sábado, 18 de enero de 2020

EL PLATO DE LA MENTE. ROBERTO CALASSO.


EL PLATO DE LA MENTE

Varias veces me tocó observar que las películas de Hitchcock tienden a volverse más bellas cuando se ven otra vez. Me ha pasado últimamente, viendo de nuevo Psicosis, Los pájaros, Mamie.
¿De qué otros directores se podría decir lo mismo? De Lubitsch, de Max Ophüls, ciertamente. Otros nombres se podrían agregar, pero no muchos. ¿Por qué? Quizá por cierto blindaje inquebrantable que protege a esas películas del mundo externo. Quien entra en un Hitchcock, en un Lubitsch, en un Ophüls pone el pie en sitios autosuhcientes, que tienden a absorber todo en sí mismos. Luego puede haber también otras razones de constante, renovado estupor. Puede ser un estupor no sólo estético, sino especulativo. 0 mejor: un estupor estético por ser especulativo. Esto es válido para algunas películas de Hitchcock que destacan (y deslumbran) porque, a la usual trama de delicias y terrores, superponen una dimensión metafísica. Primer ejemplo patente: Vértigo. Pero lo mismo se puede decir, con implicaciones más engañosas e indomables, para La ventana indiscreta. Truffaut, con su habitual perspicacia, escribió una vez a Hitchcock: «Vértigo es más sentimental, más poética, pero La ventana indiscreta es la perfección». Se dieron cuenta de eso también Ghabroly Rohmer, que apuntaban: «Si hay una película de Hitchcock para la cual el término metafísica se pueda citar sin temor, ésta es precisamente La ventana indiscreta». Lástima que después se hayan estancado en el intento de identificar qué metafísica. Después de una primera referencia al mito platónico de la caverna, se enredaron entre San Agustín y los jansenistas en la búsqueda del significado moral del asunto. No se entiende por qué (es más, se entiende perfectamente), pero en cuanto interviene la palabra «moral»
la lucidez de la mente se empaña. Y entonces ¿cuál será la metafísica implícita en La ventana indiscreta?
Como Lubitsch, como Ophüls, Hitchcock se abstenía de teorizar sobre sus películas. Pero, aveces, lanzaba por ahí una frase decisiva, disimulada, junto con observaciones técnicas inocuas. En esa frase se decía lo esencial. Así, una vez observó: «La ventana indiscreta es totalmente un proceso mental, conducido a través de medios visuales». Aislamos la frase y nos preguntamos: ¿quién está hablando aquí? ¿Sañkara a propósito de la maya? ¿O es Rámánuja o algún otro maestro vedán- tico? ¿Qué sentido tiene describir una película puntillosa y minuciosa hasta el trompe-l'oeil (el set del patio, el más grande construido hasta entonces por la Paramount, correspondía fielmente a un inmueble de Christopher Street) como si fuera «totalmente un proceso mental»? «Totalmente»... ¿Qué habrá pretendido Hitchcock con esa afirmación tan drástica? No queda más que ver la película. El primer encuadre nos ofrece una estera semitransparente de bambú que se alza delante de una ventana, luego otra, luego otra más. Es como si la cortina de opacidad que normalmente envuelve a la mente y la hace desconocedora de sí misma se desvaneciera lentamente. ¿Qué aparece, entonces? No el mundo, sino el patio: predispuesto como un edificio mnemotécnico donde la pared de ladrillos descoloridos hace de soporte a los loci, que son las diferentes ventanas. Aquí se manifiesta la invención visual fundamental de la película: las imágenes que vemos al interior del marco de cada una de las ventanas (la bailarina que practica, los recién casados que entran en su apartamento, el músico infeliz al piano, Corazón Solitario que se prepara para recibir a un macho invisible, el viajante Lars Thorwald que regresa con su esposa enferma y rencorosa) están a otro nivel respecto a lo que vemos en el patio o en la habitación del protagonista. Esas imágenes rectangulares no son reales, son hiperreales. Tienen la cualidad alucinatoria y esmaltada de las calcomanías. Es tal la evidencia de esos rectángulos (aún más imperiosa de noche, cuando los rectángulos se recortan sobre un fondo de tinieblas) que
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empezamos a preguntarnos: ¿dónde estamos realmente? Y se insinúa la sospecha: quizá la ventana donde está apostado el fotógrafo James Stewart con su pierna enyesada no da, como todas las ventanas ingenuas, hacia algún exterior. Quizá, como lo indica el título en inglés (Rear Window), es una ventana que se abre hacia lo que perennemente está detrás del mundo: el plato de la mente. De hecho, ¿desde cuándo la «realidad» (Nabokov dice en algún lugar que se trata de una palabra uti- lizable sólo entre comillas) ha tenido la nitidez alarmante, la pátina nacarada de lo que ve el fotógrafo en los rectángulos luminosos delante de él? Lo que ocurre allí dentro ¿no es quizá el cine sorprendido en su origen? Admitamos entonces que las esteras de bambú se hayan alzado sobre un teatro ocupado por una mente y sus fantasmas. Pero ¿cómo se compone esa mente (cada mente)? Hay un ojo soberano, inmóvil: el átman, el Sí. Traduzcamos en la ironía occidental de Hitchcock: el ojo de un fotógrafo (el ojo por excelencia) con una pierna enyesada. En la superposición de un binóculo o de un imponente teleobjetivo al ojo del protagonista está implícita no sólo la capacidad de auto- intensiftcación del átman, sino la capacidad del ojo soberano de desdoblarse indefinidamente: existe siempre una metamirada que se sobrepone a la mirada, pero el paso decisivo es el primero: aquél con el que el Sí se separa del Yo, el fotógrafo que mira del asesino que es observado. Pero entonces ¿adonde fue a parar el mundo? La mente puede encargarse de dejarlo fuera, pero no del todo. Siempre queda al menos una hendidura, que hiere y permite la fuga. Por ello, en uno de los lados del patio, se abre un callejón que da a la calle. La calle es el mundo como es. Pero en la película nunca se hará notar más que por instantes, como cuando Grace Kelly o Corazón Solitario o el asesino se aventuran en él. Todo el resto se desarrolla al interior de una mente, entre el ojo del fotógrafo y sus fantasmas. Ese ojo es soberano. Frente a él, todo está disponible: cada piso, cada escena de la vida, tal como se muestran sobre la fachada interna del patio, como una película proyectada sobre cada uno de los rectángulos luminosos de las diferentes ventanas.
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El hilo que ata al fotógrafo con el asesino se aprieta en un nudo metafísico, del cual depende, como un teorema de un axioma, toda la película. Según la doctrina vedántico- hitchcockiana, el átman, el Sí, no es una entidad aislada, sino que está siempre relacionada con una contraparte, el aham, el Yo —o más precisamente el ahamkára, ese proceso de «fabricación del Yo» que da a cada uno la impresión de tener una identidad—.
Pero ¿por qué el Yo tiene que ser el asesino? La relación entre átman y aham corresponde a aquélla entre el brahmán que vigila, silencioso e inmóvil, el sacrificio y el oficiante que lo realiza. Pero ¿por qué el sacrificio? Porque es la acción por excelencia, sobre la cual se modela cualquier otra, de donde descienden todas las demás. Así decían los videntes védicos.
Y el sacrificio, aun cuando sólo consistiera en exprimir el jugo lactescente de una planta, elsomo, es siempre una destrucción.
Y una destrucción que es percibida como asesinato.
La relación entre átman y aham es tortuosa, en cualquier momento puede dar un vuelco. El átman es un ojo soberano, invisible, pero obligado a la inmovilidad de la contemplación. La angustia de Arjuna en la Bhagavadgitá sobreviene cuando el átman es llamado a actuar: pero esto en una perspectiva sacrificial, donde átman y aham pueden al final encontrar un delicado, arriesgado acuerdo. En la perspectiva profana, donde el sacrificio se ha vuelto asesinato, átman y aham no pueden más que ser siempre potencias antagónicas, hasta la muerte. Así, el viajante podrá tratar de golpear al Espectador escondido llegándole por la espalda (como entrando en la sala de cine cuando el espectáculo ya ha empezado). Y podrá tratar de matarlo, porque de cualquier modo átman y aham conviven en el mismo cuerpo. El intento de asesinato del fotógráfo, realizado por el viajante, es ante todo un intento de suicidio. Y el fotógrafo logra defenderse sólo deslumbrando con el flash al viajante: como el Sí trata de paralizar con su luz interna la revuelta del Yo, que golpea desde atrás, y desde la oscuridad.
La versión profana ofrece en los términos irónicos de la comedia psicológica lo que la versión sacrificial ofrece en
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los términos de la ritualidad metafísica: el viajante se libera con el asesinato de un matrimonio pasado (y la única prueba que queda del delito es el anillo matrimonial de su esposa), mientras que el fotógrafo quisiera liberarse de un matrimonio futuro, pero precisamente el asesinato realizado por el viajante lo obliga al matrimonio. Así ocurre que la aspirante a prometida del fotógrafo (Grace Kelly) se apodera del anillo matrimonial de la asesinada. Así reencontramos al fotógrafo enfermo y aún más inmóvil (ahora tiene ambas piernas enyesadas), mientras duerme bajo la mirada de la futura esposa, tal como estaba enferma e inmóvil en su cama la esposa del viajante antes de ser asesinada. Claro, el fotógrafo está a merced de la encantadora perfeccionista Lisa Fremont (Grace Kelly), mientras que la esposa de Tborwald estaba frente a una mirada de torvo rencor. Pero nada es inocuo. La contienda entre átman y aham es eterna, y no se detiene nunca. El encanto peculiar, el riesgo de la película es precisamente éste: componer unasophisticated comedy abigarrada y rica de virtuosismo sobre la base de una materia brutal, sin atenuar de ningún modo su carácter siniestro.
Regresemos al patio. ¿Qué ambiente se respira en ese patio de la novena calle? Más o menos el que había en Tebas con Edipo o en Elsinor con Hamlet. «Hay algo podrido en el patio». Quien se da cuenta, como de costumbre, es el coro, que aquí delega en la admirable Thelma Ritter, enfermera de las aseguradoras, para que lo represente. La rueda vertiginosa de los fantasmas, la sombra cada vez más irresistible de Grace Kelly que se proyecta (desde atrás) sobre el fotógrafo dormido (o sea, fugándose de los fantasmas que reencuentra puntualmente en la pared de enfrente) crean una tensión que crece, junto con el calor húmedo de Nueva York. Sobre todo en dos personas: el fotógrafoy el viajante, que se prepara para matar a la esposa. ¿Qué vincula a estos dos seres que se ignoran? Un hilo extremadamente sutil, un hilo femenino. El viajante Lars Thorwald mata a su esposa: el fotógrafo lo descubre con la ayuda de la mujer que se quiere convertir en su esposa (y a su vez se arriesgará a que el asesino la mate). Como siem43
pre, sacrificio y hierogamia están envueltos el uno en el otro. Una vez expulsada la víctima sagrada, que ahora no es sólo la asesinada, sino también el inocente perrito de los vecinos, se produce un efecto de pacificación en el patio. El pequeño perro, víctima sustituía, es reemplazado por otro perrito: para indicar que su existencia representa la sustitución misma. La bailarina reencuentra a su cómico novio, huyendo de los «lobos» que la acechan. También Corazón Solitario, la mujer madura y desdichada que quería matarse, encuentra un compañero: el pianista joven e infeliz, que estaba desesperado por sus fracasos. Aquí se revela la cruel ironía de Hitchcock: después de un asesinato la vida se aligera y se reanima. Los asesinos pasan, el patio permanece.
Esta lectura vedántica de La ventana indiscreta se me impuso como una evidencia hace unos diez años. Todo concordaba —y, cuanto más concordaba, más me sentía atravesado poruña sutil hilaridad—. Veía la cara de Hitchcock, protegida por el imponente baluarte de su labio inferior, engastada en el marco proliferante de un templo hindú. Después pensaba: es un poco como ver una película de Mizoguchi a través de Plotino. ¿Por qué no, después de todo? ¿Qué otra cosa se puede hacer si la psicología y el psicoanálisis occidentales son tan rudimentarios e inadecuados con respecto a Hitchcock? Años después, vi de nuevo Lo ventana indiscreta. La lectura vedántica resurgía espontáneamente, es más, se enriquecía de nuevos detalles. Pero no era esto lo que me impactaba. Sino más bienuna constatación: el arte no se deja perturbar por sus significados. Fue Dumézil quien una vez recomendó el placer de leer la Riada de corrido, «sin hacerse preguntas», sin pensar nada más que en la historia contada, sin comentarios, sin diccionarios, por lo tanto sin significados ulteriores. Ese placer es la verdadera ordalía del arte. Lo que resiste esa prueba está salvado. Y cómo se salvaba la película de Hitchcock... Tan bien que impulsaba enseguida hacia otras direcciones. Por ejemplo.- la brisa que mueve el aire estancado del patio y de las elucubraciones del fotógrafo viene de Park Avenue, con el paso de Grace Kelly. Es
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ella, con sus estrepitosas mises, con sus puntadas mucho más agudas que las del macho obligadamente chistoso, quien le da sabor a la película. A través de ella Hitchcock, estratega de la imagen, parece hacer converger todo hacia una epifanía, que es también un talismán. Observemos: al inicio de la película el fotógrafo, pedante y arisco como son a menudo los hombres de acción, explica a Grace Kelly que él va por el mundo, rozándose con peligros y molestias, con un minúsculo maletín. Es como decir: «No son cosas para ti, hembra fatua de Park Avenue». En el primer momento Grace Kelly calla y aguanta. Pero el día después, cuando ya aumenta la tensión por el supuesto asesinato, aparecerá con una maletita negra, de gran elegancia, donde tiene guardado su neceser para una noche con su reacio prometido. Y, frente al atónito James Stewart, pronunciará las dos oraciones que sellan la película. «Un poco de intuición fe - menina a cambio de una cama improvisada» (es el trueque que resuelve aforísticamente todas las dificultades sentimentales que oprimen al pobre fotógrafo). Y al final, siempre a propósito de la maletita: «Ves, es más pequeña que la tuya» (con deliciosa insinuación sexual). La epifanía se produce cuando esa minúscula caja negra se abre con un sonido seco y su geométrica nitidez se desvanece en la nube rosada del camisón que aparece (junto con las pantuflasy el diminuto espejo, recuerdo vedántico). Esa luz se irradia sobre toda la película.
Agregaría una última nota. La ventana indiscreta es el Occidente mismo, en su forma más fascinante e irreductible. Pero quizá, para entenderse a sí mismo, el Occidente también necesita de categorías nacidas en otra parte. De lo contrario corre el riesgo de verse más árido e informe de lo que ya es. Además, ¿no ha sido siempre una vocación peculiarmente occidental la de viajar mucho, buscar otros mundos, conquistarlos pero también estudiarlos? Y ¿para qué se estudia si no es para entender algo que luego también se pueda usar?
Quizá una historia que nos concierne a todos muy de cerca es la jasídica del rabí Eisikde Cracovia, contada por Buber. Rabí Eisik, hijo de Jekel, tiene un sueño recurrente que lo conmina
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a ir lejos, hasta Praga, donde encontraría un tesoro escondido, bajo el puente que conduce al castillo de los reyes bohemios. Rabí Eisik va a Praga, observa el puente pero se da cuenta de que siempre está vigilado por centinelas. Testarudo, continúa vagando por la zona. Al final el capitán de los guardias, impresionado por ese viejo obstinado, le pregunta qué busca. Rabí Eisik cuenta la historia de su sueño. El capitán de los guardias se echa a reír. Y le narra otra historia: «Mira que si los sueños reflejaran la verdad, en este momento yo estaría haciendo un viaje en sentido inverso al tuyo. Y naturalmente no encontraría nada. Has de saber que soñé que encontraría un tesoro en Cracovia, en la casa de un rabino que se llama Eisik, hijo de Jekel, detrás del fogón. Imagínate, ir a Cracovia donde la mitad de los hombres se llaman Eisik y la otra mitad Jekel...». El rabino Eisik, hijo de Jekel, escucha sin comentary regresa enseguida a su casa en Cracovia. Detrás del fogón encuentra el tesoro. El punto de la historia —observó un gran indólogo, Heinrich Zimmer—- no es que el tesoro que buscamos se encuentre más cerca de lo que pensamos. Si así fuera la historia del rabí Eisik se parecería a otras mil. El punto decisivo es que el lugar del tesoro debe ser revelado por un Extranjero, que en ese momento ni siquiera sabe que nos está iluminando. De no haber encontrado al capitán de los guardias en la lejana Praga, rabí Eisik jamás habría mirado en la esquina detrás del fogón de su casa. La India (y no sólo la India) podría ser para nosotros lo que el capitán de los guardias fue para rabí Eisik.
Traducción de Teresa Ramírez Vadillo
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Fuente:
La locura que viene de las ninfas
Roberto Galasso
TRADUCCIÓN DE TERESA RAMÍREZ VaDILLO Y
Valerio Negri Previo
sextopiso

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