Publicados
unitariamente en 1920 bajo el título de Tres
novelas ejemplares y un prólogo, los admirables relatos que forman este
volumen «Dos madres», «El marqués de Lumbría» y «Nada menos que todo un hombre»
fueron escritos por Miguel de Unamuno (1864-1936) en la segunda década del
siglo XX. Precedidos por un prólogo en el cual el autor resume sus ideas básicas
sobre la teoría del relato y la creación de personajes, se caracterizan por la
exploración del mundo interior, la escasez de los elementos descriptivos, el
desarrollo interno de la trama en un tiempo psicológico y la importancia de los
diálogos, rasgos que comparte, como apunta en la introducción al volumen
Demetrio Estébanez Calderón, con las corrientes expresionistas vigentes en la época.
Miguel
de Unamuno
Tres
novelas ejemplares y un prólogo
ePub r1.0
Titivillus 14.05.17
Miguel
de Unamuno, 1920
Editor
digital: Titivillus
ePub
base r1.2
PRÓLOGO
I
¡TRES
NOVELAS EJEMPLARES Y UN PRÓLOGO! Lo mismo pude haber puesto en la portada de
este libro Cuatro novelas ejemplares.
¿Cuatro? ¿Por qué? Porque este prólogo es también una novela. Una novela,
entendámonos, y no una nívola; una
novela.
Eso
de nívola, como bauticé a mi novela —¡y
tan novela!— Niebla, y en ella misma,
página 158, lo explico—, fué una salida que encontré para mis… —¿críticos?
Bueno; pase— críticos. Y lo han sabido aprovechar porque ello favorecía su
pereza mental. La pereza mental, el no saber juzgar sino conforme a
precedentes, es lo más propio de los que se consagran a críticos.
Hemos
de volver aquí en este prólogo —novela o nívola— más de una vez sobre la
nivolería. Y digo hemos de volver así en episcopal primera persona del plural,
porque hemos de ser tú, lector, y yo, es decir, nosotros, los que volvamos
sobre ello. Ahora, pues, a lo de ejemplares.
¿Ejemplares?
¿Por qué?
Miguel
de Cervantes llamó ejemplares a las novelas que publicó después de su Quijote, porque, según en el prólogo a
ellas nos dice, «no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo
provechoso». Y luego añade: «Mi intento ha sido poner en la gloria de nuestra
república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño
de barras, digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios
honestos y agradables antes aprovechan que dañan.» Y en seguida: «Sí; que no
siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre
se asiste a los negocios por calificados que sean; horas hay de recreación,
donde el afligido espíritu descanse; para este efecto se plantan las alamedas,
se buscan las fuentes, se allanan las cuestiones y se cultivan con curiosidad
los jardines.» Y agrega: «Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo
alcanzara que la lección de estas novelas pudiera inducir a quien las leyera a
algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que
sacarlas en público; mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al
cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano.»
De
lo que se colige: primero, que Cervantes más buscó la ejemplaridad que hoy
llamaríamos estética que no la moral en sus novelas, buscando dar con ellas
horas de recreación donde el afligido espíritu descanse, y segundo, que lo de
llamarlas ejemplares fué ocurrencia posterior a haberlas escrito. Lo que es mi
caso.
Este
prólogo es posterior a las novelas a que precede y prologa como una gramática
es posterior a la lengua que trata de regular y una doctrina moral posterior a
los actos de virtud o de vicio que con ella tratan de explicarse. Y este prólogo
es, en cierto modo, otra novela; la novela de mis novelas. Y a la vez la
explicación de mi novelería. O si se quiere, nivolería.
Y
llamo ejemplares a estas novelas porque las doy como ejemplo —así, como suena—,
ejemplo de vida y de realidad.
¡De
realidad! ¡De realidad, sí!
Sus
agonistas, es decir, luchadores —o si queréis los llamaremos personajes—, son
reales, realísimos, y con la realidad más íntima, con la que se dan ellos
mismos, en puro querer ser, o en puro querer no ser, y no con la que le den los
lectores.
II
Nada
hay más ambiguo que eso que se llama realismo en el arte literario. Porque, ¿qué
realidad es la de ese realismo?
Verdad
es que el llamado realismo, cosa puramente externa, aparencial, cortical y
anecdótica, se refiere al arte literario y no al poético o creativo. En un
poema —y las mejores novelas son poemas—, en una creación, la realidad no es la
del que llaman los críticos realismo. En una creación, la realidad es una
realidad íntima, creativa y de voluntad. Un poeta no saca sus criaturas —criaturas
vivas— por los modos del llamado realismo. Las figuras de los realistas suelen
ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un
fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogió por calles y
plazuelas y cafés y apuntó en su cartera.
¿Cuál
es la realidad íntima, la realidad real, la realidad eterna, la realidad poética
o creativa de un hombre? Sea hombre de carne y hueso, o sea de los que llamamos
ficción, que es igual. Porque Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o
Macbeth tanto como Shakespeare, y mi Augusto Pérez tenía acaso sus razones al
decirme, como me dijo —véase mi novela (¡y tan novela!) Niebla, páginas 280 a 281— que tal vez no fuese yo sino un pretexto
para que su historia y las de otros, incluso la mía misma, lleguen al mundo.
¿Qué
es lo más íntimo, lo más creativo, lo más real de un hombre?
Aquí
tengo que referirme una vez más a aquella ingeniosísima teoría de Oliver
Wendell Holmes —en su The autocrat of the
breakfast table, III— sobre los tres Juanes y los tres Tomases. Y es que
nos dice que cuando conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que
son:
Tres
Juanes:
El
Juan real; conocido sólo para su Hacedor.
El
Juan ideal de Juan; nunca el real, y a menudo muy desemejante de él.
El
Juan ideal de Tomás; nunca el Juan real ni el Juan de Juan, sino a menudo muy
desemejante de ambos.
Tres
Tomases:
El
Tomás real.
El
Tomás ideal de Tomás.
El
Tomás ideal de Juan.
Es
decir: el que uno es, el que se cree ser y el que le cree otro. Y Oliver
Wendell Holmes pasa a disertar sobre el valor de cada uno de ellos.
Pero
yo tengo que tomarlo por otro camino que el intelectualista yanqui Wendell
Holraes. Y digo que además del que uno es para Dios —si para Dios es uno
alguien—, y del que es para los otros y del que se cree ser, hay el que
quisiera ser. Y que éste, el que uno quiere ser, es en él, en su seno, el
creador, y es el real de verdad. Y por el que hayamos querido ser, no por el
que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a
uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser.
Ahora
que hay quien quiere ser y quien quiere no ser, y lo mismo en hombres reales
encarnados en carne y hueso que en hombres reales encarnados en ficción
novelesca o nivolesca. Hay héroes del querer no ser, de la noluntad.
Mas
antes de pasar más adelante cúmpleme explicar que no es lo mismo querer no ser
que no querer ser.
Hay,
en efecto, cuatro posiciones, que son: dos positivas: a) querer ser; b) querer
no ser; y dos negativas: c) no querer ser; d)
no querer no ser. Como se puede: creer que hay Dios; creer que no hay Dios; no
creer que hay Dios, y no creer que no hay Dios. Y ni creer que no hay Dios es
lo mismo que no creer que hay Dios, ni querer no ser es no querer ser. De uno
que no quiere ser, difícilmente se saca una criatura poética, de novela; pero
de uno que quiere no ser, sí. Y el que quiere no ser, no es, ¡claro!, un
suicida.
El
que quiere no ser lo quiere siendo.
¿Qué?
¿Os parece un lío? Pues si esto os parece un lío, y no sois capaces, no ya sólo
de comprenderlo, mas de sentirlo y de sentirlo apasionada y trágicamente, no
llegaréis nunca a crear criaturas reales, y, por tanto, no llegaréis a gozar de
ninguna novela, ni de la de vuestra vida. Porque sabido es que el que goza de
una obra de arte es porque la crea en sí, la re-crea y se recrea con ella. Y
por eso Cervantes en el prólogo a sus Novelas
Ejemplares hablaba de «horas de recreación». Y yo me he recreado con su
Licenciado Vidriera, recreándolo en mí al re-crearme. Y el Licenciado Vidriera
era yo mismo.
III
Quedamos,
pues —digo, me parece que hemos quedado en ello…—, en que el hombre más real, realis, más res, más cosa, es decir, más causa —sólo existe lo que obra—, es el
que quiere ser o el que quiere no ser, el creador. Sólo que este hombre que
podríamos llamar, al modo kantiano, numénico, este hombre volitivo e ideal —de
idea-voluntad o fuerza— tiene que vivir en un mundo fenoménico, aparencial,
racional, en el mundo de los llamados realistas. Y tiene que soñar la vida que
es sueño. Y de aquí, del choque de esos hombres reales, unos con otros, surgen
la tragedia y la comedia y la novela y la nívola. Pero la realidad es la íntima.
La realidad no la constituyen las bambalinas ni las decoraciones, ni el traje,
ni el paisaje, ni el mobiliario, ni las acotaciones, ni…
Comparad
a Segismundo con Don Quijote, dos soñadores de la vida. La realidad en la vida
de Don Quijote no fueron los molinos de viento, sino los gigantes. Los molinos
eran fenoménicos, aparenciales; los gigantes eran numénicos, sustanciales. El
sueño es el que es vida, realidad, creación. La fe misma no es, según San
Pablo, sino la sustancia de las cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño.
Y la fe es la fuente de la realidad, porque es la vida. Creer es crear.
¿O
es que la Odisea, esa epopeya que es
una novela, y una novela real, muy real, no es menos real cuando nos cuenta
prodigios de ensueño que un realista excluiría de su arte?
IV
Sí,
ya sé la canción de los críticos que se han agarrado a lo de la nívola; novelas de tesis, filosóficas, símbolos,
conceptos personificados, ensayos en forma dialogada… y lo demás.
Pues
bien; un hombre, y un hombre real, que quiere ser o que quiera rio ser, es un símbolo,
y un símbolo puede hacerse hombre. Y hasta un concepto. Un concepto puede
llegar a hacerse persona. Yo creo que la rama de una hipérbola quiere —¡así,
quiere!— llegar a tocar a su asíntota y no lo logra, y que el geómetra que
sintiera ese querer desesperado de la unión de la hipérbola con su asíntota nos
crearía a esa hipérbola como a una persona, y persona trágica. Y creo que la
elipse quiere tener dos focos. Y creo en la tragedia o en la novela del binomio
de Newton. Lo que no sé es si Newton la sintió.
¡A
cualquier cosa llaman puros conceptos o entes de ficción los críticos!
Te
aseguro, lector, que si Gustavo Flaubert sintió, como dicen, señales de
envenenamiento cuando estaba escribiendo, es decir, creando, el de Erna Bovary,
en aquella novela que pasa por ejemplar de novelas, y de novelas realistas,
cuando mi Augusto Pérez gemía delante de mí —dentro de mí más bien—: «Es que yo
quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…» —Niebla, página 287— sentía yo morirme.
«¡Es
que Augusto Pérez eres tú mismo…!» —se me dirá—. ¡Pero no! Una cosa es que
todos mis personajes novelescos, que todos los agonistas que he creado, los
haya sacado de mi alma, de mi realidad íntima —que es todo un pueblo— y otra
cosa es que sean yo mismo. Porque, ¿quién soy yo mismo? ¿Quién es el que se
firma Miguel de Unamuno? Pues… uno de mis personajes, una de mis criaturas, uno
de mis agonistas. Y ese yo último e íntimo y supremo, ese yo trascendente —o
inmanente— ¿quién es? Dios lo sabe… Acaso Dios mismo…
Y
ahora os digo que esos personajes crepusculares —no de medio día ni de media
noche— que ni quieren ser ni quieren no ser, sino que se dejan llevar y traer,
que todos esos personajes de que están llenas nuestras novelas contemporáneas
españolas no son, con todos los pelos y señales que les distinguen con sus
muletillas y sus tics y sus gestos, no son en su mayoría personas, y que no
tienen realidad íntima. No hay un momento en que se vacíen, en que desnuden su
alma.
A
un hombre de verdad se le descubre, se le crea, en un momento, en una frase, en
un grito. Tal en Shakespeare. Y luego que le hayáis así descubierto, creado, lo
conocéis mejor que él se conoce a sí mismo acaso.
Si
quieres crear, lector, por el arte personas, agonistas-trágicos, cómicos o
novelescos, no acumules detalles, no te dediques a observar exterioridades de
los que contigo conviven, sino trátalos, excítalos si puedes, quiérelos sobre
todo, y espera a que un día —acaso nunca— saquen a luz y desnuda el alma de su
alma, el que quieren ser, en un grito, en un acto, en una frase, y entonces
toma ese su momento, mételo en ti y deja que como un germen se te desarrolle en
el personaje de verdad, en el que es de veras real. Acaso tú llegues a saber
mejor que tu amigo Juan o que tu amigo Tomás quién es el que quiere ser Juan o
el que quiere ser Tomás o quién es el que cada uno de ellos quiere no ser.
Balzac
no era un hombre que hacía vida de mundo ni se pasaba el tiempo tomando notas
de lo que veía en los demás o de lo que les oía. Llevaba el mundo dentro de sí.
V
Y
es que todo hombre humano lleva dentro de sí las siete virtudes y sus siete
opuestos vicios capitales; es orgulloso y humilde, glotón y sobrio, rijoso y
casto, envidioso y caritativo, avaro y liberal, perezoso y diligente, iracundo
y sufrido. Y saca de sí mismo lo mismo al tirano que al esclavo, al criminal
que al santo, a Caín que a Abel.
No
digo que Don Quijote y Sancho brotaron de la misma fuente porque no se oponen
entre sí, y Don Quijote era Sancho-pancesco, y Sancho Panza era quijotesco como
creo haber probado en mi Vida de Don
Quijote y Sancho. Aunque no falte acaso quien me salte diciendo que el Don
Quijote y el Sancho de esa obra no son los de Cervantes. Lo cual es muy cierto.
Porque ni Don Quijote ni Sancho son de Cervantes ni míos, sino que son de todos
los que los crean y recrean. O mejor, son de sí mismos, y nosotros, cuando los
contemplamos y creamos, somos de ellos.
Y
yo no sé si mi Don Quijote es otro que el de Cervantes, o si siendo el mismo he
descubierto en su alma honduras que el primero que nos le descubrió, que fué
Cervantes, no las descubrió. Porque estoy seguro, entre otras cosas, de que
Cervantes no apreció todo lo que en el sueño de la vida del Caballero significó
aquel amor vergonzoso y callado que sintió por Aldonza Lorenzo. Ni Cervantes
caló todo el quijotismo de Sancho Panza.
Resumiendo:
todo hombre humano lleva dentro de sí las siete virtudes capitales y sus siete
vicios opuestos, y con ellos es capaz de crear agonistas de todas clases.
Los
pobres sujetos que temen la tragedia, esas sombras de hombres que leen para no
enterarse o para matar el tiempo —tendrán que matar la eternidad—, al
encontrarse en una tragedia o en una comedia o en una novela, o en una nívola
si queréis, con un hombre, con nada menos que todo un hombre, o con una mujer,
con nada menos que una mujer, se preguntan: «¿Pero de dónde habrá sacado este
autor esto?» A lo que no cabe sino una respuesta, y es: «¡De ti, no!» Y como no
lo ha sacado uno de él, del hombre cotidiano y crepuscular, es inútil presentárselo,
porque no lo reconoce por hombre. Y es capaz de llamarle símbolo o alegoría.
Y
ese sujeto cotidiano y aparencial, ese que huye de la tragedia, no es mi sueño
de una sombra, que es como Píndaro llamó al hombre. A lo sumo será sombra de un
sueño, que dijo el Tasso. Porque el que siendo sueño de una sombra y teniendo
conciencia de serlo sufra con ello y quiera serlo o quiera no serlo, será un
personaje trágico y capaz de crear y de recrear en sí mismo personajes trágicos
—o cómicos—, capaz de ser novelista; esto es: poeta y capaz de gustar de una
novela, es decir, de un poema.
VI
¿Está
claro?
La
lucha, por dar claridad a nuestras creaciones, es otra tragedia.
Y
este prólogo es otra novela. Es la novela de mis novelas, desde Paz en la Guerra y Amor y Pedagogía, y mis cuentos —que novelas son— y Niebla y Abel Sánchez —ésta acaso la más trágica de todas—, hasta las TRES
NOVELAS EJEMPLARES que vas a leer, lector. Si este prólogo no te ha quitado la
gana de leerlas.
¿Ves,
lector, por qué las llamo ejemplares a estas novelas? ¡Y ojalá sirvan de
ejemplo!
Sé
que en España, hoy, el consumo de novelas lo hacen principalmente mujeres. ¡Es
decir, mujeres, no!, sino señoras y señoritas. Y sé que estas señoras y señoritas
se aficionan principalmente a leer aquellas novelas que les dan sus confesores
o aquellas otras que se las prohíben; o sensiblerías que destilan mangla o
pornografías que chorrean pus. Y no es que huyan de lo que les haga pensar;
huyen de lo que les haga conmoverse. Con conmoción que no sea la que acaba en… ¡Bueno,
más vale callarlo!
Esas
señoras y señoritas se extasían, o ante un traje montado sobre un maniquí, si
el traje es de moda, o ante el desvestido o semi-desnudo; pero el desnudo
franco y noble les repugna. Sobre todo el desnudo del alma.
¡Y
así anda nuestra literatura novelesca!
Literatura…
sí, literatura. Y nada más que literatura. Lo cual es un género de
subsistencia, sujeta a la ley de la oferta y la demanda, y a exportación e
importación, y a registro de aduana y a tasa.
Allá
van, en fin, lectores y lectoras, señores, señoras y señoritas, estas tres
novelas ejemplares, que aunque sus agonistas tengan que vivir aislados y
desconocidos, yo sé que vivirán. Tan seguro estoy de esto como de que viviré
yo.
¿Cómo?
¿Cuándo? ¿Dónde? Dios sólo lo sabe…
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