miércoles, 6 de mayo de 2020

Gaston Leroux El castillo negro Rouletabille - 4


            

Gaston Leroux

 El castillo negro

 

 

            Rouletabille - 4


           





            Título original: Rouletabille à la guerre: Le château noir

            Gaston Leroux, 1916

            Traducción: Francesc Almela i Vives

             


 PRIMERA PARTE

 

            EL CORAZÓN DE IVANA




 CAPITULO PRIMERO

 

            ¡AMOR!… ¡AMOR!…

            Miré… ¡Aún se ve la cicatriz!…
            Rouletabille se inclinó sobre el desnudo cuello que se doblaba con gracia, y al borde del casto descote, junto al hombro ambarino de Ivana, distinguió la muy precisa línea blanca que había dejado la puñalada. El joven, confuso y ruborizado, hizo un gesto con la cabeza. Había visto bastante.
            Y con emoción murmuró:
            —¡Qué salvajes!
            —¡Chss! En Bulgaria —observó ella con sonrisa que descubría sus dientes de lobezna— todos somos aún algo salvajes; pero nos hace poca gracia que nos lo digan.
            —¡Sí; saben ustedes disimular! —replicó el repórter señalando con un gesto rápido a las muy correctas personas que evolucionaban por el salón del general Vilitchkov, sentábanse a una mesa de bridge o hablaban en los rincones.
            La mayoría de los hombres llevaban guerrera blanca, cortada de través por la bandolera que sostenía la espada, y pantalón obscuro; otros oficiales iban metidos en
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            Rouletabille, enardecido por la clara risa de la joven, provocóla diciendo:
            —¿Se atreverá a decir que no la quiero?
            Se desafiaban con sonrisas, pero estaban tan juntos que hubiera podido creerse que iban a besarse. Entonces Ivana separóse de pronto, porque había percibido el cálido aliento del joven. Y Rouletabille se pasó la mano por la frente, procurando recobrar un poco de sangre fría. Luego fue a reunirse con la muchacha, que detrás de un balcón, con la cortina levantada, contemplaba la ciudad bajo la noche. Y le habló en voz baja, con ansia y con cierto apasionado atrevimiento. Ella le oía atentamente, inmóvil, muda, sin volver la cabeza.
            —¿Quiere pruebas de que usted también me ama?… ¿Acaso no lo es la alegría que hemos experimentado al encontramos?… ¿Y el paseo de ayer a caballo, por fuera de las murallas?… ¿Recuerda aquel momento, cerca del puente de piedra, en que la sostuve cuando su caballo se encabritó?… La tuve en mis brazos… Pero ¡sólo fue un instante! Y ¿se acuerda de nuestra turbación y de nuestro silencio? ¿No es amor todo eso? Hace unos instantes, cuando nuestros alientos se han mezclado…
            —¡Calle! Jamás he de ser su esposa.
            —¿Por qué? Déme una razón… Me parece que no ha dicho eso muy convencida. Pero ¿tiene algún compromiso? ¿Hay alguien que pueda llamarse novio suyo?
            Ivana negó con su bella cabeza y explicó, no sin cierto esfuerzo:
            —Nadie puede llamárselo, amigo mío… No quiero casarme… Y —añadió con grave y enigmática sonrisa— voy a decirle por qué… Cierto día paseaba yo con mi padre por el Balkán… Como es natural, era muy pequeñita, ya que mi padre fue asesinado cuando yo tenía seis años… Y aquello ocurrió varios meses antes de su muerte… El caso es que se nos acercó una vieja gitana, me leyó las rayas de la mano y me dijo: «¡Ten cuidado, pequeña, con tu boda!» ¿Qué tal? Como usted comprenderá, no voy a tener ningún interés en casarme.
            —¡Oh! —exclamó él—. Si sólo es eso…
            Pero al mirar el rostro de Ivana quedó estupefacto. El rostro de \a joven se había convertido en mármol. Y Rouletabille desconocía aquellos ojos duros, aquella mirada tenebrosa y hasta a aquella mujer que estaba ante él.
            —¿Qué le pasa, Ivana?
            —Me pasa «que nadie debe pensar en casarse conmigo». Hace un ratillo le enseñé la cicatriz de una herida de kandjar que sufrí a los seis años, ¿no?… Precisamente para evitar una segunda herida me ha hecho viajar tanto mi tío; por eso he ido a estudiar medicina a París. ¡Ya conoce la causa de mi destierro!… No es una razón heroica, pero si bastante romántica… ¡Confiéselo!
            —Pero —exclamó el repórter— ¿es posible que no hayan sido olvidadas las viejas historias de los compañeros de Panitza y de los asesinos de Veltchef?… ¡Caramba! Ya han sido bastante vengadas sus sombras sangrientas a costa de Stamboulov y de los suyos, de los de ustedes…
            —Parece ser que no —dijo Ivana volviéndose hacia el joven y escrutando la emoción sincera y profunda de éste—. Aquí los odios son eternos; nunca hay que fiarse de ningún perdón.
            —¡Oh! —exclamó Rouletabille—. Entonces ¿de quién y de qué puede fiarse uno en su país, Ivana? Y, sobre todo, ¿por qué ha vuelto usted?
            —Porque tal vez haya guerra—musitó ella entre sus labios pálidos, de los que parecía haberse retirado toda la sangre—. ¿Comprende usted?… Mi vida no vale nada. Y además, ¿qué es la vida?
            Ivana agarró con su fría mano la mano ardiente del repórter, y, refiriéndose a los invitados de su tío, dijo:
            —Y en último término, ¿qué es una cuchillada?… Quizá no hay ni uno de esos graves varones, sobre todo los viejos, que no pueda mostrar bajo la ropa varias cicatrices como la que ha parecido emocionarle antes… Mire… Ese caballero de corbata blanca y lentes, que baña el labio rasurado en la taza de té y que parece un probo funcionario retirado…
            —Es muy inteligente —interrumpió Rouletabille—. Hace poco le oí hablar de los hombres de ahora. Los deshacía como un relojero la máquina de un reloj.
            —Sí; ve el fondo de las cosas como a través del agua límpida… Es Stancho, campesino en tiempos pasados y vicepresidente de nuestra Sobranié. Fue uno de los cinco que acompañaron a Zacarías Stoianov en su última aventura a Troïan, antes de la guerra de la Liberación. Estuvo quince días errando por un bosque, sin más alimento que acedera silvestre y caracoles. Al día siguiente fue presa de una partida de bachi-buzuks. Los turcos descubrieron que era un «comité». ¡Buena le esperaba! Y los zeptiés, antes de ahorcarle, le pusieron una corona de flores y le decían: «¡Cuánto gustarás a las hermosas hijas de Troïan!» Y le ahorcaron…
            —¡Imposible!
            —Posible… Al colgarlo dispararon sobre él. Y eso le salvó, porque una bala cortó la cuerda. Como tenía otras cinco balas en el cuerpo, le dieron por muerto.
            —Entonces vuelve del otro mundo, ¿eh? —observó Rouletabille asombrado.
            —En mi tierra —dijo Ivana con cierto orgullo— todos volvemos del otro mundo. Fíjese en esos cuatro que están jugando al bridge en esa mesa. Todos se han asesinado entre sí más o menos. El que sólo tiene cuatro dedos en la mano derecha, perdió el quinto cuando asesinaron a Stamboulov. Los dos que están enfrente de él son primos de Karavélov, a quienes Stamboulov apresó, hizo desnudar y mandó que les azotaran hasta el desvanecimiento. Seguramente formaban parte del complot en que pereció Stamboulov y en que sucumbieron asesinados mi padre y mi madre.
            —¿Y los recibe usted en su casa?
            —¡Oh!… No han intervenido directamente en el atentado…
            —¡Bello país! —bromeó el repórter.
            —Al fin y al cabo, vamos a tener guerra—dijo Ivana con voz sorda—. ¡Y nuestro deber es olvidar todas nuestras rencillas y nuestros rencores domésticos!
            —Bien—repuso Rouletabille—. Por eso mismo no la comprendo cuando usted me dice, a pesar de la guerra inminente, que está constantemente en peligro de ser la víctima de esos odios…
            —Es que en mi caso hay mezclado un pomak —explicó la joven dulcemente, con triste sonrisa.
            —¿Qué es un pomak?
            —Un búlgaro que se haya hecho musulmán. Le aseguro que no tenemos más terrible enemigo.
            —¡Sí que debe ser una cosa delicada! —dijo Rouletabille moviendo la cabeza—. ¿Y cómo se llama ese pomak? ¿Puedo saberlo?…
            —¡Se llama Gaulow!…

            El repórter había conservado la mano de Ivana en la suya. Y notó que la mano se estremecía mientras la joven pronunciaba en voz muy baja aquel nombre.

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