James Fenimore Cooper escribió esta novela en 1821
con la intención de que sirviera para preservar tanto la memoria como el
significado de la revolución americana. El autor se inspiro en las acusaciones
de venalidad dirigidas contra los hombres que capturaron al Mayor André
(co-conspirador de Benedict Arnold, ejecutado por espionaje en 1780).
La novela centra su acción en el personaje de Harry
Birch, un hombre común, que durante la guerra de Independencia Americana se
convertirá en espía y agente doble pasando información de un bando a otro. A
pesar de lo que su trabajo pueda presuponer, es un espía fiel, un hombre que se
mueve por patriotismo, que sabe que su trabajo quedará sin reconocimiento
público, y que incluso renunciará a cualquier compensación económica privada.
En cierta forma esta novela se puede considerar la precursora de las novelas de
este genero que años después podemos ver reflejadas en las obras de John Le
Carre, Frederick Forsyth o Robert Ludlum.
El espía es una aventura histórica al estilo de las
novelas de Waverley de sir Walter Scott, Es también una parábola de la
experiencia americana, un recordatorio de que la supervivencia de la nación, al
igual que su Revolución, depende de juzgar a la gente por sus acciones, no por
su clase o reputación.
James Fenimore Cooper
El espía
Episodio de la independencia norteamericana
Título original: The spy
James Fenimore Cooper, 1821
PREFACIO
«¿Habrá un hombre de alma lo bastante insensible
para no haberse dicho alguna vez: Este es mi país, la tierra donde nací?»
Sir Walter Scott.
Son muchas las razones que aconsejan a un americano
que va a escribir una novela, que elija como escenario a su tierra; pero son
muchas más las que le disuaden. Comenzando por el pro, se trata de un
camino nuevo, sin frecuentar todavía, y que por lo mismo tendrá, cuando menos,
el encanto de la novedad. Hasta hoy, entre las nuestras, sólo una pluma de
cierta fama se ha ocupado del género; y como ese autor ha muerto, y la
aprobación o la censura del público ya no pueden alentar sus esperanzas ni
despertar sus temores, sus compatriotas han comenzado a reconocerle méritos[1].
Pero esta consideración se incluiría mejor entre las razones contra, y
hemos olvidado que ahora estamos examinando las razones pro.
Es posible que la singularidad de esa circunstancia
atraiga la atención de los extranjeros sobre la obra, pues nuestra literatura
es como nuestro vino, que gana mucho viajando. Además, el ardiente patriotismo
de nuestro pueblo garantiza la venta de las más modestas producciones que se
ocupan de un tema nacional. Así lo demostrará muy pronto —tenemos la más
profunda convicción— el libro de entradas y salidas de nuestro editor. ¡Quiera
el cielo que esto no sea, como la novela, sólo una ficción! Por último, es
razonable suponer que a un escritor le resultará más fácil trazar personajes y
describir escenarios que ha contemplado continuamente, que pintar países por
los que sólo pasó de largo.
Veamos ahora el contra, comenzando por
refutar los argumentos en favor de la medida. Es cierto que, hasta hoy, sólo
hubo un escritor de ese género; pero el candidato que aspire a los mismos
honores literarios será comparado a ese único modelo y, desgraciadamente, nunca
se elegirá al rival. Después, aunque los críticos pidan —y lo hacen con
insistencia— novelas que describan las costumbres americanas, mucho nos tememos
que se refieren a las costumbres de los indios. Y temblamos ante la idea de que
un paladar que se encanta con la escena de Edgar Huntly en donde aparece
un americano, un salvaje, un gato y un tonahawk —de un modo que nunca pudo
suceder—, digiera unas descripciones en que el amor es sólo una pasión brutal,
y el patriotismo un comercio. Y que, además, pintan hombres y mujeres que no
llevan lana en la cabeza[2]: observación que, así lo esperamos, no
sublevará a nuestro buen amigo César Thompson[3], personaje sin duda
muy conocido de los que lean esta introducción. Pues sólo se ponen los ojos en
un prefacio cuando no se pudo adivinar, leyendo la obra, lo que el autor quiso
decir.
En cuanto a la esperanza de encontrar apoyo en el
carácter nacional, hemos de confesar, casi con rubor, que la opinión de los
extranjeros sobre nuestro patriotismo está mucho más cerca de la verdad de lo
que fingimos creer en las anteriores líneas. Por último, ¿hay tantas razones
para situar el escenario en América? Nos tememos que los lectores conozcan sus
casas mejor que nosotros mismos, y esa misma familiaridad engendrará
necesariamente el menosprecio. Además, si cometemos algún error, todo el mundo
podrá advertirlo.
Después de considerarlo todo, nos parece que la
luna sería el lugar más conveniente para situar una novela moderna fashionable,
porque entonces sólo un número muy reducido de personas podría discutir la
fidelidad de los retratos; y si llegamos a averiguar los nombres de algunos
lugares famosos de ese planeta, sin duda hubiésemos intentado la prueba. Verdad
es que, cuando comunicamos esta idea al modelo de nuestro amigo César, declaró
rotundamente que no continuarla posando si su retrato era llevado a regiones
tan paganas. Discutimos los prejuicios del negro con mucha insistencia, hasta
descubrir que él sospechaba que la Luna estaba situada en cierto lugar de
Guinea, y que tenía del astro nocturno casi la opinión que los europeos tienen
de nuestro país: que no es una residencia conveniente para un hombre que se
respete a sí mismo.
Sin embargo, hay otra clase de críticos cuyos
elogios ambicionamos más, pero de los que esperamos recibir mayores censuras:
nos referimos a nuestras bellas compatriotas. Hay personas lo bastante
atrevidas para decir que las mujeres aman lo nuevo, opinión que nos
abstendremos de discutir, por consideración a nuestra buena fama. Lo cierto es
que la mujer es toda sensibilidad, y que esa sensibilidad sólo puede
alimentarse con la imaginación; y esas cabezas novelescas necesitan castillos
rodeados de fosos, puentes levadizos y una naturaleza de corte clásico. Los
sinos más artificiales de una existencia tienen un especial encanto para ellas,
y más de una opina que el mayor mérito de un hombre reside en elevarse a lo más
alto de la escala social. Por eso más de un lacayo francés, un barbero holandés
o un sastre británico deben sus cartas de nobleza a la credulidad de las bellas
americanas. Muchas veces vimos a algunas, arrebatadas por una especie de
vértigo, en medio del torbellino causado por el paso de uno de esos meteoros
aristocráticos.
A decir verdad, está probado que una novela en que
aparece un lord, vale doble qué otra en donde no aparece ninguno. Y eso incluso
para el sexo más noble: quiero decir para nosotros, los hombres. La caridad nos
impide decir que algunos comparten los deseos del otro sexo: atraerse las
miradas del favor real; y, sobre todo, nos guardaremos mucho de insinuar que
tal deseo suele ser proporcional a la violencia con que denigran las
instituciones de sus antepasados. Los sentimientos del hombre siempre
reaccionan como el zorro de Esopo: sólo dicen que las uvas están verdes cuando
desesperan de alcanzarlas.
Con todo, no tenemos la intención de lanzar un
guante a nuestras hermosas compatriotas, ya que sólo sus opiniones decidirán
nuestro fracaso o nuestro triunfo. Pero diremos que no hemos puesto en la
novela castillos ni lores, porque no los hay en nuestra tierra. Desde luego, sí
oímos decir que un señor vivía a cincuenta millas de nuestra casa, y recorrimos
tan largo trayecto para verle y tomarlo como modelo de nuestro héroe; pero
cuando llevamos su retrato al diablillo de Fanny, nos aseguró que no lo quería
aunque fuese un rey. Entonces fuimos cien millas más lejos, para contemplar un
famoso castillo que hay en el Este; pero, con gran sorpresa nuestra, le
faltaban tantos cristales y era, en todos los aspectos, un lugar tan poco
habitable, que hubiera sido un cargo de conciencia alojar en él a una familia
durante los fríos del invierno. Resumiendo, nos vimos obligados a dejar que la
niña de los rubios cabellos escogiera a su pretendiente, y a alojar a los
Wharton en un cottage cómodo, aunque sin pretensiones. Repetimos que no
pretendemos injuriar a las bellas: después de nosotros mismos, de nuestro
libro, de nuestro dinero y de algunos otros objetos, ellas son lo que más nos
gusta. Sabemos también que son las mejores criaturas del mundo, y por su amor
quisiéramos ser lord y poseer un magnífico castillo[4].
No afirmamos rotundamente que toda nuestra historia
sea verdadera, pero podemos decirlo de gran parte de ella. Sí estamos seguros
de que todas las pasiones que se describen en el libro han existido y existen
todavía, lo cual es más de lo que suelen encontrar habitualmente los lectores.
Yendo más lejos todavía, diremos dónde han tenido lugar: en el condado de West
Chester de la isla de New York, uno de los Estados Unidos de América. Esa
hermosa región del globo desde la que enviamos nuestros mejores saludos a
quienes lean nuestra novela, y nuestra mejor amistad a quienes la compren.
New York, 1822.
FICHA TÉCNICA:El espía
Páginas: 351
Publicado en: 1821
Actualizado el: 02/03/2018
Revisión: 1.2
Valoración 7.9 de 10
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