Washington Irving
La
leyenda de Sleepy Hollow y otros cuentos de fantasmas
Título original: The legend of Sleepy Hollow
Washington Irving, 1820
Diseño de portada: SoporAeternus
La leyenda de
Sleepy Hollow
Encontrada entre los papeles del difunto Diedrich Knickerbocker[1]
Era una
tierra plácida de inquieta y dulce fantasía,
en la que brotaban sueños ante los ojos entornados
y fantásticos castillos en las nubes que pasaban,
las que jamás huyen de un cielo de verano.
Castillo de la Indolencia[2]
En lo más profundo de una de las
inmensas ensenadas de playas que el Hudson acaricia en sus orillas orientales,
se produce un enorme ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses
llamaron en tiempos Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas
prudentemente mientras invocaban a San Nicolás. Justo allí se alza una pequeña
aldea con su puerto recoleto, a la que algunos dan el nombre de Greensburg,
pero a la que la mayoría de la gente llama Tarry[3] Town. Recibió
este nombre, por lo que sabemos, en tiempos antiguos; se lo dieron las buenas
mujeres de un villorrio vecino, pues era en las tabernas de Tarry Town donde
sus maridos se demoraban muy largamente en los días de mercado. Eso es lo que
dicen; yo no puedo dar fe de ello, pero aquí lo hago constar en aras de la
autenticidad de los hechos que se narran.
No muy lejos de esta villa, acaso
a un par de millas, se abre un valle pequeño, al que acaso haya que llamar
simplemente una lengua de tierra entre las altas colinas, que desde luego no
tiene igual en todo el mundo por la tranquilidad que allí se respira. Un
arroyuelo cruza el valle con su rumor delicioso que le obliga a uno a
descansar. Allí, ningún ruido turba tu paz, salvo, acaso, el canto súbito de
una codorniz o el repiqueteo de un pájaro carpintero en cualquier árbol, nada
más; el resto, tranquilidad plena.
Recuerdo que, siendo yo niño,
hice mi primera cacería de ardillas en un bosque preñado de nogales no muy
altos que derramaban su sombra a uno de los lados de aquel pequeño valle.
Vagabundeaba por allí al mediodía, en esas horas en las que la naturaleza se
muestra particularmente inmóvil, y me sobresaltó el estruendo que hizo mi
propia escopeta al disparar, pues en la profanación de aquel silencio sabático
el disparo se eternizó en el aire hasta que al fin el eco me lo devolvió con
furia. Si alguna vez deseara retirarme del mundo y todas sus tentaciones
buscando el solaz de los lugares más encantadoramente apacibles y gratos, no
dudaría en dirigirme a este pequeño valle, pues ningún otro lugar conozco que
tanta paz ofrezca.
Este lugar, desde tiempos
remotos, desde que se asentaron aquí los primeros colonos holandeses, se conoce
como Sleepy Hollow, sin duda por las características tan peculiares de los
descendientes de los colonos holandeses, gente apacible, serena, acaso
indolente… También desde antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos
vecinos, los muchachos del valle soñoliento[4]. Realmente, es como
si esta tierra estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa.
Algunos cuentan que fue hechizada por cierto doctor alemán en los primeros
tiempos de los asentamientos de colonos; para otros, fue un antiguo jefe indio,
mago o profeta de la tribu, el que encantó la región antes de que la
descubriese Hendrick Hudson[5]. Y ciertamente parece este lugar, aún
hoy, envuelto en un poderoso hechizo que llena de extrañas fantasmagorías las
cabezas de esas buenas gentes que lo habitan, haciéndoles caminar de continuo
en una especie de duermevela. Creen, por supuesto, en los más raros poderes;
suelen caer a menudo en trance y tienen visiones; escuchan en el aire voces y
músicas indescifrables… No hay vecino que no tenga noticia de algún hecho
extraordinario o que no se sepa alguna historia maravillosa, o que no pueda
señalar qué paraje alberga entre sus profusas sombras algún espectro acechante;
las estrellas fugaces y los meteoritos de fuego a menudo cruzan el valle, acaso
por todo ello, con más frecuencia que en cualquier otra parte de la región;
podría decirse, pues, que aquí el demonio de la pesadilla y sus figuras
diabólicas tienen el mejor escenario posible para ejecutar sus danzas y
morisquetas.
El espíritu dominante, sin
embargo, el que más influjo tiene sobre la imaginación de las gentes, el que
parece someter a todos los espíritus que habitan los aires, es un fantasma,
auténtico rey de esta región encantada; un fantasma decapitado que se aparece a
lomos de un caballo… Para algunos, no es otro que el espectro de un soldado que
sirvió en la caballería de Hesse[6]; un soldado al que una bala de
cañón arrancó de cuajo la cabeza en una batalla de la Guerra Revolucionaria[7]
y que aún galopa, como llevado por el viento, en las noches más oscuras. Sus
dominios, empero, no son únicamente los del valle, y muchos aseguran haberlo
visto por caminos más alejados y especialmente en las cercanías de una iglesia
apartada del pueblo. Los historiadores de la región más dignos de aprecio
aseguran que, tras haber estudiado en detalle todas las versiones que se dan
sobre el jinete decapitado, y tras haberlas contrastado, han llegado a la
conclusión de que el cuerpo de aquel soldado recibió sepultura en el camposanto
de aquella iglesia junto a la que se aparece, sí, pero que su fantasma vaga por
las noches y pena en busca de su cabeza en lo que fue campo de batalla;
después, antes de que amanezca, ha de regresar a su tumba… Por eso atraviesa a
galope tendido el valle poco antes de que comience a clarear el día.
Así es como se interpreta, de
común, esta superstición legendaria, que tanto alienta las historias que se
dicen unos a otros los habitantes de esta región en sombras; así es como se dio
al espectro el nombre de El Jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.
Reseñemos, sin embargo, un hecho
claro, cual lo es que la propensión a tener visiones espectrales no es solo
cosa de estas buenas gentes que habitan el valle; aseguro que quien resida aquí
por un tiempo también las tendrá. No importa cuán despierto hayas sido, una vez
te adentras en las sombras de esta región ya no puedes permanecer ajeno a su influjo;
la ensoñación mágica de su atmósfera se apodera de ti al instante; no tardarás
mucho en tener visiones, en soñar con los ojos abiertos.
Tengo mucho cariño a este
pacífico lugar, sin embargo, pues fue aquí, al igual que en otros valles
próximos, donde los holandeses que buscaron refugio en el gran Estado de Nueva
York dejaron costumbres, usos y tradiciones que aún se conservan, en contra de
lo ocurrido en otros lugares, donde han sido arrastradas por la marea
inmigratoria y por el progreso que transforma día a día nuestra emprendedora
nación, de manera imparable. Por eso digo que un lugar como Sleepy Hollow es un
remanso de paz en el que las corrientes migratorias no se llevan ni la hierba
ni el cauce de los arroyos con sus aguas saltarinas y burbujeantes; tienen aquí
una suerte de puerto en el que remansarse mientras más allá se producen los
torrentes que arrasan. Ya han pasado muchos años desde que logré despojarme,
además, del velo de sombras de Sleepy Hollow, pero aún me pregunto si no
seguirán en el valle los mismos árboles y en el pueblo las mismas familias
vegetando en este confín que les da protección.
En este apartado rincón de la
naturaleza vivía en una época ya remota de la historia americana, esto es, hace
unos treinta años, una bellísima persona llamada Ichabod Crane, que se
«aletargaba», cual gustaba decir, en Sleepy Hollow, para instruir
convenientemente a los niños del pueblo. Era natural de Connecticut, un Estado
que abastece a la Unión de aventureros de obra y de pensamiento y del que cada
año parten miles de hombres para trabajar como leñadores en las fronteras con
los otros estados o como maestros de escuela en los mismos.
El apellido Crane[8]
le iba de maravilla. Era alto, extremadamente flaco, de largos brazos, de
piernas no menos desmesuradas, con los hombros muy estrechos, con las manos que
parecían írsele casi una milla de las mangas, con los pies que podían haberse
utilizado como si fueran palas, con toda su estampa, en fin, como desmadejada,
como si su cuerpo se mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su
cabeza pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele
incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio; su
nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo; digamos que
su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo, que hubiera sido
puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para indicar la dirección de
los vientos. Quien lo viera en un día de viento, a zancadas por la ladera de
una colina, con sus ropas que parecían bailarle en el cuerpo, bien podría
pensar en una llegada a la tierra del espíritu del hambre… O que un
espantapájaros se largaba de su campo de trigo…
Su escuela estaba en una casa de
una planta y de una sola estancia, una casa hecha de troncos, tosca y rural; en
los cristales de la única ventana, varios de ellos parcialmente rotos, parches
de hojas arrancadas de cuadernos escolares. No sin bastante ingenio protegía la
casa, sin embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio,
en la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal que
el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y aunque
tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era como
si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada por un Yost
Von Houten[9] cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un paraje
solitario, a las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que crecía a los pies
de una colina; un enorme abedul le daba sombra y un sinuoso riachuelo pasaba
muy cerca. El murmullo de las voces de sus discípulos, como el rumor de una
colmena, lo arrullaba en los pesados días del verano, aunque en ocasiones, al
hacerse escandaloso, le obligaba a levantar la voz en tono de amenaza y
reprobación, e incluso a aguijonear con un palmetazo la mano de uno de aquellos
holgazanes jaraneros que tan escandalosamente se desviaban de la senda del
conocimiento… A decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente
esa máxima de oro que dice así: «La letra
con sangre entra»[10]. Desde luego, no mimaba mucho a sus
alumnos el viejo Ichabod Crane…
No quisiera que se le tuviese,
sin embargo, por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan
haciendo sufrir y denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba
justicia con claro discernimiento entre el bien y el mal, más que con
severidad; exoneraba de peso las espaldas del más débil para hacerlo recaer en
el más fuerte; castigaba con indulgencia al que se estremecía con los golpes de
su vara, pero brillaba clamorosamente la llama de la justicia cuando sacudía
sin contemplaciones a un muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que,
aun soportando el castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y
despectivo ante cada golpe de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento de mi
deber» encargado por los padres de sus alumnos; cabe señalar, además, que nunca
infligió castigo alguno a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle,
para dar el necesario consuelo al insolente, que lo hacía por su bien,
añadiendo: «Me estarás por ello agradecido de por vida».
Cuando acababan las clases,
empero, era siempre el mejor compañero de juegos de los niños; las tardes de
los días festivos acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy
especialmente a los que tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una
buena ama de casa famosa en el vecindario por su excelente despensa. Por eso,
sobre todo, hacía cuanto estaba en su mano para ser querido y apreciado por sus
pupilos. Lo que cobraba en la escuela era poco, apenas le llegaba para
comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que era hombre muy comilón
y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una anaconda, por lo que, a fin
de vivir cual es debido, y siguiendo la costumbre de entonces para con los
maestros, se alojaba y comía en las granjas de los padres de sus alumnos. Vivía
una semana en cada granja; iba de granja en granja, pues, con sus escasas
pertenencias mundanas metidas en un pañuelo de algodón.
Aquello, empero, no debía de
resultarles en exceso gravoso a sus rústicos patrones, quienes de común
consideran una carga excesiva alimentar a cualquier maestro y todo un derroche
mantener una escuela, por lo que procuraba hacerse grato y útil a quienes le
daban comida y techo. Así, y como no era cosa de exagerar, ayudaba a los
labriegos en sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba una valla, iba
a la pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba a
dejarse sentir el frío del invierno… No se mostraba entonces, en fin, con la
dignidad arrogante de que hacía gala en la escuela, su pequeño imperio, y se
comportaba no ya educado y cortés, sino decididamente obsequioso; era la
admiración de las madres por el cariño con que trataba entonces a sus hijos,
sobre todo a los más chicos, y como el león que acaricia con sus garras al
cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas a cualquiera de los pequeños
mientras con el pie de la otra pierna mecía la cuna de otro aún más chico
durante horas.
Además de vocación semejante,
hacía demostración de otras no menos reseñables; era el maestro de canto del
pueblo y buenas y muy relucientes monedas le caían por enseñar a entonar
debidamente los salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que decir cuánto se
pavoneaba y gozaba los domingos en la iglesia, con su coro compuesto por
cantores bien seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando protagonismo,
lo sabía bien el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad que su voz, al cantar,
se dejaba sentir por encima del susurro de las oraciones; todavía hoy se oyen
en la iglesia los domingos por la mañana, durante la celebración de los
oficios, unos trinos que, dicen los lugareños, son los legítimos descendientes
de la nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden escucharse hasta más allá de
una milla, a través del aire, por donde está la alberca… Así, pillando por
aquí, trampeando por allá, como se dice vulgarmente[11] de un modo u
otro hacía más llevadera su vida el modesto pedagogo, incluso medianamente
regalada, aunque eran no pocos, esos que en nada aprecian el trabajo
intelectual, los que creían que llevaba una vida muy fácil, maravillosamente
apacible, a cambio de nada, de ningún esfuerzo.
Un maestro de escuela es por lo
general un hombre, sin embargo, tenido por importante en el círculo femenino de
las comunidades rurales. Se le tiene por una especie de ídolo, por un caballero
tan ocioso como culto, superior, por ello, a los hombres gárrulos que componen
el elemento masculino de los pueblos; acaso únicamente se le considere inferior
en saberes con respecto al pastor de la iglesia… Su presencia, así las cosas,
causa siempre cierta expectativa cuando está a la mesa en cualquier casa,
dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a servirse; es su presencia, nada
más, lo que hace que las buenas amas de casa se afanen especialmente en
preparar platillos exquisitos y dulces suculentos en abundancia; algunas hasta
aprovechan la ocasión para sacar a relucir sus juegos de té de plata… Nuestro hombre
de letras, en suma, estaba particularmente feliz entre las damas sonrientes del
pueblo y aledaños. Era digno de verse cuánto gozaba de su compañía, cómo se
lucía ante ellas en el jardín de la iglesia y en el camposanto próximo los
domingos, una vez concluido el oficio, descifrándoles las crípticas
inscripciones de las tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas silvestres de los
árboles del jardín, paseando con toda aquella grey femenina por las márgenes de
la presa del molino… Ni que decir tiene que los gárrulos hombres del lugar, tan
menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a intervenir; se limitaban a
mirarle desde lejos, envidiosos de su sabiduría y superior elegancia.
De aquella su vida en cierto modo
errabunda, le venía además otra condición, la de ser una especie de gacetilla
rodante, pues llevaba de casa en casa noticias, rumores y chismorreos en
general de toda la comarca; eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera
acogida con especial interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas,
quienes además gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas
una cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton
Mather[12] Historia de la
brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la brujería, en el que, dicho
sea de paso, creía firme y fervorosamente el maestro.
Era, en efecto, un hombre a la
vez sagaz y crédulo, incluso simplón en estos aspectos… Su apetencia de saberes
acerca de lo maravilloso, su afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural,
eran tan extraordinarios como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía
noticia, algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en
Sleepy Hollow. Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía
las tripas o le parecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la
tarde, solía ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le
ofrecían un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de
las truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la
oscuridad hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante sus
ojos. Era entonces cuando, de camino a la granja en la que se hospedara por
aquellos días, evitando tierras de légamo y atravesando bosques tan frondosos
como oscuros, su imaginación, con cada crujido de una rama, con cada rumor de
hojas o de plantas silvestres, se impresionaba sin duda por lo que había leído
antes, llenándose el maestro de un pavoroso escalofrío tan fuerte como
constante. El graznido de un ave nocturna, el croar de una rana, el canto
hiriente de una lechuza, un aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo
estremecían; se asustaba incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la
oscuridad y que tan a menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se
estrellaba contra su cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio
fatal. Así, no era capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos,
lo que además le ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no
hacía sino llevar el pánico a las pobres gentes de Sleepy Hollow, que en mitad
de aquella hora crepuscular, sentadas a las puertas de sus casas, al escuchar
aquella su voz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdurable»[13],
se horrorizaban ante eso que les llegaba desde más allá del camino polvoriento
que tenían ante sí.
Otra de las fuentes de su gozo,
gozo acaso un tanto doloroso, era el que le procuraba la compañía de aquellas
mujeres holandesas en las noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, las
cuales relataban historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban
las manzanas al fuego, o historias de bosques y de ríos encantados, o de
caminos y hasta de casas hechizados… Mas, por sobre todas, la historia que lo
dejaba sobrecogido era la del jinete decapitado, la de aquel soldado sin cabeza
que galopaba de noche por el valle… En justa correspondencia, él les refería
casos de brujería, augurios terribles, apariciones portentosas, extraños
sonidos que llevaba el aire, con sus respectivas significaciones; cosas que,
según la tradición, habían acontecido en tiempos en Connecticut; y disfrutaba
entonces asustando a las crédulas mujeres con sus especulaciones acerca de
cometas y estrellas fugaces que trazaban círculos en el cielo, lo que según su
decir suponía la llegada de cambios terribles para el mundo, por no hablar de
las cabriolas que según él hacía nuestra propia tierra en sus rotaciones,
obligándolas a estar más de media vida cabeza abajo…
Aquel placer, sin embargo, se
trocaba en terror cuando quienes participaban en esas reuniones junto al fuego
del hogar salían de la acogedora estancia. Figuras esquivas, de presencia
inexplicable; sombras por los senderos, amenazantes como una presencia real;
nieve que brillaba como una sepultura marmórea, entre más sombras; haces de luz
a lo lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado que, cual una
fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles, sobre
la tierra… ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el maestro cuando
creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un jinete sin
cabeza que cabalgaba por el bosque!
No eran, sin embargo, más que los
lógicos terrores nocturnos, los propios de cuando uno regresa de noche a su
casa a través de las sombras; no eran, pues, otra cosa que los fantasmas de la
mente; aunque estaba seguro de avistar espectros, incluso al mismísimo Satán en
cualquiera de sus formas, siempre la luz del día ponía fin a sus demoníacos
terrores… Digamos que el pobre maestro hubiera podido disfrutar por mucho
tiempo de una existencia plácida y feliz, solo alterada por estas minucias,
obra del maligno, de no haberse cruzado en su camino la criatura que más
turbaciones causa en la existencia del hombre, mayores aún que cualesquiera
espectros, demonios y brujos juntos: una mujer.
Entre los alumnos de canto que se
reunían en torno al maestro una vez a la semana para entonar salmos estaba
Katrina Van Tassel, la hija única de un granjero holandés muy rico. Bellísima,
estaba en la flor de sus espléndidos dieciocho años, lustrosa como una perdiz,
suave y delicada, de rosadas mejillas; apetecible, en fin, como los melocotones
que cosechaba su padre, y famosa y deseada, no solo por su hermosura, sino
precisamente por ser la heredera única de la riqueza que había hecho su padre,
lo que aumentaba las expectativas con respecto a tan notable damisela. Era un
tanto coqueta; vestía combinando sabiamente lo tradicional y lo moderno,
siempre en aras del realzamiento de su belleza; lucía, por ejemplo, las viejas
joyas que su abuela trajera de Saardam[14], sobre su tentador
escote, cuando se ponía aquel corto vestido que descubría las pantorrillas más
apetecibles de la región y unos pies lindísimos.
Ichabod Crane era hombre de
corazón enternecido y bien dispuesto hacia las mujeres; no debe maravillarnos,
en consecuencia, que sucumbiera pronto ante los exquisitos encantos de la
muchacha, y más si se tiene en cuenta que poco ha fuera invitado en la muy
próspera casa del granjero holandés, padre de Katrina.
El viejo Baltus Van Tassel era la
mejor representación de un granjero próspero y feliz, además de muy liberal en
su generosidad. Le importaba poco cuanto acontecía más allá de las lindes de
sus propiedades, pero en estas todo era detalle, lujo, bonanza… Tampoco hacía
ostentación de su riqueza, pues prefería disfrutar de cuanto tenía en vez de
presumir de lo logrado. Su granja estaba en las orillas del Hudson, en un
rincón natural hermoso, muy verde y fértil, a salvo de los malos vientos; en el
sitio, pues, donde más les gustó echar raíces a los colonos llegados de
Holanda.
Un gran olmo daba amparo a la
casa, y junto al árbol imponente una fuente de aguas límpidas y frescas vertía
en un barril, el cual, a su vez, las derramaba entre la hierba hasta unirlas a
un arroyo próximo que parecía musitar su arrullo permanente a los alisos y
sauces enanos que tenía por vecinos. El granero próximo a la mansión del
holandés era tan enorme que podía haber sido habilitado como iglesia; enorme y
próspero; tan atiborrado estaba de los tesoros que la tierra daba generosamente
a su propietario, que parecía ir a reventar en cualquier momento por sus
ventanas y la puerta… Por doquier se dejaba sentir el canto de las golondrinas
y de los vencejos que volaban casi a ras de los aleros del tejado en donde
dormitaban bajo el sol bandadas de palomas, alguna con un ojo escrutando
siempre los cielos como para cerciorarse de la bondad del tiempo, mientras las
demás metían la cabeza bajo un ala, en reposo profundo, y otras ahuecaban sus plumas
esperando el cortejo de los palomos. Abajo, enormes, gordos, rozagantes, los
cerdos hocicaban en la abundancia y se refocilaban en la paz de sus zahúrdas
mientras los lechones asomaban el hocico entre las tablas que los guardaban
como para deleitarse con el aire y los aromas de la cochiquera. Un escuadrón de
gansos, en el estanque, parecía maniobrar ofreciendo escolta a varias flotillas
de patos mientras todo un regimiento de pavos se lucía ante las gallinas, que
parecían protestar ante tamaña exhibición, cloqueando de manera desafinada y
malhumorada, como las amas de casa… Ajeno a todo esto, sin embargo, el gallo,
como un digno caballero, como un ejemplo de esposo o de guerrero, batía altivo
sus alas como de acero y lanzaba su alegre canto, mientras escarbaba con sus
patas, para llamar a sus hijos y a sus esposas a compartir con él un suculento
manjar que acababa de descubrir.
Salivaba de gusto el pedagogo
mientras contemplaba todo aquello, la mejor provisión para un duro invierno. Su
imaginación voraz le hacía ver a su alrededor a los lechones rellenos de pudin
y prestos a ser asados con una manzana en la boca; a los pichones, en un lecho
de hojaldre y arropados por una sábana de crujiente y bien tostada corteza; a
los gansos, nadando ahora en su propia salsa, igual que los patos, que lo
hacían en parejas, cual matrimonios perfectos, pero sobre una salsa de
cebollas, como compitiendo con los gansos en galanura… En los cerdos veía ya
las plateadas vetas del tocino brillando entre el sabroso jamón y ni uno solo
de los pavos quedaba libre de aquellas ensoñaciones del maestro, que se los
presentaba trufados, con la molleja bajo un ala y con un collar de jugosas
salchichas. En cuanto al muy altanero cantor de las granjas, es suficiente
decir que lo veía ya patas arriba, en una bandeja, implorando una suerte de
clemencia que en vida jamás hubiera recabado.
Todas estas fantasías arrebatadas
tenía el fervoroso Ichabod; y cuanto más miraban sus ojos verdes hacia
cualquier lugar de aquella feraz tierra con sus trigales, con su centeno, con
su maíz, con su cebada, o a los árboles que rendían sus ramas de tanto fruto
como en ellas había, o hacia los huertos que rodeaban la mansión de Van Tassel,
más aceleradamente le latía el corazón, sobre todo porque lo hacía pensando en
la damisela que heredaría aquellos dominios. También, como es natural, pensaba
en el dinero contante y sonante que debía de dar todo aquello, un dinero que su
imaginación le decía que podría gastarse en palacios de madera, levantados en
parajes tan idílicos como recónditos, y en la compra de tierras vírgenes pero
tan generosas como las del holandés. Aún iban más lejos sus fantasías; se
imaginaba ya a la gentil Katrina rodeada de un montón de niños, en una carreta
cargada con ollas y pucheros, con toda clase de cacharros de cocina
entrechocándose, y montado él mismo a lomos de una yegua mansa a cuyo lado iba
al paso un potrillo, camino de Tennessee, camino de Kentucky o camino de solo
Dios sabía dónde…
Cuando entró en la casa
propiamente dicha, en aquella mansión, su corazón quedó definitivamente
cautivo. Era una de esas casas de granja espaciosas, de tejado a dos aguas que
llegaban casi hasta el suelo, según el tipo de construcción de los primeros
colonos holandeses; unos tejados cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban
pórticos en los que guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de
madera colgaban arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar
en el río cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse
a descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una mantequera en el
otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de hacer cosas diferentes y de
provecho que brindaba tan espléndido porche.
El maestro, encantado con lo que
veía, entró en la casa; lo primero que vio fue un magnífico aparador
acristalado que guardaba la reluciente vajilla. En un rincón de la sala vieron
sus ojos un gran saco lleno de lana presta para ser hilada; en otro, una pila
de lino recién sacada del telar. Había en las paredes mazorcas de maíz,
manzanas y melocotones secos en ristras, contrastando con el rojo fuerte de los
pimientos igualmente colgados en ristras. Una puerta a medio abrir permitía ver
el gran salón de la casa, en el que unas mesas de caoba purísima refulgían como
espejos y las sillas que había en torno a ellas se aferraban al suelo
sólidamente, con sus patas labradas. Ante el hogar, un morillo con pequeñas
palas y tenazas y atizadores parecía un mazo de espárragos de hierro; sobre la
repisa de la chimenea, macetas y conchas marinas; más arriba, en la pared, una
cadena hecha con pequeños huevos de pájaro coloreados, y más abajo aún, pendía
un tremendo huevo de avestruz. En una esquina, un anaquel descubierto, para que
se viera bien, mostraba todo un tesoro de plata antigua y de piezas de
porcelana de la China.
Desde el primer momento en que
Ichabod paseó su mirada por aquellas maravillas quedó turbada su paz interior
de siempre; a partir de aquel instante no hizo sino concentrarse y estudiar
cómo ganarse los favores más afectuosos de aquella perla tan valiosa que era la
hija de Van Tassel. Una empresa, sin embargo, que presentaba no pocas
dificultades, muchas más de las que en otros tiempos se veían obligados a
superar los caballeros andantes que solo tenían que luchar contra gigantes,
magos, dragones que expulsaban fuego por sus fauces y otras criaturas
semejantes, fáciles de vencer con solo echar abajo una puerta de hierro o de
bronce, y unos cuantos muros de diamante; así accedían al castillo encantado donde
presa les aguardaba la dama de sus amores, cosa tan simple como abrirse paso
con un cuchillo a través de un pastel de Navidades. Allí la dama se arrojaba en
brazos del caballero como la cosa más natural del mundo. Ichabod, por el
contrario, tenía que luchar duro para conquistar el corazón de aquella damisela
coqueta y caprichosa; un corazón que le latía como si se hubiese perdido en un
laberinto de extravagancias y caprichosos, querencioso de una cosa ahora y de
la contraria poco después; algo, en fin, que ofrece incontables quebraderos de
cabeza si se trata de lograr una conquista amorosa, asunto para el que, encima,
habría de hacer frente a los impedimentos que le opusieran aquellos rudos mozos
del pueblo que en legión también pretendían a la hija del próspero holandés.
Eran muchos, pues, los fantasmas, de carne y hueso estos, que se apostaban en
los caminos del corazón de la muchacha a la espera de que ella los llamase;
además, recelaban los unos de los otros, se dirigían terribles miradas de odio…
Se mostraban, en fin, dispuestos a combatirse sin piedad en aras de la pieza
ansiada; dispuestos también, además, a unirse para espantar a quien osara
convertirse en el nuevo pretendiente de la heredera.
El peor y más peligroso de todos
era un muchacho vocinglero y engallado que se llamaba Abraham, o Brom Van
Brunt, por decirlo a la holandesa; un tipo achulado, de mirada pícara, que era
en la región todo un héroe merced a su fuerza y a sus baladronadas a menudo
temerarias. Era muy ancho de espaldas y tenía macizos y musculados los brazos;
llevaba sus cabellos rizados y negros muy cortos y tenía de continuo en la cara
un aire que si no era jovial del todo tampoco lo era de ruda arrogancia; no
era, en general, un muchacho de aspecto desagradable; lo llamaban Brom el
Huesos, por la dureza de sus músculos relucientes y su aspecto hercúleo, y era
harto elogiada su destreza en la monta de caballos; de hecho, viéndole cabalgar
parecía tan imponente como un jinete tártaro. Era siempre el primero en las
carreras y en las peleas de gallos; como en el medio rural se aprecia tanto la
fuerza, que es cuanto más se respeta, por otra parte, mediaba en todas las
disputas y emitía sentencia con un tono de voz y un aire todo que cohibía a
quien fuera y evitaba cualquier apelación. Por otro lado, no volvía la cara
ante cualquier bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su
temperamento era hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter
travieso e infantil, pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente
un poso de alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos
amigos que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la
comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí y
allá, incluso muchas millas a la redonda. En el invierno destacaba entre todos
los demás hombres de su edad por su gran gorro de piel del que pendía una muy
llamativa cola de zorro cazado por él mismo, y cuando quienes en algún lugar
estaban de fiesta, veían a lo lejos ese gorro galopando al frente de una
partida de diestros jinetes, sabían de inmediato que habría pelea… A menudo
cabalgaba por la noche Brom junto a sus amigos, ante las granjas, lanzando
salvajes gritos a la manera de los cosacos en tropel, y las viejas de la casa,
al despertar alteradas por aquel clamor insolente, no podían sino exclamar
tranquilizadas una vez oían alejarse los cascos de los caballos: «¡Vaya, otra
vez Brom el Huesos con su banda!» Ni que decir tiene que los lugareños le
contemplaban con una mezcla de miedo, respeto y gracia, y siempre que en el
pueblo sucedía alguna pelea, alguna bronca sin mayor importancia, movían la
cabeza de un lado a otro como disculpando aquella maldad venial del Brom el
Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la misma, aun sin verlo.
Ya hacía tiempo que tan rudo
héroe había escogido a la hermosa Katrina como la mujer de su vida, como
aquella a la que dedicar sus gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un
ejemplo, a las que haría un oso en un situación de cortejo parecida; aquello,
por lo que se sabía en el pueblo, no había hecho mella alguna, sin embargo, en
la muchacha. Eso no era obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón
hiciera poner pies en polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor
de la damisela, que huían temerosos de despertar su furia; bastaba con que
vieran su caballo en las proximidades de la casa de Van Tassel un domingo por
la noche para que escaparan deprisa de allí, echando chispas y dispuestos a
buscar guerra ante otros cuarteles.
Tal era, pues, el formidable
rival con quien habría de vérselas el bueno de Ichabod Crane; bien contemplado
el asunto, es digno de tenerse en cuenta que otros aspirantes al amor de la
damisela, hombres mucho más fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto
por temor a Brom, largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el
carácter del maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de adaptación
a las circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre de nervios bien
templados, cabe decirlo así, como la urdimbre de un florete; flexible pero
acerado; uno de esos hombres que pueden ceder, incluso doblarse, pero nunca
doblegarse ni troncharse; y aunque en un momento dado una leve presión
pareciera hacerlo encorvar, apenas estaba a punto de llegar al límite de su
resistencia, ¡arriba!, ya estaba de nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más
alta que antes.
Sabía que enfrentarse
abiertamente a su rival en el amor era una necedad, más que una locura, pues
tendría que batirse contra un hombre más joven y mucho más fuerte que él; un
hombre tan fogoso y arrojado como Aquiles; un hombre, en suma, que jamás
cedería un paso en el trance de disputarse el amor de una mujer. Ichabod,
empero, constante y como quien no quiere la cosa, avanzaba poco a poco, se
insinuaba a la rica y bella heredera siempre con galantería exquisita. En su
calidad de maestro de canto iba cada vez más frecuentemente a la casa del
holandés, un pretexto que en este caso no lo era para superar las suspicacias
de los padres de las muchachas en situaciones semejantes, eso que tan a menudo
se convierte en una gran piedra puesta en mitad del sendero por el que
pretenden caminar de la mano los amantes. Balt Van Tassel era un hombre bueno,
de alma apacible e indulgente; adoraba a su hija aún más que a su pipa, y como
hombre razonable que era, además del mejor de los padres, permitía sin
oposición alguna que la muchacha tomase los caminos que mejor le vinieran en
gana. Su esposa, una mujer igualmente digna de mención, bastante tenía con mantener
la casa en perfecta disposición siempre y atender a las aves del corral, ya
que, como observaba con perspicacia no exenta de sabiduría, los gansos y los
patos son criaturas tan increíblemente estúpidas que no queda otro remedio que
cuidar de ellas de continuo, en tanto que una muchacha casadera sabe cuidar de
sí misma… Tal era la razón de que la muy atareada ama de casa no parase un
momento, bien haciendo la casa, bien haciendo girar la rueca de hilar sin
pausa… Balt, cuando a semejantes tareas se entregaba su hacendosa mujercita,
fumaba tranquilamente su pipa, en el otro extremo del salón, mirando a través
de la ventana las furiosas acometidas de aquel espantapájaros de madera, con
las manos armadas con sendas espadas igualmente de madera, que parecía desafiar
al viento tanto como a los pájaros. Mientras, hay que decirlo así, Ichabod
atacaba las resistencias últimas de la hija de los granjeros, en defensa de su
nobilísima causa, bajo el gran olmo de la fuente, o paseando hacia el
crepúsculo cuando el día comenzaba a declinar, la mejor hora para que los
enamorados hagan gala de su elocuencia.
No puedo presumir acerca de cómo
se conquistan los corazones femeninos. Eso es algo que siempre ha constituido
para mí un asunto tan digno de admiración como enigmático; algunos de esos
corazones parecen tener un único punto vulnerable por el que acceder, y otros,
por el contrario, pueden ser conquistados de mil maneras distintas. Supone eso
que han de ponerse en práctica, pues, miles de artimañas para hacerse con el
favor de una damisela; mas si hemos de convenir en que es todo un triunfo
hacerse con el favor de uno de esos corazones citados en primer lugar, los que
nada más tienen una vía de acceso, mantener cautivos a los citados en segundo
lugar exige aún mayor destreza, mayor lucha del hombre en la tarea, ardua cual
batalla, de mantener bien vigiladas todas sus vías de acceso; es como defender
una fortaleza, para lo cual no ha de olvidarse una sola ventana, una sola
puerta. Así, el que sea capaz de alzarse con la conquista de un millar de
corazones podrá hacer alarde, al tiempo, de su derecho a la fama y al
reconocimiento, si bien solo podremos considerar un héroe de verdad a quien
logre mantener su dominio, por mucho tiempo, sobre el corazón de una dama
coqueta.
En este supuesto acerca de las
artes del galanteo no se contempla, como es lógico pensarlo, al temido Brom el
Huesos, pues desde el inicio de la corte que hiciera Ichabod Crane, para
ganarse el favor de la hija del rico granjero, pareció ceder en la intensidad
de su asedio; apenas se veía ya su caballo los domingos por la tarde cerca de
los establos de la granja, lo que no quiere decir, sin embargo, que no se
hiciera más ostensible que nunca antes la enemistad entre él y el maestro de
escuela de Sleepy Hollow.
Brom, a quien adornaba una suerte
de ruda, por no decir brutal, caballerosidad, hubiera preferido dirimir tal
disputa en una suerte de campo de batalla abierto, ante los ojos de todos, lo
que equivale a decir que librando un combate que sirviera para calibrar ante la
dama querida las posibilidades de cada uno, al modo y manera de los caballeros
de antaño, los cuales así de simplemente establecían su derecho sobre el
corazón de una mujer. Mas, Ichabod, sin embargo, sabía bien que su oponente era
mucho más fuerte, que nada lograría en un enfrentamiento directo contra él, así
que eludía cualquier cosa que se pareciera a una disputa frontal. Para colmo,
hasta sus oídos alguien había llevado una baladronada de Brom el Huesos, quien,
según aquellas noticias que recibiera Ichabod, «iba a tronchar en dos al
maestro para meterlo así partido en el armario de la escuela». Si por algo se
caracterizaba Ichabod era por su cautela; no iba a darle, pues, la oportunidad
de partirle en dos, y hay que reconocer que había bastante de provocación hacia
el rival en su actitud pacífica, en sus afanes de no concederle el combate
ansiado. Tanta obstinación por parte de su rival hacía que Brom el Huesos no
cejara en su empeño de urdir tretas y más tretas, algunas de una bellaquería
indecible, para llevar a su terreno a aquel increíble y aparentemente
inabordable rival, lo que no quiere decir sino que, al cabo, el pobre maestro
pasó a ser la víctima favorita de las maldades tramadas por la banda de Brom el
Huesos, dispuesta a dar todo su apoyo al jefe.
La banda, en su tropel de
caballos, comenzó pues a hacer una incursión y otra en los hasta entonces
tranquilos dominios del maestro; unas veces taponaban la chimenea del tejado,
con lo cual la escuela se llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban en la
escuela y volcaban pupitres y mesas, tiraban por el suelo los papeles y los
libros… Hacían así, en fin, inútiles las defensas de mimbre y estacas que
pusiera el maestro, quien hubo de admitir que su escuela no era la trampa para
pescar anguilas que había supuesto… El pobre llegó a pensar que las brujas
todas de la región habían decidido tomar posesión de su escuela para celebrar
en ella los akelarres[15]. Aun con todo, esto no era lo peor; Brom
el Huesos no dejaba escapar la mínima ocasión que se le presentara, a fin de
ridiculizarlo ante la damisela; para colmo, había adiestrado a un perro
vagabundo para que aullara de manera terrible y ridícula, en una especie de
lúbrico lamento; cuando se producía, aseguraba Brom que aquel escándalo no era
debido sino al pobre maestro, que daba así sus clases de canto a la impar
Katrina. Así estuvieron las cosas durante un tiempo, sin que se produjera
ningún cambio digno de mención en la estrategia guerrera de los contendientes.
Una tarde de otoño, muy hermosa,
se hallaba Ichabod sumido en sus reflexiones, con las posaderas descansadas en
el alto taburete desde el que dominaba su pequeño imperio escolar y cuanto
hacían sus alumnos, blandiendo en su mano la vara de castigar, aquella especie
de representación un tanto espectral de la justicia con que ejercía su poder.
Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos, otra vara, por si se
le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que otra arma y unas
cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus alumnos, tales como una
manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias cerbatanas, peonzas, jaulas
para moscas y grillos y un montón de pajaritas de papel, lo que denotaba que no
mucho antes habíase visto obligado a impartir justicia, haciendo víctima de
ella a cualquiera de los pilluelos que acudían a oír su sabia palabra; de
hecho, los muchachos permanecían ahora en silencio, fijos los ojos en sus
libros; todo lo más, algunos cuchicheaban muy bajito sin perder de vista al
maestro, por si se les acercaba vara en ristre… Un murmullo sutil, de
expectativa temerosa, flotaba en el ambiente de la clase… De súbito se rompió
aquel silencio, empero, con la entrada en la escuela de un negro que vestía
chaqueta y pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y mugriento
sombrero de copa, como un Mercurio con sombrero… Había llegado montando un
penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una soguilla
atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la escuela no
pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el maestro, puesto que
le llevaba un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio Van Tassel
y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy especialmente. El
negro declamó, más que decirlo, su mensaje de manera harto elocuente, haciendo
un gran esfuerzo por decirlo con las palabras más a propósito para tan magno
evento, cual solían hacerlo los negros de aquellos días, habitualmente
utilizados como embajadores para llevar todo tipo de recados y encomiendas.
Después volvió a subirse a su penco y pronto se le perdió de vista, galopando,
no tan ceremoniosamente como veloz, hasta perderse en lo más oculto de la
hondonada, cual debe hacerlo un buen mensajero. No cesó con su ida el follón
que entre el alumnado provocó aquello, perdida ya la paz que dominaba la clase
una vez consumado el último castigo. Con la anuencia del maestro dieron cuenta
los alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin parar mientes en la observación
de esos aspectos que de común, minucioso, les exigía el bueno de Crane; más
aún, los más pillos se saltaban de golpe hasta media página, sin que el digno
pedagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sin embargo, para que los más
torpes se llevaran algún que otro coscorrón, y algún que otro varetazo, solo
porque titubearon ante una palabra, o se trabaron en otra, considerando el
maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria atención… Crane, por
su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una vez diera él por
concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de ordenar los
libros, cual solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello; volaron además
unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora antes de lo que era
normal la escuela quedó vacía… Aquel tropel de pequeños diablos se iba pegando
gritos, saltando y revolcándose en la hierba para celebrar una liberación tan
insólita como anticipada.
El galante Ichabod tardó más de
media hora en arreglarse para acudir a la recepción, algo raro en él; cepilló
con mimo el mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio, aunque algo
resobado, empero, y con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo
de espejo que aún le quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir prestado un caballo
a un viejo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo gruñón y malencarado, a
fin de presentarse ante la amada de la manera más elegante posible, y así,
cabalgando como todo un caballero capaz de enfrentarse a cualesquiera aventuras
o al más arrebatador de los lances amorosos, puso tierra de por medio entre la
escuela y la granja de Van Tassel. Por supuesto, y por seguir en lo que era
común a las novelas de caballeros andantes, hay que hacer una descripción tan
detenida como minuciosa de las trazas e impedimenta del caballero a lomos de su
caballo. De este, no obstante, hay que decir que era una bestia usada de común
para el tiro de labranza, lleno de mataduras y perdida, por viejo, su
arrogancia y hermosura de otros días; por lo demás, y como caballo viejo y
resabiado que era, no resultaban pocos sus defectos, todo lo contrario; flaco,
peludo, sucio, con cuello más de carnero que de corcel y con la cabeza digna de
un martillo; le amarilleaban las crines, de viejura y mugre, al igual que la
cola llena de nudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila, por lo que parecía
de cristal, y en el otro le brillaba una especie de luz demoníaca, que sin duda
era reflejo de su maldad resabiada; puede que aquel pobre penco hubiera sido en
tiempos un brioso corcel que aún hacía honor a su nombre, Pólvora… No en vano
había sido el caballo favorito del colérico Van Ripper, cuando aún montaba y
galopaba furiosamente, antes de destinarlo a la labranza; y no en vano, con
toda certeza, el amo había contagiado a su caballo aquel su iracundo carácter;
aun viejo y muy castigado, el bruto albergaba tanta maldad como para superar a
la que pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la región juntos.
Ichabod componía una figura
idónea para semejante montura. Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba
las rodillas a la altura de la silla; sus codos, visto desde atrás, parecían
las patas de un saltamontes por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en
perpendicular, como si fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos
parecían las alas abiertas de un pájaro… Se tocaba además con un pequeño
sombrero de lana inglesa que casi le caía hasta la nariz prominente, pues cabe
recordar que su frente no era más que una franja estrecha entre el pelo y
aquella; los faldones de su levita negra, además, parecían flotar sobre las
ancas del caballo casi hasta cubrirle la cola sucia. Con semejante porte salió
el maestro de la granja de Van Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión de ver
algo semejante a plena luz del día. Era, como ya he dicho, una hermosa tarde de
otoño, de cielo despejado, azul y apacible, así que la naturaleza mostraba esa
su librea dorada que nos sugiere abundancia, cuando los bosques parecen poner
en el ambiente pinceladas de profusos ocres y amarillos; la helada de la noche
anterior había dejado, además, una hermosa capa púrpura sobre los árboles más
tiernos y frágiles, y otras de naranja y de escarlata en los más firmes y
grandes. Atravesaban los patos salvajes el horizonte en bandadas interminables;
hasta podía oírse latir el corazón de las vivaces ardillas, incesantes en su
corretear por entre los bosques de hayas y de nogales, mientras los rastrojos
de las veredas parecían abrirse cual telones de teatro para que se dejara oír
el canto largo y solitario de una codorniz. Los pajarillos del bosque se
despedían ya del día regalándose con un banquete en lo alto de las ramas
tremolantes, y piaban y saltaban por doquier de árbol en árbol, gozosos en su
libertad de escoger uno u otro, esta o aquella rama, felices entre tantos
árboles como tenían. Había petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana
preferida de los cazadores más jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo
soltaban sus notas siempre altas como en un lamento; había también mirlos
cantores que en algunos claros parecían haberse puesto de acuerdo para formar
una sola nube negra; y pájaros carpinteros de alas relucientes como los chorros
del oro y con el penacho de fuego, hermosos con su amplia gorguera; y el pájaro
del cedro, con las alas rematadas en puntas rojas, la cola en amarillo y su
pequeño sombrero de plumas; y el arrendajo, esa especie de barbián vocinglero
que parece lucir un chaquetón de espejos azules y debajo un traje blanco,
pájaro chillón y zalamero, cobista en sus continuas reverencias, como si
deseara congraciarse con todos los demás pájaros cantores del bosque para que
le perdonaran sus gritos y desafinaciones.
Ichabod, a paso lento ahora,
continuaba a caballo mientras sus ojos, atentos en toda circunstancia a
cualquier cosa que sugiriese abundancia en la cocina, hacían una suerte de
deleitoso inventario de las maravillas que ofrecía tan pródigo otoño. A cada
lado del camino veía, pues, ora un almacén hasta arriba de manzanas, las unas
venciendo con su maduro peso las ramas de los árboles, las otras ya recogidas
en cestos incontables y prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá
apiladas para ser en breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas
en sidra excelente. Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban magníficas
las doradas mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas, como ofreciéndose
gustosas a las diestras manos que harían de su sabrosura no menos apetecibles
pasteles; y en la misma tierra, las calabazas restallantes de brillo ofreciendo
a sus ojos esos sus prominentes vientres dignos de los mejores platos.
Atrás los trigales, atravesaba
ahora Ichabod campos en los que se disfrutaba del olor dulce de las colmenas,
lo que hacía que unas ilusiones no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su
mente ensoñecida de tanta paz y maravilla; así, degustaba ya una tarta de
mantequilla espesa y miel en capas no menos densas… Una tarta que,
naturalmente, le había preparado, para darle la bienvenida, la impar Katrina
Van Tassel con sus propias y lindísimas manos.
Así, con tan amelcochadas
imaginaciones, alimentaba sus sueños cuando iba por las faldas de unos cerros
desde los que se avistaba uno de los más hermosos paisajes del Hudson. El sol,
como una gran rueda, se iba deslizando poco a poco hacia los abismos del oeste.
El amplio seno del Tappan Zee se mostraba ahora remansado como un cristal
impoluto; solo algún leve salto del agua alteraba el reflejo de la inmensa
sombra azulada de las montañas. Allá, en el horizonte, una hermosa luz dorada
se iba mudando lentamente al verde propio de las manzanas de sidra, y aún más
allá, en un azul que inequívocamente pertenecía al cielo. Las últimas luces
caían en oblicuo y alargadas sobre el río, dando un brillo de plata a las
grandes piedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a las orillas. A lo lejos,
una barca parecía mecerse lentamente en el agua, confiada en aquella tranquila
corriente, con la vela acariciando lacia y voluptuosa el mástil; parecía la
barca suspendida entre dos cielos, pues el agua aquella tarde no era más que el
propio cielo reflejado.
Estaba a punto de caer la noche,
también infinitamente apacible, cuando llegó Ichabod a los dominios de Heer[16]
Von Tassel. Ya estaba la casa llena con la flor y nata de la región. Había allí
viejos granjeros de rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso de
todas las estaciones durante muchísimos años, vestidos con chaquetas sencillas,
sus medias azules limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus
cinturones; sus esposas, tan ajadas como parlanchinas y vivaces, con la cofia
bien ajustada, el corpiño largo y firme, la enagua humilde pero limpia, y
tijeras, acericos y un bolso grande de percal colgando de sus cinturones. Había
también alegres muchachas, vestidas tal cual lo hacían sus madres, salvo en
algún que otro caso en que lucían un sombrero de paja, el pelo al aire con una
cinta, o algún que otro vestido impolutamente blanco, por afán de seguir la
moda de la ciudad. Los hombres más jóvenes llevaban levitas de corte
rectangular en el faldón, dos filas de botones metálicos y relucientes en
ellas, y el cabello largo recogido en una cola de caballo, según era moda
entonces; brillantes colas de caballo, sobre todo las de quienes se las
frotaban con piel de anguila, cosa que se consideraba en aquellos días el mejor
tónico capilar.
Brom el Huesos, como no podía ser
menos, era el héroe principal de aquella escena; había llegado a la fiesta
montando su caballo Temerario, el
favorito de cuantos tenía, tan brioso y valiente como su amo, que pudo hacerse
con él, cuando lo quiso, por ser el único hombre de la comarca capaz de
domarlo; además, siempre prefirió caballos rebeldes, incluso resabiados, o los
que se sabían todos los trucos de los jinetes expertos en doma; esos caballos,
en fin, con los que hay que ser muy diestro si no quieres acabar partiéndote el
cuello. Decía Brom el Huesos que un caballo dócil solo era propio de cobardes.
Me encantaría llenar estas
páginas con el relato pormenorizado del montón de placeres que se mostraron a
los ojos de mi héroe apenas entró en el salón principal de la casa de Van
Tassel, aunque quede claro que no hablo de las encantadoras muchachas que allí
había, jóvenes en la flor de la vida llenándolo todo con el ir y venir de sus
ropas en rojo y en blanco. Ese universo de placeres era, por el contrario,
cuanto se ofrece a la degustación de un buen paladar y de un estómago de
enormes tragaderas en las fiestas de los granjeros prósperos, más si son
holandeses y celebran las bondades del otoño. ¡Qué enorme cantidad de fuentes
llenas de todos los pasteles habidos y por haber, y de pastas, y de otros
dulces cuya relación sería inacabable, delicias cuyas recetas se cuidaban muy
mucho de decir a las otras aquellas hacendosas amas de casa holandesas! Y el
muy ilustrísimo doughnut, y el oly koek tan esponjoso, y el cruller[17] crocante y de
sabor tenue, delicadísimo… Y bizcochos, y una exquisita tarta de jengibre, e
incontables pastelitos de miel… Y tartas de manzana, de melocotón… Y jamón
cortado en lonchas, y carne ahumada, y conservas y confituras de ciruelas, de
pera y de membrillos… Y enormes parrilladas de pescado, y pollos asados por
docenas… Y cuencos rebosantes de leche recién ordeñada. Y más cuencos, hasta
arriba de crema dulce… Todo, arbitrariamente puesto sobre las mesas; tan
arbitrariamente como mi propia enumeración de las viandas, pero, eso sí, todo
parecía girar alrededor de una enorme tetera que de continuo silbaba anunciando
que ya tenía la infusión presta. ¡Que Dios los bendiga! Me faltan el tiempo y
la capacidad necesarios para describir convenientemente aquel banquete cual
sería debido y justo hacerlo, y pues tengo que apresurarme en la conclusión de
la historia, sigamos a otra cosa.
Ichabod Crane, felizmente, no
tenía tanta prisa como yo, el que relata su historia, y se deleitó como cabe
imaginar que lo hizo con todas aquellas y muy auténticas delicias, es verdad
que con cierta pausa y hasta con ceremonia, pero sin despreciar nada de ningún
plato… Era un hombre bondadoso y agradecido, de buen conformar y con un corazón
tan grande como capaz era su cuerpo flaco, sin embargo, de ensancharse
increíblemente para dar cabida a todo lo que engullía. Parecía unido en
extática unción a las divinidades, merced a la comida, como otros parecen
estarlo merced a la bebida… Por lo demás, no entornaba los ojos mientras
degustaba tanta exquisitez, sino que los mantenía bien abiertos, desplazándolos
de un lado a otro a la par que comía a dos carrillos, acariciando la ilusión de
que todo aquello, algún día no muy lejano, bien podía ser suyo gracias a su
matrimonio con la rica heredera del anfitrión. Si tal ventura le acontecía,
pensaba sin dejar de masticar, sin dejar de mirar, abandonaría la escuela sin
volverse para echarle una última mirada, haría una higa con su dedo a todos los
Van Ripper de la comarca, y a todos los miserables que de mala gana lo acogían
en sus casas, y pobre del maestro de escuela que se atreviera a llamarle
compañero…
El viejo Baltus Van Tassel iba de
un grupo a otro de invitados, con el semblante alegre, rojo de contento y buen
humor, orondo y grato como una luna nueva de aquel otoño dadivoso. Era un
excelente anfitrión, sin exageraciones; expresivo pero sin hacer notar a los
otros su munificencia; daba a uno un fuerte apretón de manos, a otro una
cariñosa palmada en la espalda, soltaba una carcajada limpia cuando le contaban
alguna historia graciosa, y para todos sus invitados tenía frases de ánimo y
aliento: «Vamos, muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto quieran, que no
tiene que quedar nada en las fuentes».
No pasó mucho rato hasta que
desde el salón contiguo se dejara sentir una música que invitaba al baile. El
músico era un viejo negro de cabello plateado, toda una orquesta ambulante él
solo, durante más de medio siglo, de un lado a otro por los pueblos, villas y
aldeas de la región. Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo, del
que sin embargo extraía alegres melodías, acompañando los rápidos movimientos
de su arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza; cada vez que
una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia inclinándose hasta
casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarles.
En lo que a Ichabod de refiere,
baste decir que se consideraba tan buen bailarín como cantante de salmos… Ni
una sola de sus fibras, ni uno solo de sus miembros, era ajeno a la música
cuando se lanzaba a bailar; su figura tan poco grácil, bailando hasta casi
desmadejarse, podría haber hecho pensar a cualquier que el mismísimo San Vito,
el bendito patrón del baile, como es bien sabido, había bajado a la tierra
desde los cielos para danzar sin descanso entre los hombres. Tanto se movía el
maestro, que despertaba la admiración entre los negros de todas las edades y
estaturas, los cuales, llegados de las granjas vecinas, se apiñaban en las
ventanas del salón, por fuera, para contemplar aquel jolgorio. Las blancas
bolas de sus ojos giraban divertidas al verle y una sonrisa de dientes de
marfil les llenaba la cara, pues nadie como ellos para apreciar la excelencia
de aquellos movimientos, realmente difíciles… ¿Cómo era posible que aquel
maestro tan terrible, martillo de niños herejes y holgazanes, fuese así de
divertido? Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de su corazón, la hija
del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas a los guiños de ojos y otras
morisquetas que él le hacía mientras se daba sin freno a las más diversas e
imposibles contorsiones; a Brom, espectador impaciente de todo aquello, le
hervían los huesos de rabia en el puchero de los rencores, mientras tanto;
sentado en una esquina, ahora solo, sin nadie que le diera conversación ni le
riese cualquier gracia, o lo alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se
mordía los puños por culpa de los celos.
Acabado el baile, Ichabod mostró
interés en la conversación que mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres
ya de edad provecta y al parecer muy enterados. Fumaban plácidamente, mientras
conversaban sentados en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas
historias de la guerra.
La región toda había sido el
escenario en que se libraran grandes e importantes batallas; había sido
testigo, pues, de hechos cruciales y de las hazañas de muchos hombres. No muy
lejos de donde se hallaba el grupo de granjeros habían librado duros combates
las tropas inglesas contra las americanas, lo que hizo que vieran aquellas
tierras, en tiempos, llegar a gentes procedentes de innumerables fronteras; las
había de toda condición: emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros,
aventureros, soldados de fortuna… Tanto tiempo había pasado ya de aquello, sin
embargo, que cada uno de los hombres reunidos en el porche del granjero
holandés contaba su historia con un halo de leyenda; en lo incierto y vago de
la memoria, evitar un toque de ilusión en lo que se cuenta, evitar narrar los
hechos pretendidos sin tenerse uno por su máximo protagonista, resulta cosa
poco menos que imposible, por lo que cada uno tenía su historia que contar, a
cada cual más extraordinaria.
Así de emocionadamente, por
ejemplo, hizo uno de aquellos hombres el relato de las aventuras de Doffue
Martling, un holandés de barbas azuladas, según era fama, que hubiera podido
hacerse con el control de una fragata inglesa él solo, no más que con un
pequeño cañón del calibre noveno, viejo y oxidado, además, de no haberle
explotado cuando disparó el cuarto proyectil. Otro habló de un anciano
caballero, cuyo nombre no diremos aquí pues es el de alguien con mucho poder y
no debe pronunciarse ni escribirse a la ligera, un hombre tan diestro en las
artes de la esgrima, que en la batalla de White Plains[18] evitó que
una bala de mosquetón lo hiriese, desviándola como si nada con la punta de su
sable, y que oyó perfectamente, y tan tranquilo, cómo el proyectil iba lamiendo
poco a poco la hoja de su sable hasta detenerse contra la empuñadura. Aquel caballero,
según el que decía la historia, estaba dispuesto a enseñar su sable a quien
dudara, para demostrar la veracidad de su historia, o lo que era lo mismo, la
veracidad de sus legendarias hazañas blandiendo la espada. Otros de los allí
reunidos hablaron de sí mismos, refirieron sus hazañas guerreras, tan
importantes muchas de ellas que podría decirse que sin su participación en los
combates librados la guerra no habría llegado a buen término.
Ninguna de aquellas historias,
sin embargo, tuvo parangón con las de aparecidos que se relataron una vez
agostadas las guerreras… Ya se ha dicho que hablamos de una región rica en
leyendas y otros tesoros semejantes. La superstición, pues, se da tanto en las
más recónditas aldeas como en los pueblos más prósperos, aunque el continuo
flujo inmigratorio vaya barriendo poco a poco tal sentir. Por otra parte, no
tienen los muertos mucho predicamento, que se diga, en las modernas ciudades
que habitamos en nuestros días, pues apenas se quedan dormidos en su lecho de
gusanos, ya abandonan la ciudad quienes los conocieron, llevados de avatares
diversos y de afanes no menos distintos, por lo que, cuando los muertos salen
de sus tumbas para iniciar sus nocturnas rondas, nadie a quien cursar una
visita les queda… Por eso, seguramente, apenas oímos ya contar a cualquiera que
se le ha aparecido el espectro de un difunto. Solo en las antiguas comunidades
holandesas siguen siendo sensibles a estos casos, lo que es como decir que a
los fantasmas.
La causa que explica la
prevalencia de estos asuntos en regiones como Sleepy Hollow, pues, se debe a la
formidable presencia en el valle de gentes de raigambre holandesa… Y quizás a
ese ambiente, a ese aire pleno de misterio y ensoñaciones que todo lo presidía.
Los que conversaban en el porche de Van Tassel, así las cosas, comenzaron a
competir por ver quién se sabía la leyenda más brutal, quién había presenciado
los hechos más tremebundos… Naturalmente, se oyeron cuentos de fantasmas,
decidida y claramente espantosos; fantasmas, por ejemplo, que impertérritos,
sin mover ni los labios, sin parpadear siquiera, lanzaban gemidos y lloros que
helaban la sangre a quien los oía; otros, fantasmas también, como es claro,
vagaban de un lado a otro, siempre según los narradores, en procesiones inacabables;
a otros, igualmente fantasmas, como es de rigor, los habían visto en una suerte
de asamblea bajo un gran árbol… Estos, por cierto, fueron los que, según era
fama, dieron captura al infortunado mayor André[19], del que nunca
más se volvió a tener noticia.
Tampoco faltaban las leyendas
protagonizadas por mujeres, como aquella de la dama apenas cubierta con un velo
vaporoso y blanco que se dejaba ver en la siempre tenebrosa Cañada de la Roca
del Cuervo, donde había muerto en medio de una nevada… Cuando se aparecía, la
pobre gritaba sus lamentos de manera tal que no podía por menos que poner de
punta, los pelos de quienes la oían, sobre todo en mitad de las más inclementes
y tormentosas noches de invierno. Mas, ni que decirlo tiene, estas historias
juntas eran apenas nada en comparación con la que a todos emocionaba muy
especialmente: la del jinete decapitado de Sleepy Hollow, al que, según decían
varios de aquellos hombres que hacían su tertulia en el porche de Van Tassel,
se había visto de nuevo, muy recientemente, recorriendo la comarca tan a menudo
como en sus mejores tiempos, amarrando su caballo, cada noche, en cualquiera de
las tumbas del camposanto de la iglesia del pueblo.
Ha sido a buen seguro lo apartado
en que se alza esta iglesia cuanto, por lo que parece, hizo del recinto sagrado
un punto de reunión ineludible de espectros y espíritus de toda laya. La
iglesia se levanta, a fin de cuentas, sobre una loma rodeada de olmos y de
algarrobos centenarios, entre los cuales destacan sobremanera los muros blancos
del templo, que son como relámpagos de la pureza cristiana que pugna por lucir
incluso en los más negros parajes. Una leve depresión del terreno conduce de la
iglesia a un remanso de agua como de plata rodeado de árboles de altas copas a
través de los cuales se observan a lo lejos las azules colinas del Hudson.
Cuando se contempla el camposanto anejo a la iglesia, cubierto de hierba muy
verde sobre la que parecen echarse a dormir los rayos del sol, embargados de
tanta paz como rezuma, tienes la impresión de que en semejante lugar los
muertos no pueden hacer otra cosa que no sea reposar eternamente, cual les
corresponde… A uno de los lados de la iglesia se abre un hondo barranco por el
que arrastra la corriente, sobre todo en los días de lluvia fuerte, troncos de
árboles caídos, pedruscos arrancados de cuajo, ramas…; en el punto más negro y
denso y hondo del torrente, no lejos del templo, hubo en tiempos un puente de
madera; el sendero que llevaba hasta el mismo puente, el puente también,
quedaba prácticamente cubierto por la densa sombra de los frondosos árboles
cuyas ramas parecían no ya no dejar pasar el aire, sino estrangularlo; por eso,
aun de día, era un lugar en el que solo moraban las sombras; y de noche, la
oscuridad más plena.
Tal era, al parecer, uno de los
caminos que con mayor constancia frecuentaba el jinete decapitado de Sleepy
Hollow. Y una de las historias que corría de boca en boca de todos los
moradores de la región hablaba de que cierta noche, el viejo Brouwer, un tipo
algo insolente, incrédulo y hasta hereje en lo que concierne a los fantasmas,
al volver de Sleepy Hollow y antes de abandonar el valle por aquel camino se
topó de golpe con el jinete, no ocurriéndosele otra cosa que hacer la tontería
de seguirlo… Así, a galope tendido, fueron ambos, uno delante, otro detrás, a
través de bosques, de malezas, entre las colinas, por las ciénagas… hasta
llegar al puente… Allí, de súbito, el jinete se convirtió en un esqueleto
reluciente, que se abalanzó sobre el viejo Brouwer para empujarlo con furia y
hacerlo caer al torrente mortal, mientras rugían las copas de los árboles como
si de ellas, y no del cielo, emanara la tormenta preñada de relámpagos y de
truenos.
El relato de esta historia que se
daba por verídica, halló parangón más que conveniente en la aventura que narró
a continuación el propio Brom el Huesos, que se había sumado a la tertulia, no
sin antes decir que él, como se vería de inmediato, superaba como caballista al
jinete sin cabeza… Ocurrió, según dijo Brom, que regresando del pueblo próximo
de Sing Sing, se le plantó de golpe en el camino aquel legendario caballero sin
cabeza para apostarse con él lo siguiente: una carrera por una jarra de ponche.
Aceptó valientemente Brom el Huesos; la cabeza de su caballo Temerario fue durante toda la carrera a
la par que la de la montura del fantasma decapitado, sin que este pudiera
superarle por mucho que lo intentara, y hubiera ganado la apuesta, y la
carrera, que era cuanto más interesaba al joven fanfarrón, de no ser porque, al
llegar al puente, el jinete decapitado dio un salto increíble para salvarlo,
perdiéndose a continuación en una llamarada que se extinguió lentamente, en la
lejanía…
Todos estos relatos, hechos en
ese tono de voz con que se suelen contar en la oscuridad historias tales,
historias de terror y de misterio, con los rostros de los allí reunidos apenas
iluminados por el resplandor de una pipa que quema tabaco ávidamente,
impresionaron muy de veras al bueno de Ichabod Crane. Él mismo, además, puso su
granito de arena citando largas parrafadas de su muy estimado Cotton Mather y
refiriendo algún caso que, según él, pudo observar en el Estado donde naciera,
Connecticut, e incluso allí mismo, en Sleepy Hollow, durante sus paseos
nocturnos…
Estaba a punto de acabar la
fiesta, pues muchos de aquellos granjeros comenzaban a montar en sus carretas
para irse, tras reunir a la familia, y se iban de hecho poco a poco, llenando
ahora el silencio de la noche con el choque de las ruedas contra los pedruscos
del camino. Varias muchachas montaban a la jineta en la grupa del caballo, tal
y como se lo ofreciera algún pretendiente; reían alegres y sus risas se iban
alejando lentamente entre el trote rítmico de los cascos de los caballos, para
ser devueltas por el eco de los bosques dormidos… Al cabo desaparecían voces,
carcajadas, trotes y ecos, como si un desierto ignoto se lo hubiera tragado
todo tras brotar en el mismo sitio donde antes hubo jarana y contento… Ichabod,
sin embargo, seguía allí, como hubiera hecho cualquier otro enamorado de aquella
región, en la esperanza de poder conversar a solas con su amada, y en adorable tête-à-tête, siquiera unos minutos,
antes de partir. Tenía la cara iluminada de dicha, pues no albergaba más
convicción que la de hallarse a las puertas del éxito. Mas no pretendo decir
qué ocurrió en la entrevista que mantuvieron, pues debo señalar, en aras de la
mayor sinceridad, que lo ignoro por completo… Algo, no obstante, debió de ir
mal, pues al cabo de muy pocos minutos de conversación el pobre maestro mostró
un amargo y desolado rictus en su antes feliz y satisfecho semblante. ¡Oh,
estas mujeres! ¡Cómo son! ¿Sería posible que aquella muchacha no hubiera hecho
más que coquetear con él, para divertirse, o acaso para burlarse, un rato?
¿Sería posible que hubiera alentado arteramente las esperanzas del pobre
pedagogo, para dar celos a quien era el peor enemigo del bueno de Ichabod, nada
más? Yo, la verdad, no lo sé; quizás el cielo… Limitémonos a decir que Ichabod
salió de la granja de Van Tassel, más que como un digno invitado, como un
granuja que hubiera ido allí para robar un par de gallinas y no para hacerse
con los favores del corazón de una damisela… Así, ahora, sin reparar ya en la
bondad y riqueza de cuanto allí había, se dirigió a toda prisa a los establos,
pegó un puntapié al penco que lo llevara, para que se levantase del suelo sobre
cuyas pajas se había tirado a dormir puede que soñando con auténticas montañas
de maíz, o con unas praderas repletas de tréboles, o con interminables valles
de alfalfa y forraje; unos sueños, pobre bruto, que se le desvanecieron de
golpe.
Fue a la hora de las brujas, en
lo más negro ya de la noche, cuando Ichabod, con su cresta de gallo orgulloso
ahora caída, meditabundo y con mucho dolor en su amargado corazón, tomó el
camino de vuelta por las laderas de los cerros desde los que se dominaba Tarry
Town… Aquellos lugares que de manera tan distinta había contemplado, y con el
ánimo no menos distinto, pocas horas antes, cuando aún el día era hermoso. La
noche, ahora, se mostraba tan triste como él; acaso, igual de dolorida. Abajo y
a lo lejos, el Tappan Zee, profundamente negro, albergaba una luz que en la
lejanía se mostraba siniestra, la lámpara que se mecía en el mástil de una
embarcación pequeña allí anclada, a merced del vaivén moroso de las aguas.
Puede que fuese aquella pequeña embarcación que había contemplado con deleite
por la tarde, pero ahora le pareció totalmente distinta, incluso infame. A las
doce de la noche, en aquel aterrador silencio que todo lo presidía, oyó el
maestro poco después el ladrido largo y agudo, pero muy débil, como lastimero,
de un perro guardián; lo sintió tan lejos que se dijo que ni los perros
querrían ya acercarse a él. También le parecía sentir, de tarde en tarde, el
canto de un gallo, pero lo tenía por un simple eco como escapado de sus sueños;
o como llegado de una granja en la que nadie querría ya darle alojamiento ni
comida. Por donde pasaba nada vivo se veía, ni se percibía; acaso, únicamente,
el canto monocorde y melancólico de los grillos, el croar impertinente de una
rana de las ciénagas, quejumbrosa, como si no pudiera dormir bien en aquella
tan propicia humedad o como si la hubiese despertado él mismo al pasar por allí
con su caballo.
Todas las historias de
aparecidos, de muertos y de fantasmas, que había oído contar aquella noche,
comenzaron a agitarse entonces en su cabeza, cual si se le hubiera metido un
torbellino en ella… La noche, encima, era cada vez más negra, según se
adentraba en el bosque; las estrellas del cielo parecían haberse clavado en la
bóveda celeste como sin brillo, ocultas a cada poco por algunas nubes que
pasaban.
Jamás se había sentido el bueno
de Ichabod ni tan solo ni tan desgraciado como aquella noche; llegaba ya a uno
de esos puntos tenidos por malditos en todas las leyendas de la región, un
lugar, al parecer, favorito de los espectros, cuando de pronto se topó con un
árbol enorme, un tulipero que se alzaba por encima de todos los demás, como un
mojón gigantesco animado por la savia; un mojón tan poderoso de ramas como otros
árboles lo son de tronco… Aquellas ramas del tulipero ofrecían, en su
retorcimientos, figuras tan fantásticas como incontables que tocaban el suelo
para remontarse después hasta el aire; era el árbol, por cierto, en el que cayó
cautivo de los seres de la noche, según la leyenda, el pobre y malogrado mayor
André, que así, perdiendo allí la vida, le dio nombre, al punto de que todos en
la región se referían a él como el árbol del mayor André. Las gentes del lugar,
cuando lo mentaban, lo hacían con una mezcla de temor y de reverencia
supersticiosa, y acto seguido se lamentaban de la suerte trágica del mayor, un
héroe desventurado, como si con su evocación cariñosa quisieran espantarlo para
que no se les apareciera entre lamentos y gritos desgarradores.
Cuando más se iba aproximando
Ichabod a tan terrorífico árbol, y para quitarse de encima el miedo, comenzó a
silbar inopinadamente… Mas oyó entonces que era respondido con un silbido
idéntico… Se dijo, empero, que no era más que una ráfaga de viento súbito que le
llegó a través de las retorcidas ramas del tulipero… No obstante, cuando ya
estuvo prácticamente bajo el árbol, dejó de silbar y detuvo su cabalgadura.
Algo informe, de lo que solo percibía un color blanco, pendía de una de las
fuertes ramas; urgió de nuevo a su caballo, para acercarse, y comprobó entonces
que no colgaba de rama alguna cualquier cosa, sino que el tronco mostraba una
herida en su corteza, como si hubiera sido alcanzada por un rayo. No tuvo
apenas tiempo de respirar en paz, sin embargo, pues al punto escuchó un gemido
largo y sentido… Se puso a temblar; apenas podía controlar ahora la mandíbula y
sus piernas; así y todo, armándose de valor de nuevo, siguió un poco más allá,
y otra vez aliviado comprobó que aquello no había sido más que el sonido hecho
por dos ramas que se rozaban a merced de la brisa… Salió Ichabod de los
dominios del árbol, pues, pero no había escapado con ello al peligro que se
cernía sobre él.
A unas doscientas yardas del
árbol cruzaba el camino un arroyuelo que se precipitaba hacia una zona de
légamos conocida como el pantano de Wiley. Para cruzarlo, unos troncos
hábilmente dispuestos ofrecían el paso propio de un puente, y del lado de la
corriente del arroyuelo varios castaños y robles, por cuyos troncos trepaba la
hierba, se cerraban como una bóveda sobre aquel paso tan improvisado como
eficaz. Algo en su interior, entonces, le hizo sentir una cierta aprensión,
como si unos pasos más allá no hubiese otra cosa que una gruta oscura y sin
salida… Atravesar aquello, pues, le supondría la prueba más difícil de superar.
Sabía bien el maestro, además, que fue entre aquellos árboles, robles y
castaños, donde se escondieron los soldados que, más allá de la leyenda,
tendieron la emboscada al mayor André; eso, y la leyenda en sí misma, hicieron
que el puente fuera tenido por todos como un lugar maldito, que solo debía
cruzarse de noche y en compañía… Y él iba solo… Ahora comprendía bien el terror
de sus alumnos cuando, con la oscuridad de los días de invierno, tenían que
atravesarlo para regresar a sus casas una vez concluidas las lecciones.
Cuanto más se aproximaba su
montura al riachuelo, más fuerte le latía en el pecho el corazón a Ichabod,
como si le fuera a hacer saltar las costillas. Pero, respirando hondo, haciendo
acopio de todo el valor y de toda la fuerza de voluntad que hubo de requerirse
para no dar marcha atrás, fustigó violentamente a su caballo, le clavó los
tacones de sus botas en los ijares, en la esperanza de que el penco saliese
casi de estampida para cruzar aquello cuanto antes, pero el mal bicho que era
aquel caballo, resabiado e indolente, no hizo más que un violento escorzo hacia
su derecha, para que su jinete se golpeara de manera brutal contra un árbol… El
maestro, ahora tan enfadado como preso del pánico, y que a cada segundo que
pasaba en aquel lugar sentía aún más miedo, tiró de las riendas, sin embargo,
hacia el lado contrario, para herir en los belfos al caballo con el bocado y
obligarlo así a seguir el rumbo que quería… Más fue inútil; el penco se echó a
galope, sí, pero no para cruzar lo que su jinete le indicaba, sino para tirarse
de costado, violentamente, como si hubiera sido abatido por un disparo, contra
unas zarzas repletas de espinas que había a la izquierda del camino. Aun
maltrecho, se levantó Ichabod, volvió a montar y castigó con una dureza
inimaginable al bruto, sacudiéndole con la fusta aún más fuerte que antes y
clavándole los tacones de sus botas en los ijares con auténtica saña… El viejo
Pólvora relinchó, se puso de manos y salió otra vez a galope… Mas justo cuando
llegaba a la embocadura del puente se paró en seco, como las mulas… A punto
estuvo de salir lanzado el maestro por encima de las orejas del penco, y si no
lo hizo fue porque se agarró con fuerza al cuello de la bestia malvada… Iba a castigarlo
de nuevo con otra ración de fustazos, pero entonces percibió unas pisadas en el
agua… Al tétrico amparo ofrecido por la bóveda de los árboles apenas vio una
sombra informe, erguida, alargada y ancha, quieta, como abrigada en la
oscuridad cual fiera dispuesta a lanzarse sobre el viajero que osara entrar en
sus dominios.
El vello del pobre pedagogo se
erizaba a impulsos del terror que lo embargaba. ¿Qué podía hacer o decir? Era
demasiado tarde para girar la grupa de su caballo y escapar por donde había
venido; además, podía tratarse de un espectro, de un fantasma, de un espíritu,
seres del aire capaces de atravesarlo incluso de cara al viento. Así que,
haciendo acopio de los últimos rescoldos de valor y de cordura que ardían en su
pecho y en su cabeza, y a despecho de su voz en un hilo, escuchó no sin
sorpresa que de su boca salía una pregunta: «¿Quién eres?» Como la sombra no
respondiera repitió la pregunta. Y tampoco obtuvo respuesta. Así que no le
quedó otra que atizar con la fusta de nuevo al maldito Pólvora, clavándole con
saña los tacones una vez más, cantar con voz temblorosa y en un puro grito uno
de sus salmos y galopar por donde había llegado… Mas justo entonces la sombra
se interpuso en su camino, abandonando su anterior escondite, para cerrarle el
paso. Ahora, a corta distancia, podía distinguir mejor la sombra, que adquiría
forma: a pesar de la lobreguez de la noche vio a un jinete corpulento que
montaba un altísimo y muy fuerte caballo negro. No parecía ni molesto ni
amigable. Ichabod, no obstante, hizo que su caballo siguiera, al paso ahora, y
cuando llegó a su altura el jinete se apartó, lo dejó pasar, y luego siguió
junto al maestro, situando su caballo del lado por el que no veía su penco, que
ahora parecía tranquilo y manso, manejable.
Concluyó Ichabod su salmo y se
decidió entonces a mirar a su nocturno compañero, a pesar del miedo, recordando
de golpe aquella aventura de la apuesta que narrara Brom el Huesos… Eso fue lo
que le hizo fustigar de nuevo a su penco, en la esperanza de dejar atrás al
fantasma… Mas picó espuelas el jinete maldito para alcanzarlo de nuevo, sin
mayor esfuerzo de su montura. Al maestro no se le ocurrió otra cosa que tirar
atrás de las bridas, para hacer más lento el paso de su jamelgo. Pero el jinete
hizo lo mismo. A Ichabod le latía entonces el corazón de manera que casi se le
oía, más aún que el retumbar de los cascos de los caballos en el silencio de la
noche. Se puso a cantar otro salmo, que ahora, empero, no le salió; tenía la
boca seca por el pánico, la lengua se le pegaba al paladar y no le salían ni
una nota, ni una palabra de la primera estrofa… Su compañero nocturno parecía
obstinado en su silencio, algo que aún le resultaba más temible al maestro.
Pronto, empero, sabría el porqué.
Descendían ambos, emparejadas sus
monturas, por la ladera de una leve colina, en la claridad que auspiciaba el
fondo del firmamento y la ausencia en aquella zona de bosque, cuando se
percató, aun mirándole de reojo, de que aquel ser era aún más corpulento de lo
que ya de por sí le había parecido antes; y que no tenía cabeza, lo que hará
comprender a cualquiera la clase de pánico que, sobre los ya padecidos, embargó
ahora al pobre pedagogo… Mucho más, ni habría que decirlo, cuando comprobó cómo
el jinete apoyaba su propia cabeza, que llevaba hasta entonces bajo un brazo,
en el arzón de la silla de su caballo. Mil escalofríos, como latigazos,
sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Ichabod, empavorecido. No pudo pensar
nada, ni considerar por más tiempo su situación; comenzó a pegar a su caballo
con manos y pies… Pólvora, al menos, obedeció esta vez, lanzándose a galope
tendido… Pero fue en vano, porque de inmediato tuvo de nuevo a su altura al
jinete sin cabeza; galopaban en una enloquecida carrera, sacando chispas de las
piedras los cascos de sus caballos; inclinado sobre el cuello de su penco,
Ichabod sentía que su traje flotaba en el aire, lo que le complacía pues le
daba la sensación de que podría dejar atrás al fantasma… Pero llegaron juntos
hasta el cruce de caminos en el que se tomaba el que conducía hasta Sleepy
Hollow; entonces, Pólvora, que parecía poseído por un demonio, cambió
inopinadamente de rumbo, y en vez de girar a la derecha, como procedía, se tiró
en su loca carrera por la cuesta de un sendero arenoso que llevaba desde los
árboles al puente, ese otro puente famoso de las historias de aparecidos, el
grande que lleva a la colina frondosa en la que se alzan la iglesia encalada
que tiene a su vera el camposanto.
Hasta ese preciso momento, el
pánico que también sentía el pobre penco parecía otorgarle cierta ventaja sobre
el fantasma, aun cuando, desde luego, no fuera tan buen jinete como el
decapitado… Pero cuando llevaba recorrida no más de la mitad del sendero,
sintió que se le aflojaban las cinchas de la silla de montar y algo así como si
su penco se le escurriera entre las piernas. Trató de equilibrarse y de asir la
silla de montar con las piernas, para que no se le fuera, pero nada; se salvó
de una terrible caída, y del consiguiente batacazo, aferrándose con todas sus
fuerzas al cuello y a las crines del penco, mientras su silla caía
irremediablemente al suelo y era pisoteada, lo oyó perfectamente, por los
cascos del caballo del fantasma que estaba a punto de darle alcance. Así y
todo, pensó en la ira de Hans Van Ripper cuando le contara que había destrozado
su silla de montar preferida, la que solía poner los domingos a su montura…
Pero fue solo un instante; lo que sufría ahora era insuperable; los enfados de
Van Ripper resultaban una tontería comparado con aquello… Sentía cada vez más
cercano al fantasma; Ichabod, que no era precisamente un jinete indio, iba peor
que mal montando a pelo y a todo galope, y a punto estaba de caerse por un
lado, cuando lograba rehacerse y a punto estaba de caer por el otro lado; además,
golpeaban tan brutalmente sus nalgas contra los huesos del penco, que le
parecía inminente el batacazo; al menos así, se decía, si se tronchaba el
cuello acabaría de una vez por todas aquella pesadilla…
Un claro entre los árboles le
hizo cobrar mayor confianza, sin embargo, y ansió embocar el puente que
conducía a la iglesia cuanto antes, ya que era aquel el camino que había tomado
inopinadamente su caballo. La luz de la luna, que caía trémula sobre las aguas,
le hizo saber que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto seguido el
encalado de la iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los árboles;
recordar que allí, en el puente, se había esfumado el fantasma cuando compitió
contra Brom el Huesos, le hizo sentir alivio. «Si llego en cabeza al puente
estaré a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el resoplido
del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que casi le
quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el puente,
levantando un estrépito de tablas bajo su galope. Ya del otro lado, no pudo
evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del
fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una
llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato… Pero lo que vio,
empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su montura sobre los
estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con fuerza hacia Ichabod, que
no pudo esquivar tan espantoso proyectil… La cabeza del fantasma se estrelló
contra la suya con un sonido de piedras que se entrechocaran… Cayó a tierra;
Pólvora, el jinete decapitado y su caballo negro pasaron por encima de aquel
cuerpo yaciente como una simple brisa.
A la mañana siguiente el
malencarado Van Ripper encontró su viejo caballo a las puertas de su casa, sin
montura, claro, y arrastrando la brida… El pobre penco, sabio a fin de cuentas,
saciaba su hambre y trataba de olvidarse de la noche anterior arrancando a
mordiscos puñados de hierba. Ichabod, por el contrario, no hizo acto de
presencia, a pesar de que era la hora del desayuno. Llegó la hora del almuerzo,
y por muy raro que le pareciera al granjero, tampoco apareció. Sin él en la
escuela, los alumnos pasaban el rato junto al riachuelo; nadie sabía nada
acerca de su maestro… Comenzó a temer Van Ripper, ya avanzada la tarde, que
algo malo le hubiera ocurrido; además albergaba aún la esperanza de que, con la
aparición de Ichabod, lo hiciera también su silla de montar. Varias
averiguaciones dieron pronto su fruto… Encontraron sus huellas, y a un lado del
camino, aunque enterrada casi por completo en el suelo arenoso y un tanto
destrozada, hallaron también la silla de montar del viejo holandés. Las huellas
conducían hasta el puente; desde allí vieron flotar el sombrero del infortunado
Ichabod en la parte donde las aguas eran más negras y profundas; no muy lejos,
cerca de la orilla, vieron también una calabaza partida.
Pronto se organizó una partida
para rastrear el curso del riachuelo, pero fue en vano; nadie albergó al final
duda alguna sobre lo que más evidente era, esto es, que Ichabod no estaba por
allí, ni vivo ni muerto. Luego, Hans Van Ripper, que se instituyó en una
especie de albacea testamentario del maestro, examinó sus pertenencias… Apenas
nada; dos camisas y otra medio rota; un par de corbatas de lazo, dos pares, o
acaso solo uno, de medias, unos viejos pantalones de pana, una navaja mohosa,
un libro de salmos con gran cantidad de marcas en cada página, un diapasón
roto… Los libros y el mobiliario de la escuela, por otra parte, pertenecían a
la comunidad, salvo la Historia de la
brujería, de Cotton Mather, y un Almanaque
de Nueva Inglaterra, además de un volumen que trataba de los oráculos y
otro sobre los sueños… Entre las páginas del libro sobre los sueños había una
hoja de papel llena de tachaduras y borrones de tinta, el resultado de un
intento que hiciera el pobre maestro por dedicar unos sentidos versos a la
joven heredera de los Van Tassel. Aquellos libros tan mágicos y el poema
frustrado fueron a parar al fuego, de la mano del propio Van Ripper, quien
decidió en el preciso instante de arrojarlos a las llamas, y después de
haberles echado un vistazo somero, que sus hijos jamás volverían a pisar una
escuela, harto convencido como lo estaba de que nada bueno podía obtenerse de
la lectura ni de la escritura… Por lo demás, se dijo el granjero, parecía
evidente que si Ichabod tenía ahorrado algún dinero, al margen del que había
recibido un par de días atrás como paga por su trabajo, había desaparecido con
él mismo.
El caso de la desaparición del
maestro fue la comidilla de todos en la iglesia, el domingo siguiente. Grupos
de chismosos, aquí y allá, en el jardín de la iglesia y hasta entre las tumbas
del camposanto, hablaban largamente de ello, especulando sobre mil posibilidades
a cual más descabellada; después, como de paseo, y sin dejar de hablar del
caso, cruzaron el puente y caminaron por la orilla, deteniéndose especialmente
en los puntos donde se hallaron el sombrero del maestro y la calabaza partida.
Las historias de Brouwer, de Brom el Huesos, y muchas otras más, dieron mucho
que pensar y opinar a todo el mundo… Así que, después de sopesar estas y
aquellas posibilidades, mientras fumaban plácidamente sus pipas de aromático
tabaco, los hombres de Sleepy Hollow concluyeron que la única solución al
enigma la ofrecía el hecho inequívoco de que el pobre maestro había sido
raptado por el fantasma del jinete sin cabeza. Como Ichabod era soltero y no
tenía deudas, la gente dejó de pensar en él y en su desaparición muy pronto, no
tenían por qué estrujarse por más tiempo la sesera… Se habilitó otra casa como
escuela y pronto hubo en el pueblo un nuevo maestro.
Es verdad, en cualquier caso, que
un viejo granjero que ha estado recientemente en Nueva York, ahora que han
transcurrido ya unos cuantos años desde que desapareció Ichabod Crane, añade
nuevos elementos de misterio a la historia, lo que sin duda encantará a todos
en Sleepy Hollow, pues cuenta que Ichabod Crane sigue vivo. Asegura que huyó
del valle por miedo a una nueva aparición del fantasma y también por el dolor
que le causó el rechazo de la hija de Van Tassel. Dice también que vive en un
lugar muy apartado, donde poco después de su llegada siguió ejerciendo la
docencia mientras estudiaba leyes, lo que le facultó para desempeñarse como
abogado y entrar con éxito en política, apareciendo en los periódicos varias
veces cuando se presentó en una candidatura… Dice también este hombre que no
hace mucho ha sido nombrado juez del Ten
Pound Court[20]. En lo que a Brom el Huesos respecta, solo cabe
decir que, poco después de la desaparición de quien fuera su rival en amores,
condujo triunfante a la bella Katrina al altar… Y como no podía ser de otra
manera, cada vez que Brom el Huesos oía decir algo sobre la calabaza partida
que se halló en el río, un poco más allá de donde flotaba el sombrero del
maestro, se moría de risa… Eso hizo pensar a más de uno que a buen seguro sabía
bastante más de lo que decía sobre la desaparición de Ichabod, pero no creo
digna de ser tenida en cuenta tal opinión, pues según las viejas comadres de
Sleepy Hollow, tan sabias ellas para emitir juicios sobre asuntos así de
escabrosos, Ichabod fue apartado de este mundo por medios perfectamente
sobrenaturales.
Como era de esperar, tan
abracadabrante suceso se ha convertido ya en una de las historias favoritas de
las gentes de la región, que lo narran en las noches de invierno al calor de la
lumbre. El puente maldito, así las cosas, se ha convertido en uno de los
lugares que más cuidadosamente evitan quienes en este valle moran, presos de un
terror supersticioso a tan inocente lugar… Acaso tal sea la razón de que hace
unos pocos años se decidiera desviar el camino que llevaba a la iglesia, y que
hacía obligatorio el paso por el puente, por la orilla de la presa del molino.
La que fue escuela en donde impartió sus enseñanzas Ichabod Crane no es más que
una casa en ruinas lamentables; quienes se atreven a pasar relativamente cerca
de sus paredes desconchadas y húmedas de moho, lo hacen con bastante aprensión,
despacio para no pisar fuerte, pues cuentan que allí vive, nada menos, el
fantasma del pobre Ichabod. Los mozos que labran la tierra, por su parte,
cuando regresan agotados a sus casas, tras una larga y dura jornada, sobre todo
en el verano, cuando empieza a anochecer, aseguran que se oye en la lejanía la
voz de quien fuera el maestro de Sleepy Hollow entonando uno de sus salmos tan
melancólicamente que se les parte el corazón de pena.
https://www.epubgratis.org/la-leyenda-de-sleepy-hollow-y-otros-cuentos-de-fantasmas-washington-irving
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