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La tienda de muñecos
Julio Garmendia
JULIO
GARMENDIA nació en 1898 en la provincia de Lara (Venezuela). En Caracas ejerció
algún tiempo el periodismo. Residió largos años en Europa.
En
París publicó su libro de cuentos «La Tienda de Muñecos», al que da título el
aquí incluido, en cuya atmósfera inquietante se mueven seres humanos
contaminados de inexistencia y, en compensación, fantoches de imprevista
humanidad.
Otra
colección de narraciones, «La Tuna de Oro», le valió a Garmendia en 1951 el
Premio Municipal de Prosa de la capital venezolana.
No
sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado «La Tienda de
Muñecos». Tampoco sé si es simple fantasía o si es el relato de cosas y sucesos
reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea
incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La
casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a
apoderarme de ellas. Helas aquí:
LA TIENDA DE MUÑECOS
«No
tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del
pensamiento. Esto explica mis asuntos banales y por qué trato ahora de encerrar
en breves líneas la historia —si así puede llamarse— de la vieja Tienda de
Muñecos de mi abuelo, que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste
a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de
familia; y así como otros conservan los retratos de sus ante pasados, a mí me
basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde
están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño
se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino,
solían decir, refiriéndose a ellos:
—¡Les
debemos la vida!
No
era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con
ligereza a aquellos a quienes adeudaban el precioso don de la existencia.
Muerto
mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron
en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una
estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los
ejemplares de diferentes condiciones: ni los plebeyos andarines que tenían
cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en
superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita
que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente
calzado. A unos y otros mi padrino no les dispensaba más trato que el
imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban
ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza
con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de
entrar en decadencia cuando entrara yo en posesión del establecimiento, porque
mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente
de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los
nuevos días.
Por
sobre todas las cosas, él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el
respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la
tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a
fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así
en los humildes tenduchos como en los grandes emporios. Hallábase imbuido de
aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme
por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el
gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de
mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde tiempo atrás servía en el
negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al
igual de los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces.
A su modo de ver, Heriberto no tenía más seso que los muñecos en cuyo constante
comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal
punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos
muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin
ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los
demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las
manos de Heriberto.
Así
transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi
padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún
la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los
muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos
padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los
héroes de cuentos picarescos.
Un
día mi padrino se sintió mal.
—Se
me nublan los ojos —me dijo— y confundo los abogados con las pelotas de goma,
que en realidad están muy por encima.
—Me
flaquean las piernas —continuó, tomando me afectuosamente la mano— y no puedo
ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por
estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y
desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.
Mi
padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego
una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada,
ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del
presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas
que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas.
De pronto, fijándose en los soldados, que ocupaban un compartimiento entero en
los estantes, reflexionó:
—A
estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas
utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo
insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran.
Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.
—Encierra
precisamente cantidad de sabios, profetas, doctores y otras eminencias de
cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen
en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la
utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que
se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser
solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales —no
lo olvides—, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo
tiempo fueron sostenes de nuestra casa.
Después
de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda
prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante
vecino al lecho.
—Hace
ya tiempo —dijo, palpándolos con suavidad—, hace ya tiempo que conservo aquí
estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por
ciento de descuento, lo cual equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los
curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una limosna que les
das.
En
este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se
hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no
podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
—Heriberto
—dijo dirigiéndose a él—, no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes
te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.
Nada
contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y
más destemplados.
Sin
duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después
de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en
silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores
muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, mesábase los cabellos,
corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó
entre sus brazos:
—¡Estamos
solos! ¡Estamos solos! —gritó.
Me
desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo al sacerdote, el feo
doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto al lecho, le hice
señas de que los pusiera otra vez en sus puestos…
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