Academia Belladonna Pablo De Santis
Para Ivana PRIMERAS LECCIONES Filatelia
Una estampilla de Sicilia
Una tarde de primavera llegué hasta el número 12 de la calle Strand. En letras rojas se anunciaba: H.COBLER Filatelia. Situado entre una panadería y una tienda de paraguas, el negocio era uno de esos lugares a los que nadie se asoma y que de tan ignorados se gastan y se vuelven invisibles. Bajo el toldo raído la vidriera mostraba un polvoriento manual (El libro del filatelista, de R. H. Hopkins), un par de lupas de madera, una con el cristal roto, una caja de zapatos llena de viejas postales italianas y mi reflejo. Empujé la puerta, que hizo sonar una campanita. En el fondo, sentado ante un escritorio, un hombre de pelo blanco y lentes redondos miraba con lupa un sello que sostenía con una pinza. Tenía un aspecto del todo ordinario: podría haber pasado por un funcionario municipal o un empleado de ferrocarril. En un cenicero ardía un cigarro. Muy cerca del hombre, un gatito blanco —luego supe que era una gata— jugaba con un bollo de papel. Contra las paredes, muebles llenos de cajoncitos, habitados por miles de estampillas. Todas sus posesiones, todos sus tesoros tenían cabida en ese espacio tan reducido. Es la ventaja de vender cosas sin espesor. Saludé y el hombre no contestó. —Busco una estampilla —dije. Mi voz sonó firme, como había ensayado en mi cuarto. —¿Una cualquiera? —preguntó, sin apartar la vista del sello que estudiaba bajo la luz lunar de una lámpara de escritorio. —Busco una en particular. Sicilia, 1859. Se la conoce como El león azul. El hombre entonces levantó la vista y me hizo una señal para que me acercara. Me observó: hacía muchos años que aquellos ojos estaban habituados a juzgar a hombres y estampillas. —El león azul no existe —dijo. —Ya lo sé. —¿Cómo recibió la contraseña? Le expliqué que me había llegado en una carta anónima a la casa de mi tía Sophie. Era la hermana mayor de mi madre, y vivía en… —Muéstreme el sobre —me interrumpió. Vacilé, pero al final le mostré el sobre amarillo. Sin remitente. Tenía estampado un reloj de arena, acompañado de la leyenda: Tempus fugit —Sabe que significa ese reloj que figura en el matasellos, ¿no? —No. —A pesar de que mi padre había trabajado en el Correo Real, poco sabía de las normas misteriosas que gobernaban la correspondencia. —Esta carta pertenece al servicio postal conocido como Correo postergado. Existe desde 1840. Habrá visto que los buzones habituales son rojos; los del correo postergado son amarillos, y cada uno tiene un pequeño letrero con el año en que el destinatario recibirá la carta. Estos buzones suelen estar en los sótanos de algunas oficinas de correos. Sobres amarillos, buzones amarillos. El amarillo es el color del tiempo. Me devolvió el sobre. —La filatelia, ¿está entre sus aficiones? —No tengo ninguna afición. Pero cuando era niño mi padre me regaló un álbum de estampillas. Él trabajaba en el correo y conseguía muchos sellos que yo pegaba en mi álbum. —¿Qué hacía su padre en el correo? ¿Era cartero? La palabra «cartero» me ofendió. Restaba importancia a los viajes de mi padre, a su valija gastada y cubierta con calcomanías de hoteles y de barcos, a sus horarios inciertos y a su cansancio. —Trabajaba en una sección especial. Viajaba para llevar ciertos paquetes y cartas importantes y urgentes. Con paso lento fue hasta la puerta y cambió el cartel «abierto» por «cerrado». La gatita lo seguía y se frotaba contra sus piernas, amenazando con hacerlo tropezar. —Debe saber que una vez que esto empieza, su vida cambia por completo. Capítulo nuevo. —No tengo vida. Nada que pueda perder. Me indicó una silla y me senté. —Siempre hay cosas para perder, además de la vida. ¿Por qué ha decidido venir con nosotros? —Porque poseen un saber que nadie más tiene. —¿Y está decidido a usar ese saber? —No pienso en otra cosa. —¿Cuántas veces planea…? —Una vez. —Nada ocurre una sola vez. Excepto nacer y morir, todo lo demás tiende a repetirse. Inclusive el matrimonio. —Esto no se va a repetir. —¿Una venganza? —Una venganza. El hombre suspiró. —Se lo hace una vez, una única vez… pero de pronto aparece un testigo. O alguna otra clase de complicación. Y entonces esa única vez se multiplica. —Estoy decidido a hacerlo una sola vez. Y si hay testigos, no importa. Cuando vaya a prisión… —…o a la horca… —…lo haré con la conciencia limpia de haber cumplido mi deber. El filatelista asintió, como si aprobara mis palabras. —Muchos vienen aquí por sus buenos sentimientos. Pero acaban haciendo de esto un modo de vida. Y deben poner sus buenos sentimientos entre paréntesis. —Por el momento tengo un solo nombre en mente. No quiero convertir la excepción en oficio. —¿Y ahí termina todo? ¿Una bala, unas gotas de veneno o el silbido de una cerbatana, y toda su vida queda resuelta? —Nada queda resuelto. Pero es un modo de empezar. Un acto de justicia. —Ah, los actos de justicia, los actos de justicia… Cuánta sangre nos ahorraríamos si existieran menos sentimientos puros acerca de la justicia… Me encogí de hombros. Yo era entonces muy joven, tenía la edad en la que uno se encoge de hombros, como una manera de señalar que todo aquello que la experiencia da y que uno ignora no tiene mayor importancia. —En cuanto al pago… Mostré unos billetes. Hizo un gesto con la mano, como si le hubiera mostrado algo abominable. —Cuando vaya a su primera clase, traiga su álbum de estampillas. Tal vez alguna me pueda ser útil. Servirá como pago. Eso, y algún trabajo que tal vez le encarguemos. Volvió a concentrarse en el sello, como si hubiera olvidado que yo estaba allí. —Y esa primera clase… ¿cuándo será? —le pregunté. —¿Lee los diarios? —Algunos días sí, otros no. —Le aconsejo que compre el diario durante los próximos días. En algún cine aparecerá anunciada la película El rubí del rajá. Habrá una sola función. Compre la entrada y ocupe una butaca. Cuando anuncien que la función se ha suspendido, permanezca en su lugar. —¿Hay que ir vestido de alguna forma en especial? —Por supuesto que no… Basta con no llamar la atención. Mi nombre es Cobler, por si alguna vez necesita preguntar por mí. Henry Cobler. —Soy Duncan… —Duncan Dix. He visto su nombre en el sobre. Me despidió con un gesto. Me puse el sombrero y salí a la calle.
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