jueves, 6 de marzo de 2025

Título original: Vampiros AA. VV., 2010 Contiene relatos de: Johann Ludwig Tieck... Edición y prólogo: Jacobo Siruel

 



Título original: Vampiros AA. VV., 2010 Contiene relatos de: Johann Ludwig Tieck; John William Polidori; Robert Aickman; Charles Baudelaire; E. F. Benson; Francis Marion Crawford; August Derleth; Théophile Gautier; E. T. A. Hoffmann; M. R. James; Joseph Sheridan Le Fanu; Richard Matheson; Julian Osgood Field; Edgar Allan Poe; Horacio Quiroga; James Malcolm Rymer; Bram Stoker; Alekseï Konstantinovich Tolstoï Traducción: Francisco Torres Oliver & Juan Antonio Molina Foix & Violeta Pérez Gil & Luis Alberto de Cuenca & Marta Alcaraz & Jordi Fibla & Carmen Francí & Celia Lupiani & Rafael Lupiani Edición y prólogo: Jacobo Siruel


PRÓLOGO 

 Página 10 I The tempestuous loveliness of terror. PERCY BYSSHE SHELLEY 

 La palabra vampir aparece en letra impresa en Alemania a principios del siglo XVIII, para designar algo tan dudoso y repugnante como un cadáver que abandona su tumba por las noches para succionar la sangre de los vivos y prolongar así su incierta existencia. Aunque conocemos el nacimiento de esta palabra, no podemos, sin embargo, precisar su origen como figura del imaginario, pues su rastro se va ramificando y perdiéndose en diferentes culturas de la antigüedad. En efecto, la vaga genealogía del vampiro se pierde en lo más remoto e inmemorial del tiempo. Hacia el 600 a. C., el sabio chino Tszé Chan refiere que un hombre muerto puede convertirse en un demonio temible si su alma rehúsa salir del cuerpo. Algo muy similar ocurre en la extensa y laboriosa demonología mesopotámica, donde abundan los testimonios de encantamientos protectores y de talismanes contra la influencia demoníaca. R. Campbell Thomson recoge ciertas imprecaciones sobre siete «fantasmas que atacan los hogares (…) y se ensañan con los hombres, y derraman su sangre, como la lluvia, y devoran su carne, y chupan de sus venas (…)». 

 En otra tablilla, conservada en el Museo Británico, aparece un fragmento de una epopeya mitológica que describe el descenso de la diosa Ishtar al país inmutable de la muerte. Cuando llega a las puertas de la morada infernal, la diosa llama al vigilante y lo amenaza con estas palabras: «¡Abre la puerta, guardián, (…) o haré saltar la cerradura y entraré a la fuerza! Haré alzarse a los muertos, para que devoren a los vivos, y les daré poder sobre todos los vivientes». Los sumerios distinguían tres clases de demonios: los seres medio humanos medio demonios; los demonios propiamente dichos o espíritus puros como los dioses, capaces de propagar epidemias; y los muertos, que no descansan en sus tumbas y se mueven por el aire, sobre el suelo o bajo la tierra. Las características del vampiro comienzan a tomar forma. El elemento erótico surge también muy temprano. En una vasija prehistórica ya encontramos la representación esquemática de un hombre copulando con un vampiro femenino, cuya cabeza ha sido seccionada del cuerpo. Según Montague Summers, la imagen de la cabeza cortada indica una clara intención mágica de conjuro para ahuyentar su presencia. El miedo al vampiro ha dado Página 11 comienzo. La sangre, el erotismo y la muerte conforman ya los elementos arquetípicos del mito vampírico, y se esparcirán por todo el planeta. En la tradición hebrea volvemos a encontrar estas mismas características en Lilith y sus hermanas. Esta figura merece un especial interés por ser el nexo de unión entre la demonología babilónica y la hebrea, y más tarde, entre la judía y la cristiana. Lilith es un poderoso demonio alado, de cabellos largos y serpentinos, cuyo cuerpo desnudo y sensual acaba a veces en forma de serpiente, como la Melusina medieval. Según la tradición rabínica, Lilith fue la primera mujer de Adán. Tras una violenta disputa con él, lo abandona en un ataque de ira.

Yahvé envía entonces a tres ángeles para hacerla volver al redil, pero ella se niega a obedecer y se rebela contra el mandato divino. Y Yahvé la condena y la convierte en un demonio nocturno volador, que ha de alimentarse con sangre. Según algunas etimologías su nombre en hebreo procede de la palabra babilónica Lilîtu, que, a su vez, puede deber su procedencia a raíces sumerias aún más antiguas, como lalu, que significa «lujuria», o lulû, «desenfreno». De ahí su lascivia con los hombres. Además Lilith es peligrosa y despiadada, pues tiene por costumbre robar los recién nacidos a sus madres, para alimentarse con su carne y chupar su jugo vital. Página 12 Lilith, Augsburgo, 1470 Con rasgos muy parejos encontramos en el mundo islámico una clase de genio jinn, llamado gul, o algola, como tradujo Rafael Cansinos Assens; es decir, procedente de la estrella Algol, conocida como la «estrella del Diablo».

Este demonio necrófago frecuenta de noche los cementerios en busca de su frío y apestoso alimento; pero los cadáveres no constituyen su única forma de nutrirse. Como Lilith, su afición a los niños es bien conocida: corre tras ellos con avidez, los desvía astutamente de su camino, y se los lleva a un lugar apartado y solitario para succionar toda su sangre. Cuentan que su apariencia humana es tan verosímil para los sentidos que, a veces, llegan a casarse con incautos y candorosos maridos que un buen día las repudian al descubrir horrorizados sus inmundas costumbres asesinas. En Occidente, el gul nos es familiar por la historia que relata Sherezade la quinta noche de su cautiverio. Igualmente repulsivos son los espíritus malignos de China que producen la locura o la muerte. Los peores son los vampiros ch’iang shih: animan cadáveres, evitando su descomposición, pues poseen el poder de formar un ente completo y de reavivarlo a partir de una calavera o de unos cuantos huesos. Tienen ojos enrojecidos y llameantes, garras afiladas y el cuerpo cubierto de un pelo pálido ligeramente Página 13 verdoso. El melancólico Pu Songling nos dejó en su obra Liao Chai (1679) un memorable cuento sobre esta clase de vampiro. En la India antigua no es tan frecuente encontrar vampiros con rasgos similares a los occidentales, pero existen los vetalas y los rakshasas, con las mismas características ya mencionadas, aunque los ojos de estos últimos son dos inquietantes ranuras en el rostro. Entre las innumerables fórmulas que utilizaban los antiguos egipcios en sus largos y elaborados rituales funerarios, existía una que servía para impedir que los cuerpos, mientras el alma se separaba de ellos, no cayeran presas de cualquier espíritu maléfico que pudiera reanimarlos y hacerles salir de la tumba. Joven atacado por dos lamias y una harpía, Imagini delli dei de gl’antichi, de Vincenzo Cartari, Venecia, 1556 Página 14 II 

 En la antigua Grecia encontramos las primeras analogías con el vampirismo en el séquito de Hécate, cuya figura más destacada es la empusa, demonio femenino capaz de adoptar tanto la forma de un animal como la apariencia de una hermosa doncella. Bajo este último aspecto, solía visitar a los hombres dormidos y acostarse junto a ellos para morderlos y chupar su sangre hasta provocarles la muerte. La versión latina de la empusa la tenemos en la lamia, cuya leyenda nació en la Libia romana. Hija de la reina Belo, quien sedujo a Zeus y acabó teniendo varios hijos suyos. De todos ellos sólo sobrevivió Escila, pues Hera, poseída por los celos, los mató a todos. Esto determinó el destino de las lamias hacia el lado oscuro; pero si bien los dioses pueden pasar de una forma a otra con total autonomía, sin variar en nada su esencia, los seres como la lamia son prisioneros de una única forma y patrón de comportamiento: la del monstruo. Cuenta también la leyenda que Zeus concedió a la lamia el don de poderse sacar los ojos de sus cuencas para seguir viendo mientras dormía. Lo malo era cuando no dormía, porque entonces solía vagar de noche, sedienta de sangre, en busca de algún niño para desangrar. Más tarde, como explica el licantropólogo Erberto Petoia, «cuando se añadió al mito de la sangre el elemento erótico, la lamia se unió a las empusas, adquiriendo las mismas características del súcubo». En la Vida de Apolonio de Tiana de Filóstrato (ca. 160 - ca. 249) encontramos el primer esbozo de un cuento de vampiros. Según refiere Filóstrato, en aquella época se practicaba en Corinto la filosofía de Demetrio, acorde con la doctrina cínica. Uno de sus discípulos era Menipo de Licia. Tenía veinticinco años y era bastante inteligente y bien proporcionado, como un atleta de noble porte. La gente en Corinto pensaba que a Menipo le amaba una mujer extranjera. La mujer parecía hermosa y bastante elegante. Afirmaba ser muy rica, pero en realidad no era nada de eso. Una vez, cuando Menipo caminaba solo por los arrabales de la ciudad, esta mujer se cruzó en su camino y empezó a hablar con él; le dijo que lo amaba desde hacía tiempo y lo invitó a pasar la tarde con ella, prometiéndole vino, canciones y todo tipo de placeres. Seducido, el joven fue a visitarla esa tarde, y desde entonces comenzó a frecuentar su casa. Un día, el filósofo pitagórico Apolonio de Tiana, al que se le atribuían poderes mágicos, coincidió con Menipo y le dijo: —Tú, que eres hermoso y sin duda objeto de mujeres hermosas, ahora acaricias a una serpiente, y una serpiente a ti, porque tu mujer no es una esposa. Y ante la sorpresa de Menipo, añadió: Página 15 —¿Qué pasa? ¿Acaso piensas que eres amado por ella? —Sí, puesto que se comporta como quien ama. Apolonio siguió interrogándole y se enteró de que se iba a casar con ella. Al día siguiente, se presentó en la boda, y preguntó a los comensales recién llegados: —¿Dónde está esa elegante dama por la que habéis venido? —Allí —contestó Menipo, que se levantó ruborizado. —¿Y la plata, el oro y lo demás con lo que está adornada la sala de banquetes, de quién de vosotros es? —De mi mujer, pues esto es todo lo mío —contestó, señalando su manto de filósofo. —¿Conocéis —dijo Apolonio— los jardines de Tántalo, que son pero no son? —Sólo por Homero —contestaron—, ya que nunca hemos bajado al Hades. —Pues pensad que esta ornamentación es lo mismo, pues no es materia sino apariencia de ella. Y para que veáis lo que quiero decir, la novia es una empusa, o lo que la gente considera una lamia o mormolicia. Ellas pueden amar, y aman los placeres sexuales, y sobre todo la carne humana, pues seducen con placeres sexuales a quienes desean devorar. —¡Deja de decir cosas de mal agüero y márchate de aquí! —dijo ella, que daba la impresión de estar muy irritada por lo que oía. Pero cuando de pronto las copas de oro y todo lo que parecía de plata se desvaneció ante los ojos de los atónitos invitados, y los escanciadores, cocineros y toda la servidumbre desaparecieron por efecto de Apolonio, la aparición se echó a llorar, rogándoles que no la torturasen ni la forzaran a reconocer lo que era. Pero Apolonio insistió y no la dejó escapar. Entonces confesó que era una empusa que colmaba de placeres a Menipo para acabar devorando su cuerpo, como tenía por costumbre, porque la sangre de los cuerpos jóvenes y hermosos era pura. Página 16 III 

 ¿Cuál es la morfología del vampiro? En la antigüedad, aparece confundido entre una vasta legión de demonios. Sus atributos son humanos y animales. Es capaz de transformarse en otros seres aparentes, siempre combinando la cualidad del aire (alas y garras), de la tierra (cola de serpiente y ardor sexual), del fuego (ojos llameantes), del agua (cola de pez), y de la noche (existencia fantasmal y similitud con los murciélagos). El vampiro siempre será fiel a esta anatomía simbólica que define su esencia. Con el paso del tiempo, el vampiro irá perdiendo las cualidades animales que poseía en el mundo clásico, judío y mesopotámico, y desprendiéndose, poco a poco, del sentido puramente mágico que tenía en los conjuros babilónicos y de los rasgos zoológicos que guarda en el mundo mitológico grecolatino. Con el advenimiento de la Iglesia, los antiguos demonios se cristianizan, se ocultan y se olvidan; su rastro, entonces, se refugiará en la superstición popular, y a través de las historias orales, que están documentadas, iremos sabiendo de sus «apariciones» en pueblos más o menos remotos de Europa. Sin duda, los rasgos morfológicos del vampiro literario comienzan a dibujarse en su imagen pre-literaria; aquella que emerge directamente de las supersticiones populares, principalmente eslavas.

El vampirólogo Montague Summers describe al vampiro como «extremadamente flaco y encorvado, de rostro horrible y ojos en los que relucen el rojo fuego de la perdición. Cuando ha saciado su apetito de cálida sangre humana, su cuerpo parece tremendamente hinchado y saciado, como si fuera una gorda y enorme sanguijuela a punto de reventar. Frío como el hielo, pero febril y ardiente como una brasa encendida, su piel guarda la palidez de la muerte y tiene los labios rojos, gruesos e inflamados; los dientes, blancos y brillantes; y los colmillos (…) aparecen sensiblemente afilados y puntiagudos». No es frecuente toparnos con una imagen tan cruda y repugnante. Olvidamos con facilidad que la genealogía del vampiro está en las antípodas de la imagen literaria de la estirpe de Drácula; su verdadero origen no proviene de ningún linaje noble y maldito, sino de las descarnadas tradiciones rurales del pueblo. Según Ornella Volta, los vampiros difieren según las regiones, aunque todos ellos tienen ciertas características siempre comunes: Rostro delgado, de una palidez fosforescente. Espeso y abundante pelo en el cuerpo, cuyo color suele ser rojizo, como el vello en la palma de sus manos. Página 17 Labios gruesos y sensuales que encubren sus agudos colmillos, cuya mordedura tiene poderes anestésicos. Uñas extremadamente largas. Orejas puntiagudas semejantes a los murciélagos. Olor nauseabundo. ¿Son éstos los abuelos de Drácula? No hay duda. Bram Stoker se basó para la creación de su personaje en las dos grandes tradiciones: la literaria y la del folclore. Por un lado, atribuye a su vampiro todos los rasgos aristocráticos provenientes del modelo byroniano de John William Polidori y James Malcolm Rymer, pero, por otro, había estudiado a fondo las tradiciones rumano-húngaras; de ahí que, bajo el aura gotizante de castillos decrépitos y estirpes malditas, se insinúen ciertos rasgos y características de sus ancestros. Así el rostro de Drácula es «aguileño (…) la frente alta y abombada, y el cabello escaso en las sienes, aunque abundante en el resto de la cabeza. Las cejas, muy pobladas, casi se le juntaban en el ceño y tenían el pelo tupido que parecía curvarse por su misma profusión. La boca (…) era firme y algo cruel, con unos dientes singularmente afilados y blancos; le salían por encima del labio, cuyo notable color rojo denotaba una vitalidad asombrosa para un hombre de su edad». Por lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior. Klaus Kinski e Isabelle Adjani en Nosferatu, 1979, de Werner Herzog A pesar de su porte solemne, el aspecto de Drácula no es precisamente atractivo. Según Stoker, el roce de sus manos, anchas, ordinarias y de largas uñas, produce estremecimiento, su aliento es fétido, por lo que puede invadirnos «una espantosa sensación de náusea», que nos recuerda claramente la imagen primigenia del folclore. Página 18 Fiel al modelo clásico, aunque sin ninguno de sus atributos zoomórficos, la vampiresa conserva, en cambio, todos sus atractivos humanos, sin perder ninguno de sus encantos. Es delgada y de formas armoniosas, pálida, melancólica, inquietante y sutilmente voluptuosa. Sus ojos suelen ser de un negro profundo, con una extraña intensidad, que realza su larga y oscura cabellera suelta sobre los hombros. Su boca es «fina y fría como la muerte», y sus blancos dientes son largos y afilados «como dos lanzas» o «dos alfileres». 

 Uno de sus retratos más frescos y delirantes nos lo proporciona Gautier con Clarimonda, una vampiresa que revive de la muerte gracias al cándido beso de un jovencito sacerdote recién ordenado. Desde el primer momento, las fantasías se desatan: «la cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches». Pálida, semidesnuda, con el pelo desordenado, conserva potenciado todo el salvaje encanto de la seducción.

Otra cosa es ante el hallazgo de cualquier herida, pues mientras su amante finge estar durmiendo en su regazo, ella se abalanza ansiosa sobre ésta y empieza «a chupar con una voluptuosidad indescriptible… a pequeños sorbitos, lentamente», mientras entorna los ojos, y proclama en un arrebato de cursilería la meta de su deseo: «Una gota roja, un rubí en la punta de mi aguja». A pesar de su indudable poder de seducción, las vampiresas representan la fatalidad más tenebrosa, al encarnar la amenaza inminente de una muerte violenta; pero aun así todas las víctimas parecen caer rendidas ante el irresistible magnetismo de su hechizo sexual, haciéndonos olvidar por momentos que son muertos vivientes. Página 19 Bela Lugosi y Carol Borland en La marca del vampiro, 1935 Página 20 IV A diferencia del fantasma, el vampiro tiene cuerpo; y lo más importante es que es su propio cuerpo. No es un muerto, ni un vivo, sino, como dice Summers, «un andrógino del mundo espectral». Pertenece, pues, a un estado intermedio entre la vida y la muerte: está muerto, pero todavía conserva su vitalidad gracias a la energía que le proporciona la sangre de los vivos. Para él la terrible ruptura factual entre la vida y la muerte no existe como tal: la ambigua simbiosis entre sangre y pasión, víctima y verdugo, unen la vida a la muerte en una continuidad que sólo la imaginación puede concebir. Únicamente el vampiro, como hijo directo de la imaginación, no del raciocinio, puede confrontarnos con la paradoja de una vida en la muerte, en la cual la muerte penetra en la vida o la vida en la muerte como una irresistible fuerza activa, pues la sangre, nutriente de los vivos, pasa a ser el elixir y el alimento de los muertos.

Esta idea literaria tiene raíces muy antiguas. En Hécuba, Eurípides muestra una escena espeluznante en la que el espectro de Aquiles se aparece en plena noche para exigir que sacrifiquen en su honor a una de las hijas de Príamo. Los griegos, para tratar de honrar al héroe, deciden sacrificar a Políxena, hija de Hécuba. Y cuando Taltibio, el enviado de Agamenón, se dirige a Aquiles con la espada desenvainada antes de sacrificar a la joven doncella, le dice estas palabras: «Acéptame estas libaciones propiciatorias que atraen a los muertos, y ven a beber la negra y pura sangre de la muchacha, sangre que te regalamos el ejército y yo». Toda esta turbia concepción escatológica, lógicamente, está ligada a las más antiguas creencias religiosas. Sólo que en el caso del vampiro no se trata de la consabida fe en la inmortalidad del alma, sino en la inmortalidad del cuerpo. El origen de este credo ancestral proviene de la herencia de los sacrificios humanos, aunque no se transmite a la figura del vampiro moderno por esta vía, sino a través del trasfondo cristiano que da una nueva forma y significado a esta creencia. Recordemos las palabras de Cristo: «Aquel que coma mi carne y beba mi sangre tendrá la vida eterna». El vampiro hace la misma promesa, sólo que dice un rotundo NO a Dios. Y en su rebelión extrema, invierte el mundo de los vivos y de los muertos, pervirtiendo toda esperanza de alcanzar la salvación prometida por el cristianismo de una vida eterna espiritual. En lugar de ello, el vampiro promete —aunque en condiciones sumamente lúgubres— lo que parece ser una continuidad de la vida, conservando incorruptible la cualidad vital y sensual de la carne. Página 21 La rebelión del vampiro es la rebelión de Lucifer, con toda su carga de pecado y energía desbordante. Desde luego, esta figura no habría calado tan naturalmente a lo largo de los siglos si no respondiera a un arquetipo antropológico de las estructuras originales del pensamiento y las creencias humanas. De ahí que prendiera con tanta facilidad tanto en la imaginación supersticiosa popular, que la contempló horrorizada, como en la nueva estética satánica de los poetas románticos, que la acogieron con exquisito furor. Drácula, 1992, Francis Ford Coppola Página 22 V Para el hombre arcaico la sangre y el aliento son las fuerzas dinámicas que hacen posible la vida. Estas dos fuerzas confluyen de tal manera que llegan a confundirse y a significar casi lo mismo.

Pero, ¿qué es esta fuerza? Aquello que bulle en el alma; o al menos en una de las manifestaciones del alma, pues la unidad primigenia de ésta se resuelve a menudo simbólicamente en la dualidad entre la sangre y el aliento. Esta idea, como señala Jean-Paul Roux, muy probablemente se remonte al Neolítico o, tal vez, aún más lejos. Si bien, aparece ya plenamente formada en Babilonia, donde el hombre ya es representado por un cuerpo y un espíritu creados a partir de una arcilla mezclada con la sangre de un dios. Siglos más tarde, la Iglesia de Roma se pronunciará en términos semejantes: la sangre es el asiento del alma, y por eso hay que protegerse de sus malos influjos. De ahí que la Biblia repita muchas veces la prohibición de alimentarse de sangre. En el Levítico se advierte que «la vida de la carne está en la sangre», (XVII, 11 y 14). En el Génesis de la Biblia de Ferrara 1553, dice Yahvé: «De cierto, carne con su alma, su sangre, no comeréis», (IX, 3-4). Ésta es la versión más extendida, pero Casiodoro de Reina, introduce una variante sugestiva en su traducción de la Biblia del Oso (1569) al decir Yahvé: «Todo lo que se mueve, que es vivo, tendréis por mantenimiento; como verdura de yerba os lo he dado todo; empero la carne con su ánima, que es su sangre, no comeréis; porque ciertamente vuestra sangre, que es vuestras almas, yo la demandaré». En la tradición hebraica, de donde procede esta idea, la sangre está en el alma (o las almas) de la carne, porque en ella reside el ánima o las energías vitales. Por eso es tabú y Yahvé prohíbe tomarla a los hombres, pues, según dice, le pertenece. Y en este sentido interpretaron los teósofos y espiritistas del siglo XIX al vampiro. Según ellos, lo que chupa realmente el vampiro no es la sangre física sino la energía vital del cuerpo etérico. La sangre, considerada el receptáculo donde reside la vida, asume el poder sagrado de prolongarla. Y aquí hemos llegado al núcleo de esta creencia. La razón por la cual los muertos se afanan en buscarla. Así puede entenderse el significado religioso que tenía para los griegos aquel conocido y espeluznante pasaje de la Odisea, al comienzo del canto XI, en donde Ulises, conducido por Circe, llega con su nave a las oscuras regiones del Hades para pedir su oráculo al alma del difunto Tiresias, y tiene que sacrificar algunas reses como ofrenda a los muertos. Según cuenta Homero, mientras «corría la negra sangre del Érebo», se reunieron en torno suyo las almas de desposadas, mancebos, ancianos apesadumbrados, tiernas jóvenes, las de muchos hombres heridos y de guerreros que dejaron su vida en el campo de batalla, y se Página 23 acercaron a ellos con un clamor horroroso. Presa del miedo, Ulises ordena a sus amigos que recojan rápido las reses degolladas del suelo y las quemen, e invoquen a los dioses, en especial a Hades y Perséfone. Y saca su cuchillo para no dejar que los muertos lleguen a la sangre antes de haber hablado con Tiresias. Sólo deja beber la sangre vertida a su madre, que también había acudido, antes de que el ciego adivino le hable del porvenir. «La sangre», dice Mefistófeles en Fausto, «es un fluido muy especial». Siempre lo ha sido para la imaginación en todas sus modalidades; incluso para la imaginación científica. Según cuenta Ornella Volta, el 7 de septiembre de 1880, el estrambótico doctor Dassy de Lignières trató de demostrar su descabellada teoría sobre el poder de resurrección de la sangre, y tres horas después de ser ejecutado el asesino Menelescou, extrajo sangre de un perro vivo, bombeándola en su cabeza.

El perro permaneció impasible, sin sufrir ningún cambio, mientras que la cabeza del asesino comenzó a retomar su color vital. Sus rasgos faciales se relajaron, sus labios se hincharon, poniéndose más rojos, y temblaron sutilmente; parecía que su cabeza estaba a punto de hablar. Entonces, sus párpados se contrajeron y todo su rostro tomó una expresión dolorosa. «Estoy seguro», proclamó más tarde el doctor Lignières, «de que por dos segundos ese cerebro estaba pensando». Fascinada por todas las promesas de «inmortalidad» que invoca la biogenética y la biotecnología, nuestra época continúa la senda del doctor. Lignières, fiel a la misma angustia y deseo que corroen al vampiro. En el fondo, el hombre moderno desea inconscientemente ser como un vampiro: su nihilismo y su sed desesperada de perpetuar la vida son semejantes. De ahí que el vampiro sea el mito moderno por excelencia y su éxito no se extinga. Como dice Claude Kappler, «si el vampirismo fascina, es porque representa, con inmensa fuerza, una imagen del hombre contemporáneo»; la imagen de un muerto en vida que proyecta hacia delante su tortuosa angustia a la muerte, una muerte cada vez más negada y ocultada socialmente que la hace cada vez más temible e inquietante. Página 24 Página 25 VI Hasta ahora hemos hablado de los orígenes y elementos simbólicos del vampiro como figura de la imaginación. Ahora hablaremos de algo más inconcebible: su paso por la historia. En el siglo XVIII el vampiro aún no es una figura literaria que produce un placentero escalofrío a la luz de la lumbre, es algo que produce una mayor inquietud. Las circunstancias que motivan su «renacimiento» en la escena europea vienen marcadas por una razón mucho más irónica y desconcertante: la superstición. Precisamente en la era del risueño escepticismo del hombre ilustrado, el vampiro se vincula con algo tan asombroso como las epidemias, recuerdo atávico de las pestes medievales. Voltaire, que siempre había denunciado la superstición como uno de los peores azotes que había sufrido la humanidad, no podía soportar que el temor histérico que despertaban estos casos de vampirismo en los países de la Europa oriental pudiera también contaminar las tertulias de París. Se hablaba de una nueva peste desconocida hasta entonces que desconcierta tanto al juicio de la sociedad europea como cautiva a su imaginación. El hecho no era nuevo; solamente se había olvidado.

Eso sí, resultaba extraño en el siglo de las luces, pero ya en la Edad Media las infestaciones de «revinientes» habían alcanzado su punto álgido durante el siglo XII. Los casos registrados en Inglaterra, los países nórdicos y sobre todo en Rumanía, sirvieron a los teólogos medievales para teorizar sobre sus causas —siempre derivadas, según ellos, del Diablo— y sobre los signos concretos que permitían distinguirlos. Algunos eruditos de épocas posteriores continuaron escribiendo tratados, que aludían a este tema, como el célebre Dissertatio Historico-Philosophica de Masticatione Mortuorum (1679), de Philip Rohr. Pero entre todos estos pintorescos escritos destaca una curiosa rareza literaria que llegaría a tener una gran influencia en su tiempo; nos referimos al Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o «revinientes» de Hungría (1748) del abad Dom Agustín Calmet. «En este siglo», escribe Calmet, «desde hace alrededor de sesenta años, una nueva escena se ofrece a nuestra vida en Hungría, Moravia, Silesia, Polonia: se ven, dicen, a hombres muertos desde hace varios meses, que vuelven, hablan, marchan, infestan los pueblos, maltratan a los hombres y los animales, chupan la sangre de sus prójimos, los enferman, y, en fin, les causan la muerte; de tal suerte que no se pueden librar de sus peligrosas visitas y de sus infestaciones, más que exhumándolos, empalándolos, cortándoles la cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos. Se da a estos “revinientes” (revenants) el nombre de upiros o vampiros, es decir, Página 26 sanguijuelas, y se cuentan de ellos particularidades tan singulares, tan detalladas y revestidas de circunstancias tan probables y de informaciones tan jurídicas, que no puede casi rehusarse a la creencia que tienen en esos países, de que los revinientes parecen realmente salir de sus tumbas y producir los efectos que se les atribuyen». Las «epidemias» de vampiros coinciden a menudo con épocas de plagas, durante las cuales hombres, mujeres y niños morían pudriéndose en los campos como los corderos de un rebaño, dejando un hedor insoportable. En medio de este dantesco panorama se propagan las habladurías sobre vampiros, se comentan casos, se recomienda emplear ajo como protección y desenterrar a los muertos sospechosos para clavarles estacas o quemarlos… El vampiro simboliza la llegada de la peste y se le atribuye toda la causa de su origen. Por espacio de cien años, estas «epidemias» tuvieron lugar en Istria (1672), en el este de Prusia (1710 y 1721), Hungría (de 1725 a 1730), en la Serbia austríaca (de 1725 a 1732), de nuevo entre los prusianos (1750), en Silesia (1755), Valaquia (1756) y en Rusia (1772). Según se desprende de estos informes, todos los casos tienen nombres propios y su investigación ha sido encargada por distintos países a hombres de confianza. El suceso que llegó a ser más conocido sucedió, según se testifica, cerca de Belgrado. La histeria colectiva se apoderó de todo el pueblo y alcanzó tal magnitud que el gobierno austríaco, cuyo ejército tenía ocupada la mayor parte de Serbia, se vio obligado a intervenir. En diciembre de 1731, una orden firmada por el emperador abre una investigación sobre los casos de vampirismo. El oficial encargado de llevarla a cabo es médico, se llama Johannes Fluckinger, e interroga con escrúpulo a los vecinos de la localidad y en particular a una compañía de bandidos serbios mercenarios, llamados belduques. Su declaración es unánime. Calmet también registra la historia: «Hace alrededor de cinco años que un cierto belduque habitante de Médreïga, llamado Arnold Paul, fue aplastado por la caída de un carro de heno. Treinta días después de su muerte, cuatro personas murieron súbitamente de la manera que mueren, según la tradición del país, los que son perturbados por los vampiros. Se acordaron entonces de que Arnold Paul había contado a menudo que, en los alrededores de Cassova y en las lindes de la Serbia turca, había sido atormentado por un vampiro…, pero que había encontrado el medio de curarse comiendo tierra del sepulcro del vampiro y frotándose con su sangre; precaución que no le impidió, sin embargo, llegar a serlo después de su muerte, porque fue exhumado cuarenta días después del entierro y encontraron en su cadáver todas las marcas de un vampiro. El cuerpo estaba bermejo; los cabellos, las uñas y la barba se habían renovado; y las venas estaban todas llenas de sangre fluida, que rezumaba por todas las partes del cuerpo debajo del sudario en el que había sido envuelto. El hadnagui, en presencia del cual se hizo la exhumación y que era un hombre experto en vampirismo, hizo clavar, según la costumbre, una estaca muy aguda en el corazón del difunto, atravesándole el cuerpo de parte a parte, lo que le hizo dar, según dicen, un espantoso grito, como si estuviese aún con vida. Hecho lo cual, le cortaron la cabeza y lo Página 27 quemaron.

Después se usó el mismo procedimiento con las otras cuatro personas muertas de vampirismo, por miedo a que fuesen a matar a otros a su vez. Todas estas diligencias no han podido, sin embargo, impedir que, al cabo de cinco años, esos funestos prodigios empezaran de nuevo, y que varios habitantes del mismo lugar hayan desgraciadamente perecido. En el espacio de tres meses, diecisiete personas de diferente edad y sexo han muerto de vampirismo, algunas sin estar enfermas y otras después de languidecer durante dos o tres días». Por increíble que parezca, este informe causó sensación en su época, y el mismo año de su publicación apareció en Leipzig una versión barata de esta historia que llegaría a difundirse por toda Europa. Varios periódicos ingleses publicaron diferentes traducciones, adaptaciones y artículos, y comentaron la noticia. Según Horace Walpole, el rey Jorge II de Inglaterra no ponía en duda la existencia de los vampiros, y hasta Luis XV de Francia se tomó el interés personal de ser informado al respecto. Otra cosa muy distinta es el ambiente que se respira en la república de las letras. Voltaire exclama en su Diccionario filosófico: «¿Es posible que haya vampiros en nuestro siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Shaftesbury, de Trenchard y de Collins? ¡Así que en el reinado de Alembert, de Diderot, de Saint-Lambert y de Duclós se cree en la existencia de vampiros, y el reverendo benedictino Dom Agustín Calmet ha impreso y reimpreso la historia de vampiros con la aprobación de la Sorbona…! Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria o Lorena, eran los países donde los muertos practicaban esta operación. Pero en Londres y en París nadie ha hablado de vampiros. Admito que en estas dos ciudades han existido agiotistas, recaudadores de impuestos y hombres de negocios que chupan la sangre del pueblo a plena luz del día, pero no estaban muertos, aunque sí lo suficientemente corruptos. Estos auténticos chupones no vivían en cementerios sino en palacios hermosos». Y concluye: «La consecuencia de todo esto es que una gran parte de Europa estuvo infestada de vampiros durante cinco o seis años, y que hoy ya no existen… que resucitaron muertos durante varios siglos, y que hoy ya no los resucitan; que tuvimos jesuitas en España, en Portugal, en Francia y en las dos Sicilias, y que hoy ya no los tenemos». Desde 1732, en Francia, se publican al menos doce tratados y cuatro disertaciones sobre vampiros, el mayor de los cuales es el de Calmet, a quien el padre Feijoo dedica una de sus Cartas eruditas. Las razones que se dan para dilucidar el fenómeno son de la índole más variada: argumentos teológicos que atribuyen el prodigio a la obra de Satán; explicaciones «científicas» que aclaran el enigma de la incorruptibilidad de los cuerpos relacionándolo, en unos casos, con ciertas condiciones del suelo que retardarían la corrupción, y en otros, con la catalepsia y las plagas de gérmenes desconocidos; o sencillamente como simples efectos de la superstición popular. En el debate se implican las figuras más preclaras de la Ilustración como Voltaire, Diderot, el marqués de Argens y Rousseau. Página 28 Rousseau no pensaba de forma diferente que Voltaire, pero no estaba tan interesado como éste en zanjar rápidamente el asunto denunciándolo como superstición; le importaba más desentrañar la razón por la cual el vampiro producía en el pueblo un miedo tan arraigado. Desde su punto de vista, concernía a los filósofos «buscar las causas que pueden producir hechos tan poco acordes con la naturaleza». Mantenía una opinión distante frente a los testimonios de las epidemias, sin entrar a emitir juicios demasiado categóricos sobre ellos; y en su carta al arzobispo de París, Christophe de Beaumont, escribe ponderadamente: «Si alguna vez en el mundo ha existido una historia garantizada y demostrada, es la de los vampiros. No falta nada: informes oficiales, testimonios de personas dignas de crédito, médicos, sacerdotes, jueces; existen toda clase de pruebas… Pero ¿quién puede aventurarse a decirme exactamente cuántos testigos son necesarios para hacer creíble un fenómeno semejante?». A Rousseau le parecía baladí entrar a discutir sobre las pruebas y refutaciones de la existencia de los vampiros.

El centro de la cuestión descansaba en defender la posición de la razón frente a las sutilezas eruditas de las que se servían los funcionarios eclesiásticos, como Calmet, para ayudar a mantener la sumisión del pueblo y la gente crédula a los agentes del Dios Omnipresente y mostrar así el verdadero nudo del problema, que no es otro que «el sentido mismo de la superstición». Finalmente, Calmet tenía razón (aunque de forma involuntaria) cuando afirmaba en su prefacio que «cada siglo, cada país, tiene sus prevenciones, sus enfermedades, sus modas, sus inclinaciones que los caracterizan, y que pasan y se suceden las unas a las otras», así pues, «lo que ha parecido admirable en un tiempo, se convierte en lamentable y ridículo en otro». Como sucede a los ojos de hoy con todos estos testimonios y controversias que no nos parecen más que pintorescas curiosidades del pasado. Todas estas cosas tienen la rara virtud de afinar nuestra mirada retrospectiva; la saludable consecuencia de romper los tópicos unívocos que atesoramos sobre esta época, para abrirnos los ojos a los claroscuros del siglo de las luces; pues esa centuria tan joven y fresca en muchos aspectos, esa época inolvidable que hospeda en estado puro todas las ideas seminales de la modernidad, no fue sólo la época de Kant, de Newton y de Hume, fue también el siglo de Mesmer y de Swedenborg, del frenesí gótico, de Fuseli y de los proverbios infernales de Blake; y, he aquí nuestra sorpresa, también «la edad de oro del vampiro», tal como demuestra en su libro Tony Faivre. Página 29 Página 30 Página 31 VII ¿Qué sucedió en el siglo siguiente? La superstición vampírica quedó definitivamente relegada a los confines más rurales de la Europa del este. En las grandes urbes del siglo XIX el vampiro sólo visita a los artistas y escritores románticos, que asocian la vieja superstición a un nuevo concepto de poesía o fórmula literaria. Para muchos escritores románticos, el vampiro es una fuente de inspiración ideal para desarrollar su nueva estética. En sus Mélanges de littérature et de critique (1820), Charles Nodier escribe: «En política sabemos dónde estamos; en poesía nos encontramos en un período de pesadilla y de vampiros. En general las supersticiones favorecen a la poesía. Y, según esta hipótesis, constituyen toda la poesía, pues no hay poesía sin religión». De este modo, los románticos emprenderán una búsqueda exacerbada de lo extraño, empujados por el acuciante deseo de escribir sobre todos aquellos misterios que la razón ilustrada les ha robado. «Soy una parte de la parte que al principio era todo; una parte de esa oscuridad que dio nacimiento a la luz, la luz orgullosa que ahora disputa a su madre, la Noche, su antiguo rango y el espacio que ella ocupaba», escribe Nerval. La poderosa energía numinosa que irradia la noche cautiva el alma romántica, cuya sensibilidad desea con ardor no ignorar nada de las oscuras regiones del psiquismo. Tanto la aventura metafísica de los románticos alemanes e ingleses como el descubrimiento por parte de la novela gótica del honor como fuente de deleite, abrieron el telón a un nuevo escenario estético de «belleza turbia», en donde lo horrendo se convierte en una categoría estética. A la claridad discursiva de la razón ilustrada, le sucede la vivencia inefable del sentimiento y la sensación. La nueva poesía debe extraerse de todo lo que anteriormente había sido considerado reprobable. Y así, la apolínea belleza racional del neoclasicismo deja paso a una nueva condición del gusto, gobernada por lo horripilante, que se convertirá en una nueva fuente de placer estético, que Shelley definió como «la tempestuosa belleza del terror». En su espléndido libro sobre el romanticismo negro, Mario Praz establece las líneas anatómicas de esta belleza maldita. Después de Milton, el ángel caído adquiere un nuevo esplendor poético; su indomable rebeldía investida de cualidades heroicas se erige en un objeto de culto. Baudelaire define la belleza del siglo como algo ardiente y triste, que si se aprecia en la cara de una mujer bella y seductora puede hacernos soñar vagamente con la voluptuosidad y la tristeza, pero si se trata del rostro de un hombre, «el más perfecto ejemplo de belleza viril es Satán —a la manera de Milton». El paraíso perdido sugiere el arquetipo de esta nueva belleza, y será lord Byron quien encarne vitalmente este modelo al convertirse su vida en leyenda. El pulso de su existencia siempre se vio acelerado por la rebeldía, llevada a veces al paroxismo. Para él una vida sin las emociones tumultuosas de la pasión era una vida muerta: «sin ella vegetamos». Se cuenta que, cuando le practicaron la autopsia, su corazón y su Página 32 cerebro presentaban síntomas de edad muy avanzada, a pesar de haber muerto a los treinta y seis años. «El gran objetivo de la vida es la sensación», decía, «sentir que existimos, incluso a través del dolor». Así, siempre hubo en su vida algo de tortura moral, de sabor a fatalidad, y en sus relaciones amorosas no cesó de buscar una perversa voluptuosidad en destruir y autodestruirse.

Como un actor, representando la angustia de ese período, Byron asume ante el inmenso auditorio de su época el papel del amante fatal para consumar el amor maldito, encarnando en su vida lo que Blake entendió como los dos estados contrarios del alma, es decir, el cielo o el infierno. Byron escogió ponerse a merced del segundo. La crueldad del lord con sus amantes se haría famosa en toda Europa, gracias a la venganza que perpetró lady Caroline Lamb en su novela gótica Glenarvon, publicada anónimamente, en donde retrataba a su antiguo amante cargando las tintas. La novela alcanzó el éxito esperado, y, por supuesto, todo el mundo supo quién había sido la fuente de inspiración de su malvado personaje central. Esta obra ayudó a extender la moda del vampirismo por Europa, al identificar el papel satánico que le gustaba representar al lord con los elementos comunes del cliché literario del vampirismo. Incluso Goethe llegó a decir que Byron estaba poseído por una «atracción demoníaca» irracional que ejercía gran influencia sobre los demás. Flaubert retrata al lord como alguien que «no creía en nada sino en todos los vicios, y en un Dios vivo que solamente existe para hacer posible el placer del mal». Bajo estos rasgos subidos de tono de malditismo, no resulta nada extraño que Byron fuera el inspirador del primer modelo de vampiro, y el aura desafiante de su vida lo que infundiera vigor a este nuevo modelo literario. Página 33 Gustave Doré, La divina comedia, 1887 Página 34 VIII El primer cuento de vampiros europeo comenzó a incubarse en villa Diodati, una mansión al borde del lago Lemán, curiosamente, visitada antes por Milton. Allí se reunieron, como es célebre, lord Byron, como anfitrión, su secretario el doctor Polidori, Percy y Mary Shelley y M. G. Lewis, como sus invitados, y la hermanastra de Mary, Claire, en calidad de amante y mártir. Aquel mes de junio de 1816 fue húmedo y lluvioso y solía tenerlos confinados durante días en el interior de la casa. Por azar, disponían de un grueso volumen de cuentos de fantasmas (según un especialista, Fantasmagoriana) y, para distraer la lentitud de aquellos días, bañados en láudano, leían en voz alta aquellas historias macabras que luego se alargaban en interminables disquisiciones. «Muchas y largas fueron las conversaciones entre lord Byron y Shelley, —escribe Mary Shelley en su prefacio a Frankenstein— de las que fui oyente fervorosa aunque casi muda. En el curso de una de ellas discutieron sobre diversas doctrinas filosóficas, entre otras la naturaleza del principio vital y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la materia inerte». Se habló de los experimentos del doctor Darwin, padre de Charles, y fantasearon con la posibilidad de poder infundir vida o reanimar un cadáver, o fabricar las partes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital. La noche pasó rápidamente con esta charla y cuando se retiraron a descansar, Mary no podía dormir: «Mi imaginación, espontáneamente, me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza muy superior a los habituales límites de la ensoñación. Vi —con los ojos cerrados, pero con la aguda visión mental— al pálido estudiante de artes impías de rodillas junto al ser que había ensamblado. Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, lo vi manifestar signos de vida y agitarse con movimiento torpe y medio en vida». Cuando despertó, invadida por el terror, le fue imposible librarse de esa espantosa imagen fantasmal: «seguía presente en mi imaginación»; lo cual es de agradecer, pues gracias a ello escribiría años después su inolvidable Frankenstein, cuyo «Prometeo moderno» ha terminado siendo profético. Según Mary Shelley, fue Byron quien propuso que cada uno escribiera un cuento de fantasmas.

Aunque no debemos prestar demasiada credibilidad a su relato, escrito más de quince años después, porque al tratarse de un prefacio a su obra, lógicamente omite algunos recuerdos desagradables o impropios para la época, como por ejemplo la presencia de Claire, hermanastra de Mary y amante de Byron, entre otras cosas. El Página 35 diario de Polidori refleja mejor el clima mental de Diodati durante esas veladas góticas. El 18 de junio —cuando las sesiones de cuentos macabros estaban en su punto álgido— anota: «Comencé a contar mi historia de fantasmas después del té. A las doce, empezamos a hablar realmente de lo espectral. L. B. repitió algunos versos del Christabel de Coleridge sobre el pecho de la bruja; luego se hizo el silencio. Shelley, de repente, llevándose las manos a la cabeza, salió del cuarto corriendo y chillando con una vela en la mano. Se echó agua en la cara y luego le dimos éter. Mientras estaba mirando a la Sra. S., pensó de pronto en la historia de una mujer que le habían contado que tenía ojos en lugar de pezones, y esto se apoderó de su mente y le sumió en el horror». A pesar de todos estos desórdenes y paranoias, quizá debidas al láudano, lo cierto es que este singularísimo grupo de personajes cumplió bastante bien con lo establecido; al menos, dos de ellos finalizaron por completo su historia. Según su esposa, Shelley empezó un relato inconcluso basado en las experiencias de la primera etapa de su vida; Byron, que por entonces estaba enfrascado con el canto tercero de Childe Harold, pronto se aburriría del relato que había iniciado sin llegar a terminarlo. Mary, por entonces una jovencita de diecisiete años, guardó en la mente su memorable pesadilla, que más tarde se convertiría en Frankenstein. Y Polidori, después de escuchar la narración de Byron, comenzó a bosquejar su versión. Cuatro años después, se publicaría The Vampire. A Tale, cuando Polidori casi había olvidado el tema. El cuento apareció falsamente atribuido a Byron por una astuta argucia de su editor, circunstancia que favoreció notablemente el éxito de la obra. Y así, sin proponérselo, Polidori —un pobre diablo de veinticuatro años, que moriría dos años después de sobredosis de drogas— puso en movimiento, con su perverso lord Ruthven, el prototipo del vampiro de la literatura inglesa: el del aristócrata enigmático y distinguido, aparentemente frío, perverso y terriblemente fascinador para las mujeres. Desde Varney a Drácula o a cualquier vampiro clásico del cine, este modelo (mejor o peor concebido) siempre pertenecerá a este linaje literario. Página 36 IX Sin embargo, a pesar del sentido fundacional que tiene este prototipo en la literatura anglosajona, el personaje de Polidori no es la primera aparición del vampiro en la literatura europea. Un esbozo inicial apareció en 1797, al cumplir Goethe cuarenta y siete años. En ese año, además de retomar la idea de Fausto, treinta y tres años abandonada, este genio alemán concebirá, a través de sus cartas con Schiller, todo el argumento de su obra maestra. Pero 1797 no es sólo el año germinal de Fausto, es también para él «el año de las baladas», por la cantidad de ellas que compone durante ese breve período. La balada (Heder) tuvo siempre para Goethe un encanto especial, pues veía en ella, muy acorde con sus teorías morfológicas naturales, la planta primigenia del jardín poético: aquella que permitía descubrir el trasfondo ancestral de un mundo lleno de tesoros simbólicos; una especie de archivo del inconsciente humano que, proveniente de canciones populares, de narraciones mitológicas griegas y orientales, servía para explicar muchos misterios del alma humana. Una de sus baladas más conocidas es La novia de Corinto, escrita entre el 4 y el 5 de junio de ese año. Era «una idea que llevaba tiempo acariciando»; su tema, quizá suscitado por las habladurías sobre vampiros que llegaban desde Prusia y los países eslavos, en realidad está inspirado en fuentes clásicas; concretamente en De Rebus Mirabilis de Flegon de Tralles, obra que tenía un relato muy semejante al argumento de Filóstrato. 

 Es la historia de un joven ateniense que llega a Corinto a ver a un amigo de su padre para casarse con su hija, a quien estaba prometido desde hacía tiempo por un acuerdo familiar. Pero entre tanto, mientras que él y todos los suyos seguían siendo paganos, la otra familia se había bautizado, convirtiéndose a la nueva fe. Cuando llega el joven a la casa de su prometida, ésta estaba en silencio. Sólo le recibe la madre, con grandes muestras de cariño, y le sirve la cena. Pero el joven está rendido por el viaje y pronto se retira a dormir. Sin embargo, se despierta a altas horas de la noche. Alguien ha entrado en su habitación. Es una hermosa doncella, muy pálida, con una cinta negra y dorada en la frente; al verse sorprendida, se detiene atónita por encontrar un huésped en su casa, y se disculpa por su intromisión. El joven se alza del lecho y la invita a quedarse con dulces palabras. La muchacha le confiesa apenada que los dioses han abandonado su casa y que en su lugar han dejado a un dios a una cruz clavado. También dice que nunca podrán disfrutar del amor porque su segunda Página 37 hermana es la destinada a casarse con él. Pero él insiste en que se quede con él y celebren juntos un banquete; y ella acepta, pues Amor le ha visitado. Beben vino y ella parece reanimarse, aunque rechaza sus acercamientos, diciéndole que no toque su carne fría porque es como la nieve, sin emoción. Pero él la toma en sus brazos, lleno de pasión. El ardor y el dolor parecen encender sus mejillas, sin llegar a estremecer su alma. Entre tanto, las voces despiertan a la madre, quien se acerca a la puerta y entra. Al ver que era su hija, indignada, la expulsa a gritos del cuarto. Pero ésta, de pronto, se eleva por el aire, como movida por una fuerza sobrenatural, y exclama: «¡Madre, no merezco esto! ¿Qué hice yo para que me arrebates esta hermosa noche en que empiezo a sentirme otra vez mujer?». Y cuenta que cuando ella murió y enterraron su cuerpo en una tumba mal cerrada, logró liberarse de ella gracias a las preces mortuorias de un prelado pagano. Pero ese impulso es el amor, pues antes de morir, cuando Venus tenía su altar en su casa, este joven le fue prometido. Luego, la promesa cayó en el olvido, pero nunca un dios, aunque una madre llore, separa a dos seres unidos por el amor: «de la tumba me he levantado, a buscar a mi prometido, para hallar al hombre que amo y beber la sangre de su sien. Luego, me iré a buscar a otros hombres». Y mirando al joven le dice: «Hermoso, no vivirás mucho, pues hoy mismo morirás». 

 Después, pide a su madre un último deseo: que abran su mausoleo y enciendan una gran hoguera y dejen que ardan juntos los que se aman, pues cuando el fuego los haya consumido en esta tierra, su ser volará a los dioses. Página 38 X Sin saberlo, Goethe ya insinuaba en su poema todos los motivos sobre un tema que obsesionará a muchos escritores del siguiente siglo, pues el mal vinculado al erotismo y la muerte ocuparán el centro de las obras de imaginación. Pero si en la primera parte del siglo XIX el amante fatal de las novelas góticas es normalmente un hombre inspirado en el aura byroniana, en la segunda mitad del siglo, la mujer irá cada vez cobrando mayor presencia y fuerza simbólica en la imaginación masculina de la época; como dijo una vez mademoiselle de Lespinasse, «acaso el hombre no sea otra cosa que el monstruo de la mujer, y la mujer, el monstruo del hombre». Aunque en la primera etapa del romanticismo ya hay bastantes mujeres fatales —Matilde, Salambó, Carmen, etc.—, todavía no se ha creado del todo la figura de la femme fatale, como existe el prototipo del héroe byroniano. Es cierto que ya han aparecido en escena la lamia de Keats, y las vampiresas de Goethe, Tieck y E. T. A. Hoffmann, pero el arquetipo aún no se ha terminado de perfilar. Habrá que esperar a que aparezca consumado ese extraño frenesí por la bella difunta con las alucinadas descripciones de Poe —sobre todo Ligeia y Berenice— o la obscena y deliciosa cortesana Clarimonda. Habrá que aguardar a los sombríos y melancólicos poemas de Baudelaire o a las lésbicas pasiones de Carmilla para que se vayan perfilando las características definitivas de la belle dame sans merci. Un arquetipo turbio y tenebroso, que reúne en sí mismo todo el poder de seducción, vicio y voluptuosidad que desprende la fantasía masculina sobre la mujer, estrechamente unida a la inequívoca presencia de la muerte que es, al fin y al cabo, en donde desembocan todas las turbulentas pasiones despertadas por las vampiresas. «Vivo en tu cálida vida», dice la cruel Carmilla a su joven víctima, «y tú morirás… morirás, dulcemente morirás… en la mía. No puedo evitarlo. Así como yo me acerco a ti, a su vez, tú te acercarás a otros, y conocerás el éxtasis de esa crueldad, que, sin embargo, es una forma de amor». Así es el amor de los muertos: cruel y egoísta. O como dice Carmilla: «el amor es siempre egoísta, cuanto más apasionado, más egoísta». Todos los aspectos negativos del amor —los celos, el odio y la pasión devoradora— se escenifican en esta tragedia amorosa, donde la indiferencia es lo único que no tiene cabida: «era como el ardor de un enamorado, me turbaba; era algo odioso y, no obstante, irresistible». 

 El círculo del amor maldito juega aquí con todos las ambigüedades entre el placer y el dolor, el amor y la crueldad: juego fatal entre la víctima y su verdugo. Algo que ya había pronosticado Novalis en sus Fragmentos de psicología cuando escribe: «Es Página 39 extraño que no se haya despertado la atención de los hombres hacia el estrecho parentesco y tendencia común que existe entre voluptuosidad, religión y crueldad». Esta reflexión no es nueva. Ya el Marqués de Sade había dejado suficientes pruebas en sus novelas de cómo la pasión llevada hasta sus últimas consecuencias se vuelve asesina. Desde su oscura y húmeda celda en la Bastilla, Sade imaginó las mil maneras posibles de consumar un erotismo cuya esencia fuera la crueldad, donde el dolor fuera la fuente del placer. Toda su obra desprende una profunda atracción hacia el mal y una obsesión atosigante por hacerlo deseable. De este modo, elaboró un sistema filosófico contrario a la religión, con el fin de desafiar el orden natural y poder así convertir la sexualidad en atracción a la muerte, una muerte que tiene al dolor por aliado. En la repetitiva y tediosa sucesión de escenas eróticas que pueblan todos sus libros, Sade quiere transmitirnos su idea obsesiva de cómo el dolor de la víctima va creciendo en igual proporción al placer de su verdugo. De esta forma, une la trasgresión del erotismo frenético, opuesto a todo freno moral, con la vivencia sagrada de la muerte como sacrificio. Y aquí tocamos puntos comunes al vampirismo, aunque la intensidad del erotismo tenebroso del vampiro no radica en el dolor físico. Su mordisco no sólo es anestesiante, sino que provoca un delirio erótico en su víctima que roza todas las ensoñaciones y sensaciones de lo prohibido. Aquello que ya había experimentado Sade en sus orgías con prostitutas, se cumplirá más tarde en Baudelaire cuando dice: «La voluptuosidad única y suprema del amor es la certeza de hacer el Mal». De este modo, a lo largo de todo el siglo, esta doble figura de atracción y repulsión se convirtió en una obsesiva fantasía masculina, que proyectaba lo diabólico sobre la mujer. Esta fantasía sirvió a estos escritores para dar rienda suelta a su imaginación literaria, siendo el vampiro el perfecto catalizador de todas las sombras reprimidas de la sociedad burguesa; aquellas ardientes imágenes de la tiniebla que las formas biempensantes de la burguesía no dejaban escapar a la luz del mundo; pues el artificio de las costumbres sociales no sólo ocultaba el miedo latente que sentían hacia la mujer libre, sino, sobre todo, el íntimo terror que les producía la perversa unión simbólica que se teje entre el ardor del deseo y el frío temblor que produce la muerte.

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