PRÓLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN
Al
corregir las pruebas de esta segunda edición de mi Abel Sánchez: Una
historia de pasión -acaso estaría mejor: historia de una pasión- y
corregirlas aquí, en el destierro fronterizo, a la vista pero fuera de mi
dolorosa España, he sentido revivir en mí todas las congojas patrióticas de que
quise librarme al escribir esta historia congojosa. Historia que no había
querido volver a leer.
La
primera edición de esta novela no tuvo en un principio, dentro de España, buen
suceso. Perjudicóle, sin duda, una lóbrega y tétrica portada alegórica que me
empeñé en dibujar y colorear yo mismo; pero perjudicóle acaso más la tétrica
lobreguez del relato mismo. El público no gusta que se llegue con el escalpelo
a hediondas simas del alma humana y que se haga saltar pus.
Sin
embargo, esta novela, traducida al italiano, al alemán y al holandés, obtuvo
muy buen suceso en los países en que se piensa y siente en estas lenguas. Y
empezó a tenerlo en los de nuestra lengua española. Sobre todo después que el
joven crítico José A. Balseiro en el tomo II de El vigía le dedicó un
agudo ensayo. De tal modo que se ha hecho precisa esta segunda edición.
Un
joven norteamericano que prepara una tesis de doctorado sobre mi obra literaria
me escribía hace poco preguntándome si saqué esta historia del Caín de lord
Byron, y tuve que contestarle que yo no he sacado mis ficciones novelescas -o
nivolescas- de libros, sino de la vida social que siento y sufro -y gozo- en
tomo mío y de mi propia vida. Todos los personajes que crea un autor, si los
crea con vida; todas las criaturas de un poeta, aun las más contradictorias
entre sí -y contradictorias en sí misma~, son hijas naturales y legítimas de su
autor -¡feliz si autor de sus siglos!-, son partes de él.
Al
final de su vida atormentada, cuando se iba a morir, decía mi pobre Joaquín
Monegro: «¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece
ser: “Odia a tu prójimo como a ti mismo.” Porque he vivido odiándome; porque
aquí todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.» y al volver a oírle a mi
Joaquín esas palabras, por segunda vez y al cabo de los años -¡Y qué años!- que
separan estas dos ediciones, he sentido todo el horror de la calentura de la
lepra nacional española, y me he dicho: «Pero... traed al niño.» Porque aquí,
en esta mi nativa tierra vasca -francesa o española es igual- a la que he
vuelto de largo asiento después de treinta y cuatro años que salí de ella,
estoy reviviendo mi niñez. No hace tres meses escribía aquí:
Si
pudiera recogerme del camino
y
hacerme uno de entre tantos como he sido;
si
pudiera al cabo darte, Señor mío,
el
que en mí pusiste cuando yo era niño...!
Pero
¡qué trágica mi experiencia de la vida española! Salvador de Madariaga,
comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el reparto de los
vicios capitales de que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a
los otros dos, al francés más avaricia y al español más envidia. Y esta
terrible envidia, phthonos de los griegos, pueblo democrático y más bien
demagógico, como el español, ha sido el fermento de la vida social española. Lo
supo acaso mejor que nadie Quevedo; lo supo fray Luis de León. Acaso la
soberbia de Felipe II no fue más que envidia. «La envidia nació en Cataluña»,
me decía una vez Cambó en la plaza Mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España?
Toda esa apestosa enemiga de los neutros, de los hombres de sus casas, contra
los políticos, ¿qué es sino envidia? ¿De dónde nació la vieja Inquisición, hoy
rediviva?
Y al
fin la envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es una
envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse
angélica; pero, ¿y esa otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está
devorando a lo más indefenso del alma de nuestro pueblo?, ¿esa envidia
colectiva?, ¿la envidia del auditorio que va al teatro a aplaudir las burlas a
lo que es más exquisito o más profundo?
En
estos años que separan las dos ediciones de esta mi historia de una pasión
trágica -la más trágica acaso-, he sentido enconarse la lepra nacional y en
estos cerca de cinco años que he tenido que vivir fuera de mi España he sentido
cómo la vieja envidia tradicional -y tradicionalista- española, la castiza, la
que agrió las gracias de Quevedo y las de Larra, ha llegado a constituir una
especie de partidillo político, aunque, como todo lo vergonzante e hipócrita,
desmedrado; he visto a la envidia constituir juntas defensivas, la he visto
revolverse contra toda natural superioridad. y ahora, al releer, por primera
vez, mi Abel Sánchez para corregir las pruebas de esta su segunda -y
espero que no última- edición, he sentido la grandeza de la pasión de mi
Joaquín Monegro y cuán superior es, moralmente, a todos los Abeles. No es Caín
lo malo; lo malo son los cainitas. y los abelitas.
Mas
como no quiero hurgar en viejas tristezas, en tristezas de viejo régimen -no
más tristes que las del llamado nuevo- termino este prólogo escrito en el
destierro, pero a la vista de mi España, diciendo con mi pobre Joaquín
Monegro: «¡Pero... traed al niño!»
MIGUEL
DE UNAMUNO.
En
Hendaya. el 14 de julio de 1928.
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