en el tren se muera la vieja; tan elegantes los soldados... que tranquilizan; todo era pulcro, cuidado y hermoso, bien que no había ninguna señal de vida (Kertész 2001a: 16, 79, 84,94), etc. Por supuesto, dicha entrega es respuesta a la extrafieza, la ignorancia, la falta de elementos de juicio, el sinsentido, en definitiva, del mundo totalitario. Hay un esfuerzo intenso, por más que inconsciente, por mantener los límites que distinguen y separan orden y caos, reprimiendo incluso la sensación de extrafieza a favor de una supuesta armonía. Al final del capítulo cuarto -el de la llegada a Auschwitz- dicho esfuerzo, sin embargo, resulta ya baldío: No sé bien qué ocurrió [...] y no supe siquiera dónde estaba (Kertész 2001a: 103)... han llegado los primeros golpes.
Por cierto, es esa convivencia chocante entre la pretensión de racionalidad absoluta y la verdad de la experiencia lo que caracteriza la ironía demoledora del texto: efecto del desajuste entre lo que sabemos de Auschwitz y el intento de racionalización de lo que allí sucede. Kertész se apoya en lo que el lector sabe de los campos de concentración alemanes; sólo así puede entenderse el carácter provocativo de la narración. Lo que ésta expone a la luz es el fruto de la educación recibida por el narrador adolescente, y en el mundo así configurado los alemanes tienen razón; es más, son la razón. El campo quizá no sea lo natural en este mundo, mas una vez que se está en el campo, el campo pasa a ser lo natural, y todo lo que en él sucede es racional, esto es, puede ser explicado mediante razones. Así que, por otro lado, y esta doblez de la ironía es esencial, el campo es lo más natural. Acaso sea ésta la idea central que nos transmite Sin destino. El escándalo, decía, cala en la buena conciencia, es decir, en quien no ha pasado por Auschwitz. Pero es que Auschwitz, efectivamente, es inimaginable. Por eso, Kertész no pretende darnos una imagen de ello, no trata de representárnoslo. Si lo tomamos como representación del campo es cuando Sin destino escandaliza, porque en la representación sancionada de Auschwitz está incluido el juicio condenatorio, o la figuración del horror. No, eso es lo que Kertész no hace. Kertész nos presenta los argumentos de Auschwitz, a través de un perceptor, por decirlo así, universal. Y, ¡cuidado!, ya lo hemos visto, la percepción no es subjetiva: es fruto de una educación estética y moral, e intelectual. El narrador no trata de presentar su peculiaridad, su individualidad sino que a través de él surge a la palabra el mundo en que se ve inmerso. Y ese es un mundo en que la persona, la personalidad han desaparecido, están de principio excluidas. El conjunto de determinaciones de dicho mundo ocupa el lugar de lo que sería la historia personal de cada uno. A esa determinación exterior, caprichosa, absurda, basada en la vaciedad de la ideología nazi, es a lo que Kertész llama sin destino, por más que se imponga con la férrea necesidad del verdadero destino. Bien que éste sólo puede desplegarse en compañía de la libertad. En cualquier caso, ese sin destino será algo que el adolescente deberá asumir como destino propio: uno no puede olvidar que ha pasado por Auschwitz. Y, aun cuando lo hiciera, Auschwitz nunca dejaría de ser la gran huella, el agujero irrellenable del trauma y, en el caso concreto de Kertész, a la vez el acicate y el motivo de la escritura.
En fin, si Auschwitz no se puede representar es porque hay una diferencia radical entre lo que se vive y lo que se habla de lo que se vive, y cuando no se ha vivido Auschwitz, nada se puede entender a partir de la representación. El campo de concentración sólo puede imaginarse como texto literario, no como realidad -y añade entre paréntesis- (Ni siquiera cuando lo experimentamos; quizá sea entonces cuando menos lo experimentamos como realidad.) (Kertész 2004: 222. Cursiva, mía: J. A.) De ahí que Kertész trate de exponernos no la imagen, sino la lógica de Auschwitz. Ahora bien, si hemos de tomar en serio la advertencia, esto implica una concepción del lenguaje que, como ya apuntábamos, no es la representational; una relación entre lenguaje y vida que habrá que aclarar.
Dejo aquí Sin destino. Sabemos que se salva por la acción de algunos personajes que todavía conservan capacidad de decisión libre y ética. Pero antes el adolescente se ha abandonado, se ha entregado a la muerte. La novela configura el in crescendo del sentimiento de extravío en el mundo arbitrario del campo. La novela no nos relata el camino de formación de un personaje, sino la vía de disipación y perdición que lleva desde el no saber y el no entender hasta la casual supervivencia en la soledad, pasando por el abandono y la renuncia. El adolescente protagonista, como explica el propio Kertész: solamente consiste en determinaciones, reflexiones y tropismos: solamente lo hace hablar, siempre y en todas partes, la tortura a la que lo somete el mundo, de lo contrario ni siquiera sabría usar la palabra; él nunca hace hablar al mundo (Kertész 2004: 31).
Vista, siquiera sea en esbozo, el alma de Sin destino, palidece lo autobiográfico. Kertész se pasó ¡catorce o quince años! escribiendo la novela. Lo que le movía era apurar y elaborar aquella vivencia básica que le perseguía. No se puede rendir cuentas de un sin destino mediante caracteres ni personalidad. Por eso debía prescindir de lo autobiográfico, porque se trataba de proponer una impersonalidad13.
Esa es una manera de recuperar la vida, de dar existencia a la existencia. Otras novelas reflejan otros modos. En definitiva, es siempre la vida, el deseo de vivir lo que hace a la obra de arte14. De ahí que para Kertész la escritura sea una venganza que se toma con el mundo, ese mundo -totalitario ya antes de Auschwitz-, cuya esencia es negarle en cuanto individuo15. Una venganza, una respuesta y una manera de apoderarse de la realidad.
Apoderarse de la realidad, vengarse no son tareas estériles. Son parte de una operación que actúa sobre el propio autor. La escritura le sirve para vivir, para soportar su existencia, y justificarla, pues con la escritura la va transformando. En más de un lugar viene a decirnos que la escritura es un modo de disimular, de olvidarse de sí mismo. Mas esa huida tiene su lado positivo: se trata de dejar atrás ese sí mismo que es el fruto de determinaciones externas, náufrago del azar, siervo de la electrónica biológica, hombre asombrado, muy a su pesar, de su propio carácter (Kertész 2003: 59).
El último capítulo de Fiasco, que es una conclusión en que la cosa no acaba, puesto que, como bien sabemos, nunca nada acaba, nos da Kertész una versión feliz -¿inspirada en la de Unamuno?- del mito de Sísifo, en que el escritor escribe y escribe, liberándose de lo superfluo, la vida. Dejar atrás aquel sí mismo sin destino, liberarse de él, hasta el punto de que al ponerse a escribir le desaparezcan los recuerdos16, va a ser la función de la escritura. Lo que se añade a los hechos es nueva vida, es otra vida.
Tenemos ya una primera respuesta a la cuestión acerca de la relación entre la vida del autor -¿la autobiografía?- y la novela: la novela es una transformación de la existencia del autor, entendida ésta en cuanto materia prima para la elaboración de aquélla. La novela, el arte en general tienen por función rescatar algo de la vida, aunque no sea más que el deseo; mas no tanto porque se apoyen en ella, sino, más bien, porque la recrean. Y esto, la recreación, el logro de la transformación y, con ello, de una nueva vida, no se mide en absoluto por el grado de realismo ni de correspondencia con los hechos efectivos de la vida del autor, que acaban por molestar. La clave parece estar, entonces, en el hecho de que no sólo el arte necesita de la vida, sino también, a su vez, la vida necesita del arte.
3. Y es que el arte, la creatividad, son una función vital. Contra los tópicos románticos del genio, el talento, etc., la creatividad -dice Kertész- no es un don divino venido de fuera, sino una función vital, el instrumento necesario para quedar con vida (Kertész 2004: 174). Una función vital que se puede atrofiar, que en la mayor parte de los casos está atrofiada. En el suyo, sin embargo, se ha convertido en necesidad. Por haber descubierto en él precisamente esa posibilidad de ir alimentado la existencia, de ir transformándola en algo real, de objetivarla en obra17. El último fragmento del Diario de la galera contiene un sueño, una fantasía de un músico feliz que lleva décadas tocando variaciones sobre un mismo tema y va ya por la enésima -en los ratos libres que le deja el trajín de la vida cotidiana-. En esa música, imagina Kertész, se reconoce la obsesiva voluntad expresiva (Kertész 2004: 277). La existencia, diríamos entonces, posee una voluntad de expresión que, hecha obsesión, necesidad, redunda en la creación artística.
El encuentro con esa función vital, el descubrimiento de esa voluntad de expresión nos lo narra Kertész en La bandera inglesa; es lo que él llama el momento de la radicalización de su vida. El la cifra en su encuentro con la ópera wagneriana La Valquiria y el relato de Th. Mann Sangre de Welsungos, inspirado a su vez en La Valquiria. Los personajes del relato son también Siegmund y Sieglinde, en este caso dos j óvenes aristócratas berlineses dados a la molicie. Atendiendo a la representación de la obra wagneriana se refleja ésta en los rostros de ambos. Piensa Siegmund:
 
 
¡Una obra! ¿Cómo se hacía una obra? Se formó un dolor en el pecho de Siegmund, un ardor o una tirantez, algo parecido a un dulce apremio. Pero un apremio ¿hacia dónde? ¿Por qué? Todo resultaba tan oscuro, tan ultrajantemente confuso. Estaba sintiendo dos palabras: creatividad..., pasión... Y mientras el acaloramiento le latía en las sienes, tuvo la nostálgica idea de que la creatividad procedía de la pasión, cuy a forma volvía a adoptar de nuevo tras haber creado. Vio a aquella mujer blanca y fatigada rendida sobre el regazo del fugitivo al que se había entregado, vio su amor y su necesidad y sintió que la vida, para ser creativa, tenía que ser así. Contempló su propia vida, esa vida compuesta de blandura y de ingenio, de mimos y de negación, de lujo y de contradicción, de suntuosidad y de claridad racional, de rica seguridad y de un odio travieso, esa vida en la que no había vivencias, sino sólo juegos de la lógica, ni sentimientos, sino sólo una aniquiladora precisión... Y en su pecho latía un ardor o una tirantez, algo parecido a un dulce apremio. Pero un apremio ¿hacia dónde? ¿Por qué? ¿Por la obra? ¿Por la vivencia? ¿Por la pasión? (Mann 2001: 367. Cursiva, mía: LA.18)
 
En el relato de Th. Mann parece que el apremio les lleva a la pasión incestuosa. A Kertész le dio por la obra, por la escritura. Radicalizar, entonces, su vida es literalmente hacerse cargo de la pasión, raíz de la existencia, y recrearla en obra. El ya escribía, había sido periodista y tenía su sueño de escritor. Lo que la radicalización va a suponer es que la formulación, la narración de su existencia no se contradiga con la propia existencia, con su forma de vida. Que no se contradiga quiere decir que de algún modo se adecué la experiencia al papel, sin que eso signifique que entre la existencia y su formulación deje de haber un telón de acero -dirá él-, telón de acero que separa al hombre de sí mismo. Acaso en vez de telón de acero debiéramos decir una diferencia, digamos, de sustancia, pues una cosa es la vida y otra, la narración y su medio, el lenguaje, por más que el lenguaje forme parte de la vida. Sin embargo, Kertész ve en el lenguaje -en el lenguaje hablado- una tendencia a velar el ser19. Al menos, en el lenguaje dado. De hecho, entiende que lo que hace a un hombre escritor es justamente ese no aceptar el lenguaje y los conceptos dados. Hay, pues, un telón de acero, incluso cierta oposición en tanto no se reconozca dicho telón, entre lenguaje dado y existencia; tanto más cuanto que la existencia radical debe ser individual y el lenguaje dado es institución social, es palabra ya hablada, y, así, desarraigada. La radicalización, dicha en otros términos, vendría a suponer que se da una forma adecuada a esa voluntad de expresión, que se la convierte en significación, en sentido, a través del trabajo y la apropiación del lenguaje.
La atención a la pasión, la dedicación a la creación permite descubrir la vida, algo otro en uno mismo. De los Carnets de Camus cita Kertész una frase de Van Gogh: Puedo prescindir perfectamente de Dios en la vida y en la pintura, pero enfermo y todo no puedo prescindir de algo que es más grande que yo, que es mi vida: el poder de crear (Kertész 2004: 131. Septiembre de 1982. Cursiva, mía: J.A.). Nueve años después es él mismo el que viene a señalar esa experiencia de cierta otredad en la creación, aun cuando sólo sea de una simple ocurrencia, y es que no sabemos de dónde sale: No sé quién escribe dentro de mí, quién es el escritor. Y está bien que así sea (Kertész 2004: 264).
Por otro lado, su Yo, otro. Crónica del cambio, siendo anotaciones extraídas de su diario de entre los años 1991 y 1995, está dedicado en su totalidad a la cuestión del otro en uno mismo. Baste uno de los epígrafes, el propio de Kertész, para que se vea por dónde van los tiros: Yo: una ficción de la que a lo sumo somos coautores (Kertész 2002a: 5)20. Y eso que se llama otro es lo que otras veces, al carecer de nombre propio, se llama la vida, respecto de la cual entiende Kertész:
 
 
Sería un error suponer que mi vida es mía. Pero un error todavía más grande sería abandonarla, estropearla, echarla a perder. Esta vida me ha sido confiada. No pregunto por quién, puesto que conozco la respuesta y sé, por tanto, que la pregunta está mal planteada; sólo puedo fiarme de mi propia e indiscutible percepción de la responsabilidad. Mantengo una relación de reciprocidad con mi vida. ¿El nombre de esta relación? Servidumbre. Hasta aquí todo bien. Pero, ¿qué partícula de esta vida fragmentada se refiere a sí misma con la palabra yo? (Kertész 2002a: 12-13).
 
Tan es así que hasta podría considerarse Yo, otro una novela, la novela en que se expone la fragmentación característica que introducen la reflexión y el tiempo en el supuesto continuo y la totalidad de esa vida que es raíz, es otredad y relación de reciprocidad con uno mismo. De hecho, en esos primeros años noventa, por lo que se ve en el texto, Kertész no para de viajar, se ha convertido en escritor conocido y reclamado. Yo, otro -resumiendo- sería la crónica de sus viajes por los lagos de Austria y Suiza... y también del alma.
El dicho de Rimbaud, yo es otro, o acaso mejor el de Nerval, yo soy el otro, nos acercan a Kertész, quien probablemente diría: yo he de ser mi otro, el que me empuja a escribir, la pasión que me configura, moviéndome y removiéndome de donde estoy, de lo que soy. Esa diferencia en sí mismo, esa alteridad es la que marcaba antes el telón de acero que nos divide a cada hombre y, por supuesto, al hombre y al mundo, aunque sólo sea por la mediación del lenguaje. La negación de la novela autobiográfica era también una advertencia acerca de la imposibilidad de reproducción lingüística de la realidad: Conversación. Mi interlocutor cree que lo extraordinario del mundo se puede reducir y convertir en algo formulable. Ser artista significa precisamente lo contrario (Kertész 2004:144-145). Es decir, ser artista significa no creer que lo extraordinario del mundo se pueda reducir y convertir en algo formulable. El mundo, el ser sobrepasan lo formulable; y, a la vez, la acción del artista implica que, si no formular -o reducir a fórmula-, se puede expresar, articular.
La vida, el mundo, probablemente no se puedan entender. Heredero en ese aspecto del pensamiento de Camus, Kertész lo proclama de muy diversas maneras. La narración, sin embargo, el relato existencial que él practica no pretende apoderarse de su existencia, sino, lo veíamos, darle juego, devolverle la vida: en la obra. ¿Cómo hacerle hablar? Sólo en cuanto realidad narrable, dirá (véase Kertész 2002a: 109-112). Y esa realidad narrable sería su contenido oculto, los resortes del teatro de marionetas. Supuesto que eso se logra, el relato narraría la lucha sin fin que se inició en mí de forma imperceptible, como los cambios que se producen en un germen, para que ascendiera de las profundidades insondables de la existencia a la superficie de la conciencia, y para que luego aceptara la existencia (mi existencia) con esta nueva conciencia (Kertész 2002a: 110).
Esa diferencia implica que el fracaso está de entrada garantizado: la escritura copia la vida como si ella, la escritura, fuese vida, pero ¡no lo es!, reflexiona Kertész en un momento en que ¡sus propias historias le aburren!21 Algo, no obstante, hay de cierto en ello: la escritura implica, alberga un fracaso, una quiebra, una alteración de la vida, bien que dicho fracaso constituye una nueva vivencia, probablemente una fundamental, radical. La asunción de tal fracaso, el salto de la vida a la escritura es lo que permite que la obra de arte se dé sus propias leyes. Esto no ha de hacernos olvidar que ni la propia vida es como la vida, no reproduzcamos el dualismo clásico que entiende vida/lenguaje en cuanto oposición, no volvamos al tópico decimonónico que excluye del arte la vida. Que el mundo no es comprensible o reducible a fórmulas, que la vida no está hecha para entenderla, sino para vivirla significan justamente eso: el telón de acero, la diferencia constitutiva no separan sólo lenguaje y vida sino que habitan la propia vida entendida en cuanto raíz y existencia, esto es, en su totalidad. Sólo que esa separación no es necesariamente oposición y exclusión. Aun en la diferencia existe la posibilidad de una expresión lograda: tal es el texto del escritor.
Trabajar en la escritura viene a ser, por lo tanto, para Kertész una manera de trabajar en uno mismo, de conocerse a sí mismo, como diría Schopenhauer, una de sus lecturas favoritas. Ser para conocerse, escribir para ser, para conocerse. Sólo que trabajar en uno mismo es al tiempo trabajar contra sí mismo; al menos eso es lo que Kertész ve en Kafka y lo que considera propio de todo verdadero artista (véase Kertész 2004: 37). Si la pluralidad que albergamos en nosotros no queda a veces tan clara, lo que resulta innegable es que somos por lo menos dos: 1) el de antes, el que ha sido hasta ahora, y 2) el que ahora está siendo, y que puede ser otro. Tal es la forma más simple de la libertad humana; practicarla implica ir contra sí mismo, aun cuando sea para tomar apoyo.
En la objetivación que la obra de arte supone el artista se ve a sí mismo como una necesidad sustancial, como la esencia destilada del momento histórico universal (Kertész 2004: 37-38). Está hablando de Kafka, de las K que aparecen en El castillo y El proceso, que al plasmarse no contienen nada personal, sino sólo lo general, convertido en algo extraño y, al mismo tiempo, válido. Esa destilación de lo personal en universal y válido es la objetivación de la obra lograda. Se ha dicho, y con razón, que la obra de arte ejemplifica, singularizándolo, lo universal; y eso es lo propio de la expresión frente a la representación.
Desde esta perspectiva habría que leer todas sus obras, las de Kertész. De ahí que tenga sentido su protesta frente al rótulo de novela autobiográfica que se aplicó a Sin destino, y que igualmente valdría de las demás. El habla de una noche de tormenta, en mayo de 1976, en torno a la cual gira la experiencia central de Kaddish, tormenta en la que habría entrevisto todas sus obras. Ciertamente, al menos Fiasco y Kaddish pueden considerarse hijas de aquella noche. La noche mentada anotaba en su diario:
 
 
Coñac, tranquilizantes. Gran tormenta en el exterior. A lo lejos, el espejo del agua que de vez en cuando se ilumina con colores rojizos. Y por fin la sensación del retorno, por fin la liberación, por fin el plan: la génesis... sinfonía de una novela no nacida (como subtítulo). Quiero hablar, confesar, contar la historia de la liberación de un alma o, mejor dicho, la historia de una gracia (Kertész 2004: 62).
 
La génesis... acabaría siendo Fiasco. Surge el plan de la novela como reposo tras la lucha, como liberación. De ella, releyendo anotaciones de ese año 1976, dirá más adelante, en octubre de 1987: Fiasco creció en mí, se desarrolló en mí y se separó de mí como el fruto de una planta (Kertész 2004: 203). Algo parecido nos viene a decir la tesis que articula Kaddish: la escritura como oración fúnebre y testimonio de los hijos no habidos. Pero frente al aspecto en apariencia negativo de esta última idea, hay que detenerse en la, si se quiere, ingenua y poética imagen de la novela como fruto de la existencia humana. Recordemos la amplificación nietzscheana: el artista visto como el terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece la obra. La obra es obra por crear su propia posibilidad. De esa manera se diferencia la vida de sí misma. Y en Fiasco podemos verlo aún mejor: por contener la obra el propio camino hacia la obra, y cerrarse al final en un bucle abierto. Recordemos: la primera parte es el documento de la posibilitación de la obra que la segunda parte va a ser; hay una conclusión no concluyeme en que se remite a la piedra desgastada de un Sísifo feliz.
Los finales de Fiasco, Kaddish y Liquidación tienen ese rasgo en común: ser bucles abiertos, puntadas en proceso, como el vínculo de escritura y vida, como la temporalidad y el lenguaje. La escritura, entonces, no es sólo fracaso: es vida potenciada, vida intensamente vivida, el recto camino hacia la muerte.22 El gran enemigo no es la muerte allá, sino la muerte en vida, el abandono, la distracción existential, que dirá Kertész ¿siguiendo a Pascal? (Kertész 2002a: 104). Eso es lo que hace de la vida mera supervivencia, lo que la despoja de su creatividad.
La creación, pues, es el modo de vivir, el modo de escapar a la condena del totalitarismo y de Auschwitz, el modo de llegar a ser individuo arrancándose a la Historia, de mantener viva la vida y cumplirla como camino hacia la muerte. Si, además, en el proceso algo se llega a conocer, tanto mejor; mas no es ese el fin primero de la creación artística. Se puede entender ahora mejor en qué sentido la escritura es para Kertész soporte y hasta justificación de la existencia. No sólo aparta del escritor lo terrible de la existencia; es que incluso lo redime y lo transforma en alegría, nos dice en el último texto hasta ahora publicado23. Retomando la idea de Th. Mann, continúa: sólo se puede escribir cuando hay energía en abundancia, esto es, a partir del deseo; la escritura -y esto no me lo he inventado yo- es vida potenciada24.
4. Señalemos de manera sumaria lo que hemos encontrado en Kertész acerca de la creación literaria:
1. Una suerte de coimplicación entre arte y vida: la vida se expresa en el arte y el arte potencia la vida del autor, transformándola.
2. Dicha transformación es posible porque el arte es una función vital, porque la vida es voluntad de expresión.
3. La transformación se da por medio de una radicalización de la existencia, que es atención y cuidado de la pasión que la mueve.
4. Tal radicalización supone el descubrimiento de cierta otredad en uno, y es gracias al diálogo con eso otro como se transforma la existencia del escritor.
Quedarían por aclarar mejor -para que se entienda en qué sentido la obra es expresión de la existencia- un par de cuestiones:
a) que no se trata de expresión meramente subjetiva, esto es, de los sentimientos o intimidad psicológica del autor;
b) cómo es posible que habiendo un telón de acero, una diferencia substancial entre vida y lenguaje, aquello que se hace con lenguaje, como es la narración literaria, exprese, no obstante, la vida. Dicho de otro modo: ¿qué relación hay entre lenguaje y vida?
A) Por más que la noción de expresión apareciera en su momento asociada a la intimidad psicológica del poeta, no hace falta insistir demasiado en que la existencia de cualquier persona abarca muchísimo más que dicha intimidad. Es más, probablemente haya que darle la vuelta al presupuesto desde el cual se plantea la distinción objetivo'V'subjetivo. La distinción resulta pertinente en el ámbito del conocimiento, que para ser tal debe prescindir de lo subjetivo, es decir, de aquello que sea particular de quien pretende conocer. Pero nuestra relación con el mundo ¡ no es primordialmente de conocimiento! Nuestra existencia ¡no es la de un sujeto cognoscente! Siguiendo a Heidegger, podemos decir que somos seres-de-mundo, pues que el mundo es nuestro medio, nuestro elemento, como es el agua para el pez o el aire para el ave. Estamos en todo momento abiertos al mundo, y por mundo entendemos aquí no sólo todo lo que hay, sino ese todo lo que hay también en su significación, esto es, por lo que hace al sentido, que, como Nietzsche nos advirtió, se nos dan inseparablemente: No hay hechos, sólo interpretaciones. El mundo, para nosotros, es trama significante que articula la realidad. Por eso el lenguaje, articulación por antonomasia, forma parte no sólo de nuestra existencia, sino también del mundo. Dicho a la inversa, no hay mundo que no forme parte de nuestra existencia.
Es la convicción heredada de que el lenguaje refleja el mundo lo que nos impide atender a la experiencia básica de que si el lenguaje funciona es porque está perfectamente integrado en el mundo: entender algo es plantarse de golpe en ese algo, ver aquello de lo que se habla, no la fantasiosa e inexistente operación de pasar de un significante a un significado. El que esté perfectamente integrado tampoco significa que todo en esta vida tenga sus palabras ya dispuestas. Ya sabemos que no. Por eso puede el lenguaje descubrirnos cosas que no sabíamos y la literatura poner al descubierto incluso nuevas posibilidades de ser (Heidegger 1988: 375-376). Es como si el mundo estuviera circulado de palabras que lo hacen humano a la existencia y, así, hallar expresiones nuevas es descubrir espacios desconocidos.
De ahí el que la expresión de las vivencias no tenga por qué ser subjetiva en el sentido de íntima. Será personal, como, por demás, lo es toda vivencia. Si, por otro lado, tenemos en cuenta que el lenguaje es presencia de la sociedad en el particular, medio fundamental por el que se instila lo social en el individuo, habrá que reconocer la posibilidad de que se dé una expresión no subjetiva del mundo a través de las vivencias del escritor. Esto nos parece que es lo que de modo explícito practicaba Kertész en Sin destino.
B) Hablábamos de una diferencia substancial entre vida y lenguaje. Por otro lado, insistimos en que el lenguaje es un modo de ser de la existencia. ¿Cómo es posible, entonces, la expresión? Para entender esto hay que considerar el lenguaje de otra manera que la que es habitual. Y la que es habitual se basa en el uso cotidiano del lenguaje. Usamos el lenguaje cotidiano, efectivamente, como un instrumento, para referirnos al mundo que ya está cartografiado: ahí sí que parece que el lenguaje representa la realidad, y en la medida en que la representa, se puede pensar que la refleja, y que, por lo tanto, el lenguaje fuera otra cosa que la realidad, ¡como si ésta pudiera existir para nosotros sin el lenguaje!
Mas el lenguaje cotidiano no nos da la medida de lo que la palabra puede. De hecho, el verdadero pensamiento y la literatura, en fin, lo nuevo no pueden entenderse según dicho uso. Tanto Heidegger como Merleau-Ponty insistirán en distinguir otra posibilidad del lenguaje, la que propiamente nos muestra lo que éste hace: su carácter, digamos, creativo. Merleau-Ponty distingue entre lenguaje hablante -langageparlant- y lenguaje hablado -langage parlé-. El lenguaje hablado es el lenguaje ya establecido, el lenguaje en su uso cotidiano. Heidegger lo llamará Gerede o 'hablilla', y le contrapondrá un lenguaje al que también se puede denominar hablante, sprechend.
Cuando decimos aquí creativo ya sabemos que la creación no es partir de la nada; crear es inventar pero a la vez descubrir, o descubrir pero inventando. Acudamos a la útil cobardía del ejemplo: Sin destino nos descubre Auschwitz inventado una manera de hacérnoslo presente. No había antes un lenguaje preparado para representar Auschwitz (y por eso se suele decir que es irrepresentable), pero se puede hacer que el lenguaje nos acerque a ello. Realmente, en lo que de nuevo ofrece, el escritor inventa25, mas lo hace de tal manera que lo inventado se adecúa a la experiencia y cuando lo hace con justeza acaba pareciendo que efectivamente así era, ahí estaba, esperando la mirada que lo descubriera. A ese descubrir inventando le llamó Nietzsche, y Heidegger tras él, interpretar. Dicho en alemán, interpretar, Auslegen, es también 'exponer', 'poner a la vista', sacar a la luz lo que estaba oculto, invisible. Claro está, ambos filósofos hablan de interpretar porque entienden que la vida, la existencia son vida y existencia, y sólo vicariamente se dejan verter en lenguaje. En los inicios, pues, interpretar dice de la relación entre ser lingüístico y realidad muda. Pero estamos hechos de tal manera que esa realidad muda nos habla en su silencio: sólo interpretándola es lo que es para nosotros.
Volvamos a la palabra hablada. En ella entrevé Merleau-Ponty el fantasma de un lenguaje puro: nos parece que [la expresión] alcanza su vértice cuando señala inequívocamente acontecimientos, estados de cosas, ideas o relaciones, ya que en estas circunstancias no deja nada que desear, no contiene más que lo que muestra, nos hace deslizamos hacia el objeto que designa (Merleau-Ponty 1971: 25). El buen uso del lenguaje cotidiano, la comunicación lograda produce ese efecto: el lenguaje se borra a sí mismo y nos deja solos con las cosas. Y cuando uno dice cosas, dice también pensamientos, sentimientos, etc. De ahí el que se llegue a pensar que la significación está en la realidad o en el pensamiento, de los cuales el lenguaje sería sólo signo o transparente abreviatura. El mito del lenguaje, la manera como durante tanto tiempo se lo ha pensado, acabaría en que todo fuera «como si no hubiese habido lenguaje» (Merleau-Ponty 1971: 32).
Mas ya hemos visto que esa manera de concebir el lenguaje y su trato con la realidad no nos permite entender lo nuevo, y, además, ése no es el modo como el lenguaje funciona, como se vive el lenguaje. La consideración del lenguaje literario o poético nos lleva a entender de otro modo el ser del lenguaje. Se introduce una doble corrección respecto de la concepción habitual: 1) si en la concepción mimética el lenguaje aparece separado de la realidad, reflejándola, en la hermenéutica, por el contrario, el lenguaje es parte de la vida, está integrado en el mundo; 2) como compensación, en la concepción mimética el lenguaje es homólogo de la realidad, esto es, la realidad posee por sí significación, que el lenguaje transportaría; en la hermenéutica el lenguaje es otro que la vida, y si la puede expresar es por estar entreverando la vida, por ser elemento suyo.
Pensemos en la lectura, en la escritura.
Leemos Sin destino, y si entramos en la narración, si la lectura nos engancha, «estamos» en Auschwitz. Ya sabemos que no estamos en Auschwitz, probablemente no habríamos regresado, mas sí entramos en el mundo de Auschwitz (¿cómo llamarlo, si no?). Kertész nos decía que el campo de concentración únicamente puede imaginarse como texto literario, no como realidad» (Kertész 2004: 222). Entramos en el mundo imaginado de Auschwitz, porque Kertész ha sabido imaginarlo en palabras. (Y aquí quizá habría que precisar: imaginar en palabras no es imaginar, es decir, ponerlo en imágenes. Hemos de desprendernos definitivamente del utpicturapoesis.) Y nuestro entrar en Auschwitz no es sólo volver a visitarlo, repetir los demás textos leídos sobre el tema, las películas vistas; es, gracias a la manera como Kertész lo concibe, vivir el sinsentido y a la vez el sentido (del sinsentido vivido), es reordenar las relaciones entre individuos y campo o mundo, degustar el sabor de la lógica en tiempos de hambre, etc. Entrar en Auschwitz supone no sólo entender más de Auschwitz, sino transformarse uno mismo: sus experiencias previas, categorizaciones, lógica, estilo. El mundo del sentido propio adquiere una nueva forma, somos otro.
La obra original, a través de la lectura que de ella hacemos, va operando en nosotros una transformación cuya meta final es el haber entendido, el habérnoslas de otra manera con el mundo. Y, sí, al final parece que las palabras sobraran, una vez hemos llegado. Mas son las palabras, el texto literario en su materialidad significativa, las que poseen ese poder transformador.
El lenguaje hablado sería el que el lector lleva consigo al empezar a leer; el hablante es la interpelación que el libro dirige al lector no prevenido (Merleau-Ponty 1971: 38), operando en él esa transformación a que aludíamos, segregando una significación nueva que es la comprensión incorporada. En Lo visible y lo invisible, la obra que Merleau-Ponty estaba escribiendo cuando murió en 1961, el lenguaje hablante, operante, es ese lenguaje-cosa [que] hace que afloren todas las relaciones profundas de lo vivido donde se ha formado, y es el de la vida y la acción, aunque también el de la literatura y la poesía (1970: 159)
Si el lenguaje opera así en la simple lectura, ¡qué poder no tendrá en la escritura! Podemos entender el lenguaje como esa planta que arraigada en la existencia saca a la luz en su crecimiento la textura de la tierra en que brota; podemos también, con Heidegger, pretender que las palabras son manantiales...26 Sea como fuere, el caso es que antes de la expresión, lo que había era mudo: la vivencia, ya lo hemos dicho, está hecha de silencio, de la materia de la vida; y ésta, sí, puede buscar la expresión pero no posee una significación previa a la que la palabra le confiere. Lo que hay antes de la expresión es una intención significante que lleva a hablar, a escribir. Mas dicha intención significante no es más que un vacío que busca la palabra en que encarnar.
Expresar es tomar conciencia.
 
 
La intención significante se da un cuerpo y se conoce a sí misma al buscarse un equivalente del sistema de significados disponibles que la lengua que hablo y el conjunto de los escritos y de la cultura cuyo heredero soy representan. Se trata, para ese deseo mudo que es la intención significante, de realizar una determinada disposición de los instrumentos ya significantes o de los significados ya parlantes [...] que lleve a cabo en el que habla o el que escribe el anclaje del significado inédito en los significados ya disponibles. [...] Yo expreso cuando, utilizando todos esos instrumentos ya parlantes, les hago decir algo que no han dicho nunca. (Merleau-Ponty 1964: 108).
 
Cuando escribimos, cuando propiamente pensamos, no sabemos lo que vamos a pensar, va surgiendo, y según surge, vamos corrigiendo, acomodando las palabras que nos vienen a las mientes a lo que queremos decir. ¿Estaba dado de antemano lo que queríamos decir? Sí, y no. Algo había que nos permite ir acomodando las ideas y las palabras a lo intuido. Mas no estaba formulado en palabras, esto es, no estaba formulado. Son las propias palabras que vamos produciendo las que, por su relación ya establecida con las cosas y con los significados, nos van guiando. Por eso, al final queda siempre la sensación, aun con la mejor de las expresiones, que lo que se quería decir era eso y, a la vez, no lo era. Dicho en las palabras de Kertész: la literatura quiere imitar a la vida, y la imita, hasta la realza, mas no es vida. De ahí el que nunca se acabe de decir lo que se quería.
Es cierto que al final, cuando se ha logrado transmitir un significado, parece que estaba ahí, antes, esperándonos. Pero tal el efecto de la singularidad del lenguaje. Así como la vida se caracteriza frente a lo lingüístico por su vivacidad, por su realidad, como diría Ortega, por su ejecutividad, que le confiere una solidez, una intensidad distintiva, así lo lingüístico produce la ilusión de haber estado contenido en la vida, cuando en realidad no es sino su fruto, el resultado de un deseo, una pasión y un trabajo vertidos en una obra que acaba objetivando el vacío primero. Tener una idea no es tenerla frente a uno a la vista, como la falsa imagen de la conciencia-escenario nos invita a creer, es sencillamente saber organizar discursos coherentes en torno a ella, lo que, obviamente, es el resultado de un práctica, el hábito de vivir en la palabra.
Ese desconocimiento que habita al hablante, al escritor que hace algo más que repetir lo ya sabido, lo ya dicho, es lo que nos viene a decir que no somos de una pieza. Ya la presencia del lenguaje en nosotros es nota de la multiplicidad, incluso presencia de los demás en uno mismo. El desconocimiento que sale a la luz en el fenómeno de la escritura hablante nos señala a lo inconsciente, a las raíces ignotas de la conciencia, en definitiva, a la existencia; en cualquier caso introduce una quiebra en la unidad imaginaria del individuo, apunta a esa diferencia radical con que Kertész se encontraba una y otra vez, y cuya matriz podemos entender ahora que está, efectivamente, en la otredad de la existencia o de la vida respecto del lenguaje, por más que éste le sea consubstancial. Por ello, dar expresión a la vida no sólo es revivir, sino ir apropiándose de ella y, así, ir haciéndose otro: [la existencia efectiva] consiste en ser activamente aquello que somos por azar, en establecer esa comunicación con los demás y con nosotros mismos (Merleau-Ponty 1977: 77). La vida nos es y la somos.
NOTAS
1 Cuando no hay traducción española, nos valemos de la alemana, al sernos inaccesible el húngaro original. La última obra publicada por el momento, finales de 2006, es Dossier K. Eine Ermittiung, aparecida en septiembre de 2006, de la cual se publicaron unas 45 páginas, de las 70 primeras del libro, en junio de 2005 (véase Kertész 2005b).
2 [...] eine solche Gattung gibt es gar nicht. Entweder Autobiographie oder Roman. [...] Eine gute Autobiographie ist wie ein Dokument: ein Epochenbild, auf das man sich stützen kann. Im Roman dage-gen sind nicht die Tatsachen das Entscheidende, sondern allein das, was man zu den Tatsachen hinzutut (Kertész 2005b: 53.Traducción y cursiva, mía: J.A.).
3 Hay, sí, un cambio en la persona del verbo, que pasa del impersonal, man, a la segunda persona, du, pero aquí carece de trascendencia (Véase Kertész 2006: 12).
4 Kertész tradujo El nacimiento de la tragedia al húngaro. Allí encontramos lo que probablemente sea la referencia pertinente: El diálogo platónico fue, por así decirlo, la barca en que se salvó la vieja poesía náufraga, junto con todos sus hijos: [...] Realmente Platón proporcionó a toda la posteridad el prototipo de una nueva forma de arte, el prototipo de la novela (Nietzsche 1980: 121).
5 La teoría expresiva de la creación poética, tan difundida en el período romántico, nos parece constituir todavía un avatar de la teoría imitativa, pues se reduce a transferir al dominio de la subjetividad lo que la teoría mimética afirma en el plano de la realidad objetiva. En efecto, la teoría expresiva tiende a concebir el poema como el término rigurosamente homólogo de la experiencia vivida (Aguiar 2001: 111).
6 Gegen den Positivismus, welcher bei dem Phánomen stehen bleibt „es giebt nur Thatsachen, würde ich sagen: nein, gerade Thatsachen giebt es nicht, nur Interpretationen (Nietzsche 1988a: 315). Se ha publicado recientemente la versión española de dicho tomo y el siguiente: el lema nietzscheano se halla en el fr. 7 [60] (véase Nietzsche 2006: 222).
7 Nadie niega lo que, por otro lado, es evidente: que el autor se sirve de sus sentimientos, de su experiencia propia, para hacer la obra. Pero no se sirve exclusivamente de ellos: también cuentan (a veces más, según los casos) sus observaciones sobre lo que le rodea, sus creencias de toda índole, sus opiniones estéticas, la influencia de otras obras artísticas. Cuenta lo consciente y lo inconsciente, lo pensado tanto como lo vivido (García Leal 2002: 200).
8 La caracterización que G. Simmel hizo del concepto de vivencia ayuda a precisar esto: [en la vivencia] lo objetivo no sólo se vuelve imagen y representación como en el conocimiento, sino que se convierte por sí mismo en momento del proceso vital (cit. en Gadamer 1996: 106).
9 La inestimable importancia de la novela: un proceso en cuyo curso uno recupera su vida. [...] el único objeto posible de la novela: la recuperación, la vivencia de la vida, y que nos colme por un solo y fervoroso instante antes de partir (Kertész 2004: 148).
10 Aun cuando estemos, por economía, valiéndonos del término que Dilthey y Husserl introdujeran en el pensamiento filosófico, probablemente sea más cercano al uso que le estamos dando lo que Merleau-Ponty llamaba Erfahrung, y que contraponía expresamente a la Erlebnis husserliana. Esta sería experiencia articulada, voluntaria y consciente cuyo recuerdo puede ser evocado a voluntad, y la señalada Erfahrung, experiencia silenciosa, originaria y crepuscular que nuestro cuerpo mantiene con el mundo sensible y cuyo recuerdo sólo emerge por una causa involuntaria y contingente (Bech 2005:108-109). Vivencia, tal como empleamos aquí el término, es la experiencia que ha sido vivida real y efectivamente, con independencia de que haya llegado o no a ser consciente.
11 Véanse también, sin pretender ser exhaustivo, Kertész 2001a: 119, 138, 181, 192, 194, 202.
12 En diversos lugares insistirá Kertész en que Auschwitz no es una excepción, no es un corte en la historia de occidente. En Kaddish..., por ej.: Auschwitz, dije a mi mujer, me pareció más tarde una mera exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia (Kertész 2001b: 137). Puede verse también Kertész 2002b: 33, 80.
13 Sin destino como novela autobiográfica. Lo más autobiográfico de mi autobiografía es que no hay nada autobiográfico en Sin destino. Lo autobiográfico de ella es que eliminé todo lo autobiográfico en aras de una fidelidad superior (Kertész 2004: 164).
14 A más de ser, junto con el humor, uno de los rasgos característicos de sus novelas, lo señala explícitamente en diversos lugares (véase, por ej., Kertész 2004: 11-12, 22, 176). En Sin destino una de las escenas más singulares, motivo también de escándalo, es la que funde deseo de vivir y belleza ¡del campo de concentración!: En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso (Kertész 2001a: 192).
15 [...] tal vez empecé a escribir para vengarme del mundo. Para vengarme y arrancarle aquello de lo que me excluyó. [...] Tal vez quería eso, sí: sólo en la imaginación y con instrumentos artísticos, apoderarme de la realidad que -de forma muy real- me tiene en su poder; quería convertir en sujeto mi eterno ser-objeto, ser dador de nombres en vez de nombrado. Mi novela no es más que una respuesta al mundo: el único modo posible de respuesta que me quedaba (Kertész, 2003: 95 Cursiva, mía: J. A.). Fiasco es un ejemplo perfecto de esa venganza: en lo que tiene de parodia de un lenguaje objetivo, barrenado por continuas explicaciones desternillantes... Pero, sobre todo, en ese velo de inconsistencia, de fragilidad y ruina que arroja sobre un mundo en que se reconoce a distancia el comunista, llegando a producir hasta piedad: ¡el mundo comunista!
16 [los recuerdos...] se convirtieron en otra cosa. Se transformaron en contenidos de diversos cajones, donde rebuscaba cuando lo creía necesario para extraer alguna moneda convertible. Los elegía: necesitaba este y no aquel. Los hechos de mi vida, la llamada materia de mi experiencia, ya sólo molestaban, dificultaban y limitaban mi trabajo, la creación de la novela a la que, en un principio, servían de base existencial (Kertész 2003: 78).
17 Ya Nietzsche insistió en considerar la creación artística como esencia de lo humano. En numerosas ocasiones -como apunta Heidegger (1989:135)- con creación se refería Nietzsche al carácter inventivo de la vida sin más, pero en sus últimas obras entiende la creación como Kertész la va a tratar: será la obra lo que dé sentido a la existencia del autor. Se reunirían así los dos aspectos: la creación en cuanto ejercicio vital y en cuanto producción de obra. Es más, Nietzsche nos propone una visión del artista por relación a la obra asimismo muy cercana a la de nuestro escritor: En última instancia él es tan sólo la condición preliminar de su obra, el seno materno, el terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece aquélla (Nietzsche 1975: 117).
18 En negrita lo que Kertész cita en 2005a: 41.
19 ¿Qué es el lenguaje? ¿Vela o desvela? Quizá más bien lo primero: vela el ser, al que interpreta como algo muy distinto, como lo radicalmente otro. Lo normal es el ser que da la espalda a la existencia; pues quien mira su interior o bien enmudece o bien enloquece (Kertész, 2004: 239). Está pensando, ciertamente, en el lenguaje instituido, ya hecho, el que Merleau-Ponty denominará palabra hablada, por oposición a la auténtica o hablante, que habría que considerar, dice, como un velo alzado (Merleau-Ponty 1970: 243). Así, el escritor sería aquel que no entiende bien las palabras, y por eso se pone a escribir, como para curarse de una enfermedad: quizá no sea sino el hecho de no aceptar el lenguaje y los conceptos dados lo que hace a un hombre escritor (Kertész 2004: 19-20).
20 Una vez más, la idea de Nietzsche de que el sujeto no es sino una pluralidad de voluntades de poder, una multiplicidad que se ha construido una unidad imaginaria nos ayuda a entender lo que Kertész dice. Como explica D. Sánchez Meca: todo individuo guarda en su interior más personas, más máscaras de las que él mismo se cree. Se familiariza generalmente con un rol en función de su sexo, edad, etc., incorporándose juicios, opiniones, gustos, maneras de actuar, que cuadran con él. No obstante, si la vida lo requiere, cambia de rol (Sánchez Meca 1989: 164).
21 «[...] vivo y escribo, y ambas cosas suponen esfuerzo, la vida es un esfuerzo más bien ciego y la escritura, un esfuerzo más bien vidente que se distingue por tanto de la vida, claro, y que tal vez se esfuerza por ver aquello por lo que se esfuerza la vida y, como no puede hacer otra cosa, repite la vida de la vida, copia la vida como si ella, la escritura, fuese vida, y no lo es, no lo es de una manera fundamental, incomparable, de una manera, incluso, que no tiene parangón, de tal modo que, cuando nos ponemos a escribir, a escribir sobre la vida, el fracaso está de entrada garantizado» (Kertész 2001b: 58-59).
22 Tal es el motivo de Kaddish, y una de las caracterizaciones que Platón hacía del pensamiento. No hay aquí espacio para rastrear el hilo que une a Platón con Th. Mann -La muerte en Venecia- y Kertész, en principio bien fecundo.
23 [...] und von dem Moment an, in dem ich mich fürs Schreiben entschieden hatte, konnte ich meine Probleme auf einmal ais Rohmaterial für meine Kunst betrachten. Und wenn dieses Material auch ziemlich düster zu sein scheint, wird es doch durch die Form erlóst und damit in Freude für mich verwandelt (Kertész 2006: 67). [.. .y desde el momento en que opté por la escritura pude de golpe considerar mis problemas como materia prima de mi arte. Y aun cuando esa materia parezca ser un tanto tétrica, por medio de la forma, sin embargo, queda redimida y se transforma para mí en alegría. Traducción, mía: J. A.]
24 Schreiben kann man nur aus der Fülle der Energien, also aus Lust; Schreiben, das habe nicht ich herausgefunden, ist gesteigertes Leben (Kertész, 2006: 62. Cursiva, mía: J.A.).
25 Nietzsche, en un fragmento de Aurora, §119, dice: Toda nuestra llamada conciencia no es más que el comentario más o menos imaginario de un texto desconocido, quizás incognoscible, y, sin embargo, sentido. [...] ¿Qué son, pues, nuestra vivencias? Es mucho más lo que ponemos en ellas que lo que en ellas hay. ¿No habría que decir, tal vez, que en ellas propiamente no hay nada? ¿Que tener vivencias es inventar? (Nietzsche 1881: 114. Traducción, mía: J. A.).
26 Die Worte sind Brunnen, denen das Sagen nachgrábt, Brunnen, die je und je neu zu finden und zu graben sind, leicht verschüttbar, aber bisweilen auch unversehens quillend (Heidegger 1984: 89) [Laspalabras son manantiales en cuya busca el decir perfora la tierra, que una y otra vez hay que hallar y perforar de nuevo, fáciles de cegar, aunque en ocasiones brotan también cuando menos se espera. Traducción, mía: J. A.]
OBRAS CITADAS
Aguiar e Silva, Vítor Manuel de. 2001. Teoría de la literatura. Versión española de V García Yebra. 2a ed. Madrid: Gredos.
Bech, Josep Maria. 2005. Merleau-Ponty. Una aproximación a su pensamiento. Barcelona: Anthropos.
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García Leal, José. 2002. Filosofía del arte. Madrid: Síntesis.
Heidegger, Martin. 1984. Was heisst Denken? 4a ed. Tubingen: Niemeyer.
_____ 1988. Prolegomena zur Geschichte des Zeitbegriffs. Gesamtausgabe, Bd. 20.2a ed. Frankfurt am Main: Klostermann. (Hay versión española de J. Aspiunza. Madrid: Alianza. 2006.)
_____ 1989. Nietzsche I. 5a ed. Pfullingen: Neske.
Kertész, Imre. 2001a. Sin destino. Trad, de J. Xantus. Barcelona: Acantilado.
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_____ 2002a. Yo, otro. Crónica del cambio. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2002b. Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura. Trad, de A. Kovacsics. 2a ed. Barcelona: Herder.
_____ 2003. Fiasco. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2004. Diario de la galera. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2005a. La bandera inglesa. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2005b. Dossier K. Eine Ermittlung. Erstveróffentlichung. Du 757: 52-62.
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Nietzsche, Friedrich. 1881. Morgenrote. Kritische Gesamtausgabe, Bd. 3. München/Berlin: dtv/de Gruyter.
_____ 1975. La genealogía de la moral. Trad, de A. Sánchez Pascual. 2a ed. Madrid: Alianza.
_____ 1980. El nacimiento de la tragedia. Trad, de A. Sánchez Pascual. 5a ed. Madrid: Alianza.
_____ 1988a. Nachgelassene Fragmente 1885-1887. Kritische Gesamtausgabe, Bd. 12. München/Berlin: dtv/de Gruyter.
_____ 1988b. Nachgelassene Fragmente 1880-1882. Kritische Gesamtausgabe, Bd. 9. München/Berlin: dtv/de Gruyter.
_____ 2006. Fragmentos postumos (1885-1889). Vol. TV. Rd. española de D. Sánchez Meca. Trad, de J. L. Vermal y J. B. Llinares. Madrid: Tecnos.
Sánchez Meca, Diego. 1989. En torno al superhombre. Nietzsche y la crisis de la modernidad. Barcelona: Anthropos.
 
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