II
UN CAPÍTULO PERSONAL
Más de una vez me han empujado a escribir mis
recuerdos literarios. No sé si lo haré. Mi memoria va siendo perezosa, y,
además, recordar es triste. En general, me gusta poco recordar. No obstante,
algunas veces, ciertos episodios de mi carrera literaria aparecen por sí mismos
en mi memoria con increíble claridad. Por ejemplo, he aquí algo que recuerdo.
Una mañana de primavera había ido a ver a Iégor Petrovitch Kovalésky. Mi novela
Crimen y castigo, que se estaba
publicando entonces en el Mensajero ruso,
le interesaba mucho. Se puso a felicitarme calurosamente, y me habló de la
opinión que de ella tenía un amigo cuyo nombre no puedo dar, pero que me era
muy querido. Interin, se presentaron, uno tras otro, dos editores de revistas.
Uno de estos periódicos ha adquirido desde entonces un número de lectores
ordinariamente desconocido de las revistas rusas, pero entonces estaba en los
comienzos de su fortuna. Por el contrario, el otro acababa ya una carrera poco
antes gloriosa; pero su editor ignoraba que su obra debiese terminar tan
pronto. Este último me llevó a otro cuarto, donde estuvimos hablando. Se había
mostrado muy amable conmigo en varias ocasiones, a pesar de que nuestro primer
encuentro había sido tormentoso. Una vez, entre otras, me había enseñado versos
suyos, los mejores que había escrito, y bien sabe Dios que su apariencia no
sugería la idea de hallarse en presencia de un poeta, y, sobre todo, de un
poeta doloroso y amargo. Sea lo que sea, entabló su conversación del siguiente
modo:
—¡Bueno! ¡Le hemos vapuleado a usted un poco,
en mi revista, a propósito de Crimen y
castigo!
—Lo sé, lo sé... —respondí.
—Y... ¿sabe usted por qué?
—Sin duda, cuestión de principios.
—De ningún modo. Ha sido por culpa de
Tchernischevsky.
Me quedé estupefacto.
—El señor N... —repuso—, que le ha maltratado
a usted en su artículo, fue en mi busca para decirme: "Su novela es buena,
pero hace dos años no tuvo inconveniente en injuriar a un infeliz deportado y
caricaturizarle. Voy a destrozar su novela."
—¡Vaya! Ahí tenemos las simplezas que vuelven
a comenzar por el asunto de El cocodrilo
—exclamé, comprendiendo en seguida de qué se trataba—. Pero ¿ha leído usted mi
novela titulada El cocodrilo?
—No, no la he leído.
—Pues todo eso proviene de una serie de
chismes idiotas. Mas es preciso todo el ingenio, y todo el discernimiento de un
Boulgarine para encontrar en esa desdichada novela la menor alusión a
Tchernischevsky. ¡Si supiese usted lo idiota que es todo eso! Sin embargo,
nunca me perdonaré no haber protestado, hace dos años, apenas lanzada, contra
esa calumnia estúpida.
Y hasta ahora todavía no he protestado. Un día
no tenía tiempo, otro encontraba el chisme demasiado despreciable. Sin embargo,
esta bajeza que me atribuyen ha llegado a ser, para muchas personas, un agravio
contra mí. La historia ha corrido por los periódicos y las revistas, ha
penetrado en el público y me ha valido varios disgustos.
Es ya tiempo de explicar lo que hay en ella,
pues mi silencio acabaría por confirmar aquella leyenda.
La primera vez que encontré a Nicolás
Gavrilovitch Tchernischevsky fue en 1859, durante el año que siguió a mi vuelta
de Siberia; ya no recuerdo ni dónde ni cómo. Después nos hemos vuelto a
encontrar, pero no con mucha frecuencia; apenas si hablamos, pero siempre nos
tendimos la mano. Herzen me decía que su persona y sus maneras habíanle
producido molesta impresión. Pero yo sentía por él simpatía.
Una mañana encontré en mi puerta un ejemplar
de una publicación que entonces aparecía con bastante frecuencia. Se llama La Joven Generación. Nada más inepto e
irritante. Estuve todo el día molesto.
Hacia las cinco de la tarde fui a casa de
Nicolás Gavrilovitch. El mismo salió a abrirme la puerta, me acogió muy
amablemente y me condujo a su gabinete de trabajo. Saqué de mi bolsillo la hoja
que había encontrado por la mañana y pregunté a Tchernischevsky:
—Nicolás Gavrilovitch, ¿conoce usted esto?
Tomó la hoja como una cosa para él
perfectamente ignorada, y leyó el texto. Aquella vez no había más que unas diez
líneas.
—¿Qué quiere decir esto? —me preguntó,
sonriendo ligeramente.
—¡Bah! ¡Si serán idiotas esas gentes! —dije—.
¿No habría algún medio de hacerles renunciar a ese género de bromas?
—Pero ¿se figura usted que tengo algo que ver
con ellos, que colaboro con sus tonterías?
—Estaba completamente seguro de lo contrario,
y creo inútil asegurárselo. Pero me parece que debieran disuadirles de
continuar su publicación. Sé muy bien que usted nada tiene que ver con los
redactores de esta hoja, pero usted los conoce un poco, y, para ellos, su
opinión tiene mucho peso; ¿no podría usted?...
—Pero ¡si no conozco a ninguno de ellos!
—¡Ah! ¡Si usted lo dice!... ¿Habrá que
hablarles directamente?... ¿Acaso una queja procedente de un hombre de la
situación de usted?
—¡Bah! No produciría ningún efecto... Todo eso
es inevitable...
—Sin embargo, hacen daño a todo y a todos...
En aquel momento llegó un nuevo visitante y me
marché. Estaba completamente convencido de que Tchernischevsky no era en modo
alguno solidario de las bromas pesadas. Me había recibido muy bien y vino pronto
a devolverme la visita. Pasó cerca de una hora en mi casa, y debo decir que
pocas veces he visto un carácter más suave y más amable que el suyo. Nada me
asombraba tanto como el oírlo tratar, en algunas partes, de hombre duro e
insociable. Estaba cierto de que deseaba hacerse amigo mío, y no me molestaba
por ello. Pronto hube de trasladarme a Moscú; pasé allí nueve meses, y,
naturalmente, mis relaciones con Tchernischevsky no siguieron adelante.
Un buen día supe la detención y después la
deportación de Nicolás Gavrilovitch, sin conocer los motivos, que hoy todavía
ignoro.
Hace año y medio pensé escribir un cuento
humorístico-fantástico, por estilo de Nariz,
de Gogol. Nunca había escrito nada de ese carácter. Mi novela no pretendía ser
más que una broma literaria. Tenía que desarrollar en ella algunas situaciones
cómicas. Aunque todo ello no tenga gran importancia, contaré aquí el asunto de
mi cuento, para que se comprendan las conclusiones que de él se sacaron:
"Había por entonces, decía mi novela, en
Petersburgo un alemán que exhibía un cocodrilo mediante el desembolso de cierta
cantidad. Un funcionario petersburgués, antes de salir para el extranjero,
quiso ir a gozar de aquel espectáculo en compañía de su joven esposa y de un
amigo. El funcionario pertenecía a la clase media; tenía algún dinero, era
todavía joven, lleno de amor propio, pero tan idiota como el famoso "Jefe
Kovalov que había perdido su nariz". Se creía un hombre notable y, aunque
medianamente instruido, considerábase como un genio. En la oficina pasaba por
el ser más nulo que se podía hallar. Como si quisiera vengarse de aquel desdén,
había tomado la costumbre de tiranizar al amigo que le acompañaba a todas
partes, tratándole como a inferior. El amigo le odiaba, pero lo soportaba todo
por causa de la joven esposa, a la que amaba infinitamente. Pues mientras esta
linda persona, que pertenecía a un tipo completamente petersburgués —el de la
coqueta clase media—, mientra esta linda persona se aturdía con las gracias de
los monos que enseñaban al mismo tiempo que El
cocodrilo, su genial esposo hacía de las suyas. Consiguió despertar y
molestar al cocodrilo, hasta entonces dormido y tan inquieto como un leño. El
saurio abrió una boca enorme y se engulló al marido. El gran hombre, por la más
extraña de las casualidades, no había sufrido el menor daño, y, por efecto de
su carácter, encontróse maravillosamente bien en el interior del cocodrilo. El
amigo y la mujer, sabiendo que estaba a salvo por haberle oído alabarse de su
felicidad en el vientre del reptil, fueron a dar cerca de las autoridades los
pasos necesarios para obtener la libertad del involuntario explorador. Para
eso, primero era preciso matar al cocodrilo, y después despedazarle
delicadamente para extraer de él al gran hombre. Pero había que indemnizar al
alemán, propietario del saurio. Este germano comenzó por enfadarse formidablemente.
Declaró, jurando, que seguramente su cocodrilo moriría de una indigestión de
funcionario. Pero pronto comprendió que el brillante burócrata, tragado sin
recibir daño podría procurarle grandes entradas en toda Europa. Exigió, a
cambio de su cocodrilo, una suma considerable, más el grado de coronel ruso.
Mientras tanto las autoridades se mostraban apenadas, pues ningún funcionario
recordaba haber visto nunca un caso parecido. ¡No había precedente ninguno!
Después se sospechó si el funcionario se
habría metido en el cuerpo del cocodrilo para causar molestias al Gobierno.
¡Debía ser algún subversivo "liberal"!
Mientras, la joven viuda hallaba que su
situación de "casi viuda" no carecía de interés. El esposo tragado —a
través del caparazón del cocodrilo— acababa de declarar a su amigo que prefería
infinitamente su estancia en el interior del saurio a su vida de funcionario.
Su veraneo en el vientre de una bestia feroz atraía sobre él, por fin, la
atención que en vano solicitaba, cuando quedaba alguna vacante, sobre sus
ocupaciones burocráticas. Insistió para que su mujer diese veladas en las que
apareciese su tumba viviente. Todo Petersburgo iría a sus veladas, y a todos
los hombres de Estado les sorprendería el fenómeno. Él, el "tragado"
interesante, hablaría siempre a través de la escamosa coraza del cocodrilo, o
mejor, por la garganta del monstruo: aconsejaría a sus jefes y les demostraría
sus capacidades. A la insidiosa pregunta de su amigo, que le preguntaba qué
haría si un buen día se viese evacuado de su ataúd de una u otra manera...,
respondió que estaría siempre en guardia contra una solución demasiado conforme
a las leyes de la naturaleza... ¡y que se resistiría a ello!
La mujer se sentía cada vez más encantada con
su papel de falsa viuda: todo el mundo le demostraba su simpatía; el jefe
directo de su marido le hacía frecuentes visitas, jugaba a las cartas con ella,
etc."
Aquí terminaba el primer episodio de mi
novela, que dejé sin terminar, pero que un día u otro habré de seguir.
Sin embargo, he aquí el partido que han sacado
de esta broma:
Apenas lo que había escrito de este relato
apareció en la revista La Época (era
en 1865), que el periódico Goloss (La
Voz) entregóse a los más extraños comentarios sobre el asunto de la novela. Ya
no me acuerdo exactamente del texto del memorial, pero su redactor se
expresaba, al principio de su artículo, poco más o menos como sigue:
"En vano es que el autor de El cocodrilo se ejercite en un género de
humorismo nuevo para él: no recogerá con ello ni el honor ni los provechos que
busca" etcétera; luego, después de haberme infligido algunos pinchazos de
amor propio bastante envenenados, el revistero recurría a embrolladas
acusaciones, seguramente pérfidas, pero incomprensibles para mí. Una semana más
tarde encontré al señor N. N., que me dijo: "¿Sabe usted lo que creen en
algunas partes? Pues bien, afirman que su Cocodrilo
no es más que una alegoría: se trata de la deportación de Tchernischevsky,
¿verdad?" Completamente consternado por semejante interpretación, juzgué,
no obstante, despreciable una opinión tan fantástica; semejante ruido no podía
hallar eco. Sin embargo, nunca me perdonaré mi negligencia y mi desdén en
aquella ocasión, pues aquella tonta invención no hizo más que tomar cuerpo y
adornarse cada vez más; mi mismo silencio ha dado ánimos a los comentadores.
"¡Calumniad! ¡Calumniad! ¡Siempre quedará algo!"
¿Dónde está la alegoría? ¡Ah! Indudablemente,
el cocodrilo representa la Siberia, y el funcionario presuntuoso e inútil no es
otro que Tchernischevsky. Ha sido tragado por El cocodrilo sin renunciar a la esperanza de dar una lección a todo
el mundo. El amigo débil y tiranizado por él simboliza a los que le rodeaban, a
los que creía regentar. La mujer linda, pero tonta, que se regocijaba con su
situación de seudo viuda, es... Pero aquí entramos en detalles tan sucios que
no quiero mancharme continuando la explicación de la alegoría. Y, sin embargo,
quizá sea esta última alusión la que tuvo más éxito. Tengo mis razones para
creerlo.
¡Han supuesto que yo, antiguo forzado, no
solamente he tenido la bajeza de alegrarme pensando en la situación de un
infortunado deportado, sino hasta la cobardía de publicar mi regocijo
escribiendo para ello un libelo injurioso! Pero... ¿en qué terreno se colocan
para acusarme de semejante villanía? Pero traedme cualquier obra; tomad de ella
diez líneas, y con un poco de buena voluntad podréis explicar al público que
han querido retozar sobre la guerra francoprusiana, burlarse del actor
Gorbounov o entregarse a todas las estúpidas bromas que os agrade idear.
Recordad con qué espíritu examinaban los
censores los manuscritos de los autores durante los años cuarenta. No había ni
una línea, ni una coma, en que estos hombres perspicaces no descubriesen una
alusión política. ¿Irán a decir que yo odiaba a Tchernischevsky? He demostrado
que nuestras relaciones fueron siempre afectuosas. ¡Dadme al menos una de las
razones que hubiera podido tener para guardarle rencor por algo, fuese lo que
fuese! Todo eso es mentira.
¿Querrán insinuar que esperaba ganar algo en
"elevado lugar" el día en que publiqué esa bufonería de doble
sentido? ¡Eso sería decirme que he vendido mi pluma, y nadie lo probará!
Si vienen a decirme que me creí autorizado por
causa de ciertos asuntos de familia que no importaban más que a
Tchernischevsky, evitaré cuidadosamente defenderme de haber tenido un
pensamiento tan abyecto, pues, lo repito, mi misma defensa me mancharía.
Estoy enfadado por haberme dejado arrastrar a
ocuparme de estos hechos personales. He ahí lo que ocurre yendo a buscar sus
recuerdos literarios. No me sucederá más.
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