DE
LA ENVIDIA
(1625)
No
hay ningún sentimiento que se haya observado que fascine o hechice, a no ser el
amor y la envidia. Ambos tienen poderes vehementes; se transforman fácilmente
en fantasías y sugestiones y se presentan con facilidad ante los ojos,
especialmente, ante la presencia de los objetos causantes de la fascinación, si
es que hay alguno. Así, vemos que las Escrituras llaman a la envidia ojo
maligno; y los astrólogos llaman a la mala influencia de las estrellas, malos
aspectos; así es que en el acto de la envidia, parece haber conocimiento, una
emanación o irradiación del ojo. Además, algunos han sido tan observadores que
han notado que en momento en que la mirada de un ojo envidioso produce más daño
es cuando la parte envidiada está en su momento de gloria o triunfo, porque eso
agudiza la envidia; al mismo tiempo, en tales momentos, el espíritu de la
persona envidiada saldrá más al exterior, y así tropezará con la desagradable
mirada.
Pero
dejando esos detalles (aunque merecen que se piense en ellos a su debido
tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más sujetas a ser envidiadas; y
cuál es la diferencia entre envidia pública y privada.
Un
hombre que no tiene virtudes jamás envidia la virtud de otros; porque la mente
de los hombres se nutrirá ya de su propio bien, ya del mal ajeno; y el que
desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien carece de esperanza para alcanzar la
virtud de otro, tratará de apoderarse de la fortuna del otro.
El
hombre que es afanoso y curioso, por lo general, es envidioso; pues saber mucho
sobre los asuntos de los demás no puede ser sino a causa de que toda esa
preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por tanto, tiene que ser que
encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de otros; ni el que se afana
en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues la envidia es una pasión
ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en casa: Non est curiosus quim idem sit malevolus[1].
Los
hombres de noble cuna se caracterizan por ser envidiosos de los hombres que se
encumbran, porque se altera la distancia que los separa; y es como un engaño a
los ojos porque cuando otros vienen, piensan que ellos retroceden.
Las
personas deformadas y los eunucos, los viejos y los bastardos son envidiosos;
porque el que no puede enmendar su propio caso, hará lo que pueda por estropear
el de los otros; salvo que esos defectos se produzcan en naturalezas muy bravas
y valientes que piensen hacer de sus carencias naturales parte integrante de su
honra: en ese caso, debería decirse: ese
eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas grandes, dando a entender la honra de
un milagro: como sucedió con Narsés el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran
cojos.
El
mismo caso es el de los hombres que se levantan después de calamidades y
desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo que consideran el daño
de otros como una redención de sus propios sufrimientos.
Los
que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte de la frivolidad y la
vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden desear trabajo; ya que es
imposible que en cada uno de los asuntos puedan sobrepasar a los otros; ése era
el carácter del emperador Adriano, que envidiaba mortalmente a los poetas y
pintores y a los diestros en el trabajo, respecto al cual sentía afán de
sobresalir.
Finalmente,
los parientes y los compañeros de oficio y aquellos que se han criado juntos,
son más apropiados para envidiar a sus iguales cuando éstos se elevan; porque
esto les vitupera su propia suerte, les señala y les acude con frecuencia a la
memoria y del mismo modo hace que los otros se fijen en él; y la envidia
siempre se redobla con la charla y la fama. La envidia de Caín hacia su hermano
Abel fue la más vil y maligna, porque cuando su sacrificio era mejor aceptado
no había nadie que lo viera. Así sucede con muchos que son propicios a la
envidia.
Respecto
a los que están más o menos sujetos a la envidia, primeramente, las personas de
virtuosidad eminente, cuando lo son en grado avanzado, son menos envidiosas
porque su fortuna parece debida a ellos; y nadie envidia el pago de una deuda
sino más bien las recompensas y libertades. Además, la envidia siempre va unida
a la comparación que el hombre hace consigo mismo, y donde no hay comparación,
no hay envidia; por tanto, los reyes no son envidiados sino por reyes. No
obstante, debe tenerse en cuenta que las personas sin mérito son más envidiadas
en su primera aparición y después sobrepasan mejor la envidia; por lo que,
contrariamente, las personas de valía y mérito son más envidiadas cuando su
buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque su virtuosidad sea la
misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién venidos la acrecientan más
que empañarla.
Las
personas de sangre no le son menos envidiadas en su encumbramiento, pues parece
que es un derecho correspondiente a su cuna; además, no parece agregar
demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos del sol que calientan más
en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por la misma razón, los que
avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes avanzan súbitamente y per saltum.
Los
que juntan a sus honores grandes cuidados laboriosos, o peligros, están menos
sujetos a la envidia, pues los hombres consideran que se ganan sus honores con
fatiga y algunas veces se apiadan de ellos, y la piedad siempre cura a la
envidia. Por lo cual, se observará que cuanto más profunda y cauta sea la clase
de políticos en su grandeza, más se quejarán siempre de la vida que llevan,
entonando el quanta patimur[2]; no es que lo sientan
así, sino sólo para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en
negocios que pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada
acrecienta más la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los
negocios; y nada extingue más la envidia hacia una persona importante que
mantener a todos sus empleados inferiores en los plenos derechos y
preeminencias de sus cargos; porque, por este medio, habrá muchas pantallas
entre él y la envidia.
Sobre
todo, están más sujetos a la envidia los que llevan la grandeza de su suerte en
forma insolente y orgullosa; no encontrándose a gusto sino cuando ostentan cuán
grandes son, ya con pompa externa o triunfando sobre toda oposición o
competición. Por lo contrario, los hombres prudentes no se sacrificarán a la
envidia sufriendo, a veces de propósito, impedimentos y sobrecargas en cosas
que no les atañen mucho. No obstante, es muy cierto que el llevar la grandeza
en forma declarada (aunque sin arrogancia ni vanagloria), provoca menos envidia
que si se lleva de modo más hábil y artera; pues de esa forma el hombre no hace
más que denegar la suerte, y parecer que se da cuenta de su propio deseo de
valía, y enseñar a otros a que le envidien.
Por
último, para terminar esta parte, como hemos dicho al principio que el acto de
envidiar tiene en sí algo de hechicería, no tiene más curación que la que tiene
la hechicería; y no es quitarse de encima la carga (como se dice) y echarla
sobre otro; por esa razón las personas eminentes de mayor prudencia siempre
colocan en primer término a alguien sobre quien desvían la envidia que caería
sobre ellas; algunas veces sobre ministros o sirvientes, otras, sobre colegas y
socios o algo semejante; y para esa desviación nunca faltan algunas personas de
naturaleza valiente y emprendedora que, con tal de tener poderío y negocios, lo
aceptarán a toda costa.
Pasemos
ahora a hablar de la envidia pública: hay algo de bueno en la envidia pública
que, contrariamente, no hay en la privada; porque la envidia pública es como un
ostracismo que eclipsa a los hombres cuando se engrandecen demasiado; y, por
tanto, es también un freno para los grandes que les mantiene dentro de los
límites.
Esta
envidia, llamada en latín invidia,
circula en las lenguas modernas como el nombre del descontento, del cual
hablaremos al ocupamos de la sedición. Es una enfermedad en un Estado análoga a
una infección; pues una infección se extiende sobre el que está sano y lo
infecta, asimismo cuando la envidia entra una vez en un Estado, difama incluso
sus mejores acciones, y las convierte en pestíferas; por tanto, se gana poco
mezclando acciones plausibles porque eso no indica más que temor a la envidia,
lo cual daña mucho más, como sucede
en las infecciones que, si se las teme, es como llamarlas sobre uno.
Esta
envidia pública parece recaer principalmente sobre funcionarios importantes y
ministros, más que sobre reyes y naciones. Pero es una regla fija que si la
envidia hacia los ministros os grande, la causa que la produce en ellos es
pequeña; o que si la envidia es general hacia todos los ministros del Estado,
entonces la envidia (aunque escondida) es verdaderamente hacia el propio
Estado. Y gran parte de la envidia pública o descontento, y de la diferencia de
ésta con la privada, es de lo que se trató en primer lugar.
Añadiremos
que, en general, tocante al sentimiento de la envidia, dé todos los
sentimientos es el más inoportuno y constante; pues otros sentimientos se dan
en ocasiones, por lo cual se dijo acertadamente: Invidia festos dies non agii[3],
pues siempre actúa sobre uno u otros. Y también es de notar que el amor y la
envidia abaten al hombre, lo cual no hacen otros sentimientos porque no son tan
constantes. Es también el más vil de los sentimientos y el más depravado; por
esa causa es el atributo más apropiado del demonio, del cual se dice que durmiendo los hombres, vino su enemigo y
sembró cizaña entre el trigo; y siempre ocurre que la envidia opera
sutilmente, en Ja sombra y en perjuicio de las cosas buenas como lo es el
trigo.
Fuente: Francis
Bacon Ensayos ePub r1.0 oronet 15.11.2019
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