miércoles, 5 de febrero de 2025

Quevedo Contra Quevedo Manuel DurÁn PRÓLOGO

 



Prólogo: Un clásico vivo 

 Nunca le han faltado lectores a Quevedo. Su fama no ha pasado por violentos altibajos, como la de Góngora. Y su influencia no ha dejado de aumentar en estos últimos años: algunos de los lectores de Quevedo en nuestra época han sido escritores, como Unamuno, Valle-Inclán, Dámaso Alonso, en España, y en Hispanoamérica, Neruda y Borges; en todos ellos ha dejado su huella el espíritu quevedesco, la honda amargura quevedesca, su visión esperpéntica y descoyuntada o su agilidad y brillantez en el manejo del idioma. Todos han aprendido algo de él. Como ocurre con otros grandes clásicos, su imagen y su proyección cambian con el paso del tiempo.

Cada momento histórico es propicio a una interpretación distinta, hecha posible por la sensibilidad del momento. Hoy nos interesa, sobre todo, el Quevedo de los sonetos amorosos y filosóficos, el Quevedo visionario de La hora de todos y los Sueños. Mañana será otro aspecto de nuestro autor el que sea estudiado y apreciado por la nueva generación de lectores. La riqueza, variedad y densidad de la obra quevedesca son tales que nuestro interés por ella se renovará indefinidamente. Casi toda la obra de Quevedo sigue interesándonos, pero, claro está, no todo puede ser salvado. Un escritor de obra extensa no logrará imponer la totalidad de la misma a través de los siglos. Hay varias comedias y tragedias de Shakespeare que nos resultan hoy casi ilegibles. Lo mismo ocurre con la mayor parte de la obra tardía de Corneille, con las novelas de Lope, con la Galatea y algunas Novelas ejemplares.

La lista podría alargarse indefinidamente. Para el lector moderno, el Quevedo de los tratados ascéticos y religiosos presenta escaso interés. Y, sin embargo, no falta en ellos de cuando en cuando la frase incisiva, el adjetivo justo, la expresión tensa y brillante, como de atleta verbal que contrae sus músculos antes de entrar en acción. En conjunto, la carrera literaria de Quevedo fue, y sigue siendo, una de las más afortunadas en la historia de las letras españolas. No así su carrera política: empezó bajo los mejores auspicios y terminó en desastre. Existe una contradicción entre los éxitos externos, «oficiales», de la vida de Quevedo, y el Quevedo íntimo, tal como lo vemos expresado en sus escritos, con frecuencia amargos y negativos ya desde su juventud. Durante la mayor parte de su vida los factores externos, los hechos fácilmente fechables y comprobables, los datos objetivos, son casi todos halagüeños. Nace en el seno de una familia noble y bien situada, familia de cristianos viejos, favorecidos en la Corte, con ilustres protectores y amigos. Estudia en el Colegio de los Jesuitas, el mejor de Madrid, y después en Alcalá y Valladolid. A los veinticinco años tiene ya gran fama de sabio y poeta. Es amigo y consejero del duque de Osuna, viaja a Italia con él, maneja importantes asuntos políticos y diplomáticos.

Lo nombran Caballero de la Orden de Santiago, de máximo prestigio social. Acompaña al monarca, Felipe IV, en varios viajes. Olivares le ofrece una embajada. Murillo y Velázquez pintan su retrato. Es nombrado secretario del rey. Toda España aclama su ingenio, y al mismo tiempo sus obras serias, como la Política de Dios, alcanzan un éxito extraordinario. Pero hay otro Quevedo detrás de esta máscara de éxitos oficiales, y es el que nos interesa ahora. Contradictorio y enigmático, se presta a interpretaciones radicalmente opuestas. Para Pablo Antonio de Tarsia, su primer biógrafo, en lo más principal de su persona concurrieron todas las señales que los fisónomos celebran por indicio de buen temperamento y virtuosa inclinación; de manera que de su ánimo en piedad y letras no se podía decir lo que a un filósofo mal encarado dijo un astrólogo: Tuus animus male habitat. (Tu ánimo vive en mala posada.)… Supo reportar su natural inclinación con los estudios continuos y ejercicios de virtud, de tal suerte que nunca se desmandó a cosa que oliese a escándalo; antes, con la madurez de los años, fue mostrando cuán templadas y sujetas a la razón tenía las pasiones, dando a todos muy buen ejemplo. (En Quevedo, Obras completas, verso, ed. L. Astrana Marín, pág. 801.) Y un buen crítico––y buen novelista––de nuestros días, en cambio, se refiere a «las fobias íntimas de Quevedo, personaje repulsivo y fascinador como pocos, mezcla fantástica de anarquista, guerrillero de Cristo Rey y agente de la NKVD o de la CIA…» (Juan Goytisolo, Disidencias, pág. 132). Una tradición a la vez piadosa y simplista presenta a Quevedo como víctima de un Olivares soberbio y enloquecido, un Quevedo víctima de su valor patriótico al intentar conseguir que el monarca supiese la verdad acerca del triste estado del país.

La realidad debe haber sido mucho más compleja. Quevedo colaboró, sin duda, en su propia destrucción. Como cortesano, como político, no le faltaba inteligencia, pero le sobraba ingenio: prefería lanzar una frase ingeniosa a conservar un amigo o un aliado. Las imprudencias verbales de nuestro autor debieron ser incontables. Las dos carreras de Quevedo––escritor de genio y de ingenio, por una parte; por otra, diplomático, cortesano, político––a la postre resultaron irreconciliables: una actividad devoró y destruyó la otra. Para comprender la vida de Quevedo, a veces debemos recurrir a su obra, a una nueva interpretación de su obra. Y al revés: una nueva interpretación de ciertos aspectos de la vida de Quevedo nos ayuda a entender mejor su poesía y su prosa. Todo ello sin olvidar nunca que, como señala certeramente Amado Alonso, «las relaciones entre la experiencia vivida y la objetivación modeladora del poetizar no son nada simples, y tan ruinoso nos resulta prescindir de la vida del poeta como tomarla ingenuamente por el contenido poético de la obra» (Materia y forma en poesía, pág. 110).

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