De la excelsa trinidad que reina en los infiernos de la literatura de
terror moderna y contemporánea, Poe, Lovecraft y Ligotti, el primero
revolucionó el relato gótico introduciendo el terror que anida en la
mente humana y en la locura, H.P. Lovecraft nos hizo sentir el horror
cósmico que provenía del espacio exterior encarnado en sus impías
deidades ancestrales, y Thomas Ligotti, considerado como un
escritor de ficción oscura y extraña, ha vuelto el foco del horror hacia
nosotros mismos, mostrándonos una visión lúcida de la condición
humana, de su cruda “realidad” más allá de las apariencias,
despojada de interpretaciones indulgentes e ilusorios eufemismos,
en toda su lamentable “hiperrealidad”.
Tras el horror cósmico, podríamos decir, sobrevino el horror vacui.
Por este motivo, sus historias resultan a veces absurdas y
kafkianas, sus personajes, seres perdidos y patéticos, y sus
atmósferas impregnadas del inconfundible sabor de nuestras peores
pesadillas. Pero, a diferencia de sus predecesores, Ligotti alberga
en su obra, según confesión propia, una intención didáctica, moral,
más allá del goce estético de aquellos. Este trasfondo ha quedado
de manifiesto recientemente con la publicación de su “breviario
nihilista” La conspiración contra la especie humana (2007)
(Valdemar, 2015).
El presente volumen reúne dos colecciones: Canciones de un
soñador muerto (1985, rev. 1989), su primera obra, y La agónica
resurrección de Victor Frankenstein, y otros relatos góticos (1994),
una suerte de breve revisión y recreación de los mitos universales
de la literatura gótica.
«La emoción más intensa que jamás he sentido es el miedo»,
revelaba Ligotti en una entrevista reciente, «pero su causa es un
misterio, es como una experiencia espiritual, y el mejor modo de
explicar este misterio tan terrible es escribir historias que provoquen
esta experiencia en el lector». Al final, «todos estamos condenados
a inventar nuestros propios infiernos».
«La vida es en esencia una pesadilla que termina solo cuando
morimos».
CANCIONES
DE UN SOÑADOR MUERTO
Para, mis padres, Gasper y Dolores Ligotti
SUEÑOS PARA SONÁMBULOS
EL RETOZO[1]
En una bonita casa de una bonita parte de la ciudad (la ciudad de
Nolgate, donde se encuentra la prisión estatal), el doctor Munck
examinaba el periódico vespertino mientras su joven esposa
descansaba en un sofá cerca de él, hojeando perezosamente la
colorida cabalgata de una revista de moda. Su hija Norleen estaba
arriba durmiendo, o quizás estaba disfrutando ilícitamente de una
sesión a altas horas de la noche con la nueva televisión que le
habían regalado para su cumpleaños hacía una semana. Si era así,
su transgresión pasó inadvertida a sus padres en el salón, donde
todo estaba en silencio. El vecindario fuera de la casa estaba en
silencio, también, como solía estar de día y de noche. Todo Nolgate
estaba en silencio, porque no era un lugar que tuviera mucha vida
nocturna, a excepción quizás del bar donde se reunían los
funcionarios de la prisión. Un silencio tan persistente ponía nerviosa
a la mujer del doctor, por no hablar de su existencia en un lugar que
parecía a años luz de la metrópoli más cercana. Pero hasta el
momento Leslie no se había quejado del letargo de sus vidas. Sabía
que su esposo estaba muy comprometido con sus deberes
profesionales en este nuevo destino. Pero quizás esa noche él
mostraría alguno más de esos síntomas de desencanto con su
trabajo que ella había estado observando meticulosamente en él en
los últimos tiempos.
—¿Qué tal ha ido hoy, David? —le preguntó mientras miraba con
ojos radiantes por encima la cubierta de la revista, donde otro par de
ojos irradiaban una mirada brillante—. Has estado muy silencioso
durante la cena.
—Ha ido como siempre —dijo el doctor Munck sin bajar el
periódico de ciudad de provincias para mirar a su esposa.
—¿Quiere eso decir que no te apetece hablar de ello?
Dobló el periódico hacia atrás y apareció la parte superior de su
cuerpo.
—Ha sonado así, ¿verdad?
—Sí, definitivamente ha sonado así. ¿Estás bien? -preguntó
Leslie dejando a un lado la revista sobre la mesa de café y
prestándole toda su atención.
—Tengo serias dudas, así es como me siento —dijo él con una
especie de ensimismamiento distante. Leslie vio entonces la ocasión
de ahondar un poco más.
—¿Dudas de algo en particular?
—Dudo de todo -respondió él.
—¿Te apetece que sirva unas copas?
—Te lo agradecería muchísimo.
Leslie se desplazó al otro extremo del salón y sacó unas botellas
y unos vasos de un aparador. De la cocina llevó unos hielos en una
cubitera de plástico marrón. Los sonidos de sorbos eran la única
intrusión en el gran silencio que reinaba en el salón. Las cortinas
estaban echadas en todas las ventanas excepto en la del rincón,
donde posaba una escultura de Afrodita. Al otro lado de la ventana
se veía una calle alumbrada por farolas, aunque desierta, y un trozo
de luna sobre el abundante follaje primaveral de los árboles.
—Ahí tienes. Una copichuela para mi querido maridito que tanto
trabaja -dijo ella al tiempo que le pasaba un vaso de cristal muy
grueso por la base y tan fino por el borde que parecía desaparecer.
—Gracias, realmente me hace falta un trago.
—¿Por qué? ¿Problemas en el hospital?
—Ojalá dejaras de llamarlo hospital. Es una prisión, como bien
sabes.
—Sí, por supuesto.
—Podrías pronunciar la palabra prisión de vez en cuando.
—De acuerdo. ¿Qué tal van las cosas por la prisión, querido?
¿Te ha echado la bronca el jefe? ¿Los internos se portan mal? —
Leslie se contuvo antes de que la conversación derivara en una
discusión. Dio un buen trago a su bebida y se calmó—. Disculpa el
sarcasmo, David.
—No, me lo merezco. Proyecto mi ira en ti. Creo que sospechas
desde hace tiempo lo que no soy capaz de admitir por mí mismo.
—¿Y qué es eso? —preguntó Leslie.
—Que, tal vez, no fue la decisión más inteligente mudarnos aquí,
y que acepté cargar con esta maldita misión sobre mis hombros de
psicólogo.
La afirmación de su esposo indicaba un estado de
desmoralización incluso más agudo que el que Leslie había
esperado encontrar. Pero, de alguna manera, las palabras de su
esposo no la alegraron de la manera que pensó que la alegrarían.
Pudo oír en la distancia el camión de mudanzas frenando cerca de
la casa, pero el sonido ya no le resultaba tan agradable como antes.
—Dijiste que te apetecía curar algo más que neurosis urbanas.
Algo más importante, un reto mayor.
—Lo que quería, de un modo masoquista, era un trabajo ingrato,
un trabajo imposible. Y eso me dieron.
—¿De verdad es tan malo? —preguntó Leslie, sin creerse del
todo que hubiera formulado la pregunta con un escepticismo tan
optimista sobre la verdadera gravedad de la situación. Se felicitó a sí
misma por situar la autoestima de David por encima de su propio
deseo de cambiar de aires, por muy importante que este le
pareciera.
—Mucho me temo que sí. Cuando visité por primera vez la sala
de psiquiatría y conocí al resto de los médicos, juré que jamás me
volvería tan cínico como ellos. Las cosas serían distintas para mí.
Pero me sobrevaloré por un amplio margen. Hoy, uno de los
celadores recibió una vez más una paliza por parte de dos
prisioneros, perdona, «pacientes». La semana pasada fue el doctor
Valdman. Por eso estaba tan irascible durante el cumpleaños de
Norleen. Hasta el momento he tenido suerte. Lo único que hacen es
escupirme. Bueno, por lo que a mí respecta, pueden pudrirse todos
en ese agujero infernal.
David sintió que sus propias palabras permanecían flotando en la
atmósfera del salón, alterando la serenidad del hogar. Hasta
entonces la casa había sido un refugio aislado y no contaminado por
la prisión, una estructura imponente a las afueras de la ciudad.
Ahora, la imposición psíquica de esta traspasaba los límites de la
distancia física. La distancia interior se constriñó y David sintió que
los enormes muros de la prisión ensombrecían el acogedor
vecindario del exterior.
—¿Sabes por qué he llegado tan tarde esta noche? —le
preguntó a su esposa.
—No, ¿por qué?
—Porque tuve una conversación que se prolongó demasiado con
un tipo que todavía no tiene nombre.
—¿Aquel del que me hablaste que no decía a nadie de dónde
era o cuál era su nombre verdadero?
—El mismo. Es el perfecto ejemplo de la perniciosa
monstruosidad de aquel lugar. Una perla, el individuo. Un caso de
libro. Una demencia total acompañada de un ingenio afilado. Debido
a su encantador jueguecito del nombre, fue clasificado como no apto
para compartir espacio con la población general de la prisión, de
modo que los de la sección de psiquiatría terminamos cargando con
él. Pero, según él mismo, posee muchos nombres, no menos de mil,
ninguno de los cuales se digna a pronunciar en presencia de nadie.
Es difícil imaginar que tenga un nombre como cualquier otro ser
humano. Y ahí estamos atascados con él, sin nombre ni nada.
—¿Le llamáis así, «sin nombre»?
—Tal vez deberíamos, pero no.
—¿Y cómo lo llamáis entonces?
—Bueno, fue condenado bajo el nombre de John Doe, y desde
entonces todo el mundo se refiere a él con ese nombre. Todavía
están buscando alguna documentación oficial suya. Es como si
hubiera caído del cielo. Sus huellas no coinciden con ninguna ficha
de condenas previas. Lo encomiaron dentro de un coche robado
delante de un colegio. Un vecino atento denunció que un individuo
sospechoso solía rondar por la zona. Todo el mundo estaba sobre
aviso, supongo, después de las primeras desapariciones en la
escuela, así que la policía lo estaba vigilando cuando se llevaba a
otra de sus víctimas a su coche. Fue entonces cuando lo atraparon.
Pero su versión de la historia es un poco distinta. Dice que era
totalmente consciente de sus perseguidores y esperaba, incluso
deseaba, que lo apresaran, lo condenaran y lo encerraran en la
penitenciaría.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Quién sabe? Cuando le pides a un psicópata que
se explique, solo consigues que se vuelva todo más caótico. Y John
Doe es la personificación del caos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Leslie.
Su esposo dejó escapar una breve explosión de risa y luego se
quedó en silencio, como si rebuscara en su mente las palabras
adecuadas.
—De acuerdo, te describiré una pequeña escena durante una
entrevista que he tenido hoy con él. Le pregunté si sabía por qué
estaba en prisión.
»—Por retozar —respondió.
»—¿Qué significa eso? —le pregunté.
»—Malo, malo, malo. Eres malo, eso es lo que eres.
»Esa ha sido su respuesta.
»Esas palabras infantiles de alguna manera me sonaron como si
estuviera imitando a sus víctimas. Realmente sentí que ya había
tenido suficiente, pero me arriesgué a continuar con la entrevista.
»-¿Sabe por qué no puede salir de aquí? -le pregunté con calma
en una variación poco brillante de la pregunta original.
»-¿Y quién dice que no puedo? Me iré cuando quiera. Pero
todavía no quiero irme.
»—¿Por qué no? —le pregunté, como es natural.
»-Acabo de llegar -respondió-. Pensé que me vendrían bien unas
vacaciones. Retozar como yo retozo puede llegar a ser agotador en
ocasiones. Quiero estar dentro con todos los demás. Un ambiente
muy estimulante, espero. ¿Cuándo puedo ir con ellos? ¿Cuándo?
»¿Puedes creértelo? Sin embargo, sería cruel ponerlo junto al
resto de reclusos, aunque no quiero decir que no merezca tal
crueldad. El interno medio no ve con buenos ojos el tipo de delito
cometido por Doe. Lo ven como algo que perjudica la imagen de
ellos mismos, teniendo en cuenta que ellos son tan solo
delincuentes comunes, atracadores, asesinos y demás. Todo el
mundo necesita sentir que es mejor que otros. Realmente no se
podría predecir lo que ocurriría si lo pusiéramos allí dentro y los
otros averiguaran por qué ha sido condenado.
—¿Así que tiene que permanecer en la sección de psiquiatría
durante toda su condena? —preguntó Leslie.
—Él no lo cree. Estar interno en un correccional de máxima
seguridad es su idea de pasar unas vacaciones, ¿recuerdas? Cree
que puede marcharse cuando lo desee.
—¿Y puede? —preguntó Leslie con una clara ausencia de sorna
en su voz. Este había sido uno de sus peores temores de vivir en
una ciudad penitenciaria: que no muy lejos de su propio patio había
una horda de demonios planeando escapar a través de lo que se
imaginaba paredes bastante finas. Criar a una niña en tal entorno
era la principal objeción que le planteaba el trabajo de su marido.
—Ya te lo he dicho antes, Leslie, ha habido muy pocas fugas con
éxito de esta prisión. Si un convicto logra salir de esos muros, su
primer impulso siempre es el de una supervivencia práctica. Así que
intenta escapar lo más lejos posible de esta ciudad, que
probablemente sea el lugar más seguro en caso de que se produzca
una fuga. De todas formas, la mayoría de los fugados son
apresados a las pocas horas de la fuga.
—¿Y un prisionero como John Doe? ¿Tiene también él ese
sentido de «supervivencia práctica» o prefiere simplemente
merodear y hacer lo que hace en algún lugar convenientemente
situado?
—Los prisioneros como él no escapan en situaciones normales.
Simplemente se golpean contra las paredes, no las saltan.
¿Entiendes lo que quiero decir?
Leslie dijo que lo entendía, pero esto no rebajó en lo más mínimo
la fuerza de sus miedos, que tenían su origen en una prisión
imaginaria de una ciudad imaginaria, donde cualquier cosa podía
pasar siempre que bordeara lo más espantoso. La morbosidad
nunca había sido su punto inerte y le repugnaba la intromisión de
esta en su carácter. Y a pesar de su firme confianza acerca de la
eficaz seguridad de la prisión, David también pareció sentirse
profundamente intranquilo. Estaba ahora sentado muy quieto,
sujetando la copa entre las rodillas y aparentemente atento a algo.
—¿Qué ocurre, David? —preguntó Leslie.
—Me pareció escuchar… un sonido.
—¿Qué sonido?
—No lo podría describir exactamente. Un sonido lejano.
Se levantó y miró a su alrededor, como si quisiera comprobar si
el sonido había dejado alguna pista delatora en la quietud que
envolvía la casa, tal vez un rastro sonoro en algún lugar.
—Voy a ver cómo está Norleen —dijo, al tiempo que dejaba la
copa sobre la mesilla junto a su sillón. Después cruzó el salón, subió
tres tramos de la escalera y avanzó por el vestíbulo del piso
superior. Al echar un vistazo al interior del cuarto de su hija, vio su
pequeño cuerpo descansando confortablemente abrazado en
sueños a la forma de un Bambi de peluche. De vez en cuando, la
niña dormía con un compañero inanimado, a pesar de que ya se
estaba haciendo un poco mayor para eso. Pero su padre psicólogo
tuvo sumo cuidado en no cuestionar su derecho a ese alivio infantil.
Antes de salir de la habitación, el doctor Munck bajó la ventana que
estaba entreabierta aquella cálida noche de primavera.
Cuando volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente
cotidiano de que Norleen estaba apaciblemente dormida. Con un
gesto que contenía un cierto sabor a celebración de alivio, Leslie
sirvió dos nuevas copas y a continuación dijo:
—David, has dicho que has mantenido una «charla prolongada»
con el tal John Doe. No es que sienta curiosidad morbosa ni nada
parecido, pero ¿lograste que te revelara algo de sí mismo? ¿Alguna
cosa?
—Oh, claro -replicó el doctor Munck al tiempo que hacía rodar un
cubito de hielo en la boca. Su voz sonaba ahora más relajada.
—Se podría decir que me contó todo sobre sí mismo, pero era
un sinsentido… los desvaríos de un maníaco. Le pregunté sin
mostrar mucho interés que de dónde era.
»-De ningún lugar -respondió como un idiota psicótico.
»—¿De ningún lugar? —insistí.
»—Sí, de allí precisamente, Herr Doktor. No soy uno de esos
esnobs que se da muchos aires y se pavonea de ser de algún rincón
altisonante de la geografía. Ge-o-gra-fía. Extraña palabra. Me
gustan todos los idiomas que tienen ustedes.
»—¿Dónde naciste? —le pregunté como alternativa brillante a la
pregunta original.
»-¿A qué época se refiere, niño malo? —me respondió, y así
continuó.
»Podría seguir con este diálogo…
—Reconozco que la imitación de John Doe te sale de maravilla.
—Gracias, pero no podría seguir imitándolo mucho más tiempo.
No me resultaría nada fácil imitar sus distintas voces, acentos y
grados de fluidez. Puede que sea un tipo de personalidad múltiple,
no estoy seguro. Tengo que revisar las cintas de grabación de mis
entrevistas con él para ver si se aprecia algún patrón de coherencia,
posiblemente algo que los detectives podrían usar para determinar
quién es este tipo en realidad. Lo más trágico de todo esto es que
conocer la identidad legal de Doe es un mero formalismo en estos
momentos, simplemente se nata de atar cabos sueltos. Sus víctimas
están muertas y murieron de tina manera horrible. Eso es lo único
que importa ahora. Sin duda, en algún tiempo fue el hijo pequeño de
alguien. Pero no puedo fingir que me preocupen ya sus datos
biográficos: el nombre que aparece en su certificado de nacimiento,
dónde creció, qué lo convirtió en lo que es hoy. No soy un esteta de
las patologías. Jamás he tenido la ambición de estudiar una
enfermedad mental sin que esto suponga algún tipo de mejora. Así
que, ¿por qué perder mi tiempo intentando ayudar a alguien como
John Doe, que no vive en el mismo mundo que nosotros, desde un
punto de vista psicológico? Antes creía en la rehabilitación y en un
enfoque que no fuera puramente punitivo del comportamiento
delictivo. Pero esa gente, esos seres encerrados en la prisión no
son más que una fea mancha en nuestro mundo. Al infierno con
ellos. Que los entierren a todos para que sirvan de fertilizante.
El doctor Munck apuró la bebida hasta que los cubitos de hielo
repicaron en el vaso.
—¿Quieres otra copa? —le preguntó Leslie con un tono de voz
suave y terapéutico.
David sonrió, una vez pasado aquel estallido de intolerancia que
había vaciado su ira.
—Emborrachémonos y pasemos un buen rato, ¿te apetece?
Leslie cogió el vaso de su esposo para rellenarlo. Ahora sí tenía
un motivo de celebración, pensó. David no iba a dejar su puesto de
trabajo por una sensación de fracaso inútil, sino por un sentimiento
de ira, una ira que ahora se diluía en indiferencia. Todo volvería a
ser como antes; podrían abandonar aquella ciudad penitenciaria y
regresar a casa. De hecho, podían mudarse a cualquier otro sitio
que les gustara, tal vez disfrutar de unas largas vacaciones al
principio y llevar a Norleen a algún lugar soleado. Leslie pensaba en
todas estas cosas mientras servía dos copas más en la tranquilidad
de aquella hermosa habitación. Esta tranquilidad ya no era una
señal de silencioso estancamiento, sino un delicioso y arrullador
preludio a los prometedores tiempos venideros. La vaga felicidad
futura resplandecía en su interior junto al alcohol; le embargaban
placenteras profecías. Quizás había llegado el momento de tener
otro hijo, un hermanito o hermanita para Norleen. Pero eso podía
esperar un poco más… toda una vida de posibilidades se abría ante
ellos. Un geniecillo amistoso parecía estar esperando. Solo tenían
que pedir un deseo y este se lo concedería.
Antes de regresar con las bebidas, Leslie entró en la cocina.
Tenía algo que quería darle a su esposo y le pareció que ese era el
momento perfecto para hacerlo. Un pequeño regalo para mostrarle a
David que, a pesar de que su trabajo había resultado una triste
pérdida de tiempo que no mereció sus valiosos esfuerzos, ella le
había apoyado en su trabajo a su propia manera. Con una copa en
cada mano, sujetaba bajo el codo izquierdo la pequeña caja que
había guardado en la cocina.
—¿Qué es eso? —preguntó David mientras cogía su copa.
—Solo un pequeño regalo para el amante del arte que tienes
dentro. Lo compré en esa pequeña tienda donde venden cosas que
fabrican los presos. Algunos de los objetos son productos de
calidad… cinturones, joyas, ceniceros, ya sabes.
—Sí, lo sé —dijo David con un tono de voz que distaba mucho
del entusiasmo de Leslie—. Creía que nadie compraba esas cosas.
—Bueno, pues yo sí. Pensé que ayudaría a apoyar a esos
prisioneros que al menos realizan algo creativo, en lugar de…
bueno, en lugar de destruir cosas.
—La creatividad no es siempre un indicativo de la belleza, Leslie
advirtió David a su esposa.
Espera a verlo antes de juzgarlo —le dijo, al tiempo que retiraba
la tapa de la caja-. Mira… ¿no te parece una artesanía preciosa?
Colocó el objeto en la mesilla de café.
El doctor Munck se sumergió ahora en esa profunda sobriedad
que solo se puede alcanzar cayendo desde una previa altura
alcohólica. Miró el objeto. Por supuesto, lo había visto antes, había
observado antes cómo era moldeado amorosamente y acariciado
por unas manos creativas, hasta que se sintió enfermo y no pudo
seguir mirando. Era la cabeza de un joven, una obra maravillosa
moldeada con arcilla gris y lacada en azul. La obra radiaba una
belleza extraordinaria e intensa, y el rostro del sujeto expresaba una
especie de éxtasis sereno, la simplicidad laberíntica de la mirada de
un visionario.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Leslie.
David miró a su esposa y dijo con gravedad:
—Por favor, vuelve a meterlo en la caja. Y deshazte de eso.
—¿Que me deshaga de esto? ¿Por qué?
—¿Por qué? Porque sé qué preso ha hecho esta obra. Estaba
muy orgulloso de ella, e incluso me obligué a farfullar unas
felicitaciones por sus habilidades con el modelado. Pero entonces
me dijo cuál era el origen de su modelo. Esa expresión de beatífica
paz no estaba en el rostro del chico asesinado cuando lo
encontraron tirado en el campo hace ya seis meses.
—No, David… dijo Leslie, como si quisiera negar
prematuramente lo que temía que su marido estaba a punto de
revelarle.
—Este es su último… y, según él, más memorable… retozo.
—Oh, Dios mío —murmuró Leslie en voz baja con la mano
derecha sobre la frente. Luego, con ambas manos volvió a meter al
chico de azul en la caja—. Lo devolveré a la tienda —dijo en voz
baja.
—Hazlo pronto, Leslie. No sé durante cuánto tiempo más
viviremos en este domicilio.
En el malhumorado silencio que siguió, Leslie reflexionó sobre el
abandono, ahora abiertamente confirmado, de la ciudad de Nolgate,
su salida de allí. A continuación, dijo:
—David, ¿contó realmente las cosas que había hecho? Quiero
decir, sobre…
—Sí, ya sé a lo que te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor
Munck con una expresión de seriedad profesional.
—Pobre David —se compadeció Leslie, amorosamente
comprensiva ahora que ya no serían necesarias más maquinaciones
para lograr su objetivo.
—De hecho, no fue una situación tan difícil, aunque suene
extraño. La conversación que mantuvimos podría incluso ser
considerada como estimulante desde un punto de vista clínico.
Describió su «retozo» de una manera muy imaginativa y que
resultaba bastante absorbente. La extraña belleza de esa pieza que
hay dentro de la caja, a pesar de lo inquietante que puede ser, en
cierta manera iguala las palabras que usaba al hablar de aquellos
pobres niños. En ciertos momentos, no podía evitar sentirme
fascinado, aunque tal vez ocultaba mis verdaderas sensaciones con
el distanciamiento del psicólogo. A veces hay que mantener cierta
distancia entre uno mismo y la realidad, a pesar de que eso
suponga convertirse en alguien un poco menos humano.
»De todas formas, nada de lo que dijo era repugnantemente
gráfico, de la manera en que podrías estar pensando. Cuando me
habló de su "retozo más memorable”, lo hizo con un fuerte
sentimiento de asombro y nostalgia, por muy espantoso que ahora
me suene. Parecía sentir una especie de nostalgia por el hogar,
aunque su “hogar” sea una ruina destartalada de su mente
putrefacta. Es evidente que su psicosis ha alimentado un atroz
mundo de cuento que existe de forma verdaderamente vivida para
él. Y, a pesar de la demencial grandeza de sus mil nombres, en
realidad se ve a sí mismo como un personaje menor en este
mundo… un cortesano mediocre en un reino ruinoso de milagros y
horrores. Esta modestia es muy interesante cuando se tiene en
cuenta la magnificencia ególatra que muchos psicópatas se
atribuyen, dando por sentada una órbita ficticia infinita donde poder
jugar cualquier papel imaginario. Pero no John Doe. En
comparación a los otros, él es un medio-demonio perezoso
procedente de una Tierra de Nunca Jamás donde el caos
vertiginoso es la norma, una situación en la que él prospera
insaciablemente. Lo cual es una buena descripción de la simplicidad
metafísica de un universo psicótico.
»De hecho, tal como la describe, su tierra de ensueño interior es
una geografía bastante poética. Hablaba de un lugar que sonaba
como un cosmos de casas combadas y callejones llenos de basura,
un suburbio entre las estrellas. Lo cual podría ser su visión
distorsionada de una vida en un vecindario humilde… un intento por
su parte de volver a moldear los traumáticos recuerdos de su niñez
en un reino que combina una realidad callejera con un mundo de
fantasía de su propia imaginación, una mezcla fantasmagórica del
cielo y el infierno. Ahí es donde realiza sus “retozos”, con lo que
denomina como su “sobrecogida compañía”. El lugar donde llevó a
sus víctimas podría haber sido un edificio abandonado, o incluso
unas cloacas convenientemente situadas. Digo esto basándome en
sus numerosas referencias al “alegre río de desperdicios” y “los
irregulares montones en las sombras”, que sin duda podrían ser
dementes transmutaciones de un vertedero real, algún entorno
mugroso y apartado que su mente ha convertido en un parque de
atracciones de extrañas maravillas. Menos comprensibles son sus
recuerdos de un pasillo iluminado por la luna donde los espejos
gritan y ríen, oscuros picos tic algún tipo que no paran quietos, una
escalera que está “rota” de una forma muy extraña, aunque esta
última concuerda con el entorno de suburbios ruinosos. Siempre hay
una mezcla paradójica de topografías abandonadas y luminosos
santuarios en su mente, casi una autohipnosis…
El doctor Munck se contuvo antes de continuar en este fono de
reticente admiración por aquel hombre.
—Pero a pesar de todos estos escenarios fantásticos de la
imaginación de Doe, las evidencias mundanas de sus retozos
siguen apuntando a un tipo de delitos muy reconocible y realista.
Atrocidades corrientes y molientes, si es que se pueden considerar
así hechos tales como los cometidos. Doe niega que hubiera nada
prosaico en sus mutilaciones. Dice que hizo que las pruebas
señalaran en esa dirección para las masas aburridas, que lo que
realmente quiere decir cuando habla de «retozar» es un tipo de
actividad bastante distinta e incluso opuesta a los delitos por los que
fue condenado. Este término probablemente posea algunas
asociaciones de significado privadas originadas en el pasado.
El doctor Munck hizo una pausa y meneó los cubitos de hielo en
el vaso vacío. Leslie parecía haberse abstraído mientras él hablaba.
Había encendido un cigarrillo y ahora estaba apoyada en el brazo
del sofá con las piernas sobre los cojines, de manera que sus
rodillas apuntaban hacia su marido.
—Deberías dejar de fumar en algún momento —dijo él.
Leslie bajó la mirada como una niña a la que han regañado un
poco.
—Te prometo que lo haré en cuanto nos mudemos… lo dejaré.
¿Trato hecho?
—Trato hecho -dijo David-, Y tengo otra proposición que hacerte.
Primero deja que te diga que he decidido comunicar por fin mi
dimisión.
—¿No es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no
lo fuera.
—Créeme, nadie se sorprenderá. No creo ni siquiera que a nadie
le importe. De todas formas, mi proposición es que mañana nos
llevemos a Norleen y alquilar una casa en el norte para pasar unos
días allí. Podríamos ir a cabalgar. ¿Recuerdas cuánto le gustó el
verano pasado? ¿Qué me dices?
—Suena bien —concedió Leslie con un temblor de entusiasmo
en la voz—. Muy bien, de hecho.
—Y en el camino de vuelta podemos dejar a Norleen en casa de
tus padres. Puede quedarse allí mientras nosotros nos ocupamos de
desalojar la casa y quizás encontrar un apartamento provisional. No
creo que les importe ocuparse de Norleen durante una semana o
así, ¿verdad?
—No, por supuesto que no, estarán encantados. Pero ¿por qué
tanta prisa? Norleen todavía va al colegio, ya sabes. Quizás
podríamos esperar hasta que termine el curso. Solo le queda un
mes.
David se quedó sentado en silencio durante unos segundos,
aparentemente ordenando sus ideas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leslie con un ligero temblor de
ansiedad en la voz.
—En realidad no ocurre nada, nada en absoluto. Pero…
—Pero ¿qué?
—Bueno, tiene que ver con la prisión. Sé que sonó algo
presuntuoso cuando te conté lo seguros que estamos aquí de
cualquier fuga de la prisión, y sigo manteniendo que así es. Pero
este personaje, John Doe, del que te he hablado, es muy extraño,
como estoy seguro que habrás embargo… Realmente no se me
ocurre nada que decir que tenga sentido.
Leslie interrogó a su esposo con la mirada.
—Creo que dijiste que los internos como él solo se golpean
contra las paredes, que no…
—Sí, la mayor parte del tiempo él es así. Pero en ocasiones…
—¿Qué intentas decir, David? —preguntó Leslie, que estaba
comenzando a contagiarse de la inquietud que su esposo intentaba
ocultarle.
—Es algo que dijo Doe cuando hablamos hoy. Nada concreto en
realidad Pero me sentiría mucho más tranquilo con todo este asunto
si Norleen se quedara con tus padres hasta que podamos
organizamos.
Leslie encendió otro cigarrillo.
—Dime qué te dijo para que te preocupe tanto —dijo ella con
firmeza—. Yo también debería saberlo.
—Cuando te lo diga, probablemente pensarás que yo mismo
estoy un poco loco. Pero tú no hablaste con él y yo sí. La manera de
hablar, o más bien las muchas maneras de hablar. Las expresiones
cambiantes de aquel rostro enjuto. Gran parte del tiempo que estuve
hablando con él tuve la sensación de que aquel individuo estaba
jugando a alguna clase de juego que yo no llegaba a comprender,
aunque estoy seguro de que tan solo era una impresión. Esta es
una táctica bastante común de los psicópatas… enredar y confundir
al doctor. Les proporciona una sensación de poder.
—Cuéntame lo que dijo —insistió Leslie.
—De acuerdo, te lo diré. Pero creo que sería un error que le des
muchas vueltas y veas demasiadas cosas en sus palabras. Hacia el
final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos sobre aquellos
niños, Doe dijo algo que no me gustó nada. Pronunció esas
palabras con uno de sus acentos afectados, escocés en esta
ocasión, con cierto deje alemán. Lo que dijo y que ahora cito
literalmente, fue esto: «No tendrá usted un chico travieso ni una
pequeña muchachita, ¿verdad, profesor von Munck?» Luego me
sonrió en silencio.
»Bueno, estoy seguro de que estaba intentando ponerme
nervioso deliberadamente. Nada más que eso.
—Pero lo que dijo, David: «ni una pequeña muchachita».
—Gramaticalmente, por supuesto, debería haber dicho «o», no
«ni», pero estoy seguro de que no fue nada más que un caso de
error gramatical.
—No le mencionaste nada sobre Norleen, ¿verdad?
—Por supuesto que no. No es precisamente la clase de cosas de
las que hablaría con esa gente.
—Entonces, ¿por qué lo dijo así?
—No tengo ni idea. Posee una extraña clase de agudeza mental,
y la mayor parte del tiempo habla con vagas sugerencias y bromas
sutiles. Quizás ha oído algo sobre mí a alguno de los funcionarios,
supongo. Pero también podría ser simplemente una coincidencia
inocente.
Miró a su esposa para que lo comentara.
—Probablemente tengas razón -dijo Leslie con un entusiasmo
ambivalente por creer en esta conclusión-. En todo caso, creo que
entiendo por qué quieres que Norleen se quede con mis padres. No
es que vaya a ocurrir nada…
—En absoluto. No hay ningún motivo para pensar que pueda
suceder algo. Sin duda, es el típico caso del doctor psicoanalizado
por su paciente, pero ya me da igual. Cualquier persona razonable
estaría un poco asustada después de enfrentarse un día tras otro
con el caos y el peligro físico de ese lugar. Asesinos, violadores y
los desechos de los desechos. Es imposible llevar una vida familiar
normal mientras se trabaja en esas condiciones. Tú viste cómo
estaba en el cumpleaños de Norleen.
—Lo sé. No es que sea el mejor vecindario para criar a un hijo.
David asintió lentamente.
—Hace un rato, cuando fui a ver cómo estaba la niña, me sentí,
no sé, vulnerable en cierta manera. Estaba abrazada a una de esas
mantitas de seguridad de peluche. —Dio un sorbo a su copa—. Me
di cuenta de que era nueva. ¿La compraste cuando saliste de
compras hoy?
Leslie le miró inexpresivamente.
—Lo único que compré fue eso —dijo ella señalando la caja
sobre la mesita de café. ¿De qué mantita «nueva» me hablas?
—El Bambi de peluche. Tal vez ya lo tenía, pero no me había
fijado antes dijo él, zanjando así parcialmente el tema.
—Bueno, si lo tenía antes, desde luego que yo no se lo di —dijo
Leslie con rotundidad.
—Ni yo.
—No recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo
Leslie. —Bueno, pues lo tenía con ella cuando fui a verla después
de oír…
David hizo una pausa. Por la expresión de su rostro parecía
estar barajando mil pensamientos al mismo tiempo, como si
estuviera inmerso en la búsqueda frenética de algo en cada célula
de su cerebro.
—¿Qué ocurre, David? -preguntó Leslie con un tono de voz cada
vez más débil.
—No lo sé exactamente. Es como si supiera algo y no lo supiera
al mismo tiempo.
Pero el doctor Munck estaba comenzando a saber. Con la mano
izquierda se cubrió la nuca, calentándola. ¿Había una corriente de
aire procedente del otro extremo de la casa? La suya no era una
casa con corrientes de aire, ni un agujero destartalado con boquetes
en el que el viento penetrara a través de las viejas maderas del ático
y los marcos combados de las ventanas. De hecho, soplaba un
fuerte viento en esos momentos, podía oírlo acechando allí fuera, y
podía ver por la ventana los árboles inquietos detrás de la escultura
de Afrodita. La diosa posaba con aire lánguido, con la cabeza
inmaculada echada hacia atrás, mientras aquellos ojos ciegos
contemplaban el techo y más allá. Pero ¿más allá del techo? ¿Más
allá del hueco zumbido del viento, frío y muerto? ¿Y la corriente de
aire?
¿Qué?
—David, ¿notas una corriente de aire? —preguntó su esposa.
—Sí —respondió él, como si un pensamiento sombrío acabara
de atravesar su mente—. Sí —repitió mientras se levantaba de la
silla y cruzaba el salón cada vez más rápido hasta llegar a los pies
de la escalera, saltaba los tres tramos y corría por el pasillo del
segundo piso. «Norleen, Norleen», tarareaba antes de llegar a la
puerta entreabierta de la habitación de la niña. Pudo sentir la brisa
que salía de allí.
Lo sabía y no lo sabía.
Buscó a tientas el interruptor. Estaba instalado bajo, a la altura
de un niño. Encendió la luz. La niña había desaparecido. Al otro lado
del cuarto la ventana estaba abierta de par en par y las cortinas
translúcidas ondeaban hacia arriba dejando entrar el viento invasor.
En la cama estaba solo el animal de peluche, destrozado y con sus
entrañas mullidas esparcidas por el colchón. Ahora, metido dentro
del muñeco, sobresaliendo como una flor, había un trozo de papel
arrugado. Y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues de
esa hoja un fragmento del membrete de la prisión. Pero la nota no
era un mensaje oficial mecanografiado: la letra a mano variaba
desde una escritura pulcra en cursiva hasta los garabatos de un
niño. Desesperado, examinó las palabras durante lo que le pareció
un intervalo eterno sin comprender el mensaje. Entonces, por fin, el
significado de la nota le golpeó con dureza.
Doctor Monk, se leía en la nota del interior del peluche, le
dejamos esto aquí en sus competentes manos, porque en las
cloacas de espumas negras y los callejones del paraíso, en la
húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano intergaláctico, en
las huecas y nacaradas espirales que se hallan en mares como
sumideros, en las ciudades sin estrellas de la locura y en sus
suburbios… mi atemorizado pequeño cervatillo y yo nos hemos ido
a retozar. Nos vemos en breve, Jonathan Doe.
—¿David? —escuchó que preguntaba la voz de su esposa
desde el pie de la escalera—. ¿Va todo bien?
Entonces, la hermosa casa dejó de estar en silencio, porque
resonó allí dentro un nítido y gélido estallido de risa, el sonido
perfecto para acompañar una anécdota pasajera de algún infierno
oscuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario