A N T O L O G I A
H E N R Y W .
L O N G F E L L O W
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PASOS DE ÁNGELES
Cuando las horas diurnas agonizan
y las voces solemnes de la noche
van despertando lo mejor del alma
adormecida, en un sagrado júbilo.
Antes que enciendan lámparas nocturnas
y como altos y lúgubres fantasmas,
en la luz insegura y temblorosa
se ven danzar las sombras de los muros.
Es cuando, por la puerta mal cerrada,
entran las formas de los que se fueron:
los buenos, los de ayer, los bienamados
vienen una vez más a visitarme.
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Él, el joven, el fuerte, el que soñaba
con los nobles ideales de la lucha,
pero cayó a la vera del camino
cansado de la marcha de la vida.
Ellos, los que eran santos y eran débiles
y arrastraban la cruz de sufrimiento,
y cruzando sus manos mansamente
se alejaban por siempre de los vivos.
Y con ellos el Ser todo belleza
y todo amor, que en juveniles días
me dieran para que siempre me amara
y ahora está con los santos en el cielo.
Es ella, y el divino mensajero
se aproxima con paso silencioso,
ocupa junto a mí el sillón vacío,
pone en la mía su invisible mano.
Sentada allí sus ojos me contemplan
con ternura profunda y luminosa,
igual que las estrellas, quietas, santas,
que miran hacia abajo desde el cielo.
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Oración sin decir, mas comprendida,
la del sereno y silencioso espíritu;
dulce reconvención, bendición dulce,
surgiendo de los labios invisibles.
Y todo mi pesar y abatimiento,
y todo mi temor se desvanece,
y sólo pienso en el recuerdo santo,
en los que así vivieron y murieron.
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MILTON
Desde la playa rumorosa miro
ir y venir las gigantescas olas,
mientras el sol, en el vaivén del agua,
brilla a través de su esmeralda viva,
y la novena ola despojándose
lentamente del frágil atavío
de sus espumas, en la arena pálida
se arroja, convirtiéndolas en oro.
Así, en esa cadencia majestuosa,
en la potente ondulación del canto,
oh bardo ciego de Inglaterra, Maónides,
se alzará sobre todas esa ola,
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y al alma, en la soberbia de su fuerza,
la llenará de melodiosos mares.
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A UN VIEJO LIBRO DE
CANCIONES DANESAS
Bienvenido, viejo amigo,
a este hogar en tierra extraña
donde azotan rudos vientos
del otoño las ventanas.
Parece que un mundo ingrato
con dureza te tratara
desde que nos conocimos
aquel día en Dinamarca.
De vejez veo señales
en el margen de tus páginas,
huellas de las toscas manos
que en el mesón te marcaran.
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Amarillas son tus hojas
y estás cubierto de manchas,
cual las que pasan al soplo
de las otoñales ráfagas.
Y también te humedecieron
con el vino de las jarras
de olímpicas libaciones
en jubilosas veladas.
Pero siempre me recuerdas
las horas casi olvidadas,
cuando, joven soñador,
junto al Báltico vagaba.
Y parábame a escuchar
del Rey Cristián la balada
que al acercarse el ocaso
en las tabernas cantaban.
Tú que recuerdas los bardos
que en sus salas solitarias
con almas de pasión rotas
escribieran estas páginas.
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Tú recuerdas los hogares
cuyas frías noches largas
con tus cantares de amor
y amistad iluminabas.
Y algún antiguo trovero
que en su gris y vieja Islandia
la leyenda de los Vikings
recibía en sus baladas.
Y allá, cuando en Elsinore,
Yorick y sus camaradas
en la corte del Rey Hamlet
estas coplas entonaban.
Cuando en húmedos cuarteles
de Federico la guardia
del inglés, en coro ronco,
oyó el cañón al cantarlas.
Los labriegos en los campos,
los marinos en las aguas,
mercaderes y estudiantes,
todos ellos las cantaban.
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Tú que de ellos fuiste amigo,
te olvidaron... Esta casa
por lo menos ahora es tuya:
bienvenido en tierra extraña.
Y como las golondrinas
anidando en tejas rancias,
tus canciones jubilosas
en mi pecho su nido hagan.
Y aquí, tibias y tranquilas,
en mi corazón guardadas,
me recuerdan siempre viajes
y la juventud lejana.
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HIMNO
(EN LA ORDENACIÓN DE MI
HERMANO)
Cristo le dijo al joven: "Aún hay algo,
hay algo más si quieres ser perfecto;
vende tus bienes, dale todo al pobre,
y después de dar todo, ven conmigo".
En este templo Cristo está de nuevo,
y al repetir idénticas palabras
en la cabeza de otro adolescente
vuelve a poner sus manos invisibles.
Y siempre cerca de él, en el camino,
irá El que nadie ve, para que un día
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le pregunte, apoyándose en su brazo:
"¿Apruebas, oh Señor, lo que yo hice?”
En la fiesta nupcial, siempre a su lado,
para santificar con su presencia;
con él, en el Getsemaní sombrío,
en el dolor y en el nocturno rezo.
¡Sacro mandato, reposar sin término,
como el de Juan, de Juan el bien amado,
con la cabeza en el divino pecho
hasta llegar al fin de la jornada!
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EL SEGADOR Y LAS FLORES
El Segador llamábase la Muerte
y en cada golpe de su hoz, cortaba
junto con las espigas virginales,
las flores que también allí crecían.
"¿Por qué no he de llevarme lo que es bello?"
preguntó el Segador, "no basta el grano,
me es muy grato el perfume de estas flores
más yo he de devolver a todas ellas".
Al contemplar, lloroso, sus corolas,
fue besando las hojas moribundas:
las envolvió en la piel de las espigas,
eran para el Señor del Paraíso.
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"Mi Señor siempre amó estas florecillas",
se oyó decir al Segador, sonriente,
"son dulces prendas de la tierra donde
el Salvador anduvo cuando niño.
"Florecerán en luminosos campos
donde voy con amor a trasplantarlas;
los Santos, en sus túnicas blanquísimas,
han de llevar, sagrados, los pimpollos".
Y la madre dejó, triste y llorosa
que llevara las flores que ella amaba:
sabía que hallaríalas de nuevo
en los campos de luz que hay allá arriba.
Mas no fue con crueldad, no, ni con ira,
que llegó el Segador esa mariana:
ese día fue un ángel el que vino
y se llevó las flores de la madre.
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HIMNO A LA NOCHE
Escuché el roce de sus atavíos
cuando pasó la Noche entre los mármoles
de sus salas, y vi en su obscura túnica
las luces de los muros celestiales.
Su presencia sentí, su encantamiento
poderoso, llegando de la altura,
su presencia serena y majestuosa
como de la persona que se ama.
Escuché voces de dolor y júbilo,
los sones lentos y multiplicados
que llenan los nocturnos aposentos
como las rimas de un poeta antiguo.
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En las cisternas de la medianoche
mi alma bebía el agua del reposo:
la fuente pura de la paz perenne
de esas hondas cisternas siempre mana.
¡Oh Santa Noche, tú que me enseñaste
el largo sufrimiento de los hombres!
Tu dedo se posó sobre los labios
de la angustia, y cesaron sus lamentos.
¡Paz! Como Orestes rezo esta plegaria,
diciendo con tus grandes alas negras
lo bello, lo esperado y bienvenido,
¡la Noche bienamada!
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VICTOR GALBRAITH
Víctor Galbraith era un soldado que fu¿ fusilado por
una grave falta de disciplina en la campaña de México.
Según una superstición militar, ninguna bala en la que se
halla escrito el nombre del condenado le dará muerte.
Bajo los Muros de Monterrey
al alba suenan ya los clarines:
Víctor Galbraith!
en las neblinas grises del alba
decir parecen: "¡Ven a tu muerte,
Víctor Galbraith!”
Llegó el soldado, marcial, gallardo,
con paso firme, la frente erguida,
Víctor Galbraith,
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y él, hábil trompa, muy bien sabía
lo que en su toque decía el bronce:
"¡Ven a tu muerte, Víctor Galbraith!”
Miró la tierra, contempló el cielo
y los fusiles que le apuntaban
con voz serena y clara mirada
exclamó: "¡Apunten aquí, a mi pecho,
porque así muere Víctor Galbraith!"
Fueron seis balas, lenguas de fuego,
las que cumplieron su fin mortal:
Víctor Galbraith
cayó postrado, pero aún viviente,
porque su nombre no está en las balas,
sólo te hirieron, Víctor Galbraith.
Tres en la frente, tres en el pecho,
pero sangrando se levantó,
y exclamó en medio de su agonía:
"¡Denme la muerte, por Jesucristo!”
Víctor Galbraith.
Otras seis balas, lenguas de fuego,
cruzaron, rojas, el alba gris,
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y el joven trompa murió su muerte
ignominiosa. ¡Víctor Galbraith!
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