viernes, 31 de mayo de 2019

F. Dostoievski. Diario de un escritor.

 

II

 UN CAPÍTULO PERSONAL

 Más de una vez me han empujado a escribir mis recuerdos literarios. No sé si lo haré. Mi memoria va siendo perezosa, y, además, recordar es triste. En general, me gusta poco recordar. No obstante, algunas veces, ciertos episodios de mi carrera literaria aparecen por sí mismos en mi memoria con increíble claridad. Por ejemplo, he aquí algo que recuerdo. Una mañana de primavera había ido a ver a Iégor Petrovitch Kovalésky. Mi novela Crimen y castigo, que se estaba publicando entonces en el Mensajero ruso, le interesaba mucho. Se puso a felicitarme calurosamente, y me habló de la opinión que de ella tenía un amigo cuyo nombre no puedo dar, pero que me era muy querido. Interin, se presentaron, uno tras otro, dos editores de revistas. Uno de estos periódicos ha adquirido desde entonces un número de lectores ordinariamente desconocido de las revistas rusas, pero entonces estaba en los comienzos de su fortuna. Por el contrario, el otro acababa ya una carrera poco antes gloriosa; pero su editor ignoraba que su obra debiese terminar tan pronto. Este último me llevó a otro cuarto, donde estuvimos hablando. Se había mostrado muy amable conmigo en varias ocasiones, a pesar de que nuestro primer encuentro había sido tormentoso. Una vez, entre otras, me había enseñado versos suyos, los mejores que había escrito, y bien sabe Dios que su apariencia no sugería la idea de hallarse en presencia de un poeta, y, sobre todo, de un poeta doloroso y amargo. Sea lo que sea, entabló su conversación del siguiente modo:
 —¡Bueno! ¡Le hemos vapuleado a usted un poco, en mi revista, a propósito de Crimen y castigo!
 —Lo sé, lo sé... —respondí.
 —Y... ¿sabe usted por qué?
 —Sin duda, cuestión de principios.
 —De ningún modo. Ha sido por culpa de Tchernischevsky.
 Me quedé estupefacto.
 —El señor N... —repuso—, que le ha maltratado a usted en su artículo, fue en mi busca para decirme: "Su novela es buena, pero hace dos años no tuvo inconveniente en injuriar a un infeliz deportado y caricaturizarle. Voy a destrozar su novela."
 —¡Vaya! Ahí tenemos las simplezas que vuelven a comenzar por el asunto de El cocodrilo —exclamé, comprendiendo en seguida de qué se trataba—. Pero ¿ha leído usted mi novela titulada El cocodrilo?
 —No, no la he leído.
 —Pues todo eso proviene de una serie de chismes idiotas. Mas es preciso todo el ingenio, y todo el discernimiento de un Boulgarine para encontrar en esa desdichada novela la menor alusión a Tchernischevsky. ¡Si supiese usted lo idiota que es todo eso! Sin embargo, nunca me perdonaré no haber protestado, hace dos años, apenas lanzada, contra esa calumnia estúpida.
 Y hasta ahora todavía no he protestado. Un día no tenía tiempo, otro encontraba el chisme demasiado despreciable. Sin embargo, esta bajeza que me atribuyen ha llegado a ser, para muchas personas, un agravio contra mí. La historia ha corrido por los periódicos y las revistas, ha penetrado en el público y me ha valido varios disgustos.
 Es ya tiempo de explicar lo que hay en ella, pues mi silencio acabaría por confirmar aquella leyenda.
 La primera vez que encontré a Nicolás Gavrilovitch Tchernischevsky fue en 1859, durante el año que siguió a mi vuelta de Siberia; ya no recuerdo ni dónde ni cómo. Después nos hemos vuelto a encontrar, pero no con mucha frecuencia; apenas si hablamos, pero siempre nos tendimos la mano. Herzen me decía que su persona y sus maneras habíanle producido molesta impresión. Pero yo sentía por él simpatía.
 Una mañana encontré en mi puerta un ejemplar de una publicación que entonces aparecía con bastante frecuencia. Se llama La Joven Generación. Nada más inepto e irritante. Estuve todo el día molesto.
 Hacia las cinco de la tarde fui a casa de Nicolás Gavrilovitch. El mismo salió a abrirme la puerta, me acogió muy amablemente y me condujo a su gabinete de trabajo. Saqué de mi bolsillo la hoja que había encontrado por la mañana y pregunté a Tchernischevsky:
 —Nicolás Gavrilovitch, ¿conoce usted esto?
 Tomó la hoja como una cosa para él perfectamente ignorada, y leyó el texto. Aquella vez no había más que unas diez líneas.
 —¿Qué quiere decir esto? —me preguntó, sonriendo ligeramente.
 —¡Bah! ¡Si serán idiotas esas gentes! —dije—. ¿No habría algún medio de hacerles renunciar a ese género de bromas?
 —Pero ¿se figura usted que tengo algo que ver con ellos, que colaboro con sus tonterías?
 —Estaba completamente seguro de lo contrario, y creo inútil asegurárselo. Pero me parece que debieran disuadirles de continuar su publicación. Sé muy bien que usted nada tiene que ver con los redactores de esta hoja, pero usted los conoce un poco, y, para ellos, su opinión tiene mucho peso; ¿no podría usted?...
 —Pero ¡si no conozco a ninguno de ellos!
 —¡Ah! ¡Si usted lo dice!... ¿Habrá que hablarles directamente?... ¿Acaso una queja procedente de un hombre de la situación de usted?
 —¡Bah! No produciría ningún efecto... Todo eso es inevitable...
 —Sin embargo, hacen daño a todo y a todos...
 En aquel momento llegó un nuevo visitante y me marché. Estaba completamente convencido de que Tchernischevsky no era en modo alguno solidario de las bromas pesadas. Me había recibido muy bien y vino pronto a devolverme la visita. Pasó cerca de una hora en mi casa, y debo decir que pocas veces he visto un carácter más suave y más amable que el suyo. Nada me asombraba tanto como el oírlo tratar, en algunas partes, de hombre duro e insociable. Estaba cierto de que deseaba hacerse amigo mío, y no me molestaba por ello. Pronto hube de trasladarme a Moscú; pasé allí nueve meses, y, naturalmente, mis relaciones con Tchernischevsky no siguieron adelante.
 Un buen día supe la detención y después la deportación de Nicolás Gavrilovitch, sin conocer los motivos, que hoy todavía ignoro.
 Hace año y medio pensé escribir un cuento humorístico-fantástico, por estilo de Nariz, de Gogol. Nunca había escrito nada de ese carácter. Mi novela no pretendía ser más que una broma literaria. Tenía que desarrollar en ella algunas situaciones cómicas. Aunque todo ello no tenga gran importancia, contaré aquí el asunto de mi cuento, para que se comprendan las conclusiones que de él se sacaron:
 "Había por entonces, decía mi novela, en Petersburgo un alemán que exhibía un cocodrilo mediante el desembolso de cierta cantidad. Un funcionario petersburgués, antes de salir para el extranjero, quiso ir a gozar de aquel espectáculo en compañía de su joven esposa y de un amigo. El funcionario pertenecía a la clase media; tenía algún dinero, era todavía joven, lleno de amor propio, pero tan idiota como el famoso "Jefe Kovalov que había perdido su nariz". Se creía un hombre notable y, aunque medianamente instruido, considerábase como un genio. En la oficina pasaba por el ser más nulo que se podía hallar. Como si quisiera vengarse de aquel desdén, había tomado la costumbre de tiranizar al amigo que le acompañaba a todas partes, tratándole como a inferior. El amigo le odiaba, pero lo soportaba todo por causa de la joven esposa, a la que amaba infinitamente. Pues mientras esta linda persona, que pertenecía a un tipo completamente petersburgués —el de la coqueta clase media—, mientra esta linda persona se aturdía con las gracias de los monos que enseñaban al mismo tiempo que El cocodrilo, su genial esposo hacía de las suyas. Consiguió despertar y molestar al cocodrilo, hasta entonces dormido y tan inquieto como un leño. El saurio abrió una boca enorme y se engulló al marido. El gran hombre, por la más extraña de las casualidades, no había sufrido el menor daño, y, por efecto de su carácter, encontróse maravillosamente bien en el interior del cocodrilo. El amigo y la mujer, sabiendo que estaba a salvo por haberle oído alabarse de su felicidad en el vientre del reptil, fueron a dar cerca de las autoridades los pasos necesarios para obtener la libertad del involuntario explorador. Para eso, primero era preciso matar al cocodrilo, y después despedazarle delicadamente para extraer de él al gran hombre. Pero había que indemnizar al alemán, propietario del saurio. Este germano comenzó por enfadarse formidablemente. Declaró, jurando, que seguramente su cocodrilo moriría de una indigestión de funcionario. Pero pronto comprendió que el brillante burócrata, tragado sin recibir daño podría procurarle grandes entradas en toda Europa. Exigió, a cambio de su cocodrilo, una suma considerable, más el grado de coronel ruso. Mientras tanto las autoridades se mostraban apenadas, pues ningún funcionario recordaba haber visto nunca un caso parecido. ¡No había precedente ninguno!
 Después se sospechó si el funcionario se habría metido en el cuerpo del cocodrilo para causar molestias al Gobierno. ¡Debía ser algún subversivo "liberal"!
 Mientras, la joven viuda hallaba que su situación de "casi viuda" no carecía de interés. El esposo tragado —a través del caparazón del cocodrilo— acababa de declarar a su amigo que prefería infinitamente su estancia en el interior del saurio a su vida de funcionario. Su veraneo en el vientre de una bestia feroz atraía sobre él, por fin, la atención que en vano solicitaba, cuando quedaba alguna vacante, sobre sus ocupaciones burocráticas. Insistió para que su mujer diese veladas en las que apareciese su tumba viviente. Todo Petersburgo iría a sus veladas, y a todos los hombres de Estado les sorprendería el fenómeno. Él, el "tragado" interesante, hablaría siempre a través de la escamosa coraza del cocodrilo, o mejor, por la garganta del monstruo: aconsejaría a sus jefes y les demostraría sus capacidades. A la insidiosa pregunta de su amigo, que le preguntaba qué haría si un buen día se viese evacuado de su ataúd de una u otra manera..., respondió que estaría siempre en guardia contra una solución demasiado conforme a las leyes de la naturaleza... ¡y que se resistiría a ello!
 La mujer se sentía cada vez más encantada con su papel de falsa viuda: todo el mundo le demostraba su simpatía; el jefe directo de su marido le hacía frecuentes visitas, jugaba a las cartas con ella, etc."
 Aquí terminaba el primer episodio de mi novela, que dejé sin terminar, pero que un día u otro habré de seguir.
 Sin embargo, he aquí el partido que han sacado de esta broma:
 Apenas lo que había escrito de este relato apareció en la revista La Época (era en 1865), que el periódico Goloss (La Voz) entregóse a los más extraños comentarios sobre el asunto de la novela. Ya no me acuerdo exactamente del texto del memorial, pero su redactor se expresaba, al principio de su artículo, poco más o menos como sigue:
 "En vano es que el autor de El cocodrilo se ejercite en un género de humorismo nuevo para él: no recogerá con ello ni el honor ni los provechos que busca" etcétera; luego, después de haberme infligido algunos pinchazos de amor propio bastante envenenados, el revistero recurría a embrolladas acusaciones, seguramente pérfidas, pero incomprensibles para mí. Una semana más tarde encontré al señor N. N., que me dijo: "¿Sabe usted lo que creen en algunas partes? Pues bien, afirman que su Cocodrilo no es más que una alegoría: se trata de la deportación de Tchernischevsky, ¿verdad?" Completamente consternado por semejante interpretación, juzgué, no obstante, despreciable una opinión tan fantástica; semejante ruido no podía hallar eco. Sin embargo, nunca me perdonaré mi negligencia y mi desdén en aquella ocasión, pues aquella tonta invención no hizo más que tomar cuerpo y adornarse cada vez más; mi mismo silencio ha dado ánimos a los comentadores. "¡Calumniad! ¡Calumniad! ¡Siempre quedará algo!"
 ¿Dónde está la alegoría? ¡Ah! Indudablemente, el cocodrilo representa la Siberia, y el funcionario presuntuoso e inútil no es otro que Tchernischevsky. Ha sido tragado por El cocodrilo sin renunciar a la esperanza de dar una lección a todo el mundo. El amigo débil y tiranizado por él simboliza a los que le rodeaban, a los que creía regentar. La mujer linda, pero tonta, que se regocijaba con su situación de seudo viuda, es... Pero aquí entramos en detalles tan sucios que no quiero mancharme continuando la explicación de la alegoría. Y, sin embargo, quizá sea esta última alusión la que tuvo más éxito. Tengo mis razones para creerlo.
 ¡Han supuesto que yo, antiguo forzado, no solamente he tenido la bajeza de alegrarme pensando en la situación de un infortunado deportado, sino hasta la cobardía de publicar mi regocijo escribiendo para ello un libelo injurioso! Pero... ¿en qué terreno se colocan para acusarme de semejante villanía? Pero traedme cualquier obra; tomad de ella diez líneas, y con un poco de buena voluntad podréis explicar al público que han querido retozar sobre la guerra francoprusiana, burlarse del actor Gorbounov o entregarse a todas las estúpidas bromas que os agrade idear.
 Recordad con qué espíritu examinaban los censores los manuscritos de los autores durante los años cuarenta. No había ni una línea, ni una coma, en que estos hombres perspicaces no descubriesen una alusión política. ¿Irán a decir que yo odiaba a Tchernischevsky? He demostrado que nuestras relaciones fueron siempre afectuosas. ¡Dadme al menos una de las razones que hubiera podido tener para guardarle rencor por algo, fuese lo que fuese! Todo eso es mentira.
 ¿Querrán insinuar que esperaba ganar algo en "elevado lugar" el día en que publiqué esa bufonería de doble sentido? ¡Eso sería decirme que he vendido mi pluma, y nadie lo probará!
 Si vienen a decirme que me creí autorizado por causa de ciertos asuntos de familia que no importaban más que a Tchernischevsky, evitaré cuidadosamente defenderme de haber tenido un pensamiento tan abyecto, pues, lo repito, mi misma defensa me mancharía.

 Estoy enfadado por haberme dejado arrastrar a ocuparme de estos hechos personales. He ahí lo que ocurre yendo a buscar sus recuerdos literarios. No me sucederá más.

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