
Narrativa costarricense contemporánea / ‘La Jornada
Semanal’
El momento actual de
la narrativa en Costa Rica es heredero de la nutrida producción literaria que
dejó una extensa nómina de autores.
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I
La palabra literaria atraviesa
fronteras y nos acerca, mientras se ofrece para ser recorrida por los lectores
de otras latitudes y de diversos tiempos.
Margarita Rojas y Flora Ovares
Ciudad de México. Al hablar de narrativa contemporánea
costarricense nos referirnos a las novelas y relatos que se escribieron y
publicaron en este país centroamericano durante los últimos cincuenta años. Un
período que comienza cuando los autores se liberan de normas y estructuras
precedentes para dirigirse a una oleada de nuevos lectores con los que
comparten la idea de que la modernización es un proceso que genera, sin
remisión posible, desequilibrio, desintegración social y pérdida de rasgos de
identidad.
El momento actual de la narrativa en Costa Rica es heredero de la
nutrida producción literaria que dejó una extensa nómina de autores, aquellos
que recorrieron un camino que atraviesa diferentes territorios históricos y
sociales hasta llegar a nuestros días. El poeta y novelista Adriano Corrales,
en el ensayo “La nueva novela costarricense” (revista Comunicación, 2013),
ubica el inicio de ese camino hace poco más de un siglo, cuando se publican
textos que son producto de “una mezcla de periodismo, costumbrismo, crítica,
crónica e historiografía.” La obra El Moto (1900), de Joaquín
García Monge (1881-1958) es señalada por muchos como la primera novela
costarricense, aunque para Corrales y otros investigadores este texto es más
bien “una transición entre el cuadro de costumbres y la novela”, y consideran a
Jenaro Cardona (1863-1930) como el primer novelista de Costa Rica al publicar
dos obras de temática urbana con un talante crítico frente a la religión y
otros valores tradicionales: El primo (1905) y La
esfinge del sendero (1914).
Posteriormente, un grupo de escritores se aglutinó alrededor de la revista Repertorio
Americano (1918-1958), fundada y dirigida por García Monge, donde se
publicaron textos que proyectaban la imagen de una nación en crisis por
conflictos sociales e ideológicos. Entre estos nuevos narradores, que sobre
todo escriben y publican relatos vinculados con recuerdos y tradiciones,
destacan Carmen Lyra (Las fantasías de Juan Silvestre, 1919 y Cuentos
de mi tía Panchita, 1920), pedagoga, escritora y militante comunista que se
exilia en México y muere en 1949; y Luis Dobles Segreda (Por el amor de Dios,
1918 y Rosa mística, 1920). En el caso de Luis Dobles, merece la
pena reseñar que su trabajo más ambicioso fue el Índice bibliográfico de Costa
Rica, una obra documental de dieciséis tomos que compila todas las
publicaciones realizadas en el país hasta 1930.
Más adelante surge un grupo de autoras y autores, la “Generación de los
cuarenta”, que escriben una narrativa realista de denuncia social: entre ellos
encontramos a Max Jiménez (El domador de pulgas, 1936 y El jaúl,
1937); Carlos Luis Fallas (Mamita Yunai, 1940); y Yolanda Oreamundo (La
ruta de la evasión, 1949). Así, se llega a la década de los cincuenta donde
se ubica la frontera que da paso a la narrativa contemporánea; al otro lado de
esa línea divisoria hallamos un grupo de escritores que, en algunos casos,
siguen publicando en la actualidad. Entre ellos hay que citar a José León
Sánchez, escritor de cuentos y novelas que enlazan el humor con el realismo más
crudo (La cattleya negra, 1967; La isla de los hombres solos,
1968; Tenochtitlan, la última batalla de los aztecas, 1986); Carmen
Naranjo, poeta, narradora y diplomática (Los perros no ladraron,
1966; Diario de una multitud, 1974); y Alfonso Chase, novelista,
ensayista y poeta con una obra literaria que se centra en la preocupación por
el devenir colectivo y la búsqueda de la identidad personal; sus primeras
novelas y relatos –Los juegos furtivos, 1967; Las puertas de la
noche, 1974; Mirar con inocencia, 1975; Fábula de
fábulas, 1979– han marcado la narrativa costarricense hasta el momento
presente.
II
Durante el último cuarto de siglo emergen los primeros autores
caribeños. Como consecuencia, los temas relacionados con los grupos sociales de
origen africano –historia, cultura, marginación– se tratan por primera vez
desde el punto de vista del escritor originario. Quince Duncan es uno de los
más representativos, y en su obra destacan interesantes novelas y
relatos: Hombres curtidos (1973), Los cuatro
espejos (1975), La paz del pueblo (1979), Kimbo (1989);
este autor tiene un relevante estudio que recopila la presencia de la negritud
en la literatura de Costa Rica (El negro en la literatura costarricense,
1975).
Los escritores de fin de siglo y comienzos de milenio desarrollan una
narrativa que surge como respuesta ante las causas generadoras de perturbación
social –quiebra moral, corrupción institucional generalizada, censura y
represión– que se dieron en el país a partir de 1980. Entre una gran cantidad
de autores destacamos a dos escritoras: la primera es Tatiana Lobo, que en su
novela Asalto al paraíso (1992) aborda como tema central la
sublevación indígena de Presbere en 1709, y Calypso (1996), en
la que explora, a través de un planteamiento étnico y cultural, las diferencias
sociales en un pueblo de la costa caribe. La otra es Anacristina Rossi, una
autora clave de esta época, cuyas novelas enriquecieron el panorama narrativo
con temas nuevos y visiones más amplias desde perspectivas diferentes (María
la noche,1985; La loca de Gandoca, 1992; Limón blues,
2002; y Limón reggae, 2007).
En otros autores encontramos obras que plasman, con neorrealismo
descriptivo, el momento social a través del testimonio directo y la
denuncia: Los sonidos de la aurora (1991) de Carlos
Morales; Mundicia (1992), de Rodrigo Soto; Las
estirpes de Montánchez (1992) de Fernando Durán Ayanegui; Retrato
de mujer en terraza (1995) de Dorelia Barahona; y las novelas de
Fernando Contreras, Única mirando al mar (1993) y Los
peor (1995), que retratan realidades herméticas e inexploradas de
ambientes urbanos. También resulta interesante la obra de Rodolfo Arias
Formoso: El Emperador Tertuliano y la legión de los
Superlimpios (1992), un relato tragicómico y burlesco sobre la
sociedad de consumo y el funcionariado mediocre y conformista propio del
sistema institucional. Otra novela reseñable es Los dorados (1999),
de Sergio Muñoz, que narra en su propio lenguaje el proceso desintegración
material y espiritual de las capas sociales más marginadas y excluidas.
III
Algunos de los novelistas surgidos a lo largo de las casi dos décadas
del nuevo milenio son poetas que incursionan en la narrativa experimentando
temáticas, lenguajes y estilos. Se trata de creadores inquietos que buscan en
la referencia oral e histórica el repaso y la explicación de lo que se
considera propio. En Costa Rica las variantes narrativas evolucionan y en el
momento actual se reinventan la temática histórica y política, el relato
costumbrista, el neorrealismo descriptivo, la novela negra y las vanguardias
redimidas. Como ejemplo, dos novelas policíacas de Jorge Méndez Limbrick, Mariposas
negras para un asesino (2005) y El laberinto del verdugo (2009),
que conjugan un enfoque particular de la historia con la calidad de un trabajado
oficio. Otro texto interesante es Verano rojo (2010), de
Daniel Quirós, que agrega a la novela negra un componente histórico al relatar
hechos acaecidos en 1984 en un lugar de la frontera entre Costa Rica y
Nicaragua, la llamada “conjura de La Penca” que tuvo como protagonista al
comandante guerrillero sandinista Edén Pastora.
La novela contemporánea en Centroamérica crea un espacio literario de
debate y cuestionamiento de verdades históricas, aporta versiones diferentes al
discurso oficial con el fin de llenar los silencios que en éste se producen al
no querer abordar hechos que se podrían considerar censurables. La novela
relata y revive la historia frente al olvido y la ocultación, asume un papel
social y político al incorporar a una mayoría, que siempre fue dejada al margen
del relato histórico, en el desarrollo de los acontecimientos.
La literatura costarricense contemporánea nos propone narraciones
imaginadas y posibles del pasado, utiliza la historia como fuente de
inspiración que aporta temas e interpretaciones y, sin querer sustituirla,
ofrece datos para recuperarla y restablecer la memoria. Como ejemplo reciente
en esta línea de novela histórica está la obra de Adriano Corrales, La
ruta de los héroes (2017), un texto sobre la Guerra Nacional
(1856-1857), enfocado desde dos perspectivas temporales diferentes, que hurga
en la memoria para recordar hechos que han quedado en el inconsciente
colectivo, rescatarlos y reescribirlos con el propósito de tejer un relato que
llene los vacíos que no pudieron contar las crónicas oficiales.
Dentro de los caminos diversos por los que transita la nueva narrativa
costarricense, también merece la pena hablar de otros textos que se crean sin
más pretensiones que detallar formas de vivir la vida y comunicar experiencias
que se suceden en la cambiante realidad urbana de San José. Entre ellos cabe
mencionar Las aventuras del Oso mañoso (2015), relato de una
época juvenil cuando se vive sin otras expectativas que la ansiedad diaria por
satisfacer excesos y la necesidad de aventuras en la jungla citadina, una
novela paródica, hilarante y entretenida, escrita por el poeta Mainor González
Calvo.
Todo esto sucede con la narrativa contemporánea hecha en Costa Rica, una
realidad literaria casi desconocida que no ignora su condición de origen y
sobrevive porque se nutre de sí misma. Una literatura que explora múltiples
caminos y enfoca visiones que transitan y trascienden diferentes planos
estilísticos y estéticos. Las publicaciones aumentan y los autores surgen para
asumir nuevos retos con el proceso creativo y la literatura, con la sociedad en
que viven y con ellos mismos. De esta forma se impone una narrativa consciente,
atrevida y turbulenta comprometida con el exigente oficio de narrar lo propio.
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