UN DRAMA DE GARCÍA
LORCA: MARIANA PINEDA[25]
Francisco
Ayala
Plaza
de la Mariana, de Marianita Pineda. Plaza fría, de encajes blancos,
almidonados. (Y de encaje romántico, exactamente.) Situada: entre un teatro y
un cuartel —farsantería, pronunciamientos. Discursos, toques de corneta: siglo
XIX.
Situada:
entre el barrio —infame— de los prostíbulos y el barrio de la Virgen de las
Angustias, aristocrático y devoto.
Con
un costado de tabernas polícromas. Con un escape —calle de Enriqueta Lozano— al
novelismo lacrimoso del último romanticismo provinciano. Con ruidos de entraña
épica. Con ronda de niñas.
Y
en el centro —eje de suscitaciones múltiples y de virajes de murciélago—, la
estatua imponente, blanca, de Mariana Pineda.
Mariana
Pineda: exangüe, nieve exprimida, sin corazón, sin viento para sus cabellos de
piedra… Estatua de cera —un momento— conturbada por visiones cinematográficas
de su vida y de su muerte patibularia, que evoca la ronda de niñas en flechas
azules de voz quebrada.
(Hay
que santificarla ya a Mariana Pineda. Hay que ir pensando ya en el expediente,
etc.)
Sobre
las gradas geométricas duermen vagabundos un sueño de aleluyas —verdes,
amarillas, rojas— de romanticismo increíble y de poesía popular.
Juglar
de los sueños —el hombre del puntero y el cartel truculento—: Federico García
Lorca. Y su cartel nuevo, deshumanizante —«Mariana Pineda», tres actos,
decorado de Salvador Dalí—, la historia enorme de la Mariana. En viñetas
sucesivas. Con ademanes sueltos. Emociones de cristal. Y la incorporación
consciente de elementos retrospectivos.
Federico
ha cantado, con su voz alegre, la historia de Mariana, y le ha rodeado la
espléndida garganta con un collar de imágenes nuevas. A lo largo de su drama.
De su romance. De su tragedia.
La
génesis de esta obra de García Lorca es antigua. Ahincada.
Venía
del pueblo a la capital —Granada— a ver el teatro por primera vez en su vida.
Frente al teatro, la Mariana. «¿Qué es eso?» «La Mariana, niño.» (La Mariana,
lívida, entre focos de gas. En aquella noche remota. Y amarga. Porque le
dijeron en el teatro: NO HAY TEATRO, y estas palabras —no… hay… teatro…—
apretaron el corazón del pseudo-gitanillo.)
Ay,
niño. Que se perdió entre la gente: niño perdido. ¿Dónde lo hallaron, con el
primer romance entre los dientes, como colilla de cigarro? ¿Dónde lo hallaron,
repitiendo el romance de Mariana Pineda, que habían cantado las chicas? Ay,
niño. Que lo encontraron, luego, maestro entre los doctores.
Doctor
de ciencia infusa —escribe con una pluma del ala de San Miguel, mojada en el
tintero oblongo de la Plaza Larga—: Prodigio —torero— con alamares de risa.
(Sin que faltara nunca lo de Ha quedao magistral.)
—Y
dime, Federico…
—Ah.
No es una heroína para odas. No es eso. Mariana era una burguesa. Lírica. Al
final se convierte en la personificación de la Libertad, por haber comprendido
que su amante la traicionaba con la Libertad.
—Y
dime, Federico…
—Nadie
había dicho nada de esta figura del siglo XIX. Nadie había reparado en ella.
Era obligación mía exaltarla. Yo sentía ese imperativo. Porque ella es una
figura esencialmente lírica. Sin odas. Sin milicianos. Sin lápidas de
CONSTITUCIÓN. (Esas lápidas terribles —Constitución. Constitución.
Constitución—, que tanto me intrigaban de niño.)
—Y
dime, Federico…
—Tengo
tres versiones completamente distintas del drama. Las primeras, no viables
teatralmente. En absoluto… La que estreno implica una conexión, una
sincronización. Hay en ella dos planos: uno, amplio, sintético, por el que
pueda deslizarse con facilidad la atención de la gente. Al segundo —el doble
fondo— sólo llegará una parte del público.
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