L A L I B E R T A D D E L
E S P Í R I T U
P A U L V A L E R Y
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Es un signo de los tiempos, y no muy bueno,
que hoy sea necesario -y no sólo necesario, sino incluso
urgente- interesar a los espíritus en la suerte
del Espíritu, es decir en su propia suerte.
Esta necesidad surge al menos en hombres de
cierta edad (cierta edad es, desgraciadamente una
edad demasiado cierta), en hombres de cierta edad
que han conocido una época completamente diferente,
que han vivido una vida completamente diferente,
que han aceptado, sufrido, examinado los
males y bienes de la existencia en un medio completamente
diferente, en un mundo muy diferente.
Admiraron cosas que ya casi no se admiran; vieron
vivas verdades que están casi muertas; especularon,
en fin, acerca de valores cuyo descenso o
derrumbe es tan claro, tan manifiesto y tan ruinoso
para sus esperanzas y sus creencias, como el descenP
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so o el derrumbe de los títulos y las monedas que
consideraban, como todo el mundo, valores inquebrantables.
Asistieron a la bancarrota de la confianza que
habían tenido en el espíritu, confianza que fue para
ellos el fundamento y, de alguna manera, el postulado
de su vida ¿pero qué espíritu, y qué entendían
por esa palabra?...
Esa palabra es infinita, ya que evoca el origen y
el valor de todas las demás. Pero los hombres de los
que hablo le adjudicaban una significación particular:
tal vez entendían por espíritu una actividad personal
pero universal, actividad interior, actividad
exterior -que da a la vida, a las fuerzas mismas de la
vida, al mundo y a las reacciones que el mundo suscita
en nosotros-, un sentido y un uso, una aplicación
y una expansión del esfuerzo, o expansión de
acción, muy diferentes de los que están adaptados al
funcionamiento normal de la vida ordinaria, a la
mera conservación del individuo.
Para comprender bien este punto, tenemos que
entender aquí por el término «espíritu» la posibilidad
, la necesidad y la energía de distinguir y desarrollar
las reflexiones y los actos que no son
necesarios para el funcionamiento de nuestro orgaL
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nismo o que no tienden a una mejor economía de
ese funcionamiento.
Pues nuestro ser vivo, como todos los seres vivos,
exige la posesión de una capacidad, una capacidad
de transformación que se aplica a las cosas que
nos rodean en tanto nos las representamos.
Esta capacidad de transformación se prodiga
para resolver los problemas vitales que nos impone
nuestro organismo y nos impone nuestro medio.
Somos ante todo una organización de transformación
más o menos compleja (conforme a la especie
animal), ya que todo lo que vive está obligado a
prodigar y recibir de la vida, hay un intercambio de
modificaciones entre el ser vivo y su medio.
Sin embargo, una vez satisfecha la necesidad
vital, una especie, la nuestra, especie positivamente
extraña, cree su deber crearse otras necesidades y
otras tareas además de la de conservar la vida: otros
intercambios la preocupan, otras transformaciones
la requieren.
Sea cual sea el origen, sea cual sea la causa de
esta curiosa desviación, la especie humana se ha
empeñado en una inmensa aventura... Aventura cuyo
objetivo ignora, como ignora su término e incluso
cree ignorar sus límites.
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Se empeñó en esta aventura, y lo que llamo el
espíritu le ha provisto a la vez la dirección instantánea,
el aguijón, la punta, el empuje, el impulso, como
le ha provisto los pretextos y todas las ilusiones
que necesita para la acción. Esos pretextos e ilusiones
variaron, además, de época en época. La perspectiva
de la aventura intelectual es cambiante...
Esto es pues, aproximadamente, lo que quise
decir con mis primeras palabras.
Quiero detenerme un poco más sobre este
punto, para mostrar con más precisión cómo se diferencia
la capacidad humana -no completa-mentede
la capacidad animal que está concentrada en conservar
nuestra vida y se especializa en el cumplimiento
de nuestro ciclo habitual de funciones
fisiológicas.
Se diferencia; pero se asemeja, y está estrechamente
emparentada a ella. Es un hecho importante
que esta similitud, que radica en la reflexión, es singularmente
fecunda en consecuencias.
La observación es muy simple: no hay que olvidar
que, hagamos lo que hagamos, sea cual sea el
objeto de nuestra acción, cualquiera sea el sistema
de impresiones que recibimos del mundo que nos
rodea y sean las que sean nuestras reacciones, el
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mismo organismo es el encargado de esta misión, el
mismo aparato de relaciones se utiliza para las dos
funciones que indiqué, la útil y la inútil, la indispensable
y la arbitraria.
Son los mismos sentidos, los mismos músculos,
los mismos miembros; además son los mismos tipos
de signos, los mismos instrumentos de intercambio,
los mismos lenguajes, los mismos modos
lógicos, que participan en los actos más indispensables
de nuestra vida, y aparecen en los actos más
gratuitos, más convencionales, más suntuarios.
Resumiendo, el hombre no tiene dos instrumentos;
sólo tiene uno, y ese instrumento le sirve
tanto para la conservación de la existencia, del ritmo
fisiológico, como para emplearlo en las ilusiones y
en los trabajos de nuestra gran aventura.
Al comparar nuestras acciones, con frecuencia
me ha sucedido, acerca de una cuestión específica,
decir que los mismos órganos, los mismos músculos,
los mismos nervios producen la marcha tanto
como la danza, exactamente como nuestra facultad
de lenguaje nos sirve para expresar nuestras necesidades
y nuestras ideas, mientras las mismas palabras
y las mismas formas pueden combinarse y producir
obras de poesía. En los dos casos, un mismo mecaP
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nismo es utilizado para dos fines completamente
diferentes.
Es natural cuando se habla de los temas espirituales
(denominando espiritual a todo lo que es
ciencia, arte, filosofía, etc.), es pues natural, hablando
de nuestros temas espirituales y de nuestros problemas
de orden práctico, que exista entre ellos un
paralelismo notable, que ese paralelismo se pueda
estudiar y a veces deducir de él una enseñanza.
Se pueden simplificar así algunos problemas
muy difíciles, poner en evidencia la similitud que
existe, a partir de los órganos de acción y de relación,
entre la actividad que se puede llamar superior,
y la actividad que se puede llamar práctica, o pragmática...
Por una y otra parte, ya que son los mismos órganos
los que se utilizan, hay analogía de funcionamiento,
correspondencia de las fases y de las
condiciones dinámicas; todo esto es de origen profundo,
de origen sustancial, ya que es el mismo organismo
quien lo inspira.
Hace un momento les decía hasta qué punto los
hombres de mi edad están tristemente afectados por
la época que sustituye, tan pronta y brutalmente, a la
época que conocieron, y les decía hace un momenL
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to: -pronunciaba en relación a esto, la palabra Valor.
Me parece que hablé de la caída y la bancarrota que
se produce ante nuestros ojos, de los valores de la
vida; y por ese término «valor» reunía en una misma
expresión, bajo un mismo signo, los valores de orden
material y los valores de orden espiritual.
Dije «valor» y es precisamente de eso de lo que
deseo hablar; es el punto capital sobre el cual querría
llamar la atención.
Hoy estamos en presencia de una verdadera y
gigantesca transmutación de valores (para utilizar la
excelente expresión de Nietzsche), e intitulando esta
conferencia «Libertad del Espíritu», simplemente
hice alusión a uno de los valores esenciales que en la
actualidad parece sufrir la suerte de los valores materiales.
Así pues dije «valor» y dije que hay un valor llamado
«espíritu», como hay un valor petróleo, trigo u
oro.
Dije valor, porque hay evaluación, juicio de importancia
y hay también discusión sobre el precio
que se está dispuesto a pagar por este valor: el espíritu.
Puede haberse hecho una inversión en este valor;
se la puede seguir, como dicen los hombres de
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la Bolsa; se pueden observar sus fluctuaciones, como
en cualquier cotización que representa la opinión
general del mundo sobre él.
Se puede ver en esta cotización inscrita en todas
las páginas de los diarios, cómo viene compitiendo
aquí y allá con otros valores.
Porque hay valores rivales. Son por ejemplo: el
poder político, que no siempre está de acuerdo con
el valor espíritu, el valor seguridad social, y el valor
organización del Estado.
Todos esos valores que suben y bajan constituyen
el gran mercado de los negocios humanos.
Entre ellos, el desdichado valor espíritu casi no
deja de bajar.
La consideración del valor espíritu permite, como
todos los valores, dividir a los hombres según la
confianza que pusieron en él.
Hay hombres que depositaron todo, todas sus
esperanzas, todas sus economías de vida, de corazón
y de fe.
Hay otros que se le han consagrado mediocremente.
Para ellos, es una inversión sin demasiado
interés, sus fluctuaciones les interesan muy escasamente.
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Hay otros que se preocupan extremadamente
poco por ellas, que no pusieron su dinero vital en
este negocio.
Y por fin, hay que confesar que están quienes lo
hacen descender lo más posible.
Ya ven que tomo prestado el lenguaje de la Bolsa.
Puede parecer extraño, adaptado a cosas espirituales;
pero considero que no hay otro mejor y tal
vez, que no hay otro para expresar relaciones de
esta especie, pues la economía espiritual, como la
economía material, cuando se las piensa, se resumen
una y otra muy bien en un simple conflicto de evaluaciones.
A menudo me sorprendieron, pues, las analogías
que aparecen, sin que fueran solicitadas en absoluto,
entre la vida del espíritu y sus
manifestaciones, y la vida económica y las suyas.
Una vez que se ha percibido esta similitud es casi
imposible no seguirla hasta el limite.
En uno y otro asunto, en la vida económica
como en la vida espiritual, encontrarán ante todo las
mismas nociones de producción y de consumo.
El productor, en la vida espiritual, es un escritor,
un artista, un filósofo, un sabio; el consumidor
es un lector, una audiencia, un espectador.
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Asimismo encontrarán esta noción de valor que
acabo de retomar, que es esencial en los dos órdenes,
como lo es la noción de intercambio y la de
oferta y demanda.
Todo esto es simple, todo esto se explica fácilmente;
son términos que tienen sentido tanto sobre
el mercado interior (donde cada espíritu discute,
negocia o transige con el espíritu de los otros) como
en el universo de los intereses materiales.
Además, se puede considerar igualmente el trabajo
y el capital por ambos lados; una civilización es
un capital cuyo crecimiento puede proseguirse durante
siglos como el de ciertos capitales, y que absorbe
en sí sus intereses compuestos.
Este paralelismo sorprende a la reflexión; la
analogía es muy natural; podría llegar a ver en él una
verdadera identidad, y la razón es que: primero, ya
lo dije, interviene el mismo tipo orgánico bajo los
nombres de producción y de recepción -producción
y recepción son inseparables de los intercambios;
pero, aún más, todo lo social resulta de las relaciones
entre el gran número de individuos, todo lo que
ocurre entre el vasto sistema de seres vivos y pensantes
(más o menos pensantes), cada uno de los
cuales es a la vez solidario con todos los demás, y
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opuesto a todos los otros -único, en cuanto a sí,
indiscernible e inexistente en el interior del número.
Este es el punto. Se observa y se verifica tanto
en el orden práctico como en el orden espiritual. De
un lado, el individuo; del otro, la cantidad indistinta
y las cosas; en consecuencia, la forma general de
esas relaciones no puede ser muy diferente, ya se
trate de producción, intercambio o consumo de
productos para el espíritu, o bien producción, intercambio
o consumo de productos en la vida material.
¿Cómo podría ser de otra manera?... Volvemos
a encontrar el mismo problema; siempre individuo y
cantidad indistinta de individuos en relaciones directas
o indirectas; sobre todo indirectas, porque, en
el mayor número de casos, sufrimos indirectamente
la presión exterior tanto en materia económica como
en materia espiritual, y recíprocamente, ejercemos
nuestra acción exterior sobre una cantidad
indeterminada de auditores o de espectadores.
Se establece así una doble relación. Ya que tiene
que haber intercambio mientras por otra parte hay
pluralidad de necesidades y pluralidad de hombres,
desde el momento que la singularidad de los individuos,
sus gustos que son incomunicables, o bien su
capacidad, su industria, talentos e ideologías persoP
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nales se exponen en el mercado, ya se trate de doctrinas
o de ideas, de materias primas o de objetos
manufacturados, la competencia que esos valores
individuales se provocan, compone el equilibrio
móvil, equilibrio que determinan, por un instante
solamente, los valores de ese instante.
Así como tal mercadería hoy vale tanto, durante
algunas horas, porque está sujeta a bruscas fluctuaciones,
o a variaciones muy lentas, pero continuas;
asimismo los valores en materia de gusto, doctrinas,
estilo, ideal, etc.
Sólo que la economía del espíritu nos propone
fenómenos mucho más difíciles de definir, pues en
general no son calculables y aparte no están establecidos
por organismos o instituciones especializadas
a ese efecto.
Ya que consideramos al individuo en contraste
con sus semejantes, recordemos el adagio de los
antiguos, que sobre gustos no hay nada escrito. Pero
de hecho, es todo lo contrario; no se hace otra cosa.
Pasamos nuestro tiempo discutiendo acerca de
gustos y de colores. Lo hacemos en la Bolsa, lo hacemos
en infinitos jurys, en las Academias y no
puede ser de otra manera; todo es regateo en los
casos donde el individuo, el colectivo, el singular y
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el plural deben enfrentarse y buscar ya entenderse,
ya reducirse a silencio.
Aquí la analogía que seguimos es tan sorprendente
que atañe a la identidad.
Así, cuando hablo del espíritu, quiero señalar
ahora un aspecto y una propiedad de la vida colectiva;
aspecto, propiedad tan reales como la riqueza
material, y a veces tan precaria como ésta.
Quiero pensar una producción, una evaluación,
una economía, próspera o no, más o menos estable,
tanto como otra, que se desarrolla o declina, que
tiene sus fuerzas universales, sus instituciones, sus
leyes propias y tiene también sus misterios.
No crean que me complazco aquí en realizar
una simple comparación, más o menos poética y
que, de la idea de la economía material, paso por
simples artificios retóricos a la economía espiritual o
intelectual.
En realidad, si quisiéramos reflexionar, sería todo
lo contrario. Es el espíritu el que ha comenzado,
y no podría ser de otro modo.
Necesariamente es el comercio de los espíritus
el primer comercio del mundo, el primero, el que ha
comenzado, el que necesariamente es el inicial, pues
antes de trocar las cosas, es necesario que se troP
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quen los signos, y por consiguiente es necesario que
se instituyan los signos.
No hay mercado, no hay intercambio sin lenguaje;
el primer instrumento de todo tráfico es el
lenguaje, se puede decir aquí (dándole un sentido
convenientemente alterado) el célebre enunciado: Al
comienzo fue el Verbo. Fue necesario que el Verbo
precediera al acto mismo del comercio.
Pero el verbo no es otra cosa que uno de los
nombres más precisos de lo que he llamado el espíritu.
El espíritu y el verbo son casi sinónimos en
muchos usos. El término que se traduce por verbo
en la Vulgata, es el griego «logos» que quiere decir
simultáneamente cálculo, razonamiento, palabra,
discurso, conocimiento, al mismo tiempo que expresión.
En consecuencia, al decir que el verbo coincide
con el espíritu, no creo decir una herejía - incluso en
el orden lingüístico.
Por otra parte, la mínima reflexión hace evidente
que en todo comercio es necesario que haya
antes con qué iniciar una conversación, designar el
objeto que se debe intercambiar, mostrar lo que necesitamos;
por eso se necesita algo sensible, pero
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que tenga poder inteligible; y ese algo, es lo que llamé
de un modo general, el verbo.
El comercio de los espíritus precede pues al
comercio de las cosas. Voy a demostrar que lo
acompaña, y de muy cerca.
No sólo es lógicamente necesario que sea así,
sino que también puede establecerse históricamente.
Encontrarán su demostración en el hecho notable
de que las regiones del globo que han conocido el
comercio de cosas más desarrolladas, el más activo
y más antiguamente establecido, son también las
regiones del globo donde la producción de los valores
del espíritu, la producción de ideas, la producción
de obras del espíritu y de obras de arte han
sido más precoces y más fecundas y más diversas.
Además observo que en esas regiones, lo que se
llama libertad del espíritu ha sido más ampliamente
admitido, y agrego que no podía ser de otro modo.
Desde que las relaciones se vuelven más frecuentes,
activas, extremadamente numerosas entre
los hombres, es imposible mantener entre ellos
grandes diferencias, no de castas o de estatutos,
pues esta diferencia puede subsistir, sino de comprensión.
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La conversación, incluso entre superiores e inferiores,
adquiere una familiaridad y una facilidad que
no surge en las regiones donde las relaciones son
mucho menos frecuentes; por ejemplo es sabido
que en la antigüedad, y en particular en Roma, el
esclavo y su patrón mantenían relaciones totalmente
familiares a pesar de la dureza, la disciplina y las
atrocidades que podían ejercerse legalmente.
Decía pues, que la libertad de espíritu y el espíritu
mismo se han desarrollado más en las regiones
donde simultáneamente se desarrollaba el comercio.
En cualquier época, sin excepción, una producción
intensa de arte, de ideas, de valores espirituales se
revela en puntos culminantes por la actividad económica
que allí se observa. En lo concerniente a la
cuenca del Mediterráneo, se sabe que presentó el
ejemplo más asombroso y convincente.
La cuenca, efectivamente es un lugar de algún
modo privilegiado, predestinado, providencialmente
señalado como para que se produjera sobre sus
márgenes, se estableciera entre sus orillas, uno de
los comercios más activos.
Se perfila y se profundiza en la región más templada
del globo; ofrece facilidades muy particulares
para la navegación; baña tres zonas del mundo muy
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diferentes; y en consecuencia atrae a las más diversas
razas; las pone en contacto, en competencia, en
armonía o en conflicto; las enciende, como también
a los intercambios de cualquier naturaleza. La cuenca
tiene la propiedad tan notable de que se puede
llegar bien por vía terrestre siguiendo el litoral o
bien atravesando el mar, de un punto a otro totalmente
diferente de su contorno, y durante siglos ha
sido teatro de la mezcla y de los contrastes de diferentes
familias de la especie humana, que mutuamente
se enriquecieron con experiencias de todo
orden.
En la cuenca, entusiasmo por el intercambio,
viva competencia, competencia del negocio, competencia
de fuerzas, competencia de influencias,
competencia de religiones, competencia de propagandas,
competencia simultánea de los productos
materiales y de los valores espirituales; casi no había
diferencias.
El mismo navío, la misma barca traían mercaderías
y dioses; ideas y procedimientos.
Cuántas cosas se desarrollaron en las costas del
Mediterráneo, por contagio o por irradiación.
Así se constituyó ese tesoro al que nuestra cultura
debe casi todo, al menos en sus orígenes; pueP
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do decir que el Mediterráneo constituyó una verdadera
máquina de fabricar de la civilización.
Pero todo esto establecía necesariamente la libertad
del espíritu, estableciendo al mismo tiempo
negocios.
Encontramos pues estrechamente asociados sobre
las costas del Mediterráneo: Espíritu, cultura y
comercio.
Pero hay otro ejemplo menos banal que el que
acabo de dar. Consideren la línea del Rin, esta línea
de agua que va desde Basilea hasta el mar, y adviertan
la vida que se ha desarrollado sobre las costas
de esta gran vía fluvial, desde los primeros siglos
de nuestra era hasta la guerra de los Treinta Años.
Todo un sistema de ciudades parecidas se asentó a
lo largo del río, que juega el papel de un conductor
como el Mediterráneo, y de un colector. Ya se trate
de Estrasburgo, de Colonia o de otras ciudades
hasta el mar, estos poblados se conforman en condiciones
análogas y presentan una similitud notable
en su espíritu, sus instituciones, sus funciones y su
actividad a la vez material e intelectual.
Son ciudades donde la prosperidad surge temprano;
ciudades de comerciantes y de banqueros; su
sistema, se extiende hacia el mar y se comunica al
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oeste con las ciudades industriales de Flandes y con
los puertos hanseáticos hacia el nordeste.1
Allí, la riqueza material, la riqueza espiritual o
intelectual y la libertad de las formas comunales, se
instituyen, se consolidan, se fortifican de siglo en
siglo. Son plazas financieramente potentes y son
posiciones estratégicas del espíritu. Encontramos
una industria que requiere de técnicos a la vez que la
banca exige diseñadores y diplomáticos de negocios,
gente especialmente dedicada al intercambio en una
época donde los medios de intercambio y de circulación
eran muy poco prácticos; pero también descubrimos
vitalidad artística, curiosidad erudita,
producción de pintura, de música, de literatura -en
suma, una creación y una circulación de valores totalmente
paralela a la actividad económica de los
mismos centros.
1 Liga o Hanse de ciudades comerciales de Alemania del No-roeste, a la
cabeza de las cuales estaba Lubeck. La Hanse o liga hanseática data de
1241, tenía por finalidad proteger el' comercio de las ciudades alemanas
contra los piratas del Báltico y defender sus franquicias contra sus vecinos.
Hamburgo, Lubeck y Colonia eran los principales centros. Esta
confederación política y comercial floreció durante varios siglos y extendió
ampliamente su comercio. A fines del siglo XV poseía flota, ejército,
un tesoro y un gobierno particular. La marina de estas ciudades tenía el
monopolio del comercio del Báltico y la liga tenía oficinas desde Nantes
a la extrema Rusia. La guerra de los Treinta Años señaló su decadencia.
(N. de la T.)
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Es entonces cuando se inventa la imprenta;
desde allí se propaga por el mundo; pero es en la
costa del río, y como elemento del comercio producido
por el río, que puede desarrollarse la industria
del Libro y alcanzar todo el espacio del mundo civilizado.
Ya dije que todas esas ciudades presentan notables
similitudes en su espíritu, costumbres y organización
interna; obtienen o compran una especie de
autonomía.
En ellas la riqueza y el aficionado se dan cita y
tampoco falta el conocedor. El espíritu alienta en
forma de artistas, escritores o impresores: descubre
uno de los más favorables terrenos de elección para
la cultura, que exige de libertad y de recursos.
Así este conjunto de ciudades crea a lo largo del
río una franja de territorios que se ramifican hacia el
mar y se oponen a las regiones interiores del Este y
del Oeste que son agrícolas, regiones éstas que durante
mucho tiempo perduran como de tipo feudal.
Está claro que hago aquí una exposición muy
sumaria y que sería necesario, para precisar el panorama
que acabo de esbozar, consultar muchos libros
y reconstruir toda mi composición de época y de
lugares. Pero lo que he dicho bastará tal vez para
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justificar mi opinión acerca del paralelismo de los
desarrollos intelectuales con el desarrollo comercial,
bancario, industrial de las regiones mediterránea y
renana.
Lo que denominamos la Edad Media se transformó
en mundo moderno por la acción de los intercambios
-acción que lleva al punto más alto la
temperatura del espíritu. No porque la Edad Media
haya sido un período oscuro, como se ha dicho.
Están sus testigos de piedra. Pero esos trabajos, las
construcciones de catedrales, obras in-comparables
que levantaron sus arquitectos, franceses sobre todo,
son para nosotros verdaderos enigmas si nos
preguntamos sobre las condiciones de su concepción
y su ejecución.
En efecto, no tenemos ningún documento que
nos informe sobre la verdadera cultura de esos
maestros de la construcción, que sin embargo debían
tener una ciencia muy desarrollada para construir
obras de esta amplitud y extrema audacia. No
nos dejaron tratados de geometría, ni de mecánica,
arquitectura, resistencia de los materiales, perspectiva,
ni planos, ni diseños, nada que nos aporte la mínima
claridad sobre lo que sabían.
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Una cosa, sin embargo, conocemos: que estos
arquitectos eran nómades. Iban construyendo de
ciudad en ciudad. Aparentemente transmitían de
persona a persona sus procedimientos teóricos y
técnicos de construcción. Los obreros y sus jefes o
capataces se formaban en sociedades de compañeros,
que iban transmitiéndose los procedimientos de
corte de piedra y de aparejamiento, de encofrado, de
cerrajería. Pero ningún documento escrito nos ha
llegado sobre todas esas técnicas. El famoso cuaderno
de Villard de Honnecourt es un documento
totalmente insuficiente.
Los viajeros-constructores, introductores de
métodos y recetas de arte eran pues también instrumentos
de intercambio -pero primitivos, personales
y además celosos de sus secretos y de sus
habilidades manuales. Ellos mantenían arcano lo
que una época de intensa cultura tiende a transmitir
lo más posible, y tal vez, a transmitir demasiado.
También había una cierta vida intelectual en los
monasterios. En la sombra de los claustros pudo
nacer el estudio de la antigüedad, la literatura y las
lenguas, la civilización de los antiguos ser estudiada,
preservada, cultivada durante algunos tristes siglos...
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La vida del espíritu es, en todo Occidente, terriblemente
pobre entre siglo V y el XI. Incluso en la
época de las primeras cruzadas, no se compara con
lo que se observaba en Bizancio y en el Islam, de
Bagdad a Granada, en el orden de las artes, las ciencias
y las costumbres. Saladino debía ser, por sus
gustos y cultura, muy superior a Ricardo Corazón
de León.
¿Esta mirada sobre la alta Edad Media no se corresponde
con nuestro tiempo?
Cultura, variaciones de la cultura, valor de las
cosas del espíritu, estimación de sus producciones,
importancia que se da en la jerarquía de las necesidades
del hombre, hoy sabemos que por un lado
todo esto está en relación con la facilidad de la multiplicidad
de los intercambios de cualquier especie;
por otro lado, que es extrañamente precario. Todo
lo que ocurre hoy debe relacionarse con estos dos
puntos. Miremos en nosotros y a nuestro alrededor.
Lo que constatamos, lo he resumido en mis primeras
palabras.
Les decía que en el invitar a los espíritus a preocuparse
por el Espíritu y su destino, surgía un signo
de los tiempos, un síntoma. ¿Se me hubiera ocurrido
esta idea si todo el conjunto de impresiones no
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hubiera sido demasiado significativo y potente como
para hacerme pensar y que esta reflexión se hiciera
acto? Y este acto, que consiste en expresarlo
ante ustedes ¿podría haberlo realizado si no hubiera
presentido que mis impresiones eran las de mucha
gente, que la sensación de disminución del espíritu,
de amenaza para la cultura, de un crepúsculo de las
divinidades más puras era una sensación que se imponía
con más y más fuerza en todos los que pueden
tener percepciones acerca de los valores
superiores de los que hablamos?
Cultura, civilización son sustantivos demasiado
vagos que puede ser divertido diferenciar, oponer o
conjugar. No me detendré en eso. Para mí, ya lo he
dicho, se trata de un capital que se forma, se emplea,
se conserva, se aumenta, declina, como todos
los capitales imaginables -el más conocido de los
cuales es, sin duda, lo que denominamos nuestro
cuerpo...
¿De qué se compone ese capital Cultura o Civilización?
Primero está constituido por cosas, objetos
materiales -libros, cuadros, instrumentos, etc.-,
que tienen su duración probable, su fragilidad, su
precariedad de cosas. Pero ese material no basta.
No más que un lingote de oro, una hectárea de
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buena tierra, o una máquina no son capi-tales en
ausencia de hombres que tienen necesidad de ellos y
que saben utilizarlos. Consideren estas dos condiciones.
Para que el material de la cultura sea un capital
exige, también él, la existencia de hombres que
lo necesiten y que puedan utilizarlo -es decir hombres
que tengan sed de conocimientos y de poder
de transformación interiores, sed de desarrollo de su
sensibilidad; y que sepan, además, adquirir o ejercer
lo que corresponde a hábitos, disciplina intelectual,
convenciones y prácticas para utilizar el arsenal de
documentos y de instrumentos que los siglos han
acumulado.
Digo que el capital de nuestra cultura está en
peligro. Lo está bajo varios aspectos. Lo está de diversas
maneras. Brutalmente. Insidiosamente. Está
atacado por más de uno. Disipado, descuidado, envilecido
por todos nosotros. Los progresos de esta
disgregación son evidentes.
Aquí mismo, varias veces dí ejemplos. Mostré lo
mejor posible hasta qué punto toda la vida moderna
constituye, bajo apariencias a menudo muy brillantes
y muy seductoras, una verdadera enfermedad de
la cultura, ya que somete a esta riqueza que debe
acumularse como una riqueza natural, ese capital
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que debe formarse mediante capas progresivas en
los espíritus, la somete a la agitación general del
mundo, propagada, proyectada por la exageración
de todos los medios de comunicación. En este
punto de actividad, los intercambios demasiado rápidos
son fiebre, la vida se vuelve devoración de la
vida.
Perpetuas conmociones, novedades, noticias;
inestabilidad esencial, transformada en verdadera
necesidad, nerviosidad generalizada por todos los
medios que el mismo espíritu ha creado. Se puede
decir que hay suicidio en esta forma ardiente y superficial
de existencia del mundo civilizado.
¿Cómo concebir el futuro de la cultura cuando
la edad que tenemos permite comparar lo que fue
antes con lo que está desarrollando? Este es un
simple hecho que propongo a la reflexión como se
impuso a la mía.
He asistido a la desaparición progresiva de seres
extremadamente preciosos para la formación regular
de nuestro capital ideal, tan preciosos como los
mismos creadores. He visto desaparecer uno a uno
esos entendidos, los inapreciables aficionados que,
si bien no creaban obra, creaban su verdadero valor;
eran jueces apasionados pero incorruptibles, para
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los cuales o contra los cuales era bueno trabajar.
Sabían leer: virtud que se ha perdido. Sabían escuchar,
e incluso oír. Sabían ver. Es decir que lo que
apreciaban releer, volver a escuchar o volver a ver,
se constituía, por ese regreso, en valor sólido. Así
aumentaba el capital universal.
No digo que todos hayan muerto y que no puedan
nacer nunca más. Pero constato con pena su
extremada disminución. Tenían por profesión ser sí
mismos y gozar de su opinión con total independencia,
que ninguna publicidad, ningún artículo
conmovía.
La más desinteresada y más ardiente vida intelectual
y artística era su razón de ser.
No había espectáculo, exposición, libro al que
no concediesen su escrupulosa atención.
Con alguna ironía se los calificaba a veces como
hombres de gusto, pero la especie se volvió tan rara,
que el mismo término ya es tomado como burla. Es
una pérdida importante, pues nada es más valioso
para el creador que los que pueden apreciar su obra
y sobre todo dar al cuidado de su trabajo, al valor de
trabajo del trabajo, la evaluación de la que hablaba
hace un momento, la estimación que fija, fuera de la
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moda y del efecto de un día, la autoridad de una
obra y de un nombre.
Hoy las cosas van muy rápido, las reputaciones
se crean velozmente y se desvanecen del mismo
modo. No se hace nada estable, pues nada se hace
para lo estable.
¿Cómo quieren que el artista no sienta, bajo la
apariencia de difusión del arte, de su enseñanza generalizada,
toda la futilidad de la época, la confusión
de valores que allí se produce, toda la facilidad que
favorece?
Si concede a su trabajo todo el tiempo y el cuidado
que puede darle, lo concede con el sentimiento
de que algo de ese trabajo se impondrá al
espíritu de quien lo lee; espera que le sea devuelto,
mediante una cierta cualidad y cierto período de
atención, un poco del esfuerzo que se ha tomado
escribiendo su página.
Confesemos que le pagamos muy mal... No es
nuestra culpa, estamos abrumados de libros. Sobre
todo estamos asediados por lecturas de interés inmediato
y violento. Hay en las hojas de los diarios
tal diversidad, tal incoherencia, tal intensidad de noticias
(sobre todo en ciertos días) que el tiempo que
podemos otorgar sobre veinticuatro horas a la lectuL
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ra está completamente ocupado, y los espíritus turbados,
agitados o sobreexcitados.
El hombre que tiene un empleo, el hombre que
gana su vida y que puede consagrar una hora por
día a la lectura, la haga en su casa, en el tranvía o en
el subte, la hora es devorada por las noticias criminales,
necedades incoherentes, chismes y los hechos
menos diversos, cuyo desorden y abundancia parecen
concebidos para atontar y simplificar groseramente
los espíritus.
Nuestro hombre está perdido para el libro...
Esto es fatal y no podemos hacer nada.
Todo esto trae como consecuencia una disminución
real de la cultura; y, en segundo lugar, una
disminución real de la verdadera libertad de espíritu,
pues esta libertad exige un desprendimiento, un rechazo
de todas esas sensaciones incoherentes o
violentas que recibimos de la vida moderna a cada
instante.
Acabo de hablar de libertad... Existe simplemente
la libertad, y la libertad de los espíritus.
Todo esto sale un poco de mi tema, pero sin
embargo tenemos que detenernos brevemente. La
libertad, palabra inmensa, palabra que la política ha
utilizado ampliamente -pero que proscribe; aquí y
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allá, desde hace algunos años- la libertad ha sido un
ideal, un mito; ¡ha sido una palabra llena de promesas
para unos, llena de amenazas para otros! Una
palabra que ha enfrentado a los hombres y agitado
las calles. Una palabra que era la palabra de reunión
de los que parecían más débiles y se sentían más
fuertes, contra los que parecían los más fuertes y no
se sentían más débiles.
La libertad política es difícilmente separable de
las nociones de igualdad, de las nociones de soberanía;
pero es difícilmente compatible con la idea de
orden; y a veces con la idea de justicia.
Pero no es ése mi tema.
Vuelvo al espíritu. Cuando se examinan un poco
más de cerca todas esas libertades políticas, rápidamente
se llega a apreciar la libertad de
pensamiento.
La libertad de pensamiento se confunde en los
espíritus con la libertad de publicar, que no es lo
mismo.
Jamás se impidió a nadie pensar como quisiera.
Sería difícil; a menos que se tengan aparatos para
rastrear el pensamiento en los cerebros. Se llegará a
eso seguramente, pero todavía no es del todo así, ¡y
no deseamos ese descubrimiento! La libertad de
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pensamiento, mientras tanto, existe -en la medida
en que no esté limitada por el mismo pensamiento.
Es muy bonito tener libertad para pensar, ¡pero
aún hay que pensar algo!
Pero en el uso más ordinario en que se dice libertad
de pensar, se quiere decir libertad de publicar,
o bien libertad de enseñar.
Esta libertad da lugar a graves problemas: siempre
suscita alguna dificultad; y tanto la Nación, como
el Estado, como la Iglesia, tanto la Escuela,
como la Familia, han criticado la libertad de pensar
publicando, de pensar públicamente o de enseñar.
Son ellas potencias más o menos celosas de las
manifestaciones exteriores del individuo pensante.
No quiero ocuparme aquí del fondo de la cuestión.
Es un asunto de casos particulares. Es cierto
que en tales casos, es bueno que la libertad de publicar
sea vigilada y restringida.
Pero el problema se vuelve muy difícil cuando
se trata de medidas generales. Por ejemplo, está claro
que durante una guerra es imposible permitir la
publicación de todo. No sólo es imprudente permitir
publicar noticias sobre la conducción de las operaciones;
esto lo comprende todo el mundo, pero
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hay además algunas cosas que el orden público no
permite que sean publicadas.
No es todo. La libertad de publicar que es una
parte esencial de la libertad de comercio del espíritu,
se encuentra hoy, en ciertos casos, en ciertas regiones,
severamente restringida y también suprimida de
hecho.
Ustedes advierten hasta qué punto este tema es
tórrido; y que se plantea un poco en todas partes.
Quiero decir en todo lugar donde aún se puede
plantear un tema cualquiera.
Personalmente no soy de los más proclives a
publicar mis ideas. Perfectamente se puede no publicar
¿quién obliga a publicar?... ¿Qué demonio?
¿Por qué hacerlo, después de todo? Uno puede
guardar sus ideas. ¿Por qué exteriorizarlas?...
Son tan bellas en el fondo de un cajón como en
una cabeza...
Pero hay gente a la que le gusta publicar, a la
que gusta inculcar sus ideas a los otros, que sólo
piensan para escribir, y que sólo escriben para publicar.
Ellos se aventuran entonces en el espacio
político. Aquí se perfila el conflicto.
La política, obligada a falsificar todos los valores
que el espíritu tiene por misión controlar, admite
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todas las falsificaciones o todas las reticencias que le
convienen, que estén de acuerdo con ella y rechaza
incluso violentamente, o prohíbe a todas las que no
lo son.
Resumiendo ¿qué es la política?...
La política consiste en la voluntad de conquista
y de conservación del poder; exige en consecuencia,
una acción de coacción o de ilusión sobre los espíritus,
que son la materia de todo poder.
Necesariamente, todo poder piensa en impedir
la publicación de cosas que no convienen a su ejercicio.
Se empeña en eso al máximo. El espíritu político
termina siempre por obligar a falsificar.
Introduce en la circulación, en el comercio, la falsa
moneda intelectual; introduce nociones históricas
falsificadas; construye razonamientos aparentes; en
suma, se permite todo lo que necesita para conservar
su autoridad, que es llamada, no sé por qué, moral.
Hay que confesar que en todos los casos, política
y libertad de espíritu se excluyen. Esta es la enemiga
esencial de los partidos, como lo es, además,
de toda doctrina en posesión del poder.
Por eso quise insistir sobre los matices que estas
expresiones pueden implicar en francés.
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La libertad es una noción que aparece en expresiones
contradictorias, ya que las empleamos a veces
para decir que podemos hacer lo que querramos, y a
veces para decir que podemos hacer lo que no queremos,
lo que es, para algunos, el máximo de la libertad.
Esto equivale a decir que hay varios seres en
nosotros, pero al disponer de un único y mismo
lenguaje, puede suceder que una misma palabra
(como libertad) se utilice según necesidades de expresión
muy diferentes. Es una palabra buena para
todo.
Somos libres porque nada se opone a lo que se
nos propone y nos seduce y también somos supremamente
libres porque, al sentirnos desembarazados
de una seducción o tentación, podremos actuar
contra su tendencia: hay allí un máximo de libertad.
Observemos pues un poco esta noción tan furtiva
en sus usos espontáneos. De inmediato descubro
que la idea de libertad no es inicial en nosotros;
nunca se la evoca si no como provocación; quiero
decir que siempre es una respuesta.
Jamás pensamos que somos libres cuando nada
nos demuestra que no lo somos, o que podríamos
no serlo. La idea de libertad es una respuesta a cierta
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sensación o a cierta hipótesis de molestia, de impedimento,
de resistencia, que se opone a un impulso
de nuestro ser, a un deseo de los sentidos, a una
necesidad, y también al ejercicio de nuestra voluntad
meditada.
No soy libre sino cuando me siento libre; pero
no me siento libre sino cuando me pienso obligado,
cuando me pongo a imaginar un estado que contrasta
con mi estado presente.
La libertad, pues, no es sensible, no es concebida,
no es deseada sino por efecto de un contraste.
Si mi cuerpo encuentra obstáculos en sus movimientos
naturales, en sus reflexiones; si mi pensamiento
es perturbado en sus operaciones por
algún dolor físico, por alguna obsesión, por la acción
del mundo exterior, por la estridencia, por el
calor excesivo o el frío, por la trepidación o por la
música que hacen los vecinos, aspiro a un cambio
de estado, a una liberación, a una libertad. Trato de
reconquistar el uso de mis facultades en su plenitud.
Trato de negar el estado que me lo rehúsa.
Ven ustedes pues que existe negación en ese
término libertad cuando se busca su papel original,
en estado naciente.
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Esta es el resultado que obtengo. Puesto que la
necesidad de libertad y la idea no se provocan en
aquellos que no están sujetos a molestias y a impedimentos,
cuanto menos sensibles a esas restricciones
seamos, menos se provocará el término y el
reflejo libertad.
Un ser poco sensible a los obstáculos que surgen
a la libertad del espíritu, a las adversidades que
le imponen los poderes públicos, por ejemplo, o a
circunstancias exteriores de cualquier tipo, sólo
reaccionará un poco contra esas adversidades.
No sufrirá ningún estremecimiento de rebelión,
ningún reflejo, ninguna resistencia contra la autoridad
que le impone ese obstáculo. Al contrario, en
muchos casos se encontrará aliviado de una vaga
responsabilidad. Liberarse, para él, su libertad, consistirá
en sentirse descargado de la preocupación de
pensar, de decidir y de desear.
Comprenden las consecuencias enormes de esto:
en los hombres donde la sensibilidad por las cosas
del espíritu es tan débil que las presiones que se
ejercen sobre la producción de las obras del espíritu
son imperceptibles, no hay reacciones, al menos
exteriores.
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Ustedes saben que esta consecuencia se verifica
muy cerca nuestro: observen en el horizonte los
efectos más visibles de esta presión sobre el espíritu,
y al mismo tiempo observen la poca reacción que
provoca. Esto es un hecho.
Y demasiado evidente. Tampoco quiero juzgar
porque no me corresponde juzgar. ¿Quién puede
juzgar a los hombres?... ¿No es considerarse más
que hombre?
Si hablo de esto es porque para nosotros no
existe un tema más interesante, pues no sabemos
qué nos reserva el futuro, a nosotros, que llamaré
hombres del espíritu si quieren...
Considero hoy a la vez necesario e inquietante
estar obligados a invocar, no sólo lo que se llama
derechos del espíritu, ¡son sólo palabras!... no hay
derechos si no hay fuerza... sino invocar el interés,
para todo el mundo, en la preservación y el sostén
de los valores del espíritu.
¿Por qué?
Porque la creación y la existencia organizada de
la vida intelectual se encuentra en una de las más
complejas relaciones, pero de las más ciertas y más
estrechas con la vida -simplemente- la vida humana.
Nadie explicó jamás qué significábamos nosotros,
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los hombres, y nuestra singularidad que es espíritu.
Este espíritu es en nosotros una potencia que nos
ha comprometido en una aventura extraordinaria,
nuestra especie se ha alejado de todas las condiciones
iniciales y normales de la vida. Inventamos un
mundo para nuestro espíritu y, queremos vivir en el
mundo de nuestro espíritu. El quiere vivir en su
obra.
Se trata de rehacer lo que la naturaleza había hecho
o corregirla y entonces terminar por rehacer, de
algún modo, al hombre mismo.
Rehacer en la medida de sus medios que ya son
muy grandes, rehacer la vivienda, equipar la porción
de planeta que habita; recorrerla en todos los sentidos,
ir hacia lo alto, hacia lo bajo; explotar, extraer
todo lo que contiene de utilizable para nuestros designios.
Todo eso está muy bien; y no vemos qué
haría el hombre si no hiciera eso, a menos que volviera
a la condición animal.
No olvidemos aquí decir que toda la actividad
propiamente espiritual, a la par de las disposiciones
materiales del globo están relacionadas, es una verdadera
disposición del espíritu, que ha consistido en
crear el conocimiento especulativo y los valores artísticos
y producir una cantidad de obras, un capital
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de riqueza inmaterial. Pero, materiales o espirituales,
nuestros tesoros no son imperecederos. Hace ya
mucho tiempo, en 1919, escribí que las civilizaciones
son tan mortales como cualquier ser viviente,
que no es tan difícil pensar que la nuestra pueda
desaparecer con sus procedimientos, sus obras de
arte, su filosofía, sus monumentos, como han desaparecido
tantas civilizaciones desde los orígenes -
como desaparece un gran navío que naufraga.
Es cómodo estar manido de los procedimientos
más modernos para encaminarse, para defenderse
contra el mar, es cómodo enorgullecerse de las máquinas
todopoderosas que lo mueven, lo mueven
tanto hacia su perdición como hacia el puerto, y se
hunde con todo lo que lleva, cuerpos y bienes.
Todo eso me había impresionado entonces; hoy
no me siento más tranquilo. Por eso no creo inútil
recordar la precariedad de todos esos bienes, ya sea
la cultura misma, como la libertad de la expresión.
Pues allí donde no hay libertad de espíritu, la
cultura se marchita... Se ven importantes publicaciones,
revistas (antes muy activas) de allende las
fronteras, que ahora están llenas de artículos de
erudición insoportable; advertimos que la vida se ha
retirado de esas colecciones, en las que sin embargo
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hay que hacer como que se conserva la vida intelectual.
Esta simulación recuerda lo que pasaba antes,
en la época en que Stendhal se burlaba de ciertos
eruditos que había conocido: el despotismo los
condenaba a refugiarse en la discusión de las comas
en un texto de Ovidio...
Tales miserias habían llegado a parecer increíbles.
Su absurdo parecía condenado definitivamente...
Pero está de vuelta y todopoderosa aquí y allí...
Por todos lados percibimos adversidades y
amenazas contra el espíritu cuyas libertades son
combatidas al mismo tiempo que la cultura, y en
nuestras invenciones y nuestros modos de vida y en
la política general y en diversas políticas particulares,
de manera que tal vez no sea ni vano ni exagerado
dar la voz de alarma y mostrar los peligros que rodean
lo que nosotros, los hombres de mi edad, hemos
considerado como el bien supremo.
Traté de decir estas cosas fuera de aquí. Hace
poco tuve que hablar en Inglaterra y observé que
era escuchado con gran interés, que mis palabras
expresaban sentimientos y pensamientos captados
inmediatamente por mi audiencia. Escuchen ahora
lo que me resta por decir.
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Quisiera, si me permiten expresar un deseo, que
Francia, aunque presa de preocupaciones muy distintas,
se transforme en el conservatorio, el templo
donde se conserven las tradiciones de la más alta y
más fina cultura, la del verdadero gran arte, la que se
distingue por la pureza de la forma y el rigor del
pensamiento; que también re-coja y conserve todo
lo que se elabora de más elevado y más libre en la
producción de las ideas: ¡es eso lo que deseo para
mi país!
Tal vez las circunstancias son demasiado difíciles,
las circunstancias económicas, políticas, materiales,
el estado de las naciones, los intereses, los
nervios, y la tormentosa atmósfera que nos ha-ce
respirar la inquietud.
¡Pero después de todo, habré cumplido mi deber
si lo digo!
[1939]
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