Gaston
Leroux
El castillo negro
Rouletabille - 4
Título
original: Rouletabille à la guerre: Le
château noir
Gaston
Leroux, 1916
Traducción:
Francesc Almela i Vives
PRIMERA PARTE
EL
CORAZÓN DE IVANA
CAPITULO PRIMERO
¡AMOR!…
¡AMOR!…
Miré…
¡Aún se ve la cicatriz!…
Rouletabille
se inclinó sobre el desnudo cuello que se doblaba con gracia, y al borde del
casto descote, junto al hombro ambarino de Ivana, distinguió la muy precisa
línea blanca que había dejado la puñalada. El joven, confuso y ruborizado, hizo
un gesto con la cabeza. Había visto bastante.
Y
con emoción murmuró:
—¡Qué
salvajes!
—¡Chss!
En Bulgaria —observó ella con sonrisa que descubría sus dientes de lobezna—
todos somos aún algo salvajes; pero nos hace poca gracia que nos lo digan.
—¡Sí;
saben ustedes disimular! —replicó el repórter señalando con un gesto rápido a
las muy correctas personas que evolucionaban por el salón del general
Vilitchkov, sentábanse a una mesa de bridge
o hablaban en los rincones.
La
mayoría de los hombres llevaban guerrera blanca, cortada de través por la
bandolera que sostenía la espada, y pantalón obscuro; otros oficiales iban
metidos en
[FALTA
UNA PÁGINA]
Rouletabille,
enardecido por la clara risa de la joven, provocóla diciendo:
—¿Se
atreverá a decir que no la quiero?
Se
desafiaban con sonrisas, pero estaban tan juntos que hubiera podido creerse que
iban a besarse. Entonces Ivana separóse de pronto, porque había percibido el
cálido aliento del joven. Y Rouletabille se pasó la mano por la frente,
procurando recobrar un poco de sangre fría. Luego fue a reunirse con la
muchacha, que detrás de un balcón, con la cortina levantada, contemplaba la
ciudad bajo la noche. Y le habló en voz baja, con ansia y con cierto apasionado
atrevimiento. Ella le oía atentamente, inmóvil, muda, sin volver la cabeza.
—¿Quiere
pruebas de que usted también me ama?… ¿Acaso no lo es la alegría que hemos
experimentado al encontramos?… ¿Y el paseo de ayer a caballo, por fuera de las
murallas?… ¿Recuerda aquel momento, cerca del puente de piedra, en que la
sostuve cuando su caballo se encabritó?… La tuve en mis brazos… Pero ¡sólo fue
un instante! Y ¿se acuerda de nuestra turbación y de nuestro silencio? ¿No es
amor todo eso? Hace unos instantes, cuando nuestros alientos se han mezclado…
—¡Calle!
Jamás he de ser su esposa.
—¿Por
qué? Déme una razón… Me parece que no ha dicho eso muy convencida. Pero ¿tiene
algún compromiso? ¿Hay alguien que pueda llamarse novio suyo?
Ivana
negó con su bella cabeza y explicó, no sin cierto esfuerzo:
—Nadie
puede llamárselo, amigo mío… No quiero casarme… Y —añadió con grave y
enigmática sonrisa— voy a decirle por qué… Cierto día paseaba yo con mi padre
por el Balkán… Como es natural, era muy pequeñita, ya que mi padre fue
asesinado cuando yo tenía seis años… Y aquello ocurrió varios meses antes de su
muerte… El caso es que se nos acercó una vieja gitana, me leyó las rayas de la
mano y me dijo: «¡Ten cuidado, pequeña, con tu boda!» ¿Qué tal? Como usted
comprenderá, no voy a tener ningún interés en casarme.
—¡Oh!
—exclamó él—. Si sólo es eso…
Pero
al mirar el rostro de Ivana quedó estupefacto. El rostro de \a joven se había convertido en mármol.
Y Rouletabille desconocía aquellos ojos duros, aquella mirada tenebrosa y hasta
a aquella mujer que estaba ante él.
—¿Qué
le pasa, Ivana?
—Me
pasa «que nadie debe pensar en casarse conmigo». Hace un ratillo le enseñé la
cicatriz de una herida de kandjar que
sufrí a los seis años, ¿no?… Precisamente para evitar una segunda herida me ha
hecho viajar tanto mi tío; por eso he ido a estudiar medicina a París. ¡Ya
conoce la causa de mi destierro!… No es una razón heroica, pero si bastante
romántica… ¡Confiéselo!
—Pero
—exclamó el repórter— ¿es posible que no hayan sido olvidadas las viejas
historias de los compañeros de Panitza y de los asesinos de Veltchef?…
¡Caramba! Ya han sido bastante vengadas sus sombras sangrientas a costa de
Stamboulov y de los suyos, de los de ustedes…
—Parece ser que no —dijo Ivana
volviéndose hacia el joven y escrutando la emoción sincera y profunda de éste—.
Aquí los odios son eternos; nunca hay que fiarse de ningún perdón.
—¡Oh!
—exclamó Rouletabille—. Entonces ¿de quién y de qué puede fiarse uno en su
país, Ivana? Y, sobre todo, ¿por qué ha vuelto usted?
—Porque
tal vez haya guerra—musitó ella entre sus labios pálidos, de los que parecía
haberse retirado toda la sangre—. ¿Comprende usted?… Mi vida no vale nada. Y
además, ¿qué es la vida?
Ivana
agarró con su fría mano la mano ardiente del repórter, y, refiriéndose a los
invitados de su tío, dijo:
—Y
en último término, ¿qué es una cuchillada?… Quizá no hay ni uno de esos graves
varones, sobre todo los viejos, que no pueda mostrar bajo la ropa varias
cicatrices como la que ha parecido emocionarle antes… Mire… Ese caballero de
corbata blanca y lentes, que baña el labio rasurado en la taza de té y que
parece un probo funcionario retirado…
—Es
muy inteligente —interrumpió Rouletabille—. Hace poco le oí hablar de los
hombres de ahora. Los deshacía como un relojero la máquina de un reloj.
—Sí;
ve el fondo de las cosas como a través del agua límpida… Es Stancho, campesino
en tiempos pasados y vicepresidente de nuestra Sobranié. Fue uno de los cinco
que acompañaron a Zacarías Stoianov en su última aventura a Troïan, antes de la
guerra de la Liberación. Estuvo quince días errando por un bosque, sin más
alimento que acedera silvestre y caracoles. Al día siguiente fue presa de una
partida de bachi-buzuks. Los turcos
descubrieron que era un «comité». ¡Buena le esperaba! Y los zeptiés, antes de ahorcarle, le pusieron
una corona de flores y le decían: «¡Cuánto gustarás a las hermosas hijas de
Troïan!» Y le ahorcaron…
—¡Imposible!
—Posible…
Al colgarlo dispararon sobre él. Y eso le salvó, porque una bala cortó la
cuerda. Como tenía otras cinco balas en el cuerpo, le dieron por muerto.
—Entonces
vuelve del otro mundo, ¿eh? —observó Rouletabille asombrado.
—En
mi tierra —dijo Ivana con cierto orgullo— todos
volvemos del otro mundo. Fíjese en esos cuatro que están jugando al bridge en esa mesa. Todos se han
asesinado entre sí más o menos. El que sólo tiene cuatro dedos en la mano
derecha, perdió el quinto cuando asesinaron a Stamboulov. Los dos que están
enfrente de él son primos de Karavélov, a quienes Stamboulov apresó, hizo
desnudar y mandó que les azotaran hasta el desvanecimiento. Seguramente
formaban parte del complot en que pereció Stamboulov y en que sucumbieron
asesinados mi padre y mi madre.
—¿Y
los recibe usted en su casa?
—¡Oh!…
No han intervenido directamente en el atentado…
—¡Bello
país! —bromeó el repórter.
—Al
fin y al cabo, vamos a tener guerra—dijo Ivana con voz sorda—. ¡Y nuestro deber
es olvidar todas nuestras rencillas y nuestros rencores domésticos!
—Bien—repuso
Rouletabille—. Por eso mismo no la comprendo cuando usted me dice, a pesar de
la guerra inminente, que está constantemente en peligro de ser la víctima de
esos odios…
—Es
que en mi caso hay mezclado un pomak
—explicó la joven dulcemente, con triste sonrisa.
—¿Qué
es un pomak?
—Un
búlgaro que se haya hecho musulmán. Le aseguro que no tenemos más terrible
enemigo.
—¡Sí
que debe ser una cosa delicada! —dijo Rouletabille moviendo la cabeza—. ¿Y cómo
se llama ese pomak? ¿Puedo saberlo?…
—¡Se
llama Gaulow!…
El
repórter había conservado la mano de Ivana en la suya. Y notó que la mano se
estremecía mientras la joven pronunciaba en voz muy baja aquel nombre.
fUENTE: epub.
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