La
enfermedad
Mi padre vivió
siempre en un estrecho vínculo con la enfermedad, con el ser enfermo. Ya desde
niño, para evitar los deportes y las matemáticas, inventó un dolor de vientre y
le diagnosticaron un principio de úlcera, por lo que nunca almorzaba con sus
compañeros, sino en la enfermería o en el departamento de Mrs. Balfour, mujer del subdirector del colegio, para luego, durante
el largo recreo después de almuerzo, acostarse y descansar. Estas largas
reclusiones le permitieron conocer las delicias de ser «un niño diferente» y
adentrarse aún más en la lectura.
Estos dolores
ficticios, sin embargo, se hicieron reales y se apoderaron de él como una fiera
interna que lo atacaba. Cuando joven, cada vez que no lograba escribir, su cuerpo sufría, le pasaba la cuenta con
síntomas inespecíficos. Después de la publicación de su primer libro, los
dolores marcaron, como un hito, el fin de cada una de sus obras. Con cada
término de una novela le sobrevenía una enfermedad.
Mi padre
siempre fue enfermizo, desde pequeño tuvo un aspecto débil. Para algunos de sus
amigos era un hipocondríaco, pero lo que sí es un
hecho es que al morir era portador, hacía treinta años, del virus de hepatitis
C.
Se cree que
fue contagiado en Fort Collins, Estados Unidos, en 1967, en alguna de las
tantas transfusiones de sangre que recibió al ser operado de urgencia de una
úlcera hemorrágica. La enfermedad era por entonces desconocida y sólo fue
tipificada en 1980. A los cuarenta y un años quedó condenado sin saberlo.
Supo mucho
después su verdadero diagnóstico y sobrevivió diez años más a lo vaticinado por
todos los doctores que lo evaluaron a lo largo del tiempo. Escribir le permitió
sobrevivir.
Existía en mi
padre la sombra de la muerte proyectándose junto a la suya, presente como un
implacable acompañante. En los últimos años se veía envejecido, vacilante,
inseguro, apoyado en su bastón, distante de la gente
que lo rodeaba, culpaba a la sordera, pero creo que no era así; quería concentrarse
en sí mismo, en su mundo interior. No quería distracciones, el lapso posible
que quedaba era muy corto y sentía que esa sombra avanzaba a pasos agigantados.
Mi padre tenía
perfecta conciencia de su próximo fin, pero a la vez se rebelaba, no quería
morir; quería seguir escribiendo eternamente.
Escribo sobre
todo para saber por qué escribo. Para saber cómo funciona este extraño aparato
que me hace ver y sentir y conocer, qué es el lenguaje. Peleando con él,
torciéndolo y jugando, siento que estoy haciendo algo que es verdad, cosa que
no siento con otros compromisos a veces tomados. Es la urgencia de esta
pregunta central a mi vida —como mi vida es central a la vida del mundo y el universo—, saber por qué escribo,
cuál es mi relación con las palabras, lo único a través de lo cual llegaré a
una posición que tal vez sea verdad. O no. La lucha, el juego, pueden ser
inútiles. Pero son todo lo que conozco, el ámbito completo de mi conocimiento,
y me aproximo a las cosas y a los hechos y a las personas a través de esa
quimera que es el lenguaje, que puede no ocultar verdad alguna sobre sí mismo ni sobre el mundo ni sobre mí, pero en
todo caso es el sitio donde se reúne toda mi experiencia. Hace años que
escribo, treinta o más, diariamente, todo el tiempo, aun cuando no escribo.
Todavía no sé nada ni de mí ni de otras quimeras que quisiera que fueran
verdad. Pero no importa si sigo teniendo lenguaje, porque significa la
subsistencia de este espacio que es mi yo, pero pronto
terminará. La muerte es la falta de lenguaje.
Durante los
primeros años de su vuelta a Chile su salud estuvo estable. Luego, empezaron
pequeñas crisis, anuncios de lo que vendría; un pequeño infarto cerebral,
cálculos renales, problemas a la próstata, hemorragia cerebral, falla hepática,
hemorragias digestivas...
La primera de
las grandes crisis fue en 1991, cuando se le formaron várices esofágicas producto de su enfermedad hepática y éstas
empezaron a sangrar. Pasó varios días al borde de la muerte en la Unidad de
Cuidados Intensivos. Deliraba intoxicado por su propia sangre. Me decía que la
CNI (el aparato de inteligencia de la dictadura) lo estaba esperando y, para
que no escapara, habían puesto rejas en las ventanas; también, que durante la
noche los doctores les hacían cosas espantosas a los
enfermos: les sacaban las entrañas para todo tipo de experimentos, mientras los
pacientes daban alaridos de dolor.
Este episodio
me recuerda, en cierto modo, la experiencia alucinatoria producto de la
morfina, cuando lo operaron de úlcera en Iowa. En esa ocasión, mi madre le
pidió a Percival Cowley que le diera la extremaunción, ya que no veíamos
posible que lograra recuperarse. El cura aceptó aun
sabiendo que era probable que mi padre no lo aceptara, pero quiso hacer el
intento por la amistad que lo unía a mi madre, fiel asistente a su parroquia
cada semana.
Así fue.
Mi padre era
ateo sin duda alguna y un duro crítico del catolicismo, aunque siempre respetó
la opción de mi madre y la mía, pero en su interior la no aceptación de estos
dogmas era un hecho.
Recuerdo cómo
lo vi hundirse, getting bloated, sudar, ponerse totalmente negativo cuando no
quise aceptar la verdad revelada de los católicos como verdad, cómo sufrió el
pobre hombre, cómo de algún modo llegó a enfermarse, viendo que su prédica era
totalmente en vano, y que mi muy modesta resistencia a sus verdades axiomáticas
lo destruían. ¡Qué visión infernal! Es como si se hubiera
dado cuenta de que estaba mintiendo, y que todo su ministerio era una pura
fachada, una pura falsedad.
Por momentos,
su mente perdía lucidez a causa de su encefalopatía, un diagnóstico y un nombre
clínico cercano a lo irónico. Esta especie de pérdida de la realidad le ocurría
luego de haber sufrido alguna hemorragia interna, o bien cuando no cumplía su
estricto régimen y comía más proteínas de las
permitidas. Pero aun mientras desvariaba y balbuceaba incoherencias, quienes lo
conocíamos veíamos detrás de esos ojos azules perdidos un destello, una luz,
que nos indicaba que aún tenía conciencia de lo que sucedía a su alrededor y
que miraba todo con cierta suspicacia para luego usarlo en su escritura.
En esta
confusión es difícil saber bien qué encierra su mente, la que para nosotros se encontraba en un plano desconocido. Pero la pregunta
es dónde está la división. Quizás era ese el plano en que vivía diariamente y
sólo algunas veces nos dábamos cuenta. Mi madre y yo llamábamos al doctor para
preguntarle si estaba desvariando, pero ¿lo estaría realmente?, pues luego,
mediante dieta u hospitalización, volvía a la supuesta realidad. ¿Pero en
verdad volvía o nos engañaba y su mente seguía
vagando por estados desconocidos, en donde encontraba a sus personajes? En sus
diarios de 1988 ve claramente la cercanía de la muerte:
Son las 4.30
de la mañana. No puedo dormir. Estoy en un momento débil, de salud deteriorada,
carcomida, gastada, podrida, mi cuerpo inflado, blanqueado, asqueroso,
envejecido, de eso no cabe la menor duda.
Obsesionado
con mi cuerpo que ya no me sirve. ¿Pero me sirvió
alguna vez? ¿Me procuró orgullo, placer, plenitud alguna vez? No, la verdad es
más bien que él no me sirve a mí, yo no lo sirvo nunca a él, no lo amé, no lo
admiré y tampoco le exigí nada.
Siento odio
por mí mismo porque voy a morir. No pienso en el mundo, ni en María Pilar, ni
en mi hija. Sólo pienso en el hecho físico de mi propia muerte, el accidente repetido de la muerte singular.
Hoy ha sido un
día mortal, me hicieron radiografías del estómago y el Dr. Silva comunicó
hepatitis avanzada. Máximo cinco años de vida. No atino a pensar. María Pilar,
igual que yo, atontada. ¿Y Pilarcita? ¿Cómo le vamos a decir todo esto? ¿Qué va
a pasar?
Cinco años de
vida quizás en que pueda hacer que María Pilar se haga fuerte y que Pilarcita
se haga mujer y que caiga Pinochet para que haya
democracia, y alcanzar a escribir un libro antes de que todo se termine. ¿Pero
qué libro?
Quisiera
hablar con Marco Antonio de la Parra, largamente, mi confesión, mi catarsis,
que podría hacerlo como con nadie. Quisiera hablar con la Delfina Guzmán, con
la Tere del Río, con mi hermano Gonzalo, no sé con quién más, todo el resto del
mundo me parece tan terriblemente exterior y frío.
¿Cómo reaccionará Jorge Edwards? ¿Por qué he temido tantas veces el impulso de
escribirle a Carmen Balcells? Supongo que es porque la siento figura fuerte y
en último término protectiva, pese a que sé que no me tiene simpatía.
Unos días
después de escribir el párrafo anterior es hospitalizado en Davis, Estados
Unidos, por una nueva crisis de salud. Se suceden las
enfermedades: corazón, esófago, hígado. Hubo un momento en que pareció
necesario un trasplante de este último, pero la protombina lo salvó por el
momento. Con el temor metido en el cuerpo escribe:
¡Este cuerpo
mío que tan mal me ha servido, con el que siempre tuve tan mala relación, y al
que no quiero nada! Por no quererlo, me figuro, lo tengo en el estado
lamentable en que está. ¡Qué agresión, qué
indignidad, qué castigo le imponen al cuerpo las enfermedades! Sobre todo la
invasión. Le meten a uno un «catheter» en la ingle por una vena. ¿O será una
arteria? Y ese inocente tubito va armado con un aparato de televisión que te
llega hasta el interior del corazón, la aorta, la carótida. Los médicos ni
siquiera se reúnen alrededor de mi cuerpo postrado e indigno, sino en torno a la televisión, que con su luz azulosa les señala, les
muestra lo que es mi interior mientras yo quedo abandonado en la camilla de al
lado porque no les intereso. Están mirando lo único secreto que me quedaba,
como quien mira un espectáculo, un objeto, estudiándolo como personajes de
Rembrandt, pero con una luz fría, eficaz, no con la tierna luz holandesa de la
compasión. Y este último reducto del que yo me iba
quedando es invadido por la mirada del otro, y los instrumentos de la otredad
se meten a hurgar en mis tinieblas. Me vuelven a la mente las líneas de un
soneto, creo que español, pero no recuerdo de quién es, en el que no había
pensado desde mi juventud más remota, cuando tal vez premonitoriamente me
encantaba. Soneto a sus vísceras se llamaba: «... el jardín azul
de tus pulmones, tu garganta elegante y anillada...».
No será ni elegante ni anillada mi garganta, pero es mía —era mía—, y hasta
allí se metieron para escrutar mi carótida.
En el hospital
lo miran a través de los rayos X. Es como una hoja de álamo comida por la
peste, pura estructura: venas, huesos, nervios y quizás qué más porque le han
inyectado un contrastante que permite ver cosas insospechadas en su interior. Está aterrado, hundido en la sensación de
soledad absoluta, del desamparo más cruel, frente a su cuerpo enfermo. El miedo
se refleja en sus escritos:
Mi mundo
secreto terminó, con el fracaso que es la vejez y la enfermedad. Soy lo que los
médicos dicen que soy: válvulas, píloro, transaminasas, tiempo de protombina...
Eso soy, lo que los invasores ven y no tengo dónde, si quiero seguir viviendo, esconderme. Esas máscaras que miran a
la luz de la televisión, hierática, japonesa, me han dado el pase. Después,
para consolarme, leo La tempestad, de Shakespeare. Sí,
como dice Próspero: «Somos de la materia/ de que están hechos los sueños, y
nuestra pequeña vida/ rodeada está de sueño...». Morboso de parte mía pensar en
esta última obra que escribió Shakespeare. Aunque se me
ocurre que la disposición de vara mágica no es un presagio de su muerte, sino
de escritor/mago cansado («Our revels are now ended...», Dice: «Nuestra fiesta
ha terminado...». La fiesta no es vivir, es escribir). Veo a Shakespeare, ya
cansado, que se retira a su pueblo a Stratford y tranquilo deja sus asuntos en
Londres, manejados con mano maestra por Carmen Balcells. No sé por qué estoy
escribiendo todo esto. ¡Ah, los exámenes médicos que
me han dejado hecho polvo emocionalmente! Por fin nada. Mis amigos volverán a
repetir que soy un neurótico. Pero mis amigos son simples y ya les tocará a
ellos que invadan mecánicamente el secreto oscuro de su interior. No resultó
nada, como digo. O por lo menos nada demasiado distinto a los pesares a que
siempre me ha sometido mi cuerpo enemigo, mezquino e
inseguro, que siempre desprecié y vapuleé y abandoné y maltraté.
Durante la
estadía en Davis, como he mencionado, mi madre también se enferma gravemente y
se le diagnostica una miocardiopatía dilatada. Momento de crisis total,
diagnósticos lapidarios e ineludibles para ambos. La salud de mi madre venía
deteriorándose desde mucho antes, pero quienes la rodeábamos no queríamos
aceptarlo y minimizábamos sus síntomas. El rol del
enfermo nos parecía exclusivo de mi padre, o quizás queríamos evitar ver la
agonía paralela de estos cuerpos deteriorándose: el de mi madre, maltratado por
un camino de larga autodestrucción, su recurrente abuso de alcohol y de
antidepresivos; el de mi padre por su hepatitis.
Mi padre
escribe con angustia:
Preocupado con
la tos de María Pilar, con una falta total de
vitalidad, falta de apetito. Además, le palpo cuidadosamente el abdomen y me
pareció, sin duda, que tiene hinchado un costado, cerca del esternón. Curioso.
El médico, por otra parte, le notó ciertos desperfectos en el corazón. ¿Pero y
el resto? ¿Por qué nos siguen traicionando nuestros cuerpos? Ella, claro, ha
adorado y, en cierta medida, disfrutado del suyo. No siempre ha sufrido como yo la traición de su cuerpo. Espero que no
sea la traición definitiva.
Días más
tarde, mi madre debe ser hospitalizada y el cardiólogo japonés le da el
diagnóstico definitivo. Desesperado, mi padre anota:
Pero los años
están contados. Next stop is death. Por eso no he podido seguir escribiendo. Es
demasiado doloroso y casi no puedo soportarlo. María Pilar está entera, mucho más valiente que yo, admirable. Pero el temor no
se puede dejar de sentir.
A pesar de la
pronta mejoría de mi madre y centrado todo pensamiento en sus cuerpos, escribe:
¿Por qué
siguen martirizándonos nuestros cuerpos? Cuando jóvenes con el placer, cuando
viejos con el dolor. ¿Por qué sigue traicionándonos el cuerpo? Ella ha
disfrutado del suyo y ha sufrido menos la traición de
su cuerpo que yo del mío. Todos nuestros cuerpos —traidores todos, hasta los
mejores— se encontrarán en el último círculo del infierno, el de los traidores.
Lo que es uno mismo, sea lo que sea, huirá lejos de ese objeto absurdo, incapaz
de cumplir su promesa de retener el alma. (¡Tan típico de viejo hablar del alma
a la hora nona, cuando uno jamás ha creído en ella!).
De vuelta en Chile, su vida más que nunca gira en torno a las
enfermedades o a las posibles enfermedades. Le preocupa una llaga que le ha
salido en la cara, le pica; además, le preocupa su próstata que le está
causando problemas. Se siente paralizado por su enfermedad, ve un doctor, luego
a otro. Es necesario que se haga una biopsia de la próstata y el veredicto lo
aterroriza. No da tregua al temor de la traición de
su propio cuerpo.
Mi madre logra
superar su crisis, pero deberá seguir el tratamiento de por vida, con varias
prohibiciones y cuidados. Al igual que mi padre, tampoco volverá a ser la
misma. Nunca más.
Mi padre
vuelve a su papel central de enfermo, olvidando por completo la enfermedad de
mi madre, y asume, o intenta creer, que la enfermedad de ella nunca existió.
Así describe su condición el 30 de marzo de 1990:
Estoy mal,
como no había estado hacía mucho tiempo (supongo que esto lo he dicho antes en
mi diario, en otras circunstancias). Lo más grave de todo es que creo que la
cabeza no me funciona bien (Yo will begin to lose your mind), me advirtió el
doctor Silva en Davis hace un año y medio. Puede ser la depresión en la que
estoy metido, que es la más grave que he vivido, pero
hay elementos de angustia que me hacen pensar que puede ser otra cosa, algo
radical y químico. Inseguridad total, me mellará el pensamiento, se me olvidará
la palabra, incluso la palabra escrita. No tengo poder de concentración ni para
leer, ni para escribir, ni para conversar (¿me estoy poniendo gagá?). Y no me
interesa nada y me paso los días en blanco y las noches tratando de llegar a la hora de tomar una píldora para descansar
seis horas, pero que me deja bastante abombado al otro día y deprimido. De
pronto, horror a la enfermedad, temor de que sea cáncer al estómago, al hígado,
definitivamente destruido, Sida sin motivo alguno, y pensando en esas cosas no
me duermo en las noches.
Temor del
avión que me llevará a Buenos Aires, de la publicidad de mi rostro con la publicación de Taratuta, de los iraquíes, de
los atentados, y al fin del mundo, al fin, todo.
La enfermedad
avanza a pasos agigantados, los síntomas son cada vez más agudos y el deterioro
más notorio; los controles médicos, más seguidos, y su desesperación también va
en aumento. Su cuerpo vacilante al caminar, su sordera, su flacura y la palidez
de su rostro anuncian que está muriendo lentamente.
Al mes
siguiente, en abril, anota en su cuaderno:
Todo más o
menos terrorífico. Debo perder el miedo a mi propio cuerpo, que es una perpetua
amenaza. Es mi enemigo. ¿Cómo puedo hacerlo mi amigo? Siento que ya es
demasiado tarde. ¿Dónde está el placer, dónde se ha ido, fugado, escondido, de
qué se ha disfrazado, enmascarado? No tengo paz. Y menos por estos días hasta
que me hagan la endoscopia el viernes.
Pero mientras
escribo esto levanto la vista, el día está borroneado de gris, y desde adentro
exclamo Not yet!, Not yet! Lo que me hace pensarlo es que se me caen pelos no
sé por qué y un poco de caspa sobre el sweater colorado y pienso en el
tratamiento que sufrió Nemesio Antúnez, cómo se cae el pelo, cómo se desfigura
uno, y exclamo: Not yet!, please. Not yet! ¿Hasta
cuándo pido permiso? No lo sé muy bien. El tiempo pasa pronto y todo, supongo,
da lo mismo. Pero quisiera tener unos años más antes que caiga el telón. ¡Qué
poco heroico soy! No me atrevo ni siquiera a mirar o a leer los poemas de
Enrique Lihn sobre su muerte. Me da temor. ¿Qué entonces...?
En este
momento, luego del fragmento anterior, sus diarios quedan detenidos por casi un año. Su deteriorada salud no le permitirá escribir.
Su habitual y metódica rutina de llevar sus diarios de escritor sagradamente
cesará, quedando un paréntesis que sólo refleja desolación. Lo retoma casi
justo un año después, mientras está en Estados Unidos. Nueva York, 25 de
noviembre de 1991:
Hoy en la noche,
después de la comida chez Peter Johnson, con el top del Institute for Advanced Studies, levanté los brazos ante el gran espejo
iluminado de mi baño en el hotel, y vi el enrejado que, supongo, con mi
cirrosis (enrejado de venas superficiales) se dibuja en mí.
El temor es
francamente espantoso: muerte inminente... El año que viene. ¿Por qué no me
vieron este enrejado, que no puede ser demasiado reciente, ni el Dr.
Glasinovich, ni el Dr. Orrego, ni el médico canadiense,
para tomar las medidas correspondientes, siempre que haya medidas que tomar?
Recuerdo el horror que me produjo un hombre desnudo en el baño turco, hará
cuarenta años, que tenía todo el cuerpo así, y cuando se lo dije a mi padre, me
dijo que no, no era sífilis, como yo creí entonces, sino un problema producido
por una avanzada cirrosis. Terrible. Tiemblo ahora. ¿Qué hacer? Nada hasta
regresar a Chile, dentro de veinte días, y entonces
hablar con mi hermano Gonzalo y el Dr. Glasinovich. ¿Tengo miedo? Sí. Pero
siempre tengo miedo, de una cosa o de otra. Esto debe estar relacionado —me
imagino— con el calor quemante que a veces siento en mis manos y en mis pies.
O, al contrario, con el frío que también a veces siento. No quiero seguir
escribiendo en este maldito cuaderno.
Hace,
entonces, una lista de sus enfermedades para ver a
distintos médicos: (1) hígado; (2) piel; (3) próstata; (4)
ojos; (5) nariz.
De regreso a
Chile, mis padres van a pasar el Año Nuevo de 1991 a Valparaíso. Mientras
recorren las calles del puerto, a mi madre le llama la atención lo agachado y
encorvado que camina mi padre, algo que ha empeorado ese último tiempo. Aunque
mi padre recuerda que doña Tere Jaraquemada siempre
le decía que andaba «encorvado», «como viejo» desde que tenía sólo veinticinco
años, ahora se da cuenta de su realidad.
Me he dado
cuenta: soy un perfecto viejo.
Mientras
escribe Los gorriones cantan en griego se desafía a sí
mismo pensando en que quiere ver hasta dónde es capaz de seguir escribiendo con
esta nueva conciencia, con la sensación de salud frágil,
de atención y memoria tenues, de incapacidad de hacer una buena pesca con la
red de su escritura.
Su amor por mi
hija Natalia entonces es muy grande, no así por su segunda nieta, y espera que
ella tenga alguna inclinación por las cosas del espíritu.
Escribe:
Aun así,
cuando ella comience a ver algo en ese sentido, yo, si estoy vivo, cosa que
dudo, estaré demasiado viejo o envejecido para
guiarla y ayudarla y darle ímpetu.
El deterioro
físico general de mi padre, con un gran avance de la cirrosis, efecto de la
hepatitis, hace que él sienta su propia decadencia. A pesar de esta realidad
objetiva, su paranoia también incide en la enfermedad.
No tengo nada
que decirle a nadie. Estoy aislándome totalmente. Creo que tengo un año más,
más o menos, de facultades plenas, y después, adiós.
Seré un ser defectuoso, semiidiota, decrépito. Por esto la presente novela,
probablemente muy swan song, tiene que tener una calidad extraordinaria. Puede
ser por lo menos que alcance a disfrutar todo lo bueno y positivo que alcance a
darme, y después que me dé por lo menos un poco de seguridad económica para que
me ayude a sobrellevar mi lento apagamiento: médicos,
enfermeras, casa cómoda; en fin, todas esas cosas. Lo peor es que me siento
como si estuviera aquejado de una enfermedad vergonzosa, que me hace temer la
burla, el descrédito, el abandono, la incomunicación, y es como si quisiera
esconderme todo el tiempo, de todo el mundo, y no encuentro un lugar donde
puedo estar tranquilo y sin zozobra. Ese lugar sólo me lo dará mi libro nuevo y
genial (me temo que Los
gorriones no
sea genial precisamente, lo que me hunde en la zozobra. No sé siquiera si es o
no publicable), que me preste frescura, la que voy perdiendo con mi cirrosis.
Mi madre se
preocupa por él, ve también su deterioro y su angustia. Escribe en su diario:
Pepe, cada día
más solitario. Está muy solo. No puede dejar de tener un taller literario a su
cargo. Dios me ayude... lo veo mal. Hoy se hace un
scanner.
Dios me ayude,
lo quiero profundamente, somos en realidad una buena pareja matrimonial, pero
estoy consciente de su egoísmo y lo que de él no tengo y me hace falta... lo
asumo.
Quisiera tanto
ayudarlo a salvar su mente, su privilegiado intelecto y talento. Debo rodearlo
con gente que lo estimule, como sus alumnos que lo adoran, en vez de sus viejas amistades que lo aburren o paranoizan como los
Valdivieso, los Balmaceda o su hermano Pablo y la Lucha.
No quiere
rendirse, acepta las invitaciones que le hacen a las conferencias, se siente
reconocido y esto lo ayuda a continuar. En un viaje a París, Barcelona y
Ginebra, en 1992, siente el peso de su enfermedad como una carga evidente y se
arrepiente de haber aceptado. Está cada vez más
sordo, le duelen los ojos, las piernas. Su estómago le pasa la cuenta por cada
comida que no es la indicada para él. Se cuida, sí, pero aun así una noche
siente fuertes dolores de estómago, ardor en el esófago, y luego vienen las
regurgitaciones, por suerte, sin sangre.
—If
I should die now? —se pregunta.
No le gusta
pensar que su cuerpo pudiera quedar in a foreign field.
Sufre un ataque de paranoia, cree que mi madre no
iría a ayudarlo o bien a recoger su cuerpo, porque ella sería incapaz de
socorrerlo.
A pesar de la
última experiencia de su viaje a Europa, acepta al año siguiente una invitación
del Woodrow Wilson Center en Washington. Su sensación de agotamiento físico no
lo abandona, ni sus temores le dan tregua.
Todos estos
dolores físicos que siento, ¿qué son...? Me dan
bastante miedo, si debo decir la verdad. El dolor de mis huesos, de mis piernas
y pies especialmente. Hoy casi no puedo caminar. Dudo que esto sea
psicosomático, como Hugo Rojas (psicoanalista) quería que todo lo
mío fuera. ¡Y me siento tan desprotegido! ¿Qué pasaría si me quedara inválido?
¿Quién me cuidaría, y con qué?
Está viejo y
lo nota en lo mucho que se demora en acostarse, en
tomar sus píldoras, en sacar sus cosas del pantalón para meterlas en otro. Todo
lo que antes hacía inconscientemente, ahora le cuesta una elaboración mental.
Mientras sigue
en Washington escribe:
En todo caso,
anoche antes de dormirme tuve pánico de que los dolores e incomodidades de que
sufro en las piernas y los pies sea alguna forma perniciosa y antiquísima de
AIDS, aunque no tengo razones para ese temor. Aunque,
por cierto, en ese tiempo no existía esa enfermedad. El pánico es pánico, nada
más.
Ha salido a
distintas universidades americanas a dar conferencias a pesar del gran esfuerzo
que le significa, pero las expone con éxito y reconocimiento. Antes de ir a
Nueva York está muy asustado: su orina salió café, con sangre, pero no puede
fallar a ese compromiso.
¿El principio
del fin? Sin duda. Siento mi mortality. Me gustaría terminar bien mi novela de
la gorda antes de morirme. En condiciones óptimas quisiera hacer mis memorias.
No estoy triste, sino con miedo, con la posibilidad de la sordidez de un fin,
bolsitas para la orina pegadas al cuerpo, orina incontrolable, qué sé yo. Me
harán una biopsia. Miedo de morir. Que pasen cosas que yo ya no podré saber, no ser parte de la historia, del tiempo, los
relojes detenidos, la memoria agotada, una piedra —¿por cuánto tiempo más?— en
el suelo como mis antepasados, que conmemora a un muerto. Hace millones de
años. Y los millones de años futuros. Fue dulce mi experiencia de la casi-muerte
por mi enfermedad hace dos años, la hemorragia, cuando todo va palideciendo,
incluso la voluntad, incluso el miedo, como la gran
solución para una muerte no terrible: los romanos en sus baños tibios, y la
mujer desnuda, la gorda acogedora en un banco de jardín tendiéndome los brazos.
Pero miedo. Miedo. El mal que se apodera del organismo, la pudrición en la
oscuridad, la soledad de una caja. ¿Dónde quedarán mis huesos? ¿Y por cuánto
tiempo? No importa, y sin embargo importa. Todo cementerio es estrecho, es una prisión. Todo mausoleo, pasajero.
En fin. Malos
pensamientos pese al tranquilizante que tomé. Quisiera estar en Chile, morir en
brazos que saben, o creen, quién soy, en todo caso, se despedirán de una imagen
que les es propia, con que pueden interactuar. ¿A quién me dolerá dejar?
Pilarcita, María Pilar, Claudia, Martín, Pocho, mis hermanos, Ágata, Tere,
todos los países y ciudades que desconozco y las
cosas que no he visto, mis libros. Esto me cuesta dejar.
Luego, en una
búsqueda por calmarse y por tratar de recuperar la objetividad, se pregunta si
no está overdramatizing.
Pero esto,
esto que soy, estas contradicciones y ambigüedades y cobardías y pasiones que
soy, estas timideces e incapacidades en que me reconozco, estos ojos que saben
ver, este oído atento a todas las inflexiones de una
voz, esta capacidad para oír Ravel y Schuman, esta profunda ternura, emoción
por mi hija, para cuidar y tolerar sin mucho placer a María Pilar y cuidar lo
que queda de nuestro amor, en todo caso, tantos y tantos años de intimidad (en
algunos casos intimidad fisiológica), que ya rara vez toma la dimensión de un
gran cariño. Estas vestiduras esenciales, me cuesta dejarlas. No creo en una vida trascendente, ciertamente no la
creo vista desde esta orilla con el lenguaje y las formas de trascendencia que
me es posible aceptar y reconocer.
Unos días
después, a las once de la mañana, tiene una cita con el doctor Herrera, quien
le dará su diagnóstico definitivo luego de innumerables exámenes y podrá
decirle cuál es su futuro. Ante el temor a este nuevo veredicto médico, reflexiona:
Cáncer o no
cáncer; esa es la cuestión, que es la forma contemporánea de ser o no ser. Voy
a ducharme. Que mi cuerpo, ya que no apetecible, sea por lo menos limpio en
esta que puede ser muy bien mi aparición última en escena.
Y a
continuación, como si todo lo dicho anteriormente no tuviera ninguna validez ni
importancia, continúa escribiendo:
Hablé con
Muñoz Molina; sentí que tenía ganas de conocerme, y
yo, excitado, por este response de un espléndido escritor joven, me entusiasmé.
Almorzaremos el 4.
De regreso en
Chile, las hospitalizaciones se suceden. El hepatólogo Humberto Reyes es ahora
su médico tratante. Confiábamos en él y lo admirábamos, sobre todo por su
enorme paciencia frente a mi padre, que lo llamaba constantemente para
preguntarle la causa o importancia de cualquier nuevo
síntoma. Enfrentaba con gran sentido del humor a un paciente tan fuera de lo
común. Un día el doctor Reyes, llamando desde la casa de mis padres a la
clínica para anunciar que iba a hospitalizar a «un paciente», pidió lo
siguiente:
—Quiero una
pieza linda, con buena vista, pero sobre todo que no haya enfermeras gordas en
el piso por las que el enfermo sufre gran
debilidad... y puede pellizcarlas.
Dentro del dramatismo
de estas crisis, también había momentos cómicos. Un día llegué a verlo a su
habitación en el hospital y me encontré con un personaje tendido en la cama.
Era la habitación correcta pero me costó reconocer a mi padre. Estaba
absolutamente afeitado, con la piel rosada y lozana como la de un niño. Yo,
asombrada, le pregunté a la enfermera qué había
pasado. Desconcertada, me contestó que cuando le preguntó en la mañana si se
afeitaba había contestado que sí, y ella, pensando que la barba crecida era de los
días que había pasado internado, no dudó en afeitarlo. Nadie lo reconocía, yo
no lo había visto nunca en mi vida sin barba, parecía un pollo desplumado.
En otra
ocasión fue a examinarlo al hospital el doctor
Gálvez, importante neurólogo. Luego de la revisión del paciente, mi madre lo
acompañó a la salida y le preguntó por sus honorarios. El doctor dijo que no
era nada, que había sido un placer atender a mi padre. Ella, emocionada al
volver a la habitación, le cuenta esto a mi padre y le dice:
—Pepe, mira
que amor el doctor, en agradecimiento debemos mandarle un Elefante.
Mi padre,
desconcertado, la mira y contesta:
—Estás loca,
María Pilar, ¿cómo se te ocurre? ¿De dónde vamos a sacar un elefante?
Mi madre se
refería a un ejemplar de la novela Donde van a morir los
elefantes.
En el libro de
Esther Edwards sobre mi padre, Recuerdos de la memoria,
el doctor Humberto Reyes explica su experiencia con los delirios de mi padre.
En varias
ocasiones José tuvo un comportamiento excéntrico,
explicable por la disfunción hepática que le producía severas intoxicaciones.
Por ejemplo, traía a los médicos tratantes dos o tres ejemplares del mismo
libro suyo, autografiado. Nadie se atrevía a decirle: «Don Pepe, ya me lo dio».
En noviembre
de 1994, mis padres viajan a Barcelona para posteriormente asistir a un
congreso sobre su obra en la Semana del Autor, en Madrid. A
los pocos días de su llegada a Barcelona, mi padre debe ser internado de
urgencia en la UTI del Hospital Clínico de Barcelona por una nueva hemorragia.
Las noticias eran alarmantes. Tanto la prensa chilena como española anunciaban
un pronto final.
Mi madre contó
entonces con el siempre incondicional apoyo de Carmen Balcells y de muchas
otras amistades. Yo, desesperada desde Chile, no sabía
si viajar o no; mientras tomaba la decisión mi padre, en una gran muestra de
coraje, logra levantarse nuevamente. Se perdió el congreso en Madrid,
naturalmente, pero siguió su viaje a Italia, como si nada hubiera pasado,
aunque en las últimas páginas de sus diarios anota cuidadosamente su
temperatura corporal en diferentes horarios.
En las
conversaciones que mantuvimos, la enfermedad, el
miedo y la muerte estuvieron presentes. Aun tratando de negarnos esta
posibilidad tan inminente, lo hablamos, lo enfrentamos con el dolor saliendo
como un murmullo junto a nuestras voces. Lo escucho atentamente decirme:
—El temor a la
muerte está clavado en el medio de mi personalidad. Como hombre de setenta y
dos años, enfermo, soy una persona bastante temerosa. Temo por mi vida. No tengo fe, creo que no creo en nada. Me atormenta
terriblemente lo que les va a pasar a ustedes después de que yo me vaya. Me
angustia. No me deja dormir. Veo esas momias, son todas iguales, y yo voy a ser
momia. Con mi obra trascenderé muy poco, tengo poca fe en la trascendencia como
escritor, realmente trascienden cinco personas en un siglo, eso me da mucha
rabia. Me gustaría quedarme aquí, no me resigno a
morir. Quisiera vivir eternamente, seguiría escribiendo eternamente.
Me increpa con
la pregunta de si he leído Blest Gana, supuestamente el escritor chileno más
importante.
—Seguro que ni
siquiera sabes quién es —me dice, y luego añade que eso mismo pasará con él. Su
miedo al olvido se dibuja en su rostro. La posibilidad de que en unos años se
olviden de él le causa un gran dolor.
¿Cuánto tiempo
trascenderá su obra realmente? Se lo pregunta una y otra vez.
—Cuando voy a
la tumba de mis padres en Zapallar me produce el desgaste espiritual más
grande. Yo sé que tus hijos van a olvidarlos, no se van a acordar de ellos, y
así pasará luego conmigo.
Respecto a la
posibilidad de no poder plasmar más palabras sobre la hoja en blanco, insiste:
—Quien no
escribe no deja huella, y quien no lee muere por no
conocer las necesarias huellas de sus mayores.
Y necesariamente
continúa:
—Escribir es
sufrir.
Sabemos que el
término de sus novelas le costó casi siempre una enfermedad, entre ellas las
llamadas úlceras literarias. La enfermedad es la
metáfora física de lo que le pasaba a él por dentro, en su mundo interior.
Cuando escribió Donde van a morir
los elefantes le cuenta a Claudia Donoso:
—Quisiera
tener tiempo. Le tengo miedo a la muerte. No me gusta la muerte. Soy no sólo
agnóstico, sino que a veces pienso que ateo, y la muerte está envuelta en
hospitales. Pero en los hospitales también hay rito y casi todo salva el rito.
Hay una tremenda intensidad en estar en los hospitales. Los sueños, por
ejemplo: soñaba como loco y eso no es habitual en mí.
Me acuerdo de un sueño muy definitivo: me estaba muriendo. Vi mi muerte. Y de
alguna manera tuve un gran alivio, o sensación de placer, de plenitud. Había un
banco en un parque y encima, tendida, una mujer gorda desnuda. Era la Ruby
[personaje femenino de Donde van a morir los elefantes].
Pero esto lo pienso por primera vez ahora que te lo estoy diciendo. Es la
primera vez que lo capto. La Ruby es mi orografía. Es
la forma que tengo. He sentido su calor y es como si todo hubiera ido a parar a
esa mujer. Hay un gran sentimiento de amor hacia ella, porque para mí la gorda
es la imagen del placer, de la abundancia. Es la diosa primitiva: la Venus de
Willendorf. Quizás es la raíz de todo, hacia donde voy también.
Mi padre murió
escribiendo, aun en un último esfuerzo. Fue un
«escritor» su vida entera, fue su profesión y su pasión. Bernard Shaw dijo:
«Feliz el hombre que tiene una profesión que coincide con su afición». Así fue
para él, se le dio esa posibilidad y privilegio de muy pocos.
En los últimos
días encaramos juntos la muerte, hablamos de ella, vivimos con ella como acompañante,
la dejamos sentarse a nuestro lado junto a la cama
donde agonizaba.
Me llamó el 4
de diciembre y me dijo:
—Ven, ahora sí
que me muero.
Hablamos un
rato y me pidió que en su lápida pusiera:
JOSÉ DONOSO, ESCRITOR
Eso fue
realmente, esencialmente.
A pesar de mi
escepticismo —siempre lograba salir de sus crisis de salud y volver a su
estudio a trabajar, a conectarse con la palabra—, no dudé en partir a verlo, a pesar de que iba saliendo de casa rumbo a la
actuación de fin de año de Clara, mi hija menor.
En cuanto
llegué supe que la posibilidad era real. Apenas podía respirar, me miraba
desesperado, pidiendo algún auxilio. Llamé inmediatamente al doctor Reyes,
quien al llegar me recomendó no llevarlo a ningún hospital... No había nada que
hacer. Contratamos una especie de clínica móvil para
atenderlo lo mejor posible en la casa. Mi madre estaba desolada, también sabía
que era el final.
Algo aliviado
por el oxígeno, mi padre empezó a hablarme:
—Nunca he
tenido un acercamiento a la Iglesia, ni a la fe. Es un mundo ajeno a mí, con el
que no tengo relación. Mi padre era muy agnóstico, mi mamá... mira... era y no
era. Lo respeto, me da la envidia más grande tu mamá porque
ella se va a ir a los brazos de Dios. Lo que uno es, es lo que uno cree, ella
se va a morir y se va a ir a los brazos de Dios, yo no sé qué pasará conmigo,
miedo a que no va a pasar nada conmigo, por mucho que piense me voy a pudrir, y
seré como esas momias y me llevará el aire del tiempo.
Ya es tarde.
Tendido en su cama de enfermo, le doy la mano, lo acompaño... a ratos,
silencio; duerme, respira con dificultad. Cuando se
recupera un poco, me retiene a su lado y de pronto me mira y me dice:
—Deberás ser
fuerte. No sé qué será de ti cuando yo no esté. Mira en Casa
de campo, el mundo de Wenceslao, es un mundo que es redondo. Wenceslao
no es torturado, porque tiene fuerzas para encarar la tortura, los demás no
tienen esa fuerza. La esencia de la tortura es la falta de fuerza. Pero Wenceslao tiene fuerza para encararlo todo.
Nunca encontré
esa fuerza. La he buscado, pero debo reconocer que el dolor me ha hecho conocer
la fragilidad y la autodestrucción. Quizás sólo lo logro hoy, al poder escribir
este libro, al haber podido ver a mi padre y, de algún modo, mi historia en
todas las dimensiones que uno puede tener como ser humano, los distintos
planos, las distintas realidades interiores y
exteriores, para, al final, comprenderlo en su totalidad, permitiéndome
quererlo, odiarlo, perdonarlo, agradecerle y, por último, lograr el duelo, separarme
de su imagen, que he buscado durante estos últimos años, y ser yo misma.
El día antes
de su muerte le ofrecí leerle, cosa que nunca se me había ocurrido antes, y me
sorprendí mucho de tener ese curioso impulso. Busqué
algunos libros de poemas en la biblioteca de la casa. Elegí a T. S. Eliot,
Cavafis y a Huidobro, sabiendo que éstos le gustaban. Al ofrecérselos, escogió Altazor, libro que yo nunca había leído. Al comenzar la
lectura me estremecí, a medida que leía cada estrofa lo estaba invitando a morir,
mis lágrimas no se contuvieron y caían sobre cada verso. Le pregunté de pronto
si estaba cansado.
—No, continúa,
continúa...
Seguí con la
lectura hasta que se quedó dormido.
Le leí,
invitándolo inconscientemente a entregarse, a dejarse llevar, a «caer», a la
entrega, a la muerte implacable, ineludible:
Adentro de ti
mismo, fuera de ti mismo, caerás del cenit al nadir porque ese es tu destino,
tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la
piedra.
Altazor
morirás. Se secará tu voz y serás invisible
La tierra
seguirá girando sobre su órbita precisa
Temerosa de un
traspié como el equilibrista sobre el alambre que ata las miradas de pavor
En vano buscas
ojo enloquecido
No hay puerta
de salida y el viento desplaza los planetas
Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar
¿No ves que
vas cayendo ya?...
Cae
Cae
eternamente
Cae al fondo
del infinito
Cae al fondo
del tiempo
Cae al fondo
de ti mismo
Cae lo más
bajo que se pueda caer
Cae sin
vértigo...
Cae en
infancia
Cae en vejez
Cae en
lágrimas
Cae en risas
Cae en música
sobre el universo
Cae de tu
cabeza a tus pies
Cae de tus
pies a tu cabeza
Cae del mar a
la fuente
Cae al último
abismo del silencio
Como el barco
que se hunde apagando sus luces.
Todo se
acabó...
La madrugada
del día 7 de diciembre de 1996 sonó el teléfono. Yo sabía y miré a mi marido
pidiéndole que contestara él. Era mi madre anunciando su muerte. El aire se detuvo, se congeló el tiempo. El silencio.
La eternidad. El fin.
Al llegar a la
casa de Galvarino Gallardo subí corriendo las escaleras. Lo estaban vistiendo;
intervine, y de modo casi primitivo realicé la ceremonia de los muertos.
Mirando hoy hacia atrás me sorprende que uno tenga en el inconsciente esos
rituales tan ancestrales. Elegí la ropa que a él le gustaba, su cinturón preferido, totalmente gastado, su suéter de cachemira
color aguamarina, que hacía juego con sus ojos y que él usaba muy
pretenciosamente y, sobre sus pies, un manto boliviano con el que se tapaba
para su tradicional siesta.
En su ataúd
introduje una cajita de manicura que Carmen Balcells le había regalado por su
manía de cortarse las uñas y las cutículas; el llavero con todas sus llaves que hacía tintinear dentro de sus bolsillos; su reloj
Rolex, regalo de un programa de televisión que, aunque nunca funcionó muy bien,
usaba con orgullo, y unos lápices Bic de punta fina, que eran su obsesión.
Mi madre quiso
quedarse con sus anteojos. Forcejeamos un rato. Yo, aludiendo ingenuamente a
que quizás podía necesitarlos y que formaban parte de él, pero debí
permitírselo y entenderlo... Así entonces mi padre
partió «al otro mundo» con la mayoría de sus cosas, menos sus anteojos.
Quizás para
una mente creadora que ha indagado tan profundamente en las angustias del alma,
el mundo de la muerte sea su liberación o al menos uno paralelo.
Dos meses
después, el 11 de febrero de 1997, murió mi madre.
Bajo un
silencio sepulcral, la casa de Galvarino Gallardo también
se apagó. Se vendió después de grandes e infructuosos esfuerzos por preservarla
y no perderla para siempre. Se trató de crear una fundación, pero todo fue
inútil. Ay, la memoria; la pérdida de la memoria, de lo que somos, de nuestra
historia. Sé que mi padre hubiera querido que en su casa pusiera una placa
recordatoria del tipo
AQUÍ VIVIÓ...
AQUÍ ESCRIBIÓ...
Como en
Europa, donde siempre hay una leyenda unida a los sitios por los que se camina.
Saber, antes de llegar a él, que el estudio de Delacroix quedaba en Place de
Furstenberg, y la casa donde William Morris organizaba las primeras células
marxistas en Hammersmith, y que Henry James y Byron y Proust acudían al Café
Florian en Venecia a tomar helados de menta. O cómo en Florencia, frente al Palacio Pitti, una placa recuerda que
Dostoievski escribió El jugador en ese lugar.
Mi padre
contaba que una vez, caminando por Roma y buscando la casa de Rafael, le
preguntó a una señora, agobiada por el peso de una bolsa de esas admirables verduras
romanas, por la dirección, y ella le contestó: «Ventotto, secondo a destra...»,
como si Rafael fuera su vecino y contemporáneo.
Hoy, la casa
de Galvarino Gallardo, junto a las dos colindantes dibujan, en la estrecha
calle del barrio de Providencia, un edificio enorme, igual a miles de los que
pueblan la ciudad. No queda rastro de la flor de la pluma que cubría la terraza
ni del castaño en la esquina del jardín.
Sólo cemento.
Con respecto a
la falta de memoria, mi padre dejó unas palabras:
Las cosas hoy parecen ser todo lo contrario de cómo la historia
querría que fueran, porque ahora todo es falsamente moderno, peak, super,
fast-track.
Son pocas (por
no decir ninguna) las instituciones que conservan los talismanes de la memoria,
que servirán a los expertos para reconstruir y estudiar la verdad del pasado.
Mejor tirar todo a la basura, nadie lo recuerda. La cultura carece de valor de mercado, de modo que es preferible deshacerse de todo
eso.
Salvar,
rescatar, conservar, preservar algo que alguien en un futuro muy lejano pueda
recibir y recoger como un mensaje enviado desde este lado del tiempo. De estos
mensajes recibidos, y a su vez enviados, nace la continuidad de la cultura, lo
específicamente eterno que identifica al ser humano como tal.
A través de
sus diarios, cartas, ensayos y conversaciones he
tratado de dar forma a este libro y develar en sus páginas las complejidades de
mi padre, de tener una respuesta a tantos porqué —si eso es posible—, y cito
las palabras de Tomás de Lampedusa que mi padre usó en Conjeturas
sobre la memoria de mi tribu:
En el ocaso de
la vida se impone la necesidad de recoger el mayor número de sensaciones que
han atravesado el organismo. Pocos lograrán con ello
hacer una obra maestra, pero todos deberían preservar algo que sin ese pequeño
esfuerzo se perderá para siempre. Llevar un diario, o escribir, a cierta edad,
nuestras memorias, tendría que ser una obligación impuesta por el Estado. Al
cabo de tres o cuatro generaciones se habría recogido un material precioso, y
podrían resolverse muchos problemas psicológicos que
acosan a la humanidad. No hay memoria, por insignificante que haya sido la
persona que la escribió, que no encierre valores sociales y expresivos de la
mayor importancia...
Y eso hizo con su libro de memorias familiares: un tributo para las
mujeres de mi descendencia, Pilar, Natalia y Clarita, para que no se olviden y
lo vuelvan a contar y a inventar otra vez más.
Para cerrar
esta historia y para dejarlo ir, reproduciré lo que
para mí resume nuestra relación y el regalo que me dio, que no fue la vida,
sino una historia plagada de matices y contradicciones.
Esto lo
escribió en Madrid en 1979, cuando yo tenía doce años:
Mi hija nació
en España. Por suerte alcanzó a pasar dos meses de vacaciones en la casa de
avenida Holanda antes de que ésta se extinguiera, de
modo que cuando hable de esa casa despertará, después, algunos ecos escondidos
en los repliegues de su memoria y sabrá rastrear, por lo menos, parte de las
raíces de lo que es, o fue, su padre, hasta un lugar que conserve por lo menos
una remota precisión. ¡Ella tiene tan pocas raíces! Nos hemos cambiado tantas
veces de casa que no se identifica con lugar alguno, ni con gente, ni con
sabores ni con olores que la fijen. Es verdad que las
raíces de las que estoy hablando son también cadenas que pesan y coartan; son,
en fin, aquello que rechazo. Sin embargo... sin embargo... por algo voy a
escribir mis recuerdos para dedicárselos a mi hija. Me aterroriza que viva en
un mundo tan libre como será el futuro, la mobile society que se nos está
echando encima, desprovisto de los crujidos de los pasos
en los benignos parquets del recuerdo, y para ella los crujidos sólo
significarán miedo, dificultad de autoidentificación, no el cariño de un
desayuno fragante que le traen por el elocuente sonido de la escalera.
Todo iba a ser
igual, siempre. Y no lo fue porque no podía ni debía serlo. Y heme aquí
lamentándolo. Esa seguridad que mi madre quería para los suyos, la laceraba el
dolor de pensar que alguno pudiera no tenerla, no era
una seguridad ni económica, ni social, ni intelectual: era una seguridad mucho
más primitiva, como era ella, una seguridad tribal, la seguridad de que alguien
como tú, y ahora te hablo directamente a ti, hija, de tu misma tribu, y aunque quieras
o no quieras, debe ayudarte y consolarte en momentos de soledad, de pena, de
pobreza. Esa seguridad, esa protección que yo
disfruté pese a que después la haya rechazado, no puedo dártela. Tenemos que
enfrentarnos a este destino elegido pero no querido de gente solitaria, de
mínimo núcleo aislado, sin patria porque no hemos compartido los destinos de la
patria y ya casi no hablamos su idioma, sin clase social, sin leyendas
familiares, sin parientes que nos ayuden y nos consuelen pese a criticarnos. Las
grandes identificaciones colectivas, si somos fuertes
y no queremos permanecer llorando en el umbral, tenemos que ganarlas solos. Eso
que mi madre tanto quería para nosotros y que a veces siento que echas de
menos, no puedo dártelo. Si continúa haciéndote falta, tendrás que creártelo
tú. Serás quien quieras ser, pura construcción, ostentarás la fisonomía que
elijas, no crecerás tiranizada por fantasmas de
existencias previas a la tuya. Así, si con mi trashumancia te he quitado algo,
quizás te haya dado otra cosa: esas tiernas seguridades que me definían también
me limitaban creando odiosas inseguridades. ¡Hay tantos sentidos en que yo no
soy yo, sino sólo mis rabias! Tú, en cambio, podrás elegir con mayor amplitud,
llevarás pocas señas de identidad que te condenen a ser algo preestablecido, y si te hemos criado dentro de cierta burguesía
modestamente comunista, también te hemos señalado desde pequeña que, dada
cierta piedad por el humanismo, la inteligencia y la sensibilidad, podrás
trazar tú misma los rasgos de tu propio rostro.
Dicen los
críticos que en el centro de todos mis libros existe, como un espacio cerrado,
una casa, el palacete modernista de Coronación, el burdel de El lugar sin límites, la mansión de Marulanda en Casa de campo y tantas otras. Todas son las casas de que me
evadí, eternamente, en todos sus posibles avatares y con los disfraces de sus
personajes que son ecos de las personas de mi pasado, estoy condenado a
crearlas y recrearlas en mis libros, a crearlas y recrearlas en las casas de mi
trashumancia. Descubro, al ponerme a escribir estas líneas,
que la única forma en que puedo contar mi historia es, también, alrededor de
unas cuantas casas que han sido más que escenarios, más bien agentes
determinantes de ciertas maneras de vivir o metáforas que sintetizan distintas
épocas y emociones de mi historia. Y me gusta que así sea, para que mi
literatura tenga esa coherencia que la realidad carece, y todo sea parte de la
maravillosa aventura del dolor.
No te gusta
leer. No importa. Algún día, por curiosidad, leerás los recuerdos de tu padre:
los escribo para que, si quieres, los asumas como parte de tu pasado y dejes
que te definan. Si no te apetece hacerlo así, los rechazarás definitivamente
como curiosidades sin importancia, más que la que puedan tener como literatura.
Quisiera
dejarte en herencia estas pocas efigies, este manojo
de ideas, de escritos y sensaciones, que quizás no comprendas enteramente
ahora, pero quizás sí después. Mis recuerdos, mi pasado, no son sólo para mí y
quiero preservarlos para que constituyan parte de tu pasado también.
Aceptar la
pérdida de mi padre me ha costado casi diez años, pues la vida no era
concebible sin él; me lo había enseñado así, me había hecho creer que era
inmortal... y le creí.
Bibliografía
Carlos Cerda, Donoso sin límites, Santiago, Lom Ediciones, 1997.
Departamento
de Programas Culturales. División de Cultura, Gobierno de Chile, «Donoso 70
años», octubre de 1997.
José
Donoso Papers,
Manuscripsts Division of Rare Books and Special Collections, Princeton
University Library Notebooks and Correspondence of
this collection.
José Donoso, Historia personal del Boom, Barcelona, Editorial Anagrama,
1972. [Segunda edición con apéndice del autor y «El Boom doméstico», por María
Pilar Serrano, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1983, Alfaguara 1998].
José Donoso, Poemas de un novelista. Ediciones Ganímedes Ltda., 1981.
José Donoso,
«Fragmentos de diario». Diario Abc. Madrid.
José Donoso, Conjeturas sobre la memoria
de mi tribu, Santiago, Alfaguara, 1996.
José Donoso,
recopilación Cecilia García-Huidobro, Artículos de incierta
necesidad, Santiago, Alfaguara, 1998.
María Pilar
Donoso, «La ruina inconclusa», revista Anthropos, nº
184-185, 1999.
Esther
Edwards, Delfina, Grijalbo, 2003.
Esther
Edwards, José Donoso: Voces de la memoria. Santiago,
Editorial Sudamericana.
Arturo
Fontaine Talavera, «Donoso en su taller», El Mercurio.
Cecilia
García-Huidobro (selección, edición e introducción), José
Donoso. El escribidor intruso, Ediciones Universidad Diego Portales,
2004. (También en revista Nexos, nº 230, México,
febrero 1997, Letra Internacional nº 52, Madrid, septiembre-octubre 1997.
Estudios Públicos nº 80, primavera-verano 2000).
Ágata Gligo, Diario de una pasajera, Santiago, Aguilar Chilena de Ediciones,
1997.
Joaquín Marco
(editor), José Donoso, Madrid, Ediciones de Cultura
Hispánica, Semana del Autor, 1997.
Agradecimientos
A Cecilia
García-Huidobro, mi correctora de estilo, mi editora, quien ajustó mis
palabras, quien «me llevó la pluma», me apoyó, alentó y aconsejó. También a su
equipo: a su hija Paz Balmaceda y, especialmente, a Karina Ubilla.
1 José Donoso. Cuaderno 45, Calaceite 7 enero 1974.
Princeton University. Department of Rare Books and Special Collections,
Manuscripts Division.
2 José Donoso. Cuaderno 57, Santiago 20 noviembre 1984.
Princeton University. Ibíd.
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