ARISTÓTELES
INTRODUCCION GENERAL Como es sabido, los títulos de las obras reunidas en el Corpus Aristotelicum se deben, por lo general, a los recopiladores y editores antiguos, en particular a An- drónico de Rodas. Por lo general, designan con propie- dad el contenido de la obra (hay alguna clamorosa ex- cepción, como la Metafísica...). En el caso del drganon, nombre genérico que designa globalmente las obras de lógica, la tradición es algo más reciente, pero no por ello la designación resulta menos atinada. En efecto, las seis obras que lo componen (Catego- rías, Sobre la interpretación, Analíticos primeros, AnaZí- ticos segundos, Tópicos y Sobre las refutaciones sofisti- cas) forman un conjunto de enunciados analíticos, no ubicables en ninguno de los espacios epistémicos que el propio Aristóteles delimita en sus obras teoréticas, a saber: física, matemática, teología. No son, pues, objeto de conocimiento filosófico. Y no lo son siquiera en cuan- to orientación propedéutica para el que busca iniciarse en filosofía. De ahí que sea justo no haberles adjudicado el título de Introducción, de EisagOg2 (justeza que se le escapó a quien, como Porfirio, veía el mundo de lo lógico, a través de su cosmovisión neoplatónica, como Lógos sustantivo, emanación de lo Uno elevado a categoría on- tológica fundamental). No, la «lógica» de Aristóteles es eso precisamente, logiká: es un decir, que de por sí no tiene más «cuerpo» que el que le da la referencia obje-
8 TRATADOS DE LÓGICA (ÓRGANON) tiva de lo que se dice (lo cual puede, a su vez, ser cual- quier cosa). Para Aristóteles, el intento de elevar el Zógos al rango de objeto de conocimiento comparable a cual- quier otro, se salda con el vacío discurrir Iogikds kai ken6s, verbalista y vacuamente, que caracteriza preci- samente a los antifilósofos, a los sofistas. La «lógica» aristotélica no es, pues, epistéme, conocimiento; es mero órganon, instrumento del conocer. Simplificando mucho -no hay más remedio, aquí, que hacerlo- se podría decir que la lógica aristotélica supone, a la vez, un avance y un retroceso. Retroceso a los orígenes de una técnica de discusión -la dialéc- tica-, de tanto predicamento en la democrática Ate- nas, inmenso foro de debates. Retroceso, que implicaba desandar el camino recorrido por Platón, quien había convertido el instrumento, el medio dialéctico, en fin supremo del saber humano. Pero Aristóteles no podía derribar el edificio platónico, restaurando en su lugar la lisa y llana ágora de la discusión abierta, sin tomar y hacer tomar, a la vez, conciencia de las normas ele- mentales que deberían seguir futuros arquitectos más cautos que su maestro. Debía forzosamente hacer ver la naturaleza de los materiales (nombres, verbos, enuncia- dos) que integran toda estructura dialéctica, así como las reglas de combinación (silogismo o razonamiento) para conseguir, a partir de aquéllos, la construcción (kataskeuázein) de un conocimiento o la destrucción (anaskeuázein) de un error. Conocimiento y error, sus- ceptibles de toda una escala de grados de certeza, desde la absoluta convicción (pístis) que da la verdad auto- evidente, pasando por lo demostrable como verdadero y lo mostrable como plausible, hasta lo aparentemente plausible. He ahí, pues, el avance: nada menos que una teoría de la significación no superada, prácticamente, hasta Frege, y un sistema de formalización del razonamiento
no superado hasta De Morgan y Boole. Porque, claro está, mal que les pese a los contumaces escolásticos y neoescolásticos tardomedievales, la del Philosopkus no podía ser la Ultima palabra sobre el tema. Sus limita- ciones, obvias para cualquier lógico actual, derivan fun- damentalmente de que el grado de reflexión posible en su época sobre el lenguaje y el pensamiento (los dos polos de toda lógica) no podía ir más allá del marco impuesto por el lenguaje natural. Marco, que Aristóteles estuvo a punto de romper con la introducción de varia- bles pronominales en los Tópicos y de variables propia- mente dichas (símbolos literales) en los Analíticos; pero que lastró inexorablemente su interpretación del enun- ciado declarativo, tanto el categórico como el modal, así como los silogismos o razonamientos construidos sobre él, al vincular indisolublemente la aserción a la asigna- ción de referencia y, en definitiva, de una cierta forma de existencia (todavía no se había abierto el espacio triangular de la significación con el ángulo fregiano del sentido). Pero, como contrapartida a esas limitaciones, la 1ó- gica aristotélica nos brinda, a diferencia del frío «mo- nologismo~ de los sistemas algorítmicos modernos, ins- trumentos del pensador solo frente a recortados objetos artificiales, el aliento cálido de una peripecia «dialógica» en que dos interlocutores formalizan -hasta cierto pun- to- sus argumentos, para mejor convencerse el uno al otro de cualquier intrascendente cuestión controvertida, o de la validez o invalidez de trascendentales enunciados comunes a todo conocimiento o a toda norma ética. Por ello, los elementos fundamentales de la lógica aristotélica, convertidos en guía metodológica, aparecen una y otra vez en todas sus demás obras, desde la retó- rica hasta la ontología pasando por la zoología. La mo- desta dialéctica, bien que curada de las desmedidas pre- tensiones de la Academia, acabó siendo, con todo, lo más
parecido al ideal -explícitamente declarado por Aristó- teles como inalcanzable- de una ciencia de las ciencias. El texto del «Organon» Habiendo, como hay, ediciones críticas suficiente- mente autorizadas y modernas de las tres obras que se incluyen en este volumen, nos hemos servido de ellas como punto de partida para nuestra versión castellana. Son éstas las contenidas en la colección de la Universi- dad de Oxford (Classical Texts), debidas, respectivamen- te, la de las Categorías, a L. Minio-Paluello, y las de los Tópicos y Sobre las refutaciones sofísticas, a W. D. Ross. No obstante, en el caso de los textos preparados por Ross, hemos optado, no raras veces, por preferir, a la suya, la lectura bekkeriana, al anteponer los criterios es- trictamente paleográficos cuando no hemos visto sufi- cientemente cargados de evidencia los argumentos de índole estilística o hermenéutica a favor de determina- das correctiones, suppletiones o expunctiones: a este res- pecto, el lector debe atenerse a la norma de que, ante una discrepancia Ross-Bekker, si no indicamos lo con- trario en nuestra breve reseña de las variantes de lectu- ra reflejadas en la traducción, debe prevalecer la lectura de Bekker. En algunas ocasiones, hemos aceptado va- riantes propuestas por J. Brunschwig, que, en su incon- clusa edición y traducción de los Tópicos por cuenta de la Association Guillaume-Budé, maneja, con un crite- rio excesivamente arriesgado, a nuestro modo de ver, manuscritos poco o nada utilizados anteriormente, a sa- ber, los Vaticanus 207, Vaticanus Barberinianus 87 y Neo-Eboracensis Pierpont Morgan Library 758. Por nues- tra propia cuenta ya, hemos aplicado en los Tópicos, al igual que Minio-Paluello en las Categorías, el criterio de atribuir un cierto «voto de calidad» a la lectura boeciana ante discrepancias textuales entre manuscritos
de autoridad paleográfica equivalente; y ello, por pro- ceder de un prototipo griego distinto tanto de los mane- jados por Alejandro de Afrodisia (cuyos comentarios, por cierto, constituyen un punto de referencia privile- giado para decidir entre lecturas discordantes), como de los correspondientes a las dos grandes familias ABc y CDu: la coincidencia, pues, de Boecio con cualquiera de los otros grupos de textos tiene para nosotros valor decisivo. Nuestra traducción Por lo que se refiere a nuestra traducción, hemos de decir, ante todo, que es extremadamente literal. La ra- zón es que consideramos la lógica aristotélica, por las razones ya expuestas en estas palabras introductorias, inseparable en gran medida de la sintaxis de la lengua griega en que está escrita: imposible, pues, captar su especificidad sin salvar, en la medida de lo literariamen- te posible, la propia estructura interna del discurso en que esa lógica se expresa. Ello nos ha llevado también a tratar de restablecer la etimología de términos hoy es- tereotipado~ y semánticamente opacos tras veintitantos siglos de tradición escolástica (silogismo, paralogismo, inducción, accidente, esencia, petición de principio, ca- tegoría, solecismo.. .): términos, que en Aristóteles se hallan, por así decir, «en estado naciente», esto es, to- davía no despojados de las connotaciones propias de su uso en el lenguaje corriente, no científico. En aras de esa literalidad -que, sin duda, hace nuestro texto estilísticamente «duro»-, hemos mante- nido la ambigüedad de los adjetivos sustantivados en neutro plural con el viejo recurso escolar de proveer el núcleo sustantivo mediante nuestro incoloro «cosas» o, todo lo más, «cuestiones». Hemos mantenido la vio- lenta -en castellano, no en griego- sustantivación de
12 TRATADOS DE LÓGICA (ÓRGANON) locuciones y frases (prós ti, ti esti, etc.), subrayando la expresión, como en el caso de los términos amenciona- dos», para evitar confusiones (por cierto, que la men- ción de términos casi nunca es en Aristóteles nítida y clara: también aquí mantiene siempre un cierto grado de referencialidad en las palabras; podríamos decir que, para Aristóteles, mencionar «hombre» es mencio- nar la palabra que significa «hombre»). Y en aras de la literalidad, por último, hemos sacrificado algo de la flui- dez del texto castellano no supliendo las frecuentes elipsis del original griego a no ser con términos ence- rrados en paréntesis angulares, lo que motiva, en los pasajes más elípticos, un profuso empleo de los mismos. Ahora bien, pensamos que, tanto éste como los restantes expedientes exigidos por el carácter literal de nuestra versión, tienen la utilidad suplementaria de facilitar una lectura bilingüe sabiendo en cada momento a qué ex- presión griega corresponde cada expresión castellana.
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