viernes, 18 de octubre de 2019

James Fenimore Cooper



James Fenimore Cooper escribió esta novela en 1821 con la intención de que sirviera para preservar tanto la memoria como el significado de la revolución americana. El autor se inspiro en las acusaciones de venalidad dirigidas contra los hombres que capturaron al Mayor André (co-conspirador de Benedict Arnold, ejecutado por espionaje en 1780).
La novela centra su acción en el personaje de Harry Birch, un hombre común, que durante la guerra de Independencia Americana se convertirá en espía y agente doble pasando información de un bando a otro. A pesar de lo que su trabajo pueda presuponer, es un espía fiel, un hombre que se mueve por patriotismo, que sabe que su trabajo quedará sin reconocimiento público, y que incluso renunciará a cualquier compensación económica privada. En cierta forma esta novela se puede considerar la precursora de las novelas de este genero que años después podemos ver reflejadas en las obras de John Le Carre, Frederick Forsyth o Robert Ludlum.
El espía es una aventura histórica al estilo de las novelas de Waverley de sir Walter Scott, Es también una parábola de la experiencia americana, un recordatorio de que la supervivencia de la nación, al igual que su Revolución, depende de juzgar a la gente por sus acciones, no por su clase o reputación.



James Fenimore Cooper

 El espía

 

Episodio de la independencia norteamericana




Título original: The spy
James Fenimore Cooper, 1821


 PREFACIO

 

 

«¿Habrá un hombre de alma lo bastante insensible para no haberse dicho alguna vez: Este es mi país, la tierra donde nací?»

Sir Walter Scott.


Son muchas las razones que aconsejan a un americano que va a escribir una novela, que elija como escenario a su tierra; pero son muchas más las que le disuaden. Comenzando por el pro, se trata de un camino nuevo, sin frecuentar todavía, y que por lo mismo tendrá, cuando menos, el encanto de la novedad. Hasta hoy, entre las nuestras, sólo una pluma de cierta fama se ha ocupado del género; y como ese autor ha muerto, y la aprobación o la censura del público ya no pueden alentar sus esperanzas ni despertar sus temores, sus compatriotas han comenzado a reconocerle méritos[1]. Pero esta consideración se incluiría mejor entre las razones contra, y hemos olvidado que ahora estamos examinando las razones pro.
Es posible que la singularidad de esa circunstancia atraiga la atención de los extranjeros sobre la obra, pues nuestra literatura es como nuestro vino, que gana mucho viajando. Además, el ardiente patriotismo de nuestro pueblo garantiza la venta de las más modestas producciones que se ocupan de un tema nacional. Así lo demostrará muy pronto —tenemos la más profunda convicción— el libro de entradas y salidas de nuestro editor. ¡Quiera el cielo que esto no sea, como la novela, sólo una ficción! Por último, es razonable suponer que a un escritor le resultará más fácil trazar personajes y describir escenarios que ha contemplado continuamente, que pintar países por los que sólo pasó de largo.
Veamos ahora el contra, comenzando por refutar los argumentos en favor de la medida. Es cierto que, hasta hoy, sólo hubo un escritor de ese género; pero el candidato que aspire a los mismos honores literarios será comparado a ese único modelo y, desgraciadamente, nunca se elegirá al rival. Después, aunque los críticos pidan —y lo hacen con insistencia— novelas que describan las costumbres americanas, mucho nos tememos que se refieren a las costumbres de los indios. Y temblamos ante la idea de que un paladar que se encanta con la escena de Edgar Huntly en donde aparece un americano, un salvaje, un gato y un tonahawk —de un modo que nunca pudo suceder—, digiera unas descripciones en que el amor es sólo una pasión brutal, y el patriotismo un comercio. Y que, además, pintan hombres y mujeres que no llevan lana en la cabeza[2]: observación que, así lo esperamos, no sublevará a nuestro buen amigo César Thompson[3], personaje sin duda muy conocido de los que lean esta introducción. Pues sólo se ponen los ojos en un prefacio cuando no se pudo adivinar, leyendo la obra, lo que el autor quiso decir.
En cuanto a la esperanza de encontrar apoyo en el carácter nacional, hemos de confesar, casi con rubor, que la opinión de los extranjeros sobre nuestro patriotismo está mucho más cerca de la verdad de lo que fingimos creer en las anteriores líneas. Por último, ¿hay tantas razones para situar el escenario en América? Nos tememos que los lectores conozcan sus casas mejor que nosotros mismos, y esa misma familiaridad engendrará necesariamente el menosprecio. Además, si cometemos algún error, todo el mundo podrá advertirlo.
Después de considerarlo todo, nos parece que la luna sería el lugar más conveniente para situar una novela moderna fashionable, porque entonces sólo un número muy reducido de personas podría discutir la fidelidad de los retratos; y si llegamos a averiguar los nombres de algunos lugares famosos de ese planeta, sin duda hubiésemos intentado la prueba. Verdad es que, cuando comunicamos esta idea al modelo de nuestro amigo César, declaró rotundamente que no continuarla posando si su retrato era llevado a regiones tan paganas. Discutimos los prejuicios del negro con mucha insistencia, hasta descubrir que él sospechaba que la Luna estaba situada en cierto lugar de Guinea, y que tenía del astro nocturno casi la opinión que los europeos tienen de nuestro país: que no es una residencia conveniente para un hombre que se respete a sí mismo.
Sin embargo, hay otra clase de críticos cuyos elogios ambicionamos más, pero de los que esperamos recibir mayores censuras: nos referimos a nuestras bellas compatriotas. Hay personas lo bastante atrevidas para decir que las mujeres aman lo nuevo, opinión que nos abstendremos de discutir, por consideración a nuestra buena fama. Lo cierto es que la mujer es toda sensibilidad, y que esa sensibilidad sólo puede alimentarse con la imaginación; y esas cabezas novelescas necesitan castillos rodeados de fosos, puentes levadizos y una naturaleza de corte clásico. Los sinos más artificiales de una existencia tienen un especial encanto para ellas, y más de una opina que el mayor mérito de un hombre reside en elevarse a lo más alto de la escala social. Por eso más de un lacayo francés, un barbero holandés o un sastre británico deben sus cartas de nobleza a la credulidad de las bellas americanas. Muchas veces vimos a algunas, arrebatadas por una especie de vértigo, en medio del torbellino causado por el paso de uno de esos meteoros aristocráticos.
A decir verdad, está probado que una novela en que aparece un lord, vale doble qué otra en donde no aparece ninguno. Y eso incluso para el sexo más noble: quiero decir para nosotros, los hombres. La caridad nos impide decir que algunos comparten los deseos del otro sexo: atraerse las miradas del favor real; y, sobre todo, nos guardaremos mucho de insinuar que tal deseo suele ser proporcional a la violencia con que denigran las instituciones de sus antepasados. Los sentimientos del hombre siempre reaccionan como el zorro de Esopo: sólo dicen que las uvas están verdes cuando desesperan de alcanzarlas.
Con todo, no tenemos la intención de lanzar un guante a nuestras hermosas compatriotas, ya que sólo sus opiniones decidirán nuestro fracaso o nuestro triunfo. Pero diremos que no hemos puesto en la novela castillos ni lores, porque no los hay en nuestra tierra. Desde luego, sí oímos decir que un señor vivía a cincuenta millas de nuestra casa, y recorrimos tan largo trayecto para verle y tomarlo como modelo de nuestro héroe; pero cuando llevamos su retrato al diablillo de Fanny, nos aseguró que no lo quería aunque fuese un rey. Entonces fuimos cien millas más lejos, para contemplar un famoso castillo que hay en el Este; pero, con gran sorpresa nuestra, le faltaban tantos cristales y era, en todos los aspectos, un lugar tan poco habitable, que hubiera sido un cargo de conciencia alojar en él a una familia durante los fríos del invierno. Resumiendo, nos vimos obligados a dejar que la niña de los rubios cabellos escogiera a su pretendiente, y a alojar a los Wharton en un cottage cómodo, aunque sin pretensiones. Repetimos que no pretendemos injuriar a las bellas: después de nosotros mismos, de nuestro libro, de nuestro dinero y de algunos otros objetos, ellas son lo que más nos gusta. Sabemos también que son las mejores criaturas del mundo, y por su amor quisiéramos ser lord y poseer un magnífico castillo[4].
No afirmamos rotundamente que toda nuestra historia sea verdadera, pero podemos decirlo de gran parte de ella. Sí estamos seguros de que todas las pasiones que se describen en el libro han existido y existen todavía, lo cual es más de lo que suelen encontrar habitualmente los lectores. Yendo más lejos todavía, diremos dónde han tenido lugar: en el condado de West Chester de la isla de New York, uno de los Estados Unidos de América. Esa hermosa región del globo desde la que enviamos nuestros mejores saludos a quienes lean nuestra novela, y nuestra mejor amistad a quienes la compren.
New York, 1822.
FICHA TÉCNICA:

El espía

 Páginas: 351
 Publicado en: 1821
 Actualizado el: 02/03/2018
 Revisión: 1.2
Valoración 7.9 de 10

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