viernes, 11 de febrero de 2022

" "Y comenzó casi un juego de duendes...". (Fragmento. LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMANN BROCH).

 


Y comenzó casi un juego de duendes, es decir con los chicuelos y aun con las cabras, porque los unos y las otras caían entre las piernas de los portadores y no los evitaban, balando los cuadrúpedos, chillando los pequeños bípedos que surgían de todos los rincones de la sombra para volverse a ocultar en ella; comenzó con que querían arrebatar la antorcha al joven guía, por cierto sin resultado ante su salvaje resistencia; de todos modos esto no hubiera sido lo más desagradable, porque, aunque lentamente, sin embargo adelantaban —peldaño a peldaño subía la calle de la miseria—, no, no eran desagradables estas molestias, sino que lo eran las mujeres; ellas eran lo peor, ellas; estas mujeres saliendo por las ventanas, aplastadas sobre los antepechos, agitando hacia abajo sus desnudos brazos como serpientes con manos parecidas a lenguas; y eran también los insultos locamente gruñidos en que se convertía su charla, apenas veían aparecer el cortejo; y era al mismo tiempo la biliosa locura, grande como toda locura, elevada hasta la acusación, elevada hasta la verdad, siendo insulto. Y entonces aquí, donde casa tras casa emanaba un hedor bestial de heces a través de las abiertas fauces de las puertas, aquí en esa marchita alcantarilla habitada, por la que iba en andas sobrellevada la litera, de modo que podía mirar dentro de los pobres cuartos, que tenía que hacerlo, impresionado por las maldiciones que las mujeres le lanzaban salvajemente y sin sentido a la cara, impresionado por el lloriqueo de los niños de pecho, en camas de trapos y harapos, enfermizos, por todas partes herido por el humo de las teas de pino fijadas en las paredes agrietadas, herido por la olorosa suciedad de los hogares y sus sartenes de hierro grasientas y cubiertas de vieja roña, herido por el cuadro estremecedor de los ancianos momificados, casi desnudos, por doquier agazapados en los negros agujeros de las casas, aquí comenzó a invadirle la desesperación, y aquí, entre las guaridas de los piojos, aquí, ante esa extrema degeneración y esa putrefacción la más mísera, aquí ante ese encarcelamiento en lo más hondo de la tierra, ante ese lugar de nacimientos malignamente dolorosos y de reventar con una maligna muerte, la entrada y la salida de la existencia entretejidas en la más estrecha hermandad, oscura intuición la una y la otra, sin nombre la una y la otra en el espacio sombrío de un mal sin tiempo, aquí en esa nocturnidad y lujuria sin nombre, allí tuvo que cubrirse por primera vez el rostro; tuvo que hacerlo bajo la risa gozosa e insultante de las mujeres; tuvo que hacerlo para una deliberada ceguera, mientras era llevado, peldaño a peldaño, por la escalera de la calle de la miseria...

 —«¡Animal, animal de la litera!», «¡Se cree que es más que nosotros!», «¡Saco de dinero en el trono!», «¡Si no tuvieras dinero, ya te gustaría andar!», «¡Se hace llevar al trabajo!» — aullaban las mujeres...

 —absurdo era el granizo de palabras ultrajantes que crepitaba sobre él, absurdo, absurdo, absurdo, y sin embargo justificado, sin embargo admonición, sin embargo verdad, sin embargo locura elevada hasta la verdad, y cada injuria arrancaba un trozo de orgullo de su alma, tanto que ésta quedó desnuda, tan desnuda como los lactantes, tan desnuda como los ancianos en sus andrajos, desnuda de tiniebla, desnuda de olvido total, desnuda de pura culpa, inmersa en la desnudez invasora de lo indistinguible.

 —peldaño tras peldaño marchaba el cortejo por la calle de la miseria, deteniéndose en cada tramo de la escalera...

 —marea de la desnuda creación, que se extiende sobre la tierra que respira, que se extiende bajo el cielo vivo del alternar del día y de la noche, encerrada por las orillas inalterables de los millones de años, la desnuda corriente de rebaños de la vida rodando amplia, rezumando del humus del ser, infiltrándose siempre de nuevo en él, la intangible ligazón de todo lo creado...

 —«¡Cuando hayas reventado, apestarás como cualquier otro!», «¡Sepultureros, tiradle al suelo, dejadlo caer al cadáver!»...

 —montañas del tiempo, valles del tiempo, oh, miríadas de criaturas que fueron llevadas sobre ellos por los Eones, que serán llevadas de nuevo sobre ellos en la corriente crepuscular, en la infinita corriente de su conjunto, y ninguna de ellas que no hubiera pensado, que no pensara cernirse eternamente como alma eterna sin tiempo, cerniéndose libremente en la libertad sin tiempo, separada de la corriente, desligada del tumulto, incapaz de caer, ya no creatura, sino sólo flor transparente, llegando solitaria hasta las estrellas, arabesco vertical, desligada y separada, temblando el corazón como una flor transparente sobre tallo ya invisible...

 —llevado por las injurias de la calle de la miseria, peldaño a peldaño... 

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