viernes, 24 de octubre de 2025

ARTURO USLAR P1ETRI EL LABERINTO DE FORTUNA UN RETRATO EN LA GEOGRAFÍA FRAGMENTO NOVELA



 ARTURO USLAR P1ETRI EL LABERINTO DE FORTUNA UN RETRATO EN LA GEOGRAFÍA EDITORIAL LOSADA, S. A. BUENOS AIRES LÍBRARY WAYNE STATE COLLEGE WAYNE, NEBRASKA Queda hecho el depósito dispuesto por la tey N? 11.723 © Editorial Losada, S. A. Buenos Aires, 1962. 

 Dibujo de la tapa por BALDESSABI IMPRESO EN LA ARGENTINA Acabóse de imprimir este libro el día 10 de enero de 1962 •en Macagno, Landa y Cía., Afáoz 164, Buenos Aires. 

“assi flutuosos, Fortuna aborrida, tus casos inciertos semejan, e tales, que corren por ondas de bienes e males faziendo non cierta ninguna corrida; pues ya porque vea la tu sinmedida, la casa me muestra do anda tu rueda, porque de vista dezir cierto pueda el modo en que tratas allá nuestra vida". J u a n de Mena, El laberinto de fortuna 

1 La noche es más vasta y más poblada. Empieza a la hora de la gallina cuando comienzan a ponerse oscuras las matas en los co rrales y dura, continua y espesa, hasta la hora de los primeros pá jaros. Una noche de la tierra, de los árboles y de los animales, que todo lo une y lo borra y lo aleja. Lo primero era su larga vigilia. Solo con su vigilia. “Tampoco voy a dormir esta noche”. La sombra se iba haciendo clara y agita da. La estrecha cortina que cerraba la estrecha puerta iba tomando formas. Se oían ruidos que podían venir desde muy lejos. Alguien roncaba en el calabozo de al lado. Roncan los que duermen, pen saba con envidia. “Tampoco voy a poder dormir esta noche”. Pue den ser las doce, o las nueve, o las dos de la madrugada. No hay reloj. A veces canta un gallo, pero hay gallos que cantan a la media noche. Canta en el corral de alguna casa cercana. Pasa el canto por encima del alto muro, por encima de los centinelas y rondas enca potados. Roncan los gordos y los viejos, piensa. Ronca el compañero del calabozo de al lado. Lo trajeron hace poco y todavía está gordo y ya es algo viejo. Y ronca Rafael Landa, su amigo el General Rafael Landa. Ronca en una buena cama, en una buena casa. Junto a él debe tener alguna mujer que no es la suya. Rafael Landa no es de los que caen presos. Debe dormir con alguna mujer joven, en alguna casa que no es la suya. Cama blanda y caliente y algo revuelta. Pero él está tendido solo, en una tabla sobre el piso. Boca arriba, con los ojos cerrados a la fuerza, sin dormir. Las piernas juntas, unidas por las argollas de los grillos. A veces siente como que lo llaman: “Diego”. Es un susurro, un hálito. Nadie lo llama. Nadie lo llama “Diego”, allí sobre la tabla. Los carceleros lo llaman “el General Collado”, los más inso lentes le dicen tan sólo “Collado”. Pero, sin embargo, abre los ojos como si lo hubieran llamado. No puede ser nadie. Diego, lo llamaba su mujer Celmira. Era casi una niña cuando se casó con él. Era como si lo hubiera llamado la boca de su mujer junto a su oído. En la oscuridad del cuarto, en la proximidad del lecho, Cel mira le susurraba en el oído con una voz entrecortada y acezante para que nadie pudiese oír: “Diego”. Como si él pudiese estar junto a Celmira en la casa, o como si ella pudiese estar junto a él en la estrecha tabla del suelo. Si pudiera dormir ya habría pasado una noche más, que pare cía no querer pasar, que se adhería y se atascaba como un enorme lío de trapos sucios mal atados pasando por pasadizos y ventanu cos estrechos. Dormiría como sus niños. Siempre parecía descubrir que ya no eran niños. Rubén y Alvaro ya eran hombres y Marta ya se había casado. Dormía con una muñeca en una cuna, cuando él dejó la casa, y ahora, en esa misma noche que lo tocaba a él y la tocaba a ella, dormía con un hombre que era su marido. Sintió cierta opresión de pensar en aquello. Era como si estuvieran en la espantosa intimidad del mismo lecho, en la espantosa intimidad de la misma noche. La misma noche cubría al Alcaide de la cárcel y cubría al Prefecto y al Gobernador. Dormían en alguna parte protegidos por sus guardias. Podía alguno de ellos levantarse, súbitamente despierto, y acordarse de pronto de él y decir, sin pensarlo mucho: “Pongan en libertad, ahora mismo, al General Diego Collado”. Y se sentiría el ruido de los pasos en el buzón de hierro y el bamboleo de una linterna al acercarse y alguien arrancaría la cortina de la puerta del calabozo. Pero no. No podía ninguno de ellos decir eso. No se atrevería ninguno de ellos ni siquiera a pensar eso. Eso sólo lo podía decidir una persona. En algún recodo de la noche, lejos, más allá de montes y de ríos y de sembrados de caña y de corrales de vacas, pasando por pueblos dormidos y saliendo de pueblos dormidos, estaba el pueblo del General, estaba la casa del General, estaba el General. Era él quien podía decir esa pala bra. Pero estaba dormido y no la diría. Y cuando se despertara con el alba tampoco la diría. Y si buscara en el fondo de su me moria tampoco tal vez encontraría ese nombre del hombre que estaba en el calabozo cubierto por la misma noche que él. “Tampoco voy a dormir esta noche”, piensa quieto en su tabla Diego Collado. Los viejos duermen poco, piensa. Ya está viejo. Los viejos debieran ser los que más durmieran para que pasara pronto el tiempo y no se dieran tanta cuenta. La noche está llena de sueño para todos y no para él. Duermen todos. Me nos el borracho que pasa en el coche de caballos que se siente alejarse a lo lejos y el gallo que ha vuelto a cantar anunciando una hora nueva y el nuevo día. El tardío, lejano, perezoso, retra sado, torpe día. Cuando llegue el fresco de la madrugada tal vez comience a dormir. Y se despierte con el ruido de los peroles del rancho; peltre y latón tintineantes y sucio guarapo de café y mano gruesa y cuar teada como un pie del cabo de presos. Pero tampoco será ese día, el solo, esperado, increíble día de salir de la prisión y de volver a la vida. Como no había sido nin guno de los 5.475 días transcurridos para él en la cárcel. En las tibias tardes soporosas se ponía a contarlos como si fueran sucias monedas enterradas, de un crimen, perdidas e inútiles, que para nada pudieran ya servir. Sumaba los meses y los años y las Navida des y las Semanas Santas. Eran más. Contando los años bisiestos debían ser 5.478 días desde aquel en que se había caído del mundo por un hueco, a la profundidad de los muertos, con la sola dife rencia de que el hueco era tan ancho como un pequeño circo triste y se abría arriba a un redondel de sol y de cielo por el que pasaban las nubes y las estrellas del mundo de los vivos. Al otro mundo que quedó atrás estancado, borroso. Cuando regresara, si era que había regreso, sentiría la torpeza y el asombro de los resucitados. Pero no llegaba el día, no iba a llegar nunca. Salían presos y entraban presos pero eran otros. Él permanecía en su mismo calabozo como una raíz en la tierra, como un muerto en el hueco. Cuando entraba o salía un preso le cerraban la cortina. Horas des pués, un hilo de voces susurrantes iba llevando el nombre de cala bozo en calabozo. A veces era un muerto. Se sabía entonces que había muerto algún preso que había estado en larga agonía, por que se dejaba de oír el estertor. La esperanza de salir había durado muchos años. Las esperan zas de los presos se reencendían como brasas dormidas ante cual quier noticia o conjetura o indicio. El General iba a soltar los presos para la toma de posesión de su nuevo período. El General le había ofrecido a su madre enferma soltar los presos. El Papa, por medio del Nuncio, le había pedido al General soltar los pre sos. El Presidente de los Estados Unidos había exigido... Pero pasaba la fecha, se cumplía la ocasión y todo quedaba igual para Diego Collado. Lo habían prendido en abril de 1920. Exactamente el 19. So naban cohetes y las gentes andaban endomingadas por las calles de Caracas. Fue poco antes del almuerzo cuando sintieron los caba llos de un coche detenerse a la puerta de la casa. Unas pisadas fuertes, un timbrazo, y aquellas caras frías, untuosas y repugnantes de los tres hombres. —General Collado, venimos a buscarlo, de parte del Goberna dor, para una averiguación. Eso fue todo. Su mujer y los niños lo rodearon como para defenderlo o retenerlo. Rubén, el mayor, tenía quince años. Álvaro era un niño asombrado. Y Marta, que tenía apenas ocho años, con su muñeca de trapo colgando de una mano, miraba sin compren der. Hubo algunas lágrimas. —No se aflijan, que pronto volveré. Subió al coche, dijo adiós con la mano antes de cruzar la esquina, y, al poco rato, se detuvieron, no en la Gobernación, sino a la puerta de la Rotunda, en medio de la alta pared pintada de un amarillo de miedo o de agonía. Eso fue todo. Como si hubiera salido por unas horas para una diligencia rutinaria. Era como si se hubiera salido del mundo de los vivos por un hueco. Afuera había quedado el mundo verdadero y la vida y los sucesos y las gentes y el General. A ellos no les llegaban sino vagos ecos incompletos, rumores fragmentarios, noticias escuetas. Tenían que adivinar o imaginar lo que pasaba afuera. Construirse, con los viejos recuerdos y con los datos inconexos, la historia que pasaba afuera, entre las gentes, en el país, en las casas, en las calles, no allí donde ellos estaban, que era como un planeta muerto, flotando en un espacio ajeno y distante. La vida de las otras gentes era distinta y estaba sometida a otras condiciones. Ellos envejecían en la prisión, pero el recuerdo de los que habían dejado no envejecía. En el recuerdo eran niños y mujeres jóvenes los que habían quedado en la casa. Ellos, en cambio, envejecían en la prisión. Sentados en cuclillas, con las piernas encojidas sobre los grillos, mirando blanquear la barba, crecer las uñas, secarse la piel, ponerse los ojos turbios y el oído torpe. Pero en la casa habían quedado una mujer joven y unos niños. A veces corría el rumor de que el General estaba gravemente enfermo. Eran días de reencenderse las esperanzas. Si moría el General volverían ellos a la vida. Pero no moría, no parecía que iba a morir nunca. Volvían a pasar los días y los meses y los años. En Italia había subido al poder un dictador. Y algún tiempo des pués otro en Alemania. ¿Poco tiempo después? No, once años después. Como prisionero, a alguna hora, se le alegraba el rostro. Era que pensaba en el día de salir. Diego Collado también pensaba en su día de salir. Vendrían por la mañana a quitarle los grillos. Lo llevarían luego a cortarle el pelo y a afeitarle la barba. Le habrían traído de su casa ropa. Después de tantos años se pondría una camisa y una corbata. Y pasaría por el ancho zaguán, entre la guardia, hasta la calle, donde lo estarían esperando los suyos. Celmira, su mujer. Debía estar vieja Celmira. Habían pasado casi quince años desde que no la veía, pero le costaba trabajo ima ginarse a Celmira vieja. En los dieciséis años que vivieron jun tos había cambiado muy poco. Muy poco había cambiado con los hijos. Conservaba la misma expresión desenfadada y golosa, y un poco arisca e ingenua que había tenido de muchacha, cuando se casaron. Casi tanto tiempo como el que vivieron juntos tenía ahora sin verla. Quince años sin oiría, sin verla, sin reconvenirla por sus impetuosas maneras de opinar o de hacer. Y estarían también todos sus hijos, o acaso sólo algunos de ellos. Ya serían unos hombres con sus caracteres hechos. Ya estaba irremisiblemente pasado para él el tiempo en que el padre puede ilusionarse pensando que logrará moldear el carácter y los gustos de los hijos. Acaso estaría Marta, también. Hacía más de un año que había recibido la noticia de que Marta se casaba. Ya tenía ventitrés años. Había sido un matrimonio en la intimidad por el padre preso. Lo habían esperado posponiendo durante tres años, esperando su libertad y por último habían decidido casarse sin esperar más. Ha bían hecho bien. Dios sabe cuándo iba a salir Diego Collado de aquella prisión inacabable. Los hijos de los muertos se casan tam bién; por qué no se iba a casar la hija del prisionero que había estado enterrado en aquella cárcel por años y años. Se había casado con Saúl Verrón. Era un abogado, había te nido alguna figuración secundaria en el Gobierno. Algunos presos nuevos le habían dicho que era hombre inteligente, astuto y temi ble como contrario. No era precisamente un elogio, pero más nada podía saber Diego Collado sobre aquel yerno que debía ser un estudiante desconocido para la época en que fue reducido a prisión. Estaría Álvaro, su segundo hijo, que era estudiante de derecho. Le habían dicho que era una inteligencia brillante y que tenía inclinación a escribir. ¿De dónde le vendría a este muchacho la afición de escribir? No había habido intelectuales entre los Collado. Habían sido políticos, hacendados, militares ocasionales en las gue rras civiles. Ni uno siquiera había sido un universitario. Pero los tiempos cambian, pensaba Collado, los tiempos cambian y no era raro que ahora saliera un Collado intelectual. Él había conocido en los tiempos de Castro algunos intelectua les y no se había formado buena idea de esa clase de gentes. To maban mucho, tenían poco dinero, eran más sablistas que otra cosa y se pasaban las horas desmelenados, en alguna taberna, recitando poesías o comentando sandeces. A lo mejor eso también había cam biado. ¿Qué sería lo que no habría cambiado? Todo debía estar cam biado y desconocido. La ciudad, las casas, la gente, las costumbres. Muchos de sus amigos habían muerto y ahora figurarían muchos hombres que eran apenas unos muchachos cuando él entró a la cárcel. Había ahora más automóviles que coches de caballo. Y ha bía aeroplanos, que sentía pasar libres por el aire libre con aquel poderoso vibrar de los motores. Él mismo, también había cambiado. Por descontado, estaba viejo. Había entrado de cuarenta y dos años y ahora iba a cumplir cincuenta y siete. No tenía canas cuando entró y ahora la cabeza y la barba estaban casi totalmente blancas. Tenía más años que los que tenía su padre cuando murió y que, entonces, a él le había parecido tan viejo. Los cabos de preso le decían viejo desde hacía tiempo. “Llévenle el rancho al viejo del 12”. Pero con todo qué inmensa alegría la que encerraba aquel día esperado, imaginado, acariciado durante tantos años. Cinco y media veces más noches que en los cuentos de Sheherezada. Cincuenta y cuatro veces más días que los cien de Napoleón. El tiempo completo para cumplir y agotar cinco generaciones de toros, seis generacio nes de perros, quince generaciones de gatos. Y por lo que era de aquellas sucias moscas insistentes y torpes, que le andaban sobre el rostro, por las manos, entre los dedos de los pies y que revolo teaban sobre las paredes del calabozo, más generaciones que las generaciones de hombres que se habían sucedido desde el diluvio hasta que él entró en la cárcel. Era el cuento de nunca acabar. Las mañanas y las tardes con- tando los días y tejiendo una noticia con un nombre o con un frag mento de información. Era como haber vuelto a caer en una ina cabable infancia. Ya no era el General Diego Collado, ya no era el marido de una mujer, ni el padre de unos hijos, sino una especie de niño tonto, sentado en un rincón, fuera del tiempo, oyendo con tar el cuento que no termina y que recomienza siempre con la mis ma palabra. Pero una vez volvió la noticia, la misma noticia que otras ve ces también había llegado, había pasado como un soplo por el hueco de los calabozos y se había desvanecido. “El General está en fermo”. “El General está muy grave”. Tiene diez días encerrado en su casa de Maracay. Han llamado médicos de todas partes. Ya no habla. Ya no conoce. Ya le dieron los óleos. Ya entró en la agonía. “El General está de muerte”. El General está muriendo”. “El General está muerto y no lo quieren decir”. Había movimiento inusitado de guardias en los caminos de ronda. Las miradas se cruzaban llenas de interrogantes y de an gustias. Pasaba el tiempo. No iba a ser verdad tampoco. Iba a ser co mo tantas otras veces. Pero la noticia se confirmó. Se atrevió a de cirla un cabo. El General había muerto al filo de la noche del martes. Sin embargo nada cambiaba. Era como si no hubiera pasado nada. Alguien se atrevió a gritar pidiendo libertad. Vinieron los cabos a callarlo. “Todo va a seguir lo mismo”, pensó con horror Diego Collado. “Nada va a cambiar para nosotros”. De todos los horrores que ha bía esperado era aquél el más espantoso. Que el General estuviera muerto, que el General estuviera enterrado, y que ellos fueran a continuar en la cárcel como si nada hubiera ocurrido, por millares de días y por millares de noches, como musgo, como huesos mudos, como piedras. Dos días después se oyó mucho vocerío por las calles y repe tidos disparos hacia el centro de la ciudad. Algo grave debía estar ocurriendo. Hacía mucho tiempo que no se oían tiros y gritos en Caracas. Más tarde el hervor de voces se concentró frente a la cárcel. Era como una inmensa muchedumbre que rugía, cantaba y gritaba. “Fuera los presos. Viva la libertad”. Se sentía un nervioso ruido de herrería. Los cabos estaban qui tando los grillos. Habían abierto la reja del buzón. Asomaban al patio gentes venidas de la calle. La guardia parecía haber desapa recido. Cuando le quitaron los grillos, Diego Collado se incorporó con dificultad y empezó a caminar hacia la salida, lentamente, como con temor de caer. De allí en adelante se sumergió en un torbe llino de brazos, de voces, de empellones. Veía todo aquel río de rostros que lo rodeaba y que pasaba por su lado y buscaba deses peradamente algo que pudiera revelarles en uno de aquellos hom bres la huella de las facciones que guardaba en el recuerdo de sus niños. Iba saliendo lentamente entre el gentío. Ojos ansiosos, que querían reconocerlo, lo miraban desde todas partes. Ya estaba en la calle. Ya abría los brazos queriendo abrazar a todo el que se acercaba. Oyó una voz bronca y poderosa que gritaba: —Collado. El General Collado. Acertó apenas a decir: —Yo. —Papá. Soy Rubén. Un hombre desconocido, de mirada radiante, lo tomó en bra zos y lo sacó en vilo por entre la apretada muchedumbre.

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