domingo, 10 de mayo de 2020

Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas...Stephen King. Mientras escribo.


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Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y
escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto
ningún atajo.
Yo soy un lector lento, pero con una media anual de setenta u ochenta
libros, casi todos de narrativa. No leo para estudiar el oficio, sino por gusto.
2 Tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón. Habrá
que acostumbrarse.
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Cada noche me aposento en el sillón azul con un libro en las manos. Tampoco
leo narrativa para estudiar el arte de la narrativa, sino porque me gustan las
historias. Existe, sin embargo, un proceso de aprendizaje. Cada libro que se
elige tiene una o varias cosas que enseñar, y a menudo los libros malos
contienen más lecciones que los buenos-
Cuando iba a octavo encontré una novela de bolsillo de Murray
Leinster, un escritor de ciencia ficción barata cuya producción se concentra en
los años cuarenta y cincuenta, la época en que revistas como Amazing Stories
pagaban un centavo por palabra, Yo ya había leído otros libros de Leinster,
bastantes para saber que la calidad de su prosa era irregular. La novela a que
me refiero, que era una historia de minería en el cinturón de asteroides,
figuraba entre sus obras menos conseguidas. No, eso es ser demasiado
generoso; la verdad es que era malísima, con personajes superficiales y un
argumento descabellado. Lo peor (o lo que me pareció peor en esa época) era
que Leinster se había enamorado de la palabra zestful, «brioso». Los
personajes veían acercarse a los asteroides metalíferos con «briosas sonrisas»,
y se sentaban a cenar «con brío» a bordo de su nave minera. Hacia el final del
libro, el protagonista se fundía con la heroína (rubia y tetuda) en un «brioso
abrazo». Fue para mí el equivalente literario de la vacuna de la viruela: desde
entonces, que yo sepa, nunca he usadlo la palabra zestful en ninguna novela o
cuento. Ni lo haré, Dios mediante.
Mineros de asteroides (no se llamaba así, pero era un título parecido)
fue un libro importante en mi vida de lector. La mayoría de la gente se acuerda
de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerdan del
primer libro cuya lectura acabaron pensando: yo esto podría superarlo. ¡Cono,
si ya lo he aperado! ¿Hay algo que dé más ánimos a un aprendiz de escritor
que darse cuenta de que lo que escribe, se mire como se mire, es superior a lo
que han escrito otros cobrando?
Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar
ciertas cosas. Una novela como Mineros de asteroides (o El valle de las
muñecas. Flores en el ático y Los puentes de Madison, por dar algunos
ejemplos) equivale a un semestre en una buena academia de escritura,
incluidas las conferencias de los invitados estrella.
Por otro lado, la buena literatura enseña al aprendiz cuestiones de estilo,
agilidad narrativa, estructura argumental, elaboración de personajes
verosímiles y sinceridad creativa. Quizá una novela como Las uvas de la ira
provoque desesperación y celos en el escritor novel («No podría escribir tan
bien ni viviendo mil años»), pero son emociones que también pueden servir de
acicate, empujando al escritor a esforzarse más y ponerse metas más altas. La
capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con prosa de calidad
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es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los
escritores. Nadie puede aspirar a seducir a otra persona por la fuerza de la
escritura hasta no haberlo experimentado personalmente.
Vaya, que leemos para conocer de primera mano lo mediocre y lo
infumable. Es una experiencia que nos ayuda a reconocer ambas cosas en
cuanto se insinúan en nuestro propio trabajo, y a esquivarlas. También leemos
para medirnos con los buenos escritores y los genios, y saber hasta dónde se
puede llegar. Y para experimentar estilos diferentes.
Quizá te encuentres con que adoptas el estilo que más admiras. No tiene
nada de malo. De niño, cuando leía a Ray Bradbury, escribía como él: todo era
verde y maravilloso, todo visto por una lente manchada por el aceite de la
nostalgia. Cuando leía a James M. Cain me salía todo escueto, entrecortado y
duro. Cuando leía a Lovecraft, mi prosa se volvía voluptuosa y bizantina.
Algunos relatos de mi adolescencia mezclaban los tres estilos en una especie
de estofado bastante cómico. La mezcla de estilos es un escalón necesario en
el desarrollo de uno propio, pero no se produce en el vacío. Hay que leer de
todo, y al mismo tiempo depurar (y redefinir) constantemente lo que se
escribe. Me parece increíble que haya gente que lea poquísimo (o, en algunos
casos, nada), pero escriba y pretenda gustar a los demás. Sin embargo, sé que
es cierto. Si tuviera un centavo por cada persona que me ha dicho que quiere
ser escritor pero que «no tiene tiempo de leer», podría pagarme la comida en
un restaurante bueno ¿Me dejas que te sea franco? Si no tienes tiempo de leer
es que tampoco tienes tiempo (ni herramientas) para escribir. Así de sencillo
Leer es el centro creativo de la vida de escritor. Yo nunca salgo sin un
libro, y encuentro toda clase de oportunidades para enfrascarme en él. El truco
es aprender a leer a tragos cortos, no sólo a largos. Es evidente que las salas de
espera son puntos de lectura ideales, pero no despreciemos el foyer de un
teatro antes de la función, las filas aburridas para pagar en caja ni el clásico de
los clásicos: el váter. Gracias a la revolución de los audiolibros, se puede leer
hasta conduciendo. Entre seis y doce de mis lecturas anuales son grabadas. En
cuanto a que te pierdas cosas fabulosas por la radio... A ver, ¿cuántas veces
puedes escuchar a los Deep Purple cantando Highway Star?
La gente bien considera de mala educación leer en la mesa, pero si
aspiras a tener éxito como escritor deberías poner los modales en el penúltimo
escalón de prioridades. El último debería ocuparlo la gente bien y sus
expectativas. De todos modos, SÍ adoptas la sinceridad como divisa de lo que
escribes, tus días como integrante de tan selecta colectividad están contados.
¿Dónde más leer? Pues en la cinta de correr, o en el aparato que uses
cuando vas al gimnasio. Yo, que procuro hacer una hora de aparatos al día,
creo que sin la compañía de una buena novela me volvería loco. Hoy en día,
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casi todas las instalaciones para el ejercicio físico (tanto domésticas como para
gimnasios) tienen tele instalada, pero la verdad es que la tele es lo que menos
falta le hace a un aspirante a escritor, ni haciendo gimnasia ni en cualquier
otro momento del día. Si sientes como algo imprescindible tener puestos a los
bocazas de la CNN dando las noticias mientras haces ejercicio, o a los bocazas
de la MSNBC hablando de la bolsa, o a los bocazas de la ESPN dando los
deportes, ya va siendo hora de que te preguntes por el grado de seriedad de tus
aspiraciones de escritor. Tienes que estar dispuesto a replegarte a conciencia
en la imaginación, y me parece que no es muy compatible con los
presentadores de los talk-shows de moda. Leer toma su tiempo, y el pezón de
cristal te roba demasiado.
Una vez destetada del ansia efímera de tele, la mayoría descubrirá que
leer significa pasar un buen rato. He aquí mi sugerencia: la desconexión de la
caja-loro es una buena manera de mejorar la calidad de vida, no sólo la de la
escritura. Además, ¿de cuánto sacrificio hablamos? ¿Cuántas reposiciones de
Frasier y Urgencias hacen para relizarte como norteamericano? ¿Cuántos
horas de teletienda? ¿Cuántas...? No sigo, que me sulfuraría.
Cuando mi hijo Owen tenía siete años se quedó prendado de la E Street
Band de Bruce Springsteen, sobre todo de Clarence Clemons, el saxofonista
corpulento del grupo. Entonces pensó que quería tocar como él. A mi mujer y
a mí su ambición nos divirtió y encantó. También reaccionamos como
cualquier padre: con la esperanza de que nuestro hijo revelara talento, y hasta
que fuera un niño prodigio. En Navidad te regalamos un saxo y lo apuntamos
a clases con Gordon Bowie, un músico de la zona. Después cruzamos los
dedos y esperamos que hubiera suerte.
A los siete meses le propuse a mi mujer que interrumpiéramos las clases
de saxo, siempre que Owen estuviera de acuerdo. Lo estuvo, y con alivio
patente. El no había querido decirlo, y menos después de haber pedido el saxo,
pero le habían bastado siete meses para darse cuenta de que no era lo suyo,
aunque estuviera apasionado por el sonido de Clarence Clemons. Dios no lo
había dotado de ese talento.
Yo ya me había dado cuenta, y no porque Owen ya no ensayara, sino
porque respetaba estrictamente el horario que le marcaba el señor Bowie:
media hora diaria después del colegio durante cuatro días y una hora el fin de
semana. No es que Owen tuviera ningún problema de memoria, pulmones o
coordinación entre la vista y la mano, porque dominaba las escalas y las notas,
pero nunca le habíamos oído ningún arrebato, ni se sorprendía a si mismo con
nada nuevo. Acabada la media hora de ensayo, metía el saxo en la funda y no
volvía a sacarlo hasta la clase o ensayo siguiente. La lección que extraje fue
que entre mi hijo y el saxo nunca habría música real, sino puro y simple
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ensayo, y eso no sirve. Si no te diviertes no sirve de nada. Vale más dedicarse
a otra cosa donde puedan ser mayores las reservas de talento, y más elevado el
cociente de diversión.
El talento priva de significado al concepto de ensayo. Cuando descubres
que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos
o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche
nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el todo por el todo; porque
tú, creador te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo:
leer y a escribir, tocar un instrumento, jugar a béisbol... Lo que sea. El
programa agotador de lectura y escritura por el que abogo (de cuatro a seis
horas diarias toda la semana) sólo lo parecerá si son actividades que ni te
gustan ni responden a ningún talento tuyo. De hecho, puede que ya estés
siguiendo uno parecido. Si no es así, y te parece que necesitas permiso de
alguien para leer y escribir cuanto te apetezca, considéralo dado en adelante
por un servidor.
La verdadera importancia de leer es que genera confianza e intimidad
con el proceso de la escritura. Se entra en el país de los escritores con los
papeles en regla. La lectura constante te lleva a un lugar (o estado mental, si lo
prefieres) donde se puede escribir con entusiasmo y sin complejos. También te
permite ir descubriendo qué está hecho y qué por hacer, y te enseña a
distinguir entre lo trillado y lo fresco, lo que funciona y lo que sólo ocupa
espacio. Cuanto más leas, menos riesgo correrás de hacer el tonto con el
bolígrafo o el procesador de textos.

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