martes, 18 de agosto de 2020

UNAMUNO. LAS MÁSCARAS DE LO TRÁGICO.


PRÓLOGO
Ante el vasto, vario y hondo contenido de este libro, ineludiblemente me han venido a las mientes los dos versos finales del poemilla que Unamuno dirigió a sus futuros lectores:
Cuando vibres por entero soy yo, lector, que en ti vibro;
porque desde que, tras su muerte, comenzó a escribirse seriamente sobre 'él —el Miguel de Unamuno de Julián Marías, publicado en 1943, cuando tan difícil era hablar de él con verdad y justicia, fue pionero en ese noble empeño—, no sé si ha habido un libro en el que tan penetrante y vigorosa sea la vibración del hombre de carne y hueso que don Miguel de Unamuno fue, ese que tan apasionada y acongojadamente pensaba, sentía, quería, hablaba y actuaba para ser él mismo. Cogito ut $Ím Michael de Unamuno, dijo, transcartesiana- mente, desde lo más hondo de sí. Una serie de sucesivas o simultáneas máscaras trágicas, no ocultadoras o desfiguradoras, como las del carnaval, sino sinceramente expresivas de su más personal intimidad fueron, en efecto, los varios modos de ser hombre que se vio obligado a ser y a la vez quiso ser a lo largo de su vida, hecho y deshecho por el «duro bregar» que según confesión propia esa vida fue. Alquitarando conceptual y estilísticamente un barroquísimo párrafo de fray Jerónimo de San José, enseñó Ortega que la historia —la historia escrita, se entiende— debe ser «un entusiasta ensayo de resurrección». Desde la primera a la última página, esto es el espléndido libro de Pedro Cerezo. En él resucita en su plenitud y en su detalle el hombre Miguel de Unamuno; documentalmente desde que comenzó a ver el mundo en el Bilbao de la última guerra carlista hasta que en Salamanca dejó de verlo durante la última de nuestras contiendas civiles, y desiderativamente en su vida trans-mortal, en ese non omnis moriar que en todos los sentidos de la frase, no sólo
en el horaciano, fue la clave central del vivir terrenal de su protagonista. Y Pedro Cerezo resucita a Unamuno cumpliendo de modo magistral las tres principales reglas de la historiografía, cuando su tema es la mostración de una vida humana: la documentación, la ordenación y la comprensión. Documentación: conocimiento riguroso y fiel de todo lo que objetivamente pueda informarnos acerca de la vida del resucitado: mundo en que vivió, eventos personales y obras de toda índole; juicios, valoraciones e interpretaciones sobre su persona emitidos antes y después de su muerte; declaraciones suyas tocantes a sí mismo y a su mundo... Teniendo en cuenta la inmensa producción escrita de Unamuno —constantemente surgen textos nuevos—, no sé si algún día podrá lograrse un conocimiento exhaustivo de cuanto exige la rápida enumeración precedente; pero en la actualidad, considerando lo mucho que desde hace medio siglo vamos conociendo, no creo que sea superable la masa de información que da fundamento y consistencia a este libro. Ordenación: establecimiento de un orden inteligible y coherente en el conjunto de los documentos recogidos. Más de una vez he propuesto dos pautas para cumplir este menester: una de carácter diacrónico, discernir las «vidas sucesivas» que sin mengua de su radical unidad ,se hayan dado en el curso biográfico de la persona en cuestión, y otra de índole sincrónica, distinguir las «vidas complementarias» en que, también sin mengua de su unidad esencial, se haya realizado la vocación de tal persona. Completando la serie que el propio don Miguel dio por buena, y atenido en primer término a la cambiante situación de su héroe ante sí mismo y ante su mundo, Pedro Cerezo ve en el curso de la aventura espiritual de Unamuno —«de mi tragedia íntima», dice éste— cuatro actos, que denomina racionalismo humanista (el que subsiguió a la pérdida de la fe religiosa de la infancia), agonismo (el iniciado por el descubrimiento del carácter agónico de su existencia personal, cuando Unamuno advierte que ésta es en sí misma una lucha trágica entre dos posibilidades, llegar a ser plena y definitivamente y dejar totalmente de ser, «quedar en nada»; tal fue el nervio de la honda crisis espiritual de 1897), utopismo (la realización del agonismo cuando en él domina una voluntad heroica: Vida de Don Quijote y Sancho, epílogo de Del sentimiento trágico de la vida) y nadismo (el cariz del agonismo cuando en él parece imponerse la perspectiva de la aniquilación; la actitud existencia! subyacente a San Manuel Bueno, mártir). Más o menos utopista o nadista, agónica fue la vida personal de Unamuno desde la nunca bien resuelta crisis del racionalismo humanista propuesto en las páginas de En tomo al casticismo. Asimismo, pero menos temáticamente, son discernidas por Pedro Cerezo las vidas complementarias de don Miguel: el analista de sí mismo, el pensa
dor-poeta, el aspirante a reformador de España, el universitario, el hombre familiar. Comprensión: teniendo en cuenta los datos así ordenados, intelección de la única e intransferible realidad de la persona cuya resurrección se intenta: qué y quién fue esa persona para sí misma y qué y quién ha sido para el mundo en que existió y para cuantos seriamente la han estudiado. En este caso: mostrar la interna conexión de esos cuatro actos en que transcurrió la existencia del hombre Miguel de Unamuno; lo cual, dice textualmente Pedro Cerezo, sólo puede alcanzarse evitando «una hermenéutica más propensa a juzgar que a comprender». Quien juzga a una persona, intencionalmente la mata, porque la reduce a ser lo que en relación con la materia juzgada está siendo; quien la comprende, en cambio, la tiene ante sí con toda la complejidad y todos los matices de su vida. Dicho lo cual, rotundamente afirmo que, con su certera comprensión de la persona de Unamuno, Pedro Cerezo la ha resucitado íntegra y verdaderamente. «Sí, éste tuvo que ser, éste fue el hombre de carne y hueso que vivió queriendo ser Miguel de Unamuno», dirá, estoy seguro, el lector de este libro. El juvenil proyecto de construir un sistema filosófico en el que armoniosamente se juntasen Hegel, Spencer, la historia y el saber científico; la total estructura de la crisis espiritual de 1897; el cambiante sentido del quijotismo unamuniano; la consistencia de cuanto en la vida son el sentimiento trágico, y como complemento suyo —menos importante, pero real— el sentimiento cómico; la intención y los avatares de su pugna por la reforma espiritual de España; la entraña intencional de su poesía y de su prosa literaria —a título de ejemplo, léase la honda y luminosa comprensión de El Cristo de Velázquez, Niebla, El otro y San Manuel Bueno, mártir—; la sutil penetración psicológica en la intimidad de don Miguel, antes y después del patético 12 de octubre de 1936... Con alma generosa, amplísimo saber filosófico, literario y religioso, mente clara y acerado rigor intelectual, tales son, si no todos, sí los más importantes temas de la hazaña resucitadora de Pedro Cerezo. Con deslumbradora nitidez aparece así ante nosotros lo que real e históricamente fue don Miguel de Unamuno: un gigante que apasionada y desmesuradamente vivió, sin lograr resolverlos, problemas que por el hecho de ser hombre todo hombre lleva consigo, y que de un modo o de otro, cuando no ha caído en ser irremediablemente frívolo, alguna vez se plantea en su intimidad: ser siempre o dejar de ser, ser todo o ser nada, la oposición o la complementariedad entre el corazón y la cabeza, el sentido o el sinsentido de la vida y la muerte, la universalidad y la individualidad de cada cual, tantos más. He aquí uno de ellos: el tocante a la relación entre la fe y la razón, tan debatido en el mundo moderno desde su mismo origen.
El creyente adocenado, sea su fe la del carbonero o la del teólogo —del mal teólogo, claro está—, vive habitual y cómodamente instalado en ella; es decir, como si ese problema no existiera. A su vez, el increyente adocenado, sea inercia! o genuina su increencia, la profesa sin advertir que ésta no es un simple «no creer», un valiente deshacerse de la carga de creer en Dios, cuando realmente es otra creencia; quien dice «no creo en la existencia de Dios», en rigor está diciendo «creo que Dios no existe». Dos creencias contrapuestas, que una de dos: o son vividas sin reflexión, adocenadamente, o exigen preguntarse con cierto rigor lo que la creencia es; por tanto, distinguir con cuidado entre el «saber por evidencia» y el «saber por creencia». Pues bien: ya Platón nos hizo ver —muy bien lo conocía Unamuno, y más de una vez aparece en este libro su recuerdo de la sentencia platónica— que el acto de creer, cualquiera que sea el contenido de la creencia, la tocante a la inmortalidad del alma, en este caso, lleva consigo «un bello riesgo», el riesgo de que no sea cierto lo que creemos; pero riesgo bello, porque la resolución de afrontarlo da sentido a la existencia terrena del hombre. Y desde santo Tomás de Aquino, sabemos, por otra parte, algo que desconocen o no mencionan los teólogos adocenados —repito: los malos teólogos— y que Unamuno no debió de conocer, porque de otro modo no habría dejado dé aducirlo en apoyo de la licitud de sus dudas; más aún, del carácter últimamente trágico de su más central problema: dar por cierto que el ejercicio de la razón —tal como él, con su tiempo, la entendía— excluye a radice la posibilidad de creer en un Dios sustentador, y viviendo en sí mismo el hecho de que la más enérgica voluntad de creer no era capaz de llegar al asentimiento, digámoslo con Newman, en que la fe consiste; el «querer y no poder/creer, creer y creer» de Antonio Machado. Dice, en efecto, el teólogo santo Tomás, tras distinguir la existencia de tres modos en el hecho de pensar: «el acto de creer supone la firme adhesión a una parte (aquella en que se cree, por oposición a la que se rechaza), en lo cual el creyente conviene con lo que sabe e intelige; pero no logra un conocimiento perfecto, en cuanto que no procede de visión manifiesta, en lo cual el que cree conviene con el que duda, el que sospecha y el que opina; razón por la cual el acto de creer se distingue de todos los actos intelectuales tocantes a lo verdadero y lo falso» (S. theol. II, II, q. 2, a. 1). Quede no más que aludida la ulterior discusión de si el creer es una actividad primariamente intelectual o atañe a la totalidad de la existencia humana; lo importante ahora es recoger la afirmación de que la creencia, en cuanto actividad vital, de algún modo conviene con la duda, la sospecha y la opinión. Hecho éste desconocido por un doble absolutismo: el cómodo absolutismo del creyente adocenado y del teólogo polemista, para los cuales, en materia de fe,
la duda es nefanda, y el absolutismo ambicioso e impaciente de Unamuno, que en la fe que buscaba quería encontrar, a fuerza de desearla y esperarla, una total certidumbre del apoyo de su finita realidad personal en la infinita realidad de Dios. Más de una vez he recordado que san Alberto Magno, próximo ya a su muerte, solía preguntarse: N um quiddurabo«¿Es que voy a perdurar?». Interrogación que debe ser entendida refiriéndola tanto a su perseverancia final en la fe cristiana como a la remota, pero innegable posibilidad de que Dios, en uso de su potencia absoluta, reduzca a la nada toda realidad distinta de él. La visión de la nada como horizonte de lo real, básica para la filosofía occidental desde la difusión del cristianismo, y tan profunda y rigurosamente estudiada por Zubiri en su libro postumo Los problemas fundamentales de la metafísica occidental, era el nervio central en esa dramática interrogación del cristiano Alberto de Bollstádt. A esta luz, ¿cómo no comprender antropológica y cristianamente, aunque no se comparta, la tensión trágica con que el problema de la razón y la fe fue vivido en la intimidad y en la pluma de Unamuno? Porque tragedia es esa tensión, angustiosa tragedia, cuando se la vive como irreductible contraposición de una necesidad humana, pensar racionalmente, y un no menos humano menester, vivir con esperanza de plenitud. Y por otra parte, ¿cómo no echar de menos, con Unamuno, la vigencia social de un cristianismo en que la fe, sin detrimento de su firmeza, no sea para el creyente fanática seguridad, sino don que no excluye la duda, la sospecha y la opinión, y que por la vía del amor comprende la existencia de quienes no creen lo que él y como él? Pienso, en fin, que el patético drama de Unamuno debe ser estudiado dentro del ámbito que se abre ante la también patética interrogación de Heidegger: «¿Tiene sentido concebir al hombre, desde el fundamento de su más íntima finitud, como creador, y por tanto como infinito?». La necesidad de apelar al misterio de la realidad, la del interrogante y la del mundo, como punto de partida para formular una respuesta a su problema personal y a la punzante interrogación de Heidegger fue bien tempranamente descubierta por Unamuno. Pero la apelación al misterio sólo puede ser filosóficamente válida cuando en la mente del pensador se ha producido un difícil equilibrio entre la humana avidez de interrogar y seguir interrogando y la también humana humildad de admitir que hay preguntas a las que no es posible dar respuesta evidente, porque ante ellas sólo caben la entrega al agnosticismo, la osadía de asentir a una creencia, como enseñó Platón, y la resignación ante el hecho de que la creencia, por hermosa que sea, algo tiene que ver con la duda, la sospecha y la opinión, como Tomás de Aquino hizo ver. No parece ilícito pensar que a Unamuno, genial pionero en el descubrimiento de la necesidad intelectual del misterio, e insaciable, como pensador, en el ejer
cicio de preguntar, porque toda pregunta tiene como fundamento un menester, le faltó, como hombre, el punto de humildad necesario para admitir que no puede haber creencias evidentes y saciadoras. Mientras haya cristianos reflexivos, seguirá existiendo la reflexión acerca del acto de fe, y así lo hace ver, desde san Agustín hasta hoy, la historia de la teología cristiana. Vuelvo a lo dicho. Con este libro, Pedro Cerezo ha resucitado entero y verdadero al gigante del pensamiento, de la creación literaria y de la españolía que don Miguel de Unamuno fue. Así lo experimentarán, estoy seguro, cuantos con sensibilidad intelectual y literaria lo lean. ¿Qué es leer, sino dialogar? Quevedo nos lo enseñó, hablando de sí mismo en tanto que lector:
vivo en conversación con ios difuntos y escucho con los ojos a los muertos.
En este caso, a un muerto inmortal.
Abril de 1995
Ped r o L aín E n tr a lg o

Fuente:
 Pedro Cerezo Galán, 1996
 Pedro Laín Entralgo, para el prólogo, 1996
Editorial Trotta, SA, 1996 Sagasta, 33. 28004 Madrid Teléfono: 593 90 40 Fax 593 91 II
Diseño Joaquín Gallego
ISBN: 84-8164-068-9 . / • Depósito Legal: VA-7/96

Impresión ' Simancas Ediciones, SA Po!. Ind. San Cristóbal O Estaño, parcela 152 47012 Valladolid

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