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La bestia
Joseph Conrad
Teodor Józef Konrad Korzeniowski, JOSEPH CONRAD,
para la literatura, nació en Berdichev, Ucrania, en 1857. En 1886 adquirió la
ciudadania británica. Marinero desde su adolescencia, llegó a capitán de buque.
A partir de 1894 utilizó la experiencia recogida en sus viajes para escribir
novelas plenas de colorido, en las que el mar es el telón de fondo, y aún el
protagonista principal. Citaremos algunas: La
Locura de Allmayer, El Negro del
Narciso, Lord Jim, El Agente Secreto, Victoria. La crítica puede divergir en la ubicación de su obra,
pero en el corazón de millones de lectores para quienes describió un mundo
fascinante y ya en parte desaparecido, Conrad ocupa el lugar del más seguro
afecto. Murió en 1924.
Huyendo de las calles azotadas por la lluvia entré
en la taberna de Los Tres Cuervos y
cambié una sonrisa y una mirada con Miss
Blank. Este intercambio fue efectuado con toda corrección. Es asombroso pensar
que, si vive aún, Miss Blank debe de
tener actualmente más de sesenta años. ¡Cómo pasa el tiempo!
Al advertir que mi mirada se dirigía, inquisitiva,
al tabique de vidrio y madera barnizada, Miss
Blank tuvo la gentileza de alentarme, diciendo:
—Solo Mr. Jermyn y Mr. Stonor están en la sala, con
otro caballero a quien no he visto nunca.
Avancé hacia la puerta del salón. Una voz que
pontificaba del otro lado (el tabique era de madera terciada) se elevó a tales
estridencias que las palabras finales resaltaron en toda su atrocidad:
—¡Fue ese tipo Wilmot quien le abrió el vientre, y
cuánto bien hizo!
La expresión de este sentimiento simplemente
inhumano, ya que nada tenía de blasfemo o de indecente, no logró siquiera reprimir
el leve bostezo de Miss Blank tras la
pantalla de su mano. La mujer se quedó mirando con fijeza los vidrios de la
ventana, chorreantes de lluvia.
Cuando abrí la puerta del salón, la misma voz
proseguía con idéntica tensión de crueldad:
—Me alegré cuando supe que al fin se había
encontrado con la horma de su zapato. Sin embargo, lo siento por el pobre
Wilmot. Ese hombre y yo habíamos sido amigos en una época. Naturalmente, aquél
fue su fin. Un caso evidente. Ninguna escapatoria. Ninguna.
La voz pertenecía al caballero a quien Miss Blank nunca había visto. Estiraba
sus largas piernas sobre la alfombra vecina a la chimenea. Jermyn, inclinado
hacia adelante, tendía su pañuelo ante la rejilla, y miraba lúgubremente por
sobre el hombro. Lo saludé mientras sorteaba una de las mesitas de madera.
Del otro lado del fuego, enorme, imponente y
tranquilo, estaba sentado Mr. Stonor, colmando la capacidad de un vasto sillón
Windsor. Este hombre no tenía nada pequeño, salvo sus cortas patillas. Varias
yardas de tela azul de primerísima calidad (convertidas en un sobretodo)
reposaban en una silla a su lado. Y seguramente acababa de conducir a puerto
algún buque de ultramar, porque otra silla se asfixiaba bajo su negro
impermeable, amplio como un palio, de triple seda aceitada y doble costura.
A sus pies, una maleta de tamaño corriente parecía
el juguete de un niño.
No lo saludé. Era demasiado grande para saludarlo
en ese salón. Piloto mayor de Trinity, solo durante los meses de verano
condescendía a ocupar su puesto en el cutter.
Muchas veces había estado a cargo de los yates reales que entraban y salían de
Port Victoria. Además, es inútil saludar a un monumento. Y él era un monumento.
No hablaba, no se movía. Se limitaba a permanecer sentado, irguiendo su hermosa
y vieja cabeza, imperturbable y espléndido. Era un bello espectáculo. La
presencia de Mr. Stonor reducía al viejo Jermyn a una magra y andrajosa brizna
de hombre, y daba al locuaz extranjero vestido con traje de tweed un aspecto absurdamente infantil.
Éste debía tener algo más de treinta años, y por
cierto no era de esos individuos que se avergüenzan de oír su propia voz,
porque abarcándome, por así decirlo, en una mirada amistosa, prosiguió sin
ninguna aprensión.
—Yo me alegré —repitió enfáticamente—. Quizá les sorprenda,
pero ustedes no sufrieron las que me hizo pasar a mí. Les aseguro que es
difícil olvidarlo. Naturalmente, como pueden comprobar, he salido ileso. Pero
hizo todo lo posible para enviarme al otro mundo. Y estuvo a punto de mandar al
manicomio al hombre más excelente que he conocido. ¿Qué me dicen de eso, eh?
En el enorme rostro de Mr. Stonor no se movió un
músculo. ¡Monumental! El que hablaba me miró a los ojos.
—Solía enfermarme de solo pensar que andaba por el
mundo asesinando gente.
Jermyn acercó un poco más el pañuelo a la rejilla y
lanzó un gemido. Era una costumbre en él. —Lo vi una vez— declaró con plañidera
indiferencia—. Tenía un castillo…
El forastero lo miró sorprendido. —¡Tenía tres!—
corrigió autoritariamente.
Pero Jermyn no toleraba que lo contradijeran.
—Tenía un castillo, digo —repitió con lúgubre obstinación—. Grande, feo y
blanco. Se lo podía ver a varias millas de distancia…
—Es cierto —asintió el otro rápidamente—. Fue una
idea del viejo Colchester, aunque siempre estaba amenazando con abandonarlo.
Decía que ya estaba harto de sus mañas. Que no quería saber más nada con él,
aunque no volviera a conseguir otro… y así sucesivamente. Y creo que en efecto
lo habría dejado.
»Pero, aunque les sorprenda oírlo, su esposa se
oponía. ¿Curioso, eh? Sin embargo, nunca se puede predecir la actitud de una
mujer, y Mrs. Colchester, con sus bigotes y sus frondosas cejas, era de las más
testarudas que he conocido. Solía andar de un lado a otro con un vestido de
seda marrón y una gran cadena de oro golpeteándole el pecho. Si ustedes la
hubieran oído gritar: “¡Absurdo!” o “¡Tonterías y supersticiones!”… Pero sabía
apreciar su comodidad. No tenían hijos y nunca pusieron casa. Cuando se
encontraba en Inglaterra, ella se alojaba en algún hotel o pensión baratos.
Sabía perfectamente que nada podía ganar con un cambio. Y además Colchester,
aunque excelente hombre, ya no era tan joven, y quizá ella pensó que no le
resultaría muy fácil «conseguir otro» (como decía él). Sea como fuere, por un
motivo u otro, la buena señora descartaba todo intento de alegato con sus
muletillas favoritas: “¡Absurdo!”, “¡Tonterías y supersticiones!”. Una vez oí
que el propio Mr. Apse le decía confidencialmente:
»—Le aseguro, senora Colchester, que empieza a
inquietarme mucho la reputación que está adquiriendo esa bestia.
»—Oh —respondió ella—, si uno fuera a escuchar todo
lo que dicen… —Y enseñó a Apse a un tiempo todos sus dientes postizos—. Hará
falta algo más que eso para hacerme perder la confianza que le tengo».
Al llegar el narrador a este punto, Mr. Stonor, sin
que su expresión se alterase, lanzó una breve risa sardónica. Todo esto era muy
llamativo, pero yo no veía la causa de semejante regocijo. Mire
alternativamente a uno y a otro. El forastero sentado en la alfombra también sonreía
desagradablemente.
—Y Mr. Apse experimentó tanta gratitud al ver que
alguien hablaba bien de su protegido, que estrechó ambas manos a Mrs. Colchester.
Todos esos Apses, los viejos y los jóvenes, estaban enamorados de ese
abominable y peligroso…
—Perdón —interrumpí, puesto que parecía dirigirse
exclusivamente a mí—. Pero ¿de quién diablos está hablando?
—De la familia Apse —respondió cortésmente. Al oír
esto, casi lancé un juramento. Pero en aquel preciso instante Miss Blank asomaba la cabeza para informar
que, si Mr. Stonor quería tomar el tren de las once y tres, el carruaje estaba
a la puerta.
El piloto mayor irguió en seguida su poderosa mole
y con aterradoras convulsiones empezó a introducirse en su abrigo. El forastero
y yo corrimos impulsivamente en su ayuda, y no bien le pusimos las manos encima
se quedó perfectamente inmóvil. Debimos elevar mucho nuestros brazos y realizar
considerables esfuerzos. Era como poner un caparazón a un elefante manso. Con
un «Gracias, caballeros» se zambulló al fin bajo la prenda y atravesó la puerta
con mucha prisa.
El forastero y yo nos miramos amistosamente. —Me
pregunto cómo hace para trepar por la escala de un barco —dijo.
Y el pobre Jermyn, que era un simple piloto del Mar
del Norte, sin cargo oficial ni título de ninguna especie —es decir, piloto por
cortesía de los demás—, volvió a gemir. —Gana ochocientas libras al año —dijo.
—¿Usted es marinero? —pregunté al desconocido, que
había vuelto a ocupar su puesto en la alfombra.
—Lo fui hasta hace un par de años, es decir hasta
que me casé —repuso el comunicativo individuo—. Y realicé mi primer viaje en
ese barco del que estábamos hablando cuando usted entró.
—¿Qué barco? —pregunté, intrigado—. No le oí
mencionar un barco.
—Acabo de decirle su nombre, mi querido señor
—replicó—. El Apse Family[1].
Seguramente habrá oído hablar de la gran firma Apse & Sons, armadores.
Tenían una flota bastante grande. El Lucy
Apse, el Harold Apse… el Ann, el John, el Malcolm, el Clara, el Juliet, y muchos otros más, todos con el apellido APSE. A cada buque se le había puesto el
nombre de algún pariente de la familia: hermanos, hermanas, tíos, primos,
esposas, y creo que hasta el de la abuela… Eran excelentes barcos, sólidos y
construidos a la manera antigua: para llevar buena carga y durar mucho tiempo.
»Nada de estos nuevos inventos para ahorrar
trabajo; muchos hombres, bastante carne salada y galleta de munición, y allá
zarpaban para abrirse paso por esos mares».
El lamentable Jermyn lanzó un murmullo de
aprobación que parecía un quejido de dolor. Ésos eran los barcos que le
gustaban. Señaló en tono acongojado que a los nuevos dispositivos no se les
podía decir: «Agárrense fuerte, muchachos», y que ninguno de ellos subiría al
palo mayor en una noche tormentosa con bancos de arena a sotavento. —No
—asintió el forastero guiñándome un ojo—. Los Apse tampoco creían en
novelerías.
»Daban buen trato a su gente, mejor del que reciben
ahora, y estaban tremendamente orgullosos de sus barcos. A éstos nunca les pasó
nada. Y el último, el Apse Family,
estaba llamado a ser como los otros, pero aún más fuerte, más seguro, más
espacioso y cómodo. Creo que se habían propuesto hacerlo eterno. Fue construido
con acero, teca y greenheart, y su
tamaño era algo fabuloso para la época. Si alguna vez el orgullo presidió la
construcción de un buque, fue en esta oportunidad. Todo lo mejor.
»El capitán más antiguo de la compañía sería su
comandante; y a manera de cámara levantaron una casa como las de tierra firme,
al abrigo de una toldilla inmensa que se prolongaba casi hasta el palo mayor.
¡Con razón Mrs. Colchester no
permitía que su esposo renunciara! Era la mejor casa de que había disfrutado en
toda su vida de casada. ¡Tenía un coraje esa mujer!…
»¡Y el alboroto que reinó mientras se armaba el
barco!… Hagamos esto un poco más fuerte y esto un poco más pesado. ¿Y no sería
mejor cambiar aquello otro por algo más grueso? En los constructores se
despertó el espíritu de emulación, y así fue como a la vista de todo el mundo,
sin que nadie pareciera advertirlo, aquel buque empezó a convertirse en el
armatoste más pesado y torpe del mundo. Le habían calculado un desplazamiento
de 2,000 toneladas o algo más. Pero nunca menos. Pues vean ustedes lo que
ocurre. Cuando llega el momento de arquearlo, resulta que tiene 1,999 toneladas
y fracción. Consternación general. Y se dice que el viejo Apse se sintió tan
afectado cuando le dieron la noticia, que se enfermó y murió.
»El anciano se había retirado de la firma
veinticinco años antes, y tenía ya noventa y seis, de modo que su muerte no
debió sorprender a nadie.
»Pero Mr.
Lucien Apse estaba convencido de que su padre viviría hasta los cien, y por lo
tanto bien puede encabezar la lista de las víctimas. Después viene un
carpintero de ribera, un pobre diablo al que la bestia atrapó y aplastó en la
botadura. Botadura es un decir; para quienes lo oyeron aullar y crujir y lo
vieron bajar a los tumbos las gradas, aquella escena fue más bien el
lanzamiento de un demonio a las aguas del río. Cortó todas las riendas como si
fueran de bramante y se abalanzó hecho una furia sobre los remolcadores que lo
aguardaban.
»Antes que nadie pudiera impedirlo, echó a pique a
uno de ellos y al otro lo mandó por tres meses al dique de carena. Uno de sus
cables se partió y de pronto, sin que nadie supiera por qué, se dejó remolcar
con el otro, manso como un cordero.
»Era así. Nunca se podía estar seguro de lo que
estaba tramando. Hay barcos de difícil maniobra; mas, por lo general, uno puede
confiar en que se comportaran racionalmente. Pero con ese buque, por más
precauciones que se tomaran, no se podía contar. Era una bestia malvada. O
quizá, sencillamente, estaba loco».
Formuló esta hipótesis con tanta seriedad que no
pude disimular una sonrisa. Entonces dejó de morderse el labio inferior para
apostrofarme:
—¡Eh! ¿Por qué no? ¿Cómo sabe usted que no había
algo en su construcción, en su estructura, equivalente a la demencia? ¿Qué es
la locura, al fin y al cabo? Una pequeña anormalidad en la estructura del
cerebro. ¿Por qué no puede haber un buque loco? Quiero decir, loco a la manera
de un buque, de suerte que en ninguna circunstancia usted pueda estar seguro de
que hará lo que todo buque normal haría naturalmente. Hay barcos que giran en
círculos y otros que no se pueden estar quietos.
»Algunos deben ser vigilados cuidadosamente en una
tempestad y otros se encabritan a la menor racha de viento. Pero lo hacen
siempre. Usted acepta esos defectos como parte del carácter que les atribuye en
tanto embarcaciones, así como al tratar con un hombre tiene en cuenta las peculiaridades
de temperamento que en tanto hombre le son propias. Con éste no se podía. Era
imprevisible. Si no estaba loco, era la bestia más pérfida, traicionera y
salvaje que haya surcado las aguas. Lo he visto capear gallardamente un
temporal dos días seguidos, y al tercero tomar por la luna dos veces en una
misma tarde.
»La primera vez despidió limpiamente al timonel
sobre la rueda, pero como no consiguió matarlo volvió a hacer la prueba tres
horas más tarde. Se anegó a proa y a popa, reventó todo el paño, aterró a toda
la tripulación e inclusive inquietó a Mrs.
Colchester en aquellos hermosos camarotes de popa de que estaba tan orgullosa.
Cuando pasamos lista a la tripulación, faltaba un hombre. El pobre diablo había
caído por la borda, evidentemente, sin que nadie lo viera ni oyese. Y aún me
asombro de que haya sido el único.
»Siempre pasaba algo parecido. Siempre. Una vez oí
que un viejo contramaestre le decía al capitán Colchester que las cosas habían
llegado a tal extremo que tenía miedo de abrir la boca para dar una orden. Y
era tan terrible en puerto como en alta mar. Nada bastaba para sujetarlo. A la
menor provocación, empezaba a romper cuerdas, cables y maromas de acero como si
fueran zanahorias. Era pesado, torpe, poco marinero; mas eso no explicaba la
capacidad para el mal que poseía.
»A veces, cuando me acuerdo de él, pienso en esos
lunáticos incurables que de tanto en tanto escapan de los hospicios».
Me miró inquisitivamente. Pero, desde luego, yo no
podía admitir que un buque estuviese loco. —Era aborrecido en todos los puertos
donde lo conocían —prosiguió—. No tenía empacho en arrancar de un muelle seis
metros o más de sólido revestimiento de piedra o en amputar un espigón de
madera. Debe de haber perdido kilómetros enteros de cadenas y centenares de
toneladas de anclas.
»Cuando abordaba algún desdichado barco que le
molestaba, costaba un trabajo de mil demonios hacerle soltar la presa. Y lo
curioso es que nunca se hacía daño: apenas dos o tres rasguños. Sus
propietarios habían querido construir un navío resistente. Y lo era. Lo
bastante resistente como para abrir los hielos polares. Y siguió su carrera tal
como la había empezado. Desde el día en que fue botado no dejó pasar un solo
año sin asesinar a alguien. Creo que los dueños llegaron a inquietarse mucho.
Pero estos Apse eran una generación de empecinados. No podían admitir que
hubiese alguna falla en el Apse Family.
Ni siquiera se avinieron a cambiarle el nombre. “Supercherias y zarandajas”,
como solía decir Mrs. Colchester. Lo
menos que podían haber hecho era confinarlo para siempre en un dique seco,
tierra adentro, y no dejarlo oler más el agua salada. Le aseguro, señor, que
invariablemente mataba a alguien en cada viaje que realizaba. Todo el mundo lo
sabía. Su fama cruzó todos los mares».
Expresé mi sorpresa ante el hecho de que un barco
con una reputación tan mortífera pudiera conseguir una tripulación.
—Entonces usted no sabe lo que son los marineros,
señor. Yo se lo demostraré con un ejemplo. Un día, estando en la dársena, y
mientras me paseaba por el castillo de proa, vi que se acercaban dos
respetables marineros, uno era un hombre de mediana edad, competente y sosegado
a todas luces, el otro; un muchacho joven y vivaz. Leyeron el nombre del velero
en la proa y se detuvieron para mirarlo. Y dijo el más viejo:
»—Apse Family… Ése es un perro sanguinario, Jack
(palabras textuales), que mata un hombre en cada viaje. No trabajaría en él por
todo el oro del mundo.
»Y el otro contestó:
»—Si fuese mío, lo remolcaría al fango y le pegaría
fuego. ¡Ya lo creo!
»—A los dueños no les importa —dijo el primero—.
Sabe Dios que los hombres son baratos.
»Y el más joven escupió en el agua.
»—Yo no me embarco ahí aunque me paguen doble.
»Estuvieron merodeando un rato y después se
alejaron por el dique. Media hora más tarde los vi en cubierta, buscando al
contramaestre y al parecer muy ansiosos de que los contrataran. Y en efecto, se
embarcaron».
—¿Cómo explica eso? —pregunté.
—¿Qué sé yo? —replicó—. Temeridad… El orgullo de
jactarse por la noche ante sus camaradas: «Acabamos de embarcar en el Apse Family. Maldito sea, a nosotros no
nos asusta…». La típica perversidad del marinero, curiosidad… Bueno, un poco de
todo eso. Yo les formulé la misma pregunta en el transcurso del viaje, y el
mayor de ellos contestó:
»—No se puede morir más de una vez.
»Y el más joven me aseguró con acento burlón que
quería ver que había en esta oportunidad. De todas maneras, esa bestia ejercía
una especie de fascinación».
Jermyn, que parecía conocer todos los buques del
mundo, terció malhumorado:
—Yo lo vi en una ocasión desde esta misma ventana,
subiendo el río a remolque. Era negro, grande y feo, como un enorme ataúd.
—Tenía algo de siniestro, ¿verdad? —asintió el otro
mirando amistosamente al viejo Jermyn—. A mí siempre me inspiró una especie de
horror. Me produjo una conmoción bestial cuando aún no había cumplido catorce
años, el primer día, ¡qué digo!, la primera hora que pasé a bordo de él. Mi
padre vino a despedirme; pensaba acompañarme hasta Gravesend. Yo era el segundo
de sus hijos que seguía la carrera. Mi hermano mayor era ya oficial.
»Subimos a eso de las once de la mañana, poco antes
de que el Apse Family saliera de popa
de la dársena. Aún no había recorrido tres veces su propia longitud cuando, en
respuesta a un pequeño tirón que le dio el remolcador para entrar en el dique,
inició una de sus furiosas acometidas, sometiendo el cabo de remolque (una
maroma de seis pulgadas) a una tensión tan extrema que allá adelante no
tuvieron tiempo para soltarlo y se partió. Yo vi la punta rota saltar en el
aire y un momento más tarde aquella bestia chocaba de costado contra el muelle.
No se hizo daño. ¡Él no!
»Pero uno de los grumetes, a quien el contramaestre
había ordenado subir al palo de mesana para hacer no sé qué cosa, cayó sobre cubierta,
a un paso de mí, con un ruido sordo. No era mucho mayor que yo. Unos pocos
minutos antes habíamos estado riéndonos juntos. Seguramente estaba
desprevenido, no esperaba semejante sacudón. Oí su grito de alarma, agudo y
tembloroso, al sentirse caer, y alcé la vista a tiempo para verlo desplomarse
como un muñeco. ¡Ough! Mi padre estaba extrañamente pálido cuando nos
despedimos en Gravesend.
»—¿Estás bien? —me dijo mirándome con fijeza.
»—Sí, padre.
»—¿Seguro?
»—Sí, padre.
»—Bueno, adiós entonces, hijo».
—Más tarde me confesó que habría bastado media
palabra mía para que me llevase a casa en el acto. Soy el menor de la familia,
usted sabe —añadió el hombre con traje de tweed,
atusándose el bigote y sonriendo ingenuamente.
Tomé nota, con un murmullo de comprensión, de esa
interesante noticia. Él agitó despreocupadamente la mano.
—Ese episodio, usted comprende, podía quitarle a un
muchacho el ánimo necesario para subir a los mástiles. Cayó a dos o tres pies
de mí, golpeando con la cabeza en una bita de amarre. No se movió. Estaba
muerto. Era un chico simpático. Había pensado que seriamos buenos amigos. Sin
embargo, aquella bestia era capaz de hazañas peores.
»Yo serví tres años en ella, y más tarde uno en el Lucy Apse. El pañolero del Apse Family apareció también en el Lucy, y recuerdo que me dijo una tarde,
cuando ya llevábamos una semana en el mar: “¿No es éste un buque lindo y
obediente?”. Nada tenía de extraño que el Lucy
Apse nos pareciese un barquito encantador y humilde después de librarnos de
aquella fiera enorme y sanguinaria. Era el paraíso. Sus oficiales parecían los
hombres más amables del mundo. Para mí, que solo había conocido el Apse Family, el Lucy era un velero mágico que realizaba por propia iniciativa lo
que uno quería.
»Una tarde, por ejemplo, quedamos en facha. Pero en
unos diez minutos teníamos nuevamente las velas llenas, cazadas las escotas,
las amuras bajas y la cubierta limpia; y el oficial de guardia estaba apoyado
pacíficamente en la batayola. Esto me pareció simplemente maravilloso. El otro
habría estado media hora engrillado, rolando con la cubierta llena de agua,
volteando hombres, derribando mástiles, cortando brazas y tronchando vergas,
mientras a popa habría reinado el pánico por culpa de aquel endiablado timón
que ponía los pelos de punta con solo mirar cómo se sacudía. Tardé varios días
en recobrarme de mi sorpresa.
»Pues bien, terminé mi último año de aprendizaje en
ese pequeño y hermoso barco… A decir verdad, no era tan pequeño, pero después
de aquella pesada bestia, parecía un juguete.
»Terminé mi período y aprobé los exámenes; y cuando
ya estaba pensando divertirme durante tres semanas en tierra, una mañana recibí
una carta en la que los armadores me preguntaban si a la mayor brevedad podía
incorporarme al Apse Family como tercer
oficial. Estaba tomando el desayuno; recuerdo que di a mi plato un empujón que
lo envió al centro de la mesa. Mi padre, que leía el periódico, alzó los ojos.
Mi madre levantó los brazos, asombrada, y yo salí al jardincillo de casa, donde
estuve dando vueltas más de una hora.
»Cuando volví a entrar, mi madre ya no estaba en el
comedor y papá se había trasladado a su enorme sillón. La carta yacía sobre la
repisa de la chimenea.
»—Este ofrecimiento te honra mucho, y los patrones
son muy generosos al hacértelo —dijo—. Por otra parte, veo que Charles ha sido
designado primer oficial de ese buque para el próximo viaje.
»En efecto, a la vuelta de la hoja, había una nota
manuscrita del propio Mr. Apse
consignando ese detalle, que se me había pasado por alto. Charley era mi
hermano mayor.
»—Pero no me agrada demasiado que mis dos muchachos
estén en el mismo barco —prosiguió mi padre con voz lenta y solemne—. Y no
tendré inconveniente en escribirle a Mr.
Apse sobre ese particular.
»¡Pobre papá! Era un excelente padre. ¿Qué habría
hecho usted en mi lugar? Me enfermaba la sola idea de volver a ese barco para
verme perseguido y acosado por esa bestia, con los pelos de punta día y noche.
Pero no podía permitirme el lujo de rechazar el ofrecimiento. Imposible presentar
la más legítima de las excusas sin ofender mortalmente a la compañía. Ésta, y a
decir verdad toda la familia Apse, inclusive las tías solteronas de Lancashire,
se había vuelto extraordinariamente quisquillosa en todo lo referente a la
reputación de ese maldito barco.
»Había que responder: “Estoy dispuesto”, aún desde
el propio lecho de muerte, si uno quería morir gozando de su favor. Y eso es
precisamente lo que respondí… por telegrama, para acabar de una vez con el
asunto.
»La perspectiva de ser compañero de tareas de mi
hermano me reanimó considerablemente y al mismo tiempo me produjo cierta
inquietud. Siempre había sido bueno conmigo, desde la época en que yo era niño,
y ahora lo consideraba el mejor hombre del mundo. Y en efecto lo era. Jamás
oficial tan competente ha pisado la cubierta de un barco mercante. Se lo
aseguro.
»Era un muchacho hermoso, fuerte, enérgico y
bronceado, con cabellos castaños levemente ondulados y mirada de halcón. Un
tipo magnífico. Hacía muchos años que no nos veíamos, y aun en esta
oportunidad, aunque hacía ya tres semanas que estaba en Inglaterra, no había
ido a casa; tengo entendido que pasaba sus ratos libres en algún lugar de
Surrey, recobrando el tiempo perdido, con Maggie, la sobrina del viejo capitán
Colchester. El padre de la chica, muy amigo del mío, era importador de azúcar,
y Charley había convertido aquella casa en su segundo hogar. Me pregunté qué
pensaría Charley de mí. Había en su rostro cierta severidad que no se disipaba
nunca del todo, ni siquiera cuando se entregaba a las más extravagantes
francachelas.
»Me recibió con grandes risotadas. Parecía
considerar mi ingreso al buque en calidad de oficial como el mayor chiste del
mundo. Había una diferencia de diez años entre nosotros, y supongo que la
imagen que más fácilmente recordaba de mí era la de un chiquillo con
guardapolvo. Yo tenía apenas cuatro años cuando él se embarcó por primera vez.
Ahora me sorprendí al comprobar a qué ruidosos extremos podía llegar su
jovialidad.
»—Ya veremos de qué pasta eres —gritó. Y
sujetándome del hombro y golpeándome risueñamente las costillas, me arrastró a
su camarote.
»—Siéntate, Ned. Me alegro de tenerte conmigo. Yo
te daré los últimos retoques, joven oficial, siempre que valga la pena. Y antes
que nada, hazte a la idea de que en este viaje no permitiremos que esa bestia
mate a nadie. Tenemos que acabar con sus mañas.
»Advertí que lo decía muy en serio. Hablaba
lúgubremente del barco, afirmando que debíamos tener cuidado y no dejar que la
odiosa bestia nos sorprendiera desprevenidos con alguna de sus malditas
trampas.
»Me endilgó una verdadera conferencia de arte
náutico aplicable exclusivamente al Apse
Family. Después, cambiando de tono, empezó a hablar de otras cosas, tocando
los temas más absurdos y descabellados, hasta que me dolieron las costillas de
tanto reírme.
»Pude advertir perfectamente que estaba un poco
sobreexcitado. Y esto no podía deberse exclusivamente a mi arribo. Pero, desde
luego, jamás se me habría ocurrido preguntarle qué le sucedía. Puedo asegurarle
que yo profesaba un auténtico respeto a mi hermano mayor. Sin embargo, uno o
dos días más tarde se aclaró todo, cuando supe que Miss Maggie Colchester viajaría en el buque. Su tío la hacía
disfrutar de una travesía marítima en beneficio de su salud.
»Pero yo no creo que su salud fuese mala. Tenía
buen color y una hermosa cabellera rubia. Por otra parte, se le daba un ardite
del viento, la lluvia, la espuma, el sol, los verdes mares y todo lo demás.
»Era una alegre muchacha de ojos azules, de muy
buen natural, pero a mí me asustaba la forma en que desafiaba a mi hermano.
Temía que el día menos pensado acabara todo en una descomunal reyerta. Sin
embargo, no ocurrió nada decisivo hasta después de una semana del arribo a
Sydney. Un buen día, a la hora en que almorzaba la tripulación, Charley asomó
la cabeza en mi camarote. Yo estaba tendido en la cucheta, fumando
pacíficamente.
»—Baja a tierra conmigo, Ned —dijo con su habitual
tono seco.
»Me levanté de un salto, naturalmente; bajé tras él
la planchada y lo seguí por George Street. Caminaba con pasos de gigante, y yo
tras él, jadeando. Hacia un calor terrible.
»—¿Adónde diablos me llevas tan aprisa, Charley?
—me atreví a preguntar.
»—Aquí —respondió.
»Y entró en una joyería. No podía imaginarme qué
buscaba. Parecía un capricho absurdo. Segundos más tarde ponía bajo mis narices
tres anillos, que parecían muy diminutos en la palma de su mano enorme y
atezada, al tiempo que gruñía:
»—Para Maggie. ¿Cuál?
»Al oír esto me asusté. No atiné a pronunciar una
palabra, pero señalé uno con destellos blancos y azules. Se lo guardó en el
bolsillo del chaleco, lo pagó con un montón de monedas de oro y salió a escape.
Cuando subimos a bordo, me sentía sofocado.
»—Te felicito, viejo —murmuré, jadeante.
»Me dio una palmada en la espalda.
»—Cuando vuelvan los marineros, ordena al
contramaestre lo que te parezca mejor —dijo—. Esta tarde me tomo asueto.
»Durante un rato no lo vi en cubierta, pero luego
salió de la cámara con Maggie, y ambos bajaron la planchada en público, ante la
mirada de toda la tripulación, y fueron a dar un paseo en ese día atrozmente
caluroso y polvoriento. Unas horas más tarde regresaron con aire muy solemne,
aunque al parecer no tenían la menor idea de dónde habían estado. Por lo menos,
eso es lo que respondieron a las preguntas de Mrs. Colchester a la hora del té.
»Pero ella se encaró con Charley, con voz parecida
a la de un cochero nocturno.
»—Tonterías. ¿Cómo no van a saber dónde han estado?
Tonterías y zarandajas. Has hecho caminar demasiado a esa muchacha y ahora está
muerta de cansancio. No lo vuelvas a hacer.
»Era sorprendente la humildad de Charley ante
aquella vieja. Aunque una vez me dijo al oído: “Me alegro de que no sea más que
tía política de Maggie. Ése no es un verdadero parentesco”. Pero yo creo que él
le dejaba demasiada libertad a Maggie. La muchacha brincaba por todos los
rincones del barco con sus faldas de yachting
y su sombrerito rojo; parecía un pájaro luminoso en un árbol seco. Los viejos
marineros sonreían con disimulo cuando la veían venir y se ofrecían para
enseñarle nudos y ayustes. Creo que simpatizaba con los hombres por contentar a
Charley.
»Como ustedes imaginarán, nunca se hablaba a bordo
de las diabólicas inclinaciones de ese maldito barco. En la cámara, por lo
menos, no se tocaba el tema. Solo una vez, en el viaje de regreso, Charley
declaró incautamente que al parecer en esta oportunidad desembarcaría la
tripulación completa.
»El capitán Colchester empezó a ponerse incómodo en
seguida, y aquella anciana estúpida y agria se abalanzó sobre Charley como si
hubiese dicho una indecencia. Yo mismo me quedé perplejo; en cuando a Maggie,
estaba completamente azorada y abría enormemente sus ojos azules. Como es de
prever, antes que transcurrieran veinticuatro horas me había arrancado todo el
secreto. No era posible ocultarle nada.
»—Qué terrible —dijo con toda solemnidad—. Tantos
pobres muchachos… Me alegro de que el viaje esté por terminar. De ahora en
adelante no tendré un minuto de tranquilidad, pensando en Charley.
»Le aseguré que no debía inquietarse por él. A
pesar de todas sus mañas, aquel barco no podría con Charley. Pareció
tranquilizada.
»Al día siguiente vino a recogernos el remolcador
frente a Dungeness. Y cuando estuvo bien asegurado el cable de remolque,
Charley se frotó las menos y me dijo en voz baja:
»—Esta vez lo hemos derrotado, Ned.
»—Así parece —contesté, sonriendo.
»El día era hermoso y el mar estaba tranquilo como
un lago. Empezamos a remontar el río sin incidentes, salvo una vez, frente a
Hole Haven, cuando la bestia dio un brusco viraje y estuvo a punto de echar a
pique una barcaza anclada a un costado del canal. Pero yo estaba a popa,
vigilando el timón, y esta vez no me agarró desprevenido. Charley subió a la
toldilla, con aire muy preocupado.
»—Le erramos por poco —dijo.
»—No te preocupes, Charley —repuse alegremente—. Ya
lo has amaestrado.
»Debían remolcarnos hasta el dique. El práctico nos
abordó un poco más allá de Gravesend, y lo primero que le oí decir fue:
»—Conviene izar en seguida el ancla de babor, señor
contramaestre.
»Cuando me encaminé a la proa, ya la maniobra había
sido ejecutada. Vi a Maggie en el castillo de proa, disfrutando del
espectáculo, y le rogué que volviera a popa, pero desde luego no me hizo caso.
Entonces Charley, que estaba muy ocupado con los aparejos, la vio y le gritó,
con voz de trueno:
»—Sal de ahí, Maggie. Estás molestando.
»Por toda respuesta, ella le hizo una morisqueta y
yo observé que el pobre Charley daba media vuelta, ocultando una sonrisa. La
emoción del regreso sonrosaba el rostro de la muchacha y sus ojos azules
clavados en el río parecían despedir chispas eléctricas. Un bergantín carbonero
acababa de virar delante de nosotros y nuestro remolcador tuvo que parar las
máquinas para no embestirlo.
»En pocos instantes, como suele ocurrir en estos
casos, se congestionó toda la navegación de las inmediaciones.
»Una fragata y un queche protagonizaron una pequeña
colisión en el centro del río. Era un espectáculo digno de verse. Entretanto,
nuestro remolcador permanecía detenido.
»Cualquier otro barco que no fuera esa bestia, se
habría estado quieto un par de minutos. Pero él no. Ladeó la proa y empezó a
derivar, arrastrando al remolcador. Yo observé una flotilla de barcos costeros
anclados a un cuarto de milla de distancia y pensé que sería mejor hablar con
el práctico.
»—Si lo deja meterse entre esos buques —le advertí
sosegadamente—, haría pedazos a varios antes de que consigamos sacarlo.
»—¡Si lo conoceré yo!… —rugió hecho una furia,
golpeando el piso con el pie.
»Y empezó a tocar el silbato para que el remolcador
enderezara la proa del Apse Family lo
antes posible. Sopló como un loco, señalando con el brazo a babor, y de pronto
observamos que las máquinas, del remolcador funcionaban nuevamente. Sus paletas
batían el agua, pero tanto habría válido querer remolcar una montaña: no
consiguió moverlo una pulgada. El piloto tornó a sonar el silbato, agitando el
brazo a babor. Y vimos que las paletas del remolcador giraban cada vez más
rápidamente, a un costado de nuestra proa.
»Por un instante el remolcador y el velero
permanecieron inmóviles entre la multitud de barcos en movimiento, y luego la
terrible brutalidad que esa fiera maligna infundía a cada uno de sus
desplazamientos arrancó de cuajo el cabo de remolque. Chicoteó el cable
arrancando los puntales de la borda uno detrás de otro, como si fueran palillos
de cera. Recién entonces advertí que para poder presenciar mejor la escena,
Maggie se había trepado al ancla de babor, que yacía sobre la cubierta.
»El ancla había sido alojada correctamente en el cepo,
aunque no hubo tiempo de amarrarla. De todas maneras, estaba bastante segura
para entrar en el dique. Pero advertí de golpe que un segundo más tarde el cabo
de remolque pasaría bajo la lengüeta del ancla. Con el corazón en la boca,
alcancé, sin embargo, a gritar:
»—¡Baja de ahí!…
»Pero no tuve tiempo de pronunciar su nombre.
Supongo que ella no me oyó. El primer roce del cable contra la lengüeta la
derribó; se incorporó veloz como un relámpago, mas no del lado por donde debía
escapar. Oí el horroroso ruido del metal raspando la madera, y un instante
después el ancla empezaba a levantarse como si fuera un ser vivo; una de sus
enormes uñas de hierro ciñó a Maggie por la cintura, pareció estrecharla en un
abrazo atroz y dio una vuelta cayendo con ella por sobre la borda con un
terrible estrépito de hierro, seguido de varios tremendos aldabonazos que
sacudieron al buque de proa a popa, porque la argolla del ancla había aguantado
el golpe…».
—¡Qué espantoso! —exclamé.
—Durante muchos años, después de aquella escena
—prosiguió mi interlocutor con visible desasosiego—, he soñado con anclas que
arrebataban muchachas. —Se estremeció—. Lanzando un aullido lastimero, Charley
se precipitó tras ella.
»Pero ni siquiera vislumbró su gorrito rojo en el
agua. ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Un momento más tarde había una docena de
botes alrededor del barco. Subió a uno de ellos. El contramaestre, el
carpintero y yo soltamos apresuradamente la otra ancla y no sé cómo dominamos
el buque. El piloto parecía haberse vuelto loco. Iba y venía por el castillo de
proa, retorciéndose las manos y murmurando para sus adentros:
»—¡Ahora mata mujeres! ¡Ahora mata mujeres!
»Imposible arrancarle otra frase.
»Llegó el crepúsculo, y después una noche negra
como alquitrán. Mientras escudriñaba el río, oí un saludo ronco y lastimero:
»¡Ah del barco!
»Eran dos boteros de Gravesend. Traían una linterna
en su bote y alzaron la mirada hacia el flanco del buque, sujetándose a la
escala sin decir una palabra. A la luz de la linterna, vi allá abajo una cabellera
rubia».
Se estremeció nuevamente.
—Al subir la marea, el cadáver de la pobre Maggie
zafó de una boya de gran tamaño —explicó—. Me encaminé a popa, con la muerte en
el alma, y lancé un cohete para dar la noticia a los que seguían buscándola en
el río. Después volví a proa como un perro y me pasé toda la noche sentado en
el pie del bauprés, para estar lo más lejos posible de Charley.
—¡Pobre tipo! —murmuré.
—Sí. Pobre tipo —repitió pensativo—. Esa bestia no
se dejó arrebatar su presa ni siquiera por él. Pero al día siguiente él mismo
la condujo al dique. Como lo oye. No nos habíamos dicho una palabra, ni
siquiera habíamos cambiado una mirada. Yo no quería mirarlo.
»Cuando estuvo asegurado el último cabo, se llevó
las manos a la cabeza y clavó la vista en sus pies como si trataba de recordar
algo. Los hombres aguardaban en la cubierta principal las palabras que pondrían
fin al viaje. Quizá era eso lo que trataba de recordar Charley. Hablé por él.
»—Pueden irse, señores.
»Nunca he visto una tripulación abandonar tan
silenciosamente un barco. Se deslizaron por sobre la borda uno a uno, tratando
de no hacer demasiado ruido con sus baúles. Miraban en dirección a nosotros,
pero ninguno tuvo coraje para acercarse y estrechar la mano del primer oficial,
como se acostumbraba.
»Seguí a Charley a todo lo largo del buque
desierto, de un lado a otro; no se veía un alma, porque solo quedábamos a bordo
él y yo y el viejo capitán, que se había encerrado en el fogón. De improviso el
pobre Charley murmura con voz extraviada:
»—No tengo nada más que hacer aquí.
»Y yo lo sigo pegado a sus talones, y subimos por
el dique, cruzamos la compuerta y nos encaminamos a Tower Hill. Él solía tomar
pensión en casa de una respetable anciana de America Square, para estar más
cerca de su trabajo.
»Pero de pronto se detiene, da media vuelta y
vuelve hacia donde yo estoy.
»—Ned —dice—, me voy a casa.
»Tuve la suerte de avistar un carruaje y lo hice
subir justo a tiempo. Sus piernas empezaban a ceder.
»Al llegar a casa se desplomó en una silla de la
sala, y nunca olvidaré las caras atónitas y perfectamente inmóviles de mi padre
y mi madre al inclinarse sobre él. No podían comprender lo que había sucedido,
hasta que yo balbuceé:
»—Maggie se ahogó ayer en el río.
»Mi madre lanzó un grito. Papá nos miró
alternativamente a Charley y a mí, como si quisiera comparar nuestras caras. En
efecto, Charley ya no parecía él mismo. Nadie se movía.
»Y de súbito el pobre diablo lleva lentamente a su
garganta sus grandes manos atezadas y de un solo tirón desgarra todas sus
ropas: el cuello, la camisa, el chaleco. Estaba convertido en la ruina de un
hombre. Papá y yo conseguimos llevarlo arriba, y mi madre por poco se mata a
fuerza de atenderlo mientras le duró la fiebre cerebral».
El hombre con traje de tweed me miró significativamente.
—¡Ah! No se podía hacer nada con esa bestia.
Llevaba el demonio adentro.
—¿Dónde está su hermano? —le pregunté, previendo
que habría muerto. Pero no: era comandante de un hermoso barco en la costa
china, y ya nunca regresaba a su casa.
Jermyn suspiró hondamente, y advirtiendo que el
pañuelo estaba ya bastante seco, lo llevó tiernamente a su roja y lamentable
nariz.
—Era una fiera voraz —prosiguió el forastero—. El
viejo Colchester se rebeló esta vez y presentó su renuncia. ¿Y querrán creer
que la firma Apse & Sons le escribió para pedirle que reconsiderase su
decisión? ¡Cualquier cosa para salvar el buen nombre del Apse Family! Entonces el viejo Colchester fue a la oficina y dijo
que solo volvería a tomar el mando del buque para llevarlo al Atlántico Norte y
echarlo a pique. Parecía a punto de perder la chaveta.
»Sus cabellos, de un color gris acerado, se
volvieron completamente blancos en quince días. Y Mr. Lucien Apse, que lo había conocido de joven, fingió no
advertirlo. ¿Qué les parece? ¿Conocen ejemplo igual de obstinación y orgullo?
»Contrataron al primer hombre que pudieron hallar,
temiendo que el escándalo del Apse Family
les impidiera conseguir un capitán. Era un espíritu alegre, este capitán, pero
se tomó el asunto muy a pecho. Wilmot era su segundo. Un tipo precipitado, que
fingía un absoluto desdén por todas las mujeres. La verdad es que era tímido.
Pero bastaba que una muchacha levantara el meñique para darle aliento, y ya
nada podía contenerlo. Una vez, siendo grumete, desertó en el extranjero por
seguir unas faldas, y habría terminado mal si su capitán no se hubiera tomado
la molestia de buscarlo y sacarlo de un burdel por las orejas.
»Se decía que uno de los miembros de la firma había
formulado una vez su esperanza de que el condenado barco no tardara en
perderse. La anécdota me resulta increíble, a menos que su protagonista haya
sido Mr. Alfred Apse, a quien el
resto de la familia no apreciaba mucho.
»Trabajaba en la oficina, pero lo consideraban la
oveja negra por su costumbre de apostar a las carreras de caballos y de volver
ebrio a su casa. Cualquiera habría pensado que un barco tan infernalmente
mañero se haría pedazos algún día contra la costa por simple espíritu de
perversidad. Pues no. Parecía eterno. Estaba resuelto a no tocar fondo».
Jermyn lanzó un gruñido de aprobación.
—Un barco para hacer las delicias de cualquier
piloto, ¿eh? —bromeó el forastero—. Pues bien, Wilmot le arregló las cuentas.
Era el hombre indicado para hacerlo, pero quizá él mismo no lo habría
conseguido sin la ayuda de esa muchacha de ojos verdes, gobernanta o
institutriz o lo que diablos fuese de los hijos de Mr. y Mrs. Pamphilius.
»Habían subido en Port Adelaide como pasajeros, y
se dirigían a El Cabo. Pues bien, el buque salió del Puerto y estuvo anclado
afuera todo el día. El capitán, que era un alma hospitalaria, había invitado a
un almuerzo de despedida, como de costumbre, a numerosas personas de la ciudad.
A las cinco de la tarde regresó el último bote. En el golfo, las perspectivas
del tiempo eran desagradables y sombrías. El capitán no tenía ningún motivo
para levar anclas. Sin embargo, como había dicho a todo el mundo que zarpaba
ese día, le pareció correcto hacerlo. Pero como después de aquel jolgorio no
abrigaba ningún deseo de internarse en los estrechos de noche, con poco viento,
ordenó seguir la costa hasta la madrugada. Después se fue a dormir. El primer
oficial estaba sobre cubierta, bajo la lluvia que caía en fuertes ráfagas.
Wilmot lo relevó a medianoche.
»Como observe usted, el Apse Family tenía un castillo de popa…».
—Sí, una construcción grande, fea y blanca
—murmuró, Jermyn mirando tristemente el fuego—. Eso es una mezcla de sala de
mapas y chupeta donde desembocaban las escaleras de la cámara. La lluvia caía
en rachas sobre el soñoliento Wilmot. El barco avanzaba lentamente, navegando
de bolina, con la costa a unas tres millas a barlovento. No había nada que ver
en esa parte del golfo y para evitar los chaparrones Wilmot se puso al abrigo
de la sala de mapas, cuya puerta de ese lado estaba abierta. La noche era negra
como un barril de alquitrán. Y de pronto Wilmot oyó una voz que le hablaba en
un murmullo.
»Esa maldita muchacha que traían consigo los
Pamphilius había acostado a los chicos largo rato atrás, naturalmente, pero al
parecer no podía dormir. Oyó dar la medianoche y al primer oficial que bajaba
para acostarse. Aguardó un rato; después se enfundó en una bata, atravesó el
salón descubierto, subió la escalera y entró en la sala de mapas. Se sentó en
el sofá, cerca de la puerta, supongo que para tomar el fresco.
»Me imagino que cuando le habló a Wilmot, fue como
si alguien le hubiera encendido un fósforo dentro del cerebro. No se cómo se
habían hecho tan amigos. Supongo que se habían encontrado en tierra varias
veces. Pero no podría asegurarlo, porque cuando me contó la historia Wilmot se
interrumpía cada dos por tres para lanzar algún horrible juramento.
»Lo conocí en el muelle de Sydney. Llevaba un
delantal de arpillera que le llegaba hasta la mandíbula y empuñaba un enorme
látigo. Era carretero. Y muy contento de no morirse de hambre. A ese extremo
había caído.
»Bueno, lo cierto es que allá estaba Wilmot,
asomando la cabeza por la puerta y quizá apoyándola en el hombro de la
muchacha… ¡Un oficial de guardia! El timonel, al presentar su testimonio más
tarde, aseguró haberle gritado varias veces que la lámpara de la bitácora se
había apagado. Aunque a él no le importaba, porque tenía orden de navegar
ciñendo el viento.
»—Me extrañó que el barco se dejara caer por rachas
—declaró—, pero en cada oportunidad traté de orzar lo máximo posible: Estaba
tan oscuro que no alcanzaba a verme las manos, y la lluvia caía a baldes sobre
mi cabeza.
»La verdad era que cada ráfaga de viento hacía
virar el barco por la popa, hasta que gradualmente la proa enderezó hacia la
costa, sin que nadie lo advirtiera. El mismo Wilmot confesó que por espacio de
una hora no se había acercado al compás. Y no le quedaba más remedio que
confesar. Porque de pronto oyó al vigía anunciando truenos y centellas a proa.
»Se zafó de la muchacha y gritó al vigía: —¿Qué
dice?
»—Creo que oigo rompientes por avante, señor —aulló
el hombre y corrió a popa con el resto de la guardia, bajo el diluvio más atroz
y enceguecedor que haya visto nunca, según propias palabras de Wilmot.
»Éste se quedó por un instante tan aterrado y
perplejo que ya ni se acordaba en que costado del golfo estaba el barco. Pero
aunque no era un buen oficial, era a pesar de todo un hombre de mar. En un
segundo recobró su aplomo y las órdenes adecuadas brotaron inconscientemente de
sus labios. Duro al timón y maniobrar las gavias del palo mayor y de mesana de
modo que ofrecieran la menor resistencia al viento.
»Parece que las velas flameaban. Él no podía
verlas, pero las oía restallar sobre su cabeza.
»—Era inútil —me contó, haciendo muecas con el
rostro sucio y agitando en la mano aquel maldito látigo de carretero—. Tardaban
mucho en desinflarse.
»De pronto las velas dejaron de flamear. Pero en
ese momento crítico el viento tornó a virar, llenándolas nuevamente, y
empujando al buque con gran velocidad hacia las rocas. La bestia se había
excedido en su juego.
»Le había llegado el momento; todo se había
confabulado para destruirla: la hora, el hombre, la noche tenebrosa, el viento
traicionero, la mujer… No se merecía otra cosa. Extraños son los instrumentos
de la Providencia. Existe una especie de justicia poética…».
El hombre con traje de tweed me miró duramente.
—El primer arrecife le arrancó la zapata de la
quilla, como si fuera de papel. El capitán, al salir de la cámara, se encontró
con una mujer enloquecida, enfundada en una bata de franela roja, que
revoloteaba chillando como una cacatúa.
»El próximo escollo lo alcanzó bajo la cámara.
Descalabró el codaste y se llevó el timón. Después aquella bestia empezó a
trepar por una costa escalonada y rocosa, abriéndose el vientre, hasta que al
fin se detuvo y entonces el palo mayor cayó por la borda como si fuese una
planchada».
—¿Hubo alguna víctima? —pregunté.
—No, salvo ese tipo Wilmot —respondió buscando su
sombrero el hombre a quien Miss Blank
nunca había visto—. Y para él, lo que le ocurrió fue peor que ahogarse. Todos
desembarcaron perfectamente. Recién al día siguiente llegó la tempestad desde
el Oeste y desmenuzó a esa bestia en un tiempo sorprendentemente breve. Era
como si estuviese podrida por dentro… —Cambió de tono—. Ha parado la lluvia.
Debo buscar mi bicicleta y correr a cenar a casa. Vivo en Horne Bay. Esta
mañana vine a dar un paseo.
Me saludó amistosamente y salió muy satisfecho de
sí.
—¿Sabe quién es, Jermyn? —pregunté.
El piloto del Mar del Norte meneó tristemente la
cabeza.
—¡Imagínese, perder un buque en esa forma tan
estúpida! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gimió lúgubremente volviendo a extender su
pañuelo húmedo, como una cortina, ante el fuego resplandeciente.
Al salir cambié una mirada y una sonrisa, muy
correctas, con la respetable Miss
Blank, camarera de Los Tres Cuervos.
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