jueves, 24 de noviembre de 2022

CANCIONES DE UN SOÑADOR MUERTO. SUEÑOS PARA SONÁMBULOS EL RETOZO[1] THOMAS LIGOTTI.




 De la excelsa trinidad que reina en los infiernos de la literatura de

terror moderna y contemporánea, Poe, Lovecraft y Ligotti, el primero

revolucionó el relato gótico introduciendo el terror que anida en la

mente humana y en la locura, H.P. Lovecraft nos hizo sentir el horror

cósmico que provenía del espacio exterior encarnado en sus impías

deidades ancestrales, y Thomas Ligotti, considerado como un

escritor de ficción oscura y extraña, ha vuelto el foco del horror hacia

nosotros mismos, mostrándonos una visión lúcida de la condición

humana, de su cruda “realidad” más allá de las apariencias,

despojada de interpretaciones indulgentes e ilusorios eufemismos,

en toda su lamentable “hiperrealidad”.

Tras el horror cósmico, podríamos decir, sobrevino el horror vacui.

Por este motivo, sus historias resultan a veces absurdas y

kafkianas, sus personajes, seres perdidos y patéticos, y sus

atmósferas impregnadas del inconfundible sabor de nuestras peores

pesadillas. Pero, a diferencia de sus predecesores, Ligotti alberga

en su obra, según confesión propia, una intención didáctica, moral,

más allá del goce estético de aquellos. Este trasfondo ha quedado

de manifiesto recientemente con la publicación de su “breviario

nihilista” La conspiración contra la especie humana (2007)

(Valdemar, 2015).

El presente volumen reúne dos colecciones: Canciones de un

soñador muerto (1985, rev. 1989), su primera obra, y La agónica

resurrección de Victor Frankenstein, y otros relatos góticos (1994),

una suerte de breve revisión y recreación de los mitos universales

de la literatura gótica.

«La emoción más intensa que jamás he sentido es el miedo»,

revelaba Ligotti en una entrevista reciente, «pero su causa es un

misterio, es como una experiencia espiritual, y el mejor modo de

explicar este misterio tan terrible es escribir historias que provoquen

esta experiencia en el lector». Al final, «todos estamos condenados

a inventar nuestros propios infiernos».

«La vida es en esencia una pesadilla que termina solo cuando

morimos».

CANCIONES

DE UN SOÑADOR MUERTO

Para, mis padres, Gasper y Dolores Ligotti

SUEÑOS PARA SONÁMBULOS

EL RETOZO[1]

En una bonita casa de una bonita parte de la ciudad (la ciudad de

Nolgate, donde se encuentra la prisión estatal), el doctor Munck

examinaba el periódico vespertino mientras su joven esposa

descansaba en un sofá cerca de él, hojeando perezosamente la

colorida cabalgata de una revista de moda. Su hija Norleen estaba

arriba durmiendo, o quizás estaba disfrutando ilícitamente de una

sesión a altas horas de la noche con la nueva televisión que le

habían regalado para su cumpleaños hacía una semana. Si era así,

su transgresión pasó inadvertida a sus padres en el salón, donde

todo estaba en silencio. El vecindario fuera de la casa estaba en

silencio, también, como solía estar de día y de noche. Todo Nolgate

estaba en silencio, porque no era un lugar que tuviera mucha vida

nocturna, a excepción quizás del bar donde se reunían los

funcionarios de la prisión. Un silencio tan persistente ponía nerviosa

a la mujer del doctor, por no hablar de su existencia en un lugar que

parecía a años luz de la metrópoli más cercana. Pero hasta el

momento Leslie no se había quejado del letargo de sus vidas. Sabía

que su esposo estaba muy comprometido con sus deberes

profesionales en este nuevo destino. Pero quizás esa noche él

mostraría alguno más de esos síntomas de desencanto con su

trabajo que ella había estado observando meticulosamente en él en

los últimos tiempos.

—¿Qué tal ha ido hoy, David? —le preguntó mientras miraba con

ojos radiantes por encima la cubierta de la revista, donde otro par de

ojos irradiaban una mirada brillante—. Has estado muy silencioso

durante la cena.

—Ha ido como siempre —dijo el doctor Munck sin bajar el

periódico de ciudad de provincias para mirar a su esposa.

—¿Quiere eso decir que no te apetece hablar de ello?

Dobló el periódico hacia atrás y apareció la parte superior de su

cuerpo.

—Ha sonado así, ¿verdad?

—Sí, definitivamente ha sonado así. ¿Estás bien? -preguntó

Leslie dejando a un lado la revista sobre la mesa de café y

prestándole toda su atención.

—Tengo serias dudas, así es como me siento —dijo él con una

especie de ensimismamiento distante. Leslie vio entonces la ocasión

de ahondar un poco más.

—¿Dudas de algo en particular?

—Dudo de todo -respondió él.

—¿Te apetece que sirva unas copas?

—Te lo agradecería muchísimo.

Leslie se desplazó al otro extremo del salón y sacó unas botellas

y unos vasos de un aparador. De la cocina llevó unos hielos en una

cubitera de plástico marrón. Los sonidos de sorbos eran la única

intrusión en el gran silencio que reinaba en el salón. Las cortinas

estaban echadas en todas las ventanas excepto en la del rincón,

donde posaba una escultura de Afrodita. Al otro lado de la ventana

se veía una calle alumbrada por farolas, aunque desierta, y un trozo

de luna sobre el abundante follaje primaveral de los árboles.

—Ahí tienes. Una copichuela para mi querido maridito que tanto

trabaja -dijo ella al tiempo que le pasaba un vaso de cristal muy

grueso por la base y tan fino por el borde que parecía desaparecer.

—Gracias, realmente me hace falta un trago.

—¿Por qué? ¿Problemas en el hospital?

—Ojalá dejaras de llamarlo hospital. Es una prisión, como bien

sabes.

—Sí, por supuesto.

—Podrías pronunciar la palabra prisión de vez en cuando.

—De acuerdo. ¿Qué tal van las cosas por la prisión, querido?

¿Te ha echado la bronca el jefe? ¿Los internos se portan mal? —

Leslie se contuvo antes de que la conversación derivara en una

discusión. Dio un buen trago a su bebida y se calmó—. Disculpa el

sarcasmo, David.

—No, me lo merezco. Proyecto mi ira en ti. Creo que sospechas

desde hace tiempo lo que no soy capaz de admitir por mí mismo.

—¿Y qué es eso? —preguntó Leslie.

—Que, tal vez, no fue la decisión más inteligente mudarnos aquí,

y que acepté cargar con esta maldita misión sobre mis hombros de

psicólogo.

La afirmación de su esposo indicaba un estado de

desmoralización incluso más agudo que el que Leslie había

esperado encontrar. Pero, de alguna manera, las palabras de su

esposo no la alegraron de la manera que pensó que la alegrarían.

Pudo oír en la distancia el camión de mudanzas frenando cerca de

la casa, pero el sonido ya no le resultaba tan agradable como antes.

—Dijiste que te apetecía curar algo más que neurosis urbanas.

Algo más importante, un reto mayor.

—Lo que quería, de un modo masoquista, era un trabajo ingrato,

un trabajo imposible. Y eso me dieron.

—¿De verdad es tan malo? —preguntó Leslie, sin creerse del

todo que hubiera formulado la pregunta con un escepticismo tan

optimista sobre la verdadera gravedad de la situación. Se felicitó a sí

misma por situar la autoestima de David por encima de su propio

deseo de cambiar de aires, por muy importante que este le

pareciera.

—Mucho me temo que sí. Cuando visité por primera vez la sala

de psiquiatría y conocí al resto de los médicos, juré que jamás me

volvería tan cínico como ellos. Las cosas serían distintas para mí.

Pero me sobrevaloré por un amplio margen. Hoy, uno de los

celadores recibió una vez más una paliza por parte de dos

prisioneros, perdona, «pacientes». La semana pasada fue el doctor

Valdman. Por eso estaba tan irascible durante el cumpleaños de

Norleen. Hasta el momento he tenido suerte. Lo único que hacen es

escupirme. Bueno, por lo que a mí respecta, pueden pudrirse todos

en ese agujero infernal.

David sintió que sus propias palabras permanecían flotando en la

atmósfera del salón, alterando la serenidad del hogar. Hasta

entonces la casa había sido un refugio aislado y no contaminado por

la prisión, una estructura imponente a las afueras de la ciudad.

Ahora, la imposición psíquica de esta traspasaba los límites de la

distancia física. La distancia interior se constriñó y David sintió que

los enormes muros de la prisión ensombrecían el acogedor

vecindario del exterior.

—¿Sabes por qué he llegado tan tarde esta noche? —le

preguntó a su esposa.

—No, ¿por qué?

—Porque tuve una conversación que se prolongó demasiado con

un tipo que todavía no tiene nombre.

—¿Aquel del que me hablaste que no decía a nadie de dónde

era o cuál era su nombre verdadero?

—El mismo. Es el perfecto ejemplo de la perniciosa

monstruosidad de aquel lugar. Una perla, el individuo. Un caso de

libro. Una demencia total acompañada de un ingenio afilado. Debido

a su encantador jueguecito del nombre, fue clasificado como no apto

para compartir espacio con la población general de la prisión, de

modo que los de la sección de psiquiatría terminamos cargando con

él. Pero, según él mismo, posee muchos nombres, no menos de mil,

ninguno de los cuales se digna a pronunciar en presencia de nadie.

Es difícil imaginar que tenga un nombre como cualquier otro ser

humano. Y ahí estamos atascados con él, sin nombre ni nada.

—¿Le llamáis así, «sin nombre»?

—Tal vez deberíamos, pero no.

—¿Y cómo lo llamáis entonces?

—Bueno, fue condenado bajo el nombre de John Doe, y desde

entonces todo el mundo se refiere a él con ese nombre. Todavía

están buscando alguna documentación oficial suya. Es como si

hubiera caído del cielo. Sus huellas no coinciden con ninguna ficha

de condenas previas. Lo encomiaron dentro de un coche robado

delante de un colegio. Un vecino atento denunció que un individuo

sospechoso solía rondar por la zona. Todo el mundo estaba sobre

aviso, supongo, después de las primeras desapariciones en la

escuela, así que la policía lo estaba vigilando cuando se llevaba a

otra de sus víctimas a su coche. Fue entonces cuando lo atraparon.

Pero su versión de la historia es un poco distinta. Dice que era

totalmente consciente de sus perseguidores y esperaba, incluso

deseaba, que lo apresaran, lo condenaran y lo encerraran en la

penitenciaría.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Quién sabe? Cuando le pides a un psicópata que

se explique, solo consigues que se vuelva todo más caótico. Y John

Doe es la personificación del caos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Leslie.

Su esposo dejó escapar una breve explosión de risa y luego se

quedó en silencio, como si rebuscara en su mente las palabras

adecuadas.

—De acuerdo, te describiré una pequeña escena durante una

entrevista que he tenido hoy con él. Le pregunté si sabía por qué

estaba en prisión.

»—Por retozar —respondió.

»—¿Qué significa eso? —le pregunté.

»—Malo, malo, malo. Eres malo, eso es lo que eres.

»Esa ha sido su respuesta.

»Esas palabras infantiles de alguna manera me sonaron como si

estuviera imitando a sus víctimas. Realmente sentí que ya había

tenido suficiente, pero me arriesgué a continuar con la entrevista.

»-¿Sabe por qué no puede salir de aquí? -le pregunté con calma

en una variación poco brillante de la pregunta original.

»-¿Y quién dice que no puedo? Me iré cuando quiera. Pero

todavía no quiero irme.

»—¿Por qué no? —le pregunté, como es natural.

»-Acabo de llegar -respondió-. Pensé que me vendrían bien unas

vacaciones. Retozar como yo retozo puede llegar a ser agotador en

ocasiones. Quiero estar dentro con todos los demás. Un ambiente

muy estimulante, espero. ¿Cuándo puedo ir con ellos? ¿Cuándo?

»¿Puedes creértelo? Sin embargo, sería cruel ponerlo junto al

resto de reclusos, aunque no quiero decir que no merezca tal

crueldad. El interno medio no ve con buenos ojos el tipo de delito

cometido por Doe. Lo ven como algo que perjudica la imagen de

ellos mismos, teniendo en cuenta que ellos son tan solo

delincuentes comunes, atracadores, asesinos y demás. Todo el

mundo necesita sentir que es mejor que otros. Realmente no se

podría predecir lo que ocurriría si lo pusiéramos allí dentro y los

otros averiguaran por qué ha sido condenado.

—¿Así que tiene que permanecer en la sección de psiquiatría

durante toda su condena? —preguntó Leslie.

—Él no lo cree. Estar interno en un correccional de máxima

seguridad es su idea de pasar unas vacaciones, ¿recuerdas? Cree

que puede marcharse cuando lo desee.

—¿Y puede? —preguntó Leslie con una clara ausencia de sorna

en su voz. Este había sido uno de sus peores temores de vivir en

una ciudad penitenciaria: que no muy lejos de su propio patio había

una horda de demonios planeando escapar a través de lo que se

imaginaba paredes bastante finas. Criar a una niña en tal entorno

era la principal objeción que le planteaba el trabajo de su marido.

—Ya te lo he dicho antes, Leslie, ha habido muy pocas fugas con

éxito de esta prisión. Si un convicto logra salir de esos muros, su

primer impulso siempre es el de una supervivencia práctica. Así que

intenta escapar lo más lejos posible de esta ciudad, que

probablemente sea el lugar más seguro en caso de que se produzca

una fuga. De todas formas, la mayoría de los fugados son

apresados a las pocas horas de la fuga.

—¿Y un prisionero como John Doe? ¿Tiene también él ese

sentido de «supervivencia práctica» o prefiere simplemente

merodear y hacer lo que hace en algún lugar convenientemente

situado?

—Los prisioneros como él no escapan en situaciones normales.

Simplemente se golpean contra las paredes, no las saltan.

¿Entiendes lo que quiero decir?

Leslie dijo que lo entendía, pero esto no rebajó en lo más mínimo

la fuerza de sus miedos, que tenían su origen en una prisión

imaginaria de una ciudad imaginaria, donde cualquier cosa podía

pasar siempre que bordeara lo más espantoso. La morbosidad

nunca había sido su punto inerte y le repugnaba la intromisión de

esta en su carácter. Y a pesar de su firme confianza acerca de la

eficaz seguridad de la prisión, David también pareció sentirse

profundamente intranquilo. Estaba ahora sentado muy quieto,

sujetando la copa entre las rodillas y aparentemente atento a algo.

—¿Qué ocurre, David? —preguntó Leslie.

—Me pareció escuchar… un sonido.

—¿Qué sonido?

—No lo podría describir exactamente. Un sonido lejano.

Se levantó y miró a su alrededor, como si quisiera comprobar si

el sonido había dejado alguna pista delatora en la quietud que

envolvía la casa, tal vez un rastro sonoro en algún lugar.

—Voy a ver cómo está Norleen —dijo, al tiempo que dejaba la

copa sobre la mesilla junto a su sillón. Después cruzó el salón, subió

tres tramos de la escalera y avanzó por el vestíbulo del piso

superior. Al echar un vistazo al interior del cuarto de su hija, vio su

pequeño cuerpo descansando confortablemente abrazado en

sueños a la forma de un Bambi de peluche. De vez en cuando, la

niña dormía con un compañero inanimado, a pesar de que ya se

estaba haciendo un poco mayor para eso. Pero su padre psicólogo

tuvo sumo cuidado en no cuestionar su derecho a ese alivio infantil.

Antes de salir de la habitación, el doctor Munck bajó la ventana que

estaba entreabierta aquella cálida noche de primavera.

Cuando volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente

cotidiano de que Norleen estaba apaciblemente dormida. Con un

gesto que contenía un cierto sabor a celebración de alivio, Leslie

sirvió dos nuevas copas y a continuación dijo:

—David, has dicho que has mantenido una «charla prolongada»

con el tal John Doe. No es que sienta curiosidad morbosa ni nada

parecido, pero ¿lograste que te revelara algo de sí mismo? ¿Alguna

cosa?

—Oh, claro -replicó el doctor Munck al tiempo que hacía rodar un

cubito de hielo en la boca. Su voz sonaba ahora más relajada.

—Se podría decir que me contó todo sobre sí mismo, pero era

un sinsentido… los desvaríos de un maníaco. Le pregunté sin

mostrar mucho interés que de dónde era.

»-De ningún lugar -respondió como un idiota psicótico.

»—¿De ningún lugar? —insistí.

»—Sí, de allí precisamente, Herr Doktor. No soy uno de esos

esnobs que se da muchos aires y se pavonea de ser de algún rincón

altisonante de la geografía. Ge-o-gra-fía. Extraña palabra. Me

gustan todos los idiomas que tienen ustedes.

»—¿Dónde naciste? —le pregunté como alternativa brillante a la

pregunta original.

»-¿A qué época se refiere, niño malo? —me respondió, y así

continuó.

»Podría seguir con este diálogo…

—Reconozco que la imitación de John Doe te sale de maravilla.

—Gracias, pero no podría seguir imitándolo mucho más tiempo.

No me resultaría nada fácil imitar sus distintas voces, acentos y

grados de fluidez. Puede que sea un tipo de personalidad múltiple,

no estoy seguro. Tengo que revisar las cintas de grabación de mis

entrevistas con él para ver si se aprecia algún patrón de coherencia,

posiblemente algo que los detectives podrían usar para determinar

quién es este tipo en realidad. Lo más trágico de todo esto es que

conocer la identidad legal de Doe es un mero formalismo en estos

momentos, simplemente se nata de atar cabos sueltos. Sus víctimas

están muertas y murieron de tina manera horrible. Eso es lo único

que importa ahora. Sin duda, en algún tiempo fue el hijo pequeño de

alguien. Pero no puedo fingir que me preocupen ya sus datos

biográficos: el nombre que aparece en su certificado de nacimiento,

dónde creció, qué lo convirtió en lo que es hoy. No soy un esteta de

las patologías. Jamás he tenido la ambición de estudiar una

enfermedad mental sin que esto suponga algún tipo de mejora. Así

que, ¿por qué perder mi tiempo intentando ayudar a alguien como

John Doe, que no vive en el mismo mundo que nosotros, desde un

punto de vista psicológico? Antes creía en la rehabilitación y en un

enfoque que no fuera puramente punitivo del comportamiento

delictivo. Pero esa gente, esos seres encerrados en la prisión no

son más que una fea mancha en nuestro mundo. Al infierno con

ellos. Que los entierren a todos para que sirvan de fertilizante.

El doctor Munck apuró la bebida hasta que los cubitos de hielo

repicaron en el vaso.

—¿Quieres otra copa? —le preguntó Leslie con un tono de voz

suave y terapéutico.

David sonrió, una vez pasado aquel estallido de intolerancia que

había vaciado su ira.

—Emborrachémonos y pasemos un buen rato, ¿te apetece?

Leslie cogió el vaso de su esposo para rellenarlo. Ahora sí tenía

un motivo de celebración, pensó. David no iba a dejar su puesto de

trabajo por una sensación de fracaso inútil, sino por un sentimiento

de ira, una ira que ahora se diluía en indiferencia. Todo volvería a

ser como antes; podrían abandonar aquella ciudad penitenciaria y

regresar a casa. De hecho, podían mudarse a cualquier otro sitio

que les gustara, tal vez disfrutar de unas largas vacaciones al

principio y llevar a Norleen a algún lugar soleado. Leslie pensaba en

todas estas cosas mientras servía dos copas más en la tranquilidad

de aquella hermosa habitación. Esta tranquilidad ya no era una

señal de silencioso estancamiento, sino un delicioso y arrullador

preludio a los prometedores tiempos venideros. La vaga felicidad

futura resplandecía en su interior junto al alcohol; le embargaban

placenteras profecías. Quizás había llegado el momento de tener

otro hijo, un hermanito o hermanita para Norleen. Pero eso podía

esperar un poco más… toda una vida de posibilidades se abría ante

ellos. Un geniecillo amistoso parecía estar esperando. Solo tenían

que pedir un deseo y este se lo concedería.

Antes de regresar con las bebidas, Leslie entró en la cocina.

Tenía algo que quería darle a su esposo y le pareció que ese era el

momento perfecto para hacerlo. Un pequeño regalo para mostrarle a

David que, a pesar de que su trabajo había resultado una triste

pérdida de tiempo que no mereció sus valiosos esfuerzos, ella le

había apoyado en su trabajo a su propia manera. Con una copa en

cada mano, sujetaba bajo el codo izquierdo la pequeña caja que

había guardado en la cocina.

—¿Qué es eso? —preguntó David mientras cogía su copa.

—Solo un pequeño regalo para el amante del arte que tienes

dentro. Lo compré en esa pequeña tienda donde venden cosas que

fabrican los presos. Algunos de los objetos son productos de

calidad… cinturones, joyas, ceniceros, ya sabes.

—Sí, lo sé —dijo David con un tono de voz que distaba mucho

del entusiasmo de Leslie—. Creía que nadie compraba esas cosas.

—Bueno, pues yo sí. Pensé que ayudaría a apoyar a esos

prisioneros que al menos realizan algo creativo, en lugar de…

bueno, en lugar de destruir cosas.

—La creatividad no es siempre un indicativo de la belleza, Leslie

advirtió David a su esposa.

Espera a verlo antes de juzgarlo —le dijo, al tiempo que retiraba

la tapa de la caja-. Mira… ¿no te parece una artesanía preciosa?

Colocó el objeto en la mesilla de café.

El doctor Munck se sumergió ahora en esa profunda sobriedad

que solo se puede alcanzar cayendo desde una previa altura

alcohólica. Miró el objeto. Por supuesto, lo había visto antes, había

observado antes cómo era moldeado amorosamente y acariciado

por unas manos creativas, hasta que se sintió enfermo y no pudo

seguir mirando. Era la cabeza de un joven, una obra maravillosa

moldeada con arcilla gris y lacada en azul. La obra radiaba una

belleza extraordinaria e intensa, y el rostro del sujeto expresaba una

especie de éxtasis sereno, la simplicidad laberíntica de la mirada de

un visionario.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Leslie.

David miró a su esposa y dijo con gravedad:

—Por favor, vuelve a meterlo en la caja. Y deshazte de eso.

—¿Que me deshaga de esto? ¿Por qué?

—¿Por qué? Porque sé qué preso ha hecho esta obra. Estaba

muy orgulloso de ella, e incluso me obligué a farfullar unas

felicitaciones por sus habilidades con el modelado. Pero entonces

me dijo cuál era el origen de su modelo. Esa expresión de beatífica

paz no estaba en el rostro del chico asesinado cuando lo

encontraron tirado en el campo hace ya seis meses.

—No, David… dijo Leslie, como si quisiera negar

prematuramente lo que temía que su marido estaba a punto de

revelarle.

—Este es su último… y, según él, más memorable… retozo.

—Oh, Dios mío —murmuró Leslie en voz baja con la mano

derecha sobre la frente. Luego, con ambas manos volvió a meter al

chico de azul en la caja—. Lo devolveré a la tienda —dijo en voz

baja.

—Hazlo pronto, Leslie. No sé durante cuánto tiempo más

viviremos en este domicilio.

En el malhumorado silencio que siguió, Leslie reflexionó sobre el

abandono, ahora abiertamente confirmado, de la ciudad de Nolgate,

su salida de allí. A continuación, dijo:

—David, ¿contó realmente las cosas que había hecho? Quiero

decir, sobre…

—Sí, ya sé a lo que te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor

Munck con una expresión de seriedad profesional.

—Pobre David —se compadeció Leslie, amorosamente

comprensiva ahora que ya no serían necesarias más maquinaciones

para lograr su objetivo.

—De hecho, no fue una situación tan difícil, aunque suene

extraño. La conversación que mantuvimos podría incluso ser

considerada como estimulante desde un punto de vista clínico.

Describió su «retozo» de una manera muy imaginativa y que

resultaba bastante absorbente. La extraña belleza de esa pieza que

hay dentro de la caja, a pesar de lo inquietante que puede ser, en

cierta manera iguala las palabras que usaba al hablar de aquellos

pobres niños. En ciertos momentos, no podía evitar sentirme

fascinado, aunque tal vez ocultaba mis verdaderas sensaciones con

el distanciamiento del psicólogo. A veces hay que mantener cierta

distancia entre uno mismo y la realidad, a pesar de que eso

suponga convertirse en alguien un poco menos humano.

»De todas formas, nada de lo que dijo era repugnantemente

gráfico, de la manera en que podrías estar pensando. Cuando me

habló de su "retozo más memorable”, lo hizo con un fuerte

sentimiento de asombro y nostalgia, por muy espantoso que ahora

me suene. Parecía sentir una especie de nostalgia por el hogar,

aunque su “hogar” sea una ruina destartalada de su mente

putrefacta. Es evidente que su psicosis ha alimentado un atroz

mundo de cuento que existe de forma verdaderamente vivida para

él. Y, a pesar de la demencial grandeza de sus mil nombres, en

realidad se ve a sí mismo como un personaje menor en este

mundo… un cortesano mediocre en un reino ruinoso de milagros y

horrores. Esta modestia es muy interesante cuando se tiene en

cuenta la magnificencia ególatra que muchos psicópatas se

atribuyen, dando por sentada una órbita ficticia infinita donde poder

jugar cualquier papel imaginario. Pero no John Doe. En

comparación a los otros, él es un medio-demonio perezoso

procedente de una Tierra de Nunca Jamás donde el caos

vertiginoso es la norma, una situación en la que él prospera

insaciablemente. Lo cual es una buena descripción de la simplicidad

metafísica de un universo psicótico.

»De hecho, tal como la describe, su tierra de ensueño interior es

una geografía bastante poética. Hablaba de un lugar que sonaba

como un cosmos de casas combadas y callejones llenos de basura,

un suburbio entre las estrellas. Lo cual podría ser su visión

distorsionada de una vida en un vecindario humilde… un intento por

su parte de volver a moldear los traumáticos recuerdos de su niñez

en un reino que combina una realidad callejera con un mundo de

fantasía de su propia imaginación, una mezcla fantasmagórica del

cielo y el infierno. Ahí es donde realiza sus “retozos”, con lo que

denomina como su “sobrecogida compañía”. El lugar donde llevó a

sus víctimas podría haber sido un edificio abandonado, o incluso

unas cloacas convenientemente situadas. Digo esto basándome en

sus numerosas referencias al “alegre río de desperdicios” y “los

irregulares montones en las sombras”, que sin duda podrían ser

dementes transmutaciones de un vertedero real, algún entorno

mugroso y apartado que su mente ha convertido en un parque de

atracciones de extrañas maravillas. Menos comprensibles son sus

recuerdos de un pasillo iluminado por la luna donde los espejos

gritan y ríen, oscuros picos tic algún tipo que no paran quietos, una

escalera que está “rota” de una forma muy extraña, aunque esta

última concuerda con el entorno de suburbios ruinosos. Siempre hay

una mezcla paradójica de topografías abandonadas y luminosos

santuarios en su mente, casi una autohipnosis…

El doctor Munck se contuvo antes de continuar en este fono de

reticente admiración por aquel hombre.

—Pero a pesar de todos estos escenarios fantásticos de la

imaginación de Doe, las evidencias mundanas de sus retozos

siguen apuntando a un tipo de delitos muy reconocible y realista.

Atrocidades corrientes y molientes, si es que se pueden considerar

así hechos tales como los cometidos. Doe niega que hubiera nada

prosaico en sus mutilaciones. Dice que hizo que las pruebas

señalaran en esa dirección para las masas aburridas, que lo que

realmente quiere decir cuando habla de «retozar» es un tipo de

actividad bastante distinta e incluso opuesta a los delitos por los que

fue condenado. Este término probablemente posea algunas

asociaciones de significado privadas originadas en el pasado.

El doctor Munck hizo una pausa y meneó los cubitos de hielo en

el vaso vacío. Leslie parecía haberse abstraído mientras él hablaba.

Había encendido un cigarrillo y ahora estaba apoyada en el brazo

del sofá con las piernas sobre los cojines, de manera que sus

rodillas apuntaban hacia su marido.

—Deberías dejar de fumar en algún momento —dijo él.

Leslie bajó la mirada como una niña a la que han regañado un

poco.

—Te prometo que lo haré en cuanto nos mudemos… lo dejaré.

¿Trato hecho?

—Trato hecho -dijo David-, Y tengo otra proposición que hacerte.

Primero deja que te diga que he decidido comunicar por fin mi

dimisión.

—¿No es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no

lo fuera.

—Créeme, nadie se sorprenderá. No creo ni siquiera que a nadie

le importe. De todas formas, mi proposición es que mañana nos

llevemos a Norleen y alquilar una casa en el norte para pasar unos

días allí. Podríamos ir a cabalgar. ¿Recuerdas cuánto le gustó el

verano pasado? ¿Qué me dices?

—Suena bien —concedió Leslie con un temblor de entusiasmo

en la voz—. Muy bien, de hecho.

—Y en el camino de vuelta podemos dejar a Norleen en casa de

tus padres. Puede quedarse allí mientras nosotros nos ocupamos de

desalojar la casa y quizás encontrar un apartamento provisional. No

creo que les importe ocuparse de Norleen durante una semana o

así, ¿verdad?

—No, por supuesto que no, estarán encantados. Pero ¿por qué

tanta prisa? Norleen todavía va al colegio, ya sabes. Quizás

podríamos esperar hasta que termine el curso. Solo le queda un

mes.

David se quedó sentado en silencio durante unos segundos,

aparentemente ordenando sus ideas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Leslie con un ligero temblor de

ansiedad en la voz.

—En realidad no ocurre nada, nada en absoluto. Pero…

—Pero ¿qué?

—Bueno, tiene que ver con la prisión. Sé que sonó algo

presuntuoso cuando te conté lo seguros que estamos aquí de

cualquier fuga de la prisión, y sigo manteniendo que así es. Pero

este personaje, John Doe, del que te he hablado, es muy extraño,

como estoy seguro que habrás embargo… Realmente no se me

ocurre nada que decir que tenga sentido.

Leslie interrogó a su esposo con la mirada.

—Creo que dijiste que los internos como él solo se golpean

contra las paredes, que no…

—Sí, la mayor parte del tiempo él es así. Pero en ocasiones…

—¿Qué intentas decir, David? —preguntó Leslie, que estaba

comenzando a contagiarse de la inquietud que su esposo intentaba

ocultarle.

—Es algo que dijo Doe cuando hablamos hoy. Nada concreto en

realidad Pero me sentiría mucho más tranquilo con todo este asunto

si Norleen se quedara con tus padres hasta que podamos

organizamos.

Leslie encendió otro cigarrillo.

—Dime qué te dijo para que te preocupe tanto —dijo ella con

firmeza—. Yo también debería saberlo.

—Cuando te lo diga, probablemente pensarás que yo mismo

estoy un poco loco. Pero tú no hablaste con él y yo sí. La manera de

hablar, o más bien las muchas maneras de hablar. Las expresiones

cambiantes de aquel rostro enjuto. Gran parte del tiempo que estuve

hablando con él tuve la sensación de que aquel individuo estaba

jugando a alguna clase de juego que yo no llegaba a comprender,

aunque estoy seguro de que tan solo era una impresión. Esta es

una táctica bastante común de los psicópatas… enredar y confundir

al doctor. Les proporciona una sensación de poder.

—Cuéntame lo que dijo —insistió Leslie.

—De acuerdo, te lo diré. Pero creo que sería un error que le des

muchas vueltas y veas demasiadas cosas en sus palabras. Hacia el

final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos sobre aquellos

niños, Doe dijo algo que no me gustó nada. Pronunció esas

palabras con uno de sus acentos afectados, escocés en esta

ocasión, con cierto deje alemán. Lo que dijo y que ahora cito

literalmente, fue esto: «No tendrá usted un chico travieso ni una

pequeña muchachita, ¿verdad, profesor von Munck?» Luego me

sonrió en silencio.

»Bueno, estoy seguro de que estaba intentando ponerme

nervioso deliberadamente. Nada más que eso.

—Pero lo que dijo, David: «ni una pequeña muchachita».

—Gramaticalmente, por supuesto, debería haber dicho «o», no

«ni», pero estoy seguro de que no fue nada más que un caso de

error gramatical.

—No le mencionaste nada sobre Norleen, ¿verdad?

—Por supuesto que no. No es precisamente la clase de cosas de

las que hablaría con esa gente.

—Entonces, ¿por qué lo dijo así?

—No tengo ni idea. Posee una extraña clase de agudeza mental,

y la mayor parte del tiempo habla con vagas sugerencias y bromas

sutiles. Quizás ha oído algo sobre mí a alguno de los funcionarios,

supongo. Pero también podría ser simplemente una coincidencia

inocente.

Miró a su esposa para que lo comentara.

—Probablemente tengas razón -dijo Leslie con un entusiasmo

ambivalente por creer en esta conclusión-. En todo caso, creo que

entiendo por qué quieres que Norleen se quede con mis padres. No

es que vaya a ocurrir nada…

—En absoluto. No hay ningún motivo para pensar que pueda

suceder algo. Sin duda, es el típico caso del doctor psicoanalizado

por su paciente, pero ya me da igual. Cualquier persona razonable

estaría un poco asustada después de enfrentarse un día tras otro

con el caos y el peligro físico de ese lugar. Asesinos, violadores y

los desechos de los desechos. Es imposible llevar una vida familiar

normal mientras se trabaja en esas condiciones. Tú viste cómo

estaba en el cumpleaños de Norleen.

—Lo sé. No es que sea el mejor vecindario para criar a un hijo.

David asintió lentamente.

—Hace un rato, cuando fui a ver cómo estaba la niña, me sentí,

no sé, vulnerable en cierta manera. Estaba abrazada a una de esas

mantitas de seguridad de peluche. —Dio un sorbo a su copa—. Me

di cuenta de que era nueva. ¿La compraste cuando saliste de

compras hoy?

Leslie le miró inexpresivamente.

—Lo único que compré fue eso —dijo ella señalando la caja

sobre la mesita de café. ¿De qué mantita «nueva» me hablas?

—El Bambi de peluche. Tal vez ya lo tenía, pero no me había

fijado antes dijo él, zanjando así parcialmente el tema.

—Bueno, si lo tenía antes, desde luego que yo no se lo di —dijo

Leslie con rotundidad.

—Ni yo.

—No recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo

Leslie. —Bueno, pues lo tenía con ella cuando fui a verla después

de oír…

David hizo una pausa. Por la expresión de su rostro parecía

estar barajando mil pensamientos al mismo tiempo, como si

estuviera inmerso en la búsqueda frenética de algo en cada célula

de su cerebro.

—¿Qué ocurre, David? -preguntó Leslie con un tono de voz cada

vez más débil.

—No lo sé exactamente. Es como si supiera algo y no lo supiera

al mismo tiempo.

Pero el doctor Munck estaba comenzando a saber. Con la mano

izquierda se cubrió la nuca, calentándola. ¿Había una corriente de

aire procedente del otro extremo de la casa? La suya no era una

casa con corrientes de aire, ni un agujero destartalado con boquetes

en el que el viento penetrara a través de las viejas maderas del ático

y los marcos combados de las ventanas. De hecho, soplaba un

fuerte viento en esos momentos, podía oírlo acechando allí fuera, y

podía ver por la ventana los árboles inquietos detrás de la escultura

de Afrodita. La diosa posaba con aire lánguido, con la cabeza

inmaculada echada hacia atrás, mientras aquellos ojos ciegos

contemplaban el techo y más allá. Pero ¿más allá del techo? ¿Más

allá del hueco zumbido del viento, frío y muerto? ¿Y la corriente de

aire?

¿Qué?

—David, ¿notas una corriente de aire? —preguntó su esposa.

—Sí —respondió él, como si un pensamiento sombrío acabara

de atravesar su mente—. Sí —repitió mientras se levantaba de la

silla y cruzaba el salón cada vez más rápido hasta llegar a los pies

de la escalera, saltaba los tres tramos y corría por el pasillo del

segundo piso. «Norleen, Norleen», tarareaba antes de llegar a la

puerta entreabierta de la habitación de la niña. Pudo sentir la brisa

que salía de allí.

Lo sabía y no lo sabía.

Buscó a tientas el interruptor. Estaba instalado bajo, a la altura

de un niño. Encendió la luz. La niña había desaparecido. Al otro lado

del cuarto la ventana estaba abierta de par en par y las cortinas

translúcidas ondeaban hacia arriba dejando entrar el viento invasor.

En la cama estaba solo el animal de peluche, destrozado y con sus

entrañas mullidas esparcidas por el colchón. Ahora, metido dentro

del muñeco, sobresaliendo como una flor, había un trozo de papel

arrugado. Y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues de

esa hoja un fragmento del membrete de la prisión. Pero la nota no

era un mensaje oficial mecanografiado: la letra a mano variaba

desde una escritura pulcra en cursiva hasta los garabatos de un

niño. Desesperado, examinó las palabras durante lo que le pareció

un intervalo eterno sin comprender el mensaje. Entonces, por fin, el

significado de la nota le golpeó con dureza.

Doctor Monk, se leía en la nota del interior del peluche, le

dejamos esto aquí en sus competentes manos, porque en las

cloacas de espumas negras y los callejones del paraíso, en la

húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano intergaláctico, en

las huecas y nacaradas espirales que se hallan en mares como

sumideros, en las ciudades sin estrellas de la locura y en sus

suburbios… mi atemorizado pequeño cervatillo y yo nos hemos ido

a retozar. Nos vemos en breve, Jonathan Doe.

—¿David? —escuchó que preguntaba la voz de su esposa

desde el pie de la escalera—. ¿Va todo bien?

Entonces, la hermosa casa dejó de estar en silencio, porque

resonó allí dentro un nítido y gélido estallido de risa, el sonido

perfecto para acompañar una anécdota pasajera de algún infierno

oscuro.

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