Xavier Villaurrutia
Textos y pretextos
Título original: Textos y pretextos
Xavier Villaurrutia, 1940
PRÓLOGO
Reúno en este libro una serie de
estudios y notas acerca de obras y autores que, en un momento dado, despertaron
en mí el placer o la necesidad de un comentario, de una reflexión. Movido otras
veces, simplemente, por el deseo de señalar la aparición y la intención de un
texto, el conocimiento o la visita de un espíritu, o la existencia de un
movimiento literario o artístico, cercano o lejano en el espacio, pero cuyas
ondas y cuyos reflejos herían mi sensibilidad y mi razón.
Desde muy temprano, la crítica
ejerció en mí una atracción profunda. Confieso que apuraba los libros de
crítica con la avidez con que otros espíritus no menos tiernos apuran novelas y
libros de aventura. ¡Nadie pasa impunemente bajo las palmeras de la crítica! Mi
castigo, castigo delicioso, no se hizo esperar. El tierno lector de obras de
crítica convirtiose bien pronto, a su vez, en crítico.
Más tarde he descubierto que
pretender poner en claro los puntos secretos de un texto, intentar destacar las
líneas de un movimiento literario y encontrar relaciones y correspondencias en
el espacio y en el tiempo entre las obras y los hombres, son, también,
pretextos para iluminar, destacar, relacionar, poner a prueba las dimensiones,
las cualidades o la falta de cualidades propias. Explicando o tratando de
explicar la complejidad espiritual de Ramón López Velarde, por ejemplo, no
hacía sino ayudarme a descubrir y a examinar, al mismo tiempo, mi propio drama.
De ahí que, del mismo modo que de la novela se ha dicho que es un género
autobiográfico, ahora me parezca razonable pensar que la crítica es siempre una
forma de autocrítica.
Más por azar y por pereza que por
una selección cuidadosa, conservando su redacción original, mis textos y
pretextos han sido escogidos entre los numerosos y dispersos que he escrito en
un término de poco más de diez años. Mi intención al publicarlos no es otra que
servir, en algunos casos, a los amantes de nuestra literatura, de nuestro arte,
que no cuentan, por falta de notas y estudios críticos acerca de escritores y
artistas contemporáneos, con muchos puntos de apoyo, de referencia o de
controversia. No es culpa mía si son, al mismo tiempo que de las ajenas,
imágenes de algunas de mis preferencias, de algunos de mis gustos, y aun de mis
incomprensiones y limitaciones.
Literatura,
drama, pintura
Literatura
Ramón
López Velarde
I
Encuentro
Para usar una expresión del gusto
de Ramón López Velarde, no por ello menos sino más exacta, diré que el nuestro
fue lo que pudiera llamarse un encuentro tangencial. Otros lo trataron diaria o
frecuentemente, penetrando en el círculo de sus costumbres, o acaso hiriendo el
centro de su intimidad; acompañándolo en las horas plenas o dejándolo solo en
los momentos vacíos de que, más tarde, habrían de salir los poemas que
contienen «un mensaje de singular calofrío». Otros que no yo.
Para que nuestro encuentro fuera
algo más que un misterioso y tangencial contacto, llegué demasiado tarde a su
lado, puesto que él se fue de manera imprevista del nuestro. Ávida e incierta,
la curiosidad del adolescente me llevó a buscarlo sin un objeto preciso,
definido. Acaso, inconscientemente, trataba yo de conocerlo de viva voz, de
cuerpo presente. Desde luego, diré que mi objeto no era conocer sus ideas o sus
juicios sobre los demás y sobre sí mismo. No me interesaba lo primero, y para
lo segundo me bastaba el silencioso diálogo que yo podía renovar a cualquier
hora con el libro que me lo había revelado: Zozobra. Más bien mi curiosidad de
adolescente quería saciarse con unos cuantos datos físicos, con unas cuantas
señas particulares; su estatura, el color de su piel, el timbre de su voz, el
brillo o la falta de brillo de sus ojos.
Su cara de un color moreno claro,
y sus grandes manos de un dibujo muy preciso y muy fino, surgían del jaquet que
cubría habitualmente un cuerpo grande y sólido, un cuerpo de gigante. Del color
del clima en que, como en uno de sus poemas, la lujuria toca a rebato, el
jaquet tenía un cambiante brillo verdinegro de «ala de mosca».
Algo había en su figura que hacía
pensar, indistintamente, en un liberal de fines del siglo pasado y en un
sacerdote católico de iglesia del interior, que gozara de unas vacaciones en la
capital. En ambos casos la provincia lo acompañaba, viajaba con él, rodeándolo
con un halo de luz o de sombra.
Nada había en sus palabras que
desconcertara. Ningún brillo. Ningún deseo de brillar. Palabras lentas que
buscaban su sitio en la frase que a veces moría, cuando Ramón López Velarde
juzgaba que ya no era indispensable que siguiera viviendo, aun antes de
terminar. Si había algo desconcertante en su persona, ese algo era, cosa rara,
la sencillez.
Salvador Novo y yo lo visitamos
unas cuantas veces en la Escuela Nacional Preparatoria, donde era profesor de
Literatura Española. Lo esperábamos a la salida del aula y cambiábamos con él
breves y entrecortadas frases. Aún tengo la sensación de que los diálogos se acababan
demasiado pronto. Y también de que, a veces, como cuando sin esperar el final
de la clase entrábamos en el aula, y López Velarde suspendía rápidamente la
lección, despidiendo, aturdido, a los alumnos, una curiosa turbación y un pudor
infantil e inexplicable lo colocaban delante de nosotros en la situación de
minoridad e inferioridad que lógicamente nos correspondía a Salvador y a mí.
Cuando, muy pronto, supo que
escribíamos versos, nos manifestó suavemente el deseo de conocerlos. Salvador
Novo escribía bellos poemas un poco a la manera de las parábolas de González
Martínez. Una tristeza prematura y una lección moral, también prematura,
impulsaban estos ejercicios de adolescencia que pronto abandonaría con la misma
facilidad, con el natural desembarazo con que los había adoptado, cuando empezó
a escribir sus novísimos XX Poemas. Yo escribía versos en que los
simbolistas franceses, Albert Samain sobre todos, dejaban su música, su
atmósfera y no pocas veces sus palabras. Y tan fuera de mí había colocado, desde
entonces, la lección de la poesía de Enrique González Martínez, que, sin dejar
de sentir respeto por ella y acaso para mantenerla intacta, me prohibía
glosarla, repetirla. En cambio, la influencia más remota e imprecisa la
aceptaba sensualmente, como quien recibe una vaga emanación, un perfume lejano.
No recuerdo con exactitud la
opinión que Ramón López Velarde nos dio de aquellos versos. He dicho que no
eran precisamente sus ideas ni sus opiniones las que me habían llevado a
conocerlo. Creo, sin embargo, que admiró la prodigiosa facilidad —novia de
entonces y de siempre— de Salvador Novo, y, ahora lo recuerdo, por encima de
ello, algunas expresiones atrevidas que contenía un poema: La Campana, que ya
eran, o al menos pugnaban por ser diferentes de las del tono general señalado
por el poeta de Parábolas. Nada en absoluto recordaría yo de lo que hablamos
acerca de mis versos, si Ramón López Velarde, después de decirme algo muy
general y seguramente muy vago, aunque no más vago que mi poesía de entonces, no
hubiera colocado el índice pálido, largo y, no obstante, carnoso, debajo de una
línea de uno de mis manuscritos, subrayando entre todos, y repasándolo varias
veces, un verso:
bruñe cada racimo, cada pecosa pera.
Se trata de una Tarde en que las
leídas en los libros de Samain se confundían con las vividas por mí en una casa
de Tlalpan adonde acostumbraban llevarme a pasar el estío. El sol en su
trayectoria, visto fuera y dentro de la casa, era el personaje del poema y el
sujeto del verso debajo del que amplificado, enorme, vi resbalar lenta y
pendularmente el índice de la mano derecha de Ramón López Velarde, al tiempo
que decía: «Es extraordinario cómo ha captado usted estas dos cosas. En efecto,
el sol bruñe, esa es la palabra, los racimos. ¡Y que definitivamente retratadas
por usted quedan las peras, no sólo por el lustre, sino también y precisamente,
por las pecas! Eso es: las peras son pecosas».
No estoy seguro de que éstas
hayan sido sus palabras, pero no eran otras las ideas que expresó con un fervor
que las mías de ahora son incapaces de revivir y que, más que por el tono de la
voz, se exteriorizó en aquel momento por el brillo de sus ojos que, como dos
bruñidas uvas negras, se encontraron un largo momento con los míos que lo
espiaban.
Ésta fue la única entrevista de
que puedo recordar algo más que la vaga emoción física que la presencia de
Ramón López Velarde producía en el adolescente de quince años, que era yo
entonces. No recuerdo si volví a verlo en otra ocasión. Recuerdo, sí, que a los
pocos días supe que el poeta se hallaba enfermo. Luego, indirectamente, su
agonía y su muerte.
No podría decir sin mentir, o,
cuando menos, sin exagerar, que la muerte de Ramón López Velarde me produjo una
emoción intensa y durable. Creo que al saberlo no sentí sino un momentáneo
choque interno, y luego nada más.
II
Su poesía
La madurez de una vida, como la
madurez del día, no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el
momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su
trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a
seres y cosas, los frutos de su carrera antes de empezar un descenso que es, al
mismo tiempo, un regreso. Desaparecido en el mediodía de su vida, la muerte no
vino a derribar esperanzas, ni a segar promesas en flor, porque Ramón López
Velarde había realizado ya las primeras y cumplido las segundas. Su viaje fue
el perfecto viaje sin regreso.
Tres libros de versos, de los
cuales el tercero, publicado después de la muerte del poeta, encierra junto a
unos cuantos poemas concluidos, perfilados, otros que son esquemas incompletos
y borrosos, sin otro valor que el de servir al estudio de la peculiar manera
que tenía de completar sus versos hasta alcanzar, por medio de una acomodación
buscada y calculada, expresiones imprevistas, y un libro de prosa que contiene
páginas poéticas de indudable mérito, constituyen la obra de Ramón Lopez
Velarde. Pero la rara calidad de esta obra, el interés que despierta y la
irresistible imantación que ejerce en los espíritus que hacen algo más que
leerla superficialmente, hacen de ella un caso singular en las letras
mexicanas. Si contamos con poetas más vastos y mejor y más vigorosamente
dotados, ninguno es más íntimo, más misterioso y secreto que Ramón López Velarde.
La intimidad de su voz, su claroscuro misterioso y su profundo secreto han
retardado la difusión de su obra, ya no digamos más allá de nuestras fronteras,
donde no se le admira porque se le desconoce, sino dentro de nuestro país,
donde aún las minorías le han concedido rápidamente, antes de comprenderlo, una
admiración gratuita y ciega.
La admiración ciega es, casi
siempre, una forma de la injusticia. Al menos así lo creo al pensar que Ramón
López Velarde es más admirado que leído y más leído que estudiado. Una
admiración sin reservas, una lectura superficial y un contagio inmediato con
los temas menos profundos de su obra, bastaron para llevarlo directamente a la
gloria sin hacerlo pasar por el purgatorio, y menos aún por el infierno en el
que, según confesión propia, Ramón López Velarde creía.
Después de un número de la
revista México Moderno (1921), consagrado a honrar la memoria del poeta, en
que, entre muchos estudios más conmovidos que atentos y más sentimentales que
certeros, se distinguía por la agudeza critica uno de Genaro Fernández Mac
Gregor, apenas si recuerdo la conferencia en que José Gorostiza trazó el
precioso retrato del «payo» que Ramón López Velarde no ocultó jamás, y un
estudio de Eduardo Colín, entrecortado como todos los suyos. No obstante, la
gloria del poeta ha ido creciendo como una bola de nieve al rodar del tiempo,
tomando una forma que le es ajena, demasiado esférica y precisa, demasiado
simple si pensamos que se trata de una poesía poliédrica, irregular y compleja.
Los prosélitos de Ramón López Velarde han contribuido no poco a desvirtuar la
personalidad del poeta y a simplificar de una sola vez, injustamente, los
rasgos de una fisonomía llena de carácter, cambiante y móvil. He dicho sus
prosélitos y no sus discípulos, pues creo que Ramón López Velarde, poeta sin
descendencia visible, no ha tenido aún el discípulo que merece. De su obra se
ha imitado la suavidad provinciana de la piel que la reviste, el color local de
sus temas familiares y aun el tono de voz, opaco y lento, con que gustaba
confesar, junto a los veniales pecados, las angustias más íntimas y oscuras que
sus admiradores y sus prosélitos se han apresurado a perdonarle sin
examinarlas, sin considerar que la complejidad del espíritu del poeta se
expresa, precisamente, en ellas.
Serpientes de la tipografía y del
pensamiento, las interrogaciones circundan y muerden: ¿La complejidad
espiritual de la poesía de López Velarde es real y profunda? ¿Fue necesaria la
oscuridad de su expresión? ¿Su inesperado estilo fue el precio de su voluntad
de exactitud, o solamente de su deseo de singularizarse? ¿Las metáforas de su
poesía eran rebuscadas o inevitables?…
Imposible atender todas las
incitaciones que, casi al mismo tiempo, se formulan en mi interior. Pero ¿cómo
no alzar, de algunas de ellas siquiera, y aunque sólo sea para no caer en el
vicio de la admiración sin conciencia, la punta del velo que las mantiene
secretas?
La verdad es que la poesía de
Ramón Lopez Velarde atrae y rechaza, gusta y disgusta alternativamente, y a
veces simultáneamente. Pero una vez vencidos disgusto y repulsa, la seducción
se opera, y admirados unas veces, confundidos otras, interesados siempre, no es
posible dejar de entrar en ella como en un intrincado laberinto en el que acaso
el poeta mismo no había encontrado el hilo conductor, pero en el que, de
cualquier modo, la zozobra de su espíritu era ya el premio de la aventura.
A los ojos de todos, la poesía de
Ramón Lopez Velarde se instala en un clima provinciano, católico, ortodoxo. La
Biblia y el Catecismo son indistintamente los libros de cabecera del poeta; el
amor romántico, su amor; Fuensanta, su amada única.
Pero éstos son los rasgos
generales, los límites visibles de su poesía, no los trazos más particulares ni
las fronteras más secretas. Ya en su primer libro, La sangre devota, Ramón
Lopez Velarde borra, de una vez por todas, la aparente sencillez de su espíritu
y señala dos épocas de su vida interior diciendo:
Entonces
era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato.
Y, no obstante, sus imitadores
han querido seguir viendo en él al seminarista que no ha descubierto los
secretos de la rima, los placeres de los sentidos y el nuevo estremecimiento de
Baudelaire. En realidad, de allí en adelante, y ya para siempre, se establecerá
expresamente el conflicto que hace de su obra un drama complejo, situado en:
las
atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita.
En un epigrama perfecto de luz y
síntesis, un raro escritor mexicano ha concentrado el drama de ciertos
espíritus diciendo de uno de ellos que «Nunca pudo entender que su vida eran
dos vidas». En efecto, ¡cuántos espíritus llegan a la muerte sin haber prestado
atención a las ideas contradictorias que entablan inconciliables diálogos en su
interior! ¡Cuántos otros se empeñan y aun logran ahogar o por lo menos desoír
una de estas dos voces, para obtener una coherencia que no es sino la
mutilación de su espíritu!
Ramón López Velarde no pertenece
a esta triste familia. Su drama no fue el de la ignorancia ni el de la sordera
espiritual, sino el de la lucidez. Bien pronto se dio cuenta de que en su mundo
interior se abrazaban en una lucha incesante, en un conflicto evidente, dos
vidas enemigas, y con ellas dos aspiraciones extremas que imantándolo con igual
fuerza lo ponían fuera de sí.
Con una lucidez magnífica,
comprendió que su vida eran dos vidas. Y esta aguda conciencia, ante la fuerza
misma de las vidas opuestas que dentro de él se agitaban, fue lo bastante clara
para dejarlas convivir, y, por fortuna, no lo llevó a la mutilación de una de
ellas a fin de lograr, como lo hizo Amado Nervo, una coherencia simplista, y,
al fin de cuentas, una serenidad vacía.
Me pregunto si es otro el
significado, la clave misma del título y del contenido de su libro más
importante, que la angustiosa zozobra de su espíritu ante la realidad de dos
existencias diversas que, coexistiendo en su interior, pugnaban por expresarse
y que se expresaban al fin, en los momentos más plenos de su poesía, no sólo
alternativa sino simultáneamente.
Cielo y tierra, virtud y pecado,
ángel y demonio, luchan y nada importa que por momentos venzan el cielo, la
virtud y el ángel, si lo que mantiene el drama es la duración del conflicto, el
abrazo de los contrarios en el espíritu de Ramón López Velarde, que vivió
escoltado por un ángel guardián, pero también por un «demonio estrafalario».
Éxtasis y placeres lo atraen con
idéntica fuerza. Su espíritu y su cuerpo vivirán bajo el signo de dos opuestos
grupos de estrellas:
Me
revelas la síntesis de mi propio zodíaco:
el León y la Virgen.
¿Qué recuerdos de lecturas
infantiles acerca de los paraísos que la fantasía de los musulmanes creó para
los bienaventurados, y qué visión de coloridas estampas de los mismos dejó en
López Velarde el trauma que perdura como una obsesión a través de toda su obra?
Si en su constante sed de veneros
femeninos no encuentro maneras de conciliar su religiosidad cristiana y su
erotismo; si, en un principio, en La sangre devota se pregunta:
¿Será este afán perenne franciscano o polígamo?
halla luego en los paraísos
mahometanos una manera de prolongar su religiosidad, pero también su erotismo.
Entonces, en una primera afirmación, se atreve y dice:
funjo interinamente de árabe sin hurí
y buscando obscuros antecedentes
genealógicos en las ramas del árbol de su ser, no sabe si su devoción está
presa en la locura del primer teólogo que soñó con la primera mujer:
o si
atávicamente soy árabe sin cuitas
que siempre está de vuelta de la cruel continencia
del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes
las halla a todas bellas y a todas favoritas.
En vez de borrar uno de los dos
aspectos contradictorios de su ser, aprende a hacerlos convivir dentro de sí
fomentando un incesante diálogo, un conflicto que se nutre de sí mismo. De este
modo concilia monoteísmo y poligamia, Cristo y Mahoma:
Yo varón
integral,
nutrido en el panal
de Mahoma
y en el que cuida Roma
en la Mesa Central
dice en Zozobra, y luego, años más tarde, en el poema «33» de El son del corazón, se oye de nuevo la
voz desvelada por el insoluble problema del hombre que en vez de cerrar en
falso sus llagas, sus preocupaciones, sus conflictos, ha aprendido a vivir con
ellas abierta la angustia de sus males:
La edad
de Cristo azul se me acongoja
porque Mahoma me sigue tiñendo
verde el espíritu y la carne roja,
y los talla al beduíno y a la hurí
como una esmeralda en un rubí.
Y en el mismo poema:
Afluye
la parábola y flamea
y gasto mis talentos en la lucha
de la Arabia feliz con Galilea.
¡Qué importa que en un momento se
atreva a llamar funesta la dualidad que sabemos le ha producido también goces
infinitos.
Me
asfixia en una dualidad funesta,
Ligia, la mártir de pestaña enhiesta
y de Zoraida la grupa bisiesta
si la cristiana Ligia y la infiel
Zoraida lo abrazarán ya para siempre!
Placer y dolor, opulencia y
miseria de la carne, delicia de un paraíso presente y tristeza de un obligado y
terrenal destierro a cambio de la promesa de un paraíso sin placeres, son las
pesas que oscilan en su balanza.
Cuando Ramón López Velarde quiere
dar de sí mismo una fórmula, cuando intenta objetivar su drama interior, sólo
halla la imagen de algo que, suspendido entre estos dos mundos, oscila, como un
péndulo, incesantemente sobre ellos:
Estoy
colgado en la infinita
agilidad del éter, como
un hilo escuálido de seda.
o bien:
Soy un
harem y un hospital
colgados juntos de un ensueño.
Y concretando todavía más,
objetivando más precisamente, descubre su símbolo al compararse, en un poema
precioso, con el candil de que suspende sus llagas como prismas.
En el minuto baudelariano de
religiosidad que ya no se distingue del frenesí amoroso, cuando lo vemos salir
con las manos y el espíritu vacíos, de vuelta de una inmersión en el océano de
su propia angustia, yo lo imagino, como en dos de sus versos de una desolación incomparable,
meciéndose sobre los abismos que se abren dentro y fuera de sí, «con el
viudo-oscilar del trapecio».
La sangre que circula en los más
recónditos vasos de Ramón López Velarde no es, pues, constantemente, sangre
devota. Ésta se turba, se entibia y aun cede ante el impulso de una corriente
de sangre erótica al grado que por momentos llegan a confundirse, a hacerse una
sola, roja, oscura, compuesta y misteriosa sangre.
Nunca este poeta está más cerca
de la religiosidad que cuando ha tocado el último extremo del erotismo, y nunca
está más cerca del erotismo que cuando ha tocado el último extremo de la
religiosidad:
Cuando
la última odalisca
ya descastado mi vergel
se fugue en pos de nueva miel,
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de suspirar
a través del harem vacío?
El que fungió interinamente de
árabe solitario se siente ahora definitivamente abandonado. Y a la sola idea de
que el placer de los sentidos pueda no existir, para él, en un momento dado, en
el momento en que «la eficaz y viva rosa» de su virilidad quede superflua y
estorbosa, en el último espasmo del miedo se confesará muerto en vida, árabe
sin hurí:
Lumbre
divina en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto.
¿Será necesario decir que esta
dualidad de Ramón López Velarde está muy lejos de ser un juego retórico
exterior y puramente verbal y que, en cambio, se halla muy cerca de la profunda
antítesis que se advierte en el espiritu de Baudelaire? También en Ramón López
Velarde, «la antítesis estalla espontáneamente en un corazón también católico,
que no conoce emoción alguna cuyos contornos no se fuguen en seguida, que no
hallen al punto su contrario, como una sombra, o, mejor, como un reflejo».
Y, no obstante, han pasado trece
años de la muerte de López Velarde y su obra sigue siendo vista con ojos que se
quedan en la piel sin atreverse a bucear en los abismos del cuerpo en que el
hombre ha ido ocultando al hombre. Han pasado trece años y Ramón López Velarde
sigue siendo para todos un símple poeta católico que expresa sentimientos
simples. Me pregunto: ¿Será posible ahora seguir hablando de sentimientos
simples en la poesía de Ramón López Velarde? Pienso en las reveladoras palabras
de André Gide: «Lo único que permite creer en los sentimientos simples es una
manera simple de considerar los sentimientos».
No es una casualidad el hecho de
que el nombre del gran poeta francés haya surgido en más de una ocasión al
considerar uno de los aspectos más personales de López Velarde. El mismo ha
confesado haber sido uno antes y otro después de conocer a Baudelaire. ¿Este
conocimiento era preciso y lúcido? ¿Leía Ramón López Velarde a Baudelaire en
francés? ¿Lo conoció solamente a través de traducciones españolas: la de
Marquina, por ejemplo? No es la forma lo que Ramón López Velarde toma de
Baudelaire, es el espíritu del poeta de Las flores del mal lo que le sirve para
descubrir la complejidad del suyo propio.
Ya he dicho que, según confesión
expresa, gracias a Baudelaire descubrió López Velarde, no sólo la rima, sino
también y sobre todo el olfato, el más característico, el más refinado, el más
precioso y sensual de los sentidos que poeta alguno como Baudelaire haya puesto
en juego jamás.
Sería injusto y artificial
establecer un paralelo entre ambos poetas, e imposible anotar siquiera una
imitación directa o señalar una influencia exterior y precisa. Entre la forma
de uno y otro no media más que… un abismo. Pero si un abismo separa la forma
del arte de cada uno, otro abismo, el que se abre en sus espíritus, hace de
Baudelaire y de Ramón López Velarde dos miembros de una misma familia, dos
protagonistas de un drama que se repite a través del tiempo con desgarradora y
magnífica angustia.
La agonía, el vacío, el espanto y
la esterilidad, que son temas de Baudelaire, lo son también de nuestro poeta. Y
si la religiosidad de López Velarde se resuelve en erotismo, siguiendo un
camino inverso, pero no menos dramático, el erotismo de Baudelaire se
convierte, en último extremo, en plegaria:
Ah! Seigneur! Donnez-moi la force et le courage
de contempler mon coeur et mon corps sans dégoût.
Ciertos versos de nuestro poeta,
los versos más ciertos, comunican un indefinible calofrío baudelariano cuando
son la expresión de un espíritu atormentado:
con la árida agonía de un corazón exhausto
o cuando nos dice:
voy bebiendo una copa de espanto
o bien cuando, en Anima
adoratriz, desea que la vida se acabe precisamente al mismo tiempo que el
placer
y que
del vino fausto no quedando en la mesa
ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa
el burlesco legado de una estéril pavesa.
En idéntica obsesión de la
muerte, Ramón López Velarde confiesa angustiado que la pródiga vida
… se
derrama en el falso
festín y en el suplicio de mi hambre creciente
como una cornucopia se vuelca en un cadalso.
Y más aún cuando sobrepone las
imágenes de la vida plena y de la muerte inevitable. Así en el final del poema
en que ha cantado con sensual arrobamiento los dientes de una mujer, acomodados
a la perfección en el acueducto infinitesimal de la encía, se detiene, y, de
pronto, pasando sin transición del madrigal erótico a la visión macabra, dice:
Porque
la tierra traga todo pulcro amuleto
y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos
en la mueca erizada del hostil esqueleto.
De todos los poemas de Ramón
López Velarde, tres de Zozobra: La lágrima, Hormigas, Te honro en el espanto,
ilustran, mejor que los versos sueltos que he subrayado, esta afinidad de
atmósferas, de obsesiones y aun de expresiones que López Velarde no fue a buscar,
sino a reconocer como suyas en Baudelaire.
Influencias precisas han sido
señaladas en la obra de Ramón López Velarde. Se ha hablado de Luis Carlos
López. Con igual justicia puede hablarse de Julio Herrera Reissig. Y con mayor
exactitud de Leopoldo Lugones. Pienso que más que de una influencia de la
poesía de Luis Carlos López en la de López Velarde, sería exacto señalar
ciertas afinidades superficiales y de orden puramente temático. Estas
afinidades aparecen sólo en La sangre devota, y conviene subrayar que el
levísimo aire de familia lo da la provincia, semejante, si no igual en todas
partes, en Colombia y en México. Pero el tono irónico y amargo, el relieve
caricaturesco o satírico, no siempre limpiamente logrado en la poesía de Luis
Carlos López, está ausente de la de López Velarde. Ciertas expresiones de Julio
Herrera Reissig y el uso de palabras rebuscadas, hacen que algunos versos del
uruguayo puedan ser confundidos, en una primera lectura, con otros de Ramón
López Velarde. Pero el gusto —ese don que mantiene al poeta en equilibrio— es
siempre mejor en el mexicano que en Herrera Reissig, que, junto a indudables
aciertos de expresión, coloca, sin parecer distinguirlos, verdaderos fracasos
de su ambición por lograr imágenes inesperadas. Además, el amor a lo decorativo
por lo decorativo, que es un vicio de la poesía «modernista», no aparece, por
fortuna, en la poesía del mexicano López Velarde.
Una tentativa por alcanzar la
expresión lugoniana le parecen a Antonio Castro Leal ciertos poemas de Ramón
López Velarde. Hay mucha finura y verdad en esta observación, que ilustra
citando unos versos de López Velarde:
Mi
virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa
a los que es fácil añadir éstos
en que habla de:
los
astros y el perímetro jovial de las mujeres
el centelleo de tus zapatillas,
la llamarada de tu falda lúgubre,
el látigo incisivo de tus cejas.
Y aun otros en que el Lugones del
Lunario sentimental hace acto de presencia:
Obesidad
de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los árboles de las banquetas.
En realidad, tanto como una
influencia patente en ciertos efectos de técnica aprendida en la magnífica
escuela del Lunario sentimental, y en la intención de dar, por los medios menos
usuales, en el blanco, es un ejemplo para Ramón López Velarde la poesía de
Lugones. Lugones era, para nuestro poeta, «el más excelso, el más hondo poeta de
habla castellana». «La reducción de la vida sentimental a ecuaciones
psicológicas —reducción intentada por Góngora— ha sido consumada por Lugones»,
escribla López Velarde en un artículo en el que, también, habla con mucha
lucidez del papel que representa el sentido crítico en la creación poética. «El
sistema poético se ha convertido en sistema crítico», decía. Mejor juez de sí
mismo que de los demás, la predilección de López Velarde por Lugones es
inteligente y revela y afirma, además, su temperamento frente al del poeta
argentino. Las palabras que acerca del lugar común escribió Lugones en el
prólogo del Lunario sentimental parecen no haber sido olvidadas jamás por Ramón
López Velarde.
Pero tal vez no sea preciso ir a
buscar la clave psicológica de la composición poética en Ramón López Velarde
más allá de la pasión atenta que ponía en alcanzar imágenes inesperadas,
relaciones sutiles y al mismo tiempo precisas entre los seres y las cosas.
Idéntica pasión ponía en odiar, como al peor enemigo, el lugar común, la
expresión borrosa y gastada, moneda que pasa de mano en mano sin dejar ni
permitir una huella, lisa y convencional, sin otro valor que el que le asigna
la costumbre.
De buena gana habría creado todo
un lenguaje para su uso personal, como dicen que parece haber sido el propósito
de Góngora, a quien amaba con pasión. Pero dar nuevos nombres a las cosas lo
habría confinado en el círculo de la razón perfecta; es decir, en el círculo de
la locura. Como a todo buen poeta, le quedaba el recurso de hacer pasar los
nombres por la prueba de fuego del adjetivo: de ella salían vueltos a crear,
con la forma inusitada, diferente, que pretendía y muy a menudo alcanzaba a
darles. Recobrando una facultad paradisíaca, diose, como Adán o como Linneo, a
nombrar las cosas, adjetivándolas de modo que en sus manos los párpados son los
«párpados narcóticos»; la cintura, «la música cintura», y el camino, «el camino
rubí». Fue así como se convirtió en el creador, en el inventor de expresiones,
de «flores inauditas».
A través de toda la obra de Ramón
López Velarde, desde las páginas de La sangre devota hasta los poemas que
formaron El son del corazón, la presencia de la Biblia se hace sentir. Mas no
como una fuente de imágenes decorativas —a las que los poetas llamados
modernistas fueron tan afectos—, sino como un alimento indispensable para la
nutrición del espíritu y para la expresión de su personalidad.
Como un cuerpo abrazado
estrechamente al suyo, la llevó a través de toda su vida poética, no como un
botín de guerra ni como una romántica carga, sino como un cuerpo al que, a
fuerza de amarlo, llegara a no distinguirlo del suyo propio.
La mitología cristiana no le
sirve, como la mitología grecolatina a Góngora, para hacer más culta y
ornamentada su poesía, sino para hacerla más sincera, como si formara parte de
una vida vivida o al menos deseada por Ramón López Velarde.
Cuando en un poema de La sangre
devota quiere quedarse a dormir en la almohada de los brazos de seda de una
mujer, nuestro poeta confiesa ingenuamente que es:
para ver
en la noche ilusionada,
la Escala de Jacob llena de ensueños.
Las mujeres que pasan por sus
poemas tienen nombres bíblicos: Ruth, Rebeca. Sara. A esta última la encuentra
ya no pérfida como la onda, sino flexible «como la honda de David».
En un curioso ritornello, en
varias poesías aparece el nombre de Sión. A veces le pide a una mujer que lo
lleve a Sión de la mano; otras, queda desolado al ver que las mujeres que van
rumbo a Sión lo abandonan. También se asoma al pecho de una mujer y lo halla
«claro de Purgatorio y de Sión».
Hubiera querido ser uno de los
reyes de Israel, cuando el miedo —que en López Velarde tiene caracteres de
obsesión— de llegar a la hora «reseca e impotente de la vejez» lo asalta. Clama
entonces por que no le falte la tibieza de la compañía de la mujer providente
con los
reyes caducos que ligaban las hoces
de Israel, y cantaban
en salmos, y dormían sobre pieles feroces.
Halla, sobre todo en el Antiguo
Testamento, el zumo concentrado de las vidas que son a un tiempo salud, religiosidad,
alegría y deleite y que le darán, no la embriaguez innoble de Noé, sino la
embriaguez perfecta de la lucidez.
Así, desde las alusiones
paradisíacas, cuando se confiesa:
Alerta
al violín del querubín
y susceptible al manzano terrenal
o cuando quisiera con una lágrima
de gratitud «salar el paraíso», hasta el curioso cuadro, que hace pensar en una
adorable composición de El Bosco, en que se imagina en la Tebaida bajo un vuelo
de cuervos:
El
cuervo legendario que nutre al cenobita,
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y, sin verme siquiera, los tres cuervos se van.
Las cuarenta noches del Diluvio
dejaron en López Velarde una impresión que aparece en sus poemas convertida en
alusiones o en imágenes referidas a un estado de ánimo personal:
Ya mi
lluvia es diluvio, y no miraré el rayo
de sol sobre mí arca, porque ha de quedar roto
mi corazón la noche cuadragésima
o bien:
ámbar,
canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan, con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del diluvio.
Otra vez no es El génesis, sino
El éxodo. La plasticidad y el misterio de la cortina de humo y de fuego que
servía de guía a Moisés y a los israelitas al salir de Egipto, reaparece con
igual misterio y con singular intimidad cuando dice a una mujer:
Tu
tiniebla
guiaba mis latidos, cual guiaba
la columna de fuego al israelita.
Y luego, el libro de Los números,
con el precioso mito de las doce tribus, le sirve para comparar los dientes de
una mujer con el maná
con que
sacia su hambre y su retina
la docena de tribus que en tu voz se fascina.
Menos que el Antiguo, el Nuevo
Testamento le sirve para alcanzar plenamente la expresión de sus particulares y
angustiadas voces. No obstante, cuando imagina un retorno, un retorno maléfico
a su pueblo, piensa en el hijo pródigo de la parábola contada por San Mateo,
que regresa, ahora, a un pueblo mexicano, despedazado por la metralla de la
guerra civil:
Y la
fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyera el hijo pródigo
al volver a su umbral,
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.
Y al cantar a las provincianas
mártires, revive, en una anécdota de su pueblo natal, la crueldad de Herodes
diciendo:
Gime
también esta epopeya, escrita
a golpes de inocencia, cuando Herodes
a un niño de mi pueblo decapita.
Su primera vocación de
seminarista no está ausente de este amor a la Biblia que, amada en el amado
transformada, ni las más profanas aventuras de los sentidos lograrían
arrancarle después.
La religión cristiana con sus
misterios y la Iglesia católica con sus oficios, símbolos y útiles, sirven a
Ramón López Velarde para alcanzar la expresión de sus íntimas y secretas
intuiciones. Su vocación de seminarista se halla, como en el caso de la Biblia,
presente en este conocimiento preciso de la forma que la Iglesia ha aprobado
para celebrar los oficios divinos. Pronto se advierte en su poesía una
familiaridad con objetos y símbolos que está muy lejos de ser rebuscada.
Además, la obsesión intensa de ciertas atmósferas donde se mezcla la riqueza de
los ornamentos y su contrario: la miseria de la grey astrosa que asiste, no a
las catedrales magníficas, sino a las oscuras y miserables iglesias.
Una estrofa de un poema de
Zozobra nos da la clave de sus preferencias:
Mi
espíritu es un paño de ánimas, un paño
de ánimas de iglesia siempre menesterosa,
es un paño de ánimas goteado de cera,
hollado y roto por la grey astrosa
descubriendo la correspondencia
entre el drama de su espíritu y el que parece alentar —y alienta— en los
recintos en que la religión de Cristo representa, como en un misterioso teatro,
sus oficios y recibe, como espectadores y actores a un solo tiempo, a sus
fieles.
Y más aún: Ramón López Velarde
parece no estar conforme al comparar su espíritu con un paño de ánimas;
necesita, para ser exacto, que el paño de ánimas se halle manchado, hollado,
roto; necesita añadir estos epítetos para hacer más palpable su miseria. De
igual modo, cuando se compara con una nave de parroquia, se apresura a añadir:
«de parroquia en penuria».
La pasión de Cristo es también su
pasión. Su alma es el vinagre; su dolor, una ofrenda, y Cristo no es el Cristo
de todos, sino el suyo:
Mas hoy
es un vinagre
mi alma, y mi ecuménico dolor un holocausto
que en el desierto humea.
Mi Cristo ante la esponja de las hieles, jadea
con la árida agonía de un corazón exhausto.
El vinagre, la esponja, las
hieles y también los clavos y las espinas de la pasión de Cristo, son también
instrumentos de su pasión eterna, que es la pasión amorosa.
Óleos, cíngulos, custodias y
cirios aparecen en sus poemas con particular e íntimo significado. Y aun en los
accidentes del paisaje exterior y en sus transformaciones encuentra una
relación poética con los objetos litúrgicos. Es así como halla:
La
estola de violetas en los hombros del Alba,
el cíngulo morado de los atardeceres.
Las llamas del purgatorio y del
infierno de la mitología cristiana asoman sus lenguas de fuego en la poesía de
López Velarde como en los cuadros de ánimas de las iglesias. Y aun en la boca
de una mujer reaparecen:
Tu boca,
en la que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno.
Y de su mismo corazón nos dice:
Yo lo
lanzara un día como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz.
Otras veces la poesía de la
Salve, que es para Ramón López Velarde un óleo y una fuente, lo hace temblar
con un temblor infantil.
Y así, en interminable teoría,
sacramentos y misterios de la religión cristiana le sirven para hacer más
expresivos los estados de un alma en que, con temperamento erótico, se abraza,
indistintamente, a la mujer y a la religión. «Una virgen fue mi catecismo»,
confiesa en El son del corazón. Y en el mismo libro:
Dios,
que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, diome
de ángel guardián un ángel femenino.
Y así como a la religión misma la
impregna de un sentido erótico, todo cuanto mira y toca, aun lo más inerte, se
humaniza y estremece al menor contacto con el poeta:
En mi
vida feliz no hubo cosa
de cristal, terracota o madera,
que, abrazada por mí, no tuviera
movimientos humanos de esposa.
Expresada con lucidez
extraordinaria, escondida en una de las páginas de El minutero, hallamos la
conciencia de este modo singular de ser: «Nada puedo entender ni sentir sino a
través de la mujer. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue
con temperamento erótico». Hasta la muerte lo acompañó el temperamento erótico,
que, como su poesía, no conoció decadencia ni ocaso, porque —consecuente con su
propia profecía— su sed de amor fue como una argolla empotrada en la losa de su
tumba.
En la poesía mexicana, la obra de
Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa
de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e
inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras
del espíritu ante las incitaciones del erotismo, de la religiosidad y de la
muerte.
Fuente:http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/textos-y-pretextos-literatura-drama-pintura--0/html/83c17668-38dd-4f1e-8d78-a091b30b04ee_2.html
Textos Y Pretextos
Villaurrutia, Xavier
Publicado por La Casa De España En México, México (1940)
Encuadernación de tapa blanda. Condición: Bien. 1ª Edición. 240p+2hs. 20cmsx15cms. Cubiertas originales en rústica, con ligero desgaste. Pequeños faltantes en la cabeza y base del lomo. Texto con subrayados y anotaciones marginales a lápiz. / Contemporáneos. Nº de ref. del artículo: LIT0644J
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