jueves, 30 de enero de 2025

ANTOLOGÍA POÉTICA DEL SIGLO DE ORO

 



INTRODUCCIÓN UN POCO DE HISTORIA 

 Hacia fines del verano de 1517 llegaba a la costa cantábrica Carlos de Habsburgo, hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca y heredero de las coronas de Castilla, Aragón y Navarra. Con este desembarco en un punto del litoral asturiano comenzaba su reinado en España la dinastía de los Austrias, bajo cuya monarquía se convirtió en la más poderosa de Europa durante un siglo y medio. La herencia materna, de por sí jugosa, incluía, gracias a la política expansiva de sus abuelos los Reyes Católicos, las tierras hacía poco descubiertas de América, propiedad de Castilla, y la media Italia meridional propiedad de Aragón; por la rama paterna le correspondían los territorios legados por su abuela María, condesa de Flandes y duquesa de Borgoña y, sobre todo, los derechos para suceder a su abuelo Maximiliano de Habsburgo en el trono del Sacro-Imperio; a ello se sumó desde 1580 la corona portuguesa con sus vastos territorios ultramarinos, recibidos por Felipe II a la muerte de su tío don Sebastián. Era, como tantas veces se ha repetido, un imperio donde no se ponía el sol (pero donde acabó poniéndose, como no podía ser de otra manera). El declinar de esa hegemonía vino provocado por varias derrotas a lo largo del siglo XVII (incluso, algunos historiadores sitúan su comienzo a finales del XVI); pero nadie discute que hacia 1659, cuando se firma la Paz de los Pirineos, la exhausta Monarquía Hispánica encabezada por Felipe IV, bisnieto de Carlos, traspasa definitivamente el cetro europeo a su yerno, el rey francés Luis XIV. Entre esas dos fechas, 1517 y 1659, se sucedieron cuatro reyes: el mencionado Carlos (I de España y V emperador de Alemania, 1517-1556), Felipe II (1556 1598), Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665), muy ocupados todos con la infinidad de retos de orden político y religioso que tuvieron que afrontar. Debe tenerse en cuenta que la posición hegemónica de esta monarquía plurinacional la convertía en el rival a batir de las naciones europeas, fundamentalmente para Inglaterra y Francia, muy interesadas en debilitarla hostigando sus intereses económicos e instigando la rebelión interna dentro de sus fronteras. Y, además, ha de considerarse que el Emperador —aunque ninguno de los descendientes de Carlos llegara a heredar ese título— ostentaba el liderazgo militar de la cristiandad, lo que le obligaba a defenderla de sus enemigos, los turcos, que constituían una indiscutible amenaza para las vidas y haciendas cristianas en aquel mal siglo para cualquier alianza de civilizaciones. Por si fueran pocos los enemigos políticos, la cuestión religiosa vino a desestabilizar aún más el solar europeo: la Reforma protestante, encabezada por Lutero y surgida en el mismo centro de los estados imperiales, supuso, sin duda, el mayor quebradero de cabeza para unos reyes que conservaron siempre el título de Católicos, otorgado por el papa a sus antepasados Isabel y Fernando. Largo espacio ocuparía resumir la cantidad de guerras en las que se vio envuelta la monarquía, casi siempre en defensa de los intereses de la fe cristiana. Algunas irán apareciendo, a su debido tiempo, en esta introducción. EL MARCO CULTURAL Y ARTÍSTICO: EL SIGLO DE ORO Ese casi siglo y medio vio el nacimiento y desarrollo de dos grandes movimientos artísticos: el Renacimiento y el Barroco (y un tercero intermedio, en discusión, el Manierismo) que en el caso de la historia cultural española, especialmente de la literaria, se identifican con el denominado Siglo de Oro. En ese concepto fluctuante —cuya historia ha sido bien estudiada (véanse los «Documentos...», n.1)— cabe, en su acepción actual, en algo más de un siglo y menos de dos, tiempo acotado por fechas no siempre coincidentes con los hitos de otras artes, como la pintura (brillante sobre todo en el Barroco), o con los de otros dos géneros literarios, como la narrativa y el teatro, que no se tratan en estas páginas. Así, cuando Lope de Vega cifraba en su Arte nuevo de hacer comedias las bases de su fórmula dramática, y Cervantes daba forma magistral a su segunda parte de El Quijote (publicada en 1615), la mitad de los grandes nombres incluidos en esta selección (Garcilaso, Fray Luis, Aldana, Herrera, San Juan...) ya habían pasado a mejor vida. El esplendor de la poesía, objeto de este trabajo, comenzó hacia 1530 y se mantuvo a duras penas sólo unos años más allá de la muerte de Quevedo (1645), cuando Velázquez aún no había pintado Las Meninas y a Calderón de la Barca le quedaba por estrenar alguna obra maestra. Desde entonces, la llama de la poesía fue poco a poco extinguiéndose salvo por algún rescoldo tardío surgido en el virreinato mexicano (la «décima musa», sor Juana Inés de la Cruz), aunque este juicio moderno seguramente no sería compartido por los poetas rezagados de esa España crepuscular de Carlos II (1665-1700), sin espacio en esta antología. Los que sí lo tienen no entendieron demasiado de esas etiquetas (Renacimiento, Manierismo, Barroco) impuestas por la Historia del Arte, tan útiles por otra parte para la didáctica de la Literatura. ¿Fue Góngora un escritor manierista o barroco? ¿Y Lope de Vega? Su vida transcurrió a caballo entre los dos siglos, mientras que su obra delataba la influencia de ambos estilos. Esa ausencia de correspondencia absoluta ha motivado que no dividamos el texto según la adscripción estilística de los poetas, que además nunca es única, sino por ordenación cronológica de sus fechas de nacimiento. Las semblanzas biográficas y las llamadas de atención orientarán al lector por ese recorrido. SUBGÉNEROS POÉTICOS Y TRANSMISIÓN Se debe de matizar que al hablar de poesía nos referiremos en adelante a su manifestación lírica, que no fue ni la única ni la preferida por la cuarta parte de la población alfabetizada hacia principios del siglo XVI. Los romances, de índole narrativa, fueron sin duda el subgénero de más difusión durante todo el período, como demuestran las constantes reediciones del Cancionero de romances de Martín Nucio (1547) y más tarde del Romancero general (1600). A su éxito se aproximó el medio millar largo de publicaciones de poesía épica en el XVII, a raíz de la gran aceptación de La Araucana de Alonso de Ercilla (1569). Y el subgénero romancístico no sólo circuló en recopilaciones como las mencionadas: la naciente industria editorial se adaptó rápidamente al magro poder adquisitivo de ese lector al que rara vez le alcanzaba la renta para comprar un libro, todavía un producto de lujo en aquel tiempo. Para ese sector de población ávido de novedades se imprimieron cientos de pliegos sueltos, es decir, grandes hojas dobladas hasta generar cuadernillos de 8 páginas, apenas sujetas por un hilo o cordel, en las que se apretaban romances, canciones y relaciones de sucesos. Esta literatura de cordel tampoco se ha hecho hueco en nuestra antología, aunque conviene tenerla en cuenta para hacerse una idea del gusto del gran público, como hoy sucede con las ediciones de bolsillo. Otra vía fundamental de transmisión poética fue la manuscrita. Gran parte de los autores seleccionados no editaron en vida, quizá por su propio desinterés, ya que algunos consideraron sus versos como un pasatiempo de su intimidad. Circularon al principio en copias fieles de manos de los autores o de amanuenses profesionales, que podían sufrir pequeñas variaciones a medida que eran trasladadas a cancioneros colectivos donde los aficionados recogían las que más les gustaban. Si alguien, casi siempre un amigo o un familiar cercano, se animaba a agruparlas en un volumen para publicarlas, tenía que vérselas con las variantes surgidas de los poemas (labor compleja hasta para el editor actual) e incluso a asumir los costes. Esto explica que parte de la producción poética siga hoy (a pesar de lo que se ha avanzado en la recuperación de textos) dormida en los antiguos manuscritos. Por último, no hay que olvidar la relevancia que seguía teniendo la transmisión oral de todo el corpus de la lírica tradicional (villancicos o canciones, por ejemplo) especialmente para las tres cuartas partes de población analfabeta. LOS ANTECEDENTES Así las cosas, antes de describir el panorama de la poesía del Siglo de Oro conviene ofrecer algunas pinceladas más sobre el contexto del que se partía y sus antecedentes. Varias tendencias poéticas provenientes del XV siguieron ejerciendo su influencia hasta bien entrado el XVI, algunas de las cuales acabarían el mismo incluso revitalizadas. Por una parte la poesía lírica tradicional y el Romancero, como más arriba se ha apuntado, siguieron gozando del favor de la mayoría del público, especialmente del menos formado. Por la otra, en el ámbito culto, los dos grandes autores del siglo anterior, Juan de Mena con su Laberinto de Fortuna y Jorge Manrique con sus Coplas, encarnaban los referentes, a los que se sumaban la pléyade de poetas cortesanos incluidos en los cuatro tomos del Cancionero general de Hernando del Castillo (1511), recopilación amplísima de subgéneros y poemas entre los que destacaban los de raíz trovadoresca. Ésta última tenía sus remotos orígenes en el código amoroso de las cortes provenzales del siglo XII —el amor cortés establecido por el tratadista Andrea Capellanus en su De amore— que se fue extendiendo por toda las literaturas románicas occidentales durante los siglos XIII y XIV hasta asentarse definitivamente en la castellana a principios del XV. Aquí se la conoce como «cancioneril», pues se recogió junto a otras composiciones en colecciones llamadas cancioneros, como el Cancionero de Baena (1445), el Cancionero musical de palacio o el General antes citado. Se trataba de una fórmula que buscaba impresionar al receptor (generalmente una dama, pero nunca la propia esposa) mediante artificios y variaciones sobre una temática recurrente: la completa sumisión del enamorado, similar a la del vasallaje feudal, al servicio de su amada, cuyas infinitas virtudes se ensalzaban bajo un seudónimo poético, lográndose a veces el premio de su favor aunque las más el poeta sufría el desdén y la actitud distante de su señora, que no hacía sino acrecentar su tormento. Formalmente, el cauce métrico empleado era el octosílabo, y la retórica, muy conceptuosa, se basaba en las repeticiones y en los juegos de contrarios. Dos poetas amigos, cortesanos ambos del Emperador, cansados quizá de repetirse en esas fórmulas gastadas y atraídos por las ideas del Humanismo renacentista, reorientarán la poesía castellana por nuevos derroteros al tentar un nuevo modo de expresión a través de la métrica italiana. Se llamaban Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, y con ellos comienza nuestra materia.

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