sábado, 18 de octubre de 2025

Rue de l’Odéon Adrienne Monnier Traducción de Julia Osuna Aguilar FRAGMENTO


 

Rue de l’Odéon Adrienne Monnier Traducción de Julia Osuna Aguilar La Rue de L’Odéon poseía la tranquilidad de un pueblo. Allí se encontraba la librería La Maison des Amis des Livres. Si uno observaba con detenimiento, podía ver en la entrada a su propietaria, Adrienne Monnier, con su pelo corto y su largo vestido suelto. En mi época de estudiante esa librería representaba ese mundo fascinante, tan cercano y aún así tan lejano, de la literatura moderna: lejano porque todavía no conocía ni a uno solo de los autores; cercano porque devoraba muchísimos de sus libros, que pedía prestados de la biblioteca de Adrienne. Además descubrí los rostros de algunos de ellos a través de los retratos con dedicatoria que tapizaban las paredes de la librería. 

Escuchaba a escondidas a la dueña de aquel santuario —que me intimidaba con su ropa distinta y sus amigos nobles— hablando de la forma más natural e íntima de gente muy conocida cuyos nombres me dejaban algo aturdida. Podía estar contándole a algún cliente, por ejemplo, que había visto a Valéry justo la noche anterior o que Gide no se encontraba muy bien. Léon-Paul Fargue y Jaques Prévert eran otros de los autores a los que muy a menudo se veía conversar con Adrienne. Y a veces, con el corazón en un puño, veía de repente materializarse ante mí en carne y hueso al más distante e inaccesible de todos: James Joyce, cuyo Ulises había leído en francés con gran asombro. Simone de Beauvoir¹ Rue de l’Odéon Adrienne Monnier y La Maison des Amis des Livres Paul Claudel [...]

 La amiga de todos nosotros, la amable y audaz directora de La Maison des Amis des Livres, la Srta. Adrienne Monnier. Todos conocen a la Srta. Monnier y el salón que abrió hace años, al nivel de una calle cara a las letras; solamente hay que empujar la puerta y entrar para aparecer en pleno paraíso de unos libros cuya carencia, ¡no lo duden!, era la verdadera razón que decoloraba sus existencias, y todo ello con la presencia de la persona mejor autorizada para presentarlos. Efectivamente, nuestra amiga comprendió —la primera— que entre un libro y una libra (hablo de un libro impreso y una libra de mantequilla, por poner un ejemplo) existía en realidad una diferencia en la que los minoristas del papel de leer no habían reparado hasta la fecha. Una libra de mantequilla es algo completamente homogéneo, se presenta de una vez y es fácil de juzgar con solo ver sus cualidades exteriores.

 (También hay seres humanos que son así.) Por el contrario, un libro, con sus miles de líneas cuidadosamente compuestas sobre un fondo de hojas plegadas ocho y dieciséis veces, es una especie de caja mágica llena de ideas, imágenes y sentimientos que exigen que una mano hábil y amiga los escoja y los presente al aficionado. Además, un libro que sale a la luz es un ente vivo, que crece, que nace, algo expansivo y contagioso por excelencia, llamado a sembrar a su alrededor la admiración, la imitación, el rechazo o, en todo caso, la discusión. Este algo no tiene por qué posarse sobre el espíritu como un peso muerto e inanimado; lo que pide son sitios donde pueda agitarse, desplegarse a la luz del día y bajo todos los aspectos, y donde tome prestada una expresión nueva del espíritu de los que acaban de recibirlo recién salido del horno. Y ¿qué sitio puede ser más favorable a tal objeto que aquel donde un transeúnte acaba de hacerle el raro y solemne honor de preferirlo al dinero? (A modo de paréntesis: ¿Por qué? La cuestión psicológica que plantea el desconocido que compra un libro resulta apasionante para nuestra curiosidad.) Ese papel, el de tienda y salón a la vez, un rol que estaba ya en la tradición de nuestras viejas librerías francesas, es el que la Srta. Adrienne Monnier ha resucitado, y es por eso por lo que me siento especialmente feliz de que mis intérpretes y yo mismo nos beneficiemos de sus auspicios para extraer juntos ante ustedes misterios parejos de lo inédito y de lo impreso.² Jacques Prévert La Maison des Amis des Livres. 

 Una tienda, un pequeño establecimiento, una barraca de feria, un templo, un iglú, los bastidores de un teatro, un museo de cera y de sueños, un salón de lectura y, a veces, simple y llanamente una librería con libros para vender o prestar y devolver y clientes, los amigos de los libros, llegados para hojearlos, para comprarlos, para llevárselos. Y para leerlos. 

 Desde hace ya bastante tiempo los literatos, o al menos muchos de ellos, hablan con desprecio de la «literatura», y en su vocabulario la palabra adquiere un cariz nada positivo. Las películas y el baile, o el relato de los sueños y tantas otras cosas —la literatura, entre ellas—, las pasan canutas ante el juicio perentorio, erudito y despreciativo: «¡Todo eso no es más que literatura!». Los pintores, los buenos y los malos, los grandes y los modestos y los auténticos y los falsos, los vivos y los muertos, nunca hablaron ni hablan mal de la pintura. E, igual, el jardinero ante un jardín sin gusto, un jardín sin ton ni son, un parterre insólito y misterioso de hiedra y ortigas, no dice: «¡Todo eso no es más que horticultura!». Adrienne Monnier era como ese jardinero, y en el invernadero de la Rue de l’Odéon, donde se abrían, se cambiaban, se diseminaban o se marchitaban las ideas en total libertad, en total hostilidad, en total promiscuidad, en total complejidad, sonriente, inquieta y vehemente, hablaba de lo que le gustaba: la literatura. Y por eso, al pasar por la Rue de l’Odéon, muchos entraban, como por su casa, en la casa de ella, la casa de los libros. Su casa era también el vestíbulo de una estación, una sala de espera y de partida donde se cruzaban viajeros singularísimos, gentes de muy lejos y gentes de aquí, gentes de acá y de acullá, dublineses y de Vulturne, gentes de la Gran Garabaña y de Sodoma y Gomorra, gentes de las Verdes Colinas que venían, lo más sencillo del mundo, lo más complicado, a pasar con Adrienne una noche en el Luxemburgo, una velada con monsieur Teste, una temporada en el infierno, los minutos de arena memorial. 

 Y el ángel de lo singular se paseaba con Moll Flanders por los sótanos del Vaticano, bajo el puente de Mirabeau corría el Sena a lo largo de las orillas de l’Odéon, el cielo y el infierno se casaban, los pasos perdidos se buscaban en los campos magnéticos y sonaba la música. Se podían escuchar en sordina cinco grandes odas patrióticas magníficamente acompañadas por el estribillo de la trepanación y la canción del malamado y los cantos terribles y hermosos de un niño de Montevideo. Y las bellas letras ronroneaban, pero aunque las acariciases a contrapelo Adrienne Monnier te dejaba hacer, y a veces hasta te ayudaba. En ocasiones los más jóvenes, furtivos y eclipsados, mientras hojeaban los libros, pegaban mecánicamente la oreja, divertidos. Extraños nombres surgían de las frases más simples, como el santo y seña de una sociedad secreta muy singular: Fogar, Smerdiakov, Barnabooth, Lafcadio, Benito Cereno, Nostromo, Charlus, Moravagine, Anábasis, Fantômas, Bubu de Montparnasse, Eupalinos... Y luego los jóvenes se iban, sacando con ellos bajo el abrigo las hermosas castañas del fuego de la conversación, libros sin cortar, facsímiles y numerados. Modestos y anónimos representantes del comercio de ideas, ideas que se revenderían no muy lejos, en los muelles. Y luego caía la noche. Adrienne, antes de cerrar la tienda, a solas con sus libros, como se sonríe a los ángeles, les sonreía. Los libros, como diablillos buenos, le devolvían la sonrisa. Conservaba esa sonrisa y se iba. Y esa sonrisa iluminaba toda la calle, la Rue de l’Odéon, la calle de Adrienne Monnier. Saint-John Perse «Adrienne Francesa» podría haberse llamado. 

En ella, bajo esa mirada clara, tanto movimiento libre y gran sabiduría; en ella, pródiga como la que más, tanta temeridad natural y serena lucidez; y toda esa humanidad, y toda esa manera de ser ella misma y los demás, y tantas otras maneras de ser francesa: abierta a todo, curiosa por todo, pronta a agarrar lo vivo, y lo esencial, lo verdadero, en toda novedad; e igual de pronta a hallar sus conclusiones libres. Con esa misma mirada clara que dedicaba a todo ser y a toda obra, continúa sin duda viviendo y queriendo en la mente de aquellos que le fueron cercanos.

Parcial, ciertamente, como conviene ser: de esa parcialidad que es propia de la naturaleza misma a partir de un cierto nivel de exigencia. Sus iniciativas fueron numerosas, y desbordaban su marco de actividad personal; y de aventura, cuando cogía la pluma para cualquier crónica o nota crítica y allí estaba, con el mismo libre movimiento, con la misma seguridad de tono y el mismo acento personal, todo el don de la escritura que brotaba, como de ella misma, a la fuente francesa. Escribió con naturalidad, como se escribía antes en Francia, con ese lenguaje en el que la formación humana prevalece sobre la formación académica. Presteza de visión y claridad de expresión, fuerza y sobriedad se congregaban en ella, con la firmeza de su juicio, para afirmar el hecho de una personalidad literaria. Al releer hoy sus memorias nos hacemos una mejor idea de todo lo que pudo llegar a sacrificar de ella misma por sus devociones literarias. Fargue, Gide, Valéry y Claudel, o el propio Joyce —hombres que no están ya entre nosotros—, podían haber rendido homenaje mejor que yo a tanta y tan generosa actividad, decir todo lo que fue, por obra de una única mujer, aquella casa de postas tan viva en una pequeña tienda francesa de la Rue de l’Odéon. (Como aquellos pequeños patios de diligencias de nuestras viejas estampas donde se enganchaban y se desenganchaban los tiros de los coches, entre París y la provincia, entre París y el exterior.) Por mi parte hablaré solamente del afecto de esa mirada limpísima que ya he evocado, y de todo lo que de humano y personal conserva su recuerdo. Resguardada en sus largas faldas de lana cruda, peinada en corto y de cabeza redonda, la frente tozuda contra toda idiotez y todo esnobismo, cruzaba un atuendo de criada sobre su robusta fe literaria, como otras, en otros tiempos, se tocaban con un fanchon de «ciudadanas». 

Siempre fue ella misma: Adrienne Monnier, la «sirvienta de gran corazón» de nuestras letras francesas, en el seno de su familia literaria, como en esos lugares de Francia regados por aguas bravas donde en las fuentes se conservan gusto y saber de sobra para extender la cortesía a los vecinos que se quiera. Francesa, sí, así lo creo, hasta el punto de que a nadie nunca se le ocurrió preguntar por su provincia natal. S. M. Eisenstein En un atardecer de primavera la Rue de l’Odéon deja de parecer una calle. Demasiado estrecha para una calle normal, parece más bien el largo pasillo de una pensión familiar. Y las puertas de las tiendas son las puertas de las habitaciones amuebladas. Un extremo de la calle va a dar a un salón; el otro, a una cocina. La calma es lo que crea tal ilusión. La ausencia total de taxis y calesas. Incluso de peatones. Y sobre todo, sin duda, las siluetas de dos mujeres. Cada una se mantiene en el rectángulo de su puerta, al sesgo la una de la otra. Y hablan, sus voces apenas audibles, como los que charlan en el pasillo común, sacando por un instante la nariz de su cuarto. Una tiene el pelo blanco. Un traje azulado de corte masculino, con falda corta. Encima de ella, un letrero. Por extraño que parezca, la presencia del letrero no desinfla la ilusión de intimidad. Tal vez porque su inscripción es también extranjera: «Shakespeare and Company». La otra mujer: en lento, en gris. Falda hasta el suelo. Es Adrienne Monnier. La primera, Sylvia Beach. La Srta. Monnier vende libros franceses. El poeta Jean-Paul Fargue [sic] me dedica un poemario suyo en el minúsculo mostrador. Nunca había oído hablar de él. Desde luego, él tampoco había oído hablar de mí. Eso no le impide dedicar desenfadada y calurosamente, al menos por centésima vez, su pequeño poemario: «A Eisenstein poeta Jean-Paul Fargue poeta. París, 1930». Quince años después, en una edición inglesa de la revista Verve (números 5 y 6), me encuentro estas líneas de Adrienne Monnier sobre Jean-Paul Fargue: «Fargue... Each of his defenseless hands forms little marionettes». Cuando están a la espera sus manos no parecen pequeñas marionetas. Revolotean por encima del mostrador, escogiendo una breve compilación de sus poemas. Sylvia Beach vende libros ingleses. Es más, los edita. Y lo más importante: publicó el Ulises de James Joyce. La editorial Shakespeare and Company es un marco precioso para las obras de Joyce, como la tiendecita del muelle es un santuario de las ediciones de Verlaine. Allí, verlainiana y toda clase de Verlaine, hasta los Hombres prohibidos que se venden bajo cuerda... con total descaro. Aquí, joyciana. Y las obras de Joyce... Me gustaba mucho aquella calle serena. 

 Me gustaba mucho aquella tiendecita tranquila y modesta, y Sylvia Beach y su pelo cano. Paso a menudo por su local. Me acomodo en la trastienda. Y contemplo largo rato las paredes recubiertas de un sinfín de fotografías amarillentas.³ Michel Cournot La silla de anea, una balanza de Roberval, el cesto de Adrienne, cordel grueso y el cubo del carbón eran lo que atrapaba de la librería en la primera visita. De esos objetos tenía dos juegos, el segundo en la cocina. Aunque en la cocina las reinas eran las cucharas de boj. Con dieciséis años pronunciar un nombre en voz alta ante un librero raya en el drama. Es más que un voto, más que un manifiesto. Aquel muchacho empujó la puerta con las mejillas encendidas. Tenía ideas muy claras sobre la cuestión. «Querría Maldoror», dijo, los ojos clavados en los ojos, y parecía que hubiese dicho: «A Racine que le... y, ya puestos, a usted también, señorita». La señorita no se amedrentó ante semejante extremista, cogió Maldoror de la estantería con la tranquilidad de la panadera que coge un paquete de levadura, se ajustó las gafas con un dedo, examinó el ejemplar por todas sus costuras, se tomó cinco minutos, cinco, en envolverlo, pues no sabía dónde había metido las tijeras grandes negras, puso el paquete sobre la mesa y clavó sus ojos azules en la cara del muchacho, unos ojos que decían: «Tal vez debería ir pensando en reponerse. Como ve, hasta ahora no ha habido ningún accidente». Hasta la séptima o la octava visita no hizo acto de presencia la voluntad de Adrienne. «¿No tendrá Le Potomak?», acababa de preguntar el muchacho. Adrienne que se queda sentada, que mira a la gente pasar por la gran cristalera por encima de los libros expuestos en plano, que deja su portaplumas y entrelaza los dedos. «¿Le interesa mucho el arte de Jean Cocteau?», pregunta, tomándose su tiempo. Las armas eran desiguales, la lucha fue breve. Un cuarto de hora después, sentado en el Luxemburgo delante de un caballo que tiraba de dos grandes naranjos en jardinera hasta los botes de vela, con Le Potomak a un lado sobre el banco leía yo Enrique el Verde. Ese mismo otoño me encontré a Adrienne por el bulevar Saint Germain; con los guantes y su cota de plata parecía Perceval el Galés. —¿Qué busca usted? —me preguntó. —Manzanas reinetas. —¿Es que hay que enseñárselo a usted todo? Las reinetas no llegan hasta dentro de quince días; hoy solo va a encontrar reinas reinetas, más alargadas, menos mate, menos ácidas; acabo de verlas en el mercado. —Vaya —dije yo—, tengo mucho que aprender sobre manzanas. —Yo también era antes un poco reineta —me respondió Adrienne, pero para cuando quise abrazarla ya no estaba allí. Pascal Pia Adrienne Monnier se ha ido con la discreción que la caracterizaba, rodeando su fin de tanto silencio y pudor que todavía hoy muchos de sus amigos la creen ausente sin más de la Rue de l’Odéon, en uno de esos viajes que hacía en verano a sus pastos alpinos. 

Pero ¿de verdad se ha retirado de la Rue de l’Odéon, esa calle que durante treinta años fue gracias a ella la mejor vía de acceso a la buena literatura? No lo creo. Por contra, creo que seguirá perteneciendo a la Rue de l’Odéon igual que la Rue de l’Odéon pertenecerá gracias a ella a la historia de las letras. Pues no es posible limitar la obra de Adrienne Monnier a los cuatro libros y plaquettes que publicó con su nombre o bajo el seudónimo de J.-M. Sollier: tiene las dimensiones de una pequeña biblioteca escogida y perdurable, y quiero pensar que cualquier librero de los muelles que se precie no dejará de buscar para Adrienne Monnier la compañía que más le conviene, un lugar donde, de Dolet a Malassis, a Liseux, a Ge nonceaux, se reencontrará con aficionados y colegas dignos de ella. ¡Cuánta comprensión, cuántos cuidados, cuántos apoyos le deben las buenas obras a Adrienne Monnier! Tras establecer su librería en 1915, su indudable intención fue menos la de acrecentar las cifras de su negocio que la de conseguir que se apreciasen los libros y los autores que merecían que ella se desviviera por ellos. Nunca antes en ninguna librería se les había prestado atención, por ejemplo, a los primeros poemas de Fargue o a los Éloges de Saint-Léger. Probablemente sin ella el Ulises de Joyce habría tenido que esperar por largo tiempo su edición francesa y, quién sabe, tal vez no habría conseguido aún en nuestro país los raros, los pacientes lectores cuyos juicios y elecciones acaban imponiéndose tarde o temprano. Pero, más allá de la firmeza de su gusto y la calidad de su celo, lo más singular de Adrienne Monnier era su arte de vivir, su aptitud para pasar de la poesía de Michaux y Ezra Pound a los trabajos más aburridos y fáciles que le imponía su tienda y a las tareas domésticas de todos los días. Si bien la curiosidad de su ánimo era de lo más dilatada y viva, nunca se dejó invadir por la intelectualidad. De hecho, no encuentro una expresión más apropiada: sabía vivir. Para ella todo era jugo y sustancia. Estaba igual de cómoda ante el fogón y las ollas que en el incomparable gabinete de lectura que fundara; era igual de capaz de hallar su pitanza en el cotilleo de las comadres o las quejas de un jornalero que en los fuegos de artificio de Valéry o las palabras espumeantes de Fargue, cargadas de aluviones y horadadas de retruécanos. 

Dos de sus libros dan fe de esas cualidades de abeja: su volumen de Gazettes y la delgada recopilación de relatos y monólogos que tituló Fableaux [Fabliaux] y firmó como Sollier, y que sin duda debería ver una reedición. Al releer algunos de los fragmentos que reunió en su volumen de Gazettes, en especial los fragmentos cortos del principio, me parece escuchar su voz. Su conversación era a la vez refrescante y roborativa. Es una pena que no haya ya, como tres siglos atrás, gentes de ingenio colmadas de tiempo libre: uno de los «amigos de los libros» a los que atraía la casa del número 7 de la Rue de l’Odéon podría habernos legado una Adriennana, jugosa a su manera como la Menagiana de La Monnoye, considerada por Voltaire la mejor muestra del género. 

A falta de tal letrilla, que habría desprendido agudeza, malicia y buen humor, deseemos que los familiares de Adrienne Monnier consientan en hablar de ella: los buenos potassons (la definición se encuentra en sus Gazettes)⁴ solo pueden tener de ella un recuerdo encantado. Septiembre de 1955 Yves Bonnefoy ¿Fue realmente el azar lo que me hizo entrar por primera vez en la «tienda»? ¿Había a principios de 1944 muchos más libreros que ofrecieran en sus vitrinas a Lautréamont y Rimbaud, Artaud, Daumal, los surrealistas? Como la mayoría de los jóvenes sedientos de poesía, también yo iba por necesidad a aquel lugar donde la señora vestida de gris, de azul —grandes faldas de colores inmemoriales— era mucho más que la encargada. Por integridad intelectual innata, por gracia natural, por jovialidad, la Adrienne Monnier librera laicizaba su gesto, reía, parloteaba incluso. Pero, con todo y con eso, se trataba de un personaje sagrado, la Pomona de los libros; y estos, a su vez, en aquellos años tristes, los frutos increíbles, los frutos salvados de una época para mí desconocida. Y sin perder más tiempo me gustaría hacer una precisión que me parece importante. A Adrienne Monnier se la ha asociado, y con razón, con la literatura mayor —la oficial hoy— de los años veinte a los cuarenta: Gide, Claudel, Valéry, Rilke, Joyce, Svevo, Hemingway, T. S. Eliot, qué sé yo... En las paredes de la librería había fotografías con poses familiares o afectadas de dichos escritores, esa sala había oído sus voces, y en los anaqueles y las mesas todos sus libros seguían afirmando la verdad de una época. Pero no era este alimento, yo soy testigo, lo que algunos jóvenes visitantes demandaban después de la guerra. Y hay que alabar a Adrienne Monnier por haberles reservado algunas páginas de Valery Larbaud en Commerce, los Papiers posthumes [Papeles póstumos] de Jacques Rigaut (el admirable «Passage dans la glace à Oyster Bay» [sic]), Les jours et les nuits [Los días y las noches] de Alfred Jarry o La dragonne [La dragona]. No sé hacia dónde iban sus verdaderos gustos. Pero ella nunca olvidó que su deber era elegir en todos los terrenos lo más raro, lo singular, tener por las obras más profundas el mismo respeto que por las más extensas. Defendía con alegría las unas, y sabía reconocer y conservar las otras. Por respeto la vi muy poco, y solamente la escuché de lejos. Pero todavía puedo, como parado en el umbral, verla colocando con seriedad e indulgencia las pequeñas revistas en aquellas mesas largas e inclinarse sobre ellas para dejar ver, entre manifiestos y diatribas, un librito delgado que había comenzado en sus manos — hacía veinte años o dos meses— su carrera a la eternidad. Adrienne Monnier, con lo que ello requería de ironía, osadía y fervor, fue la consciencia de las letras. Esa sapiencia activa que las llevaba a su destino en forma de discurso con la misma entrega con que degustaba la realidad de las cosas, los frutos de los árboles, la vida. 

 Conciliadora pues, tanto como instigadora. Me maravilla que tantos y tan diversos escritores frecuentaran el mismo edificio. Sería que debían de sentirse mejores (sí, simplemente eso) al haberse visto obligados por la autoridad más dulce a reconocerse como merecedores de la grandeza de la lengua. Contemplo la fotografía que le hizo Gisèle Freund. El pelo corto, echado hacia atrás sin más, la nariz chata, las mejillas lisas recibiendo la luz sencilla y matinal que la retratista tuvo el arte de proyectar. Adrienne Monnier tenía que levantarse temprano, y más que nada por el placer del café humeante en la hora fría; pero también, en el sentido del hermoso cuadro de Chardin, por deber de proveedora:⁵ colocando alegremente sobre aquel mueble resplandeciente de provincias lo necesario para toda una vida. 

 Sí, se parecía a la mañana, de la que tenía la imaginación sin quimeras, la sonrisa sin penas, el coraje sin sensiblerías. Sin lugar a dudas Adrienne Monnier, si la ocasión se hubiese presentado (y durante la guerra no hizo nada por evitarlo), habría pasado con total naturalidad del buen humor al heroísmo. Y tal vez lo más satisfactorio que podemos decir a favor de la literatura es que ella ha sido el camino, para ese ser realmente serio, de tan golosa vida de tal valentía. Adrienne Monnier tuvo que ser valiente; un poco más tarde, bastante pronto. Supo plantar cara a su destino. Nota a la edición original En la primavera de 1954 Adrienne Monnier redactó la siguiente semblanza autobiográfica para que se utilizase como hilo conductor en una serie de charlas televisadas. Nací el 26 de abril de 1892 en París, donde siempre he vivido. Mi padre, de Jura; mi madre, de Saboya. Mi padre era ambulante de correos; su trabajo le mantenía apartado de París dos de cada cuatro días. En su ausencia mi madre iba todas las noches al teatro, llevando consigo a sus dos hijitas, una de siete y otra de ocho años. Admirábamos sobre todo a De Max y Sarah Bernhardt. Asistí con once años a la representación de Peleas y Melisanda; Debussy y Maeterlinck se convirtieron en mis dioses. Estudios básicos hasta el título superior, que obtuve con dieciocho años. Nada más terminar, viaje a Inglaterra, donde me coloqué como au pair para aprender inglés. Me quedé nueve meses: tres en Londres con una familia y dos trimestres en una escuela de Eastbourne. A la vuelta tomé clases de estenodactilografía para aspirar a un puesto de secretaria literaria. Con veinte años tuve la suerte de poder entrar en los Annales, como secretaria de Yvonne Sarcey. Estuve tres años con ella, muy unida a su persona, pero poco interesada en el academicismo de l’Université des Annales. (De esta época data mi primer encuentro con Pierre Reverdy, quien todavía no había publicado nada.) A principios del año de 1914 se produjo la gran catástrofe ferroviaria de Melun; mi padre estuvo a punto de morir en ella. Se dislocó la cadera y se desgarró el cuero cabelludo. Se recuperó bien, pero quedó cojo. A la sazón se le concedió una indemnización que me dio a su vez para que pudiese fundar una librería, pues mi sueño era ser librera en la Orilla Izquierda. Abrí mi tienda en el número 7 de la Rue de l’Odéon el 15 de noviembre de 1915. Para saber más sobre la historia de los inicios de la librería, véanse «Recuerdos de la otra guerra» y «Memorándum de la Rue de l’Odéon». Los escritores que menciono en esos escritos eran y siguen siendo mis preferidos. 

 Más tarde me he sentido atraída por la obra de Henri Michaux, al que admiro enormemente, de Antonin Artaud, de Jacques Prévert, de Michel Leiris (a este último le doy gran importancia). Me fui de la Rue de l’Odéon con todo el dolor de mi corazón. Estuve 36 años (de 1915 a 1951). Me vi obligada a jubilarme por culpa de un reumatismo infeccioso que amenazaba con paralizarme. A duras penas lograron frenarlo; quedé agotada y tuve que mudarme. En la actualidad estoy preparando los recuerdos de mi vida de librera, pues el conjunto de las Gazettes se aparta mucho de lo que fue mi actividad esencial; contienen, no obstante, reflexiones importantes para mí en las que he intentado expresar mi «filosofía», aquello que me sirve de saber y de religión, como por ejemplo, en concreto, «La nature de France» [«El carácter de Francia»] y el número 1 de La Gazette des Amis des Livres. Mi pasatiempo favorito siempre ha sido el teatro; sigo con asiduidad los espectáculos de Jean Vilar y de Jean-Louis Barrault. Paso todos los veranos en Déserts (Saboya), en la aldea natal de mi madre. Aquejada de una enfermedad incurable, Adrienne Monnier se dio muerte el 19 de junio de 1955. Este libro sigue sus últimos deseos. La primera parte, «En la Rue de l’Odéon», versa sobre los recuerdos de su vida como librera. En la segunda parte, «Otros recuerdos», se agrupan tres ar tículos que Adrienne Monnier reservaba para una obrita independiente de su vida de librera —memorias personales y recuerdos de infancia— que también se contaba entre sus proyectos. Con el título de «Los Amigos de los Libros» se han reunido en la tercera parte los escritos de Adrienne Monnier que abordan el nacimiento de su vocación y el ejercicio de su profesión. Su doctrina está contenida en la presentación de «La Maison des Amis de Livres», pasaje que redactó en agosto de 1918, con veintiséis años. Como Adrienne Monnier no pudo revisar sus textos, los hemos publicado sin retocar, respetando incluso las repeticiones y conservando en el capítulo IV de la primera parte («Memorándum de la Rue de l’Odéon») varias páginas que tal vez ella no tenía pensado publicar. Maurice Saillet Maurice Imbert ha sido el encargado de revisar y completar esta nueva edición de Rue de l’Odéon.

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