Ortega
y Unamuno en la España de Franco
El
debate intelectual durante los años cuarenta y cincuenta
PRÓLOGO
Durante la primera parte del
régimen de Franco se desarrolló una fuerte polémica en torno a los límites de
la apertura cultural, cuestión que fundamentalmente giraba en torno a Miguel de
Unamuno y a José Ortega y Gasset. Un asunto que resulta casi extraño a la
mayoría de nuestros coetáneos, pero de recuerdo en modo alguno inoportuno, dada
la influencia de ambas personalidades.
Sobre la magnitud y relevancia de
tal controversia sólo cabe decir que, planteada en sus primeras fases como una
cuestión iniciada por eclesiásticos —imposible separar la cuestión del hecho de
tener España en aquellos momentos un estado confesional—, terminan participando
obispos a través de cartas pastorales, la Conferencia de Metropolitanos con
declaraciones al respecto, y, finalmente, la Congregación para la Doctrina de
la Fe llevando dos textos de Unamuno al Indice
de Libros Prohibidos en 1957. Ello desde el lado de la Iglesia oficial.
Pues además habría que considerar las intervenciones de destacados miembros de
instituciones religiosas como la Asociación Católica Nacional de Propagandistas
o el Opus Dei. Y por otro lado intervendrán las relevantes personalidades
políticas e intelectuales que veremos.
La prensa y las publicaciones de
la época han dejado interesantes rastros de las posturas de cada uno, con
expresiones que, con cierta frecuencia, se ha buscado posteriormente silenciar
o enmascarar. Ello como consecuencia de haberse efectuado tales manifestaciones
en una época que, tanto en lo político como en lo religioso difiere
radicalmente de la actual. Es más, ya en los años sesenta algunos de los
participantes intentaban desvincularse de lo expresado por ellos mismos muy
poco tiempo antes. La explicación es muy simple: tanto la situación política
como la religiosa habían pasado a ser ambientalmente muy distintas.
En lo político, el cambio de
gobierno de febrero de 1957 inicia el desmontaje paulatino del esquema vigente
durante la primera mitad del régimen, y progresivamente muchos empiezan a
modificar su tendencia. Pero hay, sobre todo, un hecho que cambiará la
perspectiva de muchos criterios emitidos desde el mundo de la Iglesia: el 25 de
enero de 1959 Juan XXIII anunciaba la futura convocatoria del concilio
ecuménico Vaticano II. Pocos años más tarde la Iglesia era otra en muchos
aspectos. La exigencia de apertura al mundo dejaba de lado a quienes poco antes
mantenían actitudes que, cuando menos, podían interpretarse como intentos de
enviar al Indice a los autores
denostados. Así, cuando a finales de los cincuenta la polémica parecía alcanzar
su clímax intelectual, de repente se quedó vieja y desactualizada.
Fueron momentos de grandes
sorpresas ante las nuevas posiciones que muchos adoptaban, siendo quizás las
más chocantes las provenientes de algunos eclesiásticos. De denostar a Ortega y
a Unamuno pasaron, en brevísimo plazo, no a interesarse por ellos, sino a
coquetear con tendencias marxistas u otras que la propia doctrina de la Iglesia
llevaba más de un siglo condenando como heterodoxias ultraliberales.
Y no menos radicales fueron los
cambios, como veremos, de algunos que participaron en la polémica, tanto en lo
político como en lo intelectual, aunque también hubiera notables casos de
continuidad en los criterios. De todo ello he ofrecido, como no podía ser de
otro modo, mi personal interpretación. Pero, en términos generales, he
preferido quedar en un segundo plano y dejar que sean los propios participantes
en la polémica los que hablen. Para empezar porque las propias exposiciones de
los autores —figuras de primer rango intelectual en bastantes casos— son
sumamente interesantes, y porque entiendo que el sentir de la época se refleja
mucho mejor a través de las palabras de quienes intervinieron que por mi propia
visión de los hechos.
En segundo lugar porque se trata
también de recrear una época difícil de interpretar desde la nuestra, y para
ello nada mejor que reproducir la propia voz de los partícipes. Como es
natural, la extensa colección de textos y revistas consultadas me ha obligado a
presentar las afirmaciones que me han parecido más significativas, siempre
buscando la mayor objetividad posible. La defensa habitual de quienes, ante
este tipo de exposiciones, buscan descolgarse de las contradicciones o
inconveniencias derivadas de sus propias palabras, suele ser siempre la misma:
que se sacan las afirmaciones de contexto. Creo que no vale aquí tal
argumentación, pues se ha intentado presentar el contexto general con la
suficiente amplitud como para que no queden dudas acerca de que las
afirmaciones seleccionadas son bien expresivas del medio ambiente intelectual
en que cada uno actuaba.
Se ha efectuado la observación de
que, al poco de anunciarse la convocatoria del Concilio, la polémica pasó a
quedar rancia; cuando se lean los textos se podrá comprobar que la polémica
como tal es algo a lo que pocos, salvo subsistentes y polvorientos casos de
militante ranciedad, se reengancharían. Mas, siendo vetusto el debate,
permanece vigente una cuestión para el mundo cristiano: ¿qué hacer ante la
cultura? Y permanece vigente porque, frente a lo que opinen algunos hoy y
bastantes más en aquellos años, la cuestión, guste o deje de gustar, se renueva
todos los días. No basta responder —veremos que algunos así lo hicieron y lo
siguen haciendo— que la polémica ya se dio por cerrada en el siglo XIX o en el
siglo XIII, no quedando nada por añadir a lo que ya señalaron ciertas figuras
canónicas.
Figuras canónicas que, en su
momento, eran la avanzada cultural de la época, y todo lo contrario de
sedicentes discípulos especializados en la repetición maquinal de citas,
resulten adecuadas o no al caso. No cabe negarles la buena intención, pero su
cristianismo intelectual es un museo de citas, de cierta validez como
recordatorio ocasional, pero al final no otra cosa sino agua estancada que
tiende a evaporarse o simplemente a mantener un añorante recuerdo de épocas de
fertilidad.
Es curioso, aun siendo hecho
reiterado históricamente, que fueran precisamente algunos de los pertenecientes
al sector antiaperturista quienes, huyendo de la propia asfixia que generaban,
pasaron a las posturas más extremas y heterodoxas, deseosos de borrar sus
propias huellas. De nuevo el reiterado reestreno del caso Lammenais, pasando
del integrismo a la heterodoxia, tantas veces representado. Aunque, como
tendremos ocasión de rememorar, las salidas hacia la heterodoxia religiosa se
terminaron produciendo desde ambos lados de la polémica. Un debate que dejó por
medio anatemas eclesiásticos, caídos políticos, zancadillas y ceses académicos,
además de una larga serie de heridas y rencores, pues se trataban cuestiones de
profundidad, tanto referidas a lo religioso como a los criterios sobre lo
político.
Lo cierto es que los tiempos eran
otros, y las actitudes necesariamente también distintas de las que hoy
juzgaríamos aceptables. Era una etapa de posguerra, llena de vivencias trágicas
que hoy nos son ajenas. Pero en aquellos momentos estaban vivas y formaban
parte de lo cotidiano. Sin esta constatación y la de que se vivía en un régimen
confesional, pues así lo había querido la propia Iglesia, es difícil captar por
qué las actitudes fueron las que veremos.
La cuestión ha sido, por
supuesto, aludida en bastantes obras que tratan sobre la historia de esos años,
siendo dignas de considerar las aportaciones de varios autores. José Luis
Abellán, en su Historia crítica del
pensamiento español, efectúa una síntesis que centra las líneas esenciales
de la polémica; también se recoge el ambiente de la época en su obra Ortega y Gasset y los orígenes de la
transición democrática. Javier Tusell en su importante trabajo Franco y los católicos trata el período
que va de 1945 a 1957, teniendo bien en cuenta el ambiente en que se desarrolla
el debate, aportando sustanciosas referencias sumamente ilustrativas sobre la
importancia del asunto. José Andrés-Gallego ha tratado igualmente la cuestión
en ¿Fascismo o Estado católico? y Los españoles, entre la religión y la
política, obra ésta escrita en colaboración con los profesores Pazos y Luis
de Llera.
Por su parte, Luis Suárez
Fernández no deja de mencionar el debate en sus textos sobre el régimen de
Franco, por ejemplo en Francisco Franco y
su tiempo. Álvaro Ferrary en El
franquismo: minorías políticas y conflictos ideológicos (1936-1956) dedica
un notable conjunto de páginas a investigar los enfrentamientos. Por último, el
libro de Gregorio Morán El maestro en el
erial centra la cuestión en la persona de Ortega y su entorno, con
interesantes aportaciones. Como no puede ser de otro modo, pues es uno de los
sujetos que intervienen, Julián Marías es fuente imprescindible, y trata del
tema en varias de sus obras. Aun desde distintos puntos de vista, no ha podido
soslayarse lo destacado de la confrontación, y todos los autores dan cuenta del
alcance que adquirió en su época, vistas las implicaciones políticas que la
polémica tuvo. Pero es también observable que, según las afinidades o
antipatías hacia los personajes e instituciones que aparecen y hacia tal o cual
línea de pensamiento, es asunto que sigue generando ciertas incomodidades. Lo
que no hace sino probar su importancia, pues es una expresión bastante exacta
de los sentimientos reales de aquella fase de la vida intelectual de España,
tan poco conocida hoy.
Como ha quedado dicho, es
ineludible mencionar aquellos enfrentamientos, pues nos encontramos ante uno de
los elementos esenciales del conjunto ambiental de la época. Se ha pretendido
aquí ofrecer una visión lo más amplia posible de tal debate histórico, con
antecedentes, exposiciones y epílogos no tratados en otras obras. Incluyendo,
claro es, los textos del momento para podernos aproximar con la máxima
objetividad a los hechos, la época y los personajes.
Finalmente algo debe quedar
claro: nadie cedió en el debate, todos se mantuvieron en sus trece y casi nadie
concedió nada al rival. Españoles al fin, clérigos y laicos, mantuvieron a
rajatabla la clásica norma de la casa: «Procure siempre acertarla el honrado y
principal. Pero si la acierta mal, sostenedla y no enmendadla». Hubo sonadas
deserciones posteriores y algún escandaloso caso de oportunismo, pero nadie se
desdijo de lo anteriormente afirmado. Así la polémica como tal fue infecunda,
al menos en su momento, pues no hubo intentos de acercamiento ni de concordia
en ningún punto debatido.
Mas también, frente a posturas de
serio radicalismo, hubo —en ambos lados y con todos los matices que se quieran—
actitudes respetuosas tanto en lo personal como en lo intelectual. Quedaron
serias exposiciones por ambas partes, dignas de ser consideradas como conjuntos
de argumentos a valorar y a seguir utilizando. Pero falló en general la
actitud, que podría haber conducido a resultados feraces —no necesariamente de
síntesis— si se hubiera seguido la línea que en su momento uno de los
participantes recordó: el recto criterio humanista In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas.
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