viernes, 17 de julio de 2020

3 La bestia Joseph Conrad



3
La bestia

Joseph Conrad
Teodor Józef Konrad Korzeniowski, JOSEPH CONRAD, para la literatura, nació en Berdichev, Ucrania, en 1857. En 1886 adquirió la ciudadania británica. Marinero desde su adolescencia, llegó a capitán de buque. A partir de 1894 utilizó la experiencia recogida en sus viajes para escribir novelas plenas de colorido, en las que el mar es el telón de fondo, y aún el protagonista principal. Citaremos algunas: La Locura de Allmayer, El Negro del Narciso, Lord Jim, El Agente Secreto, Victoria. La crítica puede divergir en la ubicación de su obra, pero en el corazón de millones de lectores para quienes describió un mundo fascinante y ya en parte desaparecido, Conrad ocupa el lugar del más seguro afecto. Murió en 1924.

Huyendo de las calles azotadas por la lluvia entré en la taberna de Los Tres Cuervos y cambié una sonrisa y una mirada con Miss Blank. Este intercambio fue efectuado con toda corrección. Es asombroso pensar que, si vive aún, Miss Blank debe de tener actualmente más de sesenta años. ¡Cómo pasa el tiempo!
Al advertir que mi mirada se dirigía, inquisitiva, al tabique de vidrio y madera barnizada, Miss Blank tuvo la gentileza de alentarme, diciendo:
—Solo Mr. Jermyn y Mr. Stonor están en la sala, con otro caballero a quien no he visto nunca.
Avancé hacia la puerta del salón. Una voz que pontificaba del otro lado (el tabique era de madera terciada) se elevó a tales estridencias que las palabras finales resaltaron en toda su atrocidad:
—¡Fue ese tipo Wilmot quien le abrió el vientre, y cuánto bien hizo!
La expresión de este sentimiento simplemente inhumano, ya que nada tenía de blasfemo o de indecente, no logró siquiera reprimir el leve bostezo de Miss Blank tras la pantalla de su mano. La mujer se quedó mirando con fijeza los vidrios de la ventana, chorreantes de lluvia.
Cuando abrí la puerta del salón, la misma voz proseguía con idéntica tensión de crueldad:
—Me alegré cuando supe que al fin se había encontrado con la horma de su zapato. Sin embargo, lo siento por el pobre Wilmot. Ese hombre y yo habíamos sido amigos en una época. Naturalmente, aquél fue su fin. Un caso evidente. Ninguna escapatoria. Ninguna.
La voz pertenecía al caballero a quien Miss Blank nunca había visto. Estiraba sus largas piernas sobre la alfombra vecina a la chimenea. Jermyn, inclinado hacia adelante, tendía su pañuelo ante la rejilla, y miraba lúgubremente por sobre el hombro. Lo saludé mientras sorteaba una de las mesitas de madera.
Del otro lado del fuego, enorme, imponente y tranquilo, estaba sentado Mr. Stonor, colmando la capacidad de un vasto sillón Windsor. Este hombre no tenía nada pequeño, salvo sus cortas patillas. Varias yardas de tela azul de primerísima calidad (convertidas en un sobretodo) reposaban en una silla a su lado. Y seguramente acababa de conducir a puerto algún buque de ultramar, porque otra silla se asfixiaba bajo su negro impermeable, amplio como un palio, de triple seda aceitada y doble costura.
A sus pies, una maleta de tamaño corriente parecía el juguete de un niño.
No lo saludé. Era demasiado grande para saludarlo en ese salón. Piloto mayor de Trinity, solo durante los meses de verano condescendía a ocupar su puesto en el cutter. Muchas veces había estado a cargo de los yates reales que entraban y salían de Port Victoria. Además, es inútil saludar a un monumento. Y él era un monumento. No hablaba, no se movía. Se limitaba a permanecer sentado, irguiendo su hermosa y vieja cabeza, imperturbable y espléndido. Era un bello espectáculo. La presencia de Mr. Stonor reducía al viejo Jermyn a una magra y andrajosa brizna de hombre, y daba al locuaz extranjero vestido con traje de tweed un aspecto absurdamente infantil.
Éste debía tener algo más de treinta años, y por cierto no era de esos individuos que se avergüenzan de oír su propia voz, porque abarcándome, por así decirlo, en una mirada amistosa, prosiguió sin ninguna aprensión.
—Yo me alegré —repitió enfáticamente—. Quizá les sorprenda, pero ustedes no sufrieron las que me hizo pasar a mí. Les aseguro que es difícil olvidarlo. Naturalmente, como pueden comprobar, he salido ileso. Pero hizo todo lo posible para enviarme al otro mundo. Y estuvo a punto de mandar al manicomio al hombre más excelente que he conocido. ¿Qué me dicen de eso, eh?
En el enorme rostro de Mr. Stonor no se movió un músculo. ¡Monumental! El que hablaba me miró a los ojos.
—Solía enfermarme de solo pensar que andaba por el mundo asesinando gente.
Jermyn acercó un poco más el pañuelo a la rejilla y lanzó un gemido. Era una costumbre en él. —Lo vi una vez— declaró con plañidera indiferencia—. Tenía un castillo…
El forastero lo miró sorprendido. —¡Tenía tres!— corrigió autoritariamente.
Pero Jermyn no toleraba que lo contradijeran. —Tenía un castillo, digo —repitió con lúgubre obstinación—. Grande, feo y blanco. Se lo podía ver a varias millas de distancia…
—Es cierto —asintió el otro rápidamente—. Fue una idea del viejo Colchester, aunque siempre estaba amenazando con abandonarlo. Decía que ya estaba harto de sus mañas. Que no quería saber más nada con él, aunque no volviera a conseguir otro… y así sucesivamente. Y creo que en efecto lo habría dejado.
»Pero, aunque les sorprenda oírlo, su esposa se oponía. ¿Curioso, eh? Sin embargo, nunca se puede predecir la actitud de una mujer, y Mrs. Colchester, con sus bigotes y sus frondosas cejas, era de las más testarudas que he conocido. Solía andar de un lado a otro con un vestido de seda marrón y una gran cadena de oro golpeteándole el pecho. Si ustedes la hubieran oído gritar: “¡Absurdo!” o “¡Tonterías y supersticiones!”… Pero sabía apreciar su comodidad. No tenían hijos y nunca pusieron casa. Cuando se encontraba en Inglaterra, ella se alojaba en algún hotel o pensión baratos. Sabía perfectamente que nada podía ganar con un cambio. Y además Colchester, aunque excelente hombre, ya no era tan joven, y quizá ella pensó que no le resultaría muy fácil «conseguir otro» (como decía él). Sea como fuere, por un motivo u otro, la buena señora descartaba todo intento de alegato con sus muletillas favoritas: “¡Absurdo!”, “¡Tonterías y supersticiones!”. Una vez oí que el propio Mr. Apse le decía confidencialmente:
»—Le aseguro, senora Colchester, que empieza a inquietarme mucho la reputación que está adquiriendo esa bestia.
»—Oh —respondió ella—, si uno fuera a escuchar todo lo que dicen… —Y enseñó a Apse a un tiempo todos sus dientes postizos—. Hará falta algo más que eso para hacerme perder la confianza que le tengo».
Al llegar el narrador a este punto, Mr. Stonor, sin que su expresión se alterase, lanzó una breve risa sardónica. Todo esto era muy llamativo, pero yo no veía la causa de semejante regocijo. Mire alternativamente a uno y a otro. El forastero sentado en la alfombra también sonreía desagradablemente.
—Y Mr. Apse experimentó tanta gratitud al ver que alguien hablaba bien de su protegido, que estrechó ambas manos a Mrs. Colchester. Todos esos Apses, los viejos y los jóvenes, estaban enamorados de ese abominable y peligroso…
—Perdón —interrumpí, puesto que parecía dirigirse exclusivamente a mí—. Pero ¿de quién diablos está hablando?
—De la familia Apse —respondió cortésmente. Al oír esto, casi lancé un juramento. Pero en aquel preciso instante Miss Blank asomaba la cabeza para informar que, si Mr. Stonor quería tomar el tren de las once y tres, el carruaje estaba a la puerta.
El piloto mayor irguió en seguida su poderosa mole y con aterradoras convulsiones empezó a introducirse en su abrigo. El forastero y yo corrimos impulsivamente en su ayuda, y no bien le pusimos las manos encima se quedó perfectamente inmóvil. Debimos elevar mucho nuestros brazos y realizar considerables esfuerzos. Era como poner un caparazón a un elefante manso. Con un «Gracias, caballeros» se zambulló al fin bajo la prenda y atravesó la puerta con mucha prisa.
El forastero y yo nos miramos amistosamente. —Me pregunto cómo hace para trepar por la escala de un barco —dijo.
Y el pobre Jermyn, que era un simple piloto del Mar del Norte, sin cargo oficial ni título de ninguna especie —es decir, piloto por cortesía de los demás—, volvió a gemir. —Gana ochocientas libras al año —dijo.
—¿Usted es marinero? —pregunté al desconocido, que había vuelto a ocupar su puesto en la alfombra.
—Lo fui hasta hace un par de años, es decir hasta que me casé —repuso el comunicativo individuo—. Y realicé mi primer viaje en ese barco del que estábamos hablando cuando usted entró.
—¿Qué barco? —pregunté, intrigado—. No le oí mencionar un barco.
—Acabo de decirle su nombre, mi querido señor —replicó—. El Apse Family[1]. Seguramente habrá oído hablar de la gran firma Apse & Sons, armadores. Tenían una flota bastante grande. El Lucy Apse, el Harold Apse… el Ann, el John, el Malcolm, el Clara, el Juliet, y muchos otros más, todos con el apellido APSE. A cada buque se le había puesto el nombre de algún pariente de la familia: hermanos, hermanas, tíos, primos, esposas, y creo que hasta el de la abuela… Eran excelentes barcos, sólidos y construidos a la manera antigua: para llevar buena carga y durar mucho tiempo.
»Nada de estos nuevos inventos para ahorrar trabajo; muchos hombres, bastante carne salada y galleta de munición, y allá zarpaban para abrirse paso por esos mares».
El lamentable Jermyn lanzó un murmullo de aprobación que parecía un quejido de dolor. Ésos eran los barcos que le gustaban. Señaló en tono acongojado que a los nuevos dispositivos no se les podía decir: «Agárrense fuerte, muchachos», y que ninguno de ellos subiría al palo mayor en una noche tormentosa con bancos de arena a sotavento. —No —asintió el forastero guiñándome un ojo—. Los Apse tampoco creían en novelerías.
»Daban buen trato a su gente, mejor del que reciben ahora, y estaban tremendamente orgullosos de sus barcos. A éstos nunca les pasó nada. Y el último, el Apse Family, estaba llamado a ser como los otros, pero aún más fuerte, más seguro, más espacioso y cómodo. Creo que se habían propuesto hacerlo eterno. Fue construido con acero, teca y greenheart, y su tamaño era algo fabuloso para la época. Si alguna vez el orgullo presidió la construcción de un buque, fue en esta oportunidad. Todo lo mejor.
»El capitán más antiguo de la compañía sería su comandante; y a manera de cámara levantaron una casa como las de tierra firme, al abrigo de una toldilla inmensa que se prolongaba casi hasta el palo mayor. ¡Con razón Mrs. Colchester no permitía que su esposo renunciara! Era la mejor casa de que había disfrutado en toda su vida de casada. ¡Tenía un coraje esa mujer!…
»¡Y el alboroto que reinó mientras se armaba el barco!… Hagamos esto un poco más fuerte y esto un poco más pesado. ¿Y no sería mejor cambiar aquello otro por algo más grueso? En los constructores se despertó el espíritu de emulación, y así fue como a la vista de todo el mundo, sin que nadie pareciera advertirlo, aquel buque empezó a convertirse en el armatoste más pesado y torpe del mundo. Le habían calculado un desplazamiento de 2,000 toneladas o algo más. Pero nunca menos. Pues vean ustedes lo que ocurre. Cuando llega el momento de arquearlo, resulta que tiene 1,999 toneladas y fracción. Consternación general. Y se dice que el viejo Apse se sintió tan afectado cuando le dieron la noticia, que se enfermó y murió.
»El anciano se había retirado de la firma veinticinco años antes, y tenía ya noventa y seis, de modo que su muerte no debió sorprender a nadie.
»Pero Mr. Lucien Apse estaba convencido de que su padre viviría hasta los cien, y por lo tanto bien puede encabezar la lista de las víctimas. Después viene un carpintero de ribera, un pobre diablo al que la bestia atrapó y aplastó en la botadura. Botadura es un decir; para quienes lo oyeron aullar y crujir y lo vieron bajar a los tumbos las gradas, aquella escena fue más bien el lanzamiento de un demonio a las aguas del río. Cortó todas las riendas como si fueran de bramante y se abalanzó hecho una furia sobre los remolcadores que lo aguardaban.
»Antes que nadie pudiera impedirlo, echó a pique a uno de ellos y al otro lo mandó por tres meses al dique de carena. Uno de sus cables se partió y de pronto, sin que nadie supiera por qué, se dejó remolcar con el otro, manso como un cordero.
»Era así. Nunca se podía estar seguro de lo que estaba tramando. Hay barcos de difícil maniobra; mas, por lo general, uno puede confiar en que se comportaran racionalmente. Pero con ese buque, por más precauciones que se tomaran, no se podía contar. Era una bestia malvada. O quizá, sencillamente, estaba loco».
Formuló esta hipótesis con tanta seriedad que no pude disimular una sonrisa. Entonces dejó de morderse el labio inferior para apostrofarme:
—¡Eh! ¿Por qué no? ¿Cómo sabe usted que no había algo en su construcción, en su estructura, equivalente a la demencia? ¿Qué es la locura, al fin y al cabo? Una pequeña anormalidad en la estructura del cerebro. ¿Por qué no puede haber un buque loco? Quiero decir, loco a la manera de un buque, de suerte que en ninguna circunstancia usted pueda estar seguro de que hará lo que todo buque normal haría naturalmente. Hay barcos que giran en círculos y otros que no se pueden estar quietos.
»Algunos deben ser vigilados cuidadosamente en una tempestad y otros se encabritan a la menor racha de viento. Pero lo hacen siempre. Usted acepta esos defectos como parte del carácter que les atribuye en tanto embarcaciones, así como al tratar con un hombre tiene en cuenta las peculiaridades de temperamento que en tanto hombre le son propias. Con éste no se podía. Era imprevisible. Si no estaba loco, era la bestia más pérfida, traicionera y salvaje que haya surcado las aguas. Lo he visto capear gallardamente un temporal dos días seguidos, y al tercero tomar por la luna dos veces en una misma tarde.
»La primera vez despidió limpiamente al timonel sobre la rueda, pero como no consiguió matarlo volvió a hacer la prueba tres horas más tarde. Se anegó a proa y a popa, reventó todo el paño, aterró a toda la tripulación e inclusive inquietó a Mrs. Colchester en aquellos hermosos camarotes de popa de que estaba tan orgullosa. Cuando pasamos lista a la tripulación, faltaba un hombre. El pobre diablo había caído por la borda, evidentemente, sin que nadie lo viera ni oyese. Y aún me asombro de que haya sido el único.
»Siempre pasaba algo parecido. Siempre. Una vez oí que un viejo contramaestre le decía al capitán Colchester que las cosas habían llegado a tal extremo que tenía miedo de abrir la boca para dar una orden. Y era tan terrible en puerto como en alta mar. Nada bastaba para sujetarlo. A la menor provocación, empezaba a romper cuerdas, cables y maromas de acero como si fueran zanahorias. Era pesado, torpe, poco marinero; mas eso no explicaba la capacidad para el mal que poseía.
»A veces, cuando me acuerdo de él, pienso en esos lunáticos incurables que de tanto en tanto escapan de los hospicios».
Me miró inquisitivamente. Pero, desde luego, yo no podía admitir que un buque estuviese loco. —Era aborrecido en todos los puertos donde lo conocían —prosiguió—. No tenía empacho en arrancar de un muelle seis metros o más de sólido revestimiento de piedra o en amputar un espigón de madera. Debe de haber perdido kilómetros enteros de cadenas y centenares de toneladas de anclas.
»Cuando abordaba algún desdichado barco que le molestaba, costaba un trabajo de mil demonios hacerle soltar la presa. Y lo curioso es que nunca se hacía daño: apenas dos o tres rasguños. Sus propietarios habían querido construir un navío resistente. Y lo era. Lo bastante resistente como para abrir los hielos polares. Y siguió su carrera tal como la había empezado. Desde el día en que fue botado no dejó pasar un solo año sin asesinar a alguien. Creo que los dueños llegaron a inquietarse mucho. Pero estos Apse eran una generación de empecinados. No podían admitir que hubiese alguna falla en el Apse Family. Ni siquiera se avinieron a cambiarle el nombre. “Supercherias y zarandajas”, como solía decir Mrs. Colchester. Lo menos que podían haber hecho era confinarlo para siempre en un dique seco, tierra adentro, y no dejarlo oler más el agua salada. Le aseguro, señor, que invariablemente mataba a alguien en cada viaje que realizaba. Todo el mundo lo sabía. Su fama cruzó todos los mares».
Expresé mi sorpresa ante el hecho de que un barco con una reputación tan mortífera pudiera conseguir una tripulación.
—Entonces usted no sabe lo que son los marineros, señor. Yo se lo demostraré con un ejemplo. Un día, estando en la dársena, y mientras me paseaba por el castillo de proa, vi que se acercaban dos respetables marineros, uno era un hombre de mediana edad, competente y sosegado a todas luces, el otro; un muchacho joven y vivaz. Leyeron el nombre del velero en la proa y se detuvieron para mirarlo. Y dijo el más viejo:
»—Apse Family… Ése es un perro sanguinario, Jack (palabras textuales), que mata un hombre en cada viaje. No trabajaría en él por todo el oro del mundo.
»Y el otro contestó:
»—Si fuese mío, lo remolcaría al fango y le pegaría fuego. ¡Ya lo creo!
»—A los dueños no les importa —dijo el primero—. Sabe Dios que los hombres son baratos.
»Y el más joven escupió en el agua.
»—Yo no me embarco ahí aunque me paguen doble.
»Estuvieron merodeando un rato y después se alejaron por el dique. Media hora más tarde los vi en cubierta, buscando al contramaestre y al parecer muy ansiosos de que los contrataran. Y en efecto, se embarcaron».
—¿Cómo explica eso? —pregunté.
—¿Qué sé yo? —replicó—. Temeridad… El orgullo de jactarse por la noche ante sus camaradas: «Acabamos de embarcar en el Apse Family. Maldito sea, a nosotros no nos asusta…». La típica perversidad del marinero, curiosidad… Bueno, un poco de todo eso. Yo les formulé la misma pregunta en el transcurso del viaje, y el mayor de ellos contestó:
»—No se puede morir más de una vez.
»Y el más joven me aseguró con acento burlón que quería ver que había en esta oportunidad. De todas maneras, esa bestia ejercía una especie de fascinación».
Jermyn, que parecía conocer todos los buques del mundo, terció malhumorado:
—Yo lo vi en una ocasión desde esta misma ventana, subiendo el río a remolque. Era negro, grande y feo, como un enorme ataúd.
—Tenía algo de siniestro, ¿verdad? —asintió el otro mirando amistosamente al viejo Jermyn—. A mí siempre me inspiró una especie de horror. Me produjo una conmoción bestial cuando aún no había cumplido catorce años, el primer día, ¡qué digo!, la primera hora que pasé a bordo de él. Mi padre vino a despedirme; pensaba acompañarme hasta Gravesend. Yo era el segundo de sus hijos que seguía la carrera. Mi hermano mayor era ya oficial.
»Subimos a eso de las once de la mañana, poco antes de que el Apse Family saliera de popa de la dársena. Aún no había recorrido tres veces su propia longitud cuando, en respuesta a un pequeño tirón que le dio el remolcador para entrar en el dique, inició una de sus furiosas acometidas, sometiendo el cabo de remolque (una maroma de seis pulgadas) a una tensión tan extrema que allá adelante no tuvieron tiempo para soltarlo y se partió. Yo vi la punta rota saltar en el aire y un momento más tarde aquella bestia chocaba de costado contra el muelle. No se hizo daño. ¡Él no!
»Pero uno de los grumetes, a quien el contramaestre había ordenado subir al palo de mesana para hacer no sé qué cosa, cayó sobre cubierta, a un paso de mí, con un ruido sordo. No era mucho mayor que yo. Unos pocos minutos antes habíamos estado riéndonos juntos. Seguramente estaba desprevenido, no esperaba semejante sacudón. Oí su grito de alarma, agudo y tembloroso, al sentirse caer, y alcé la vista a tiempo para verlo desplomarse como un muñeco. ¡Ough! Mi padre estaba extrañamente pálido cuando nos despedimos en Gravesend.
»—¿Estás bien? —me dijo mirándome con fijeza.
»—Sí, padre.
»—¿Seguro?
»—Sí, padre.
»—Bueno, adiós entonces, hijo».
—Más tarde me confesó que habría bastado media palabra mía para que me llevase a casa en el acto. Soy el menor de la familia, usted sabe —añadió el hombre con traje de tweed, atusándose el bigote y sonriendo ingenuamente.
Tomé nota, con un murmullo de comprensión, de esa interesante noticia. Él agitó despreocupadamente la mano.
—Ese episodio, usted comprende, podía quitarle a un muchacho el ánimo necesario para subir a los mástiles. Cayó a dos o tres pies de mí, golpeando con la cabeza en una bita de amarre. No se movió. Estaba muerto. Era un chico simpático. Había pensado que seriamos buenos amigos. Sin embargo, aquella bestia era capaz de hazañas peores.
»Yo serví tres años en ella, y más tarde uno en el Lucy Apse. El pañolero del Apse Family apareció también en el Lucy, y recuerdo que me dijo una tarde, cuando ya llevábamos una semana en el mar: “¿No es éste un buque lindo y obediente?”. Nada tenía de extraño que el Lucy Apse nos pareciese un barquito encantador y humilde después de librarnos de aquella fiera enorme y sanguinaria. Era el paraíso. Sus oficiales parecían los hombres más amables del mundo. Para mí, que solo había conocido el Apse Family, el Lucy era un velero mágico que realizaba por propia iniciativa lo que uno quería.
»Una tarde, por ejemplo, quedamos en facha. Pero en unos diez minutos teníamos nuevamente las velas llenas, cazadas las escotas, las amuras bajas y la cubierta limpia; y el oficial de guardia estaba apoyado pacíficamente en la batayola. Esto me pareció simplemente maravilloso. El otro habría estado media hora engrillado, rolando con la cubierta llena de agua, volteando hombres, derribando mástiles, cortando brazas y tronchando vergas, mientras a popa habría reinado el pánico por culpa de aquel endiablado timón que ponía los pelos de punta con solo mirar cómo se sacudía. Tardé varios días en recobrarme de mi sorpresa.
»Pues bien, terminé mi último año de aprendizaje en ese pequeño y hermoso barco… A decir verdad, no era tan pequeño, pero después de aquella pesada bestia, parecía un juguete.
»Terminé mi período y aprobé los exámenes; y cuando ya estaba pensando divertirme durante tres semanas en tierra, una mañana recibí una carta en la que los armadores me preguntaban si a la mayor brevedad podía incorporarme al Apse Family como tercer oficial. Estaba tomando el desayuno; recuerdo que di a mi plato un empujón que lo envió al centro de la mesa. Mi padre, que leía el periódico, alzó los ojos. Mi madre levantó los brazos, asombrada, y yo salí al jardincillo de casa, donde estuve dando vueltas más de una hora.
»Cuando volví a entrar, mi madre ya no estaba en el comedor y papá se había trasladado a su enorme sillón. La carta yacía sobre la repisa de la chimenea.
»—Este ofrecimiento te honra mucho, y los patrones son muy generosos al hacértelo —dijo—. Por otra parte, veo que Charles ha sido designado primer oficial de ese buque para el próximo viaje.
»En efecto, a la vuelta de la hoja, había una nota manuscrita del propio Mr. Apse consignando ese detalle, que se me había pasado por alto. Charley era mi hermano mayor.
»—Pero no me agrada demasiado que mis dos muchachos estén en el mismo barco —prosiguió mi padre con voz lenta y solemne—. Y no tendré inconveniente en escribirle a Mr. Apse sobre ese particular.
»¡Pobre papá! Era un excelente padre. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar? Me enfermaba la sola idea de volver a ese barco para verme perseguido y acosado por esa bestia, con los pelos de punta día y noche. Pero no podía permitirme el lujo de rechazar el ofrecimiento. Imposible presentar la más legítima de las excusas sin ofender mortalmente a la compañía. Ésta, y a decir verdad toda la familia Apse, inclusive las tías solteronas de Lancashire, se había vuelto extraordinariamente quisquillosa en todo lo referente a la reputación de ese maldito barco.
»Había que responder: “Estoy dispuesto”, aún desde el propio lecho de muerte, si uno quería morir gozando de su favor. Y eso es precisamente lo que respondí… por telegrama, para acabar de una vez con el asunto.
»La perspectiva de ser compañero de tareas de mi hermano me reanimó considerablemente y al mismo tiempo me produjo cierta inquietud. Siempre había sido bueno conmigo, desde la época en que yo era niño, y ahora lo consideraba el mejor hombre del mundo. Y en efecto lo era. Jamás oficial tan competente ha pisado la cubierta de un barco mercante. Se lo aseguro.
»Era un muchacho hermoso, fuerte, enérgico y bronceado, con cabellos castaños levemente ondulados y mirada de halcón. Un tipo magnífico. Hacía muchos años que no nos veíamos, y aun en esta oportunidad, aunque hacía ya tres semanas que estaba en Inglaterra, no había ido a casa; tengo entendido que pasaba sus ratos libres en algún lugar de Surrey, recobrando el tiempo perdido, con Maggie, la sobrina del viejo capitán Colchester. El padre de la chica, muy amigo del mío, era importador de azúcar, y Charley había convertido aquella casa en su segundo hogar. Me pregunté qué pensaría Charley de mí. Había en su rostro cierta severidad que no se disipaba nunca del todo, ni siquiera cuando se entregaba a las más extravagantes francachelas.
»Me recibió con grandes risotadas. Parecía considerar mi ingreso al buque en calidad de oficial como el mayor chiste del mundo. Había una diferencia de diez años entre nosotros, y supongo que la imagen que más fácilmente recordaba de mí era la de un chiquillo con guardapolvo. Yo tenía apenas cuatro años cuando él se embarcó por primera vez. Ahora me sorprendí al comprobar a qué ruidosos extremos podía llegar su jovialidad.
»—Ya veremos de qué pasta eres —gritó. Y sujetándome del hombro y golpeándome risueñamente las costillas, me arrastró a su camarote.
»—Siéntate, Ned. Me alegro de tenerte conmigo. Yo te daré los últimos retoques, joven oficial, siempre que valga la pena. Y antes que nada, hazte a la idea de que en este viaje no permitiremos que esa bestia mate a nadie. Tenemos que acabar con sus mañas.
»Advertí que lo decía muy en serio. Hablaba lúgubremente del barco, afirmando que debíamos tener cuidado y no dejar que la odiosa bestia nos sorprendiera desprevenidos con alguna de sus malditas trampas.
»Me endilgó una verdadera conferencia de arte náutico aplicable exclusivamente al Apse Family. Después, cambiando de tono, empezó a hablar de otras cosas, tocando los temas más absurdos y descabellados, hasta que me dolieron las costillas de tanto reírme.
»Pude advertir perfectamente que estaba un poco sobreexcitado. Y esto no podía deberse exclusivamente a mi arribo. Pero, desde luego, jamás se me habría ocurrido preguntarle qué le sucedía. Puedo asegurarle que yo profesaba un auténtico respeto a mi hermano mayor. Sin embargo, uno o dos días más tarde se aclaró todo, cuando supe que Miss Maggie Colchester viajaría en el buque. Su tío la hacía disfrutar de una travesía marítima en beneficio de su salud.
»Pero yo no creo que su salud fuese mala. Tenía buen color y una hermosa cabellera rubia. Por otra parte, se le daba un ardite del viento, la lluvia, la espuma, el sol, los verdes mares y todo lo demás.
»Era una alegre muchacha de ojos azules, de muy buen natural, pero a mí me asustaba la forma en que desafiaba a mi hermano. Temía que el día menos pensado acabara todo en una descomunal reyerta. Sin embargo, no ocurrió nada decisivo hasta después de una semana del arribo a Sydney. Un buen día, a la hora en que almorzaba la tripulación, Charley asomó la cabeza en mi camarote. Yo estaba tendido en la cucheta, fumando pacíficamente.
»—Baja a tierra conmigo, Ned —dijo con su habitual tono seco.
»Me levanté de un salto, naturalmente; bajé tras él la planchada y lo seguí por George Street. Caminaba con pasos de gigante, y yo tras él, jadeando. Hacia un calor terrible.
»—¿Adónde diablos me llevas tan aprisa, Charley? —me atreví a preguntar.
»—Aquí —respondió.
»Y entró en una joyería. No podía imaginarme qué buscaba. Parecía un capricho absurdo. Segundos más tarde ponía bajo mis narices tres anillos, que parecían muy diminutos en la palma de su mano enorme y atezada, al tiempo que gruñía:
»—Para Maggie. ¿Cuál?
»Al oír esto me asusté. No atiné a pronunciar una palabra, pero señalé uno con destellos blancos y azules. Se lo guardó en el bolsillo del chaleco, lo pagó con un montón de monedas de oro y salió a escape. Cuando subimos a bordo, me sentía sofocado.
»—Te felicito, viejo —murmuré, jadeante.
»Me dio una palmada en la espalda.
»—Cuando vuelvan los marineros, ordena al contramaestre lo que te parezca mejor —dijo—. Esta tarde me tomo asueto.
»Durante un rato no lo vi en cubierta, pero luego salió de la cámara con Maggie, y ambos bajaron la planchada en público, ante la mirada de toda la tripulación, y fueron a dar un paseo en ese día atrozmente caluroso y polvoriento. Unas horas más tarde regresaron con aire muy solemne, aunque al parecer no tenían la menor idea de dónde habían estado. Por lo menos, eso es lo que respondieron a las preguntas de Mrs. Colchester a la hora del té.
»Pero ella se encaró con Charley, con voz parecida a la de un cochero nocturno.
»—Tonterías. ¿Cómo no van a saber dónde han estado? Tonterías y zarandajas. Has hecho caminar demasiado a esa muchacha y ahora está muerta de cansancio. No lo vuelvas a hacer.
»Era sorprendente la humildad de Charley ante aquella vieja. Aunque una vez me dijo al oído: “Me alegro de que no sea más que tía política de Maggie. Ése no es un verdadero parentesco”. Pero yo creo que él le dejaba demasiada libertad a Maggie. La muchacha brincaba por todos los rincones del barco con sus faldas de yachting y su sombrerito rojo; parecía un pájaro luminoso en un árbol seco. Los viejos marineros sonreían con disimulo cuando la veían venir y se ofrecían para enseñarle nudos y ayustes. Creo que simpatizaba con los hombres por contentar a Charley.
»Como ustedes imaginarán, nunca se hablaba a bordo de las diabólicas inclinaciones de ese maldito barco. En la cámara, por lo menos, no se tocaba el tema. Solo una vez, en el viaje de regreso, Charley declaró incautamente que al parecer en esta oportunidad desembarcaría la tripulación completa.
»El capitán Colchester empezó a ponerse incómodo en seguida, y aquella anciana estúpida y agria se abalanzó sobre Charley como si hubiese dicho una indecencia. Yo mismo me quedé perplejo; en cuando a Maggie, estaba completamente azorada y abría enormemente sus ojos azules. Como es de prever, antes que transcurrieran veinticuatro horas me había arrancado todo el secreto. No era posible ocultarle nada.
»—Qué terrible —dijo con toda solemnidad—. Tantos pobres muchachos… Me alegro de que el viaje esté por terminar. De ahora en adelante no tendré un minuto de tranquilidad, pensando en Charley.
»Le aseguré que no debía inquietarse por él. A pesar de todas sus mañas, aquel barco no podría con Charley. Pareció tranquilizada.
»Al día siguiente vino a recogernos el remolcador frente a Dungeness. Y cuando estuvo bien asegurado el cable de remolque, Charley se frotó las menos y me dijo en voz baja:
»—Esta vez lo hemos derrotado, Ned.
»—Así parece —contesté, sonriendo.
»El día era hermoso y el mar estaba tranquilo como un lago. Empezamos a remontar el río sin incidentes, salvo una vez, frente a Hole Haven, cuando la bestia dio un brusco viraje y estuvo a punto de echar a pique una barcaza anclada a un costado del canal. Pero yo estaba a popa, vigilando el timón, y esta vez no me agarró desprevenido. Charley subió a la toldilla, con aire muy preocupado.
»—Le erramos por poco —dijo.
»—No te preocupes, Charley —repuse alegremente—. Ya lo has amaestrado.
»Debían remolcarnos hasta el dique. El práctico nos abordó un poco más allá de Gravesend, y lo primero que le oí decir fue:
»—Conviene izar en seguida el ancla de babor, señor contramaestre.
»Cuando me encaminé a la proa, ya la maniobra había sido ejecutada. Vi a Maggie en el castillo de proa, disfrutando del espectáculo, y le rogué que volviera a popa, pero desde luego no me hizo caso. Entonces Charley, que estaba muy ocupado con los aparejos, la vio y le gritó, con voz de trueno:
»—Sal de ahí, Maggie. Estás molestando.
»Por toda respuesta, ella le hizo una morisqueta y yo observé que el pobre Charley daba media vuelta, ocultando una sonrisa. La emoción del regreso sonrosaba el rostro de la muchacha y sus ojos azules clavados en el río parecían despedir chispas eléctricas. Un bergantín carbonero acababa de virar delante de nosotros y nuestro remolcador tuvo que parar las máquinas para no embestirlo.
»En pocos instantes, como suele ocurrir en estos casos, se congestionó toda la navegación de las inmediaciones.
»Una fragata y un queche protagonizaron una pequeña colisión en el centro del río. Era un espectáculo digno de verse. Entretanto, nuestro remolcador permanecía detenido.
»Cualquier otro barco que no fuera esa bestia, se habría estado quieto un par de minutos. Pero él no. Ladeó la proa y empezó a derivar, arrastrando al remolcador. Yo observé una flotilla de barcos costeros anclados a un cuarto de milla de distancia y pensé que sería mejor hablar con el práctico.
»—Si lo deja meterse entre esos buques —le advertí sosegadamente—, haría pedazos a varios antes de que consigamos sacarlo.
»—¡Si lo conoceré yo!… —rugió hecho una furia, golpeando el piso con el pie.
»Y empezó a tocar el silbato para que el remolcador enderezara la proa del Apse Family lo antes posible. Sopló como un loco, señalando con el brazo a babor, y de pronto observamos que las máquinas, del remolcador funcionaban nuevamente. Sus paletas batían el agua, pero tanto habría válido querer remolcar una montaña: no consiguió moverlo una pulgada. El piloto tornó a sonar el silbato, agitando el brazo a babor. Y vimos que las paletas del remolcador giraban cada vez más rápidamente, a un costado de nuestra proa.
»Por un instante el remolcador y el velero permanecieron inmóviles entre la multitud de barcos en movimiento, y luego la terrible brutalidad que esa fiera maligna infundía a cada uno de sus desplazamientos arrancó de cuajo el cabo de remolque. Chicoteó el cable arrancando los puntales de la borda uno detrás de otro, como si fueran palillos de cera. Recién entonces advertí que para poder presenciar mejor la escena, Maggie se había trepado al ancla de babor, que yacía sobre la cubierta.
»El ancla había sido alojada correctamente en el cepo, aunque no hubo tiempo de amarrarla. De todas maneras, estaba bastante segura para entrar en el dique. Pero advertí de golpe que un segundo más tarde el cabo de remolque pasaría bajo la lengüeta del ancla. Con el corazón en la boca, alcancé, sin embargo, a gritar:
»—¡Baja de ahí!…
»Pero no tuve tiempo de pronunciar su nombre. Supongo que ella no me oyó. El primer roce del cable contra la lengüeta la derribó; se incorporó veloz como un relámpago, mas no del lado por donde debía escapar. Oí el horroroso ruido del metal raspando la madera, y un instante después el ancla empezaba a levantarse como si fuera un ser vivo; una de sus enormes uñas de hierro ciñó a Maggie por la cintura, pareció estrecharla en un abrazo atroz y dio una vuelta cayendo con ella por sobre la borda con un terrible estrépito de hierro, seguido de varios tremendos aldabonazos que sacudieron al buque de proa a popa, porque la argolla del ancla había aguantado el golpe…».
—¡Qué espantoso! —exclamé.
—Durante muchos años, después de aquella escena —prosiguió mi interlocutor con visible desasosiego—, he soñado con anclas que arrebataban muchachas. —Se estremeció—. Lanzando un aullido lastimero, Charley se precipitó tras ella.
»Pero ni siquiera vislumbró su gorrito rojo en el agua. ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Un momento más tarde había una docena de botes alrededor del barco. Subió a uno de ellos. El contramaestre, el carpintero y yo soltamos apresuradamente la otra ancla y no sé cómo dominamos el buque. El piloto parecía haberse vuelto loco. Iba y venía por el castillo de proa, retorciéndose las manos y murmurando para sus adentros:
»—¡Ahora mata mujeres! ¡Ahora mata mujeres!
»Imposible arrancarle otra frase.
»Llegó el crepúsculo, y después una noche negra como alquitrán. Mientras escudriñaba el río, oí un saludo ronco y lastimero:
»¡Ah del barco!
»Eran dos boteros de Gravesend. Traían una linterna en su bote y alzaron la mirada hacia el flanco del buque, sujetándose a la escala sin decir una palabra. A la luz de la linterna, vi allá abajo una cabellera rubia».
Se estremeció nuevamente.
—Al subir la marea, el cadáver de la pobre Maggie zafó de una boya de gran tamaño —explicó—. Me encaminé a popa, con la muerte en el alma, y lancé un cohete para dar la noticia a los que seguían buscándola en el río. Después volví a proa como un perro y me pasé toda la noche sentado en el pie del bauprés, para estar lo más lejos posible de Charley.
—¡Pobre tipo! —murmuré.
—Sí. Pobre tipo —repitió pensativo—. Esa bestia no se dejó arrebatar su presa ni siquiera por él. Pero al día siguiente él mismo la condujo al dique. Como lo oye. No nos habíamos dicho una palabra, ni siquiera habíamos cambiado una mirada. Yo no quería mirarlo.
»Cuando estuvo asegurado el último cabo, se llevó las manos a la cabeza y clavó la vista en sus pies como si trataba de recordar algo. Los hombres aguardaban en la cubierta principal las palabras que pondrían fin al viaje. Quizá era eso lo que trataba de recordar Charley. Hablé por él.
»—Pueden irse, señores.
»Nunca he visto una tripulación abandonar tan silenciosamente un barco. Se deslizaron por sobre la borda uno a uno, tratando de no hacer demasiado ruido con sus baúles. Miraban en dirección a nosotros, pero ninguno tuvo coraje para acercarse y estrechar la mano del primer oficial, como se acostumbraba.
»Seguí a Charley a todo lo largo del buque desierto, de un lado a otro; no se veía un alma, porque solo quedábamos a bordo él y yo y el viejo capitán, que se había encerrado en el fogón. De improviso el pobre Charley murmura con voz extraviada:
»—No tengo nada más que hacer aquí.
»Y yo lo sigo pegado a sus talones, y subimos por el dique, cruzamos la compuerta y nos encaminamos a Tower Hill. Él solía tomar pensión en casa de una respetable anciana de America Square, para estar más cerca de su trabajo.
»Pero de pronto se detiene, da media vuelta y vuelve hacia donde yo estoy.
»—Ned —dice—, me voy a casa.
»Tuve la suerte de avistar un carruaje y lo hice subir justo a tiempo. Sus piernas empezaban a ceder.
»Al llegar a casa se desplomó en una silla de la sala, y nunca olvidaré las caras atónitas y perfectamente inmóviles de mi padre y mi madre al inclinarse sobre él. No podían comprender lo que había sucedido, hasta que yo balbuceé:
»—Maggie se ahogó ayer en el río.
»Mi madre lanzó un grito. Papá nos miró alternativamente a Charley y a mí, como si quisiera comparar nuestras caras. En efecto, Charley ya no parecía él mismo. Nadie se movía.
»Y de súbito el pobre diablo lleva lentamente a su garganta sus grandes manos atezadas y de un solo tirón desgarra todas sus ropas: el cuello, la camisa, el chaleco. Estaba convertido en la ruina de un hombre. Papá y yo conseguimos llevarlo arriba, y mi madre por poco se mata a fuerza de atenderlo mientras le duró la fiebre cerebral».
El hombre con traje de tweed me miró significativamente.
—¡Ah! No se podía hacer nada con esa bestia. Llevaba el demonio adentro.
—¿Dónde está su hermano? —le pregunté, previendo que habría muerto. Pero no: era comandante de un hermoso barco en la costa china, y ya nunca regresaba a su casa.
Jermyn suspiró hondamente, y advirtiendo que el pañuelo estaba ya bastante seco, lo llevó tiernamente a su roja y lamentable nariz.
—Era una fiera voraz —prosiguió el forastero—. El viejo Colchester se rebeló esta vez y presentó su renuncia. ¿Y querrán creer que la firma Apse & Sons le escribió para pedirle que reconsiderase su decisión? ¡Cualquier cosa para salvar el buen nombre del Apse Family! Entonces el viejo Colchester fue a la oficina y dijo que solo volvería a tomar el mando del buque para llevarlo al Atlántico Norte y echarlo a pique. Parecía a punto de perder la chaveta.
»Sus cabellos, de un color gris acerado, se volvieron completamente blancos en quince días. Y Mr. Lucien Apse, que lo había conocido de joven, fingió no advertirlo. ¿Qué les parece? ¿Conocen ejemplo igual de obstinación y orgullo?
»Contrataron al primer hombre que pudieron hallar, temiendo que el escándalo del Apse Family les impidiera conseguir un capitán. Era un espíritu alegre, este capitán, pero se tomó el asunto muy a pecho. Wilmot era su segundo. Un tipo precipitado, que fingía un absoluto desdén por todas las mujeres. La verdad es que era tímido. Pero bastaba que una muchacha levantara el meñique para darle aliento, y ya nada podía contenerlo. Una vez, siendo grumete, desertó en el extranjero por seguir unas faldas, y habría terminado mal si su capitán no se hubiera tomado la molestia de buscarlo y sacarlo de un burdel por las orejas.
»Se decía que uno de los miembros de la firma había formulado una vez su esperanza de que el condenado barco no tardara en perderse. La anécdota me resulta increíble, a menos que su protagonista haya sido Mr. Alfred Apse, a quien el resto de la familia no apreciaba mucho.
»Trabajaba en la oficina, pero lo consideraban la oveja negra por su costumbre de apostar a las carreras de caballos y de volver ebrio a su casa. Cualquiera habría pensado que un barco tan infernalmente mañero se haría pedazos algún día contra la costa por simple espíritu de perversidad. Pues no. Parecía eterno. Estaba resuelto a no tocar fondo».
Jermyn lanzó un gruñido de aprobación.
—Un barco para hacer las delicias de cualquier piloto, ¿eh? —bromeó el forastero—. Pues bien, Wilmot le arregló las cuentas. Era el hombre indicado para hacerlo, pero quizá él mismo no lo habría conseguido sin la ayuda de esa muchacha de ojos verdes, gobernanta o institutriz o lo que diablos fuese de los hijos de Mr. y Mrs. Pamphilius.
»Habían subido en Port Adelaide como pasajeros, y se dirigían a El Cabo. Pues bien, el buque salió del Puerto y estuvo anclado afuera todo el día. El capitán, que era un alma hospitalaria, había invitado a un almuerzo de despedida, como de costumbre, a numerosas personas de la ciudad. A las cinco de la tarde regresó el último bote. En el golfo, las perspectivas del tiempo eran desagradables y sombrías. El capitán no tenía ningún motivo para levar anclas. Sin embargo, como había dicho a todo el mundo que zarpaba ese día, le pareció correcto hacerlo. Pero como después de aquel jolgorio no abrigaba ningún deseo de internarse en los estrechos de noche, con poco viento, ordenó seguir la costa hasta la madrugada. Después se fue a dormir. El primer oficial estaba sobre cubierta, bajo la lluvia que caía en fuertes ráfagas. Wilmot lo relevó a medianoche.
»Como observe usted, el Apse Family tenía un castillo de popa…».
—Sí, una construcción grande, fea y blanca —murmuró, Jermyn mirando tristemente el fuego—. Eso es una mezcla de sala de mapas y chupeta donde desembocaban las escaleras de la cámara. La lluvia caía en rachas sobre el soñoliento Wilmot. El barco avanzaba lentamente, navegando de bolina, con la costa a unas tres millas a barlovento. No había nada que ver en esa parte del golfo y para evitar los chaparrones Wilmot se puso al abrigo de la sala de mapas, cuya puerta de ese lado estaba abierta. La noche era negra como un barril de alquitrán. Y de pronto Wilmot oyó una voz que le hablaba en un murmullo.
»Esa maldita muchacha que traían consigo los Pamphilius había acostado a los chicos largo rato atrás, naturalmente, pero al parecer no podía dormir. Oyó dar la medianoche y al primer oficial que bajaba para acostarse. Aguardó un rato; después se enfundó en una bata, atravesó el salón descubierto, subió la escalera y entró en la sala de mapas. Se sentó en el sofá, cerca de la puerta, supongo que para tomar el fresco.
»Me imagino que cuando le habló a Wilmot, fue como si alguien le hubiera encendido un fósforo dentro del cerebro. No se cómo se habían hecho tan amigos. Supongo que se habían encontrado en tierra varias veces. Pero no podría asegurarlo, porque cuando me contó la historia Wilmot se interrumpía cada dos por tres para lanzar algún horrible juramento.
»Lo conocí en el muelle de Sydney. Llevaba un delantal de arpillera que le llegaba hasta la mandíbula y empuñaba un enorme látigo. Era carretero. Y muy contento de no morirse de hambre. A ese extremo había caído.
»Bueno, lo cierto es que allá estaba Wilmot, asomando la cabeza por la puerta y quizá apoyándola en el hombro de la muchacha… ¡Un oficial de guardia! El timonel, al presentar su testimonio más tarde, aseguró haberle gritado varias veces que la lámpara de la bitácora se había apagado. Aunque a él no le importaba, porque tenía orden de navegar ciñendo el viento.
»—Me extrañó que el barco se dejara caer por rachas —declaró—, pero en cada oportunidad traté de orzar lo máximo posible: Estaba tan oscuro que no alcanzaba a verme las manos, y la lluvia caía a baldes sobre mi cabeza.
»La verdad era que cada ráfaga de viento hacía virar el barco por la popa, hasta que gradualmente la proa enderezó hacia la costa, sin que nadie lo advirtiera. El mismo Wilmot confesó que por espacio de una hora no se había acercado al compás. Y no le quedaba más remedio que confesar. Porque de pronto oyó al vigía anunciando truenos y centellas a proa.
»Se zafó de la muchacha y gritó al vigía: —¿Qué dice?
»—Creo que oigo rompientes por avante, señor —aulló el hombre y corrió a popa con el resto de la guardia, bajo el diluvio más atroz y enceguecedor que haya visto nunca, según propias palabras de Wilmot.
»Éste se quedó por un instante tan aterrado y perplejo que ya ni se acordaba en que costado del golfo estaba el barco. Pero aunque no era un buen oficial, era a pesar de todo un hombre de mar. En un segundo recobró su aplomo y las órdenes adecuadas brotaron inconscientemente de sus labios. Duro al timón y maniobrar las gavias del palo mayor y de mesana de modo que ofrecieran la menor resistencia al viento.
»Parece que las velas flameaban. Él no podía verlas, pero las oía restallar sobre su cabeza.
»—Era inútil —me contó, haciendo muecas con el rostro sucio y agitando en la mano aquel maldito látigo de carretero—. Tardaban mucho en desinflarse.
»De pronto las velas dejaron de flamear. Pero en ese momento crítico el viento tornó a virar, llenándolas nuevamente, y empujando al buque con gran velocidad hacia las rocas. La bestia se había excedido en su juego.
»Le había llegado el momento; todo se había confabulado para destruirla: la hora, el hombre, la noche tenebrosa, el viento traicionero, la mujer… No se merecía otra cosa. Extraños son los instrumentos de la Providencia. Existe una especie de justicia poética…».
El hombre con traje de tweed me miró duramente.
—El primer arrecife le arrancó la zapata de la quilla, como si fuera de papel. El capitán, al salir de la cámara, se encontró con una mujer enloquecida, enfundada en una bata de franela roja, que revoloteaba chillando como una cacatúa.
»El próximo escollo lo alcanzó bajo la cámara. Descalabró el codaste y se llevó el timón. Después aquella bestia empezó a trepar por una costa escalonada y rocosa, abriéndose el vientre, hasta que al fin se detuvo y entonces el palo mayor cayó por la borda como si fuese una planchada».
—¿Hubo alguna víctima? —pregunté.
—No, salvo ese tipo Wilmot —respondió buscando su sombrero el hombre a quien Miss Blank nunca había visto—. Y para él, lo que le ocurrió fue peor que ahogarse. Todos desembarcaron perfectamente. Recién al día siguiente llegó la tempestad desde el Oeste y desmenuzó a esa bestia en un tiempo sorprendentemente breve. Era como si estuviese podrida por dentro… —Cambió de tono—. Ha parado la lluvia. Debo buscar mi bicicleta y correr a cenar a casa. Vivo en Horne Bay. Esta mañana vine a dar un paseo.
Me saludó amistosamente y salió muy satisfecho de sí.
—¿Sabe quién es, Jermyn? —pregunté.
El piloto del Mar del Norte meneó tristemente la cabeza.
—¡Imagínese, perder un buque en esa forma tan estúpida! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gimió lúgubremente volviendo a extender su pañuelo húmedo, como una cortina, ante el fuego resplandeciente.
Al salir cambié una mirada y una sonrisa, muy correctas, con la respetable Miss Blank, camarera de Los Tres Cuervos.


[1] El nombre del barco significa «la familia Apse». De ahí el equívoco (N. Del T.).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas