El castigado
MARQUÉS DE SADE
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Bajo
la Regencia ocurrió en París una aventura lo bastante extraordinaria como para
ser contada con interés aun en nuestros días. Por un lado presenta una secreta
corrupción, que nada pudo nunca aclarar bien, y por otro tres crímenes
atroces, cuyo autor nunca fue descubierto.
Se
sostiene que monsieur de Savari, viejo solterón, maltratado por la naturaleza,
pero lleno de ingenio, agradable como compañía y que solía reunir en su mansión
de la rue des Déjeuneurs a la mejor sociedad posible, había elucubrado la idea
de poner su casa a disposición de ciertas prostituciones de un tipo muy
singular. Únicamente las señoras o las jóvenes de la alta sociedad, que
querían, en la sombra del más absoluto secreto, gozar sin consecuencias de los
placeres de la voluptuosidad, encontraban en esa casa cierto número de socios
dispuestos a complacerlas, de modo que esas intrigas momentáneas nunca tenían
consecuencias y las mujeres cosechaban solamente las flores sin verse
amenazadas por las espinas que demasiado a menudo acompañan a esos arreglos, en
cuanto toman el público giro de una frecuentación regular. La dama o la
señorita encontraba al día siguiente, en sociedad, al hombre con quien había tenido
trato en la víspera, sin dar señales de conocerlo y sin que éste pareciera
distinguirla de las otras mujeres, y por eso, nada de celos en los matrimonios,
nada de padres irritados, nada de separaciones, nada de conventos; en una
palabra: ninguna de las funestas consecuencias que acarrean esta clase de
asuntos. Era difícil encontrar algo más cómodo.
Sin duda resultaría peligroso describir este
plan en nuestros días; indiscutiblemente, habría que temer que su exposición
despertara la idea de volver a ponerlo en práctica, en un siglo en que la
depravación de ambos sexos franqueó ya todos los límites conocidos. Eso, si al
mismo tiempo no ofreciéramos la cruel aventura con que fue castigado el
inventor.
Monsieur de Savari, autor y ejecutor del proyecto, que estaba
obligado, aunque sin sentirse incómodo, a sólo tener valet y una cocinera para
no multiplicar los testigos de los excesos de la casa, vio llegar una mañana a
un conocido, que venía a invitarse a comer.
-Vaya,
encantado -le contesta monsieur de Savari-; para demostrarle a usted el placer
que me produce, mandaré que le vayan a 'buscar el mejor vino de mi bodega...
-Un momento -dice el amigo en cuanto el valet recibe la orden-, voy a
ver si La Brie no nos engaña... conozco los barriles, voy a seguirlo y a
observar si en verdad va a sacar del mejor.
-Bueno,
bueno -dice el dueño de casa, tomando del mejor modo la broma-, si no fuera por
mi lamentable estado, yo mismo lo acompañaría, pero me dará usted una alegría
yendo a ver si ese bribón no nos da una cosa por otra.
El amigo sale, entra en la bodega, se apodera de una barra, mata al
valet, sube de inmediato a la cocina, pone a la cocinera sobre la mesada, mata
incluso a un perro y a un gato que encuentra a su paso, y vuelve a las
habitaciones de monsieur de Savari, quien incapaz de defensa alguna a causa de
su estado, se deja aplastar como sus sirvientes. El despiadado matador, sin
turbarse, sin sentir el menor remordimiento por lo que acaba de hacer, detalla
tranquilamente, en la página en blanco de un libro que encuentra sobre la mesa,
el modo en que actuó; no toca nada en absoluto, no se lleva nada, sale de la
casa, la cierra y desaparece.
La
casa de monsieur de Savari era demasiado frecuentada como para que esa cruel
carnicería no fuera descubierta rápidamente. Alguien golpea, y como nadie
contesta, con la seguridad de que el dueño de casa no puede haber salido,
rompen las puertas y advierten el estado espantoso en que está el hogar de ese
infortunado. El flemático asesino, no contento con comunicar al público los
detalles de su acción, había puesto sobre un reloj adornado con una cabeza de
muerto y con la divisa: Miradla para
poner en orden vuestra vida, había colocado, como dije, sobre esa
sentencia, un papel en el que se leía: Consideren
su vida y no se sorprenderán de su
fin.
Semejante suceso no tardó en difundirse; se resolvió toda la casa, y
lo único que encontraron en relación con esa atroz escena fue una carta anónima
de mujer, dirigida a monsieur de Savari, que contenía estas palabras:
"Estamos perdidos, mi marido acaba de enterarse de todo, piense
usted en la solución; solamente Paperel puede calmar su furia, haga que le
hable, porque de lo contrario no hay que esperar ningún tipo de
salvación".
Un tal Paperel, tesorero del presupuesto extraordinario de guerra,
hombre amable y de amena compañía, fue citado. Aceptó que solía ver a monsieur
de Savari, pero que, entre las personas de la corte y de la ciudad que iban a
su casa, que eran más de cien, a la cabeza de las cuales podía colocarse al
duque de Vendome, él era uno de los que menos lo frecuentaban.
Varias personas fueron arrestadas, y casi de inmediato puestas en
libertad. Al final se supo lo bastante como para convencerse de que el asunto
tenía innumerables ramificaciones, que además de comprometer la honra de
padres y maridos de la mitad de la capital, iban a poner en la picota. a un
número infinito de personas del más alto rango; por primera vez en la vida, en
las cabezas magistrales la prudencia reemplazó a la severidad. El asunto se
detuvo allí, por lo cual la muerte de ese desdichado, demasiado culpable sin
duda como para ser compadecido por la gente honesta, nunca encontró un
vengador; pero si esa pérdida nada significó para la virtud, es de creer que el
vicio la lamentó durante mucho tiempo, y que aparte de la alegre turba que
recogía tantos mirtos en casa de ese tierno hijo de Epicuro, las hermosas
sacerdotisas de Venus, que iban día a día a quemar incienso en los altares del
amor, debieron llorar la demolición de su templo.
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