Eumeswil
Publicada en 1977 en su primera edición alemana,
cuando el escritor contaba ochenta y dos años, Eumeswil es la gran novela de la
madurez creadora de Jünger y posiblemente la obra maestra de uno de los
escritores centrales de la literatura alemana de nuestro siglo.
Eumeswil transcurre en un Estado universal utópico, regido por el Cóndor, un
general que se erigió en dictador y domina la capital desde la Alcazaba.
Estratega refinado del poder, el Cóndor desprecia a los demócratas de Eumeswil
que conspiran contra él.
Un historiador, Venator, entra a su servicio en la Alcazaba. Sigiloso y
discreto, Venator tiene acceso a la “zona prohibida” en el corazón mismo del
poder. En Venator encarna un nuevo tipo: el anarca, que se distingue del
anarquista por su carácter radicalmente solitario y escéptico.
En torno a estas dos figuras, el soberano arte literario de Jünger construye
una reflexión alucinada y poética sobre el sentido de la Historia y los
resortes del poder político, así como un balance desolado y lúcido de la era
del totalitarismo vivida por el autor en sus más aterradoras vertientes.
A la vez relato, ensayo y poema filosófico, Eumeswil es una de las piezas
mayores de la literatura europea reciente.
Junger Ernst
Ernst
Jünger (Heidelberg, 29 de marzo de 1895 - Riedlingen, 17 de febrero de 1998)
fue un escritor, filósofo, novelista e historiador alemán. Era hijo del doctor
Ernst George Jünger, profesor de química, y Lily Karoline.
Se une a los Wandervögel en 1911, un movimiento juvenil que sostenía principios
radicalmente opuestos a la sociedad moderna, extremaba el espíritu de la
naturaleza y la búsqueda de los bosques así como el respeto absoluto por la
vida animal, así como un exaltado sentimiento de amor hacia la patria y la
glorificación de la nación alemana.
En 1913, a los 18 años, se alistó en la Legión Extranjera francesa, viajando a
África a comienzos de siglo. Esa experiencia le marcó para siempre, despertando
en él una gran pasión por la guerra. Así, cuando estalló la I Guerra mundial,
Jünger fue uno de los primeros en alistarse, obteniendo en 1918, pocas semanas
antes del fin de la guerra, la condecoración Pour le Mérite, también conocida
como «Blauer Max» al mérito militar.
Fruto de esta experiencia, fue la publicación -con tan sólo 25 años- de sus recuerdos
de la guerra en el libro Tempestades de acero, una alabanza a la guerra en
cuanto experiencia interior, que catapultó al joven escritor a la fama.
Fue el último ganador de la medalla Pour le Mérite, la última persona
condecorada en morir, y la persona más joven en recibir la preciada
condecoración, con sólo 23 años.
Entre la guerra y la subida de Hitler al poder en Alemania, Jünger formó parte
de la órbita de una compleja corriente político-cultural llamada Konservative
Revolution, de la que formaron parte, además de diversos grupos, autores como
Ernst Von Salomon, Werner Sombart, Carl Schmitt u Oswald Spengler. Algunas de
las características más importantes que definieron a la Konservative Revolution
fue su nacionalismo radical, su rechazo al liberalismo decimonónico, o a la
Revolución francesa. Dentro de esta corriente, Jünger publicó libros como La
guerra como experiencia interior, La movilización general o El trabajador.
A pesar del marcado tono de la obra de Jünger durante esta época, el matiz
«elitista» de su obra, además de la ausencia de antisemitismo, llevó a Jünger a
rechazar ya en 1933 al nacionalsocialismo, al no aceptar el ingreso en la
Academia de Poesía Alemana, purgada hacía poco tiempo por la Gestapo, y se
marchó a una aldea, Goslar, en las montañas Harz, después se radicó en
Ueberlingen.
En 1934 prohíbe al periódico del partido nazi que siga utilizando y manipulando
sus escritos, rechazando también ocupar un asiento en el Reichstag, al tiempo
que publica Blaetter und Steine (Hojas y piedras), su primera crítica al
racismo nacionalsocialista.
Realiza viajes a Noruega, en 1935, en 1936 a Brasil, Canarias y Marruecos, en
1937 a París, donde se encontró con André Gide y Julien Green y en 1939 se mudó
a Kirchhorst, en la Baja Sajonia.
Jünger pasó una parte de la II Guerra Mundial como militar en el París ocupado,
donde a partir de 1941 frecuentó los salones literarios y de fumadores de opio,
así como la bohemia parisina, se dejó invitar por los oficiales que comenzaban
a rebelarse contra Hitler y salvó la vida a cuantos judíos represaliados pudo.
«El uniforme, las condecoraciones y el brillo de las armas, que tanto he amado,
me producen repugnancia», anotó Jünger en su diario, al enterarse de la
exterminación progresiva de los judíos.
En 1942 fue enviado al frente ruso, y en 1944, tras el fallido atentado contra
Hitler (a quien en sus escritos llamaba Kniebolo), en el que participó, dimitió
de su puesto en el ejército. Durante la postguerra sus libros fueron prohibidos
hasta 1949 (a pesar de lo cual conseguiría publicar Der Friede (La paz) en 1946
en Ámsterdam, en 1947 Atlantische Fahrt (Viaje atlántico) y un año más tarde
Aus der goldenen Muschel (La concha de oro). La prohibición de sus
publicaciones en 1949 surge a raíz de negarse Jünger a cumplimentar un
formulario sobre la desnazificación en la zona de ocupación británica. Esta
prohibición le llevó a mudarse a Ravensburg, en la zona de ocupación francesa.
Desde que en los años 50 entablara amistad con Albert Hofmann, el creador del
LSD, varios de los libros de Jünger versaron de forma directa o indirecta sobre
la experiencia psicodélica [cita requerida].
En 1952, después de su primera experiencia con el LSD, escribe Besuch auf
Godenholm (Visita a Godenholm), cuya publicación coincidió con la aparición de
Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley.
En 1959 se le otorga la Cruz del Mérito Federal, junto al pintor Otto Dix.
Su otro gran libro sobre el tema de las drogas es Annäherungen. Drogen und
Rausch (Acercamientos. Drogas y ebriedad), de 1970. Esta obra, en la que el
autor acuñó el término psiconautas (`navegantes de la psique`), expone las
numerosas experiencias de Jünger con varios tipos de sustancias psicoactivas,
tanto enteogénicas como estimulantes u opiáceos.
Hacia 1977 escribe otra de sus obras más conocidas, Eumeswil, donde sobresale
la figura del «anarca», personaje preconfigurado por Albert Camus en su libro
L`homme révolté (El hombre rebelde, 1951).
Recibió el Premio Goethe en 1982.
Uno de sus últimos textos sería Die Schere (La tijera), publicado en 1989,
cuando Jünger contaba con 95 años de edad. De gran valor histórico y literario
son sus diarios de la Segunda Guerra Mundial (Radiaciones). En la actualidad,
su obra está considerada como una de las mayores contribuciones a la literatura
en lengua alemana en el siglo XX.
Murió el 17 de febrero de 1998, a pocas semanas de cumplir 103 años de edad,
unos meses después de haberse convertido a la fe católica.
Ernst Jünger
Eumeswil
Título
original: Eumeswil
Ernst
Jünger, 1977
Traducción:
Marciano Villanueva Salas
LOS MAESTROS
1
ME
LLAMO Manuel Venator. Soy camarero de noche de la alcazaba de Eumeswil. Mi
aspecto externo no tiene nada de llamativo. En las competiciones deportivas
puedo contar con un tercer premio y no me ruborizo ante las mujeres. Dentro de
poco cumpliré los treinta años. Se dice que tengo un carácter agradable —así se
da por supuesto en mi profesión. En política paso por hombre de confianza,
aunque no especialmente comprometido.
Esto
en cuanto a la persona. Los datos son correctos, aunque todavía imprecisos. Los
iré precisando poco a poco. De momento, tienen ya los primeros trazos de un
esbozo.
Precisar
lo impreciso, definir con creciente rigor lo indefinido: esta es la tarea de
todo desarrollo, de todo esfuerzo prolongado en el tiempo. Por eso se van
destacando cada vez más nítidamente, en el curso de los años, las fisonomías y
los caracteres. Y lo mismo cabe decir de los manuscritos.
El
escultor se enfrenta al principio con el bloque en bruto, con la desnuda
materia, que encierra en sí toda posibilidad. Responde al cincel, que puede
destruir y hacer brotar de ella el agua de la vida, la fuerza del espíritu.
Todo es todavía impreciso, incluso para el Maestro. No depende enteramente de
su voluntad.
Lo
impreciso, lo indeterminado, no es, tampoco en el campo de la invención, lo
falso. Puede ser inexacto, pero no debe ser insincero. Una afirmación
—imprecisa, pero no falsa— se puede ir explicando frase por frase, hasta que
finalmente se aploma y cae en el centro. Pero si una afirmación comienza con
una mentira, hay que irla apuntalando con nuevas mentiras, hasta que finalmente
todo el edificio se derrumba. De ahí mi sospecha de que ya la creación comenzó
con una falsificación. De haberse tratado de un simple error, a lo largo de la
evolución se habría podido restaurar el Paraíso. Pero el Viejo ha guardado bajo
candado el secreto del árbol de la vida.
Aquí
aflora mi dolor: imperfección irreparable, no sólo de la creación, sino también
de la propia persona, que lleva, de un lado, a la hostilidad hacia los dioses
y, del otro, a la autocrítica. Tal vez yo exagere, pero en todo caso ambas
cosas debilitan la acción.
Pero
no se alarmen: no pretendo escribir un tratado de teología moral.
2
Para
empezar, hay que precisar que es cierto que me llamo Venator, pero no Manuel,
sino Martín. Éste es, como dicen los cristianos, mi nombre de pila. Entre
nosotros, lo pone el padre, al alzar al recién nacido, llamarlo por su nombre y
dejar que lloriquee.
Pero
mientras estoy de servicio en la alcazaba, mi nombre es Manuel. Me lo puso el
Cóndor. El Cóndor es el actual soberano de Eumeswil y el señor a quien sirvo.
Reside desde hace años en la alcazaba, la elevada fortaleza que corona, a unas
dos millas de distancia de la ciudad, una calva colina, llamada desde tiempos
inmemoriales Pagos.
Esta
situación de ciudad y fortaleza se da en muchos lugares; es la más cómoda no
sólo para las tiranías, sino para cualquier régimen personalista.
Los
tribunos derribados por el Cóndor se mantuvieron, por el contrario,
discretamente en la ciudad y son gobernados desde el municipio. «Donde sólo hay
un brazo, se actúa con mayor eficacia
mediante una larga palanca; donde son muchos los que tienen algo que decir, se
necesita efervescencia; impregnan cuanto existe como la levadura al pan». Así
Vigo, mi maestro. Hablaré de él más adelante.
¿Por
qué quiso, y por tanto ordenó el Cóndor, que me llamara Manuel? ¿Es que le
gustaba más el sonido ibérico o es que le disgustaba Martín? Así lo sospeché al
principio; existe de hecho una repugnancia, o al menos una cierta
susceptibilidad, contra determinados nombres, a la que no se presta la
suficiente atención. Hay quienes cargan a un niño, para toda su vida, con un
nombre que responde a sus ilusiones. Aparece un enano que se presenta como
César. Otros eligen el nombre del señor que empuña entonces el timón, porque
también aquí existen, entre ricos y pobres, pequeños Cóndores. También esto
puede ser perjudicial, sobre todo en épocas de insegura sucesión.
Se
presta asimismo muy poca atención —y esto es válido para la mayoría— a que el
nombre armonice con el apellido. «Schach von Wuthenow»: es trabajoso, casi un
desafío fonético. Por el contrario: Emilia Galotti, Eugenie Grandet aletean
suave y equilibradamente en el ámbito acústico. Por supuesto, Eugenie debe
pronunciarse al modo galo, no al germánico: Öjenie, con Ö débil. De igual
manera, también entre nosotros el pueblo ha pulido el nombre de Eumenes. Se
acostumbra decir Ömswil.
Ahora
estamos más cerca de la cuestión: de la exquisita musicalidad del Cóndor,
quebrada por «Martín». Y se comprende, porque las dos consonantes intermedias
suenan duras y ásperas. Arañan el oído. El patronímico es Marte.
Es
ciertamente curiosa esta exquisita sensibilidad en un hombre que debe el poder
a las armas. Sólo tras larga observación llegué a comprender estas
contradicciones, aunque arrojan su sombra sobre todos y cada uno. Todos
tenemos, en efecto, un lado diurno y un lado nocturno y algunos se convierten, con
el crepúsculo, en personas diferentes. En el Cóndor este contraste es
singularmente acusado. Su aspecto exterior sigue siendo el mismo: un hombre
soltero de mediana edad, con la actitud ligeramente encorvada de quien está
habituado a montar a caballo. Con una sonrisa que se ha ganado a muchos una
complaciente jovialidad.
Pero
cambia el sensorio. El ave rapaz diurna, el apresador, que acecha desde grandes
distancias y observa los lejanos movimientos, se hace nocturno; los ojos
descansan en la oscuridad, se afina el oído. Es como si se desprendiera un velo
del rostro y se abrieran nuevas fuentes de percepción.
El
Cóndor da importancia a una vista aguda. Raras veces tiene suerte con él un
hombre que use gafas, sobre todo cuando se trata de puestos de mando en el
ejército o en la vigilancia costera. Quien está a punto de conseguirlo, es
invitado a una charla privada, durante la cual le sondea a fondo. Su gabinete
privado domina el terrado de la alcazaba a través de una cúpula giratoria
acristalada. En el curso de la conversación, el Cóndor suele cerciorarse de la
vista del aspirante, señalándole un barco o una lejana vela y preguntándole por
su tipo y su dirección. Por supuesto, el candidato ha tenido que superar antes
otras pruebas exhaustivas. Pero el Cóndor tiene que confirmarlas con su juicio
personal.
Con
la transformación de ave rapaz diurna en nocturna cambia también la inclinación
del perro al gato. Ambas especies se crían en la alcazaba. Por razones de
seguridad, se mantiene aplanado y sin vegetación el espacio que media entre el
castillo y el muro externo de circunvalación, convertido, por tanto, en campo
de tiro. En él dormitan poderosos dogos a la sombra de los bastiones, o juegan
por la explanada. Como los animales pueden fácilmente causar molestias, hay un
puente que cruza desde la plaza, en la que se detienen los autos, hasta la
entrada de la alcazaba.
Cuando
tengo algo que hacer en la explanada, nunca entro en ella sin uno de los
centinelas. Me maravilla la tranquila seguridad con que agarran a los animales.
A mí me desagrada hasta el simple hecho de que me empujen con sus fauces o me
laman la mano con su lengua. En muchas cosas los animales son más perspicaces
que nosotros. Es evidente que husmean mi recelo; de haber llegado hasta el pánico…
se habrían abalanzado sobre mí. Con ellos nunca se sabe dónde acaba el juego.
En esto son como el Cóndor.
Los
dogos, oscuros tibetanos de fauces amarillas y amarillentos ojos, sirven
también para las cacerías. Se estremecen de placer cuando, en las primeras
horas del día, oyen el cuerno de caza. Se les puede soltar contra los más
poderosos enemigos, el león y el rinoceronte.
Esta
jauría no es la única. Lejos de la alcazaba, pero visible desde la altura, se
extiende por la playa un complejo de establos, cocheras, pajareras, picaderos
cubiertos y al aire libre. Aquí se encuentran también las perreras de los
galgos. El Cóndor gusta de galopar furiosamente junto a la orilla del mar,
acompañado de sus favoritos, mientras salta y se agita a su alrededor la trailla
de los amarillentos perros esteparios, especializados en la caza de la gacela.
Su carrera recuerda a los pilotos de coches y a los virtuosos del fútbol que
triunfan aquí en la arena: la inteligencia y el carácter se han sacrificado a
la cacería. Los cráneos son estrechos, con aplastadas frentes, los músculos se
estremecen nerviosamente bajo la piel. Persiguen a su presa en larga cacería,
hasta la muerte, incansablemente, como impulsados por un resorte.
A
pesar de todo, la gacela conseguiría muchas veces escapar, si no fuera delatada
por los halcones. Se descaperuza a la rapaz y se la lanza al aire. Los perros,
y tras ellos los cazadores montados, siguen su vuelo, que los lleva hasta la
presa.
Esta
cacería sobre grandes extensiones cubiertas de esparto proporciona un grandioso
espectáculo. El mundo se torna más simple, a medida que crece la tensión. Es
esta una de las mejores cosas que el Cóndor ofrece a sus huéspedes. Él mismo la
goza gloriosamente y parecen haberse forjado para él unos versos del confín del
desierto:
Un
buen halcón, un perro veloz, un noble corcel
valen
más que veinte mujeres.
Es
evidente que la cetrería, con todas las finezas de la captura, la postura y el
adiestramiento, goza de gran estima. Los alfaneques y gerifaltes se capturan a
lazo en el mismo país. Hay además otros, entre los que se cuentan algunos
blancos como la nieve, que llegan de fuera, del alto Norte. Se los trae como
presente, todos los años, el Khan Amarillo, su más distinguido invitado para
partidas de caza.
A
la cetrería se destina un amplio espacio, a orillas del Sus. La situación,
junto al río, es favorable para el adiestramiento. En sus boscosas vegas anidan
innumerables aves acuáticas; se agrupan, para capturar peces, en los bancos de
arena cubiertos por las aguas. La garza, en especial, se presta bien para
adiestrar a los halcones destinados a la caza de volátiles. Para ello se
necesita además otra clase de perros: épagneuls
de largas y colgantes orejas, que gustan de entrar en el agua. Su piel, moteada
de manchas blancas, permite que los tiradores los distingan bien entre los
cañizales.
El
halconero mayor es Rosner, hombre muy versado en zoología, a la que se dedicó
llevado de su pasión por la cinegética. Hizo bien, porque es fácil encontrar
profesores en la cantidad que se quiera, mientras que tropezar con un halconero
de sus cualidades es todo un hallazgo.
Por
lo demás, también es profesor. Le veo a menudo en la alcazaba y en su Instituto
y a veces lo encuentro también paseando solitario junto al río. En cierta
ocasión le acompañé a uno de sus puestos de acecho durante la época de
migración de los halcones. Allí la estepa limita con una sólida fila de
retamas, altas como casas, a cuya sombra se cobija el pajarero. Le sirve de
señuelo una paloma, sujeta a un largo hilo. Al acercarse un halcón, Rosner
largaba el hilo, para que la paloma pudiera alzar el vuelo. Cuando la rapaz la
atacaba y la mantenía entre sus garras, era tarea sencilla ir tirando de ellas
hasta una anilla, a través de la cual corría el hilo y con la que se cerraba la
red.
El
procedimiento era apasionante, como muestra de una trampa inteligente. Se
añadían además otras circunstancias que desbordaban los límites de la
percepción humana y tenían cierto carácter mágico. Así, por ejemplo, la paloma
tiene que ascender cuando surca el aire un halcón que ni la más aguda mirada
puede descubrir. Para ello, el halconero utiliza como vigía un pájaro pinto,
del tamaño de un tordo, al que mantiene sujeto junto a la paloma y que tal vez
más barrunta que ve, a una increíble distancia, la presencia del halcón. Y
entonces avisa con agitados chillidos.
La
caza posee este carácter mágico porque parece desplumar al mundo. Los cazadores
caen, junto con sus presas, en el hechizo, se hunden en sus propias trampas. No
sólo el oscuro trampero, que ha consumido su vida en el oficio, sino también el
ornitólogo ilustrado, se transforman en Papageno[1] y asisten al espectáculo como danzantes en éxtasis.
También sobre mí se desplomó el rápido y profundo jadeo de la pasión.
Debe
advertirse que no soy cazador y más aún, que, a pesar de mi nombre, la caza me
repugna. Tal vez todos nosotros hayamos nacido para pescadores y cazadores y
matar sea nuestro oficio. Pues bien, entonces es que he cambiado de vocación. En
punto a cetrería, me inclino más por la garza que por el halcón que la mata. La
garza intenta una y otra vez ganar altura, pero siempre la supera el halcón,
hasta que al fin sus plumas caen dispersas.
La
gacela es una de las criaturas más encantadoras: las mujeres embarazadas se
sienten a gusto en su cercanía, su mirada ha sido cantada por los poetas. Yo la
vi vidriosa, al final de la cacería, mientras el halcón aleteaba en el polvo y
los perros rastrillaban. Los cazadores matan con singular placer lo que es
hermoso.
Pero
no estamos hablando de la mirada de la gacela, sino de la del Cóndor, y de su
aspecto diurno. Todavía tendré que volver sobre la caza, y además desde varias
dimensiones, pero no como cazador, sino como observador. La caza es una regalía,
un privilegio de los príncipes; encierra en sí la esencia del dominio, no sólo
simbólicamente, sino también ritualmente, en virtud de la sangre derramada,
bañada por el sol.
En
razón de mi cargo, comparto más el aspecto nocturno del Cóndor. Se apiñan
entonces pálidos rostros con gafas, a veces como nidada de búhos… profesores,
escritores, literatos, maestros de profesiones poco lucrativas, simples
vividores que contribuyen a animar la reunión. La agudeza de los sentidos se ha
trasladado de la vista al oído. Las insinuaciones no están ya ni siquiera en
las palabras, sino sólo en el tono e incluso en la mímica —y entonces tengo que
reforzar la atención. La conversación gira sobre otros temas, especialmente los
musicales y, al parecer, la caza sólo se menciona bajo formas curiosamente
veladas. Merece la pena observar el cambio.
La
estancia dispone de una excelente instalación acústica. Mantenerla en su justo
punto es una de mis obligaciones. Al Cóndor no le gustan —y hasta le hacen
daño— las palabras ásperas o destempladas. De ahí que haya dado a algunos de
sus convivientes y de los oficiantes que le acompañan de continuo otros
nombres, cuidando además de que sean eufónicos cuando se pronuncian seguidos. A
su médico, por ejemplo, Attila, que apenas se separa de su lado, le llama
«Aldy». De este modo, si el Cóndor me requiere para algún servicio dentro de
las competencias de Attila, dice: «Emanuelo…: Aldy». Suena bien.
Cuando,
como todos los que trabajan cerca de él, fui presentado al Cóndor, buscó también
para mí este nombre. «Manuel, Manuelo, Emanuelo» —según sea el contexto
fonético. Su modo de distinguir y modular acentúa el efecto de sus palabras. En
el ágora, el cómo es más importante que el qué, la exposición más decisiva que
los hechos, pues los puede modificar y hasta crear de raíz.
«Rivalizar
por la privanza»: también esto es un arte. Probablemente la elocuencia fue
inventada por alguien a quien le ocurría lo mismo que a la zorra con las uvas.
Aunque, por supuesto, cuando la cortesana victoriosa logra sentarse en el
gabinete privado, las cosas cambian. La masa conoce hasta qué punto la favorita
ha satisfecho a su señor cuando ésta le deja solo en la pequeña alcoba.
Cuando
fui presentado, vestía la librea de servicio, una ceñida tela de lino con
listas azules, que tenía que cambiarme todos los días, porque no llevo ninguna
otra ropa interior. A ello se añadían las babuchas moras de tafilete amarillo.
Las blandas suelas son cómodas y silenciosas cuando me muevo detrás del bar,
donde no llega la alfombra. Y, en fin, el ridículo gorrito, un «barquito» que
hay que colocarse verticalmente. En resumen, un término medio entre el uniforme
y el traje de etiqueta. A este conjunto se suma mi presencia, que conjuga el
celo del servidor con el talante alegre.
En
mi presentación, el Cóndor, para comprobar mi peinado, me quitó el barquito. Y
luego me dio el nombre, con un juego de palabras cuya fórmula he olvidado. Su
sentido era que él juzgaba posible y esperaba que un día del Venator saldría un
Senator.
Hay
que reflexionar mucho sobre las palabras de los poderosos. Esta última
afirmación del Cóndor se prestaba a múltiples interpretaciones. En cuanto al
contenido, tal vez quería insinuarme la importancia de mi cargo. Si tenía en
cuenta el rango y el honor alcanzado por algunos de sus favoritos —¿y por qué
no habrían de tenerlos?— entonces no había que hacer melindres ni siquiera al
cargo de simple camarero de noche. En definitiva, también Sixto IV nombró
cardenales a sus efebos.
Pero
la frase podía también referirse a la persona. Es bien conocida en Eumeswil la
inclinación de los Venator, al menos de mi padre y de mi hermano, hacia los
tribunos. Cierto que ninguno de los dos se dedicó a la política activa, pero
fueron siempre republicanos por convicción y simpatía. El viejo sigue todavía
en el cargo, aunque mi hermano ha sido destituido por sus impertinentes
discursos. Tal vez la alusión a Senator tenía este sentido: la estirpe no debía
salpicarme.
Manuelo:
esto crea la base para una especie de padrinazgo. Al mismo tiempo, recibí el
fonóforo, con la estrecha cinta plateada, que distingue a los destinados al
servicio, ciertamente subalterno, pero directo, del tirano.
3
Esto
cuanto a mi nombre y sus variantes. Queda por precisar mi profesión. Es cierto
que trabajo en la alcazaba como camarero de noche. Pero esto sólo llena ciertas
zonas de mi existencia, como puede colegirse ya de mi estilo. Por este solo
dato, un lector atento puede ya haber deducido que, en el fondo, soy
historiador.
La
afición a la historia y la tendencia a la historiografía son, en mi familia,
hereditarias, debido no tanto a una tradición profesional cuanto a una
inmediata propensión genética. Me contentaré aquí con mencionar a mi ilustre
antepasado, Josiah Venator, cuya obra principal, Filipo y Alejandro, goza desde hace mucho tiempo de la fama de ser
una de las más importantes contribuciones a la teoría del medio. La obra ha
conocido numerosas ediciones, una de ellas todavía muy reciente, aquí, entre
nosotros. Es palpable su predilección por las monarquías hereditarias. De ahí
que las alabanzas que le tributan los historiadores y especialistas de derecho
público de Eumeswil no estén exentas de cierto embarazo. Por supuesto, la
gloria de Alejandro Magno está llamada a irradiar también sobre el Cóndor, pero
para ello su genio tendría que renacer de sus cenizas, como el ave fénix.
Mi
padre y mi hermano, liberales típicos, tienen también sus reticencias respecto
de Josiah, pero por otros motivos. En primer lugar, porque les molesta, y es
bien comprensible, que se haya cortado la figura de su antepasado según el
patrón de la actual moda política. Y, en segundo lugar, porque para ellos las
figuras excepcionales son inquietantes. Alejandro les parece un fenómeno
elemental, un rayo que explica suficientemente la carga eléctrica entre Europa
y Asia. Se dan curiosas coincidencias entre la historiografía liberal y la
heroica.
Así
pues, venimos produciendo historiadores desde hace varias generaciones. Como
excepción, aparece de vez en cuando un teólogo o incluso un bohemio, cuya
huella se pierde en la oscuridad. Por mi parte, conseguí, por los pasos de una
carrera normal, el grado de magister, fui asistente de Vigo y me he convertido
ahora en su mano derecha, en trabajos tanto colectivos como privados. También
doy clases y dedico parte de mi tiempo a los doctorandos.
Esta
situación puede prolongarse todavía algunos años; no tengo prisa ni por llegar
a la cátedra ni por conseguir un escaño de senador; me siento a gusto como
estoy. Aparte algunas depresiones pasajeras, me encuentro en el justo medio.
Dejar que el tiempo fluya mansamente… es, ya de por sí, suficiente placer. Tal
vez haya que buscar aquí el secreto del tabaco y de las drogas blandas en
general.
Puedo
preparar mis temas en mi propia casa o en el Instituto de Vigo, y también en la
alcazaba, cosa que prefiero debido a su incomparable documentación. Me siento
aquí como pez en el agua, y no bajaría para nada a la ciudad si el Cóndor
tolerara la presencia de mujeres en la fortaleza. Pero no las hay, ni siquiera
en la cocina. Ni a una sola lavandera, con la que poder pasar discretamente un
rato agradable, se le permite franquear el puesto de guardia. No hay
excepciones. Los casados tienen a sus familias en la ciudad. El Cóndor opina que
la presencia de mujeres, sean jóvenes o viejas, sólo favorece los chismorreos.
Pero la verdad es que los ricos manjares y la vida en holganza no hacen buenas
migas con la ascética.
A
mi padre no le sentó bien que asistiera a las clases de Vigo y no a las suyas,
como había hecho mi hermano. Pero, por las conversaciones durante las comidas,
sabía yo lo que el viejo podía ofrecer y, además, en mi opinión Vigo le supera
en mucho como historiador. Mi progenitor le tacha de acientífico y hasta de
folletinesco; pero este juicio ignora la auténtica raíz de la fuerza de Vigo.
¿Qué tiene que ver el genio con la ciencia?
No
es que pretenda yo negar que el historiador tiene que basarse en hechos. Sólo
que nadie puede acusar a Vigo de negligencia en este punto. Vivimos al borde de
una quieta laguna, abrigada de los vientos, a la que han sido arrojadas enormes
cantidades de restos de naufragio. Sabemos, mejor que en cualquier época del
pasado, qué es lo que ha ocurrido en cualquier lugar del planeta. Vigo tiene
presente el material hasta en sus más mínimos detalles. Conoce los hechos, y
sabe enseñar a sus alumnos el arte de valorarlos: También en este aspecto he
aprendido mucho de él.
Cuando
se ha traído el pasado hasta el presente y se le ha reconstruido como las
murallas de ciudades cuyos mismos nombres han sido ya olvidados, puede
afirmarse que se ha hecho un buen trabajo.
Debe
advertirse aquí que Vigo no introduce sortilegios en la historia. Al contrario,
nos enfrenta con la incertidumbre de los sucesos, de modo que deja abiertas las
preguntas últimas. Cuando dirigimos la mirada al pasado, contemplamos tumbas y
ruinas, montones de escombros. Pero ocurre entonces que también nosotros somos
víctimas del espejismo del tiempo: pensamos avanzar hacia adelante y progresar,
cuando en realidad nos estamos moviendo hacia este pasado. Pronto le
perteneceremos: el tiempo pasa sobre nosotros, nos deja atrás. Esta tristeza
arroja su sombra sobre el historiador. Como investigador, es sólo un zapador de
tumbas y pergaminos. Pero, con la calavera en la mano, plantea la pregunta
decisiva. El estado de ánimo de Vigo es una tristeza fundamental y
fundamentada; y, como estoy convencido de que el mundo es imperfecto, me siento
atraído por este lenguaje.
Vigo
tiene un método especial de cruzar el pasado en sentido oblicuo, no en sentido
cronológico. Su mirada es más la del jardinero o el botánico que la del
cazador. Por eso afirma que nuestro parentesco con las plantas tiene raíces más
profundas que nuestro parentesco con los animales y opina que durante la noche
retrocedemos a los bosques y hasta a las algas del mar.
Entre
los animales, sería la abeja la que ha redescubierto este parentesco. Su
acoplamiento con las flores no constituiría ni un avance ni un retroceso de la
evolución, sino una especie de supernova, un vivo resplandor del Eros
cosmogónico en un instante estelar. Ni al más osado pensamiento se le hubiera
ocurrido semejante idea; lo real sería sólo lo que no se puede inventar.
¿Espera
acaso algo similar en el ámbito humano?
Como
en toda obra lograda, también en la suya es más lo implícito que lo
expresamente formulado. En su ecuación queda una incógnita. Y esto hace que se
sienta embarazado ante aquellos —incluidos sus discípulos— para quienes todos
los resultados son exactos, sin resto.
Recuerdo
como si fuera hoy el día en que me acerqué a él; fue a propósito de un curso
dedicado al tema de las «ciudades-plantas», que se prolongó durante dos
semestres enteros. Comparaba Vigo la dispersión de las culturas a través de
continentes y océanos, de costas, archipiélagos y oasis, a la dispersión de las
semillas aladas por el aire o al arrastre de frutos por el flujo y reflujo del
mar.
Mientras
hablaba, tenía Vigo la costumbre de presentar pequeños objetos, o simplemente
tenerlos en la mano —no como pruebas, sino como soportes del tema de sus
palabras: a veces simplemente un cascote o un fragmento de ladrillo. Aquella
mañana había sido un plato de fayenza, con arabescos de flores e inscripciones
cúficas. Centró el tema en los colores: un conjunto de pálidos azafranes, rosas
y violetas, además de un tenue brillo no debido ni al esmalte ni al pincel,
sino a la pátina del tiempo. Tal es el brillo ensoñador de los vidrios sacados
del cobijo de las ruinas romanas o también el de las tejas de las ermitas,
resecadas al fuego de mil soles.
Por
serpenteantes caminos había llegado hasta aquí Vigo… tras haber iniciado la
marcha desde las costas del Asia Menor, tan favorables a los enraizamientos
sobre nuevos suelos. Así lo demostraron los fenicios, los griegos, los
caballeros templarios, los venecianos y otros más.
Sentía
predilección por las culturas de los mercaderes. Ya desde los primeros tiempos,
el comercio de la sal, del ámbar, del cinc, de la seda y más tarde del té y de
las especias había trazado rutas sobre los desiertos y los mares. En Creta y
Rodas, en Florencia y Venecia, en los puertos lusitanos y holandeses se habían
amontonado los tesoros como la miel en las celdas del panal. Se transmutaron en
modos de vida superior, en placeres, edificios, obras de arte. El oro encarnaba
al sol; gracias a su acumulación, comenzaron a florecer y expandirse las artes.
Tenía que producirse un hálito de decadencia, de otoñal saciedad. Y, mientras
hablaba, mantenía Vigo el plato en la mano, como si pidiera limosna.
¿Cómo
llegó hasta Damasco, y dio después aquel salto hasta España, que permitió a
Abderrahmán escapar al asesinato? Durante casi tres siglos floreció en Córdoba
una rama de los omeyas exterminados en Siria. Junto a las mezquitas, también
las fayenzas daban testimonio de este brazo lateral, seco desde mucho tiempo
atrás, del río de la alta cultura árabe. Más tarde, aparecieron también en el
Yemen los castillos de Beni Taher. Una semilla cayó en las arenas del desierto
y produjo allí cuatro nuevas cosechas.
Un
antepasado de Abderrahmán, el quinto soberano omeya, envió al emir Muza a la
«Ciudad del Cobre». La caravana partió de Damasco, dejó atrás El Cairo, cruzó
el gran desierto y arribó a los países de Occidente, junto a las costas de
Mauritania. Buscaba las botellas de cobre en las que el rey Salomón había
encerrado a los demonios rebeldes. Los pescadores que arrojaban sus redes en el
mar de el-Karkar, sacaban de vez en cuando, junto con sus capturas, alguna de estas
botellas. Estaban selladas con el sello de Salomón. Si se las abría, salía el
demonio, como una espesa humareda que oscurecía el cielo.
Más
tarde, reaparecen en Granada y en otras cortes de la España mora emires
llamados Muza. Éste, el conquistador del África nordoccidental, puede
considerarse como el prototipo de todos ellos. En él son innegables ciertos
rasgos occidentales. Debe tenerse en cuenta, efectivamente, que en la cumbre se
mezclan y confunden las diferencias de raza y religión. Del mismo modo que en
el orden moral los hombres son muy parecidos, y hasta idénticos, cuando se
acercan a la perfección, lo mismo ocurre en el orden espiritual. Se hace mayor
la distancia frente al mundo y el objeto: crece la curiosidad y, a una con
ella, el placer de aproximarse a los secretos últimos, aun a riesgo de los
mayores peligros. Rasgo aristotélico, que pone a su servicio a la aritmética.
La
tradición no dice si el emir tuvo sus vacilaciones antes de abrir la botella.
Sabemos por otros relatos que esto era peligroso. Así, por ejemplo, uno de los
demonios prisioneros habría afirmado que al hombre que le liberara le
convertiría en el más poderoso de los mortales; había reflexionado, durante
siglos, cómo hacerle feliz. Pero ahora había cambiado de humor: durante su
encierro, se habían ido concentrando la ponzoña y el furor. Cuando, al cabo de
muchos siglos, un pescador destapó la botella, sólo gracias a su astucia
consiguió escapar al destino de ser despedazado por el demonio. La maldad es
tanto más temible cuanto más tiempo tarda en irrumpir.
Pero,
en cualquier caso, es evidente que nada habría podido impedir que Muza abriera
la botella. Así lo evidencia ya aquella formidable osadía de su marcha por el
desierto. El anciano Abd-es Samad, que poseía el Libro de los tesoros ocultos y era entendido en astrología, llevó
la caravana, tras una marcha de catorce meses, hasta la Ciudad del Cobre.
Acamparon en palacios abandonados y entre las tumbas de olvidados cementerios.
A veces encontraban agua en los pozos que había hecho excavar Iskander, cuando
marchaba hacia Occidente.
También
la Ciudad del Cobre se había extinguido y estaba cerrada por un muro. Pasaron
otras dos lunas, antes de que los herreros y carpinteros construyeran una
escala que llegaba hasta la cresta de la muralla. Pero los que subían hasta
ella quedaban cegados por un encantamiento que les hacía batir las palmas y
gritando «¡Qué hermosa eres!» se precipitaban en el vado. Así perecieron, uno
tras otro, doce compañeros de Muza, hasta que Abd-es Samad consiguió romper el
hechizo: mientras subía por la escala, invocaba incesantemente el nombre de Alá
y, una vez en la cima, recitó los versos de la salvación. Bajo el espejismo,
como bajo una onda de agua, vio los cuerpos despedazados de sus predecesores.
Muza: «Si esto hace un hombre sensato, ¿qué no hará un insensato?».
Luego
el jeque descendió por una de las torres y abrió desde dentro la puerta de la
Ciudad de los Muertos. Pero no se trae aquí el recuerdo del emir Muza por sus
aventuras —aunque tenían su trasfondo— sino por su encuentro con el mundo
histórico que, frente a la realidad de la fábula, se convierte en mero
espectro.
El
poeta Thâlib leyó al emir las inscripciones de las tumbas y las paredes de los
desiertos palacios:
¿Dónde
están aquellos, cuyo poder alzó aquí todo esto
con
altas azoteas, como jamás el hombre ha visto?
¿Dónde
los reyes persas, seguros tras los muros?
Su
tierra abandonaron —¡ya nadie los recuerda!
¿Dónde
los que mandaron en todos los países,
de
Sind y Hind los altivos señores?
¿Los
que a Sendsh y Habesh forzaron
y
a la rebelde Nubia, a hacer su voluntad?
No
esperes de las tumbas ningún mensaje suyo,
ningún
conocimiento conseguirás de aquí.
Cayeron
devorados por las fauces del tiempo,
sus
soberbios palacios no ofrecen salvación.
Estos
versos llenaron de tal tristeza a Muza que la vida le parecía una pesada carga.
Cruzando los salones, llegaron a una mesa labrada en amarillo mármol o, según
otros relatos, en acero chino. Grabada en signos árabes llevaba esta
inscripción:
«En
esta mesa han comido mil reyes ciegos del ojo derecho y otros mil ciegos del
ojo izquierdo… todos ellos han desaparecido y ahora pueblan los sepulcros y las
catacumbas».
Cuando
Thâlib leyó esto, una oscura nube ensombreció los ojos de Muza. Lanzando un
gran grito, rasgó sus vestiduras. Y luego mandó copiar los versos y las
inscripciones.
Casi
nunca se ha sentido con tal agudeza el dolor del historiador. Es el dolor del
hombre sentido mucho antes de cualquier conocimiento, un dolor que le acompaña
desde que ha excavado las primeras tumbas. El que escribe historia desearía
conservar los nombres y su significado y, más aún, querría redescubrir los
nombres de ciudades y pueblos hace mucho tiempo desaparecidos. Es como
depositar flores en una tumba: «Vosotros, los muertos y también los innominados
príncipes y guerreros, esclavos y malhechores, santos y prostitutas: no estéis
tristes. Os recordamos con amor».
Pero
también este pensamiento tiene un plazo; también él sucumbe al tiempo; todo
monumento se desmorona y, a una con los muertos, también la corona se consume.
¿A qué se debe que, a pesar de todo, sigamos cultivando este rito? Podríamos,
como Ornar, el Tejedor de Tiendas, contentarnos con apurar hasta la última gota
el vino de Shiraz, estrellando luego la copa de arcilla: el polvo al polvo.
¿Abrirá
alguna vez un vigilante sus tumbas, les despertará de su sueño el canto del
gallo? Así deberá ser y uno de los indicios es la tristeza, el tormento del historiador.
Él es el juez de los muertos, cuando se ha extinguido hace ya largo tiempo el
fragor de la trompeta que acompañaba a los poderosos, cuando ya han sido
olvidados sus triunfos y sus víctimas, sus hazañas y sus vilezas.
Pero
sólo un indicio. El tormento, la inquietud del historiador, su labor incansable
con medios imperfectos en un mundo efímero… nada de esto puede sentirse ni
realizarse sin una indicación, creadora del indicio. La pérdida de lo perfecto
sólo puede sentirse si lo perfecto existe. A esto alude el indicio, el temblor
de la pluma en la mano. La aguja de la brújula tiembla porque existe un polo
con cuyos átomos está emparentada.
Como
el poeta la palabra, el historiador tiene que sopesar el hecho —más allá del
bien y del mal y de toda moral imaginable. Como en la poesía a las musas, aquí
hay que conjurar a las nornas; se presentan, están delante de la mesa. El
silencio flota en el espacio: las tumbas se abren.
También
aquí hay violadores de tumbas, que falsean la poesía y los hechos con la mirada
puesta en el mercado… y entonces es mejor emborracharse con Ornar Khayyam que
acompañarles en sus ofensas a los muertos.
Formato
Libro físico
Autor
Editorial
Tema
Literatura alemana, novela, siglo xx,
Año
1993
No hay comentarios:
Publicar un comentario