Dorgeville, hijo de un acaudalado comerciante de La Rochelle, partió muy joven rumbo a
América, encomendado a un tío que había prosperado en los negocios; lo enviaron antes de
que hubiera alcanzado la edad de doce años y allí, junto a su pariente, aprendió la carrera que
anhelaba y el ejercicio de todas las virtudes.
Al joven Dorgeville no le había sido acordada la gracia corporal; sin ser desagradable en
absoluto, tampoco poseía esos dones físicos que valen a los de nuestro sexo la nombradía de
buen mozo. Sin embargo, lo que perdía Dorgeville en este aspecto, le era compensado en otro
por la naturaleza: bastante ingenio, más valioso a menudo que el mismo genio, un alma
asombradamente delicada, un carácter franco, leal y sincero; en una palabra, Dorgeville
poseía en gran medida todas las virtudes propias de un hombre honesto y sensible; y en el
siglo que por entonces se vivía era más que suficiente para estar convencido de ser desdichado
toda la vida.
Cuando Dorgeville cumplió veintidós años murió su tío, dejándole al frente de su casa que
administró durante tres años más con la mayor inteligencia posible. Pero la bondad de su
corazón fue pronto la causa de su ruina; contrajo compromisos por amigos que no fueron tan
honestos como él y, aunque los pérfidos faltaron a su palabra, Dorgeville quiso cumplir con
ellos y pronto se arruinó.
– Es espantoso, a mi edad, estar en tal situación, decía el joven; pero si algo consuela mi
pena es la certeza de haber hecho felices a muchos y de no haber arrastrado a nadie en mi
caída.
No sólo en América tenía sinsabores Dorgeville; su misma familia iba a procurarle
espantosos sufrimientos. Se entera un día de que su hermana, nacida algunos años después de
su partida hacía el Nuevo Mundo, acaba de deshonrarlo, arruinándolo a él y a todo lo suyo;
que esta perversa joven, llamada Virginie y de dieciocho años a la sazón, lamentablemente
bella como el mismo amor, se enamoró de un escribiente de negocio de su familia y al no
obtener el consentimiento para casarse con él cometió la infamia, para lograr sus designios, de
atentar contra la vida de su padre y de su madre: que cuando huía con parte del dinero, se
logró felizmente impedir el robo, sin poder sin embargo detener a los culpables, ambos según
se cree, en Inglaterra. Por la misma carta se rogaba a Dorgeville volver a Francia a asumir la
responsabilidad de sus bienes reparando al menos, con la fortuna que encontraría, la que había
tenido la desventura de perder.
Dorgeville, presa de desesperación por acontecimientos tan tristes como deshonrosos,
regresa a La Rochelle donde confirma en demasía las noticias que le habían sido enviadas, y
renunciando al comercio, al que no cree poder dedicarse después de tantas desdichas, con
parte del dinero que le queda hace frente en un rasgo único de delicadeza, a los compromisos
de sus amigos de América, y con el resto decide comprarse un campo cerca de Fontenay, en
Poitou, donde pueda pasar su vida en el descanso, el ejercicio de la caridad y la beneficencia,
las dos virtudes más caras a su sensible corazón.
El proyecto se realiza, Dorgeville, instalado en su pequeña posesión, socorre a los pobres,
consuela a los ancianos, une a los huérfanos, alienta a los agricultores, convirtiéndose, en una
palabra, en el dios del cantón donde vive. Si había un ser desdichado, la casa de Dorgeville se
abría de inmediato a él; si se necesitaba de una buena acción, disputaba a sus vecinos el honor
de realizarla; si se vertía unas lágrimas era, en una palabra, la mano de Dorgeville la única que
deseaba enjugarla de inmediato; y todos, al bendecir su nombre, exclamaban en el fondo de
sus corazones:
– Este es el hombre que la suerte nos destina para liberamos de los malvados... Este es uno
de los dones que ella otorga al mundo para consolarle de los males con que lo agobia.
Hubieran deseado que Dorgeville se casara. Descendientes de tal sangre hubieran sido de
inapreciable valor para la sociedad; pero Dorgeville, hasta ahora invulnerable a los encantos
del amor, había manifestado que, a menos que el destino le hiciese conocer a una joven que,
unida a él por lazos de agradecimiento, se sintiera destinada a hacerlo feliz, con toda
seguridad no se casaría; le habían presentado varios partidos; a todos los había rechazado, no
encontrando, según decía, en ninguna de las mujeres que le proponían, motivos valederos
como para estar seguro de que algún día le amaran.
– Yo quiero, decía Dorgeville, que la mujer que tome por esposa me lo deba todo; ya que
no tengo muchos bienes ni una figura agraciada como para retenerla con ellos, deseo que se
sienta atada por obligaciones primordiales que, al encadenarla a mí, le quiten toda posibilidad
de abandono o engaño.
Algunos amigos de Dorgeville combatían su manera de pensar.
– ¿Qué fuerza habrían de tener esos lazos, le decían a veces, si el alma de aquélla a quien
hubierais servido no fuera tan bella como la vuestra? No para todos los seres el
agradecimiento es una atadura tan indisoluble como lo es para vos; existen almas débiles que
lo desprecian, otras orgullosas que lo desdeñan. ¿No sabéis acaso por vos mismo, Dorgeville,
que al hacer un favor es más seguro perder que ganar un amigo?
Estos argumentos parecían buenos; pero la desdicha de Dorgeville consistía en juzgar a los
demás según su propio corazón; y ya que este sistema lo había hecho desgraciado hasta el
presente, era justo suponer que seguiría siéndolo por el resto de sus días.
Sea como fuere, así pensaba el hombre de bien cuya historia narramos, cuando el azar puso
ante él en forma bien extraña, al ser que creyó destinado a compartir su fortuna y digno de
ofrecerle el don precioso de su corazón.
Hay una bella época del año en que la naturaleza sólo parece decimos adiós para
agobiarnos con sus dones, en que sus delicadezas infinitas se multiplican durante algunos
meses prodigándonos todo aquello que nos permite esperar en paz a que nos brinde de nuevo
sus primeros favores, esa época en que los habitantes del campo se frecuentan más,
asiduamente, en cacerías, vendimias, u otras ocupaciones tan gratas a los que aman la vida
rural y tan poco valiosas para los seres fríos e inanimados, insensibilizados por el lujo de la
ciudad, agotados por su corrupción, que de la sociabilidad sólo conocen los dolores y las
pequeñeces, porque la franqueza, el candor, la grata cordialidad que estrecha sus deliciosos
lazos, sólo se encuentran en la gente de campo, como si solamente bajo un cielo puro los
hombres pudieran serlo también y como si esas tenebrosas emanaciones que oscurecen la
atmósfera de las grandes ciudades corrompieran el alma de los desdichados cautivos que se
condenan a sí mismos a no salir de sus murallas. En fin, en el mes de septiembre, Dorgeville
decidió visitar a un vecino que lo había recibido cordialmente a su llegada a esa provincia, y
cuyo tierno y compasivo corazón se asemejaba al suyo.
Monta a caballo escoltado por un solo criado, y se encamina hacia el castillo de su amigo a
cinco leguas de distancia del suyo. Habiendo recorrido casi tres, escucha, detrás de un seto a
la vera del camino, gemidos que lo detienen primero por curiosidad, y luego por esa
inclinación a socorrer al que sufre. Entrega las bridas del caballo a su sirviente, traspone el
foso que lo separa del seto, contornea a éste, llegando finalmente al sitio donde partían los
lamentos que lo sorprendieran.
– ¡Oh, señor!, exclama una hermosa mujer, sosteniendo entre sus brazos a un niño que
acababa de dar a luz. ¿Qué dios os envía en auxilio de esta desdichada? ¡Tenéis delante
vuestro, señor, a una criatura presa de la desesperanza!, continuó la desconsolada mujer
vertiendo un torrente de lágrimas... Iba a quitar con mis propias manos la vida que le diera a
este miserable fruto de mi deshonra.
– Señorita, antes de conocer los motivos que pueden llevaros a tan horrible acción, dijo
Dorgeville, permitid que me ocupe primero de aliviarlas; creo haber visto una granja a cien
pasos de aquí; tratemos de llegar a ella, y allí, después de que hayáis recibido los primeros
cuidados que vuestro estado exige, osaré preguntaros más detalles sobre las desdichas que
parecen agobiaras, dándoos mi palabra de honor de que mi curiosidad sólo obedece el deseo
de seros útil, y que ella acatará los límites que deseéis imponerle.
Cécile se deshace en pruebas de agradecimiento y accede a lo que se le propone; el
sirviente se acerca y toma al niño; Dorgeville sienta a la madre a su lado sobre el caballo y se
encaminan a la granja. Ésta pertenecía a campesinos acomodados quienes, a petición de
Dorgeville, brindan su hospitalidad a la madre y al hijo; se le prepara una cama a Cécile y se
coloca a su hijo en una cuna que hay en la casa; y Dorgeville, que siente curiosidad por las
consecuencias de esta aventura, sacrifica, con tal de conocerlas, el agradable paseo que se
había prometido y envía un recado anunciado que no se lo espere, dado que ha decidido pasar
como pueda en esta cabaña, el día y la noche próximos. Como Cécile está agotada, le suplica
que descanse antes de pensar en satisfacer su curiosidad; y como a la tarde aún no se
encuentra bien, espera hasta la mañana siguiente para preguntar a esta adorable criatura cómo
puede él ayudarla.
El relato de Cécile no fue largo: dijo ser hija de un gentilhombre llamado Duperrier, cuyas
tierras se encontraban a diez leguas del lugar; que había tenido la desgracia de dejarse seducir
por un joven oficial del regimiento de Vermandois, por entonces de guarnición en Niort, cerca
del castillo de su padre; que su amante desapareció en cuanto la supo encinta y, lo que era
peor, agregó Cécile, fue muerto en un duelo tres semanas más tarde, perdiendo así ella no sólo
su honra sino también la esperanza de reparar su falta; ocultó su estado a sus padres mientras
le fue posible, pero cuando ya no pudo disimularlo, tuvo que confesarlo todo, recibiendo
desde entonces tan mal trato de su padre y de su madre que había optado por fugarse. Hacía
algunos días que erraba por la zona no sabiendo qué partido tomar, sin poder decidirse a
alejarse definitivamente de la casa paterna y su dominios, y cuando presa de horribles dolores
había resuelto matar a su hijo y quizás también quitarse la propia vida, apareció Dorgeville
ofreciéndole todo su auxilio y consuelo.
Estos pormenores, ayudados por un rostro encantador, inocente y atractivo como pocos en
el mundo, hicieron pronto mella en el alma sensible de Dorgeville.
– Señorita, dijo a la infortunada, me siento muy feliz de que el Cielo os haya puesto en mi
camino; ello procura dos placeres muy gratos a mi corazón: el de haberos conocido y la
alegría aún mayor de estar casi seguro de poder reparar vuestras desgracias.
Su amable protector expresó a Cécile el deseo de visitar a sus padres y reconciliarla con
ellos.
– Pues iréis solo, señor, respondió Cécile, pues yo no volveré a presentarme ante sus ojos.
– Sí, señorita, primero solo, contestó Dorgeville, pero espero no volver sin la autorización
de llevaros nuevamente a ellos.
– ¡Oh, señor!, no lo esperéis; no conocéis la dureza de las personas que me rodean; su
barbarie es tal, tanta es su falsía, que aunque ellos mismos me aseguraran su perdón, no les
tendría la menor confianza.
No obstante Cécile aceptó el ofrecimiento y, viendo a Dorgeville decidido a partir al día
siguiente rumbo al castillo de Duperrier, le encomendó una carta para un tal Saint-Surin, uno
de los sirvientes de su padre, el que más había merecido siempre su confianza por su extrema
devoción hacia ella. Cécile le entregó la carta lacrada y le rogó al dársela que no abusara de la
gran confianza que en él depositaba y que la hiciera llegar intacta a su destinatario, tal como
ella se la entregaba.
Dorgeville se muestra enfadado de que pueda dudarse de su discreción luego de haberse
comportado como lo ha hecho; se le ofrecen excusas, él acepta el encargo, encomienda el
cuidado de Cécile a los campesinos en cuya casa se alberga, y parte.
Pensando Dorgeville que la carta de que exportador debe prevenir en su favor al criado a
quien está destinada, decide que lo mejor que puede hacer, ya que no conoce en absoluto al
señor Duperrier, es comenzar por entregar la carta y hacerse luego anunciar por el criado a
quien ella lo presenta. Habiéndose dado a conocer ante Cécile, no duda de que ella informe a
ese tal Saint-Surin, cuya fidelidad le había ponderado, quien es la persona que se interesa en
su destino.
Entrega pues la carta y en cuanto Saint-Surin la lee exclama con una emoción que no
puede dominar:
– ¡Qué! Sois vos, el señor Dorgeville, el protector de nuestra desdichada ama. Voy a
anunciaros a sus padres, señor, pero os prevengo que son presa de la cólera más cruel; dudo
que logréis reconciliarlos con su hija; sin embargo, señor, continuó Saint-Surin, que parecía
ser un joven talentoso y de agradable estampa, vuestra manera de actuar honra demasiado
vuestros sentimientos como para que yo no os coloque lo más pronto posible en condiciones
de acometer vuestra empresa...
Sube Saint-Surin a los aposentos de sus amos, los previene de inmediato y reaparece al
cabo de un cuarto de hora.
Consienten en ver a M. Dorgeville ya que se ha tomado la molestia de venir de tan lejos
por ese asunto; pero lamentan tanto más profundamente que se haya hecho cargo de él, cuanto
que no ven posibilidad alguna de concederle lo que viene a solicitar a favor de una hija
maldecida que merece su suerte por la enormidad de su pecado.
Dorgeville no se acobarda. Lo conducen ante M. y Mme Duperrier, personas de unos
cincuenta años que lo reciben gentilmente aunque con cierto embarazo, y Dorgeville expone
brevemente el motivo de su visita a esa casa.
– Tanto mi mujer como yo, dice el marido, estamos irrevocablemente decididos a no
volver a ver jamás a una criatura que nos deshonra; puede hacer lo que le plazca; la
abandonamos a los designios del Cielo esperando que su justicia nos vengue pronto de tal
hija...
Dorgeville refutó tan bárbaro proyecto con los argumentos más patéticos y elocuentes que
pudo encontrar; al no lograr convencerlos con la razón, quiso tocar sus sentimientos... análoga
resistencia; estos padres crueles no acusaron sin embargo a Cécile de otras faltas que las que
ella misma había confesado coincidiendo la acusación de sus jueces totalmente con el relato.
Aunque Dorgeville explica que una debilidad no es un crimen, que si no fuera por la
muerte del seductor de Cécile todo hubiese sido reparado por el matrimonio, nada se
consigue; nuestro conciliador se retira bastante descontento; lo invitan a cenar, él agradece
mostrando al retirarse que la causa de su negativa debe buscarse en la negativa que él mismo
recibiera; no se le insiste, y sale.
Saint-Surin aguardaba a Dorgeville a la puerta del castillo:
– ¿Y bien, señor?, le dice el criado demostrando el más vivo interés, ¿no estaba yo en lo
cierto al creer que vuestros esfuerzos serían infructuosos? No conocéis a quienes acabáis de
ver; sus corazones son de bronce; nunca la humanidad fue escuchada por ellos; si no fuera por
mi respetuoso afecto hacia esa querida persona de quien usted aspira a ser protector y amigo,
hace mucho que yo mismo los hubiese dejado y, os lo confieso señor, prosiguió el joven, que
al perder hoy, como la pierdo, la esperanza de volver a consagrar mis servicios a la señorita
Duperrier, ya sólo voy a ocuparme en buscar otra colocación.
Dorgeville calma a este criado fiel, y le aconseja no dejar a sus amos, asegurándole que
puede estar tranquilo en cuanto a la suerte de Cécile y que puesto que es tan desdichada como
para ser tan cruelmente abandonada por los suyos él tratará siempre de ser siempre un padre
para ella.
Saint-Surin abraza llorando las rodillas de Dorgeville y le pide, al mismo tiempo, permiso
para encomendarle la repuesta a la carta que recibiera de Cécile; Dorgeville accede con placer
y vuelve junto a su encantadora protegida a la que no consuela tanto como hubiera deseado.
– ¡Ay, señor!, dice Cécile al enterarse de la crueldad de su familia, debía esperarlo; no me
perdono, conociendo como debía conocer su proceder, el no haberos evitado una visita tan
desagradable, y sus palabras fueron acompañadas por un torrente de lágrimas que el
bondadoso Dorgeville enjugó, prometiendo a Cécile no abandonarla jamás.
No obstante, al cabo de unos días, cuando nuestra interesante aventurera se encontró
repuesta, Dorgeville le propuso que fuera a su casa a completar su restablecimiento.
–¡Oh, señor!, respondió Cécile con dulzura, ¡no estoy en condiciones de rechazar vuestro
ofrecimiento y, sin embargo, debería enrojecer al aceptarlo! Ya habéis hecho demasiado por
mí; pero cautiva en los lazos de mi reconocimiento, no me negaré a nada que pueda
aumentarlos y hacerlos más gratos, al mismo tiempo, para mí.
Se encaminaron a casa de Dorgeville. Poco antes de llegar al castillo, la señorita Duperrier
declaró a su bienhechor que deseaba no hacer público el asilo que se le concedía; aunque
había casi quince leguas de distancia desde allí hasta los dominios de su padre, no era sin
embargo suficiente como para no temer ser reconocida, debiendo cuidarse de los efectos de
resentimiento de una familia cuya crueldad era capaz de castigarla con tal severidad... por una
falta... grave (lo reconocía), mas que tendrían que haber prevenido antes de que ocurriera en
vez de castigarla tan duramente cuando ya no se estaba a tiempo de impedirla; además para él
mismo, para Dorgeville, ¿sería conveniente mostrar ante los ojos de toda la provincia que se
tomaba un interés tan particular por una desventurada joven arrojada de casa por sus padres y
deshonrada ante la opinión pública?
La hombría de bien de Dorgeville no le permitió detenerse a considerar este segundo
punto, pero el primero lo decidió y prometido a Cécile que estaría en su casa como ella
quisiera, que en su interior la haría pasar por una de sus primas y que afuera sólo trataría a las
pocas personas que ella deseara ver. Cécile dio nuevamente gracias a su generoso amigo y
llegaron.
Ya es tiempo de decir que Dorgeville no había mirado a Cécile sin una especie de interés
mezclado a un sentimiento hasta entonces desconocido para él; un alma como la suya sólo
podía entregarse al amor enternecida por la sensibilidad, o preparada por una buena acción;
todas las cualidades que Dorgeville buscaba en una mujer se encontraban en la señorita
Duperrier; esas extrañas circunstancias a las que él deseaba deber el corazón de que
desposara, también en ella se encontraban; él había dicho siempre que deseaba que la mujer a
la que concediera su mano estuviera ligada a él, de algún modo, por el agradecimiento y que,
por así decirlo, sólo aspiraba a retenerla mediante ese sentimiento. ¿No era eso lo que ocurría
ahora? Y en el caso de que los sentimientos del alma de Cécile no fueran muy diferentes de
los suyos, ¿debía él, con su manera de pensar, dudar en ofrecerle matrimonio para consolarla
de los imperdonables errores del amor? Otra oportunidad de algo exquisito y hecho a la
medida de Dorgeville se presentaba aún al reparar la honra de la señorita Duperrier. ¿No
resultaba claro que la reconciliaría con sus padres y no era para él maravilloso devolver a una
desdichada mujer, junto con el honor que el más bárbaro de los prejuicios le quitara, la ternura
de una familia de la que la crueldad más inaudita la privara también?
Imbuido de estas ideas, Dorgeville pregunta a la señorita Duperrier si desaprueba que haga
otra segunda tentativa ante sus padres; Cécile no lo disuade de ello en absoluto, pero se
guarda bien de aconsejárselo, tratando incluso de hacerle comprender su inutilidad, pero
dejándole hacer lo que desee a ese respeto. Termina por decir a Dorgeville que tal vez ella
comienza a convertirse en una carga para él, ya que con tanto ardor quiere volverla al seno de
una familia que, él bien lo sabe, la aborrece.
Dorgeville, satisfecho con una respuesta que le permite sincerarse, asegura a su protegida
que si desea una reconciliación con sus padres es sólo por ella y por los demás, no
necesitando él nada que anime el interés que ella le inspira salvo, a lo sumo, la esperanza de
que sus cuidados no le desagraden. La señorita Duperrier responde a esta gentileza posando
sobre su amigo su dulce y lánguida mirada, que muestra algo más que gratitud; Dorgeville
interpreta la expresión y, resuelto a todo con tal de devolver honra y paz a su protegida, dos
meses después de su primera visita a los padres de Cécile decide hacerles una segunda y
declararles por fin sus legítimos anhelos, convencido de que tal proceder los convencerá
inmediatamente de abrir de nuevo su casa y sus brazos a la que tiene la dicha de reparar de tal
modo una falta que los obliga a alejar de ellos con demasiada dureza a una hija a quien deben
amar en el fondo de sus almas.
Esta vez Cécile no le da ninguna carta para Saint-Surin, como lo hiciera en ocasión de su
primera visita, tal vez sepamos pronto por qué. A pesar de ello, Dorgeville acude a este criado
para que lo introduzca nuevamente ante M. Duperrier; Saint-Surin lo recibe con los mayores
testimonios de respeto y alegría pidiéndole noticias de Cécile con la más vivas muestras de
interés y veneración y, en cuanto se entra de los motivos de la segunda visita de Dorgeville,
no cesa de alabar tan noble proceder, mas declara al mismo tiempo que está casi convencido
de que este segundo cometido tendrá tan poco éxito como el primero. Nada acobarda a
Dorgeville y entra a ver a M. Duperrier; le dice que su hija está en su casa, que él se ocupa
con el mayor cuidado de ella y de su hijo, que la cree totalmente corregida de sus faltas, que
ni un solo momento ha desmentido ella sus remordimientos y que le parece que tal conducta
le hace acreedora a algo de indulgencia. Todo lo que dice es escuchado por el padre y por la
madre con la mayor atención. Por un momento Dorgeville cree triunfar; pero la asombrosa
flema con que se le responde no tarda en convencerle de que trata con almas de acero, con
animales, en fin, mucho más parecidos a bestias feroces que a criaturas humanas.
Duperrier toma entonces la palabra:
– No os apartaré en absoluto, señor, dijo, de las bondades que tenéis para con la que antaño
yo llamaba mi hija y que se ha hecho indigna de ese hombre; cualquiera fuese la crueldad de
que os dignéis acusarme, no la llevaría sin embargo hasta ese extremo; ni le acusamos de otro
error más que de su bajeza con un mal sujeto al que nunca debió mirar; falta es ésta muy
grave a nuestros ojos, ya que, al mancharse en ella, la condenarnos a no volver a vernos de
por vida. Más de una vez, en los comienzos de su embriaguez, advertimos a Cécile las
consecuencias que ésta podría tener; le predijimos todo lo ocurrido; nada la contuvo.
Despreció nuestros consejos, desconoció nuestras órdenes, en una palabra, se arrojó
voluntariamente al precipicio aunque, sin cesar, se lo mostráramos abierto a sus pies. Una
joven que ama a sus padres no se conduce de tal modo; tanto, que, apoyada por el sobornador
a quien debe su caída, creyó poder desafiarnos y lo hizo insolentemente. Es bueno que ahora
sienta sus errores; es justo que le neguemos nuestra ayuda que despreció cuando tanta
necesidad de ella tenía. Cécile ha cometido una locura, señor; pronto cometería una segunda.
El escándalo se produjo. Nuestros amigos y parientes saben que huyó de la casa paterna,
avergonzada del estado a que la habían reducido sus errores. Dejémoslo así, y no nos
obliguéis a abrir nuevamente nuestros brazos a una criatura sin alma y sin conducta, que a
ellos volvería sólo para procurarnos nuevas desventuras.
– ¡Horrible sistema!, exclamó Dorgeville molesto ante tanta resistencia, ¡cuán peligrosos
los principios que castigan a una hija cuyo único error es haber sido sensible! Así son los
abusos peligrosos que se convierten en causa de tanto espantoso crimen. ¡Padres crueles!
Dejad de pensar que una joven desdichada es deshonrada al ser seducida; hubiera sido menos
culpable de tener menos cordura y religión: no la castiguéis por haber respetado la virtud en el
seno mismo del delirio; por una estúpida inconsecuencia no forcéis a cometer infamias a
aquélla cuyo único pecado es haber seguido a la naturaleza. Así es como la imbécil
contradicción de nuestras costumbres, al hacer que el honor dependa de la más disculpable de
las faltas, arrastra a los crímenes más grandes a aquellas para quienes la vergüenza es fardo
más pesado que el remordimiento. Y así, en este caso como en miles de otros, se prefiere
cometer atrocidades que sirven de velo a errores que no pueden ocultarse. Cuando las faltas
no constituyan una ignominia para los culpables, los que las cometen no se hundirán en un
abismo de maldad para ocultar minucias... Dejando de lado los prejuicios, ¿dónde está la
infamia para una pobre joven que, entregándose al sentimiento más natural de todos, duplica
su existencia por exceso de sensibilidad? ¿De qué iniquidad es culpable? ¿Cuáles son las
espantosas culpas de su alma o de su mente? ¿Cuándo se darán cuenta de que la segunda falta
siempre es consecuencia de la primera y que ésta, en sí misma, ni siquiera alcanza a ser tal?
¡Qué contradicción imperdonable! ¡Se educa a ese desdichado sexo en todo aquello que puede
provocar su caída y se lo deshonra cuando ésta se produce! ¡Padres bárbaros! No privéis a
vuestras hijas de lo que les interesa. Por un egoísmo atroz no las hagáis eternamente víctimas
de vuestra avaricia o ambición y, cediendo a sus inclinaciones bajo vuestras leyes, viendo sólo
amigos en vosotros, se guardarán bien de cometer errores a los que vuestro rechazo las arroja.
Son culpables sólo por vuestra causa... Sois vosotros los que imprimís sobre su frente el fatal
sello del oprobio... Ellas han obedecido a la naturaleza mientras que vosotros la violáis. Ellas
se han inclinado ante sus leyes, mientras que vosotros las ahogáis en vuestros corazones...
Sois pues vosotros los que mereceríais el oprobio y la desgracia, ya que sois la única causa del
mal que ellas hacen y, a no ser por vuestra crueldad, ellas no habrían vencido el sentimiento
de pudor y de decencia que el Cielo les imprimiera.
– ¡Y bien!, continuó Dorgeville con más ardor aún. ¡Y bien, señor! Ya que no queréis
reparar el honor de vuestra hija, lo haré yo. ¡Ya que cometéis el salvajismo de ver en vuestra
Cécile a una extraña, yo os declaro que en ella veo a una esposa! ¡Cualesquiera sean todos sus
errores, los tomo sobre mí! No por ello dejaré de reconocerla como mi mujer ante la provincia
entera y, más honesto que vos, señor, aunque vuestro consentimiento me resulte inútil después
de conocer vuestra conducta, aún deseo pedíroslo. ¿Puedo contar con obtenerlo?
Duperrier, confundido, no pudo evitar de observar a Dorgeville con muestra de enorme
sorpresa.
– ¡Cómo!, le dijo, ¿un gentilhombre como vos, señor, se expone voluntariamente a todos
los peligros de semejante alianza?
– A todos, señor. Los errores de vuestra hija antes de que me conociera no pueden
alarmarme: sólo un hombre injusto o atroces prejuicios pueden considerar vil o culpable a una
joven que ha amado a otro hombre antes de conocer a su marido. Tal manera de pensar se
nutre en un orgullo imperdonable que, no contento con dominar a quien posee, quisiera
encadenar a quien no poseía aún... ¡No, señor!, esos repugnantes absurdos no tienen dominio
sobre mí; confío más en la virtud de una joven, que habiendo conocido el mal se ha
arrepentido, que en la de la mujer que nada tuvo que reprocharse antes de su matrimonio; la
una conoce el abismo y puede evitarlo; la otra cree ver flores y se arroja a él. Una vez más,
señor, sólo espero vuestro consentimiento.
– Ese consentimiento no está ya en nuestro poder, respondió con firmeza Duperrier. Al
renunciar a nuestra autoridad sobre Cécile, al maldecirla, al negarla como lo hemos hecho y
continuamos haciéndolo aún, ya no conservamos la facultad de disponer de ella; es para
nosotros una extraña que el destino ha colocado en nuestras manos...; es libre por su edad, por
sus actos y por nuestro abandono...: en una palabra, señor, podéis hacer de ella lo que os
plazca.
– Entonces, señor, ¿no perdonáis a Mme Dorgeville los errores de la señorita Duperrier?
– Perdonamos a Mme Dorgeville el libertinaje de Cécile; pero la que lleva tanto un
apellido como el otro, ha faltado gravemente a su familia... y sea cual fuere el que tome para
presentarse ante sus padres, no será recibida por ellos ni con uno ni con otro.
– Pensad, señor, que es a mí a quien insultáis en este momento y que vuestra conducta se
torna ridícula al lado de la decencia de la mía.
– Es porque así lo siento, señor, y creo que lo mejor que podemos hacer es separarnos; sed,
si lo queréis, el esposo de una ramera, no tenemos el derecho de impedíroslo; pero no creáis
tampoco que vos tenéis el de obligarnos a recibir a esa mujer en nuestra casa, que ella cubrió
de duelo y amargura... cuando la cubrió también de oprobio.
Dorgeville, furioso, se pone de pie y parte sin decir una palabra.
– Hubiera matado a este hombre feroz, dice a Saint-Surin que le tiende la brida de su
caballo, si no me contuviera la piedad y si mañana no desposara yo a su hija.
– ¿La desposáis, señor?, preguntó Saint-Surin sorprendido.
– Sí. Quiero reparar mañana su honra..., quiero consolar mañana su infortunio.
– ¡Oh, señor! ¡Qué generosa acción! Vais a confundir la crueldad de esas gentes, vais a
devolver la vida a la más infortunada pero más virtuosa de las jóvenes. Vais a cubriros de
fama empecedera ante toda la provincia...
Y Dorgeville partió al galope.
Al regresar junto a su protegida, le cuenta con los mayores detalles el espantoso
recibimiento de que fuera objeto, asegurándole que, al no ser por ella, Duperrier se hubiese
arrepentido de su indecente conducta. Cécile agradece su prudencia pero, cuando Dorgeville
retoma la palabra y le dice que, a pesar de todo, está decidido a desposarla al día siguiente,
una involuntaria turbación se apodera de la joven. Quiere hablar... Las palabras mueren en sus
labios... Quiere ocultar su pesadumbre... Más la demuestra.
– ¡Yo!, dice en forma inexplicablemente desordenada... ¡Yo!... ¡Convertirme en vuestra
esposa!... Ah, señor... Hasta qué punto os sacrificáis por una pobre joven... tan poco digna de
vuestra bondad por ella.
– Sois digna, señorita, responde vivamente Dorgeville. Una falta, castigada con demasiada
crueldad, tanto por la manera como se os ha tratado como, más aún, por vuestros propios
remordimientos, una falta que no puede repetirse puesto que el que os la hiciera cometer no
existe ya, una falta, en fin, que ha servido para procurar madurez a vuestro espíritu y daros esa
cruel experiencia de la vida que sólo se adquiere a expensas de uno mismo... Tal falta, repito,
no os degrada en absoluto ante mis ojos. Si creéis que puedo repararla, a vos me ofrezco,
señorita. Mi mano, mi casa... mi fortuna, todo lo que poseo está a vuestro servicio... decidíos.
– ¡Oh, señor!, exclamó Cécile. Perdonad si el exceso de mi confusión me impide hacerlo.
¿Podía acaso esperar tal bondad de vuestra parte, después del proceder de mis padres? ¿Y
cómo creéis que pueda ser capaz de aprovecharme de ella?
– Lejos de ser tan severo como vuestros padres, y no juzgo a la ligereza como a un crimen,
y borro la falta que os aflige al concederos mi mano.
La señorita Duperrier cae de rodillas ante su bienhechor; parecen faltarle las palabras para
expresar los sentimientos que embargan su alma. A los que está obligada a sentir sabe mezclar
con tal destreza el amor, en una palabra, cautiva tan bien al hombre que tanto le interesa
conquistar que antes de ocho días se celebran las bodas y se convierte en Mme Dorgeville.
No obstante, la recién casada no sale aún de su retiro, explicando a su marido que, al no
estar reconciliada con su familia, la decencia la obliga a ver muy poca gente. Su salud le sirve
de pretexto y Dorgeville limita sus relaciones al personal de su casa y a uno que otro vecino.
Mientras tanto, Cécile pone toda su habilidad en juego para persuadir a su marido de dejar
Poitou. Le hace falta ver que, tal como están las cosas, siempre vivirán incómodos allí, y que
sería mucho más decente para ellos establecerse en alguna provincia alejada de donde la
esposa de Dorgeville recibiera tantas pruebas de desaprobación y ultrajes.
A Dorgeville le agrada bastante este proyecto. Hasta escribe a un amigo que habita cerca
de Amiens encargándole buscar en esa zona una posesión donde terminar sus días en
compañía de una joven amable a quien acaba de desposar y que, enemistada con sus padres,
sólo encuentra en Poitou sufrimientos que la obligan a alejarse de allí.
Esperaban la respuesta a este pedido cuando llega al castillo Saint-Surin. Antes de osar
presentarse ante su antigua ama, solicita autorización para saludar a Dorgeville. Se le recibe
con satisfacción.
Saint-Surin explica que el interés con que se ocupó del destino de Cécile le ha hecho
perder su puesto, que acude a ella en demanda de su bondad y a despedirse antes de buscar
fortuna en otra parte.
– ¡No nos dejaréis!, exclama Dorgeville, conmovido de piedad, y no viendo en este
hombre más que la oportunidad de una adquisición que además complacería a su mujer. ¡No,
no nos dejaréis! Y Dorgeville, convirtiendo este hecho en objeto halagüeño de sorpresa para
la que adora, va de inmediato a verla y a presentarle a Saint-Surin como criado principal de su
casa.
Mme Dorgeville, emocionada hasta las lágrimas, besa a su esposo agradeciéndole mil
veces su delicada atención y expresa delante suyo a este servidor hasta qué punto es sensible a
la devoción que siempre ha sentido por ella. Conversan un momento sobre M. y Mme
Duperrier; Saint-Surin los describe con los mismos perfiles de rigor que Dorgeville les
conociera, y a partir de ese momento sólo se ocupan de proyectos para una próxima partida.
Habían llegado noticias de Amiens. Se había encontrado exactamente lo que convenía y
ambos esposos se disponían a tomar posesión de su nueva morada, cuando el acontecimiento
más cruel e inesperado vino a abrir los ojos de Dorgeville, a destruir su paz, y a
desenmascarar a la infame que se burlaba de él desde hacia seis meses.
Todo era calma y alegría en el castillo. Dorgeville y su mujer acababan de cenar
tranquilamente, absolutamente solos esa noche, conversando juntos en su sala con esa dulce
paz que da la felicidad, sentida sin temores ni remordimientos por Dorgeville pero tal vez no
con tanta pureza por su mujer. La dicha no está hecha para el crimen. El ser que ha sido lo
bastante depravado como para caer en él, logra fingir la paz dichosa de un alma pura, pero
rara vea goza de ella. De pronto, se escucha un espantoso ruido. Las puertas se abren con
estrépito. Saint-Surin, encadenado, aparece entre un grupo de guardias cuyo oficial se arroja
sobre Cécile que intenta huir, la retiene, y, sin miramiento alguno por sus gritos o por las
protestas de Dorgeville, se dispone a llevársela de inmediato.
– ¡Señor...señor!, grita Dorgeville bañado de lágrimas, ¡escuchadme, por Dios!... ¿Qué os
ha hecho esta dama y adónde pretendéis conducirla? ¿Ignoráis que me pertenece y que estáis
en mi casa?
– Señor, responde el oficial un tanto más tranquilo después de haber dominado a sus dos
prisioneros, la mayor desgracia que puede ocurrir a un hombre tan honrado como vos es haber
desposado a esta mujer; pero el título que ha usurpado con tanta infamia como impudor, no la
preservará de la suerte que le espera... ¿Me preguntáis a dónde la conduzco? A Poitiers, señor,
donde de acuerdo a la sentencia pronunciada contra ella en París y que ha eludido hasta ahora
con su astucia, será quemada viva mañana junto con su indigno amante que aquí veis,
continuó el oficial señalando a Saint-Surin.
Ante estas funestas palabras, las fuerzas abandonan a Dorgeville. Cae sin sentido; corren a
su auxilio. El oficial, seguro de sus prisioneros, ayuda personalmente en los cuidados que hay
que prestar al desdichado esposo. Dorgeville vuelve finalmente en sí...
En cuanto a Cécile está sentada en una silla, custodiada como criminal en el mismo salón
donde una hora antes reinara como señora... Saint-Surin, en igual posición, se encuentra a dos
tres pasos de ella, guardado con igual rigor pero mucho menos calmado que Cécile, sobre
cuya frente no se percibe alteración alguna; nada turba la tranquilidad de esta desdichada; su
alma, hecha al crimen, ve sin espanto el castigo.
– Dad gracias a Dios, señor, dijo a Dorgeville. Esta aventura os salva la vida. Al día
siguiente de llegar a la nueva morada donde pensabais estableceros, esta dosis, continuó
sacando de su bolsillo un envoltorio con veneno, iba a ser mezclada a vuestros alimentos y
habríais expirado seis horas más tarde.
– Señor, dijo esta terrible criatura al oficial, sois dueño de mí. Una hora más o menos no
debe ser de importancia; os la pido para hacer conocer a Dorgeville las extrañas
circunstancias que le conciernen.
– Sí, señor, continuó dirigiéndose a su marido. Sí, en todo estáis mucho más comprometido
de lo que suponéis. Obtened el permiso de que pueda yo hablar durante una hora y os
enterareis de cosas que os sorprenderán si es que podéis escucharlas hasta el fin con entereza,
sin que ellas multipliquen el horror que os debo inspirar. Veréis al menos que si soy yo la más
desgraciada y criminal de las mujeres... este monstruo, dijo señalando a Saint-Surin, es sin
lugar a dudas el más infame de los hombres.
Aún era temprano y el oficial consistió el relato que pedía su cautiva, tal vez deseaba él
mismo conocer, aunque supiera los crímenes de su prisionera, qué relación ellos tenían con
Dorgeville. Sólo dos guardias permanecieron en la sala con el oficial y con los dos culpables;
los demás se retiraron, las puertas fueron cerradas, y la falsa Cécile Duperrier comenzó su
relato en los siguientes términos:
"En mí veis, Dorgeville, a quien dio vida el Cielo para vuestro tormento y el oprobio de
vuestra casa. Supisteis en América que algunos años después de vuestra partida de Francia,
habíais tenido una hermana. Mucho más tarde supisteis también que esa hermana, para amar
con mayor libertad a un hombre que adoraba, osó levantar su mano sobre quienes le habían
dado la vida y huyó inmediatamente con su amante... Pues bien, Dorgeville, reconoced a esa
hermana criminal en vuestra desdichada esposa y a su amante en Saint-Surin... Ved si soy
capaz de cometer un crimen y, si es necesario, de multiplicarlo. Sabed ahora cómo os he
engañado, Dorgeville... y calmaos, dijo viendo a su desgraciado hermano retroceder de
espanto apunto de perder nuevamente el sentido... Sí, tranquilizaos, hermano mío; soy yo
quien debería estremecerse... pero ved cuán tranquila estoy... Tal vez yo no había nacido para
el crimen, tal vez sin los pérfidos consejos de Saint-Surin nunca el mal se habría adueñado mi
corazón... Esa él a quien debéis el asesinato de nuestros padres; fue él quien me indujo a
cometerlo procurándome lo que hacía falta para ello; su mano fue también la que me dio el
veneno que debía poner fin a vuestros días.
”En cuanto realizamos nuestros primeros planes, sospecharon de nosotros. Tuvimos que
huir sin poder siquiera llevar el dinero que del que íbamos a apoderarnos. Pronto las
sospechas se convirtieron en pruebas; se nos hizo un proceso; se nos sentenció a la funesta
condena que vamos a cumplir. Nos alejamos... pero no lo bastante, por desgracia; hicimos
correr el rumor de una huida a Inglaterra. Lo creyeron. Pensamos tontamente que no era
necesario ir más lejos. Saint-Surin se ofreció criado en la casa de M. Duperrier; sus
condiciones hicieron que se lo aceptara. Me escondió en un pueblo próximo a las tierras de
ese hombre de bien, donde me veía en secreto, y durante ese tiempo nunca me mostré a otras
miradas que no fueran las de la mujer en cuya casa me alojaba.
”Este recogimiento me aburría. No podía soportar vida tan ignorada. A veces hay ambición
en las almas criminales; interrogad a los que han triunfado sin merecerlo y veréis que pocas
veces lo han logrado sin un crimen. Saint-Surin consentía complacido en buscar nuevas
aventuras; pero yo estaba encinta y antes que nada tenía que desembarazarme de mi carga;
Saint-Surin quiso enviarme, para el parto, a un pueblo más alejado de la morada de sus amos,
a la casa de una mujer amiga de aquélla en cuya casa me hospedaba. Siempre con la idea de
guardar mejor el secreto, se resolvió que yo viajara sola; allí me dirigía cuando me
encontrasteis; habiendo comenzado los dolores antes de que llegara a la casa de esa mujer,
daba a luz, sola, al pie de un árbol... y entonces, presa de desesperación, viéndome tan
abandonada, yo, que nacida en la opulencia, hubiera podido aspirar a los mejores partidos de
mi provincia si mi conducta hubiese sido buena, quise matar al desdichado fruto de mi
libertinaje y apuñalarme a mí misma luego. Pasasteis, hermano mío; os interesasteis en mi
suerte; la esperanza de nuevos pecados se enciende de pronto en mi pecho y resuelvo
engañaros para aumentar el interés que parecíais tomar por mí. Cécile Duperrier acababa de
huir de la casa paterna, escapando al castigo y a la vergüenza de una falta cometida con su
amante, falta que le había conducido a mi mismo estado; conociendo perfectamente todas las
circunstancias, resolví fingir ser esa joven. De dos cosas estaba yo segura: que ella no volvería
y que sus padres, aunque se arrojara a sus pies, jamás le perdonarían su conducta. Estos dos
puntos me bastaron para tramar toda mi historia; vos mismo os encargasteis de la carta en la
que daba instrucciones a Saint-Surin y en la que narraba el sorprendente reencuentro con un
hermano al que nuca hubiera reconocido de no haberme dicho su nombre, y del que pensaba
servirme, sin que él lo supiera, para recuperar nuestra fortuna.
”Saint-Surin me respondió por intermedio vuestro, y desde entonces, sin que lo supierais,
no cesamos de escribirnos y de vernos en secreto algunas veces. Recordáis sin duda vuestro
fracaso ante los Duperrier; no me opuse a gestiones de las que nada temía y que, al poneros en
contacto con Saint-Surin, podían despertar vuestro interés por un amante al que deseaba tener
cerca nuestro. Me disteis pruebas de amor... os sacrificasteis por mí. Como todo ello favorecía
mi propósito de cautivaros, visteis cómo os respondí y habéis probado, Dorgeville, que los
lazos de familia que a vos me ataban, no me impidieron unirme a vos por los de un
matrimonio que favorecía de tal modo todos mis planes... que me sacaba del oprobio, de la
humillación, de la miseria y que, como consecuencia de mis crímenes, me llevaba a una
provincia alejada de la nuestra, rica... y, al fin, mujer de mi amante. El Cielo se opuso a ello;
conocéis el resto y ved cómo mis faltas son castigadas... Vais a desembarazaros de un
monstruo al que debéis odiar... de una malvada que no ha cesado de engañaros... que, aún
gozando en vuestros brazos de incestuosos placeres, no dejaba de entregarse cada día a ese
otro monstruo que vuestro exceso de piedad tuvo la imprudencia de traer junto a nosotros.
”Odiadme, Dorgeville... lo merezco... detestadme, os lo suplico... pero cuando, desde
vuestro castillo, veáis mañana las llamas donde se consuma la desdichada... que tan
cruelmente os engañara... que pronto hubiese segado vuestra vida... no me quitéis al menos el
consuelo de pensar que una lágrima brotará de vuestro sensible corazón aún abierto a mis
desdichas y que recordareis tal vez que, habiendo nacido hermana vuestra antes de
convertirme en castigo y tormento de vuestra vida, no debo perder los derechos que, por mi
nacimiento, tengo sobre vuestra piedad.
No se equivocaba la infame; había conmovido el corazón del desventurado Dorgeville,
que, durante el relato, se deshizo en lágrimas.
– No lloréis, Dorgeville, no lloréis, dijo... No, no debo pediros vuestras lágrimas; no las
merezco. Y ya que tenéis la bondad de derramarlas permitidme, para enjugarlas, que os
recuerde solamente mis errores; posad vuestra mirada sobre la desdichada que os dirige la
palabra, ved en ella a la más repudiable conjunción de crímenes y temblaréis en vez de
llorar...
Al decir estas palabras Virginie se pone en pie:
– Vamos, señor, dice con decisión al oficial, vamos a dar a la provincia el ejemplo que
espera de mi muerte; que mi débil sexo comprenda, al verla, a dónde conducen el olvido de
los deberes y el alejamiento de Dios.
Al descender los escalones que la llevaban al patio, pidió por su hijo. Dorgeville, que con
noble y generoso corazón hacía educar al niño con el mayor esmero, no se atreve a negarle
ese consuelo: traen a la miserable criatura; ella la toma, la estrecha contra su seno, la besa...
luego, rechazando prontamente sentimientos de ternura que, enterneciendo su alma, pudieran
hacerle comprender violentamente el horror de su situación, estrangula con sus propias manos
al desdichado niño.
– Vete, dice arrojándolo, no vale la pena de que vivas para conocer sólo infamia,
vergüenza e infortunio; que no quede huella sobre la tierra de mis crímenes; sé tú su última
víctima.
Con esas palabras se precipita la infame dentro del carruaje del oficial; Saint-Surin,
encadenado, lo sigue a caballo, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, estas dos
abominables criaturas perecen en el espantoso suplicio que la cólera del Cielo y la justicia de
los hombres les tenía reservado.
En cuanto a Dorgeville, luego de una cruel enfermedad, dejó sus bienes a varias
instituciones benéficas, dejó el Poitou buscando retiro en la Trapa, donde murió al cabo de los
años sin haber logrado destruir en sí mismo, pese a ejemplos tan terribles, ni los sentimientos
de caridad y de piedad que conformaban su alma hermosa, ni el excesivo amor en que se
consumió, hasta su último suspiro, por la infortunada mujer... que fuera oprobio de su vida y
única causa de su muerte.
¡Oh, vosotros, que leeréis esta historia! Quiera ella haceros comprender la obligación que
todos tenemos de respetar los sagrados deberes de los que jamás se aparta uno sin correr a su
propia perdición. Si, contenido por los remordimientos que se sienten al romper el primer
freno, se tuviera la fuerza de no ir más lejos, nunca se anularían totalmente los derechos de la
virtud; pero nuestra debilidad nos pierde, los malos consejos nos corrompen, peligrosos
ejemplos nos pervierten, los riesgos parecen no existir, y el velo se desgarra recién cuando la
espada de la justicia detiene el curso de los crímenes. Entonces el dardo del arrepentimiento
se torna insoportable; ya no hay tiempo para ello; los hombres necesitan venganza, y aquél
que sólo supo molestarlos, tarde o temprano terminará por aterrorizarlos.
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