Miguel de Unamuno
Cómo se hace
una novela
una novela
Cuando escribo estas líneas, a finales del mes de mayo de
1927, cerca de mis sesenta y tres, y aquí, en Hendaya, en la frontera misma, en
mi nativo país vasco, a la vista tantálica de Fuenterrabía, no puedo recordar
sin un escalofrío de congoja aquellas infernales mañanas de mi soledad de
París, en el invierno, del verano de 1925, cuando en mi cuartito de la pensión
del número 2 de la rue Laperouse me consumía devorándome al escribir el relato
que titulé: Cómo se hace una novela. No
pienso volver a pasar por experiencia íntima más trágica. Revivíanme para
torturarme con la sabrosa tortura —de «dolor sabroso» habló santa Teresa— de la producción desesperada, de la
producción que busca salvarnos en la obra, todas las horas que me dieron «El
sentimiento trágico de la vida». Sobre mí pesaba mi vida toda, que era y es mi
muerte. Pesaban sobre mí no sólo mis sesenta años de vida individual física, sino
más, mucho más que ellos; pesaban sobre mí siglos de una silenciosa tradición
recogidos en el más recóndito rincón de mi alma; pesaban sobre mí inefables
recuerdos inconscientes de ultra–cuna. Porque nuestra desesperada esperanza de
una vida personal de ultra–tumba se alimenta y medra de esa vaga remembranza de
nuestro arraigo en la eternidad de la historia.
¡Qué mañanas aquellas de mi soledad parisiense! Después de
haber leído, según costumbre, un capítulo del Nuevo Testamento, el que me
tocara en turno, me ponía a aguardar, y no sólo a aguardar sino a esperar, la
correspondencia de mi casa y de mi patria y luego de recibida, después del
desencanto, me ponía a devorar el bochorno de mi pobre España estupidizada bajo
la más cobarde, la más soez y la más incivil tiranía.
Una vez escritas, bastante de prisa y fébrilmente, las
cuartillas de Cómo se hace una novela se
las leí a Ventura García Calderón, peruano, primero, y a Juan Cassou, francés
—y tanto español como francés—, después, y se las di a éste para que las
tradujera al francés y se publicasen en alguna revista francesa. No quería que
apareciese primero el texto original español por varias razones y la primera
que no podría ser en España donde los escritos estaban sometidos a la más
denigrante censura castrense, a una censura algo peor que de analfabetos, de
odiadores de la verdad y de la inteligencia. Y así fue, que una vez traducido
por Cassou mi trabajo se publicó con el título de Comment
on fait un roman y precedido de un Portrait d’Unamuno, del
mismo Cassou, en el número del 15 de mayo de 1926 —n.o 670, 37e
année, tome CLXXXVIII— de la vieja
revista Mercure de France. Cuando
apareció esta traducción me encontraba yo ya aquí, en Hendaya, a donde había
llegado a fines de agosto de 1925 y donde me he quedado en vista del empeño que
puso la tiranía pretoriana española en que el gobierno de la República Francesa
me alejase de la frontera, a cuyo efecto llegó a visitarme de parte de monsieur
Painlevé, presidente entonces del Gabinete francés, el prefecto de los Bajos
Pirineos, que vino al propósito desde Pau, no consiguiendo, como era natural,
convencerme de que debía alejarme de aquí. Y algún día contaré con detalles la
repugnante farsa que armó en la frontera esta, frente a Vera, la abyecta
policía española al servicio del pobre vesánico —epiléptico— general don
Severiano Martínez Anido, hoy todavía ministro de la Gobernación y
vice–presidente del Consejo de asistentes de la Tiranía Española ,
para fingir una intentona comunista —¡el coco!— y ejercer presión en el
Gobierno francés para que me internase. Y aun ahora, cuando escribo esto, no
han renunciado esos pobres diablos de la que se llama Dictadura a su tema de
que se me saque de aquí.
Al salir yo de París Cassou estaba traduciendo mi trabajo y
después que lo tradujo y envió al Mercure no le
reclamé el original mío, mis primitivas cuartillas escritas a pluma —no empleo
nunca la mecanografía—, que se quedó en su poder. Y ahora, cuando al fin me
resuelvo a publicarlo en mi propia lengua, en la única en que sé desnudar mi
pensamiento, no quiero recobrar el texto original. Ni sé con qué ojos volvería
a ver aquellas agoreras cuartillas que llené en el cuartito de la soledad de
mis soledades de París. Prefiero retraducir de la traducción francesa de Cassou
y es lo que me propongo hacer ahora. Pero ¿es hacedero que un autor retraduzca
una traducción que de alguno de sus escritos se haya hecho a otra lengua? Es
una experiencia más que de resurrección de muerte, o acaso de re–mortificación.
O mejor de rematanza.
Eso se llama en literatura producción es un consumo, o más
preciso: una consunción. El que pone por escrito sus pensamientos, sus
ensueños, sus sentimientos los va consumiendo, los va matando. En cuanto un
pensamiento nuestro queda fijado por la escritura, expresado, cristalizado,
queda ya muerto y no es más nuestro que será un día bajo tierra nuestro
esqueleto. La historia, lo único vivo, es el presente eterno, el momento
huidero que se queda pasando, que pasa quedándose, y la literatura no es más
que muerte. Muerte de que otros pueden tomar vida. Porque el que lee una novela
puede vivirla, revivirla —y quien dice una novela dice una historia—, y el que
lee un poema, una criatura —poema es criatura y poesía creación— puede
re–crearlo. Entre ellos el autor mismo. Y ¿es que siempre un autor al volver a
leer una pasada obra suya, vuelve a encontrar la eternidad de aquel momento
pasado que hace el presente eterno? ¿No te ha ocurrido nunca, lector, ponerte a
meditar a la vista de un retrato tuyo, de ti mismo, de hace veinte o treinta
años? El presente eterno es el misterio trágico, es la tragedia misteriosa, de
nuestra vida histórica o espiritual. Y he aquí porque es trágica tortura la de
querer rehacer lo ya hecho, que es deshecho. En lo que entra retraducirse a sí
mismo. Y sin embargo...
Sí, necesito para vivir, para revivir, para asirme de ese
pasado que es toda mi realidad venidera, necesito retraducirme. Y voy a
retraducirme. Pero como al hacerlo he de vivir mi historia de hoy, mi historia
desde el día en que entregué mis cuartillas a Juan Cassou, me va a ser
imposible mantenerme fiel a aquel momento que pasó. El texto, pues, que dé
aquí, disentirá en algo del que traducido al francés apareció en el número de
15 de mayo de 1926 del Mercure de France. Ni
deben interesar a nadie las discrepancias. Como no sea a algún erudito futuro.
Como en el Mercure mi trabajo
apareció precedido de una especie de prólogo de Cassou titulado Portrait d’Unamuno, voy a traducir éste
y a comentarlo luego brevemente.
SAN Agustín se inquieta con una especie de frenética angustia
al concebir lo que podía haber sido antes del despertar de su conciencia. Más
tarde se asombra de la muerte de un amigo que había sido otro él mismo. No me
parece que Miguel de Unamuno, que se detiene en todos los puntos de sus
lecturas, haya citado jamás estos dos pasajes. Se re–encontaría en ellos sin
embargo. Hay de san Agustín en él, y de Juan Jacobo, de todos los que absortos
en la contemplación de su propio milagro, no pueden soportar el no ser eternos.
El orgullo de limitarse, de recoger a lo íntimo de la propia
existencia la creación entera, está contradicho por estos dos insondables y
revolvientes misterios: un nacimiento y una muerte que repartimos con otros
seres vivientes y por lo que entramos en un destino común. Es este drama único
el que ha explorado en todos sentidos y en todos los tonos la obra de Unamuno.
Sus ventajas y sus vicios, su soledad imperiosa, una avaricia
necesaria y muy del terruño —de la tierra vasca— la envidia, hija de aquel Caín
cuya sombra, según un poema de Machado, se extiende sobre la desolación del
desierto castellano; cierta pasión que algunos llaman amor y que es para él una
necesidad terrible de propagar esta carne de que se asegura que ha de resucitar
en el último día —consuelo más cierto que el que nos trae la idea de la
inmortalidad del espíritu—; en una palabra, todo un mundo absorbente y muy de
él, con virtudes cardinales y pecados, que no son del todo los de la teología
ortodoxa..., hay que penetrar en ello; es esta humanidad la que confiesa, la que
no cesa de confesar, de clamar y proclamar, pensando así conferirla una
existencia que no sufra la ley ordinaria, hacer de ella una creación de la que
no sólo no se perdería nada sino que su agregación misma quedase permanente,
sustancia y forma, organización divina, deificación, apoteosis.
Por estos perpetuos análisis y sublimación de sí, Miguel de
Unamuno atestigua su eternidad: es eterno como toda cosa es en él eterna, como
lo son los hijos de su espíritu, como aquel personaje de Niebla que viene a echarle en cara el
grito terrible de: «¡Don Miguel, no quiero morir!», como Don Quijote más vivo
que el pobre cadáver llamado Cervantes, como España, no la de los príncipes,
sino la suya, la de don Miguel, que transporta consigo en sus destierros, que
hace día a día, y de que hace en cada uno de sus escritos, la lengua y el
pensar, y de la que puede en fin decir que es su hija y no su madre.
A Shakespeare, a Pascal, a Nietzsche, a todos los que han
intentado retener a su trágica aventura personal un poco de esta humanidad que
se escurre tan vertiginosamente, viene a añadir Miguel de Unamuno su
experiencia y su esfuerzo. Su obra no palidece al lado de esos nobles nombres:
significa la misma avidez desesperada.
No puede admitir la suerte de Polonio y que Hamlet arrastrando
su andrajo por los sobacos lo eche fuera de la escena: «¡Vamos, venga, señor!». Protesta. Su protesta sube
hasta Dios, no a esa quimera fabricada a golpes de abstracciones alejandrinas
por metafísicos ebrios de logomaquía, sino al Dios español, al Cristo de ojos
de vidrio, de pelo natural, de cuerpo articulado, hecho de tierra y de palo,
sangriento, vestido, en que una faldilla bordada en oro disimula las
vergüenzas, que ha vivido entre las cosas familiares y que, como dijo santa
Teresa, se le encuentra hasta en el puchero.
Tal es la agonía de don Miguel de Unamuno, hombre en lucha, en
lucha consigo mismo, con su pueblo y contra su pueblo, hombre hostil, hombre de
guerra civil, tribuno sin partidarios, hombre solitario, desterrado, salvaje,
orador en el desierto, provocador, vano, engañoso, paradójico, inconciliable,
irreconciliable, enemigo de la nada y a quien la nada atrae y devora,
desgarrado entre la vida y la muerte, muerto y resucitado a la vez, invencible
y siempre vencido.
***
No le gustaría el que en un estudio consagrado a él se hiciera
el esfuerzo de analizar sus ideas. De los dos capítulos de que se compone
habitualmente este género de ensayos —el Hombre y sus ideas— no logra concebir
más que el primero. La ideocracia es la más terrible de las dictaduras que ha
tratado de derribar. Vale más en un estudio del hombre conceder un capítulo a
sus palabras que no a sus ideas. «Los sentidos —ha dicho Pascal antes que
Buffon— reciben de las palabras su dignidad en vez de dárselas»[1].
Unamuno no tiene ideas: es él mismo, las ideas que los otros se hacen en él, al
azar de los encuentros, al azar de sus paseos por Salamanca donde encuentra a
Cervantes y a fray Luis de León, al azar de esos viajes espirituales que le
llevan a Port Royal, a Atenas o a Copenhague, patria de Sören Kjerkegaard, al
azar de ese viaje real que le trajo a París donde se mezcló, inocentemente y
sin asombrarse ni un momento, a nuestro carnaval.
Esta ausencia de ideas, pero este perpetuo monólogo en que
todas las ideas del mundo se mejen para hacerse problema personal, pasión viva,
hirviente, patético egoísmo, no ha dejado de sorprender a los franceses,
grandes amigos de conversaciones o cambios de ideas, prudente dialéctica, tras
de la cual se conviene en que la inquietud individual se vele cortésmente hasta
olvidarse y perderse; grandes amigos también de interviús y de encuestas en que
el espíritu cede a las sugestiones de un periodista que conoce bien a su
público y sabe los problemas generales y muy de actualidad a que es
absolutamente preciso dar una respuesta, los puntos sobre que es oportuno hacer
nacer escándalo y aquellos al contrario que exigen una solución apaciguadora.
Pero ¿qué tiene
que hacer aquí el soliloquio de un viejo español que no quiere
morirse?
Prodúcese en la marcha de nuestra especie una perpetua y
entristecedora degradación de energía: toda generación se desenvuelve con una
pérdida más o menos constante del sentido humano, de lo absoluto humano. Tan
sólo se asombran de ello algunos individuos que en su avidez terrible no
quieren perder nada sino, lo que es más aún, ganarlo todo. Es la cuita de
Pascal que no puede comprender que se deje uno distraer de ello. Es la cuita de
los grandes españoles para quienes las ideas y todo lo que puede constituir una
economía provisora —moral o política— no tiene interés alguno. No tienen
economía más que de lo individual y por lo tanto, de lo eterno. Y así, para
Unamuno hacer política es, todavía, salvarse. Es defender su persona,
afirmarla, hacerla entrar para siempre en la historia. No es asegurar el
triunfo de una doctrina, de un partido, acrecentar el territorio nacional o
derribar un orden social. Así es que Unamuno si hace política no puede
entenderse con ningún político. Los decepciona a todos y sus polémicas se
pierden en la confusión, porque es consigo mismo con quien polemiza. El Rey, el
Dictador; de buena gana haría de ellos personajes de su escena interior. Como
lo ha hecho con el Hombre Kant o con Don Quijote.
Así es que Unamuno se encuentra en una continua mala
inteligencia con sus contemporáneos. Político para quien las fórmulas de
interés general no representan nada, novelista y dramaturgo a quien hace
sonreír todo lo que se puede contar sobre la observación de la realidad y el
juego de las pasiones, poeta que no concibe ningún ideal de belleza soberana,
Unamuno, feroz y sin generosidad, ignora todos los sistemas, todos los
principios, todo lo que es exterior y objetivo. Su pensamiento, como el de Nietzsche,
es imponente para expresarse en forma discursiva. Sin llegar hasta a recogerse
en aforismos y forjarse a martillazos es, como la del poeta filósofo, ocasional
y sujeta a las acciones más diversas. Sólo el suceso personal lo determina,
necesita de un excitante y de una resistencia; es un pensamiento esencialmente
exegético. Unamuno, que no tiene una doctrina propia, no ha escrito más que
libros de comentarios; comentarios al Quijote, comentarios
al Cristo de Velázquez, comentarios a los discursos de Primo de Rivera. Sobre
todo comentarios a todas esas cosas en cuanto afectan a la integridad de don
Miguel de Unamuno, a su conservación, a su vida terrestre y futura.
Del mismo modo, Unamuno poeta es por completo poeta de
circunstancia —aunque, claro está que en el sentido más amplio de la palabra—.
Canta siempre algo. La poesía no es para él ese ideal de sí misma tal como
podía alimentarlo un Góngora. Pero, tempestuoso y altanero como un proscrito
del Risorgimento, Unamuno siente a las veces
la necesidad de clamar, bajo forma lírica, sus recuerdos de niñez, su fe, sus
esperanzas, los dolores de su destierro. El arte de los versos no es para él
una ocasión de abandonarse. Es más bien por el contrario, una ocasión, más alta
sólo y como más necesaria, de reducirse y de recogerse. En las vastas
perspectivas de esta poesía oratoria, dura, robusta y romántica, sigue siendo
el mismo más poderosamente todavía y como gozoso de ese triunfo más difícil que
ejerce sobre la materia verbal y sobre el tiempo.
Nos hemos propuesto el arte como un canon que imitar, una
norma que alcanzar o un problema que resolver. Y si nos hemos fijado un
postulado no nos agrada que se aparte alguien de él. ¿Admitiremos las obras que
escribe este hombre, tan erizadas de desorden al mismo tiempo que ilimitadas y
monstruosas que no se las puede encasillar en ningún género y en las que nos
detienen a cada momento intervenciones personales, y con una truculenta y
familiar insolencia, el curso de la ficción–filosófica o estética —en que
estábamos a punto de ponernos de acuerdo—?
Cuéntase de Luis Pirandello, a cuyo idealismo irónico se le
han reprochado a menudo ciertos juegos unamunianos, que ha guardado largo
tiempo consigo, en su vida cotidiana, a su madre loca. Una aventura parecida le
ha ocurrido a Unamuno que ha vivido su existencia toda en compañía de un loco,
y el más divino de todos: Nuestro Señor Don Quijote. De aquí que Unamuno no
pueda sufrir ninguna servidumbre. Las ha rechazado todas. Si este prodigioso
humanista, que ha dado la vuelta a todas las cosas conocibles, ha tomado en
horror dos ciencias particulares: la pedagogía y la sociología, es, sin duda
alguna, a causa de su pretensión de someter la formación del individuo y lo que
de más profundo y de menos reductible lleva ello consigo, a una construcción a
priori. Si se quiere seguir a Unamuno hay que ir eliminando poco a poco de
nuestro pensamiento todo lo que no sea su integridad radical, y prepararnos a
esos caprichos súbitos, a esas escapadas de lenguaje por las que esa integridad
tiene que asegurarse en todo momento de su flexibilidad y de su buen
funcionamiento. A nosotros nos parece que no aceptar las reglas es arriesgarnos
a caer en el rídiculo. Y precisamente Don Quijote ignora este peligro. Y
Unamuno quiere ignorarlo. Los conoce todos, salvo ese. Antes que someterse a la
menor servidumbre prefiere verse reducido a esa sima resonante de carcajadas.
***
Habiendo apartado de Unamuno todo lo que no es él mismo,
pongámonos en el centro de su resistencia: el hombre aparece, formado, dibujado,
en su realidad física. Marcha derecho, llevando, a donde quiera que vaya, o
donde quiera que se pasee, en aquella hermosa plaza barroca de Salamanca,
o en las calles de París, o en los caminos del país vasco, su
inagotable monólogo, siempre el mismo, a pesar de la riqueza de las variantes.
Esbelto, vestido con el que llama su uniforme civil, firme la cabeza sobre los
hombros que no han podido sufrir jamás, ni aun en tiempo de nieve, un
sobretodo, marcha siempre hacia delante, indiferente a la calidad de sus
oyentes, a la manera de su maestro que discurría ante los pastores como ante
los duques, y prosigue el trágico juego verbal del que, por otra parte, no se
deja sorprender. Y ¿no atribuye también la mayor importancia trascendental a
ese arte de las pajaritas de papel que es su triunfo? ¿Todo ese conceptismo lo
expresarán, lo prolongarán más esos jugueteos filológicos? Con Unamuno tocamos
al fondo del nihilismo español. Comprendemos que este mundo depende hasta tal
punto del sueño que ni merece ser soñado en una forma sistemática. Y si los
filósofos se han arriesgado a ello es sin duda por un exceso de candor. Es que
han sido presos en su propio lazo. No han visto la parte de sí mismos, la parte
de ensueño personal que ponían en su esfuerzo. Unamuno, más lúcido, se siente
obligado a detenerse a cada momento para contradecirse y negarse. Porque se
muere.
Pero ¿para qué las coyunturas del mundo habrían de haber
producido este accidente: Miguel de Unamuno, si no es para que dure y se
eternice? Y balanceado entre el polo de la nada y el de la permanencia, sigue
sufriendo ese combate de su existencia cotidiana donde el menor suceso reviste
la importancia más trágica; no hay ninguno de sus gestos que pueda someterse a
ese ordenamiento objetivo y convenido por que reglamos los nuestros. Los suyos
están bajo la dependencia de un más alto deber; refiérelos a su cuita de
permanecer.
Y así nada de inútil, nada de perdido en las horas en medio de
las cuales se revuelve, y los instantes más ordinarios, en que nos abandonamos
al curso del mundo él sabe que los emplea en ser él mismo. Jamás le abandona su
congoja, ni aquel orgullo que comunica esplendor a todo cuanto toca, ni esa
codicia que le impide escurrirse y anonadarse sin conocimiento de ello. Está
siempre despierto y si duerme es para recogerse mejor ante el sueño de la vela
y gozar de él. Acosado por todos lados por amenazas y embates que sabe ver con
una claridad bien amarga, su gesto continuo es el de atraer a sí todos los
conflictos, todos los cuidados, todos los recursos. Pero reducido a ese punto
extremo de la soledad y del egoísmo, es el más rico y el más humano de los
hombres. Pues no cabe negar que haya reducido todos los problemas al más
sencillo y el más natural y nada nos impide mirarnos en él como en un hombre
ejemplar: encontraremos la más viva de las emociones. Desprendámonos de lo
social, de lo temporal, de los dogmas y de las costumbres de nuestro
hormiguero. Va a desaparecer un hombre: todo está ahí. Si rehúsa, minuto a
minuto, esa partida, acaso va a salvarnos. A fin de cuentas es a nosotros a
quienes defiende defendiéndose.
Jean
Cassou
[1]
El corolario de este pensamiento: «Las palabras alineadas de otro modo dan un
sentido diverso y los sentidos diversamente alineados hacen un efecto
diferente», ha sido comentado en todas las ediciones clásicas Hachette, la
grande y la pequeña, por estos ejemplos que da un profesor: «Tal la diferencia
entre grand homme y homme grand, galant homme y homme galant, etc., etc.». Mas
esta monstruosa tontería no indignará a Unamuno, profesor él mismo —otra
contradicción de este hombre amasado con antítesis— pero que profesa ante todo
el odio a los profesores.
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